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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
DANIEL MUCHNIK
ALEJANDRO GARVIE
EL DERRUMBE
DEL HUMANISMO
Guerra, maldad y violencia
en los tiempos modernos
Muchnik, Daniel
El derumbe del humanismo : guerra, maldad y violencia en los
tiempos modernos / Daniel Muchnik y Alejandro Garvie - 1a ed. Buenos Aires : Edhasa, 2006.
256 p. ; 22,5x15,5 cm. (Ensayo)
ISBN 950-9009-79-2
1. Ensayo Argentino. I. Garvie, Alejandro II. Título
CDD A864
Para mis maestros humanistas
y en homenaje a las víctimas
de la banalidad del Mal.
D. M.
A la memoria de Norberto Ivancich,
maestro y amigo.
A. G.
Primera edición: diciembre de 2006
© Daniel Muchnik y Alejandro Garvie, 2006
© Edhasa, 2006
Córdoba 744 2º C, Buenos Aires
[email protected]
http://www.edhasa.net
Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona
E-mail: [email protected]
http://www.edhasa.com
ISBN-10: 950-9009-79-2
ISBN-13: 978-950-9009-79-2
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del
Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía
y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante
alquiler o préstamo público.
Impreso por Cosmos Offset
Impreso en Argentina
Índice
Introducción ...................................................................................
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Capítulo 1. La irrupción de la sociedad de masas ...........................
Capítulo 2. Las guerras ...................................................................
Capítulo 3. Caos entre dos masacres...............................................
Capítulo 4. Cara y ceca del Mal......................................................
Capítulo 5. Bajo el signo de La Bomba...........................................
Capítulo 6. ¿El fin de las ideologías? ...............................................
Capítulo 7. Cae el velo ...................................................................
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43
79
115
155
195
229
Epílogo ........................................................................................... 243
Bibliografía ..................................................................................... 251
Introducción
Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que pronto ha de
serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el bien y el mal sean durables y de aquí se sigue que habiendo durado mucho el mal, el bien está ya muy cerca.
Miguel de Cervantes Saavedra, El Quijote
El origen de este libro tiene una historia. Para contarla debemos compartir un primer y cándido acto de melomanía con ustedes, los lectores de estas
líneas. Todo comenzó, hace un tiempo, con la compra de una vieja copia de
un disco del sello Deutsche Gramophon, que reproducía las actuaciones líricas de los mejores cantantes de los primeros cuarenta años del siglo XX,
en los glamorosos salones de Berlín, entre 1920 y 1943.
Berlín, cabe recordar, fue una ciudad frenéticamente cultural, testigo
de una explosión de creatividad y pasión intelectual, más que París y Londres en la primera posguerra mundial, durante el tiempo de la República
de Weimar. Una euforia de talento que se extendió hasta la llegada del nazismo al poder, en 1933.
Las fechas de los temas grabados se fueron sucediendo. 1922, 1924,
1928, 1933. Allí, precisamente en ese año, nos detuvimos. El nacionalsocialismo había llegado al poder. ¿Cómo se podía hacer arte bajo el nazismo? ¿Las divas eran cómplices del sistema? ¿Los músicos participaban de
la fiesta política del régimen? 1937, 1938. Los jerarcas nazis asistían de
gala a la Ópera, donde los artistas que captura el disco se lucían con las
mismas canciones que estábamos escuchando en Buenos Aires, setenta
años después. Y las fotos los mostraban, a todos, sin exclusiones, felices,
imperiales, dueños del mundo. ¿Podía el Mal crear Belleza? ¿La Belleza
también nacía pese al Mal? 1943: cesa la grabación. Es que la suerte del
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nazismo se doblega ante el avance soviético tras la batalla de Stalingrado y
los aliados castigan con bombardeos constantes las ciudades de Alemania.
Hasta ese año la población alemana había sido “chantajeada” por Hitler:
hasta ese momento el pueblo alemán comía bien, no sufría penurias, los
conquistadores de Europa enviaban regalos a casa, saqueaban las cosechas
y las mejores expresiones del arte.
Pensar en esa contradicción nos llevó a explorar el ejercicio del Mal en
el siglo XX. Los espectadores de los teatros de Berlín habían nacido a comienzos de ese siglo o hacia fines del XIX, época de esplendor científico,
artístico e industrial, con avances tecnológicos inimaginables, con mayor
dominio sobre las enfermedades. Podían recitar a Goethe o a Heine, escuchar a Brahms, a Shumann o a Mendelsohn, deleitarse con expresiones
pictóricas tradicionales o modernas.
¿Los mismos que amaban lo mejor de la poesía y la música de Europa
Central se convertirían en los verdugos, en los fríos administradores de la
muerte, en los organizadores de los campos de exterminio, en los responsables del oprobio, el racismo y la demencia militar? ¿Los cantantes endulzaban el alma de los criminales? ¿Dónde, cómo, de qué manera, a partir
de qué acontecimientos había surgido tanto Mal y tantos de sus representantes e ideólogos?
Europa tembló frente al expansionismo de Hitler. Cayó Checoslovaquia, una isla democrática creada en 1918. Austria aplaudió la entrada
expansionista del ejército germano y la anexión a Alemania, con el consentimiento de los exiliados en la Primera Guerra Mundial. La República
Española, agonizante, libraba las últimas batallas contra los militares rebeldes ayudados por el eje fascista. La nobleza británica coqueteaba con los
nazis de la misma manera que lo hacían otros gobiernos europeos autodefinidos como “neutrales”. Stalin pergeñaba un tratado para apaciguar a
Alemania y se anexaba una parte de Polonia. En Francia, el débil y arrinconado Frente Popular había fracasado, con lo cual se le abrió la puerta a
la vocinglería derechista, corporativista y antisemita. El mundo no quería
otra guerra pero ésta ya estaba programada en los salones dominados por
los dirigentes nazis que procuraban no sólo la expansión territorial sino
también la revancha tras la derrota de 1918.
1939: Alemania se lanza primero sobre Polonia y después sobre
Inglaterra. 1941: los jerarcas siguen conformando la inmensa platea que
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aplaudía a los mismos que hoy transmiten música sublime desde el disco.
Ellos, los ejecutores, los que decidían sobre la vida y la muerte estaban allí,
en Berlín, sin duda sintiendo todo lo que amamos siete décadas después.
1942: los nazis ya tienen planificado el genocidio y la devastación de gran
parte de las regiones ocupadas. Son los mismos que adoctrinan a sus soldados de uniforme prolijamente gris, los que lanzan los tanques, los que
preparan los hornos crematorios, los que despliegan la construcción industrial de la muerte. Y que se transforman con las arias en la Ópera de Berlín,
vestidos de gala.
Esta imagen despiadada y al mismo tiempo sorprendente acerca de esos
asesinos se relaciona con los relatos del libro Yo, Comandante de Auschwitz
del ex jefe del campo de exterminio, Rudolf Höss. Höss fue apresado por
los comunistas polacos en 1947 y sentenciado a la horca. Pero antes lo
obligaron a escribir su autobiografía. Ahí Höss contó que a la hora del almuerzo, todos los mediodías, se sentaba en la mesa familiar, oraba junto a
su mujer y sus hijos, y luego cuidaba el jardín de su casa que estaba ubicada dentro del establecimiento. También cuidaba el gallinero y a sus pájaros cantores en las jaulas. Era un padre tierno. Un hombre afectuoso con
los animales. Por la mañana y por la tarde su trabajo consistía en decidir a
cuántos prisioneros asesinar en las cámaras de gas y a cuántos cuerpos se
podía incinerar.
Era la consagración suprema de la banalidad del Mal, tal como calificara Hannah Arendt la burocracia de la muerte, la ausencia de razón. Que
también puede comprobarse en 1978, en la ciudad de Buenos Aires: mientras en las tribunas del Estadio “Monumental” de River Plate casi 80.000
argentinos –entre ellos los comandantes en jefe de la dictadura militar– se
desgañitaban y deliraban con la conquista del Mundial de fútbol, otros argentinos más solos y desamparados, a pocos metros de allí, en la Escuela
de Mecánica de la Armada eran torturados y asesinados en forma sistemática por el régimen.
El Mal en la historia
Durante siglos el hombre ha desplegado sobre el mundo tanto sus virtudes
como sus vicios y construido sociedades que se han regido por las nociones
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
del Bien y del Mal, de lo correcto y lo incorrecto para cada tiempo y espacio,
sin que ese movimiento de exploración haya terminado. Cada comunidad ha
fijado sus deseos y objetivos en un conjunto de conductas consideradas buenas, así sean sociedades religiosas o laicas. El Mal, en muchos casos, es determinado por conductas desviadas o simplemente por la ausencia de Bien.
La intensidad de los acontecimientos en el siglo XX tomó tal magnitud que al final, y al inicio del siglo XXI, los valores que determinaron el
Bien y el Mal desde el siglo XIX quedaron obsoletos, sin que otros nuevos
valores hayan venido a reemplazarlos.
Esta es una simple descripción, sin añoranzas, de una transformación
que comenzó con el mismo siglo fantástico que coronó, no sin sacrificios
y contradicciones, el triunfo de la voluntad del hombre por sobre la naturaleza y aun por sobre sí mismo. Sigmund Freud (1856-1939) atisbó que
esa “incomodidad del hombre consigo mismo nacía de la propia tarea colosal que se había autoimpuesto: ser su propio amo”.
Así intentó en su libro Malestar en la cultura (1929) ensayar una explicación del orden social:
La palabra cultura designa toda la suma de operaciones y normas
que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente
a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los
hombres. Esa regulación tiene un defecto, una falla que explica la
inconformidad de origen de nuestra sociedad occidental y judeocristiana: la renuncia a los instintos primitivos, la sujeción de las
pasiones: [...] Puesto que la cultura impone tantos sacrificios no
sólo a la sexualidad, sino a la inclinación agresiva del ser humano, comprendemos mejor que los hombres difícilmente se sientan dichosos dentro de ella.
En 1939, el general Francisco Franco (1892-1975) culminaba su golpe de
Estado en contra de los republicanos, en España, iniciando el Terrorismo
de Estado y profundizando el genocidio español. En ese año, Adolf Hitler
(1889-1945) –y sus facilitadores– abrían el capítulo más negro en la genealogía de la maldad del hombre. Ambos episodios conforman el ejemplo
más descarnado del “Mal Sistémico” como característico de la sociedad de
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masas, aquella que deambulando entre la razón y la fe, encontrará justificativo en la técnica y la ideología para cometer los más grandes crímenes
contra la humanidad, contra sí misma.
Este ensayo se propone reflexionar sobre las ideas del Mal que dominaron en el pasado como elemento necesario para construir órdenes sociales duraderos, para avanzar sobre la cantidad de “maldades” que el
hombre ha causado durante el siglo XX y que no tiene miras de ceder en
esta centuria.
El siglo XXI amenaza, además, con ser el escenario de “guerras santas”
y el mundo todo presenta signos preocupantes de deterioro ambiental, que
es el mal que un despreocupado desarrollo industrial le infligió durante 200
años.
De cara a la sociedad del conocimiento o de la información, el Mal
requiere ser analizado, mostrando la plenitud de las masacres causadas por
el hombre a través de genocidios, torturas, asesinatos por “razones de
Estado”, el uso de armas de destrucción masiva y la amenaza, nunca más
cierta que hoy, acerca de la disolución del planeta. Y ese camino que interrogue la condición humana debe andarse con alguna otra mirada que no
sea la del mero estupor.
A lo largo de la historia del pensamiento de Occidente se han planteado distintas disquisiciones religiosas, filosóficas y políticas, al calor de los
sucesos humanos, en torno al nacimiento del Mal, de su despliegue y de
sus víctimas.
El Bien y el Mal han sido siempre ordenadores de la conducta humana y, en forma de bases morales, permitieron la asociación entre los hombres, desde las tribus hasta los Estados-nación.
Hasta la Era Moderna, las nociones de Bien y de Mal estaban asociadas y fuertemente influenciadas por el pensamiento religioso. Poco a poco, desde la Ilustración y la entronización de la Razón como guía del hombre, la religiosidad fue quedando relegada al ámbito privado, como rectora
de los principios morales.
Desde la visión teológica del Mal en el mundo, una primera distinción sirve para aclarar el peso y las razones por las cuales se diferencian el
mundo religioso grecorromano del judeocristiano.
En la antigua Grecia, la divinidad era humanizada y colocada en el
Olimpo, que era una representación de la federación de las propias ciu-
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dades griegas y una suerte de república gobernada por el padre de los dioses, Zeus o Júpiter, obedientes a los decretos del destino, más que a su voluntad.
Es decir, que esta visión religiosa –a diferencia del cristianismo posterior– no tenía dioses particularmente castigadores o forjadores de una moral estricta. Además su “elenco” era variable, añadiendo algún dios o diosa
nuevos, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una de las cuales honraba a su divinidad y era representante de su espíritu colectivo.
La religión griega emanaba de las colectividades y no de los individuos. La forma castigadora de las religiones se encuentra, entonces, en el
dios de los judíos y de los cristianos, como una consecuencia directa derivada de la unidad divina. A partir de esta visión en la que todo confluye
en un dios: ¿cómo explicar la coexistencia del Bien y del Mal? ¿Cómo explicar que un solo y mismo dios, omnipotente, todo verdad, amor, belleza, es a la vez la fuente del Mal, el odio, la fealdad y la mentira?
Para resolver esta contradicción, los teólogos judeocristianos atribuyeron todo el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde procede? Satanás fue
primero un ángel y desde su rebelión contra Dios se volvió ángel de las tinieblas. Por consiguiente, Dios fue el que engendró el Mal, y si la rebelión
es un Mal –asunto discutible–, si constituye un crimen, no cabe duda de
que el creador de esta posibilidad ha sido Dios.
Después de la caída de Satanás-ángel, Dios modeló al hombre y, por
algún motivo, no le concedió el don fatal del libre albedrío –cualidad que
hizo que Satanás “ángel” optara por una acción “mala”– sino que se limitó
a prohibir el acceso al conocimiento con el fin de mantener un orden perenne, aunque dejando al alcance de la mano la posibilidad de obrar mal.
Dios tampoco tuvo bondad con sus criaturas a la hora del castigo. No
se contentó con maldecir a Adán y Eva, sino que maldijo a toda su descendencia hasta el fin de los siglos, condenando a los tormentos del infierno
a millares de hombres que eran “inocentes”, puesto que ni siquiera habían
nacido cuando se cometió el pecado.
Después de haber dejado a la humanidad durante miles de años bajo
el azote de su maldición, este Dios decidió enviar a su hijo a la tierra, a fin
de sacrificarlo, para salvar no a las generaciones pasadas, ni siquiera las del
porvenir, sino –como se lo declara en el Evangelio– a sólo un número muy
pequeño de elegidos.
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Luego sobrevino una “segunda creación” en la que Dios aparece como
reconociendo que el Mal es parte de su criatura y de sí mismo.
Sin desconocer los grandes esfuerzos que hicieron los antiguos filósofos en torno a la cuestión del Mal, el interés de nuestra obra se centra a
partir de los autores modernos, aquellos cuyo pensamiento tuvo una influencia determinante en la conformación de los valores adoptados por la
sociedad Occidental, desde la que pensaremos estas líneas.
Los denominados “contractualitas” (Hobbes, Rousseau, como veremos
más adelante), aquellos que buscaban crear un orden social basado en un
“pacto” o “contrato”, vivieron en un mundo en cambio, desde la sociedad
feudal a la moderna, del desplazamiento lento y gradual de Dios y su ley
del centro de la escena, por el del hombre como hacedor de sus propias leyes y constructor de su propio mundo. La fe, artesana de una realidad estática y pretendidamente eterna, dejó paso a la razón y a la libertad, fuerzas industriosas y creadoras de un nuevo orden cambiante y dinámico.
El hombre comenzó a recorrer un camino desde la unidad, en la que
su voluntad estaba ajustada a la de Dios, pasando por el despliegue de su
propia voluntad –que ya no es una sino la de millones– a la conformación
de una nueva unidad carente de trascendencia: el Estado. Sin la unidad de
la naturaleza, a la que ahora domina y somete a sus experimentos, y sin la
unidad en Dios, el Estado aparece como una forma coactiva de lograrla y
la fe comienza a perder terreno frente a la ideología y la ley, que es el nuevo credo que sostiene la legitimidad del Estado.
Los “contractualitas” trazaron la relación entre el comportamiento de
los hombres en su estado de naturaleza –modalidad tomada de un ideal o
inferida a partir del descubrimiento de los pueblos originarios de América– y el estado de asociación en el que vivían. Sus obras reflejan la gran
transformación que el mundo europeo sufría con la aceleración del capitalismo y la creación de nuevas instituciones que luego serían llamadas
Estado-nación.
En su Florencia natal, motivado por la búsqueda y el sostenimiento
del orden perdido, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) participó en la vida
política en forma intensa y dedicó buena parte de su labor a la teoría política. En su obra más importante y de amplia difusión en Occidente, El
Príncipe (escrita en 1513 y publicada en 1532), elaboró una serie de conceptos y consejos para los gobernantes de su época que son considerados
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los pilares de la Ciencia Política Moderna. El secreto (o la innovación de
su teoría) radicó en la construcción de una ética política que estaba separada de la moral cotidiana.
Maquiavelo presentó la visión del buen gobierno, prescindiendo de
las cuestiones morales, y formulando los medios por los cuales el poder político puede ser conquistado, establecido y mantenido. Su pensamiento está
dominado por el realismo político, según el cual se ha de analizar el acto político puro, sin connotaciones trascendentes ni morales. Así, en la lógica
de esta teoría, un buen gobernante es aquel que es juzgado por su eficacia,
no por sus connotaciones ético-religiosas.
En sus obras El Príncipe y los Discursos (1499), El arte de la guerra
(1519) y Las historias florentinas (1525) aparece siempre la cuestión de la
defensa del uso de métodos “extraordinarios” en el ámbito de lo político,
para referirse al uso de la crueldad, el engaño, la mentira, la injusticia y la
violencia, sólo justificados por su eficacia para mantener la unidad de la
República, su forma preferida de gobierno.
La descripción aséptica y descarnada de la realidad juega un papel importante en la obra de Maquiavelo, pero su interés último es otro. No sólo le susurró al oído de generaciones de políticos, que el Mal está siempre
presente y que el Mal se utiliza normal e impunemente en lo político, sino que va más allá y afirma que el Mal “debe” hacerse en el ámbito de lo
político.
Maquiavelo, padre de la ciencia política moderna, identifica al Mal
como un medio más para alcanzar fines elevados e instala en la cultura de
occidente la piedra fundacional de la razón de Estado, que es aquella que
puede justificar las atrocidades más impensadas en pos de la “grandeza de
la patria”, de la preservación del lebensraun (el espacio vital), la pureza religiosa o étnica, todos artilugios, a su vez, para la obtención, mantenimiento y engrandecimiento del poder del hombre sobre los hombres.
Étienne de la Boétie (1530-1563), jurista y filósofo francés –amigo de
Michel de Montaigne (1533-1592)– reflexionó, desde el otro lado del
“mostrador”, sobre la sujeción del individuo al poder del monarca en las
sociedades de su época. La obra de La Boétie sirve para remarcar el contrapunto entre el realismo cínico de Maquiavello –a quien había estudiado muy bien– y el idealismo jurídico que expresa en su célebre El discurso
de la servidumbre voluntaria (1548).
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De la Boétie se pregunta: ¿Cómo pueden miles de personas consentir
la obediencia a una? ¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si fuera una salvación? Y aunque no ofrece muchas respuestas a sus interrogantes, brinda algunas apreciaciones.
Con respecto a la naturaleza del hombre dice: “No creo equivocarme
diciendo que hay en nuestra alma una semilla natural de razón que, cultivada por los buenos consejos, hace brotar en nosotros la virtud, mientras,
por el contrario, ahogada por los vicios que, con demasiada frecuencia nos
agobian, la aborta asfixiada por ellos”.1
Intuía que la libertad y la razón eran débiles frente a la tendencia a la
sumisión de la que los poderosos se valían para sojuzgar a las mayorías. Y
no sólo cuando se trataba de tiranos o reyes. En las democracias también
se producía: “Aquel que detenta el poder gracias al voto popular debería
ser, a mi entender, más soportable, y lo sería, creo, de no ser porque, a partir del momento en que asume el poder, situándose por encima de los demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la firme resolución de no abandonarlo jamás”.2
De este modo, la forma de gobierno lo único que hace es disfrazar, en
más o en menos, los efectos de la dominación, la tendencia del hombre a
acostumbrarse a servir a doblegarse ante la “servidumbre voluntaria”, contraria a la libertad y por lo tanto una fuente constante del Mal.
Ese impulso de plegarse a la servidumbre humana tiene una causa
fuerte en el deseo del dominado de identificarse con su amo y, de este modo convertirse en un amo subalterno, en definitiva, de sentirse parte del
sistema de dominación.
El deseo de adular que anida en el alma humana es explotado por los
que mandan, quienes favorecen el embrutecimiento de los mandados de
las más diversas formas: “Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, las medallas, los animales exóticos, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía”.3
Es claro que en sociedades estructuradas sobre el mantenimiento del
poder a cualquier precio, la pérdida de la libertad es un Mal que afecta a
todos sus miembros.
Rastreando buena parte de la prolífica obra filosófica de Thomas Hobbes
(1588-1679), el hombre es caracterizado como un ser egoísta que busca su
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
propia satisfacción y placer, por lo tanto aquello que persigue en su afán
es el Bien. En contraposición, el Mal es todo aquello que impide la consecución de aquello que es placentero.
Desde el segundo aspecto, en su texto más conocido –el Leviatán
(1651)– se refuerza la idea subjetiva del bien y el mal, que son nombres
que significan apetitos y aversiones, que en distintos temperamentos, costumbres y doctrinas humanas, son diferentes.
Por lo tanto, en el estado de naturaleza del hombre –aquel que es previo a la conformación del pacto o contrato social– no existe una objetividad de aquello que es bueno y malo. Entonces, las peleas y las guerras causadas por tamaño desencuentro deben ser resueltas –según Hobbes– por
una racionalidad superior que determine lo bueno y lo malo a través de un
orden legal.
De este modo otorga al hombre el poder de instituir un criterio de
moralidad, crear una razón artificial que imponga un sentido a las inclinaciones naturales y pasionales de los hombres y someterlas a lo que denominó la recta razón que se identificaba con las mismas leyes civiles.
Partiendo de estas premisas antropológicas de Hobbes, según las cuales en el estado de naturaleza el “hombre es lobo del hombre”, la sociedad
civil era un artificio destinado a hacer posible la coexistencia de individuos. Para ello cada uno debía “renunciar” a sus capacidades e impulsos
pasionales autodestructivos, “transfiriéndolos” al Estado, el único capaz de
ejercer la violencia con legitimidad sobre los súbditos descarriados o sobre
otro Estado, en el caso de hacer la guerra.
En el Leviatán, Hobbes se explaya sobre las características y derechos
de este poder coercitivo superior. Establece cómo debe proceder y a qué
debe obedecer el soberano de este Estado para cumplir con la misión superior que se le ha encomendado.
De esta manera el Estado aparece como la representación de la voluntad de sus individuos que cambian en el contrato –casi mafioso– obediencia por protección, con lo que el individuo –ahora ciudadano– renuncia al
derecho de resistencia, pero a su vez reconoce el derecho que tiene el
Estado soberano de perseguir y castigar.
Se debe tener en cuenta que en el mundo en que Hobbes estaba inmerso la democracia era inexistente y recaía en la figura del monarca la representación y la responsabilidad de erigirse en la cara visible del Leviatán,
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en tanto que los súbditos debían obedecer a las leyes emitidas por el parlamento que gobernaba en nombre del rey.
A medida que ese parlamento se nutría de individuos vinculados al
sistema capitalista en ascenso, la legislación fue cobrando una importancia
crucial para moldear la sociedad a imagen y semejanza de sus intereses. Por
caso destaquemos las leyes de vagancia de esa época que castigaban con la
cárcel a aquellos campesinos y siervos, que habiendo sido expulsados de
sus campos, se veían obligados a encontrar trabajo en las ciudades y al no
encontrarlo o no “adaptarse” al cambio vagaban por las comarcas. Las leyes buscaban encauzar la voluntad, de forma coercitiva para que esos individuos se transformaran en trabajadores asalariados.
Por otra parte, Hobbes fue testigo de las luchas entre los Leviatanes
de Europa, disputas violentas que llevan el nombre de Guerra de los
Treinta Años (1618 y 1648), desarrollada en Europa central. Con un inicio en el conflicto religioso entre católicos y protestantes, el motivo central de la misma fue perdiendo “trascendencia” y comenzó a tomar relevancia la pugna entre las potencias europeas por conseguir una situación
de equilibrio o bien, por conseguir posiciones de hegemonía.
El fin de esta serie interminable de guerras culminó con la Paz de
Westfalia (1648), un conjunto de tratados relacionados entre sí que buscaron un acuerdo definitivo de las pugnas entre Estados.
Es fundamental la impronta de Hobbes –quien en ningún momento
olvida a Dios en sus escritos– para entender las tensiones que en la sociedad moderna conviven y hacen posible las guerras y las peores atrocidades
en nombre de la voluntad, o en representación de la voluntad de los pueblos congregados en los Estados-nación.
Y así como Hobbes estaba preocupado por establecer un nuevo orden
que permitiera el gobierno de los hombres de acuerdo a un contrato determinado para poder vivir en paz y armonía, el suizo-francés Jean Jacques
Rousseau (1712-1778), consideraba –casi cien años más tarde– que la sociedad en la que vivía era injusta, arbitraria y contraria al estado de naturaleza del hombre donde predominaba el espíritu comunitario y solidario.
En su idea, la historia y la sociedad son las productoras del Mal, aunque
su acción no llega a alterar la esencia del individuo. Y la culpa de la sociedad no es la culpa del “hombre esencial”, sino la del hombre en relación
con los demás.
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
El “buen salvaje” es un individuo no contaminado por la codicia y las
reglamentaciones de la sociabilidad que rompe con la solidaridad y el espíritu propio de las sociedades primitivas. De algún modo, comparte con
Hobbes que el Bien y el Mal están ausentes en el estado de naturaleza.
Su visión, la de una sociedad que se resquebrajaba e iba hacia la revolución por las tensiones acumuladas entre el orden monárquico y el burgués, llevó a Rousseau a hacer hincapié en la especial degradación que el
hombre estaba sufriendo bajo el impulso de su codicia. Tal como afirma
en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres (1755): “El hombre nace libre y vive encadenado en todas partes”.
A diferencia de Hobbes y de otros autores de la Ilustración, en este filósofo prima el amor, por sobre la razón, y es en este sentimiento en el que
basa las primeras relaciones sociales. Rousseau apunta: “Si estoy obligado
a no hacer ningún mal a mi semejante, es menos por ser un hombre razonable que por ser un ser sensible”.
Al igual que Hobbes, cree en un contrato social que permita el mantenimiento del orden, pero reconoce que la desigualdad –física y de oportunidades– es un gran escollo para ser aplicado tal cual lo presentaban los
contractualistas liberales. Y polemiza con ellos que ponen el acento en la
seguridad, sosteniendo que el peligro de aceptar la “entrega” de la libertad, a cambio de seguridad, genera la peor de las desigualdades, debido a
que los más aptos se aprovechan de esta situación y someten a los menos
aptos.
El poder de dominación nace en el mismo momento en que algún
individuo se sintió capaz de someter a otro a cambio de proporcionarle a
éste una noción de seguridad. Resultaría ilógico que los hombres decidieran obedecer a otros de no ser que en esa convención, ellos mismos ganan algo.
En ese contexto, los ricos, poderosos y fuertes tratarán por todos los
medios que poseen de mantener las ventajas que tienen por sobre el resto
de los individuos. Y así, el poder que en principio fue legítimo y necesario, se convierte en tiranía. En tanto, los individuos sometidos, soportarán
esta situación hasta el punto en que sea insostenible y sólo sea posible modificarla mediante las revoluciones, pues el pueblo carecerá de otros procedimientos legítimos a los que apelar, hasta que se produzca un estado de
anomia completa.
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Rousseau ve como causas de la desigualdad, y las secuelas que ella provoca, principalmente a la acumulación, como una consecuencia del derecho de propiedad y el despotismo como resultado del poder arbitrario.
Rousseau distingue entre el mero sometimiento de individuos a un amo
–tal como se deriva del contractualismo inglés– y la asociación de éstos a un
pacto. El primero, consiste en un acto de sumisión donde sólo reina la voluntad de un representante que es quien ejerce el poder, no existen bienes
públicos, ni un cuerpo político; la suerte del amo es la de los súbditos.
Finalmente, el contrato social representa el acuerdo mediante el cual
cada uno de los miembros de la comunidad, sin intermediación o representaciones expresan su voluntad para someterse a determinadas reglas y
ceder su libertad natural para obtener determinadas compensaciones a
cambio. Entre ellas, la seguridad, la libertad y la igualdad formal y material ante los demás miembros.
En contra de la tesis del “buen salvaje” mantenida por Rousseau,
Voltaire –Francois Marie Arouet (1694-1778)– no creía en ninguna inocencia y bondad naturales del hombre. No es la sociedad, el Estado o la
cultura la que pervierte y denigra la inocencia primigenia del hombre, sino que es el propio hombre el que genera las condiciones de su miseria.
Para Voltaire, la ética no está subordinada a la política. La absoluta
confianza de la razón que postularon un siglo antes los racionalistas no es
aceptada. La inteligencia humana por sí misma puede denunciar, criticar
y corregir algunos prejuicios, errores o disparates, pero por sí sola es impotente para erradicar estos males, para terminar con el Mal.
Para Voltaire, de nada sirve buscar fines, ni mucho menos presuponer
que existe cierto orden racional en el mundo, susceptibles de crear las condiciones necesarias en las que pueda desarrollarse una vida virtuosa y justa. Como dice chistosamente en la mencionada obra, el fin con el que
Dios creó el mundo fue “para hacernos rabiar”.
La crítica volteriana apunta a la propia naturaleza humana como la
única responsable de todas sus miserias y deja en claro que el mundo no
se rige por el principio de lo mejor, sino de lo peor. Y deja a salvo a Dios,
porque el mal en el mundo no proviene de Él, ni de condicionantes históricos o políticos, sino del hombre mismo.
Para el filósofo y economista Adam Smith (1723-1790), las limitaciones morales del hombre están expresadas en su Teoría de los sentimientos
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
morales (1759), dando un ejemplo de cómo hubiera reaccionado un ciudadano londinense ante una catástrofe en la China. Al conocer una terrible calamidad natural seguramente haría tristes reflexiones acerca de la fragilidad de la vida humana y una vez que todos estos humanitarios
sentimientos se hubieran expresado, retomaría sus negocios o su vida de
placer, procedería a descansar o a divertirse, con la misma naturalidad y
tranquilidad que si no hubiera ocurrido nada. Sin embargo, el desastre
más frívolo que le ocurriera en su vida personal le produciría una congoja
infinitamente mayor.
De esta manera, Smith destacaba el egocentrismo como una fuerte
particularidad en la naturaleza del hombre. El desafío moral y social básico que esto planteaba a la sociedad capitalista era el de sacar el mayor partido a las posibilidades que existían dentro de esa restricción, en vez de
desperdiciar energías en un intento por cambiar la naturaleza humana.
Tomando otro camino, el padre del liberalismo económico trató de
determinar la manera en que los beneficios morales y sociales deseados podrían producirse de la manera más eficiente, a pesar de contar con este dato “dado” de la naturaleza egoísta.
Es claro que una sociedad no puede funcionar humanitariamente, ni
de ningún otro modo, cuando cada persona actúa como si su satisfacción
personal fuera más importante que la vida de otros millones de seres humanos.
En la práctica, las personas en muchas ocasiones “sacrifican sus propios intereses en aras de los intereses mayores de otros”, de acuerdo con
Smith, pero esto se debería a factores intermedios como la devoción a los
principios morales, a los conceptos de honor y nobleza, y no por amar al
prójimo como a uno mismo.
En su obra clásica La riqueza de las naciones (1776), Smith fue más lejos. Los beneficios económicos logrados por la sociedad no formaban parte de la intención de los individuos, sino que surgían sistemáticamente de
las interacciones del mercado, bajo las presiones de la competencia y los
incentivos del lucro individual. En sus análisis tanto morales como económicos, Smith dependía más de los incentivos que de las disposiciones personales para alcanzar un objetivo.
De este modo, el egoísmo, el Mal, que residía en la naturaleza del hombre debía ser “canalizado” por las instituciones políticas y, sobre todo por los
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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incentivos del sistema de libre mercado. Emmanuel Kant (1724-1804) no
pensaba lo mismo, pero tenía alguna fe en las propiedades del mercado.
En una visión del mundo que desplazaba a Dios del centro y poco a
poco colocaba al hombre en ese lugar, la filosofía kantiana tiene un papel
fundamental, y dentro de ella su sistema moral propone un tratamiento
del Mal.
A lo largo de su obra Metafísica de la ética (1797) afirma que los actos de cualquier clase han de ser emprendidos desde un sentido del deber
dictado por la razón, y que ningún acto realizado por conveniencia o sólo
por obediencia a la ley o costumbre puede considerarse como moral.
En este razonamiento existen dos tipos de órdenes dadas por la razón: el imperativo hipotético que dispone un curso dado de acción para
lograr un fin específico; y el imperativo categórico que dicta una trayectoria de actuación que debe ser seguida. Este último es la base de la moral y fue resumido por Kant en estas palabras claves: “Actúa de forma que
la máxima de tu conducta pueda ser siempre un principio de ley natural
y universal”.
La moral kantiana es el resultado lógico de la creencia en la libertad
fundamental del individuo, tal como queda de manifiesto en la Crítica de
la razón práctica (1788). No consideraba a esta libertad como aquella no
sometida a las leyes –similar a la del estado de naturaleza en Hobbes– sino como la libertad del gobierno de sí mismo, la libertad para obedecer a
conciencia las leyes universales reveladas al hombre a través de la razón.
En una visión moderadamente optimista creía que el bienestar de cada individuo sería considerado un fin en sí mismo y que el mundo progresaba hacia una sociedad ideal donde la razón “obligaría a todo legislador a
crear sus leyes de tal manera que pudieran haber nacido de la voluntad
única de un pueblo entero, y a considerar todo sujeto, en la medida en que
desea ser un ciudadano, partiendo del principio de si ha estado de acuerdo con esta voluntad”.
Desde su visión y su particular momento histórico, Kant apreciaba
que los Estados podían asegurar –mediante el pacto– la paz y la cohesión
en su interior, pero entre los Estados se daba una situación de pugna permanente que llevaba a las guerras y éstas constituían –para Kant– el ámbito en el que se desarrollaban los peores actos que el hombre era capaz de
realizar. Por lo tanto, en su tratado La paz perpetua (1795) propone llevar
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
la armonía entre los Estados mediante el diálogo y la renuncia al uso de la
fuerza, y aboga por el establecimiento de una federación mundial de Estados republicanos.
La fe en el carácter universal de la razón hace posible el contrato entre pueblo y Estado y entre los Estados. De esta manera el hombre es ciudadano del mundo. En forma curiosa, para lograr este cometido Kant confiaba en la fuerza del comercio –aquí su confianza en el mercado– puesto
que su aceleración y extensión global necesitaban la paz para desarrollarse.
Todavía estaban lejos las guerras de los monopolios comerciales.
Los seguidores de Kant, como Wilhelm F. Hegel (1770-1831) y
Johann Fichte (1762-1814) profundizaron la idea del rol “moralizador”
del Estado, en tanto forjador de un hombre mejor. A esta concepción se
opusieron los románticos como Arthur Schopenhauer (1788-1860) por
considerar que el Estado moderno era una maquinaria sin alma que, a lo
sumo lograba, por medio de la fuerza, doblegar los egoísmos individuales
y transformarlos en un egoísmo mayúsculo, inmenso y colectivo. Potenciaban la capacidad del Mal.
En referencia directa al mal, Kant acuñó la expresión de “Mal Radical”, en La Religión dentro de los límites de la mera razón (1793), para referirse a la propensión del hombre de ignorar la ley moral y adoptar máximas malas, y el fracaso en adoptar máximas buenas.
Este “Mal Radical” no proviene de la naturaleza sensible ni de la facultad de la razón: reside en la corrupción de la voluntad cuando ésta no
atina a doblegar la propensión al Mal, o cuando no está alineada con las
máximas buenas que dicta la razón. Con esto hace al hombre responsable
de todos sus actos por más “irracionales” que parezcan, o por más inexplicables que se nos presenten, siendo imposible escudarse en la maldad de la
naturaleza humana e incluso en los designios de un ser superior.
En la cosmovisión que sería piedra angular de la consolidación del orden burgués, la filosofía moral kantiana contiene un elemento perturbador: la obediencia a las leyes por parte del ciudadano debe ser incondicional de la misma forma que la obediencia del soldado hacia su superior. Y
este resquicio es la hendija por la que se coló el horror del nazismo. El propio jerarca nazi Adolf Eichmann (1906-1962) en su juicio, alegó –citando a Kant– que él obedecía a un orden legal y a una jerarquía superior a
la que no podía contradecir por principios morales: “Habiendo asumido
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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la exigencia kantiana como principio rector desde largo tiempo atrás, estructuré mi vida según esa exigencia”.4
Es decir, que el sistema moral kantiano posee un lado “ciego” por el
cual se podrían haber filtrado las peores atrocidades del siglo XX.
Notas
1 Étienne de la Boétie, El discurso de la servidumbre voluntaria, Barcelona, Tusquets,
1980, p. 62.
2
Ibídem, p. 65.
3 Ibídem, p. 80.
4 John Silber, “Kant at Auschwitz”, en Gerhard Funke y Thomas Seebohm (comp.),
Proceedings of the Sixth International Kant Congress, Washington, DC. University Press of
America, 1991, p. 180.
Capítulo 1
La irrupción de la sociedad de masas
Puede sentirse la tentación de asignar una duración total de doce a catorce mil años a la dominación del hombre sobre la tierra, era que está
dividida en dos períodos: el primero ya ha pasado y poseía la juventud...
el segundo ha comenzado y será testigo del curso decadente hacia la decrepitud.
Arthur de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad
de las razas humanas, 1854
El final del siglo XIX fue un momento de auge del capitalismo, de grandes transformaciones sociales –tantas que dieron nacimiento a la sociología– y de grandes crisis. Una de ellas fue la de los valores morales sostenidos hasta ese momento por la sociedad burguesa que sufría, entre otras, las
impugnaciones del marxismo.
Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) se erigió en el “enterrador
de Dios y de la fe” y en el filósofo que anunció que el único modo de salir del atolladero de los valores era sepultar la moral judeocristiana –obra
de “esclavos miserables”– y fundar un nuevo orden.
Su crítica a la moral decadente de occidente se basaba en un análisis
histórico de su conformación, según el cual, en el principio las leyes habían sido impuestas por los nobles –de allí que bueno y noble tengan un significado parecido– que siendo personas “superiores” dominaron a los “bárbaros”. Los valores de los nobles fueron subvertidos por los de la mayoría
“bárbara” que era débil e inferior, predicadora del amor al prójimo y la
compasión, como forma de hacer virtuosa su condición “miserable”: “Con
los judíos comienza la rebelión de los esclavos en la moral, rebelión que
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
tiene una historia de dos mil años detrás y que ya no vemos porque ha sido triunfadora”.1
Y esa subversión del pueblo “nacido para la servidumbre” se debió a
la acción de sus profetas que: “han fusionado ‘rico’, ‘sin Dios’, ‘malo’, ‘violento’ y ‘sensual’ en una sola cosa, y fueron los primeros en usar la palabra
‘mundo’ como señal de oprobio. Esa inversión de valores (que incluye usar
la palabra ‘pobre’ como sinónimo de ‘sagrado’ y ‘amigo’) constituye la importancia del pueblo judío...”.2
Pero el concepto clave para entender el Mal en este autor es el resentimiento, ese sentimiento poderoso que brota del hecho de que los “inferiores” no pueden oponer acciones concretas contra los nobles “superiores” cuyo sistema de valores está asentado sobre la afirmación de sí
mismos.
Por el contrario, los “inferiores” traman su venganza construyendo
sus valores a partir de la negación del otro:
Esa inversión de la postulación de valores, esa necesidad de dirigir la mirada hacia fuera en vez de hacia el interior de uno mismo, es la esencia del resentimiento: a los fines de existir, la moral
de los esclavos siempre precisa primero un mundo externo que le
sea hostil; fisiológicamente hablando, necesita estímulos externos
a fin de poder actuar. Su acción es básicamente una reacción.3
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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Con la caída de Dios y de la metafísica tradicional, los valores asociados a ellos no pueden subsistir, no encuentran justificación trascendental
alguna y, carentes de fundamento, son el blanco de las críticas más filosas,
perdiendo su categoría y transformándose en valores huecos e inútiles para estructurar un orden social armónico.
El paso final de este proceso es que el ateísmo condujo al nihilismo, del
que el propio Nietzsche tenía sus temores, pero que percibía como un momento crucial en el que el hombre reconocería la autoría de su crimen
(muerte de Dios) y la asumiría reafirmándose sobre la voluntad como valor supremo.
El esfuerzo de este filósofo por mostrar que la tarea de corrientes de
pensamiento como el positivismo, de espíritu optimista que creían en el
progreso constante y en la ciencia como herramienta para explicar ese devenir y todas las cuestiones que se planteaba el hombre embriagado de poder sobre el mundo, fue enorme, pero insuficiente.
Su estilo literario, sus mitologías y parábolas dejaron sembradas varias
posibilidades de interpretación, algunas de las cuales fueron apropiadas
por movimientos autoritarios como los nazis, en tanto se presentaron como aquellos dispuestos a afirmarse sobre su voluntad para imponerla sobre el resto de Europa y el mundo.
La sociedad como “cosa”
Pero el resentimiento –fuente del mal– no es patrimonio de los judíos.
Nietzsche declara que la forma más depravada del resentimiento es el que
ejercen los antisemitas –por demás abundantes en la Europa de principios
de siglo XX–: “Tampoco me agradan estos recientes especuladores, los antisemitas, que hoy ponen la mirada al estilo cristiano-ario-burgués y agotan la paciencia de uno tratando de despertar todos los elementos bestiales del pueblo por medio de un abuso descarado del más barato de los
trucos del agitador: la actitud moralista”.4
Su crítica a la moral europea de la época reside en mostrar que el
hombre ya ha “matado” a Dios y eso lo asusta puesto que, pese a todo, Dios
ha sido la brújula que lo condujo hasta la posición que ocupa de “legislador del mundo”. Al descubrir la muerte de Dios el hombre queda desorientado, su vida pierde el sentido.
Cuando en 1897 Emile Durkheim (1858-1917) publicó su obra El suicidio: un estudio sociológico no sólo estaba reforzando los cimientos de la sociología científica inaugurados por él dos años antes con Las reglas del método sociológico, sino que daba cuenta de la importancia y la determinación
que la sociedad tenía sobre el individuo.
Para la teoría del francés, la sociedad –en expansión a medida que las
grandes industrias creaban conglomerados urbanos– desarrolla fuerzas que
determinan la conducta del hombre, o dicho de otro modo, la estructura de
la sociedad obliga a los seres humanos a actuar de una forma determinada.
En su clásico texto de indagación sobre el suicidio, Durkheim reflexiona sobre las influencias que ejercen las características de la sociedad sobre el individuo, tales como la cultura, el clima, etc. Dada la evidencia
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
mostrada por las estadísticas que ya existían al respecto, las repercusiones
ocasionadas por esas características las consideraban determinantes en relación al conjunto de miembros que la integraban.
Tal socialización no supone, como aclara Durkheim, una limitación
de la libertad individual o de la capacidad de acción individual. Sí exime
al individuo de la responsabilidad directa en lo referente a las causas y efectos de las características particulares de la sociedad en la que vive. Y esa toma de distancia de la responsabilidad es el lecho fértil en el que las acciones más atroces del siglo XX encontrarían su posibilidad de llevarse a cabo.
En este sentido, es preciso entender la importancia que adquirieron las instituciones configuradoras del entorno social, y la manera en que fueron y
son percibidas por las personas.
Hacia fines del siglo XIX, el tiempo de las grandes revoluciones tecnológicas y sociales, las instituciones que obedecían al patrón de formación y consolidación de los Estados-nación fogoneadas por el capitalismo,
comenzaron a entrar en descomposición debido a una aceleración de la
globalización y a su nuevo impulsor político: el imperialismo.
La aparición de las masas urbanas como elemento central de la vida
social de Occidente también fue estudiado por Ferdinand Tönnies (18551936), quien en Comunidad y asociación (1887) analizaba la evolución de
las formas de la vida social a lo largo de la historia y se detenía en el cambio efectuado desde un tipo de organización social basada en los principios del parentesco, la vida de aldea y la comunidad espiritual del grupo a
otro establecido por las relaciones contractuales e impersonales, dominado por los intereses sectoriales y el asociacionismo racional y voluntario.
Durkheim también distinguía entre dos tipos de sociedad. Por un lado, las premodernas, que definía por la existencia de una fuerte “solidaridad mecánica” interna, la similitud de trabajos y funciones de sus miembros, la escasa población, estructuras sociales elementales, el aislamiento
geográfico, leyes penales meramente represivas e intensa conciencia colectiva. Por el otro, sociedades modernas, que caracterizaba por su “solidaridad
orgánica”, la división y especialización del trabajo, la complejidad de las estructuras sociales, el desarrollo e integración geográfica por medio de mercados y ciudades, crecimiento de la población, el carácter restitutivo de las
leyes, y por fundamentarse en sistemas de creencias secularizadas, tales como la individualidad, la libertad, la justicia social, el trabajo o la igualdad.
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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Ambos sociólogos entendían que la sociedad moderna carecía de cohesión mecánica y natural, en la que no existían ya, o se habían roto, los
mecanismos de regulación y de solidaridad social preexistentes. De ahí, la
aparición de conductas anormales como el suicidio verificado con mayor
frecuencia en sociedades individualistas, como las protestantes, y en las sociedades altamente industrializadas.
Para Durkheim lo que estaba ocurriendo era que los cambios provocados por la división del trabajo habían transformado la vida social y doméstica, erosionando las formas morales de comportamiento y modelando en el hombre moderno una condición de egoísmo y “anomia” (ausencia
de normas).
La irrupción de la sociedad de masas también interesó al médico conservador francés Gustave Le Bon (1841-1931), estudioso de temas tan diversos como el arte, la arqueología, los caballos, la energía y las nuevas técnicas de grabación.
Alarmado por la rebelión de la Comuna de París en 1870, las huelgas
posteriores, las manifestaciones y el auge del feminismo, produjo el texto que
aún hoy es un clásico de la psicología: Psicología de las masas (1895). En él las
caracterizaba por ser dogmáticas, intolerantes, irresponsables, emocionales y
crédulas, es decir, muchedumbres de reacciones simples, extremadas y variables, proclives al contagio mental y a la fascinación de guías o caudillos.
En este párrafo perteneciente a la introducción de su obra, Le Bon define lo que ocurre a fines del siglo XIX:
El ingreso de las clases populares a la vida política –lo cual equivale a decir en realidad, su progresiva transformación en clases
gobernantes– es una de las características más relevantes de nuestra época de transición […] Las masas están fundando sindicatos
ante los cuales las autoridades capitulan una después de la otra
[…] Las masas ingresan a asambleas que forman parte de gobiernos y sus representantes, careciendo enteramente de iniciativa e
independencia, se limitan, la mayoría de las veces, a ser nada más
que voceros de los comités que los han elegido.
Y sentenciaba:
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
Poco adaptadas a razonar, las masas, por el contrario, son rápidas
en actuar. Como resultado de su actual organización, su fuerza se
ha vuelto inmensa. Los dogmas a cuyo nacimiento estamos asistiendo pronto tendrán la potencia de los antiguos dogmas, es decir: la fuerza tiránica y soberana que concede el estar más allá de
toda discusión. El derecho divino de las masas está a punto de reemplazar al derecho divino de los reyes.
En su poderío y en la volatilidad y primitivismo de sus reacciones las masas eran vistas por los conservadores como potenciales productoras de Mal.
Desde una posición histórica distinta e ideológicamente opuesta a Le
Bon, Elías Canetti (1905-1994), Premio Nobel de Literatura de 1981, en
su obra Masa y Poder (1960), sugiere que son las religiones universales las
que domestican a las masas. Desde su óptica humanista, indica que:
“Aspiran a una masa universal, una masa que dependa de cada una de las
almas y en la que toda alma le pertenezca”.
Para Canetti, esas religiones universales históricas llevan en su propia
“sangre” un sentimiento de desconfianza ante la “perfidia” de las masas. Lo
que desean es un “obediente rebaño”. Luego describe las propiedades de
las masas. En el interior de la masa –sugiere Canetti– reina la igualdad, absoluta e indiscutible, que jamás es puesta en duda por la masa misma. Esa
masa ama la densidad: “Nada ha de interponerse, nada ha de quedar vacilando”.5 Finalmente, la masa necesita una dirección indispensable.
La presencia de masas en la vida social con comportamientos “emocionales e irracionales” fue una realidad creciente en la vida europea hacia
fines del siglo XIX. Tanto en países de tradición revolucionaria y conflictiva como Francia, o más conservadores como Inglaterra, se sucedieron
episodios en los que afloraron estos impulsos que fueron magnificados y
manipulados por la prensa. El caso Dreyfus en Francia y la repercusión de
la guerra de los Boers (1899-1902) en Inglaterra, por citar dos casos conocidos, dieron lugar a una euforia antisemita y a las erupciones de distintos
patriotismos, respectivamente.
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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Sociedad de masas e ideología
El acero, los motores, la electricidad y cientos de avances tecnológicos; mercados libres y “autorregulados”, movimientos financieros internacionales y
la transformación constante de la vida de las personas bajo el ritmo del frenesí económico, se desarrollaban haciendo caso omiso de la decadencia
moral señalada tempranamente por Arthur Gobineau (1816-1882), un teórico que alimentó a los círculos más reaccionarios con sus escritos racistas.
La sociedad abandonaba parte de sus tradiciones y se secularizaba, legitimando ese movimiento con la fe ciega en la “ley universal” del progreso material, en las doctrinas del derecho positivo y en las convenciones establecidas. Sin embargo, el abandono de la metafísica o el relegamiento de
ésta –junto con la religión– al ámbito privado, dejó un vacío que fue llenado con construcciones colectivas de una idea de mundo o cosmovisión.
Una de estas formas de construcción del “mundo” es la ideología, un
concepto creado y definido por Antoine Louis Destutt de Tracy (17541836), un referente a la hora de estudiar la Revolución Francesa, como
una colección ordenada de ideas o “ciencia de las ideas”. En este sentido,
tanto el patriotismo, el comunismo como el anticomunismo, el socialismo, el liberalismo, el fascismo, etc., son ejemplos de ideologías muy extendidas. Los miembros de un grupo que comparten estas ideologías están
a favor de orientaciones muy generales que son la base de unas creencias
más específicas sobre el mundo y que guían la interpretación de los acontecimientos al mismo tiempo que condicionan las prácticas sociales.
Pero la ideología es también una forma de legitimar el sistema de dominación y, por lo tanto, sostenedora del poder constituido. Karl Marx
(1818-1883) y Frederich Engels (1820-1895) entendían la ideología como una forma de dominación.
La crítica ideológica del marxismo no se hace desde la neutralidad, el
desinterés o una pretendida visión objetiva de la realidad social, sino desde el interés emancipador, sin parámetros éticos, filosóficos o religiosos rígidos, y con gran atención a los desplazamientos que pueda experimentar
la realidad social y sus estructuras. De ahí que se presente frecuentemente
como crítica negativa: “Puede decirse lo que es Malo en la sociedad actual,
pero no puede decirse lo que será Bueno, sino únicamente trabajar para
que lo Malo desaparezca”.6
36
EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
Por esta razón la crítica ideológica tiene la función de mostrar lo que
en general no se expresa y adopta con frecuencia la forma de lucha cultural en pro de una sociedad más humana, justa, libre y racional, centrando
el análisis en la crítica de la sociedad capitalista y su racionalidad.
Desde la Teoría Crítica de Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor
Adorno (1903-1969), se señaló la reducción de la razón de la sociedad de
masas a la racionalidad con arreglo a fines o razón instrumental, que es
aquella que sólo piensa en los medios más adecuados para lograr los objetivos propuestos, es decir la adopción de ciertas premisas “maquiavélicas”
por parte de los que dominan.
Para estos autores, esta forma de pensar está ligada a la sociedad de la
producción y ha llegado a ser un extraordinario medio de poder que amenaza, incluso, con la destrucción de la naturaleza. Tal racionalidad glorifica
el mundo tal cual es. Se transforma en técnica de reproducción de la realidad: una duplicación y justificación de la situación dada, que destruye
toda perspectiva de trascendencia y de crítica.
Ahora bien, aunque la legitimación del dominio es una función importante de las ideologías, existe un concepto positivo de la ideología, tal
como el feminismo o el antirracismo. Es decir, sistemas que sostienen y legitiman la oposición y la resistencia contra el dominio y la injusticia social.
Karl Mannheim (1893-1947), sociólogo húngaro formado en Alemania e
Inglaterra, denominó este tipo de ideologías positivas de oposición, “utopías”, ideologías que tienen un tronco común con el humanismo.
En definitiva, entendemos las ideologías como creencias compartidas
socialmente y asociadas a las propiedades características de un grupo, como la identidad, la posición en la sociedad, los intereses y los objetivos, las
relaciones con otros grupos, la reproducción y el medio natural, que definen, en la Era Moderna, las tensiones dentro de los Estados-nación y entre ellos.
El hecho de que la razón instrumental esté en la base de las ideologías
y, en definitiva, en la forma de acumular poder en la sociedad de masas, la
convierte en el elemento movilizador de voluntades y legitimador de los actos más altruistas, de los más egoístas y los más aberrantes. Porque las ideologías sirven para movilizar a conjuntos de personas hacia distintos objetivos. No son una verdad revelada, son una construcción, muchas veces
parcial, que logra la adhesión de la voluntad de las masas en un momento
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histórico determinado. Podemos decir que la persecución de los fines de algunas ideologías en el siglo XX ha justificado el rosario de atrocidades que
lo adornan.
La prensa y la sociedad de masas
En una sociedad dinámica, en crecimiento y en la que los lazos de solidaridad son mecánicos y no orgánicos –para recuperar conceptos de Durkheim–
el papel de los medios de comunicación comenzó a ser determinante en la
formación de la opinión pública y por lo tanto influyente en la creación,
mantenimiento y cambio de cosmovisiones: la herramienta ideológica por
excelencia.
El carácter aparentemente no racional de la opinión pública fue lo
que llevó en muchos casos a la elaboración teórica, como reacción, del elitismo, que tuvo sus formulaciones más conocidas en los italianos Gaetano
Mosca (1858-1941) y Vilfredo Pareto (1848-1923).
El primero, catedrático prestigioso de derecho político, diputado y senador en distintas ocasiones, publicó en su libro La clase dirigente (1896) la
que sería la exposición más clara y contundente del elitismo. Está vertebrada en torno a una idea central: la tesis de que en todas las sociedades aparecen siempre dos clases, la dirigente, sostenida por algún tipo de legitimidad (fuerza, religión, elecciones, etcétera), y la clase dirigida. Todo cambio
político o social no sería sino el desplazamiento de una minoría por otra, y
la idea misma de democracia, como voluntad de la mayoría, es una mera
ilusión.
Pareto, aristócrata nacido en París y formado en Turín, economista,
ingeniero y sociólogo, directivo de empresas ferroviarias italianas y catedrático, compendió sus ideas en su Tratado de sociología general (1916). En
él fundamentaba que la conducta de los hombres respondía a reacciones psicológicas profundas (impulsos, sentimientos) y a intereses basados a la vez en
el instinto y la razón, y no al efecto de ideologías, teorías y filosofías políticas. Sostenía, como Mosca, que toda sociedad es dirigida por sus elites y que
la política y la historia no son sino una mera circulación de distintas elites.
La aparición de estas (y otras), teorías de las elites revelaba la inquietud
de algunos círculos intelectuales ante las modificaciones que el ascenso de
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
las masas imponían a su propio papel social. La prensa, el periodismo, en
gran medida, conformaría de forma creciente la “conciencia de las masas”.
Un indicador de las posibilidades que ofrecían los medios lo constituyó el hecho de que el affaire Dreyfus saltase a la opinión pública a raíz de
que el escritor Emile Zola (1840-1902) publicara el 14 de enero de 1898
su célebre carta abierta titulada Yo acuso en el diario L´Aurore.
Tres factores hicieron posible el formidable desarrollo que la prensa
experimentó desde la última década del siglo XIX. En primer término la
aparición de nuevas técnicas de impresión y comunicación, como la linotipia, el telégrafo, los teléfonos, la electricidad, la fotografía impresa y la
radio. En segundo lugar, el crecimiento del público lector en prácticamente todo el mundo como resultado de los esfuerzos que en materia de educación primaria y secundaria se hizo también desde mediados de aquel siglo traducido en una disminución general del analfabetismo. Por último,
el progresivo reconocimiento legal de la libertad de expresión, generalizado en casi todas las constituciones de la segunda mitad del siglo XIX.
La expansión de los medios de comunicación fue ciertamente extraordinaria. En París, hacia 1860 ningún periódico vendía más de 50.000
ejemplares diarios. A principios del siglo XX, los tres grandes de la capital
–Le Journal, Le Matin y Le Petite Parisien– colocaban alrededor de cuatro
millones de ejemplares, con una distribución que alcanzaba ciudades como Burdeos, Lyon, Toulouse y Marsella.
En Inglaterra, empezó a hablarse de un “nuevo periodismo” –frase
acuñada por el crítico y literato británico, Matthew Arnold (1822-1888)–
desde finales de la década de 1880, en relación con un grupo de diarios y
semanarios, tales como Pall Mall Gazette, Star, Tit-bits y Answers, que habían traído a la prensa inglesa un estilo nuevo, más variado, ágil e incisivo, con lo que habían logrado aumentar las ventas entre 150.000 y
300.000 ejemplares diarios, según la publicación.
Sobre esa tendencia incidiría la influencia de la prensa norteamericana –su primer periódico se fundó en 1783–: en el último cuarto del siglo
XIX por las tareas de Joseph Pulitzer (1847-1911), inmigrante judío, húngaro de nacimiento, periodista, y de William Randolph Hearst (18631951), un californiano de considerable fortuna y posición.7
En 1863, Pulitzer compró el World, al que luego añadió el Evening
World. En 1895, Hearst (cuando compró el Morning Journal), se convir-
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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tió en su rival dentro del mercado neoyorkino, estableciendo una competencia furiosa y creativa para captar lectores y fundando la expresión “periodismo amarillo”, que luego designaría a la prensa sensacionalista.8
Pero el sensacionalismo no fue la única vía norteamericana al periodismo de masas. Por los mismos años, bajo la dirección de Adolph S. Ochs
(1858-1935), The New York Times se erigió en modelo de información objetiva, y digna.
Sin embargo, la influencia del periodismo amarillo era harto superior
sobre las masas. Por ejemplo, durante la guerra de Estados Unidos y
España (1898), fue inmensa. A tal punto que siempre se dijo que fue
Hearst el que tituló sus diarios para forjar pretextos que condujeran a
aquella guerra.9
En Europa también ejercía su poderoso influjo. En Inglaterra, la verdadera revolución se produjo con la aparición el 4 de mayo de 1896 del
Daily Mail, propiedad de Alfred Harmsworth (1865-1922), un diario en
formato tabloide, atestado de publicidad que costaba la mitad que los demás periódicos y ofrecía una muy amplia variedad de noticias referidas a
crímenes, accidentes, deportes, información meteorológica, noticias de famosos y presentaba un diseño pensado para interesar a las clases medias y
populares.
El éxito fue total. Con un millón de ejemplares en 1900, editaba tres
veces más del diario de más difusión hasta entonces. En ese año Arthur
Pearson lanzó, en la misma línea, el Daily Express y en 1903, el propio
Harmsworth, el Daily Mirror. En 1900, 34 ciudades británicas tenían por
lo menos dos periódicos de calidad. Se estimó que la tirada de la prensa se
duplicó en Inglaterra entre 1896 y 1906 y de nuevo, entre este año y 1914.
El nuevo periodismo explotó, pues, la excitación del momento y las
características que diversos estudiosos le atribuían. Por otra parte, contribuyó, de esa forma, a crear un clima de apasionamiento por la vida pública y se reveló como una herramienta fundamental para manipular ideas y
forzar consensos y disensos. De modo que la aparición del periodismo de
masas fue inseparable del nacimiento de la opinión pública moderna.
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
Imperialismo, racismo y mal
El imperialismo del siglo XIX –como todo “ismo”– fue una ideología que
justificó la expansión del sistema capitalista hacia la periferia de los países
centrales en razón de que, desde el punto de vista económico, el empuje
del mismo necesitaba materias primas que las regiones remotas ofrecían en
cantidad y a bajo costo, para abastecer el creciente mercado de consumo
en los países industrializados.
Esta acción que implicaba la ocupación directa de territorios habitados y con culturas establecidas estaba “justificada” como un acto “civilizatorio” hacia los pueblos menos desarrollados y “étnicamente atrasados”. El
racismo que acompaña la invasión lisa y llana de vastos territorios estaba
fundado en elucubraciones “científicas”.
El sistema de ideas y actos imperialistas produjo una estructura internacional de control, por parte de los países dominantes, que llevó ese rol
al campo político, económico y cultural.
Los prejuicios raciales estaban ampliamente difundidos durante el siglo XIX y eran aceptados socialmente como realidades objetivas, pero las
teorías científicas que ponían el énfasis en la cuestión de las razas todavía
no habían llegado al determinismo racial, que explicaría la diferente situación de los distintos grupos humanos por las diferencias biológicas atribuibles a las diferentes razas.
La teoría evolutiva de Charles Darwin (1809-1882), que publicó El
origen de las especies (1859) y más tarde La descendencia humana (1871),
marcó un giro importante en el debate científico a partir de la segunda mitad del siglo XIX, que coincide también con un cambio en las motivaciones sociales. Por un lado, el racismo continuaba siendo útil no sólo para el
mantenimiento de la esclavitud, sino también para las luchas de clases y
las guerras nacionales.
Pero además apareció una concepción paralela, específica y rectora del
empresariado industrial: la doctrina del laissez-faire, que, en un contexto
capitalista, justificó la competencia, el trabajo asalariado, los beneficios y
la acumulación de capital.
El filósofo –director de la publicación especializada The Economist– y
biólogo británico Herbert Spencer (1820-1903) acompañó a Darwin en
su esfuerzo por elaborar un sistema de filosofía evolucionista, en la que
DANIEL MUCHNIK - ALEJANDRO GARVIE
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consideraban la evolución natural como clave de toda la realidad a partir
de una ley mecánico-materialista.
Spencer y Darwin habrían sido capaces de conectar la guerra, la cuestión racial y la competencia en el mercado encontrando un componente
común: la lucha por la vida operando en todas las esferas de la vida, en una
única ley de la evolución, para completar así la biologización de la historia sin abandonar el sueño de la Ilustración del progreso universal.
Cuando en la primera mitad del siglo XIX, el sistema esclavista chocó con el desarrollo imparable del capitalismo, ambos recurrieron a posturas de legitimación sustentadas en prejuicios sobre la supuesta desigualdad
de las razas y, en especial, en la supuesta inferioridad de la raza negra.
Aceptar la condición inferior de los negros permitía al blanco explotador
legitimar su explotación sin entrar en contradicción con los principios
morales cristianos dominantes.
Era necesaria la racionalización de estos prejuicios mediante la ciencia; resultaba imperioso revestir el debate moral de “cientifismo”. Porque
el debate que originó las teorías del determinismo racial no fue una simple discusión científica sino que existió también una profunda polémica
moral.
Así, la ciencia se usó como instrumento para legitimar las posiciones
de esclavistas y abolicionistas, esto es, para la mera racionalización de actitudes prejuiciosas que han sido decisivas en la historia del mundo occidental y que suponen un lastre muy importante en las concepciones culturales.
El propio nazismo tendría un sustento racista “científico” –biológico–
para legitimar la superioridad de los “arios” y la sesuda clasificación que
implicaba la degradación de esa pureza. Como veremos en el próximo capítulo, el antisemitismo sería una herramienta del racismo con consecuencias demenciales insospechadas.
Notas
1
Friedrich Wilhelm Nietzsche, Genealogía de la Moral. Ensayo 1, sección 7.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, Más allá del bien y del mal, pp. 118-119.
3 Friedrich Wilhelm Nietzsche, Genealogía de la Moral, op. cit.
4
Ibídem, pp. 123-124.
2
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EL DERRUMBE DEL HUMANISMO
5
Elías Canetti, Masa y Poder, Barcelona, Muchnik Editores, 1985, p. 19 y ss.
Theodor Adorno; Max Horkheimer, “Ideología”, en La sociología. Lecciones de sociología, Buenos Aires, Proteo, 1966.
7 Aunque no haya sido explícito, se entiende que Hearst es el personaje de la extraordinaria y revolucionaria película Citizen Kane (El Ciudadano), dirigida, escrita y actuada
por Orson Wells, en 1941.
8 La expresión “periodismo amarillo” nació porque tanto el World como el Journal
publicaron un cómic coloreado con el título El chico amarillo, ideado por el dibujante
Outcault, primero para Pulitzer y luego, para Hearst.
9 Con esa guerra la derrotada España entregó a Estados Unidos el dominio ultramarino sobre Cuba, y sus colonias en el Océano Pacífico.
6
Capítulo 2
Las guerras
¡Ah, si no viviera yo en esta generación de hombres, o hubiera muerto
antes o nacido después! Porque ahora es la Edad de Hierro. Los hombres estarán abrumados de miserias durante los días y serán corrompidos durante las noches, y las Divinidades les prodigarán amargas inquietudes. Los padres viejos han de ser despreciados por sus hijos
impíos: el uno saqueará la ciudad del otro: no habrá piedad alguna ni
justicia ni buenas acciones, porque sólo el violento e inicuo será respetado.
Hesíodo, Los trabajos y los días
Cuando analiza los motivos que originan la guerra, el académico norteamericano John J. Weltman hurga en tres causas posibles: la antropológica,
la de la organización interna de los Estados y la de la organización internacional de los Estados.1
En la primera, se pregunta por la naturaleza “Maligna” del hombre como motor de la agresión. Pero ese pesimismo no explicaría el porqué los
hombres buenos se involucran, o “sucumben” frente a los hombres malignos.
En el segundo caso se remite a la forma en que los ámbitos estatales
domésticos se organizan, y la posibilidad de hacer una clasificación entre
Estados Buenos (democráticos) y Estados Malos (totalitarios). Sin embargo, esta antropomorfización de los Estados, no se corresponde con la historia y no surge como condición necesaria y suficiente para determinar las
causas de la guerra.
Por último, Weltman hace hincapié en la organización de los Estados
entre sí y concluye que existe una dificultad manifiesta de establecer una
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