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Concurso de relatos
Lema: Las cartas sobre la mesa
Las cartas sobre la mesa 1
Concurso de relatos
Me he dado cuenta de que, fundamentalmente, las historias que se
presentan a los concursos de relatos son en esencia siempre las mismas.
Cambian los nombres de los personajes; los ambientes, más o menos exóticos;
los símbolos y las metáforas, más o menos elaborados; los epítetos que se
pegan como lapas a los sustantivos. Es el mismo puzle arañado y descolorido
que año tras año no acierta a encajar bien sus piezas.
Hay
récord
de
participación
por
quinto
año
consecutivo:
368
manuscritos. Rectifico… no son manuscritos, son “obras presentadas a
concurso”. Ahora que lo pienso, yo jamás he llegado a ver una obra escrita por
la mano por un autor, con letras redondas, cuidadosamente engarzadas como
collares de perlas, o bien agudas y violentas como puñaladas sobre una hoja
de papel. 368 obras presentadas a concurso, todas en un democrático Arial 11
y a doble espacio, que me da muchísima pereza empezar a leer.
Empezamos con un clásico: el del extraño sueño, con turbadora femme
fatal, en el que un protagonista masculino al despertar no es capaz de distinguir
entre realidad y ficción. Yo creo firmemente que esa historia del sueño la
llevamos los aspirantes a escritor grabada en el genoma, o en la estructura
cognitiva de nuestra mente, como las imágenes de muestra que vienen
siempre instaladas con el Windows. De hecho, fue lo primero que yo mismo
intenté escribir. Porque yo, licenciado en Filología Hispánica y experto en teatro
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Las cartas sobre la mesa 2
Concurso de relatos
del siglo XIX, responsable de la preselección de relatos en este concurso,
también soy escritor frustrado (vivan los tópicos). He ganado algún que otro
pequeño concurso con relatos amables a la vez que rutinarios, pero nunca he
escrito nada medianamente relevante. Sin embargo, ahora mismo tengo una
historia de amor imposible sin final que llevo dos años, sí, dos años tratando de
terminar. Tengo una última frase perfecta, pero me falta encontrar un cierre. Me
presiono, porque creo que tiene mucho potencial, que ese puede ser EL
RELATO, y por eso no paro de corregirlo y de revisarlo mentalmente y de
desechar cualquier posible final. Espero que algún día…
El número veintidós ha sido divertido. En general prefiero los relatos
cómicos, aunque nunca ganen. No siempre conecto con el sentido del humor
del autor, pero soy consciente de que la comedia es muy difícil de escribir y
está muy poco valorada, así que agradezco mucho ese esfuerzo por hacer del
mundo un lugar menos gris. Sobre todo después de veintiún obras
insustanciales. Insustanciales siendo generoso…
A veces me siento culpable por juzgar con tanta dureza un relato, por
dejar una historia muy mala sin terminar, por sentir ese acceso de superioridad,
esa prepotencia, esa sonrisilla burlona ante un escrito con muchas faltas de
ortografía. Soy plenamente consciente de que detrás de ese montón de
palabras, para mí tan molestas como una plaga de mosquitos, hay un ser
humano con ilusiones y sentimientos. Hay una persona que sueña con el
idealizado oficio de escritor, con que sus historias hagan tintinear esas fibras
caprichosas que tenemos tejidas por dentro y que se activan de forma
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Las cartas sobre la mesa 3
Concurso de relatos
totalmente involuntaria e imprevisible, como veletas girando ante ráfagas de
viento.
Nunca detecto desidia; lamentablemente, la ilusión que percibo suele ser
inversamente proporcional al talento del autor. Y me siento como el minero que
semana tras semana va picando en busca de ese diamante en bruto,
destruyendo para llegar a él capas y capas de escoria. Y ha sido alguien por
encima del minero, alguien y a la vez todos, quien ha decidido que lo que tiene
valor es el diamante y no el manto azabache que lo rodea. Porque a la Tierra
eso le da igual. La Tierra tarda lo mismo en producir el grafito y el diamante,
dos configuraciones distintas de idénticos átomos de carbono. Probablemente
la Tierra quiera producir solo grafito, pero a veces la caga y le sale un
diamante, como una pieza defectuosa en la cadena de montaje de este
abrumador Ikea sin principio ni fin que es nuestro planeta. Pero se ha decidido
que el diamante es bello y el grafito no lo es, y que este relato es mediocre y
aquel es brillante. Y entonces tengo que hacer un esfuerzo supremo por no
dibujarle ojos cansados y grises a ese ama de casa, hastiada de su vida, de su
trabajo de mierda, de su marido, de sus insoportables hijos carne de
SuperNanny, que se ha sentado delante de un ordenador y ha conseguido
(probablemente humillándose ante el mayor de sus retoños) configurar el Word,
con la fuente Arial a tamaño 11, a doble espacio, y ha escrito una historia que
es reflejo de su vida y a la vez de la vida de millones de mujeres. Una historia
espejo embarrado de nuestras vidas, plagada de los desoladores lugares
comunes de nuestra común existencia. Y siento una leve punzada en el pecho,
un escozor tibio, del gris de esos ojos cansados, que se me va filtrando gota a
gota cuando dejo el relato veinticinco en el montón de las obras descartadas.
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Concurso de relatos
¡Pero ya tardaba en aparecer mi amigo Constantino! Constantino no es
el seudónimo del autor, ese cambia cada año. Esta vez toca Clint Eastwood.
En realidad no sé cómo se llama, pero yo le llamo Constantino porque el
hombre es realmente constante: ya es el cuarto año que presenta la misma
historia, El valor del destino. Es un relato negro, por eso supongo que es un
hombre. Va de un tipo que sale de la cárcel, tiene que cometer un robo para
pagar una deuda y hay una mujer morena, sensual y oscura (lo que me
confirma que el autor es un hombre). La historia acaba cada año como acaban
las historias de gente que sale de la cárcel y tiene que pagar una deuda: como
el rosario de la aurora. Esta vez al menos me ha corregido ese “acerbo” con “v”
que me chirriaba tanto cada vez que lo leía. El año pasado estuve a punto de
abrir la plica y llamarle: “¡Constantino, que el acerbo de la morena es con “b”, el
acervo al que pertenece tu historia es el que va con “v”!” Si no se da bien este
año, lo mismo le doy una oportunidad al pobre Constantino. Lo dejo en el
montón de descartes, pero sé cómo buscarlo llegado el momento.
Hasta el ciento cinco no encuentro un relato medianamente interesante.
Concurso de relatos, firmado por John Steinbeck. Está escrito en primera
persona y la idea es bastante original, muy meta. Aunque el estilo es más bien
torpe, deslucido: se nota la mano de un aficionado (o aficionada) con muy poco
rodaje. Pero me gusta la idea (a pesar del sacrilegio de su seudónimo) y lo
reservo como posible finalista.
Me lleva ocho semanas leer todos los relatos. Ocho semanas solo,
siempre solo, sentado en la silla de mi espartano despacho. Éste ha sido un
año flojito. Solo he rescatado un par de obras más de entre la montaña de
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Concurso de relatos
originales: un relato social y otro ambientado en la Guerra Civil. Esta vez
parece que va a tener suerte mi querido Constantino; cosas de la constancia…
y del acervo. Ya solo me queda un relato, así que dejo escapar un suspiro.
La primera frase del último relato es un escalofrío, un zarpazo gélido,
que inflama mi espalda desde el cuello a la rabadilla. Me quedo paralizado y
leo la frase cinco veces seguidas. Lleno de paranoia, miro asustado a mi
alrededor, debajo de la mesa e incluso a través de la ventana del despacho.
Con las embestidas de mi corazón envolviendo la lúgubre atmósfera de mi
apartamento, exploro el resto de habitaciones esperando encontrar alguien
escondido, acechando. Voy a la puerta principal y pego el ojo a la mirilla. La
tenue luz de emergencia ilumina un pasillo desolado. Echo la llave, la descorro
y la vuelvo a echar. Solo entonces vuelvo a mi despacho. Trago saliva y sigo
leyendo, y las frases se me van clavando como dardos envenenados
vomitados desde la profundidad de un bosque pagano. Y un escalofrío me
sube y me baja, como un reflujo, y se alterna con olas violentas de calor
repentino. Miro mis manos: estoy temblando y sudando a la vez. Pero no puedo
dejar de leer esas palabras que abarrotan el fondo en blanco. Y casi puedo
recitarlas de memoria, como el relato de Constantino. Solo que el relato no es
de Clint Eastwood, ni de John Steinbeck. Está firmado por Allan Edgar Poe, y el
relato que estoy leyendo es el MÍO. Esas palabras, ese orden, incluso esos
signos de puntuación son los míos. Es mi historia incompleta. Alguien la ha
robado, no sé cómo; mi eterno relato sin final. Y no puedo no seguir leyendo.
Paso por los renglones como de puntillas, más que leyendo, intentando
descubrir un desliz, una diferencia con respecto a mi relato en suspenso. Y
mientras leo soy consciente de la imposibilidad de que alguien haya podido
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Concurso de relatos
parir las mismas frases, la misma alineación de palabras y de signos. El
número de posibles partidas de ajedrez, de combinaciones de movimientos de
piezas, es infinito. ¡Cuánto más el de las palabras de un relato de catorce
páginas! Un catorce está marcado en el pie derecho de la última página de este
relato que estoy leyendo, aunque yo me estanqué en la undécima. Y recorro
las líneas, como el sendero trazado en una ruta, que me llevan a esa undécima
página del recorrido. Me paro, con el corazón galopándome por dentro, en el
mismo punto y aparte en el que llevo parándome, como ante un muro de diez
metros, desde hace dos años.
Vuelvo a comprobar que estoy solo en mi despacho, me siento frenético.
Parece que me fuera a ser desvelado un secreto místico, alguna de las
incertidumbres filosóficas que plagan la civilización humana desde el origen de
los tiempos. Y me fascina y a la vez me cabrea (¡me cabrea muchísimo!) no ya
el hecho de que alguien se haya apropiado de mi relato, sino el que alguien
distinto de mí haya sido capaz de completarlo. Un final abierto o un final
cerrado, brillante o mediocre, pero un final al menos, algo que yo mismo no he
logrado.
Sigo leyendo, y las palabras fluyen como si fueran las mías, con el sabor
agridulce de mi propio acento. Y de alguna forma intuyo que si esto fuera
realmente un manuscrito, serían mis pensamientos grabados con la fuerza de
mis propias puñaladas de tinta azul lo que estaría leyendo sobre esta cuartilla
de papel. Y sigo leyendo, y al avanzar descubro ese rincón dentro de mí del
nacen esas frases. Ese era mi final y de alguna forma alguien ha accedido, no
solo a mi ordenador, sino a mi subconsciente, y ha escarbado en lugares en los
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Concurso de relatos
que yo aún no lo había intentado, con herramientas que yo aún no había
inventado, y ha encontrado ese final que ha estado escrito siempre en mí y lo
ha dictado, usurpando mis manos y mis palabras y mis labios. Y leo la última
frase: sencilla y precisa, elegante y sugestiva. Lo único que tenía claro de mi
final era esa frase que yace frente a mí, en relieve, mofándose, palpando mi
pánico.
Voy a mi ordenador y busco la carpeta donde está mi archivo, enredado
entre relatos ajenos, completos y triunfales, y miro la fecha de última
modificación, de hace dos años. Y abro el fichero de mi relato, la réplica
carácter a carácter de lo que acabo de leer, hasta la página doce, con ese
minúsculo punto y aparte que concentra un abismo entero. Entonces
compruebo los cables (sí, los cables) porque este ordenador que uso para
intentar escribir es como una Olivetti del siglo XXI, sin conexión a internet ni
WiFi, pero con el diccionario de la RAE instalado, y el de sinónimos, y la
Encarta, porque no quiero distraerme como me pasa siempre, mirando las
noticias de El Mundo. Y pienso que a quien haya sido capaz de hackear mi
alma no le puede suponer mucho obstáculo un ordenador sin cable de red.
************
Un escritor que ha publicado un par de novelas de éxito, el concejal de
Cultura, la directora de una editorial y el escritor frustrado y plagiado que es un
servidor componemos el jurado de la presente edición. Todos hemos leído los
cinco relatos finalistas y nos encerramos en una sala de reuniones del
Ayuntamiento a deliberar el primer y el segundo premio del concurso.
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Concurso de relatos
Toma la iniciativa el escritor, que tiene las dotes de liderazgo de un
macho alfa triunfador. Afirma que, aunque evidentemente no es ninguna obra
maestra (habló Cervantes…) y se nota que el escritor es amateur (no todos
tenemos la suerte de que nos publiquen dos noveluchas conspiranoicas malas
copias de, atención, Dan Brown), es indiscutible que Concurso de relatos está
por encima de los demás. Por su auto ironía, su toque Postmodernista y por el
uso de elementos meta literarios (eso ya lo había pensado yo solito sin haber
publicado dos best-sellers). El resto del jurado está de acuerdo (como no
puede ser de otra forma) y aunque en el fondo a mí también me había gustado,
yo me siento golpeado en mi pundonor y le replico. Y argumento que sí, que es
muy meta y muy original la idea, pero que le falta brillantez. Y que la otra obra
(la mía que no es mía pero que lo era) tiene momentos de gran belleza, se
adentra en la complejidad de la existencia y las relaciones humanas,
convirtiendo en universal una historia local, y logra conmover sin recurrir a la
manipulación emocional. Y la pija de la editorial me suelta que si hemos leído
los dos la misma obra, que le parece un relato superficial y plano, que prefiere
como segundo premio El valor del destino, que aun siendo una historia trillada
y convencional, al menos está bien estructurada y bien escrita. “Porque
Constantino ha corregido por fin lo del acerbo, no te jode”, espeto yo en voz
baja, pero parece que nadie me ha oído.
“Cervantes” y la de la editorial se enzarzan en una pelea de gallos
cultural por el relato de Constantino. Yo sigo defendiendo mi cuento, como el
último soldado en pie de un ejército derrotado, pero parece que la decisión la
van a tomar ellos dos. Cuando parece por fin que el segundo premio va a ir a
Eastwood/Constantino, el concejal, que apenas había abierto la boca en toda la
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Concurso de relatos
deliberación (yo creo que lo que quiere es alargar la cosa porque cobra dietas),
discrepa con todos y opina que la historia de Constantino es demasiado
predecible, que prefiere el relato social porque al menos intenta una mirada
esperanzadora sobre la terrible situación actual. Y concuerda, evidentemente,
en que Concurso de Relatos merece el primer premio por conseguir crear una
historia original a partir de muy pocos elementos. Y yo de repente me levanto,
harto hasta la médula, y grito: ¡¡¡Pero no veis que ese relato es una PUTA
MIEEEEEEERRRRRRDA!!! Y, evidentemente, se me quedan mirando todos
con ojos fuera de las órbitas, réplica de la cara de La Máscara cuando aparece
Cameron Díaz. Me disculpo, excusándome en los estragos de haberme
merendado más de trescientos relatos en ocho semanas, y me doy cuenta de
que debo guardar la compostura, de que me estoy dejando llevar por mis
emociones. Porque esto es personal, porque es mi relato aunque no esté a mi
nombre, y aunque mi dirección y mi teléfono no se escondan tras la plica, y
aunque el final no sea mío aunque en el fondo siempre lo haya sido. Me quedo
callado, en segundo plano, durante el resto de la deliberación. Decidimos
(deciden) que el ganador sea, evidentemente, Concurso de relatos y el
segundo premio sea para el relato social de unos inmigrantes pasándolas
putas. Y yo lo siento por Constantino, que este año ha estado a puntito.
Pero especialmente lo siento por mí, y por mi ladrón privado. Me bulle
por dentro la rabia, sobre todo, pero también la derrota, y la frustración, y la
resignación, y el desconsuelo. Y de repente soy esa mujer que se sienta frente
al ordenador, robando de cuando en cuando quince minutos a sus penosos
días. Soy esa madre que, mirando avergonzada a su alrededor ante el menor
ruido, reproduce con los dedos índices de sus manos encallecidas un episodio
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Concurso de relatos
burdo de su burda existencia. Porque ella es burda y su historia es burda.
Porque tú y yo, y alguien antes de nosotros hemos decidido que así lo sean. Y
que Hamlet no lo es, ni el Quijote, tal como ni Napoleón ni Cleopatra lo fueron.
Y que Moll Flanders es burda, pero a la vez es brillante. Y me doy cuenta de
que yo también soy burdo y de que mi historia es burda y que no hay nada más
burdo que escribir la palabra burdo nueve veces en seis líneas. Esa mujer y yo
compartimos un destino de escritor frustrado, la misma marca invisible sobre el
frontispicio de nuestra existencia. Quizás ella jamás vuelva a intentarlo. Quizás
yo siga leyendo manuscritos mediocres que no son manuscritos, escarbando
en busca de diamantes, identificando defectos que ni yo, ni ese alter ego con
acceso a mi consciencia y al disco duro de mi ordenador de mesa, somos
capaces de corregir.
Se abren las plicas de los ganadores y sé que entre las descartadas
encontraré los datos de contacto de mi avieso Doppelgänger. Parece sencillo
apropiarse del sobre y acceder al contenido, sí, pero… y yo qué coño le digo.
“Disculpe. No habrá usted, por un casual, allanado mi vivienda y robado un
relato mediocre sin final para luego terminarlo y enviarlo a un concurso,
¿verdad?” Aun así me guardo el sobre en el bolsillo de la chaqueta y me lo
llevo a casa.
No sé si es que esperaba encontrar, escritos misteriosamente con mi
propia letra, mis datos en el interior del sobre, o al menos alguna referencia a
mí: un acrónimo, las mismas iniciales, algo mínimamente identificable. Hasta
una hoja en blanco hubiera sido menos decepcionante. Porque el nombre de
mi alter ego es de lo más normalito: Miguel García Sánchez. La cantidad de
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Concurso de relatos
Migueles García Sánchez que habrá en este país. Pero ahí está, escrito en un
folio doblado por la mitad, aquel nombre ordinario capaz de cosas
extraordinarias.
Marqué el número de teléfono de don Miguel García Sánchez y los tonos
se sucedieron, como olas de plástico barato, hasta que al fin saltó el buzón de
voz. Volví a intentarlo sin éxito. Me senté entonces frente a mi ordenador
portátil, el que sí tiene módem y cable y conexión a internet, decidido a
escribirle un email a Miguel:
“Estimado Miguel García Sánchez, le escribo del concurso blablablá,
siento informarle de que no ha resultado ganador blablablá, nos gustaría que
acudiera a la entrega de premios, blablablá”.
Le di a enviar y me quedé esperando, mirando hipnotizado la pantalla
del ordenador. Y pensé que qué era lo que estaba esperando, si una señal o
una revelación divina, o qué puñetas, porque nadie responde al instante a los
emails. De hecho ya casi nadie responde a los emails. Y justo cuando estaba
levantándome de mi silla giratoria, recibí por sorpresa esa revelación milagrosa
que mi instinto buscaba. Esa revelación milagrosa que se llama Mail Delivery
Failure Status, y es un mail de información que te envía tu servidor de correo
cuando no ha podido hacer llegar el email al destinatario. En este caso por
tener su buzón lleno. Tras probar de nuevo sin suerte el teléfono, solo me
quedaba ir a la dirección de Miguel: calle Ramón y Cajal, 158, 2ºA, en mi
misma ciudad.
Al llamar al timbre, una ancianita con pelo lacio y blanco, muchas
arrugas y expresión de sorpresa abre la puerta. Una inquietante respuesta al
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Concurso de relatos
preguntar por Miguel García Sánchez brota de sus labios quebradizos: “Miguel
es mi hijo, murió hace diez años…”. Juro que si esto hubiera sido lo que
sucedió me hubiera quedado satisfecho. Habría dado media vuelta y me habría
ido indignado, como riéndome de una broma pesada con cámara oculta del
destino, aunque la vieja me persiguiera gritando: ¡pero entre en la casa,
muchacho, y le presento a usted al fantasma de mi Miguel!
Pero la realidad suele ser más decepcionante que la más decepcionante
de las ficciones. Un final paranormal, aunque sea tan ridículo que nadie lo
pueda creer, aunque esté tan trillado como el final de Constantino, es mejor
que un no final. Porque la verdad es que la calle Ramón y Cajal solo llega
hasta el número 156. Me volví loco buscando el 158, hasta que me topé con el
cartero y confirmó que no existía. Volví a llamar al teléfono: un tono, dos tonos
metálicos, un tercero... Justo cuando iba a saltar el buzón, una voz
despreocupada respondió:
-
¿Sí?
-
Hola, ¿es usted Miguel García Sánchez? –respondí con un vuelco en el
corazón.
-
Sí, soy yo.
Me quedé paralizado unos segundos. Aunque tenía perfectamente
bosquejado en mi mente lo que le diría a aquel hombre al otro lado del teléfono,
me costaba hacer que mis palabras comenzasen a fluir.
-
Le llamo del concurso de relatos…
-
¡¿He ganado?!
-
No, Miguel, lo siento, pero…
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Concurso de relatos
-
¿No he ganado nada…? ¿Entonces por qué me llama?
No podía decirle: “para que me digas cómo cojones has conseguido
agenciarte mi relato, además de mis pensamientos. Cómo una persona tan
corriente como tú, con esa voz tan anodina, ha sido capaz de algo que
desborda los límites de mi inteligencia“. Así que seguí con lo que tenía
planeado.
-
Pues para invitarle a la entrega de premios.
-
¿Pero para qué voy a ir a la entrega de premios si no he ganado nada?
-
Eh… bueno… Es que me nos ha gustado mucho su relato y queremos
conocerle.
-
¿Si les ha gustado tanto mi relato entonces por qué no he ganado?
Touché. Me quedé pensativo un instante, lleno de pánico, pensando qué
decir antes de que colgara…
-
¡NECESITO SABER CÓMO HAS CONSEGUIDO MI RELATO!
-
Que te den por el culo…
Y Miguel García Sánchez colgó el teléfono. Ni que decir tiene que no lo
volvió a coger ninguna de las siguientes veinte veces que llamé.
******
Estoy escribiendo en mi ordenador de mesa, el que no tiene módem ni
conexión a internet. Estoy escribiendo de nuevo una historia que no tiene
conclusión, tan solo un punto y aparte, como un náufrago en mitad del
océano, suspendido de nuevo en mitad de la página doce. Tal vez Miguel
me escriba de nuevo el final, y yo lo desentierre el año que viene,
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camuflado entre cientos de relatos de ojos grises, al lado del cuento noir de
Constantino.
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