El débito conyugal mutuo en el contrato matrimonial* http://familiaenconstruccion.blogspot.com.es/2009/10/el-debito-conyugal.html?m=1 En las últimas décadas ha dejado de hablarse del débito conyugal, casi como si el amor fuese una realidad totalmente gratuita y de ninguna manera debida en justicia. Efectivamente, la comprensión del matrimonio como un vínculo de naturaleza contractual favorecía la estructuración del débito conyugal como primero de los deberes de los esposos. Curiosamente, el lugar propio de la reflexión jurídica y moral sobre el acto conyugal consistía o bien en el sexto mandamiento, cuando no se respetaba la castidad matrimonial (1), o bien en el ámbito del séptimo, en cuanto que en él se regulan las relaciones de justicia: no robarás. Si un cónyuge se negase a cumplir el débito, estaría claro que estaba privando al otro de algo que le es debido en justicia y, por lo tanto, que le estaba robando lo que es suyo. Esto puede sorprender al lector, pero hay que tener en cuenta que al considerar el matrimonio como un contrato, la relación jurídica conyugal tendía a ser considerada al margen del amor y de la familia. Los esposos estarían unidos por un vínculo contractual, no familiar. Ellos deberían fundar la familia, pero no serían parientes entre sí. Mientras las relaciones familiares son eternas, el vínculo jurídico que une a los esposos permanece únicamente mientras ambos estén en vida: "hasta que la muerte les separe". A diferencia de los lazos familiares, constituidos por la carne y la sangre, el vínculo matrimonial estaría perfeccionado por la libertad. En la familia, en cambio, nadie escoge a los parientes: éstos están ahí, sin que tú los hayas elegido. Puesto que la moral conyugal estaba totalmente descolocada, viciada en la raíz por la visión contractualista del matrimonio, la profunda renovación antropológica del Concilio Vaticano II (que considera el matrimonio como una relación familiar causada por una alianza o pacto mediante el que los esposos se entregan y reciben mutuamente) tuvo -como vimos- un potente impacto en la manera de comprender el débito conyugal. Al considerar que no se trataría de una cuestión de justicia sino de amor, en realidad se puede llegar a afirmar que casi habría desaparecido el débito conyugal, pues ya no se consideraría como algo estrictamente debido en justicia, sino como una simple expresión de afectos y sentimientos amorosos. Es necesario rescatar el concepto de débito conyugal, que no es una invención o convención humana, sino un deber natural y sagrado que concierne directamente a la entrega recíproca de los esposos. Para ello nos parece conveniente situar este deber en el verdadero marco moral en el que comprenderlo y estudiarlo. El acto conyugal es un acto de justicia y de amor: los esposos se reconocen en él como lo que son, una unidad constituida y trascendida por la acción de Dios, quien les ha convertido en una sola carne. Así lo expresa el libro del Génesis: "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne" (Gn 2, 24). Es sabido que existen dos tablas de la Ley. En la primera se encuentran los mandamientos que se refieren a Dios; en la segunda, los que se refieren a las relaciones del hombre con el mundo y con el cosmos. En esta segunda tabla, el primero y principal mandamiento es el que obliga a honrar al padre y a la madre, es decir, a la familia. Se comprenderá en seguida que si el matrimonio es concebido como una relación de naturaleza familiar la moral conyugal queda directamente englobada en el cuarto mandamiento. El marido y la mujer se deben honrar recíprocamente, puesto que ambos son una sola carne y constituyen un sacramento originario en el orden de la creación (2). No hay manera más clara de revalorizar el débito conyugal: se sitúa en el mismo orden que el deber de la educación o del sustento material por parte de los padres para con los hijos o que la reverencia y obediencia que éstos les deben por haberlos engendrado. En el orden social, pocos deberes tienen más trascendencia que el constituido por el débito conyugal. Al cumplir con este deber los cónyuges están yendo mucho más allá que en proporcionarse la satisfacción de un instinto o de unos deseos de orden afectivo sexual. El acto conyugal, objeto de este débito, es la quintaesencia del sacramento del matrimonio: un signo sensible que abarca e integra todos los aspectos de la persona enalteciendo a los esposos, puesto que la gracia de Dios les trasciende y les santifica y, en el caso de ser fértiles, les confiere una participación de su poder creador para constituir una nueva relación paternofilial. No hay en la tierra un acto más valioso y honorable. Se trata, por tanto, de un derecho y de un deber sagrados. Reconocerse una sola carne es tanto como afirmar su condición de familiares. Ellos son los primeros parientes, así como la fuente y la raíz de la familia. Sólo el acto conyugal es fecundo, en el sentido de generar las relaciones de filiación. Es fecundo por ser expresión y realización de la sacramentalidad conferida por Dios a su unión. Es fecundo incluso cuando los esposos son estériles, porque la fecundidad conyugal no se agota en la dimensión biológica de la fertilidad. La fecundidad es una propiedad de la unidad relacional en que Dios les ha constituido una sola carne. Expresar esta fecundidad mediante el acto conyugal es un derecho y un deber de todos los esposos, sea cual sea la religión que profesen. Por otra parte, estudiar el débito conyugal como una exigencia del cuarto mandamiento permite comprender mejor cómo se combinan el amor y la justicia. Cuando un padre o una madre se levantan todas las noches para consolar al bebé, que llora desconsolado en la cuna, ¿por qué lo hacen? ¿por amor o por justicia? La respuesta es por ambas razones. Lo importante es entender que no lo hacen porque les apetezca o porque tengan especiales sentimientos de ternura: después de varias semanas supongo yo- no les quedará ni rastro de ternura espontánea. Sólo si se esfuerzan por conseguir que esas atenciones sean a la vez un acto de amor y de justicia podrán conseguir hacerlas con una ternura virtuosa, pero real. En todo caso, conviene no confundir el amor con el sentimiento: éste puede desaparecer. ¿Y qué pasa si desaparece el sentimiento y el deseo sexual? Pues el cónyuge deberá saber cumplir con ese deber, casi de la misma manera que se esfuerza en acudir a los llantos del bebé. Aquí no se tratará de llantos ni de lamentos, sino de llamadas claras o por lo menos insinuaciones inequívocas de realizar el acto conyugal. Esas insinuaciones, si hay amor verdadero, deben bastar para que el cónyuge las atienda. La exigencia debe encontrarse en la misma conciencia. Y aquí está el problema. Al desaparecer la noción de débito conyugal, la expresión hacer el amor equivale a algo así como practicar el footing o la gimnasia matutina. Hoy me apetece. Hoy no me apetece. Y si te apetece a ti, comprende que a mí no. No seas pesado/a y déjame en paz. ¡Claro! cuando estos pensamientos se justifican racionalmente, el problema ya no tiene solución. Al otro cónyuge le quedaría la posibilidad de reclamar el débito con exigencias externas, pero así sólo estaría cavando un foso mayor entre ambos. ¿Qué pasa si una madre decide no levantarse para atender al niño que llora? ¿Qué pasa si no le da la alimentación que necesita y a las horas en que la necesita? Cuando la justicia en el seno de la familia se resquebraja, la verdad es que se puede hacer muy poco. Por lo menos, todo el mundo sabrá que esa madre es una mala madre que ni siquiera por estricta justicia atiende a su niño. En cambio, actualmente, se tiende a justificar a un cónyuge que desatiende al otro, precisamente porque se considera que hacer el amor es un problema de ganas y de sentimientos. Y no: es también una cuestión de estricta justicia. _________ (1) No faltaban autores que tendían a considerar la moral conyugal en el ámbito del quinto mandamiento, al considerar la contracepción como un atentado contra el bien de la vida. Esto puede ser cierto en aquellos actos de naturaleza abortiva, pero no en cambio en los meramente anticonceptivos, que suponen una ofensa al amor conyugal pero no atentan contra la vida humana, puesta que ésta no ha llegado a constituirse. (2) Adviértase que no nos referimos aquí al sacramento cristiano del matrimonio que es el que constituyen el hombre y la mujer bautizados, al ser signo de la unión de Cristo con la Iglesia. Aludimos más bien a la sacramentalidad originaria de la que está revestida la unión del hombre y de la mujer en el designio creacional. EL DEBITO CONYUGAL Todavía recuerdo la impresión que me causó tener en las manos la obra maestra de Tomás Sánchez: El débito conyugal, un libro del siglo XVII que reunía en un millar de páginas toda la ciencia moral y jurídica acerca de la conyugalidad. Y me causó impresión porque en nuestros días éste es casi un tema tabú, no sólo entre los predicadores que difícilmente descienden a estos terrenos de la vida espiritual, sino también entre los mismos especialistas. Si alguien pretendiese publicar un libro con este título - el débito conyugal- estoy seguro de que pasaría enormes dificultades. ¿Cómo es posible que hace unos siglos se pudiera escribir tanto y que ahora parezca que no se pueda decir casi nada al respecto? La principal razón es la dificultad con que nos movemos con las categorías antropológicas de signo personalista y el relativismo moral imperante en la sociedad. En cambio, durante siglos el consentimiento matrimonial ha sido pacíficamente considerado un contrato en el que los contrayentes intercambiaban los derechos sobre la sexualidad. En esa perspectiva jurídica era fácil situar el débito conyugal como el principal deber que los cónyuges asumían en su boda. Cada uno entregaba y recibía el llamado ius in corpus, es decir, un derecho a solicitar e incluso exigir la realización del acto conyugal. En nuestros días, la terminología y los conceptos propios del iuscorporalismo perduran todavía en ciertos ámbitos del Derecho canónico, sin embargo han sido totalmente relegados al olvido en la teología moral y pastoral. El Concilio Vaticano II articuló sus enseñanzas sobre el matrimonio en torno a la noción de alianza conyugal, es decir, de un pacto en virtud del cual el hombre y la mujer se entregan recíprocamente el uno al otro para constituir el matrimonio. El objeto del consentimiento matrimonial coincide por tanto con las personas de los contrayentes. Parece que ya no se entregarían derechos, sino que son ellos mismos los que se donarían recíprocamente. Ya no sería la virtud de la justicia la que regiría sus relaciones, sino principalmente el amor conyugal. Es más, hablar de derechos y de deberes entre los esposos parecería una falta de sensibilidad. Estará bien que se hable de ellos en los códigos de Derecho, pero estarían fuera de lugar en una relación interpersonal regida por el amor y la confianza. Así, en nuestros días, el débito conyugal se habría convertido en el don o regalo conyugal. Todo acto sexual sería siempre un gesto gratuito de amor realmente afectivo, expresión del amor con que los esposos mediante la unión de sus cuerpos fundirían también sus almas y sus vidas. De esta manera, me da la impresión de que se está cometiendo un gran atropello, al sustraer el acto conyugal del ámbito de la justicia. Porque, antes que ser expresión del amor afectivo el acto conyugal es un acto de justicia. De manera que los esposos se deben el uno al otro de manera objetiva y concreta. Y el hecho de que no se deba considerar elegante ni oportuno que exijan así: ¡exijan!- la realización del acto, no significa que por ello pierda su carácter de débito, de deber de justicia. Puede suceder -me parece que es muy frecuente- que uno de los contrayentes esté esperando unas circunstancias ambientales y personales idóneas, que permitan la realización de un acto de amor en el que los sentimientos y los afectos sean los óptimos y, mientras tanto, puede estar faltando a la justicia (y por tanto también al amor conyugal) al no saber advertir las necesidades de su cónyuge, quien ya no sabe de qué modo solicitar ese gesto de amor y de justicia. Quien está ejerciendo un derecho en toda regla, puede tener la sensación de estar extendiendo la mano como un mendigo solicitando de su cónyuge la graciosa liberalidad sexual. No soy en absoluto un nostálgico de los tiempos del iuscorporalismo. Estoy convencido de que el débito conyugal estaba entonces sobredimensionado y desenfocado. El matrimonio es un vínculo jurídico que pone en juego la virtud de la justicia, pero no se trata de un vínculo contractual producido por el intercambio de derechos, sino de una relación conyugal de naturaleza familiar presidida siempre por el amor. No se puede tratar el débito conyugal como si no tuviera nada que ver con el amor. Así se hizo en otra época. Eso permitía realizar análisis minuciosos de todas las circunstancias que podían rodear la realización del derecho conyugal, así como de las que eximían de dicho deber. El débito conyugal es un débito de amor y de justicia. Estas dos virtudes están presentes en él de manera indisociable. Un hombre exige a su mujer la realización del acto conyugal invocando el sagrado derecho adquirido el día de su boda. ¿Qué se debe pensar de este hecho? Sin más circunstancias personales, nada se puede decir acerca de esto. Porque podría suceder que la mujer se siente una mera comparsa sexual, un objeto para la satisfacción de los deseos carnales del marido. Entendería, por tanto, que su dignidad personal le exime de secundar las exigencias de su marido. Me parece que cabe perfectamente esta interpretación de los hechos. Pero qué duda cabe que es posible también otra lectura diametralmente opuesta. Puede suceder que la mujer haya considerado que los actos sexuales son propios de los primeros tiempos del matrimonio y que, llegada a cierta edad, pueden incluso llegar a ser desagradables y molestos. Y esta idea puede perjudicar seriamente la relación conyugal, imprimiendo en la mujer una actitud y un sentimiento de victimismo con los que pretende justificar su abstinencia sexual. También esto sucede y, en este caso, es la mujer la que está faltando gravemente a la justicia y al amor conyugal, anteponiendo sus gustos y apetencias a los derechos del marido. Esta dificultad objetiva de considerar conjuntamente las dimensiones del amor y de la justicia en el débito conyugal favorecen que se hable poco del tema entre los mismos esposos y que se formen prejuicios que se desvanecerían si se buscase realmente el bien de ambos. Y si los esposos sienten dificultad de considerar de este modo el débito conyugal, podemos figurarnos lo que sienten quienes se acercan a esta cuestión desde el derecho y la moral conyugal. *JOAN CARRERAS http://familiaenconstruccion.blogspot.com.es *Sacerdote católico, incardinado en el Opus Dei, bloguero con el Papa. Tengo la suerte de haber conocido a Juan Pablo II, de haber recibido de sus manos la ordenación sacerdotal y de haber aprendido de su magisterio. Estas tres cosas, juntas, han marcado el rumbo que ha ido tomando mi vida desde la juventud. He escrito algunos libros: Las bodas: sexo, fiesta y derecho; Las situaciones matrimoniales irregulares; Emergencia de la familia; Soberanía conyugal Junto con unos amigos he creado una empresa (Liturgo S.L) dedicada a servir a la familia, con el fin de que sea reconocida por la sociedad como sujeto social soberano. El 27 de agosto de 2011 organicé junto con otros amigos el primer Encuentro Internacional de Blogueros con el Papa. De ahí surgió la iniciativa de fundar asociaciones nacionales de Blogueros con el Papa con la doble finalidad de apoyar al Santo Padre, difundir su ministerio apostólico y fomentar la presencia activa de los católicos en la Nueva Evangelización. Soy vicepresidente de la Asociación Española de Blogueros con el Papa. En la actualidad dirijo un proyecto para la Nueva Evangelización llamado Nupcias de Dios.