Leer el primer capítulo

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WULF DORN
PHOBIA
Barcelona, 2016
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Título original: Phobia
© 2014, Wulf Dorn, www.wulfdorn.net
Representado por AVA internacional GmbH, Alemania
www.ava-international.de
Publicado originalmente en 2013 por Wilhelm Heyne Verlag, Múnich, Alemania
© 2016, de esta edición: Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán
© 2016, de la traducción: Beatriz Galán Echevarría
Todos los derechos reservados
Primera edición: mayo de 2016
Duomo ediciones es un sello de Antonio Vallardi Editore S.u.r.l.
Av. del Príncep d’Astúries, 20. 3º B. 08012, Barcelona (España)
www.duomoediciones.com
Gruppo Editoriale Mauri Spagnol S.p.A.
www.maurispagnol.it
ISBN: 978-84-15945-94-9
Código IBIC: FA
DL B 24816-2015
Diseño de interiores:
Agustí Estruga
Composición:
Grafime
Impresión:
Grafica Veneta S.p.A. di Trebaseleghe (PD)
Impreso en Italia
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, telepático o electrónico –incluyendo
las fotocopias y la difusión a través de internet– y la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler
o préstamos públicos.
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Para Kirsten y Markus
Gin and Tonic
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NOTA PREVIA DEL AUTOR
Para hilvanar esta novela partí de varios acontecimientos
que, al contrario de lo que sucede en mi historia, nunca
estuvieron relacionados entre sí.
En la descripción de los lugares me permití también una
cierta libertad literaria, por lo que apelo a la indulgencia
de los lectores conocedores de la topografía.
Así mismo, todos los nombres de personas y lugares que
aparecen aquí mencionados han sido inventados por mí,
por lo que cualquier parecido con la realidad debería considerarse mera coincidencia.
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«La vida no es más que
una breve victoria ante lo inevitable.»
T. C. BOYLE
«Y te enseñaré algo que no es
ni la sombra que te sigue por la mañana
ni la sombra que al atardecer sale a tu encuentro;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.»
T. S. ELIOT
«We are Nobodies,
Wanna be Somebodies.
When we’re dead,
They’ll know just who we are.»
MARILYN MANSON
«Who made who?
Who turned the screw?»
AC/DC
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ÍNDICE
PRIMERA PARTE
El primer paso
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SEGUNDA PARTE
Lo desconocido en lo familiar
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TERCERA PARTE
Las voces de los muertos
97
CUARTA PARTE
Entregada
185
QUINTA PARTE
Huellas en la oscuridad
267
SEXTA PARTE
El legado de Job
353
EPÍLOGO
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AGRADECIMIENTOS
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PRIMERA PARTE
EL PRIMER PASO
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El angosto piso, de dos habitaciones, estaba oscuro y mohoso. La luz grisácea de la primera tarde de diciembre apenas lograba abrirse paso por la única ventana de la cocina.
Al otro lado, una sucia fachada obstruía las vistas. Daba la
impresión de que pocos metros más allá del muro, tiznado
de hollín, sólo podía hallarse el fin del mundo.
Si no fuera por el rumor sordo del tráfico que le llegaba
desde la cercana carretera de Coldharbour Lane, habría
creído que alguien lo había enterrado vivo en aquel bloque
de edificios de Brixton.
Una triste tumba.
Se quitó las lágrimas de la cara. Por fin habían cesado
los arañazos y los jadeos. Había sido algo breve, no más
de uno o dos minutos, pero le habían parecido una eternidad. Aquellos movimientos convulsos y aterrorizados en
la habitación de al lado… aquellos jadeos desesperados…
Ahora volvía a reinar la calma, pero él no lograba relajarse. Seguía expectante, con el corazón en un puño, como
si no pudiera creer que de verdad hubiese acabado todo.
Al fin asintió. Ya no se oía nada, aunque sabía que los
arañazos y los gemidos seguirían resonando en su mente
y lo acompañarían durante mucho tiempo. No le cabía la
menor duda. Se le aparecerían en sueños, como también lo
hacían los otros demonios de su pasado.
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Como la luz de aquella mañana de verano reflejada en
el aparador. Y la sonrisa de Amy. Dios, qué feliz había
sido aquel día… Y entonces, los consternados rasgos del
hombre que…
–Déjalo –se dijo en voz alta–. Déjalo ahora mismo, ¿entendido?
Apretó los puños. Sintió ganas de salir corriendo de allí,
pero sabía que era demasiado tarde. Se esforzó, pues, en
sobreponerse a la angustia que le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración, y se concentró en coger aire y soltarlo, una y otra vez, una y otra vez.
Por fin se alejó de la ventana, pasó junto a la mesita que
ocupaba una de las paredes de la habitación, provisionalmente convertida en cocina, y encendió los dos fogones
que quedaban junto a la pila.
Mientras llenaba un cazo de agua evitó mirar hacia el
espejo que había colgado en la pared, justo delante de él.
No podía soportar su reflejo, y menos en un día como
aquél.
Como no podía ser de otro modo, en la pequeña estantería de la cocina sólo encontró té barato del supermercado. Por suerte, se había acordado de coger una bolsita de
su té preferido, un exquisito Earl Grey mezclado con aceite de bergamota que guardó en el bolsillo de su chaqueta.
Metió la bolsita de té en una taza y abrió la nevera para
ver si había leche. Encontró una botella, pero estaba abierta y olía a rancio, de modo que volvió a meter la mano en
el bolsillo y sacó un paquetito de leche en polvo que también había cogido por precaución. Entonces miró hacia la
puerta abierta de la habitación.
Había llegado el momento de ir a ver a Jay. Antes de que
hirviera el agua. No podía quedarse demasiado tiempo –su
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rutina se habría visto amenazada–, pero la taza de té era
importante. Muy importante.
Pese a la enorme resistencia que sentía en su interior, se
acercó a la puerta y la abrió. El dormitorio era aún más
pequeño que la cocina y sus escasos muebles también parecían sacados de un contenedor o de un mercadillo de segunda mano. Quizá de Camden Lock, en Portobello Road.
El antiguo barrio de Jay. Los mercadillos eran su debilidad.
El bueno de Jay… ¿Qué demonios había hecho?
La mayor parte del dormitorio estaba ocupada por una
vieja cama de matrimonio y un armario sin puertas.
Vio las delgadas piernas del muerto antes incluso de
entrar.
Jay estaba sentado en una postura imposible junto a
la cama. Seguramente habría ido resbalando hasta caer
al suelo. Parecía dormido. Gracias a Dios tenía los ojos
cerrados, y su delgado rostro, cubierto por una incipiente
barba de pelo canoso, parecía esbozar una sonrisa. Sólo la
postura de las manos, retorcidas entre las sábanas, el tono
azulado de la piel y el hilillo de espuma blanca que le salía
de las comisuras de los labios evidenciaban el hecho de que
Jay no estaba dormido.
–Te dije que era mejor que te estiraras –le susurró, mientras le quitaba los auriculares de las orejas.
Entonces cogió el enorme mando del viejo televisor
Sa­nyo que se había quedado envuelto entre las sábanas,
a los pies de la cama, y lo apretó varias veces hasta lograr
apagarlo con un lacónico «plop». A continuación hizo lo
mismo con el no menos anticuado reproductor de vídeo,
en el que había grabado algo para Jay: escenas idílicas
de prados estivales, paisajes montañosos, bosques y ríos,
acompañados de la música del Amanecer de Edvard Grieg,
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y La Primavera de Vivaldi. Y como sabía que los altavoces de la tele hacía tiempo que no funcionaban, le había
prestado los suyos.
A Jay le encantaba la música clásica, y por eso había
querido regalarle algo que le gustara. Algo que hiciera más
amable su paso al más allá. Y aunque las imágenes del vídeo tenían un cierto tono violáceo, estaba seguro de que
la película le había gustado. Al menos al principio había
sonreído.
Claro que luego… luego todo se torció.
Debió de poner una dosis demasiado baja en la inyección.
Qué error más tonto, estaba avergonzado, nunca le había pasado nada igual.
El caso es que, al poco rato, en lugar de caer sumido
en un plácido sueño, Jay empezó a tener convulsiones. La
sonrisa le desapareció del rostro y todo su cuerpo comenzó
a contraerse y a moverse espasmódicamente. Con los ojos
abiertos como platos, Jay se llevó las manos a la garganta
y empezó a respirar con enorme dificultad.
–Vuelve a estirarte –le había recomendado–. ¡Te digo
que vuelvas a estirarte!
Pero nada. Como llevaba puestos los auriculares, Jay no
podía oírlo. En algún momento pareció que iba a quitárselos, pero no llegó a hacerlo; estaba demasiado ocupado
intentando coger aire. Una y otra vez se tocaba el cuello de
la camisa de franela, hasta que de pronto se puso a patalear como un loco. Las raídas zapatillas que tenía puestas
salieron volando por los aires; los pies, envueltos en unos
calcetines de lana, se frotaron con fuerza, haciendo presión con los talones, sobre la alfombra de gamuza, como
si Jay se hubiera propuesto hacer un agujero en el suelo en
el menor tiempo posible.
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Él se había inclinado ante Jay y lo había mirado sin saber qué hacer. Aquello era insoportable. Aquella imagen,
aquel sonido… El jadeo se confundía con el llanto y la expresión de sus ojos era terrible: pánico, terror.
Hay que ver cómo nos cuesta dejar este mundo…
Se cubrió la cara con las manos y salió de la habitación.
Ya en el minúsculo salón, esperó mirando por la ventana, con la vista fija en el muro del edificio de enfrente, y
lloró por su amigo, su único amigo, que en aquel momento
estaba sufriendo la tortura de una muerte atroz.
Pero ahora había acabado todo, al fin. Ya había dado
el primer paso.
Metió el vídeo y los auriculares en una bolsa de plástico
que luego tiraría al contenedor que había varias calles más
allá. El estuche con la inyección, en cambio, no los guardó
en el bolsillo interior de su chaqueta. Aún tendría que utilizarlos una vez más.
Se inclinó hacia delante y estiró a Jay en la cama. Aunque el cuerpo inerte del anciano apenas pesaba cincuenta
y cuatro kilos, al moverlo le pareció infinitamente más
pesado.
–Lo siento, amigo –susurró–. No tenía que ser así. Pero
ahora ya está, ya ha pasado. Era lo que querías, ¿no?
Lanzó un suspiro y fue hasta la cocina, donde el agua
había empezado a hervir. Se llenó la taza, echó el resto del
agua a la pila y limpió el cazo concienzudamente, asegurándose de no dejar ninguna huella dactilar en él. Luego
lo cogió con un trapo y lo puso en su sitio, bajo la mesa.
Volvió a mirar una vez más por la ventana y dio un
sorbo al té. Aunque había tenido que renunciar a la leche
normal, tuvo la sensación de que era el té más exquisito
que había probado en toda su vida.
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Será porque es el último, se dijo.
A partir de aquel día ya no le gustaría el té. A partir
de aquel día tomaría café, y en concreto un café arábigo de
Colombia, solo, con un poco de azúcar. Aquél sería uno
de los miles de detalles que conformarían su metamorfosis.
Su nueva personalidad.
Dio el último trago y limpió también la taza, frotándola
cuidadosamente con el trapo de cocina de Jay y colocándola después junto al cazo, bajo la mesa.
Ya he dado el primer paso, se repitió.
Había llegado el momento de dar el segundo.
Cerró los ojos un instante y se preparó para lo que estaba a punto de realizar.
Se repitió una vez más que su plan era correcto.
No iba a cometer errores. Al contrario, lo que tenía
pensado cambiaría el mundo. No todo el mundo, eso era
cierto, sino más bien un micromundo, pero… ¿no dicen los
que saben que para alcanzar algo grande hay que empezar
por algo pequeño?
Enrolló el trapo de cocina y lo sujetó con los dientes,
concentrándose con toda el alma en el rancio sabor que
notó en la lengua.
El corazón le latía a gran velocidad, y por un segundo
sintió el deseo de echarse atrás. Tenía miedo, pero eso estaba bien. El miedo lo espolearía. Sería su motivación. El
miedo lo ayudaría a seguir adelante y completar su transformación. Para alcanzar su meta debía entregarse por
completo, por grande que fuera su temor.
Con aquella convicción, mordió el trapo aún con más
fuerza y puso los dedos sobre la superficie incandescente
de los fogones.
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SEGUNDA PARTE
LO DESCONOCIDO
EN LO FAMILIAR
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Mucho tiempo después, cuando todo hubo acabado, Sarah
Bridgewater escribió esto en su diario:
El destino es como un guardagujas: une a la gente y luego vuelve
a separarla. Y, si le apetece, hace que acaben encontrándose ante
alguno de los andenes más inverosímiles, de un modo que ni en
sueños habrían imaginado.
Mientras escribía aquellas líneas lo recordaba todo, una
vez más. Tenía el pulso tembloroso, y el silencio se cubría
de miedo; un miedo que parecía haber estado esperando
el momento adecuado para abalanzarse sobre su familia…
y devorarla.
Ahora, echando la vista atrás, estaba convencida de que
podía haberse dado cuenta de las pistas, de los pequeños
indicios, de las discretas insinuaciones que le pasaron desa­
percibidas y precedieron a todo aquel horror.
Pero ella no se dio cuenta de nada, y la desgracia fue
abriéndose paso sin que nadie pensara en detenerla. Se
arrastró por la oscuridad y sólo salió a la luz para golpear
con fuerza, repentinamente, sin más.
Todo empezó con aquella pesadilla de Harvey en la que
aparecía un enorme perro negro. El resto… no es más
que una historia inexplicable.
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En la noche del 4 de diciembre, un viento helado recorría
las calles de Forest Hill. Los termómetros habían bajado
por debajo del cero en los últimos días, pero, en contra de
todos los pronósticos meteorológicos, la nieve del Adviento se resistía a caer.
La casa de la familia Bridgewater se hallaba en uno de
los mejores barrios residenciales del sur de Londres. Rodeada por unos setos enormes y siempre perfectamente podados, la entrada desde la calle era muy señorial y dejaba
a la vista la insólita construcción de aquella casa de dos
plantas: en las paredes enladrilladas, de claro estilo georgiano, se combinaban elementos de cristal y hormigón, en
una interesante fusión de clasicismo británico y modernismo que en absoluto renunciaba a la armonía.
Fue el propio Stephen Bridgewater quien diseñó la
casa, por la que ganó un renombrado premio de arquitectura y otro de protección medioambiental. Y es que
para realizarla utilizó una novísima técnica de aislamiento térmico que resultó ser extraordinariamente efectiva,
además de barata. Aquello fue un disparadero; la mejor
publicidad laboral que habría podido imaginar. En poco
tiempo, tanto el diseño como el concepto y el uso de los
materiales se pusieron tan de moda que Stephen tuvo que
coordinar una exposición en la sede del gremio de arqui26
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tectos de Londres y acabó montando su propia empresa
unipersonal.
Al principio ambos temieron que lo que había dado en
llamarse «el modelo Bridgewater» no fuera más que una
tendencia pasajera, una moda que desaparecería antes de
que él hubiera tenido tiempo de levantar la empresa, pero
no fue así, y Stephen pronto empezó a recibir encargos de
clientes privados y públicos de todo el país. De ahí que tuviera que viajar continuamente por todo el Reino Unido.
Como aquella noche.
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Debían de ser ya las doce y media, y la casa estaba sumida
en la más completa oscuridad. Sólo podía verse algo de luz
a través de una de las ventanas de la primera planta.
Como venía sucediéndole desde hacía unos meses, cuando Stephen no estaba en casa, a Sarah le costaba mucho
dormir. Se sentía algo ridícula por ello, y más teniendo en
cuenta que nunca antes le había pasado, pero así estaban
las cosas…
Durante los quince años que llevaban casados, Stephen
había pasado muchísimas noches fuera de casa, y ella misma había viajado varias veces al extranjero por trabajo,
pero jamás le había costado conciliar el sueño. Ni siquiera
entre las paredes de papel de la habitación de algún hotel.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte todo se había
vuelto distinto. En algún momento, aquella serenidad empezó a desfigurarse de un modo lento y progresivo, apenas
perceptible. Poco a poco empezó a sentir un miedo insólito, una angustia inexplicable. La primera vez que se sintió
así había sido poco más de un año antes. Desde entonces,
el desasosiego no había querido abandonarla, y aparecía
especialmente cuando se quedaba sola.
Su médico de cabecera había definido lo que le ocurría
como una alteración fóbica y le había recomendado acompañamiento psicológico para despejar los orígenes de aquel
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temor. Sin embargo, la terapia no había surtido el efecto
deseado y Sarah cada vez tenía más presente una frase que
leyó en una ocasión en una novela de Shirley Jackson: «Sea
lo que sea lo que aquí se esconde, saldrá solito a la luz».
Y ahora, aquel 4 de diciembre, el miedo había vuelto a
aparecer.
Como una ráfaga de aire helado.
Sacudió la cabeza para alejar de sí aquella angustia,
echó un vistazo al reloj y volvió a concentrarse en el manuscrito que Nora le había enviado.
He aquí una de las mayores ventajas de trabajar en casa,
se dijo. Uno es dueño de su tiempo, y en las noches de insomnio puede incluso llevarse el trabajo a la cama.
Echó un vistazo a las primeras páginas del manuscrito
y leyó la notita que lo acompañaba:
Disculpa, querida; me temo que, una vez más, no te gustará. Pero
se venderá bien, ya lo verás. Será una de las joyas de la corona y lo
notarás en tus honorarios.
Avísame si pese a todo no quieres hacerlo, ¿vale? Descuida, lo
entenderé.
¡Te echo mucho de menos!
Todo mi amor y un saco de besos,
Nora
Sarah sonrió. Sí, ella también echaba de menos el tiempo
en que Nora y ella trabajaron juntas, puerta con puerta.
Añoraba el humor ácido de la editora y su frescura juvenil,
que se conservaba intacta pese a que hacía ya tiempo que
había celebrado su cincuenta cumpleaños.
Pese a todo, tenía motivos para no querer volver a la
editorial. Motivos de peso. Como por ejemplo el timbre de
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la puerta de entrada, que de pronto fue incapaz de oír sin
que le sobrevinieran ataques de ansiedad; o la sala de reuniones, a la que ya no podía entrar sin sentir que un sudor
frío le recorría la espalda y una irrefrenable necesidad de
salir corriendo de allí. Motivos que la mayoría de sus colegas relacionaron con la locura y que, por tanto, le hacían
difícil continuar trabajando allí.
Ni siquiera su psicólogo tenía claro a qué obedecían
aquellos brotes psicóticos; eso era obvio. Pese a la amable aquiescencia que siempre le mostraba, Sarah estaba
conven­cida de que tampoco él lograba entenderla.
De modo que pasó a trabajar desde casa, en un entorno
conocido y amable, haciendo informes de lectura y corrigiendo las obras que Nora continuaba confiándole. Jamás
había rechazado un trabajo y no sería aquélla la primera
vez. Valoraba demasiado su amistad con Nora como para
estropearla por una cuestión profesional. Y más teniendo
en cuenta que la editora jamás le había preguntado por
qué dejaba el trabajo ni había cuestionado su decisión. No
cabía la menor duda de que su dimisión la había afectado mucho, pero de su boca no salió ni una sola queja. Por
el contrario, Nora enseguida se ofreció para ayudarla en
todo lo que pudiera.
–Seguiré pasándote trabajo si quieres –le había dicho, y
Sarah se lo agradeció de todo corazón.
Cogió, pues, el manuscrito, y se dedicó a leer la última
obra de un joven autor al que la crítica había convenido en
bautizar como «el último gran maestro del terror».
La novela narraba una de esas típicas historias de asesinatos en serie que en los últimos tiempos venían llenando
sorprendente y profusamente las librerías y que ofrecían
unos interesantes beneficios a sus editores. En esta ocasión
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la historia estaba protagonizada por un psicópata que sentía verdadera obsesión por las embarazadas, a las que abría
en canal para sacarles el embrión que llevaban en el cuerpo
y finalmente ahogarlas con él.
Debería titularse Superventas en repugnancia, pensó Sarah, moviendo la cabeza hacia los lados. Tenía ante sí más
de cuatrocientas páginas de absurda violencia y provocación burdamente alejada de la realidad, cuyo único objetivo era superar a la competencia con una nauseabunda
falta de escrúpulos y una repulsiva atracción por la sangre.
Infumable, por decirlo rápido y bien.
Pero lo leería hasta el final y se concentraría en los aspectos más puramente literarios, como hacía siempre en
aquellos casos. Por Nora y por ella misma. Tras la obligada interrupción de su carrera laboral, ponerse a trabajar
desde casa la había ayudado a recuperar gran parte de su
autoestima. Ahora se sentía útil y viva de nuevo, por mucho que Stephen no dejara de recordarle que no tenía que
trabajar, puesto que él ya ganaba lo suficiente.
Stephen no la entendía, o no quería entenderla. Quizá
tenía miedo de enfrentarse a su propio matrimonio, del
que sólo se sostenía la fachada. Quizá no quería entrar en
aquel edificio en el que, tras una apariencia rigurosamente
feliz y envidiablemente perfecta, había emergido algo extraño y desconocido. Algo que, quizá, debería darles miedo.
Sarah no tenía la menor duda de que ese algo existía;
pero no quería pensar en ello.
Y menos de noche, y menos sin Stephen en casa.
De modo que se preparó para otra noche de insomnio
y lectura de un manuscrito infumable.
Apenas un cuarto de hora y varias asquerosidades después (acababa de descubrir lo que el ácido de las pilas
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podía provocar en los genitales femeninos), oyó el sonido
suave de unos pies desnudos que avanzaban por el pasillo.
–¡Mami!
Ahí estaba Harvey, con su pijama estampado de coches, mirándola con los ojos como platos. Sarah se asustó
al verlo: su precioso hijo, de seis años, tenía la marca de
las sábanas en la mejilla izquierda y estaba empapado en
sudor, de modo que su fino pelo rubio se le había pegado
a la frente. Y tenía los ojos llorosos.
–Harvey, cielo, ¿qué te ha pasado?
El pequeño subió a la cama, reptó bajo las sábanas y se
acurrucó junto a su madre.
–En el jardín hay alguien.
Sarah arqueó una ceja.
–¿Cómo que hay alguien? ¿Quién iba a querer pasearse
por nuestro jardín en plena noche, mi vida?
–Un hombre.
–¿Un hombre? Cielo, seguro que has vuelto a tener una
pesadilla, como aquella del perro negro…
–No –la interrumpió Harvey, mientras tragaba saliva
bajo la manta–. Me ha despertado porque no paraba de
dar golpecitos en mi ventana.
–¿Cómo que daba golpecitos en tu ventana? ¡Eso es imposible!
–¡Pues lo ha hecho! –insistió él, apretujándose aún más
contra ella.
–Cariño, estamos en la planta de arriba, ¿recuerdas? El
hombre tendría que poder volar para dar golpecitos en tu
ventana…
–¡Pues lo ha hecho, te lo juro!
Sarah acarició suavemente el pelo de su hijo, que seguía
empapado, y le dijo:
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–Bueno, vamos a calmarnos un poco y luego iremos a
comprobar que lo que has tenido era una pesadilla, ¿te
parece bien?
–¡No, no, fatal! –gritó Harvey, horrorizado–. Tal vez
aún esté allí.
Poco a poco, Sarah empezó a preocuparse. Ya estaba
acostumbrada a que la brillante imaginación de Harvey
llevara a éste de vez en cuando a su cama, como pasaba
con todos los niños de su edad, y entendía que el pequeño
tuviera pesadillas de vez en cuando –la semana anterior,
sin ir más lejos, aseguró que había visto un enorme perro
negro en la cocina, y no hubo modo de hacerlo cambiar de
opinión–, pero esta vez… Esta vez parecía distinto.
Harvey parecía más asustado.
Más convencido de lo que decía.
Vio el miedo reflejado en los ojos de su hijo y ocultó su
propio desasosiego con una sonrisa.
–Mira, cielo, si veo un hombre en tu ventana la abriré y
lo echaré de aquí, ¿te parece? Los desconocidos no tienen
que entrar en nuestra casa, y menos aún llamar a tu ventana para despertarte, hombre, faltaría más.
–¿Vas a echarlo de casa? ¿Tú sola?
–Pues claro. –Sarah apartó la manta y se levantó–. ¿O
crees que no podré hacerlo?
–Es que es muy alto. Tanto como papi.
Sarah se cubrió con la bata y puso los brazos en jarras.
Se apartó de la cara un mechón de pelo rubio y largo con
un gesto teatral y puso la voz que siempre ponía para imitar al gigante de Juan y las habichuelas mágicas, que era el
cuento preferido de Harvey.
–Bueno –dijo en aquel tono grave–, ya verás como se
marcha corriendo en cuanto vea a la gigante de tu mamá.
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Y si no se va, le chafaré todos los huesos y haré con ellos
harina para el pan. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!
Le había leído aquel cuento miles de veces, y al llegar al
momento de la harina su hijo siempre dejaba escapar alguna risita, pero en aquella ocasión continuó serio.
¿Y si era cierto que había visto a alguien?
Imposible, se dijo. No ha sido más que otra pesadilla.
Nada más.
Pero cuando salió al oscuro pasillo sintió que la atenazaba una angustia muy extraña.
Y entonces lo oyó.
Se detuvo en el acto y tragó saliva.
No era de extrañar que el niño estuviese aterrorizado,
pues el sonido era espeluznante.
Como unas uñas repiqueteando en el cristal.
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