1 MERCANCÍAS Y HOMBRES DE LA CHINA EN SEVILLA (SIGLOS XVI Y XVII

Anuncio
MERCANCÍAS Y HOMBRES DE LA CHINA EN SEVILLA (SIGLOS XVI Y XVII)
Juan Gil
Los jesuitas, con su magistral dominio de la escena, supieron hacer debido uso de la
imprenta para su propia propaganda, de suerte que pronto inundaron el mercado del libro
europeo las famosas litterae annuae, en las que se daba cumplida cuenta de sus progresos
misioneros por todo el mundo, principalmente por las tierras de China y Japón. En 1598 la
Compañía, bajo el patrocinio del arzobispo don Teotonio de Braganza, pudo publicar en
Évora dos volúmenes con las Cartas que os padres e irmãos da Companhia de Iesus
escreverão dos reynos de Iapão e China, abarcando un amplio arco cronológico: desde 1549
hasta 1580. Fue, sin embargo, un dominico portugués el primero que dio a la luz una
monografía sobre China: Gaspar de la Cruz. Su Tratado das cousas da China (Évora, 1569)
salió de la imprenta de Andrés de Burgos, un andaluz que, además de publicar obras de
humanistas (Andrés de Resende, Damián de Góis), gustó de difundir relatos exóticos, como
la Relaçam del “fidalgo d’Elvas” (1557).
Es notable que tomara a continuación el relevo en dar novedades sobre el Lejano
Oriente un clérigo montañés, Bernardino de Escalante, que publicó en Sevilla en 1577 un
Discurso sobre la navegación que los portugueses hazen a los reinos y provincias del Oriente
y de la noticia que se tiene de las grandezas del reino de la China, dedicado al arzobispo don
Cristóbal de Rojas y Sandoval. Es la mejor prueba de la expectación que había producido en
España la nueva del asentamiento de Miguel López de Legazpi en Filipinas, felizmente
coronado con el tornaviaje de Arellano y Andrés de Urdaneta a Acapulco. Las fuentes
fundamentales de Escalante fueron Juan de Barros, “historiador dotíssimo”, y sobre todo
Gaspar de la Cruz, “que estuvo… en la ciudad de Cantón y escrivió copiosamente las cosas
que vio y le sucedieron en el viage”, autores a los que cita debidamente; pero también contó
con el asesoramiento de portugueses que habían estado en China.
Entrada de mercancías chinas en España
1
La entrada masiva de productos chinos en la Nueva España y, por consiguiente, en la
propia España sólo se produjo a raíz del establecimiento definitivo de los españoles en el
archipiélago filipino. Los comienzos fueron más bien tímidos. A principios de junio de 1565
zarpó de Cebú la capitana, la nao San Pedro, en demanda de la ruta de tornaviaje a la Nueva
España. A la partida del barco los expedicionarios que habían quedado en aquel asentamiento,
abandonado poco después, quisieron hacer llegar a sus superiores o a sus familiares algún
recuerdo valioso de las islas del Poniente.
Legazpi, que sabía adorar el santo por la peana, eligió bien sus regalos: a la virreina le
envió "una tinaja de porçelana grande con su tapadera blanca y azul, y dos gatos de algalia, y
dos tirasoles de papel"; al visitador general de la Nueva España "una tinaja de porçelana
blanca pintada de azul con su sobrecopa", y a don Luis de Velasco, "otra porçelana y un plato
grande"; a la ermita de San Antón, en México, "quatro axorcas de oro que pesaron onze onças
de oro"; por fin, a su hija, doña Teresa de Garcés, vecina de México, "dos caxones de madera
cubiertos de sayal, y una petaca con su ençerado, en que ban dos dozenas y media de pieças
de losa con sus brinquiños, y dies mantas d'esta tierra de algodón, y dos caxuelas con
caracoles e unas conchas de nácar e otras menudençias e muestras de poca inportançia", amén
de otros "quatro gatos de algalia" para dar en México a ciertas personas. Otros
expedicionarios encomendaron también a personas de confianza mercaderías orientales para
su entrega en México.
El éxito del tornaviaje de Manila a Acapulco marcó el comienzo de una era. Como
bien dijo el capitán Juan Pablo de Carrión, que se atribuyó el éxito de aquella proeza náutica,
la nueva ruta "es prinçipio y camino abierto para que las grandes riquezas que poseen ansí la
China y islas comarcanas al arçipiélago [de Filipinas] se comuniquen en España por tierras de
Su Magestad, como hasta aora se an comunicado por tierras de reinos estraños". En 1572 el
mercader inglés Enrique Hawks pudo admirar en la Nueva España platos y copas de loza
finísima traídos de Manila. Cómo había crecido el negocio en menos de un decenio lo
atestigua, por poner un solo ejemplo, la carga que en 1573 entregó el contador de Filipinas
Andrés Cauchela a Julián de Arbolanche y a Jaimes Fortún, maestre y piloto de la nao
Santiago respectivamente. Arbolanche recibió 160 fardos de canela, perteneciente tanto al rey
como a particulares, y Fortún
diez y ocho fardos redondos liados en sus petates, que pesaron con sus taras diez quintales y
2
dos arrobas y media, de hilo de algodón hilado, y más otros dos caxones y una caxa grande
con otros seys fardos, ansimesmo liados en sus petates, en que ban seteçientas y nobenta y
quatro mantas blancas y de colores de Lusón, y más dos caxones de China altos en que ba, en
el uno, çiento y veynte e quatro piesas de escudillas doradas, y en el otro, çiento y dies y seys
pieças de platos y escudillas de losa azul y blanca, más una petaca de China en que ban
çiertas piesas de rasillos de China y çierto oro labrado y otras cosas que van en la dicha
petaca...; más çinco quintales de çera en çinco panes con la marca de fuera en ellos, más un
gato de algalia henbra; todo lo qual es para dar y entregar en la çiudad de México a Juan de
Carrión para que haga la voluntad del dicho contador Andrés Cauchela, y en presençia del
dicho Juan de Carrión a Gordian Casasaño, secretario de la Audiençia real, para que
ansimesmo haga la voluntad del dicho contador.
A pesar de la repugnancia del virrey a permitir la entrada de mercancías chinas, el
negocio fue viento en popa. De inmediato se formaron las primeras compañías comerciales
entre Filipinas y Nueva España. En el galeón que fondeó en Acapulco el 22 de octubre de
1576, el capitán Gaspar Ramírez envió desde Manila a Rafael Pinelo, vecino de la Antequera
novohispana, "tres caxas de loça" por valor de 241 pesos y un tomín. A su vez, Pinelo le
mandó camisas, zapatos de dos suelas, una gorra de terciopelo y otros productos que no había
en Manila, como jabón de Castilla, vino y aceite por 155 pesos y un tomín. Unió a los dos
socios su lugar de origen: los dos habían nacido en Sevilla. Fue lástima que la temprana
muerte del capitán pusiera brusco final a la compañía. Curiosamente, Pinelo declaró el 4 de
enero de 1583 que había oído decir que Ramírez estaba casado, pero no supo dar el nombre
de su mujer ni la colación en que vivía en su ciudad natal.
La baratura de las mercancías chinas supuso muy pronto una amenaza para el
comercio peninsular. El 18 de junio de 1586 Felipe II, alarmado, hizo una aguda disección de
la peligrosa situación económica en una carta dirigida al virrey de la Nueva España, marqués
de Villamanrique y le anunció que, vistas las cosas desde España, la única solución viable
parecía ser el cese del comercio con China. El rey Prudente ordenó al virrey sopesar las
ventajas e inconvenientes de tal medida, añadiendo que, si no se hallaba ningún obstáculo
importante que obligase a suspenderla, procediese a prohibir la entrada de mercancías chinas
en la Nueva España, pregonando públicamente las penas en que habrían de incurrir quienes
las trajesen de contrabando. Nada nuevo se hizo después sino proponer nuevos arbitrios.
Entre ellos, destaca por su audacia el presentado al Consejo de Indias por el dominico Diego
Aduarte en 1619: cierre del comercio de Manila con Acapulco, sustitución de este trato por el
de Japón y desmantelamiento de Macao –sugerencia que suponía meterse en un avispero de
aún peor solución-.
3
La codicia pudo más que el pretendido bien común. En 1592 –el año en que comienza
la contaduría conservada- el galeón Santiago inundó el puerto de Acapulco con un copioso
cargamento de "mantas de Cantón” (“angostas”, “crudas”), "rasso (negro) de Cantón",
"mantas (blancas) de Chincheo", "damasco labor de China", "peines de tortuga y de palo
azul", "escribanías doradas", "escriptorios", "caxitas doradas", "cucharas de nácar", "estribos
de metal de China" y otra mercancía oriental. Muy pronto se hicieron fabulosos negocios.
Como escribió el virrey don Luis de Velasco al rey Felipe III, “lo que se trae de China tiene
acá [en México] una muy gran ganançia, y 500.000 pesos de empleo allá [en Manila] suben
aquí a más de un millón, y d’este creçimiento se queda en este reyno en cada un año mucha
parte”, sin beneficio de la metrópoli. Tanto fue así, que por un momento se pensó en sacar
provecho del suculento negocio en alivio de la Hacienda regia: si las mantas crudas y
sinabafas delgadas de catorce varas, que costaban en Manila cuatro reales, valían en la Nueva
España de tres a cuatro pesos, poniendo la Caja real una suma de 30.000 pesos (el precio de
60.000 mantas) se podría conseguir fácilmente una ganancia de más de 180.000 pesos sin
perjudicar a nadie; pero la Audiencia de Filipinas consideró que habría en ello “muy grandes
dificultades e inconbinientes”, con lo que se suspendió el arbitrio financiero, quizá
considerado inapropiado para la dignidad regia.
El lucro fácil fue un acicate del contrabando. He aquí un caso notable por la calidad
de la persona: el piloto Juan de Morgana cargó en la nao Espiritu Santo, que fue a la Nueva
España en 1602, 28 "caxones de mercadurías, las quales constó no estar havariadas en la Real
Contaduría ni pagados los derechos reales de la salida y llebarlos sin registro". El fraude fue
advertido, pero tarde: el 28 de junio de 1610 Morgana fue condenado a pagar 24 pesos por
cada cajón, que había ido repleto de ropa de la China. Pero, ¿cuánta mercancía fraudulenta
pasaron otros españoles sin ser descubiertos, empezando por los propios gobernadores?
Desde Acapulco la carga de los galeones se esparció por toda América y llegó al
mercado peruano, normalmente de contrabando. En 1578 Drake se apoderó, pasada la isla del
Caño, de una nave llena de tejidos de lino, seda y platos provenientes del Celeste Imperio. En
1588 el capitán Lope Palacio pretendió montar en exclusiva el comercio con Filipinas, la Gran
China, Nueva España y el Perú, armando él a su costa dos galeones. Las ganancias, crecidísimas,
que se obtenían de la contratación de la China hizo temer al rey una peligrosa disminución de las
rentas reales, por lo que el 11 de enero de 1593 prohibió, entre otras cosas, que pasasen al
virreinato del Perú todas las mercadurías que hubiesen llegado de las islas del Poniente, “porque
4
nuestra intençión y voluntad es que en las dichas provinçias del Pirú y Tierra Firme no se
consuma ninguna cossa de las que se trahen de la China y islas Philipinas”; en caso contrario, el
mercado oriental acabaría por tragarse la plata de Potosí.
La orden tardó en surtir efecto. En 1596 el fiscal de Panamá, Francisco de Alfaro,
informó a Felipe II de que la Audiencia había tenido que absolver a algunos cargadores, que
pasaban ilegalmente ropa de la China, “porque probaron no saberse en la provincia de
Guatimala la çédula de la prohibición”. Dio igual que se reiterasen los mandamientos regios
vedando la introducción de telas chinas en el virreinato peruano; las mercancías orientales
siguieron afluyendo a Lima sin interrupción. Una carta del mercader Juan Martínez de la Cruz
a su proveedor en Manila, el capitán Fernán Sánchez, escrita en Acapulco el 18 de marzo de
1605, atestigua la avidez con que eran esperadas en el Perú las mercaderías de China:
Y que no se saque la ma<no> de las naos d'esa tierra, como este año se a sacado, pues
hasta oy no emos visto{s} una siquiera, de que quedamos con mucho cuidado y pena. Por
caussa d'esta falta se an subido las mercaderías d'esa tierra, espeçial mantas blancas, seda
floja, torçida y la cruda en maço; mas las demás mercaderías tendrán su valor y sabor, porque
los del Perú vienen con deseo de llevalla a trueque de la conposiçión que se espera d'ella,
qu'es poca.
Y así Lope de Vega pudo poner en boca de don Silvestre, un indiano que pretendía la
mano de la linda doña Leonor, los siguientes versos:
Que a mi esposa traigo
Mil cosas de la China, que a venderse
Llegan a Lima, como son damascos
Y rasos de matices diferentes,
Con mil varias figuras, colchas llenas
De animales extraños, flores, pájaros,
Y en barniz de azarcón doradas jícaras
Y algunas porcelanas, de quien tiene
La plata envidia, si por plato viene.
Un escándalo indica la intensidad del tráfico ilegal de mercancías. A principios de
1605 la fragata Nuestra Señora de la Concepción fue de Puerto Rico a la Nueva España a
traer a San Juan el situado para la fábrica de las fortificaciones y la paga de los sueldos. Así
lo hizo. Cuando, ya de vuelta, la nave se disponía a partir de La Habana en conserva de la
flota de la Nueva España, fue detenido su capitán, Juan de Gardeazabal, por orden de Marcos
Núñez de Toledo, oidor de Guatemala, bajo la acusación de llevar ropa china de contrabando
a Puerto Rico. El 6 de julio de 1605 se hizo un registro del barco; en la popa se halló un baúl
cerrado y después, al abrir la escotilla, se descubrieron varios cajones cerrados y
5
"empetatados" o liados en jerga. Tras varios meses de cárcel el capitán, preguntado por las
mercancías que había comprado con el dinero que le habían entregado diversas personas de
San Juan, confesó finalmente que
enpleó las dichas cantidades en diferentes mercadurías, las quales van distintamente en una
caxa, intitulado [sic] cada cossa de cúio es, e que no la registró respeto de que la carreta en
que vino la dicha caxa llegó tarde al puerto de San Juan de Lúa y al tiempo que se hazía la
flota a la vela, e que por esta caussa las avía este confesante de manifestar en llegando a la
dicha ziudad de Puerto Rico... Este confesante trae tres caxones que no sabe lo que traen
dentro, los quales le entregaron los offiçiales reales de la Veracruz para los dar y entregar a
Ýñigo de Otaza [sic por Otazu], depossitario xeneral de la ziudad de Puerto Rico, para que las
[sic] enbiase a la ziudad de Sancto Domingo, los quales dichos caxones son de el doctor Juan
Quesada de Figueroa, oydor de la real Audiencia de México, juntamente con un enboltorio
largo que este confesante no sabe lo que traía más de qu'está sobreescripto en papel; y que
ansimesmo trae dos piesas de gorbarán de México negro para el liçençiado Mexía de
Villallobos, oydor de la real Audiencia de Santo Domingo; e que la demás ropa, por ser de
muchos particulares, este confesante no puede declarar lo que perteneze a cada uno, lo qual
constará de las memorias que tra/e( en un baúl de los que le están secrestados.
Da la impresión de que todo el mundo quiso aprovechar el viaje oficial de la fragata para
hacerse con alguna cosa de valor. En su mayor parte los encargos fueron de piezas de raso
negro de China, piezas de manto, medias de seda amarilla, tafetanes de colores, tafetancillos
labrados, damascos de diversos colores (azul, negro, colorado, etc.), "bocassí asul de China"
y gorbaranes, pero también se pidieron sombreros, cordobanes y "un manto de seda de
requemado de España". Cuando llegó la noticia del embargo a Puerto Rico se produjo un
verdadero revuelo. El gobernador, Sancho Ochoa de Castro, los oficiales reales y los
mercaderes protestaron de los irreparables daños que del aquel secuestro se podrían seguir
para la ciudad y su comercio: las jeremiadas que se suelen oír en estos casos.
Mas no adelantemos acontecimientos. La creciente afluencia de mercancías chinas al
mercado sevillano se refleja en dos inventarios de bienes que me parecen muy significativos.
Mientras que en el del médico portugués Simón de Tovar (1596) se registran sólo dos objetos
traídos del Celeste Imperio (“una mantilla de puntos de la China, blanca; un ostiario negro de la
China”), el del mercader Domingo de Corcuera (26 de enero de 1598) abunda en chinoiseries de
toda suerte:
-Una caxita de la China con gonzes de plata.
-Ocho baras de damasco de la China amarillo y blanco.
-Un frontal de tafetán blanco de la China bordado con sus açanefas de lo mismo.
-Una casulla de damasco azul de la China con su estola y manípulo.
-Tres pedaços de açanefas para un frontal de damasco azul de la China.
-Un atril de madera de la China.
6
-Dos binageras de barro de la China en sus canastillos.
-Un crucifixo de la China.
-Una imagen de Nuestra Señora hecha en la China.
Asimismo se aficionó a lo chino el gran coleccionista que fue Benito Arias Montano. En
sus donaciones e inventarios (1496-1498) aparecen las siguientes piezas: "un catre de junco
fuerte [= bambú] ", "dos cobertores de algodón ", "una ropa de damasco", 45 porcelanas, dos
escribanías, dos sillas, trece varas y media de raso, una mantica y un cobertor, todo ello de la
China. A principios del siglo XVII Agustín de Rojas pudo escribir con razón que en Sevilla
se encontraba de todo: “la fertilidad de Arabia, las alabanzas de Grecia, la abundancia de
Egipto, la opulencia de Escancia y las riquezas de la China”. Más descendamos ya de lo
general a lo particular.
1. El abanillo
Para darse aire durante el calor sofocante del verano fue costumbre desde la
Antigüedad utilizar un abanico (flabellum), hecho normalmente de plumas (de pavo real para
los más pudientes). Una poesía del mozárabe cordobés Cipriano exhorta al flabellum a recrear
con viento, aunque falso, los miembros de una noble dama cordobesa, la señora Guisindis,
rendidos por el bochorno estival. En la Baja Edad Media castellana se puso de moda un
término romance, ventalle, sin duda derivado del catalán ventall. Y así vemos que Isabel la
Católica tuvo un "ventalle de monte de raso verde", un "ventalle de monte de çebtín verde"
tasado en diez mrs. y otro "ventalle de ánbar dorado". Existió asimismo otra variante de la
palabra, ya plenamente castellanizada: vental.
A fines del siglo XVI llegaron a España los artísticos abanos (y los diminutivos
abanillos o abanicos) chinos traídos de la lejana Manila. Su exportación comenzó en fecha tan
temprana como 1572: en ese año se enviaron a Acapulco en la nao Santiago "seys abentallos
pintados", "una dozena de abentallos" y “seys aventalles pintados", usando todavía la
denominación antigua, aunque pronto se impuso el lusismo abano (no, en cambio, leque). Ya
en 1613 Cervantes se imagina a doña Isabel, cuando fue presentada a la reina de Inglaterra,
vestida “a la española”: “con una saya entera de raso verde acuchillada..., collar y cintura de
diamantes y con abanico, a modo de las señoras damas españolas”. Una comedia de enredos
de Lope de Vega, El abanillo, debe su nombre a que el gracioso, Fabio, se presenta como un
francés recién venido de Lisboa que enseña sus abanicos a las damas; y sobre la correspondencia
secreta que va y viene en uno de estos abanicos gira la trama. Ahora bien, en la propaganda que
Fabio hace de su mercancía ante los posibles compradores se despliegan palabras exóticas que
7
designan maderas del Sudeste asiático (calambuco, palo de águila, angelín), pero ningún género
propiamente chino:
Traigo invenciones diversas
De la China, de la India,
Con olorosas maderas
De calambuco, angelín,
Palo de águila y canela.
Éste es hecho de rosal.
En Sevilla los ejemplos de la palabra son sorprendentemente tempranos, prueba de que
el género exportado del Celeste Imperio, de relativa baratura, se hizo pronto muy popular en
todas las clases sociales, a partir de 1580:
No es de extrañar, pues, que Agustín de Salazar se imaginase a su Celestina sevillana
vendiendo en Triana
bujerías
Como abanicos, color,
Alfileres, barros, cintas,
Guantes y valonas”.
Tampoco es un azar, por consiguiente, que el abanico desempeñase un cierto papel en
una escena de la disparatada parodia El caballero de Olmedo, del sevillano don Francisco de
Monteser, impresa en 1651. Una aparición (el Sueño) ha dejado un “abanino” a la protagonista,
doña Elvira. Ésta sufre un desmayo fingido o real y los presentes le ruegan que vuelva en sí;
entonces su padre, don Pedro, apostilla:
El abanino es divino
Remedio para volver;
Que yo sé que sabe hacer
Milagros el abanino.
La punta del pasaje parece estar en los mensajes que, ya desde entonces, lanzaba el
abanico con sus diversas posturas: todo un lenguaje oculto. Y así, cuando doña Elvira parece
decir incongruencias, don Pedro comenta: “Habla en ella el abanino”; y más tarde, una vez que
don Alfonso expresa la imposibilidad de que se sepa sus esperanzas, doña Elvira le responde:
“Nos lo dirá el abanino”. Cabe otra remotísima posibilidad de interpretar el texto: en Manila, en
efecto, los chinos llamados a testificar en un juicio llevaban a veces apuntadas las preguntas que
tenían que responder en el abanico, llamado –creo que por vez primera en castellano- paipay,
como puso de relieve el fiscal Juan Alvarado de Bracamonte en 1620, muy quejoso de la mala fe
de los chinos: Son inclinados a jurar falso fácilmente a cada passo y sin ocassión que a ello les
8
obligue, aviendo escrito en çifra y en su lengua, que otra naçión ninguna a savido escrivir, en
los paypays o abanicos lo que an de jurar con tal maña y artificio que no se les entienden
estas mañas, tretas y maldades por los juezes". Pero entonces, de estar escrito algún mensaje
en el abanico de doña Elvira, evidentemente en castellano y no en chino, su contenido sería
manifiesto para todo el mundo y no para una sola persona; luego cae por su base esta posible
explicación que, en cambio, podría aplicarse al abanillo de Lope.
El paipay, un abanico muy barato típico de Filipinas, fue exportado desde Manila
como obsequio del mercader de las islas del Poniente a sus clientes ultramarinos: en 1680 el
sargento mayor don Francisco de Moya y Torres cargó en el galeón capitana Santelmo "un
caxoncillo pequeño con dusçientos paypayes que embía de regalo".
Como es natural, siguió existiendo de todas maneras el antiguo ventalle, denominado
ahora ‘aventador’ o ‘aventallo’, así como el amoscador:
2. Telas
A comienzos del siglo XVII las telas de la India empezaron a ser sustituidas por las
chinas que, restringidas a una burguesía quizá más alta, dieron un toque de distinción al
propietario. En las flotas de la Nueva España comenzaron a llegar a Sevilla envíos masivos de
seda, consignados por los factores en Veracruz (Francisco de Solarte, Francisco Hernández
Franco, Baltasar de Baeza, Pedro de Vértiz) a los grandes mercaderes o a sus representantes
comerciales en Sevilla, entre los que había portugueses (Héctor Antunes, Ruy Fernandes
Pereira, Fernando Pinto de Fonseca) y algunos flamencos: Luis Clut, Pedro Sirman, Pedro
Corbete, Cornieles de Grot, Juan de Neve y Nicolás Antonio (un Neve y un Antonio serán
canónigos ilustres de la catedral hispalense). En 1614, en la gran armada traída por Antonio
de Oquendo se registraron en Veracruz, además de dinero contante (en reales o en barras de
plata, raramente en oro) y las mercancías acostumbradas (añil, grana de Oaxaca o silvestre],
cueros, cañafístola, palo de brasil y algo de chocolate, tabaco y zarzaparrilla) las siguientes
remesas de seda:
Naos
Libras
San Salvador, capitana
La Anunciación, almiranta
San Miguel
Nuestra Señora de Guadalupe
Nuestra Señora de la Caridad
Jesús María
2.620
3.060
1.353
3.624
1.541
2.775
9
San Pedro
Nuestra Señora de la Cinta
100
1.820
Total
16.893
En el comercio de la seda funcionaron compañías transatlánticas, algunas de ellas
familiares, como la de los hermanos Miguel y Pedro Corbete (900 libras), Miguel y Juan de
Neve, Bartolomé y Francisco de Ayala (850 libras) y Rodrigo y Francisco de Mandojana
(200 libras). Lo normal, sin embargo, es que hubiera un socio estante en México y otro en
Sevilla. Así ocurre en las sociedades establecidas por el capitán Tomás de Suasnávar y los
hermanos Abarca Maldonado (600 libras), Sebastián Gómez y Juan de Neve, Antonio de
Burgos y Francisco de Santiago (600 libras), Andrés de Acosta y Antonio Martínez de Orta
(400 libras; probablemente los dos portugueses; está clara la conexión lusa en el envío de
seda a Manuel Lopes Omem). Los mercaderes españoles más emprendedores fueron Antonio
de Torices (2.654 libras), Jerónimo de Horozco (1.880 libras), Cristóbal Gutiérrez Rojo (950
libras), Jerónimo Suárez (790 libras), Francisco de Santiago (600 libras), Antonio Gabriel de
Yepes (510 libras) y, a un nivel más modesto, Andrés de Hervás (205 libras). De los
extranjeros se llevaron la palma Juan de Neve (1.210 libras), Luis Clut (855 libras) y Pedro
Sirman (618 libras); y pudiera ser que el Diego Rodríguez Escoto asentado en México fuera
un Schott.
En las escrituras de los protocolos hispalenses aparecen citados sobre todo damascos y
tafetanes -“los carmesíes adornos de la China / a la púrpura tiria preferidos”, como dijo B. L. de
Argensola-, pero también terciopelos y gasas.
3. Prendas de vestir
Los inventarios nos dan a conocer multitud de prendas chinas: “sayas de damasco de
China”, “jubones de tafetán”, “Túnicas de tafetán” y, sobre todo, “mantos y mantellinas”. Las
telas del Celeste Imperio engalanaron con su prestancia el atuendo cortesano, pero también
sirvieron para que las mujeres salieran a la calle envueltas en sus mantos y “mantezuelos”,
desafiando la ordenanza que les vedaba embozarse -causa y pábulo de inmoralidad y
desvergüenza según el timorato legislador que, hoy por razones muy diferentes, recela del
burka-. Del “manto sevillano” habló Lope de Vega; y Tirso de Molina celebró a las “tapadas” en
los siguientes versos:
Un manto tapado, un brío
10
Donde un puro sol se esconde,
Si no es en Sevilla, ¿adónde
Se admite?
De telas chinas se hicieron mantillas:
En la confección de la indumentaria masculina se introdujeron asimismo las telas del
Celeste Imperio, al igual que había ocurrido en Manila:
-3 de enero de 1601. Inventario de bienes de don García Cerezo (“Memoria de la ropa
que tiene a su cargo Leonor”): "unos calçones de damasco de la China con pasamanos de oro".
APS I 1601, 1 (217), f. 96r.
4. Sobrecamas, colgaduras y ropa de cama
La nueva moda reemplazó el algodón de la India por el damasco y el tafetán. Tenemos
noticias de “pavellones de gassa azul con sobrecama de damasco de la China”, “camas
doradas con su colgadura de tafetán de la China”, “cobijas de la China bordadas de oro y
colores”, “colchas de damasco de la China”, etc. Asimismo están documentadas otras prendas:
sobremesas de damasco de la China”, “sobrecamas de China de amarillo y blanco”, “cojines
de damasco de la China guarnecidos con sus bellotas", “cortinas para alcoba de damasco de la
China carmesí y pajizo”, etc.
En Manila tener cama con pabellón fue cosa corriente. Traídos de Oriente, estos
pabellones se pusieron de moda a principios del siglo XVII, y tal vez fueran ellos los que
introdujeron en el léxico castellano la palabra gasa, aunque también los había “de capichola”
y “de tamenete”. Felipe II poseyó “un pabellón de tafetán blanco, pintado de colores, de
ramos, hojas y páxaros, con su capirote de tafetán azul bordado de oro de la China, forrado
en olandilla colorada, con cordones y franjas de oro y seda azul..., tasado en 70 ducados:
40.500 mrs.”. Un personaje de Los cigarrales de Toledo (Madrid, 1624) de Tirso de Molina,
Marco Antonio, huyendo en Barcelona de la justicia se metió en una casa y quedó encerrado
en un aposento, donde había “una cama amparada de un pabellón de gasa verde”: el lecho,
como se sabrá después, de una hermosa dama y su futura esposa, Estela. Los ejemplos de las
escrituras sevillanas son algo anteriores a la obra de fray Gabriel:
-1º de agosto de 1614. Partición de bienes del capitán Juan de Ybarra: “Otro pavellón
de gaza amarillo de la China en doçientos y ochenta reales: 9.520 [mrs]”.
-29 de setiembre de 1614. Almoneda de los bienes de Dª María de Ayala: "Un
pabellón de gassa <rozada> con su manga de terçiopelo y de bordado de oro de la China y
cordón y arco en el dotor Marcos Alfonso en quatroçientos y çinquenta reales [15.300 mrs.]".
11
9. Cofres y escritorios
El primer escritorio que he podido documentar es el que compró Bernardino de
Escalante en Lisboa y llevó después a Sevilla:
Especialmente la taracea que de allá [China] viene es tal, que yo tuve en mi poder un
escritorio pequeño, y le mostré en Lisbona, a do le compré, y en Sevilla a los ombres más
curiosos y de mayor ingenio en todas las artes que en estas ciudades al presente avía; y con gran
admiración me dixeron que en toda Europa no avía nadie que se atreviese a hazer, ni aun
intentar la obra que en él avía.
-20 de octubre de 1599. Inventario de bienes de Gonzalo de Mercado: "Un cofre fecho
en la China guarneçido de plata para joyas. Ytem otro escriptorio pequeño de la China seis
ducados [2.250 mrs.]". APS XIX 1599, 7 (12597), f. 283r.
10. Porcelana y loza diversa
A los "vasos de China" se refirió el pintor F. Pacheco como algo común cuando, para
ejemplificar la pintura sobre barro, aludió a “la invención de los azulejos y vasos de Pisa, de
Talavera y China”. En los inventarios, a partir de 1596, es común la mención a “bajilla de
platos de la China”, “platos y borselanas de China”, “tinajas de la China”, “escudillas de la
China”, etc.
7. Chinos llegados a Sevilla por la vía de Acapulco
En las oleadas de emigrantes que salían de Manila hubo sin duda no pocas personas
que llegaron a cubrir en su totalidad la carrera de Indias, rindiendo viaje en Sevilla. Es
probable que algún chino llegara a España en el séquito de algún gobernador o de un fraile
importante, como medio de convencer a la Orden -o mejor dicho, al rey y al Papa- de la
urgente necesidad de emprender una misión en el Celeste Imperio. Si así fue, en los
documentos del siglo XVI no queda constancia de su entrada, al menos que yo sepa. Con la
nueva centuria cambiaron las cosas. En 1614 Francisco Fernández Franco, en nombre de don
Fernando Altamirano, caballero de Santiago y vecino de México, hizo registrar dos esclavas
en la nao Nuestra Señora de la Caridad, "la una china, muchacha de hedad de quinze años, y
la otra negra", para entregar en Sevilla a Pedro Avendaño Villela. En el mismo año el general
12
don Fernando de Silva y Figueroa volvió a España en La Anunciación, la almiranta de la
armada de Oquendo; llevó en su séquito dos esclavos, Francisco y José, de los que no se dice
su origen.
Las barreras aduaneras impuestas por los españoles procuran alguna información
sobre la estancia de orientales en la Península. Las licencias necesarias para entrar o salir de
España son los mejores indicadores del paso de chinos. El primer caso que conozco es un
asiento enigmático del 17 de mayo de 1568: "Nº cccclvj. Francisco Mexía, indio, natural de la
China, se despachó a la Nueba España por çédula de Su Magestad en la nao maestre
Domingo Ochoa". Nada sé de cómo llegó a España este Francisco ni de las razones de su
vuelta a México.
Más huellas ha dejado el segundo caso, y ello porque se conservan los trámites
burocráticos seguidos por el interesado, cuando tuvo que pedir, para volver a Filipinas, el
permiso reglamentario a la Casa de la Contratación. Se trataba de un cantonés soltero -y
probablemente todavía joven-, bautizado con el nombre de Sebastián de Pereda, que
pretendía volver a Manila como criado del padre agustino Francisco de Ortega, quien habría
de ser poco después obispo de Nueva Cáceres. Ortega –el frustrado embajador en ciernes ante
el emperador del Celeste Imperio- conducía a Filipinas una expedición de 36 frailes, que sin
duda acariciaban la esperanza de predicar el evangelio en China. La necesidad de un
intérprete que sirviera al mismo tiempo de profesor hacía especialmente valiosa la
colaboración del cantonés, por lo que no hubo problema para lograr que una cédula regia
eximiera al chino de responder a un interrogatorio oficial, que quizá podría haberlo puesto en
un brete. Con esta poderosa llave en la mano Pereda abrió todas las puertas: el 22 de mayo de
1597 presentó sus credenciales ante los oficiales de la Casa de la Contratación, el 29 de mayo
atestiguó el padre Ortega que el chino iba como criado suyo y el mismo día 29 los oficiales
reales le dieron la licencia solicitada.
Si había en la Corte española intérpretes oficiales de lenguas orientales, especialmente
de árabe, ¿por qué no iba a haber uno de la lengua del Celeste Imperio allá donde era más
necesario, en Manila? Al menos, eso es lo que pretendió el 28 de noviembre de 1608 un
hombre "natural de la Gran China", Antonio Pérez, un veterano que se jactaba de haber
salvado de mil peligros a los españoles que fueron con Juan Suárez Gallinato a Camboya
(1596) y después a los quedaron atrapados con Luis Pérez das Mariñas en Pinar, cerca de
Cantón (1598). En uno de los encuentros explotó la pólvora y el chino quedó "abrasado" y
13
con "un braço muy maltratado". No sé cómo Pérez dejó a su mujer y a sus hijos y se embarcó
en la nao de Acapulco a fin de pedir al rey el merecido galardón: cosa nada fácil, pues todo
pasajero necesitaba permiso del gobernador, aunque tal vez pudiera enrolarse como marinero.
Llegado a la Corte, Perez solicitó, en recompensa de sus servicios, ser nombrado "intérprete
de los... chinos con vara de alguaçil mayor del alcalde mayor de los dichos chinos y la cárçel
d’ellos por vida”, un puesto –el de naguatato o intérprete y alguacil- que ya habían ocupado
otros paisanos suyos en el parián de Manila. La merced le fue denegada, aunque el 27 de abril
de 1609 se le concedió, en compensación, la plaza de polvorista “por su mucha suficiencia y
destreza en el arte”: que no en vano sobresalían los sangleyes sobre todos los pueblos en
hacer luminarias y coheterías; y a Pérez esa peligrosa ocupación le había costado casi un
brazo. El sueldo que se le ofrecía era de 400 pesos al año; pero esa cantidad pareció muy
escasa al chino en comparación con sus pasadas aventuras y reclamó el salario que se daba en
Filipinas a los polvoristas: 600 pesos al año y a él en particular dos toneladas de carga en el
galeón de Acapulco. El Consejo de Indias, apurado de dinero, no accedió a tan justa petición.
Desde luego, el hombre tenía agallas.
En la servidumbre de las autoridades que volvían de Manila a España se colaron sin
duda algunos chinos. Un prohombre de Filipinas como el sacerdote Hernando de los Ríos
Coronel, procurador general de las islas, obtuvo el 7 de mayo de 1618 licencia del virrey de
México, don Diego Fernández de Córdoba, para pasar a España en la flota de Juan de Salas
de Valdés. Su séquito se componía de cuatro criados: dos españoles y "dos esclavos, el uno
chino y el otro terrenate y... su muger, que es española", aunque a los dos esclavos la cédula
virreinal los convirtió en "dos chinos blancos"; se llamaban Juan de Ternate ("es casado,
llevando consigo a Manuela, su muger") y Cosme. Al permiso del virrey se unieron las
certificaciones de la Real Hacienda, el Santo Oficio, la Audiencia y el Juzgado de bienes de
difuntos: la burocracia se complicaba más y más. En 1621 el clérigo volvió a solicitar licencia
en Madrid para volver a Filipinas con sus cuatro criados. "Como lo pide", respondió el
Consejo de Indias el 25 de enero de 1621. También en esta petición nos asalta la duda en
torno al significado último de "chino", máxime siendo un esclavo el así designado; mas Ríos
Coronel llevaba viviendo muchos años en Oriente como para escandalizarse de tener siervos,
fueran éstos de Terrenate o de China.
En todos los casos documentados los chinos, no siempre bien diferenciados del resto
de los orientales, son llamados genéricamente "indios": "Tristán de la China, indio", "Diego
14
indio", "Sebastián Pereda, indio". Ya hemos aludido a ello. Mas estos nuevos "indios" quedan
individualizados gracias a la adición de su procedencia: "indio de China", "indio de Cantón",
"indio natural de la çiudad de Cantón", etc. A pesar de que no fueron, evidentemente,
hombres tan ricos como un Juan Bautista de Vera o un Antonio López en Filipinas, todos
ellos lograron ganarse la vida gracias a su industria. En su mayor parte ejercieron de
artesanos: Diego indio fue zapatero, Esteban de Cabrera inauguró una dinastía de sastres. Era
natural, dado que en Manila los sastres y los zapateros chinos surtieron de vestidos y de
calzado al ejército regular y, por supuesto, a los españoles.
Aunque no conste siempre, es de suponer que los chinos que residieron en Sevilla
fuesen sin excepción cristianos, al menos en la superficie: la España del siglo XVI no hubiese
consentido otra cosa. El caso conocido se ajusta a la norma. Esteban de Cabrera, como
después Domingo de Villalobos en la Nueva España, llegó a ser hermano de la cofradía de
San Antonio de Padua (de nuevo nos topamos con una huella portuguesa), hermandad que se
reunía en el convento sevillano de San Francisco. En su parroquia, la iglesia de Omnium
Sanctorum, donde quiso ser enterrado, instituyó el chino de su dinero una misa anual
perpetua en honor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, a rezar en su fiesta o en su
octava; después de su muerte quedó encargado de velar por el cumplimiento de la manda
piadosa su yerno, Miguel de la Cruz, a continuación quien éste nombrare, y así
sucesivamente. Después de tantas peripecias, Esteban de Cabrera se había españolizado, al
menos en sus formas religiosas, muy hechas a la sensibilidad franciscana: recuérdese que el
debate sobre la Inmaculada Concepción había dado lugar a una querella secular entre
franciscanos y dominicos, que pronto se había de zanjar, con la ayuda de los jesuitas, en favor
de los primeros.
15
Descargar