MERCANCÍAS Y HOMBRES DE LA CHINA EN SEVILLA (SIGLOS XVI Y XVII) Juan Gil Los jesuitas, con su magistral dominio de la escena, supieron hacer debido uso de la imprenta para su propia propaganda, de suerte que pronto inundaron el mercado del libro europeo las famosas litterae annuae, en las que se daba cumplida cuenta de sus progresos misioneros por todo el mundo, principalmente por las tierras de China y Japón. En 1598 la Compañía, bajo el patrocinio del arzobispo don Teotonio de Braganza, pudo publicar en Évora dos volúmenes con las Cartas que os padres e irmãos da Companhia de Iesus escreverão dos reynos de Iapão e China, abarcando un amplio arco cronológico: desde 1549 hasta 1580. Fue, sin embargo, un dominico portugués el primero que dio a la luz una monografía sobre China: Gaspar de la Cruz. Su Tratado das cousas da China (Évora, 1569) salió de la imprenta de Andrés de Burgos, un andaluz que, además de publicar obras de humanistas (Andrés de Resende, Damián de Góis), gustó de difundir relatos exóticos, como la Relaçam del “fidalgo d’Elvas” (1557). Es notable que tomara a continuación el relevo en dar novedades sobre el Lejano Oriente un clérigo montañés, Bernardino de Escalante, que publicó en Sevilla en 1577 un Discurso sobre la navegación que los portugueses hazen a los reinos y provincias del Oriente y de la noticia que se tiene de las grandezas del reino de la China, dedicado al arzobispo don Cristóbal de Rojas y Sandoval. Es la mejor prueba de la expectación que había producido en España la nueva del asentamiento de Miguel López de Legazpi en Filipinas, felizmente coronado con el tornaviaje de Arellano y Andrés de Urdaneta a Acapulco. Las fuentes fundamentales de Escalante fueron Juan de Barros, “historiador dotíssimo”, y sobre todo Gaspar de la Cruz, “que estuvo… en la ciudad de Cantón y escrivió copiosamente las cosas que vio y le sucedieron en el viage”, autores a los que cita debidamente; pero también contó con el asesoramiento de portugueses que habían estado en China. Entrada de mercancías chinas en España 1 La entrada masiva de productos chinos en la Nueva España y, por consiguiente, en la propia España sólo se produjo a raíz del establecimiento definitivo de los españoles en el archipiélago filipino. Los comienzos fueron más bien tímidos. A principios de junio de 1565 zarpó de Cebú la capitana, la nao San Pedro, en demanda de la ruta de tornaviaje a la Nueva España. A la partida del barco los expedicionarios que habían quedado en aquel asentamiento, abandonado poco después, quisieron hacer llegar a sus superiores o a sus familiares algún recuerdo valioso de las islas del Poniente. Legazpi, que sabía adorar el santo por la peana, eligió bien sus regalos: a la virreina le envió "una tinaja de porçelana grande con su tapadera blanca y azul, y dos gatos de algalia, y dos tirasoles de papel"; al visitador general de la Nueva España "una tinaja de porçelana blanca pintada de azul con su sobrecopa", y a don Luis de Velasco, "otra porçelana y un plato grande"; a la ermita de San Antón, en México, "quatro axorcas de oro que pesaron onze onças de oro"; por fin, a su hija, doña Teresa de Garcés, vecina de México, "dos caxones de madera cubiertos de sayal, y una petaca con su ençerado, en que ban dos dozenas y media de pieças de losa con sus brinquiños, y dies mantas d'esta tierra de algodón, y dos caxuelas con caracoles e unas conchas de nácar e otras menudençias e muestras de poca inportançia", amén de otros "quatro gatos de algalia" para dar en México a ciertas personas. Otros expedicionarios encomendaron también a personas de confianza mercaderías orientales para su entrega en México. El éxito del tornaviaje de Manila a Acapulco marcó el comienzo de una era. Como bien dijo el capitán Juan Pablo de Carrión, que se atribuyó el éxito de aquella proeza náutica, la nueva ruta "es prinçipio y camino abierto para que las grandes riquezas que poseen ansí la China y islas comarcanas al arçipiélago [de Filipinas] se comuniquen en España por tierras de Su Magestad, como hasta aora se an comunicado por tierras de reinos estraños". En 1572 el mercader inglés Enrique Hawks pudo admirar en la Nueva España platos y copas de loza finísima traídos de Manila. Cómo había crecido el negocio en menos de un decenio lo atestigua, por poner un solo ejemplo, la carga que en 1573 entregó el contador de Filipinas Andrés Cauchela a Julián de Arbolanche y a Jaimes Fortún, maestre y piloto de la nao Santiago respectivamente. Arbolanche recibió 160 fardos de canela, perteneciente tanto al rey como a particulares, y Fortún diez y ocho fardos redondos liados en sus petates, que pesaron con sus taras diez quintales y 2 dos arrobas y media, de hilo de algodón hilado, y más otros dos caxones y una caxa grande con otros seys fardos, ansimesmo liados en sus petates, en que ban seteçientas y nobenta y quatro mantas blancas y de colores de Lusón, y más dos caxones de China altos en que ba, en el uno, çiento y veynte e quatro piesas de escudillas doradas, y en el otro, çiento y dies y seys pieças de platos y escudillas de losa azul y blanca, más una petaca de China en que ban çiertas piesas de rasillos de China y çierto oro labrado y otras cosas que van en la dicha petaca...; más çinco quintales de çera en çinco panes con la marca de fuera en ellos, más un gato de algalia henbra; todo lo qual es para dar y entregar en la çiudad de México a Juan de Carrión para que haga la voluntad del dicho contador Andrés Cauchela, y en presençia del dicho Juan de Carrión a Gordian Casasaño, secretario de la Audiençia real, para que ansimesmo haga la voluntad del dicho contador. A pesar de la repugnancia del virrey a permitir la entrada de mercancías chinas, el negocio fue viento en popa. De inmediato se formaron las primeras compañías comerciales entre Filipinas y Nueva España. En el galeón que fondeó en Acapulco el 22 de octubre de 1576, el capitán Gaspar Ramírez envió desde Manila a Rafael Pinelo, vecino de la Antequera novohispana, "tres caxas de loça" por valor de 241 pesos y un tomín. A su vez, Pinelo le mandó camisas, zapatos de dos suelas, una gorra de terciopelo y otros productos que no había en Manila, como jabón de Castilla, vino y aceite por 155 pesos y un tomín. Unió a los dos socios su lugar de origen: los dos habían nacido en Sevilla. Fue lástima que la temprana muerte del capitán pusiera brusco final a la compañía. Curiosamente, Pinelo declaró el 4 de enero de 1583 que había oído decir que Ramírez estaba casado, pero no supo dar el nombre de su mujer ni la colación en que vivía en su ciudad natal. La baratura de las mercancías chinas supuso muy pronto una amenaza para el comercio peninsular. El 18 de junio de 1586 Felipe II, alarmado, hizo una aguda disección de la peligrosa situación económica en una carta dirigida al virrey de la Nueva España, marqués de Villamanrique y le anunció que, vistas las cosas desde España, la única solución viable parecía ser el cese del comercio con China. El rey Prudente ordenó al virrey sopesar las ventajas e inconvenientes de tal medida, añadiendo que, si no se hallaba ningún obstáculo importante que obligase a suspenderla, procediese a prohibir la entrada de mercancías chinas en la Nueva España, pregonando públicamente las penas en que habrían de incurrir quienes las trajesen de contrabando. Nada nuevo se hizo después sino proponer nuevos arbitrios. Entre ellos, destaca por su audacia el presentado al Consejo de Indias por el dominico Diego Aduarte en 1619: cierre del comercio de Manila con Acapulco, sustitución de este trato por el de Japón y desmantelamiento de Macao –sugerencia que suponía meterse en un avispero de aún peor solución-. 3 La codicia pudo más que el pretendido bien común. En 1592 –el año en que comienza la contaduría conservada- el galeón Santiago inundó el puerto de Acapulco con un copioso cargamento de "mantas de Cantón” (“angostas”, “crudas”), "rasso (negro) de Cantón", "mantas (blancas) de Chincheo", "damasco labor de China", "peines de tortuga y de palo azul", "escribanías doradas", "escriptorios", "caxitas doradas", "cucharas de nácar", "estribos de metal de China" y otra mercancía oriental. Muy pronto se hicieron fabulosos negocios. Como escribió el virrey don Luis de Velasco al rey Felipe III, “lo que se trae de China tiene acá [en México] una muy gran ganançia, y 500.000 pesos de empleo allá [en Manila] suben aquí a más de un millón, y d’este creçimiento se queda en este reyno en cada un año mucha parte”, sin beneficio de la metrópoli. Tanto fue así, que por un momento se pensó en sacar provecho del suculento negocio en alivio de la Hacienda regia: si las mantas crudas y sinabafas delgadas de catorce varas, que costaban en Manila cuatro reales, valían en la Nueva España de tres a cuatro pesos, poniendo la Caja real una suma de 30.000 pesos (el precio de 60.000 mantas) se podría conseguir fácilmente una ganancia de más de 180.000 pesos sin perjudicar a nadie; pero la Audiencia de Filipinas consideró que habría en ello “muy grandes dificultades e inconbinientes”, con lo que se suspendió el arbitrio financiero, quizá considerado inapropiado para la dignidad regia. El lucro fácil fue un acicate del contrabando. He aquí un caso notable por la calidad de la persona: el piloto Juan de Morgana cargó en la nao Espiritu Santo, que fue a la Nueva España en 1602, 28 "caxones de mercadurías, las quales constó no estar havariadas en la Real Contaduría ni pagados los derechos reales de la salida y llebarlos sin registro". El fraude fue advertido, pero tarde: el 28 de junio de 1610 Morgana fue condenado a pagar 24 pesos por cada cajón, que había ido repleto de ropa de la China. Pero, ¿cuánta mercancía fraudulenta pasaron otros españoles sin ser descubiertos, empezando por los propios gobernadores? Desde Acapulco la carga de los galeones se esparció por toda América y llegó al mercado peruano, normalmente de contrabando. En 1578 Drake se apoderó, pasada la isla del Caño, de una nave llena de tejidos de lino, seda y platos provenientes del Celeste Imperio. En 1588 el capitán Lope Palacio pretendió montar en exclusiva el comercio con Filipinas, la Gran China, Nueva España y el Perú, armando él a su costa dos galeones. Las ganancias, crecidísimas, que se obtenían de la contratación de la China hizo temer al rey una peligrosa disminución de las rentas reales, por lo que el 11 de enero de 1593 prohibió, entre otras cosas, que pasasen al virreinato del Perú todas las mercadurías que hubiesen llegado de las islas del Poniente, “porque 4 nuestra intençión y voluntad es que en las dichas provinçias del Pirú y Tierra Firme no se consuma ninguna cossa de las que se trahen de la China y islas Philipinas”; en caso contrario, el mercado oriental acabaría por tragarse la plata de Potosí. La orden tardó en surtir efecto. En 1596 el fiscal de Panamá, Francisco de Alfaro, informó a Felipe II de que la Audiencia había tenido que absolver a algunos cargadores, que pasaban ilegalmente ropa de la China, “porque probaron no saberse en la provincia de Guatimala la çédula de la prohibición”. Dio igual que se reiterasen los mandamientos regios vedando la introducción de telas chinas en el virreinato peruano; las mercancías orientales siguieron afluyendo a Lima sin interrupción. Una carta del mercader Juan Martínez de la Cruz a su proveedor en Manila, el capitán Fernán Sánchez, escrita en Acapulco el 18 de marzo de 1605, atestigua la avidez con que eran esperadas en el Perú las mercaderías de China: Y que no se saque la ma<no> de las naos d'esa tierra, como este año se a sacado, pues hasta oy no emos visto{s} una siquiera, de que quedamos con mucho cuidado y pena. Por caussa d'esta falta se an subido las mercaderías d'esa tierra, espeçial mantas blancas, seda floja, torçida y la cruda en maço; mas las demás mercaderías tendrán su valor y sabor, porque los del Perú vienen con deseo de llevalla a trueque de la conposiçión que se espera d'ella, qu'es poca. Y así Lope de Vega pudo poner en boca de don Silvestre, un indiano que pretendía la mano de la linda doña Leonor, los siguientes versos: Que a mi esposa traigo Mil cosas de la China, que a venderse Llegan a Lima, como son damascos Y rasos de matices diferentes, Con mil varias figuras, colchas llenas De animales extraños, flores, pájaros, Y en barniz de azarcón doradas jícaras Y algunas porcelanas, de quien tiene La plata envidia, si por plato viene. Un escándalo indica la intensidad del tráfico ilegal de mercancías. A principios de 1605 la fragata Nuestra Señora de la Concepción fue de Puerto Rico a la Nueva España a traer a San Juan el situado para la fábrica de las fortificaciones y la paga de los sueldos. Así lo hizo. Cuando, ya de vuelta, la nave se disponía a partir de La Habana en conserva de la flota de la Nueva España, fue detenido su capitán, Juan de Gardeazabal, por orden de Marcos Núñez de Toledo, oidor de Guatemala, bajo la acusación de llevar ropa china de contrabando a Puerto Rico. El 6 de julio de 1605 se hizo un registro del barco; en la popa se halló un baúl cerrado y después, al abrir la escotilla, se descubrieron varios cajones cerrados y 5 "empetatados" o liados en jerga. Tras varios meses de cárcel el capitán, preguntado por las mercancías que había comprado con el dinero que le habían entregado diversas personas de San Juan, confesó finalmente que enpleó las dichas cantidades en diferentes mercadurías, las quales van distintamente en una caxa, intitulado [sic] cada cossa de cúio es, e que no la registró respeto de que la carreta en que vino la dicha caxa llegó tarde al puerto de San Juan de Lúa y al tiempo que se hazía la flota a la vela, e que por esta caussa las avía este confesante de manifestar en llegando a la dicha ziudad de Puerto Rico... Este confesante trae tres caxones que no sabe lo que traen dentro, los quales le entregaron los offiçiales reales de la Veracruz para los dar y entregar a Ýñigo de Otaza [sic por Otazu], depossitario xeneral de la ziudad de Puerto Rico, para que las [sic] enbiase a la ziudad de Sancto Domingo, los quales dichos caxones son de el doctor Juan Quesada de Figueroa, oydor de la real Audiencia de México, juntamente con un enboltorio largo que este confesante no sabe lo que traía más de qu'está sobreescripto en papel; y que ansimesmo trae dos piesas de gorbarán de México negro para el liçençiado Mexía de Villallobos, oydor de la real Audiencia de Santo Domingo; e que la demás ropa, por ser de muchos particulares, este confesante no puede declarar lo que perteneze a cada uno, lo qual constará de las memorias que tra/e( en un baúl de los que le están secrestados. Da la impresión de que todo el mundo quiso aprovechar el viaje oficial de la fragata para hacerse con alguna cosa de valor. En su mayor parte los encargos fueron de piezas de raso negro de China, piezas de manto, medias de seda amarilla, tafetanes de colores, tafetancillos labrados, damascos de diversos colores (azul, negro, colorado, etc.), "bocassí asul de China" y gorbaranes, pero también se pidieron sombreros, cordobanes y "un manto de seda de requemado de España". Cuando llegó la noticia del embargo a Puerto Rico se produjo un verdadero revuelo. El gobernador, Sancho Ochoa de Castro, los oficiales reales y los mercaderes protestaron de los irreparables daños que del aquel secuestro se podrían seguir para la ciudad y su comercio: las jeremiadas que se suelen oír en estos casos. Mas no adelantemos acontecimientos. La creciente afluencia de mercancías chinas al mercado sevillano se refleja en dos inventarios de bienes que me parecen muy significativos. Mientras que en el del médico portugués Simón de Tovar (1596) se registran sólo dos objetos traídos del Celeste Imperio (“una mantilla de puntos de la China, blanca; un ostiario negro de la China”), el del mercader Domingo de Corcuera (26 de enero de 1598) abunda en chinoiseries de toda suerte: -Una caxita de la China con gonzes de plata. -Ocho baras de damasco de la China amarillo y blanco. -Un frontal de tafetán blanco de la China bordado con sus açanefas de lo mismo. -Una casulla de damasco azul de la China con su estola y manípulo. -Tres pedaços de açanefas para un frontal de damasco azul de la China. -Un atril de madera de la China. 6 -Dos binageras de barro de la China en sus canastillos. -Un crucifixo de la China. -Una imagen de Nuestra Señora hecha en la China. Asimismo se aficionó a lo chino el gran coleccionista que fue Benito Arias Montano. En sus donaciones e inventarios (1496-1498) aparecen las siguientes piezas: "un catre de junco fuerte [= bambú] ", "dos cobertores de algodón ", "una ropa de damasco", 45 porcelanas, dos escribanías, dos sillas, trece varas y media de raso, una mantica y un cobertor, todo ello de la China. A principios del siglo XVII Agustín de Rojas pudo escribir con razón que en Sevilla se encontraba de todo: “la fertilidad de Arabia, las alabanzas de Grecia, la abundancia de Egipto, la opulencia de Escancia y las riquezas de la China”. Más descendamos ya de lo general a lo particular. 1. El abanillo Para darse aire durante el calor sofocante del verano fue costumbre desde la Antigüedad utilizar un abanico (flabellum), hecho normalmente de plumas (de pavo real para los más pudientes). Una poesía del mozárabe cordobés Cipriano exhorta al flabellum a recrear con viento, aunque falso, los miembros de una noble dama cordobesa, la señora Guisindis, rendidos por el bochorno estival. En la Baja Edad Media castellana se puso de moda un término romance, ventalle, sin duda derivado del catalán ventall. Y así vemos que Isabel la Católica tuvo un "ventalle de monte de raso verde", un "ventalle de monte de çebtín verde" tasado en diez mrs. y otro "ventalle de ánbar dorado". Existió asimismo otra variante de la palabra, ya plenamente castellanizada: vental. A fines del siglo XVI llegaron a España los artísticos abanos (y los diminutivos abanillos o abanicos) chinos traídos de la lejana Manila. Su exportación comenzó en fecha tan temprana como 1572: en ese año se enviaron a Acapulco en la nao Santiago "seys abentallos pintados", "una dozena de abentallos" y “seys aventalles pintados", usando todavía la denominación antigua, aunque pronto se impuso el lusismo abano (no, en cambio, leque). Ya en 1613 Cervantes se imagina a doña Isabel, cuando fue presentada a la reina de Inglaterra, vestida “a la española”: “con una saya entera de raso verde acuchillada..., collar y cintura de diamantes y con abanico, a modo de las señoras damas españolas”. Una comedia de enredos de Lope de Vega, El abanillo, debe su nombre a que el gracioso, Fabio, se presenta como un francés recién venido de Lisboa que enseña sus abanicos a las damas; y sobre la correspondencia secreta que va y viene en uno de estos abanicos gira la trama. Ahora bien, en la propaganda que Fabio hace de su mercancía ante los posibles compradores se despliegan palabras exóticas que 7 designan maderas del Sudeste asiático (calambuco, palo de águila, angelín), pero ningún género propiamente chino: Traigo invenciones diversas De la China, de la India, Con olorosas maderas De calambuco, angelín, Palo de águila y canela. Éste es hecho de rosal. En Sevilla los ejemplos de la palabra son sorprendentemente tempranos, prueba de que el género exportado del Celeste Imperio, de relativa baratura, se hizo pronto muy popular en todas las clases sociales, a partir de 1580: No es de extrañar, pues, que Agustín de Salazar se imaginase a su Celestina sevillana vendiendo en Triana bujerías Como abanicos, color, Alfileres, barros, cintas, Guantes y valonas”. Tampoco es un azar, por consiguiente, que el abanico desempeñase un cierto papel en una escena de la disparatada parodia El caballero de Olmedo, del sevillano don Francisco de Monteser, impresa en 1651. Una aparición (el Sueño) ha dejado un “abanino” a la protagonista, doña Elvira. Ésta sufre un desmayo fingido o real y los presentes le ruegan que vuelva en sí; entonces su padre, don Pedro, apostilla: El abanino es divino Remedio para volver; Que yo sé que sabe hacer Milagros el abanino. La punta del pasaje parece estar en los mensajes que, ya desde entonces, lanzaba el abanico con sus diversas posturas: todo un lenguaje oculto. Y así, cuando doña Elvira parece decir incongruencias, don Pedro comenta: “Habla en ella el abanino”; y más tarde, una vez que don Alfonso expresa la imposibilidad de que se sepa sus esperanzas, doña Elvira le responde: “Nos lo dirá el abanino”. Cabe otra remotísima posibilidad de interpretar el texto: en Manila, en efecto, los chinos llamados a testificar en un juicio llevaban a veces apuntadas las preguntas que tenían que responder en el abanico, llamado –creo que por vez primera en castellano- paipay, como puso de relieve el fiscal Juan Alvarado de Bracamonte en 1620, muy quejoso de la mala fe de los chinos: Son inclinados a jurar falso fácilmente a cada passo y sin ocassión que a ello les 8 obligue, aviendo escrito en çifra y en su lengua, que otra naçión ninguna a savido escrivir, en los paypays o abanicos lo que an de jurar con tal maña y artificio que no se les entienden estas mañas, tretas y maldades por los juezes". Pero entonces, de estar escrito algún mensaje en el abanico de doña Elvira, evidentemente en castellano y no en chino, su contenido sería manifiesto para todo el mundo y no para una sola persona; luego cae por su base esta posible explicación que, en cambio, podría aplicarse al abanillo de Lope. El paipay, un abanico muy barato típico de Filipinas, fue exportado desde Manila como obsequio del mercader de las islas del Poniente a sus clientes ultramarinos: en 1680 el sargento mayor don Francisco de Moya y Torres cargó en el galeón capitana Santelmo "un caxoncillo pequeño con dusçientos paypayes que embía de regalo". Como es natural, siguió existiendo de todas maneras el antiguo ventalle, denominado ahora ‘aventador’ o ‘aventallo’, así como el amoscador: 2. Telas A comienzos del siglo XVII las telas de la India empezaron a ser sustituidas por las chinas que, restringidas a una burguesía quizá más alta, dieron un toque de distinción al propietario. En las flotas de la Nueva España comenzaron a llegar a Sevilla envíos masivos de seda, consignados por los factores en Veracruz (Francisco de Solarte, Francisco Hernández Franco, Baltasar de Baeza, Pedro de Vértiz) a los grandes mercaderes o a sus representantes comerciales en Sevilla, entre los que había portugueses (Héctor Antunes, Ruy Fernandes Pereira, Fernando Pinto de Fonseca) y algunos flamencos: Luis Clut, Pedro Sirman, Pedro Corbete, Cornieles de Grot, Juan de Neve y Nicolás Antonio (un Neve y un Antonio serán canónigos ilustres de la catedral hispalense). En 1614, en la gran armada traída por Antonio de Oquendo se registraron en Veracruz, además de dinero contante (en reales o en barras de plata, raramente en oro) y las mercancías acostumbradas (añil, grana de Oaxaca o silvestre], cueros, cañafístola, palo de brasil y algo de chocolate, tabaco y zarzaparrilla) las siguientes remesas de seda: Naos Libras San Salvador, capitana La Anunciación, almiranta San Miguel Nuestra Señora de Guadalupe Nuestra Señora de la Caridad Jesús María 2.620 3.060 1.353 3.624 1.541 2.775 9 San Pedro Nuestra Señora de la Cinta 100 1.820 Total 16.893 En el comercio de la seda funcionaron compañías transatlánticas, algunas de ellas familiares, como la de los hermanos Miguel y Pedro Corbete (900 libras), Miguel y Juan de Neve, Bartolomé y Francisco de Ayala (850 libras) y Rodrigo y Francisco de Mandojana (200 libras). Lo normal, sin embargo, es que hubiera un socio estante en México y otro en Sevilla. Así ocurre en las sociedades establecidas por el capitán Tomás de Suasnávar y los hermanos Abarca Maldonado (600 libras), Sebastián Gómez y Juan de Neve, Antonio de Burgos y Francisco de Santiago (600 libras), Andrés de Acosta y Antonio Martínez de Orta (400 libras; probablemente los dos portugueses; está clara la conexión lusa en el envío de seda a Manuel Lopes Omem). Los mercaderes españoles más emprendedores fueron Antonio de Torices (2.654 libras), Jerónimo de Horozco (1.880 libras), Cristóbal Gutiérrez Rojo (950 libras), Jerónimo Suárez (790 libras), Francisco de Santiago (600 libras), Antonio Gabriel de Yepes (510 libras) y, a un nivel más modesto, Andrés de Hervás (205 libras). De los extranjeros se llevaron la palma Juan de Neve (1.210 libras), Luis Clut (855 libras) y Pedro Sirman (618 libras); y pudiera ser que el Diego Rodríguez Escoto asentado en México fuera un Schott. En las escrituras de los protocolos hispalenses aparecen citados sobre todo damascos y tafetanes -“los carmesíes adornos de la China / a la púrpura tiria preferidos”, como dijo B. L. de Argensola-, pero también terciopelos y gasas. 3. Prendas de vestir Los inventarios nos dan a conocer multitud de prendas chinas: “sayas de damasco de China”, “jubones de tafetán”, “Túnicas de tafetán” y, sobre todo, “mantos y mantellinas”. Las telas del Celeste Imperio engalanaron con su prestancia el atuendo cortesano, pero también sirvieron para que las mujeres salieran a la calle envueltas en sus mantos y “mantezuelos”, desafiando la ordenanza que les vedaba embozarse -causa y pábulo de inmoralidad y desvergüenza según el timorato legislador que, hoy por razones muy diferentes, recela del burka-. Del “manto sevillano” habló Lope de Vega; y Tirso de Molina celebró a las “tapadas” en los siguientes versos: Un manto tapado, un brío 10 Donde un puro sol se esconde, Si no es en Sevilla, ¿adónde Se admite? De telas chinas se hicieron mantillas: En la confección de la indumentaria masculina se introdujeron asimismo las telas del Celeste Imperio, al igual que había ocurrido en Manila: -3 de enero de 1601. Inventario de bienes de don García Cerezo (“Memoria de la ropa que tiene a su cargo Leonor”): "unos calçones de damasco de la China con pasamanos de oro". APS I 1601, 1 (217), f. 96r. 4. Sobrecamas, colgaduras y ropa de cama La nueva moda reemplazó el algodón de la India por el damasco y el tafetán. Tenemos noticias de “pavellones de gassa azul con sobrecama de damasco de la China”, “camas doradas con su colgadura de tafetán de la China”, “cobijas de la China bordadas de oro y colores”, “colchas de damasco de la China”, etc. Asimismo están documentadas otras prendas: sobremesas de damasco de la China”, “sobrecamas de China de amarillo y blanco”, “cojines de damasco de la China guarnecidos con sus bellotas", “cortinas para alcoba de damasco de la China carmesí y pajizo”, etc. En Manila tener cama con pabellón fue cosa corriente. Traídos de Oriente, estos pabellones se pusieron de moda a principios del siglo XVII, y tal vez fueran ellos los que introdujeron en el léxico castellano la palabra gasa, aunque también los había “de capichola” y “de tamenete”. Felipe II poseyó “un pabellón de tafetán blanco, pintado de colores, de ramos, hojas y páxaros, con su capirote de tafetán azul bordado de oro de la China, forrado en olandilla colorada, con cordones y franjas de oro y seda azul..., tasado en 70 ducados: 40.500 mrs.”. Un personaje de Los cigarrales de Toledo (Madrid, 1624) de Tirso de Molina, Marco Antonio, huyendo en Barcelona de la justicia se metió en una casa y quedó encerrado en un aposento, donde había “una cama amparada de un pabellón de gasa verde”: el lecho, como se sabrá después, de una hermosa dama y su futura esposa, Estela. Los ejemplos de las escrituras sevillanas son algo anteriores a la obra de fray Gabriel: -1º de agosto de 1614. Partición de bienes del capitán Juan de Ybarra: “Otro pavellón de gaza amarillo de la China en doçientos y ochenta reales: 9.520 [mrs]”. -29 de setiembre de 1614. Almoneda de los bienes de Dª María de Ayala: "Un pabellón de gassa <rozada> con su manga de terçiopelo y de bordado de oro de la China y cordón y arco en el dotor Marcos Alfonso en quatroçientos y çinquenta reales [15.300 mrs.]". 11 9. Cofres y escritorios El primer escritorio que he podido documentar es el que compró Bernardino de Escalante en Lisboa y llevó después a Sevilla: Especialmente la taracea que de allá [China] viene es tal, que yo tuve en mi poder un escritorio pequeño, y le mostré en Lisbona, a do le compré, y en Sevilla a los ombres más curiosos y de mayor ingenio en todas las artes que en estas ciudades al presente avía; y con gran admiración me dixeron que en toda Europa no avía nadie que se atreviese a hazer, ni aun intentar la obra que en él avía. -20 de octubre de 1599. Inventario de bienes de Gonzalo de Mercado: "Un cofre fecho en la China guarneçido de plata para joyas. Ytem otro escriptorio pequeño de la China seis ducados [2.250 mrs.]". APS XIX 1599, 7 (12597), f. 283r. 10. Porcelana y loza diversa A los "vasos de China" se refirió el pintor F. Pacheco como algo común cuando, para ejemplificar la pintura sobre barro, aludió a “la invención de los azulejos y vasos de Pisa, de Talavera y China”. En los inventarios, a partir de 1596, es común la mención a “bajilla de platos de la China”, “platos y borselanas de China”, “tinajas de la China”, “escudillas de la China”, etc. 7. Chinos llegados a Sevilla por la vía de Acapulco En las oleadas de emigrantes que salían de Manila hubo sin duda no pocas personas que llegaron a cubrir en su totalidad la carrera de Indias, rindiendo viaje en Sevilla. Es probable que algún chino llegara a España en el séquito de algún gobernador o de un fraile importante, como medio de convencer a la Orden -o mejor dicho, al rey y al Papa- de la urgente necesidad de emprender una misión en el Celeste Imperio. Si así fue, en los documentos del siglo XVI no queda constancia de su entrada, al menos que yo sepa. Con la nueva centuria cambiaron las cosas. En 1614 Francisco Fernández Franco, en nombre de don Fernando Altamirano, caballero de Santiago y vecino de México, hizo registrar dos esclavas en la nao Nuestra Señora de la Caridad, "la una china, muchacha de hedad de quinze años, y la otra negra", para entregar en Sevilla a Pedro Avendaño Villela. En el mismo año el general 12 don Fernando de Silva y Figueroa volvió a España en La Anunciación, la almiranta de la armada de Oquendo; llevó en su séquito dos esclavos, Francisco y José, de los que no se dice su origen. Las barreras aduaneras impuestas por los españoles procuran alguna información sobre la estancia de orientales en la Península. Las licencias necesarias para entrar o salir de España son los mejores indicadores del paso de chinos. El primer caso que conozco es un asiento enigmático del 17 de mayo de 1568: "Nº cccclvj. Francisco Mexía, indio, natural de la China, se despachó a la Nueba España por çédula de Su Magestad en la nao maestre Domingo Ochoa". Nada sé de cómo llegó a España este Francisco ni de las razones de su vuelta a México. Más huellas ha dejado el segundo caso, y ello porque se conservan los trámites burocráticos seguidos por el interesado, cuando tuvo que pedir, para volver a Filipinas, el permiso reglamentario a la Casa de la Contratación. Se trataba de un cantonés soltero -y probablemente todavía joven-, bautizado con el nombre de Sebastián de Pereda, que pretendía volver a Manila como criado del padre agustino Francisco de Ortega, quien habría de ser poco después obispo de Nueva Cáceres. Ortega –el frustrado embajador en ciernes ante el emperador del Celeste Imperio- conducía a Filipinas una expedición de 36 frailes, que sin duda acariciaban la esperanza de predicar el evangelio en China. La necesidad de un intérprete que sirviera al mismo tiempo de profesor hacía especialmente valiosa la colaboración del cantonés, por lo que no hubo problema para lograr que una cédula regia eximiera al chino de responder a un interrogatorio oficial, que quizá podría haberlo puesto en un brete. Con esta poderosa llave en la mano Pereda abrió todas las puertas: el 22 de mayo de 1597 presentó sus credenciales ante los oficiales de la Casa de la Contratación, el 29 de mayo atestiguó el padre Ortega que el chino iba como criado suyo y el mismo día 29 los oficiales reales le dieron la licencia solicitada. Si había en la Corte española intérpretes oficiales de lenguas orientales, especialmente de árabe, ¿por qué no iba a haber uno de la lengua del Celeste Imperio allá donde era más necesario, en Manila? Al menos, eso es lo que pretendió el 28 de noviembre de 1608 un hombre "natural de la Gran China", Antonio Pérez, un veterano que se jactaba de haber salvado de mil peligros a los españoles que fueron con Juan Suárez Gallinato a Camboya (1596) y después a los quedaron atrapados con Luis Pérez das Mariñas en Pinar, cerca de Cantón (1598). En uno de los encuentros explotó la pólvora y el chino quedó "abrasado" y 13 con "un braço muy maltratado". No sé cómo Pérez dejó a su mujer y a sus hijos y se embarcó en la nao de Acapulco a fin de pedir al rey el merecido galardón: cosa nada fácil, pues todo pasajero necesitaba permiso del gobernador, aunque tal vez pudiera enrolarse como marinero. Llegado a la Corte, Perez solicitó, en recompensa de sus servicios, ser nombrado "intérprete de los... chinos con vara de alguaçil mayor del alcalde mayor de los dichos chinos y la cárçel d’ellos por vida”, un puesto –el de naguatato o intérprete y alguacil- que ya habían ocupado otros paisanos suyos en el parián de Manila. La merced le fue denegada, aunque el 27 de abril de 1609 se le concedió, en compensación, la plaza de polvorista “por su mucha suficiencia y destreza en el arte”: que no en vano sobresalían los sangleyes sobre todos los pueblos en hacer luminarias y coheterías; y a Pérez esa peligrosa ocupación le había costado casi un brazo. El sueldo que se le ofrecía era de 400 pesos al año; pero esa cantidad pareció muy escasa al chino en comparación con sus pasadas aventuras y reclamó el salario que se daba en Filipinas a los polvoristas: 600 pesos al año y a él en particular dos toneladas de carga en el galeón de Acapulco. El Consejo de Indias, apurado de dinero, no accedió a tan justa petición. Desde luego, el hombre tenía agallas. En la servidumbre de las autoridades que volvían de Manila a España se colaron sin duda algunos chinos. Un prohombre de Filipinas como el sacerdote Hernando de los Ríos Coronel, procurador general de las islas, obtuvo el 7 de mayo de 1618 licencia del virrey de México, don Diego Fernández de Córdoba, para pasar a España en la flota de Juan de Salas de Valdés. Su séquito se componía de cuatro criados: dos españoles y "dos esclavos, el uno chino y el otro terrenate y... su muger, que es española", aunque a los dos esclavos la cédula virreinal los convirtió en "dos chinos blancos"; se llamaban Juan de Ternate ("es casado, llevando consigo a Manuela, su muger") y Cosme. Al permiso del virrey se unieron las certificaciones de la Real Hacienda, el Santo Oficio, la Audiencia y el Juzgado de bienes de difuntos: la burocracia se complicaba más y más. En 1621 el clérigo volvió a solicitar licencia en Madrid para volver a Filipinas con sus cuatro criados. "Como lo pide", respondió el Consejo de Indias el 25 de enero de 1621. También en esta petición nos asalta la duda en torno al significado último de "chino", máxime siendo un esclavo el así designado; mas Ríos Coronel llevaba viviendo muchos años en Oriente como para escandalizarse de tener siervos, fueran éstos de Terrenate o de China. En todos los casos documentados los chinos, no siempre bien diferenciados del resto de los orientales, son llamados genéricamente "indios": "Tristán de la China, indio", "Diego 14 indio", "Sebastián Pereda, indio". Ya hemos aludido a ello. Mas estos nuevos "indios" quedan individualizados gracias a la adición de su procedencia: "indio de China", "indio de Cantón", "indio natural de la çiudad de Cantón", etc. A pesar de que no fueron, evidentemente, hombres tan ricos como un Juan Bautista de Vera o un Antonio López en Filipinas, todos ellos lograron ganarse la vida gracias a su industria. En su mayor parte ejercieron de artesanos: Diego indio fue zapatero, Esteban de Cabrera inauguró una dinastía de sastres. Era natural, dado que en Manila los sastres y los zapateros chinos surtieron de vestidos y de calzado al ejército regular y, por supuesto, a los españoles. Aunque no conste siempre, es de suponer que los chinos que residieron en Sevilla fuesen sin excepción cristianos, al menos en la superficie: la España del siglo XVI no hubiese consentido otra cosa. El caso conocido se ajusta a la norma. Esteban de Cabrera, como después Domingo de Villalobos en la Nueva España, llegó a ser hermano de la cofradía de San Antonio de Padua (de nuevo nos topamos con una huella portuguesa), hermandad que se reunía en el convento sevillano de San Francisco. En su parroquia, la iglesia de Omnium Sanctorum, donde quiso ser enterrado, instituyó el chino de su dinero una misa anual perpetua en honor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, a rezar en su fiesta o en su octava; después de su muerte quedó encargado de velar por el cumplimiento de la manda piadosa su yerno, Miguel de la Cruz, a continuación quien éste nombrare, y así sucesivamente. Después de tantas peripecias, Esteban de Cabrera se había españolizado, al menos en sus formas religiosas, muy hechas a la sensibilidad franciscana: recuérdese que el debate sobre la Inmaculada Concepción había dado lugar a una querella secular entre franciscanos y dominicos, que pronto se había de zanjar, con la ayuda de los jesuitas, en favor de los primeros. 15