John Cheever - Duomo Ediciones

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Galería de clásicos
“
John Cheever
La odisea
de un pequeño gran hombre
Dos centenares de cuentos, cinco novelas y un diario sitúan a
Cheever entre los más originales creadores de las letras americanas
del XX. “ Cheever. Una biografía” (Duomo), escrita por Blake
Bailey, descifra a un hombre escindido entre su fachada pública y
una bisexualidad inconfesable. texto CARLES BARBA
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QUÉ LEER
T
u padre no quería que nacieses”, le confió su madre,
de mayor, a John Cheever, y
le contó que incluso habían
tanteado a un abortista. En
1911, en efecto, Frederick Lincoln Cheever y
Mary Liley (él, un próspero comerciante de zapatos; ella, de origen inglés) tenían ya un hijo
al que adoraban, Fred, y que les bastaba. Tras
un banquete de negocios en Boston, sin embargo, “mi madre se tomó dos Manhattans.
En caso contrario, yo no habría llegado a este
mundo”. El caso es que, un 27 de mayo de
1912, John William nació en Quincy, Massachusetts, bajo el signo de Géminis (y por
tanto, de los gemelos Cástor y Pólux), lo que
explicaría su naturaleza dividida, la frialdad
puritana y la sangre ardiente que en lo sucesivo cohabitarían en su forma de proceder.
De pequeño, John recibió muy poco afecto
de sus progenitores. “Béisbol, fútbol, pesca…
No compartimos nada de eso con mi padre”,
se lamentaría él. Su madre tampoco le brindó
ternura, ni siquiera cuando el crío contrajo
tuberculosis a los doce años. Se desquitaba
de tales carencias en lugares como el colegio,
donde enseguida descolló por su facilidad
para improvisar cuentos en voz alta, que sus
compañeros de clase escuchaban encantados. Eso ocurría en el Wollaston Grammar.
En la Academia Thayer de Braintree, aquel
singular alumno ya no cayó tan en gracia, y
a los 17 años se le echó del centro por fumar
y por otras prácticas rebeldes. Expulsado precisamente es el título (y el tema) del primer
relato impreso de su carrera. Se lo aceptó el
influyente crítico Malcolm Cowley para The
New Republic, y a partir de entonces Cheever empezará a ser una firma habitual en la
sección de ficción de revistas como la citada,
Collier’s, Harper’s Bazaar y sobre todo el New
Yorker. Puede resultar explicable que, con un
carácter tan indócil, John fuera defenestrado
de la escuela. Lo cierto, sin embargo, es que
no tardará, a temporadas, en ser un buen
docente, por ejemplo en el Barnard College
neoyorkino, en el que estudiaron escritoras
como Patricia Highsmith o Edna St. Vincent
Millay. Tiempo después, Cheever demostrará
ser también un competente docente de escritura creativa en Iowa, dentro de un taller en el
que tendrá como alumnos a gente como Anne
Sexton, Raymond Carver o John Irving.
Pero hemos adelantado acontecimientos. A
mediados de los 1920, el negocio de calzado
del padre se va a pique, y el patriarca se hunde
en el alcohol. La madre echa su cuatro de espadas y abre una tienda de regalos, y luego otra,
que funcionan bien, aunque a John siempre
le abochornarán. Coincide este desbarajuste
con la vuelta a casa del hermano mayor, Fred,
al que John se apega inmediatamente. Los
dos chicos se hacen inseparables, frecuentan
tugurios y no hay que descartar que llegaran
a una relación incestuosa. Los dos hicieron
una escapada a Europa (Munich y Paris) y,
al regreso, John dejó el área de Boston y se
trasplantó a Nueva York. Una descendiente
de Hawthorne, Hazel Hawthorne, le presentó
al Manhattan literario y Cheever se encontró
a los veinte años tomando cócteles con luminarias como Dos Passos, E.E. Cummings,
Sherwood Anderson o Edmund Wilson. Para
entonces, Malcolm Cowley, el editor de The
New Republic, cree en firme en el talento de
aquel joven y mueve hilos para que pueda
trasladarse a Yaddo, la residencia para escritores creada por la familia Trask en Saratoga
Springs. El plan prosperó y, en los años 1934
y 1935, “el artista adolescente” disfrutó de una
mansión Tudor para escribir en un ambiente
tranquilo y pastoral, al lado de personas con
idénticas inquietudes. Blake Bailey dice en
cualquier caso que Cheever produjo allí muy
poca prosa y en cambio bebió de lo lindo y tuvo numerosos escarceos eróticos con colegas
de ambos sexos. Cheever, además, estrechó
un fuerte vínculo con la directora del establecimiento, Elizabeth Ames, y hasta el final de
su vida habló bien de este lugar de retiro, “el
único en el que me he sentido en casa”.
La santa y el superviviente
A finales de 1935, nuestro hombre se reintegra a la bohemia de Nueva York y comparte
amistad con el fotógrafo Walker Evans. No
sólo amistad: Bailey registra un encuentro
sexual rápido, tras el cual el escritor se escabulle hacia la calle y pasa el resto de la noche
en un banco, frente al Hudson. En esa época,
a Cheever le causaba pavor la intermitente
atracción que sentía por los hombres y tenía
muy presente a su colega Hart Crane, que se
lanzó por la borda de un barco, al parecer incapaz de vivir su homosexualidad. Desde entonces y hasta la cuarentena, Cheever mantuvo
más o menos a raya esta clase de instintos, y
consideraba que “cada hombre atractivo, cada
cajero de banco y cada chico de los recados
apuntaban a mi vida con una pistola cargada”.
Por tanto, se abstenía de ir más allá.
En 1935 también, la revista New Yorker le
compra por 45 dólares Buffalo, primero del
centenar largo de cuentos que llegará a publicar en esa cabecera. Animado, envía otros, que
le son rechazados. Más adelante, la también
prestigiosa The Athlantic Monthly se le queda
otra short story, De pasada, y su autor se pone
tan contento que se compra unos zapatos nuevos. Entretanto, su mentor, Malcolm Cowley,
John Cheever pesca junto a su hijo Federico en un muelle de Whiskey Island.
le ha impulsado a urdir una novela y en paralelo sigue produciendo otros relatos, con el
golpe de suerte de que Collier’s le compre Su
joven esposa ¡por quinientos dólares! En 1938,
en todo caso, el New Yorker estrena un nuevo
editor de ficción, William Maxwell, y para
Cheever este nombramiento no puede ser
más propicio. Maxwell reconocerá enseguida
el genio de su colaborador y, gracias a él, éste
podrá colocar en la revista, a partir de 1940,
por lo menos un relato al mes.
Una lluviosa tarde de mayo de 1939, el
emergente cuentista coincidió en un ascensor
de la Quinta Avenida con una bella jovencita,
que resultó ser la secretaria de su agente literario. No tardó en cortejarla y acabó casándose
con ella en 1941. Mary Winternitz (todavía vive, tiene 91 años y habita aún el último domicilio de la pareja) procedía de una distinguida
familia de origen austríaco. Su madre era hija
del coinventor del teléfono y su padre era un
legendario deán de la facultad de Medicina
de Yale. Mary podría figurar entre las santas
mártires de la literatura universal, al lado de
Sophia Tolstói o Nora Joyce: aguantó todos
los excesos y neuras de su pareja, y conllevó
como pudo su alcoholismo y su tormentosa
bisexualidad.
El ataque de Pearl Harbour de finales de
1941 situó de golpe a Cheever en una nueva
tesitura. Se alistó en la Armada y se dirigió a
un campamento de adiestramiento en Carolina del Norte. Un comandante del cuerpo tuvo
Sus relatos le salvaron
la vida: muchos de sus
compañeros cayeron en
las playas de Normandía.
ocasión de leer algún que otro relato de aquel
soldado raso, ordenó que se le eximiera de ir
a Europa y lo puso a escribir guiones para la
Army-Navy Screen Magazine. Esta medida
probablemente le salvó la vida a Cheever: muchos de sus compañeros de barracón caerían
en la playa de Utah durante el desembarco de
Normandía. Desde entonces, John se sintió
siempre un superviviente. Contribuyeron a
esta sensación de renacimiento dos hechos
puntuales: Mary le dio una hija, Susan, y en
1943 apareció su primera colección de relatos,
The Way Some People Live, un volumen del
que de mayor renegará y que literalmente
destruirá cada vez que dé con un ejemplar.
Terminada la guerra y reintegrado él a la vida civil, John, Mary y Susan se instalan en un
pequeño apartamento neoyorquino (novena
planta) junto a Sutton Place, en una zona exclusiva. Cada mañana, durante los siguientes
cinco años –nos cuenta Blake Bailey–, John
se pone su único traje y comparte el ascensor con otras personas que van a trabajar;
“él, por el contrario, se limitaba a bajar a un
QUÉ LEER
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Galería de clásicos
!
ÉXITO TOLSTOIANO
Cheever, portada de “Time” en 1964.
desván que había en el sótano,
donde se quitaba el traje y se
ponía a escribir en calzoncillos
hasta el mediodía”. Se resarcía
de tal régimen claustrofóbico
en la finca de sus suegros en
Treetops. Allí contrapesaba sus
largas horas de escritura cortando leña, o blandiendo una
guadaña, que el jardinero de los
Winternitz le enseñó a manejar. El trabajo físico intenso le
ayudará a menudo a conjurar
las depresiones.
Para subirse la moral,
Cheever se escribía a
sí mismo falsas cartas
laudatorias de Auden,
Bellow o Trilling. Y, cuando
por fin pudo culminar
su novela Crónica de los
Wapshot, una vez más se
mandó a sí mismo una
misiva ditirámbica: “Lo más
grande desde Guerra y paz”.
La Crónica ciertamente
le dio un espaldarazo; la
intelligentzia norteamericana
reconoció su originalidad y
el gran público refrendó el
éxito: el libro vendió 20.000
ejemplares en tapa dura
y 170.000 en bolsillo, y su
autor pudo soñar una noche
con la siguiente fantasía: los
Eisenhower en el dormitorio
de la Casa Blanca, ella con el
Washington Star, él con
los Wapshot.
Entre la clase media
Durante los últimos años 1940,
Cheever recobra su confianza
como escritor. A pesar de estar
embarrancado en una novela (que será la Crónica de los
Wapshot), no para de publicar historias en el New Yorker,
cuyos mandamases le dan ya
un trato igual al que conceden a Salinger,
O’Hara o Irwin Shaw. Recibe puntualmente
un cheque y cartas de lectores que le felicitan.
Cheever da entonces un giro en su cuentística
y se lanza hacia historias de más alcance y
sutileza, tramas en las que, tras un farisaico
decoro, late el gusano de la corrupción. Surgen así piezas como La historia de Sutton
Place y, sobre todo, La monstruosa radio, que
deja pasmado al editor Harold Ross, quien le
escribe: “Acabo de leer tu relato…y te envío mi
respeto y mi admiración”. Esta ola de elogios
resuena lógicamente en los oídos de Mary
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QUÉ LEER
El escritor juega al backgammon con Gore Vidal durante una visita a Bulgaria.
Winternitz, que a partir de entonces pone todas sus energías
en facilitar la atmósfera idónea
a las aspiraciones de su marido. Cheever siempre adoleció
de inseguridad sobre su propia
valía y nada le satisfacía tanto como el reconocimiento de
sus pares. Cuando terminó El
marido rural, medio consciente
de que había completado una
pequeña obra maestra, corrió a
ofrecérsela a William Maxwell,
quien no tardó en emitir un
veredicto entusiasta. Cheever
siempre se ufanaría además de
que Nabokov lo tuviese entre
su media docena de relatos favoritos. Otro gran momento
de orgullo le vino, mucho más
tarde, cuando supo por la viuda
de Hemingway que éste una
madrugada corrió a despertarla
para manifestarle la exaltación
que le había provocado la que quizás sea su
mejor historia, Adiós, hermano mío.
En 1951, John, Mary, Susan y un nuevo
hijo, Ben, se mudaron al extrarradio, a Scarborough, una urbanización presidida por una
matrona millonaria, Narcissa Vanderlip, y
poblada por una comunidad de vecinos más
o menos convencionales que darán mucho
juego al recién llegado. Cheever vivirá en
este “gallinero” diez años, lo que le servirá de
cantera para muchas de sus ficciones, ambientadas precisamente en un microcosmos que
él denominará Shady Hill. Su fama de gran
cronista de los suburbios, de “Chejov de las
urbanizaciones” (en palabras del crítico John
Leonard), se la ganará a partir de su propia
experiencia entre los burgueses de Westchester. Nadie como él va a describir el drama
profundo que subyace detrás de una middle
class que, en medio de guateques, partidas
de backgammon y colectas benéficas, camina
en la cuerda floja de una existencia al borde
del fracaso. Como diría su colega y amigo
John Updike, el complejo residencial en las
afueras ha favorecido mucha literatura, pero
sólo Cheever lo ha convertido en un espacio
arquetípico.
En la década de los 1950 le llovieron premios (el O’Henry, el National Book Award)
y becas (la Guggenheim). Además, tuvo también una oportunidad de romper con su monotonía suburbana en Scarborough (donde
llegó a formar parte del cuerpo de bomberos):
en 1956-57 residió en Italia gracias al importe
de un premio del National Institute of Arts (se
llevó consigo a mujer e hijos). Roma le decepcionó (“¿Eso es todo?”, se preguntó delante de
la tumba de Augusto). El Harry’s Bar de Venecia le pareció asqueroso. Y sólo los acantilados
de Porto Ercole encendieron su imaginación.
En Italia nació un tercer hijo, Federico, por el
que sentirá una predilección especial.
De vuelta a América, Cheever resolvió dejar Scarborough. Estaba harto de vivir entre
hombres de negocios que, en las fiestas de
vecindario, le trataban con condescendencia
y hasta con zumba. Él y Mary localizaron una
granja de estilo colonial holandés en Ossining,
a unos cincuenta kilómetros de Manhattan, y
allí se mudaron. Hubieron de afrontar gastos
y reticencias (el gerente del New Yorker consideraba que “los colaboradores a tanto la pieza
no deberían tener propiedades”) pero, una
vez instalados, se sintieron en un lugar casi
de ensueño. “Sabemos que sus vistas sólo las
supera la bahía de Nápoles”, se vanagloriaba
él, quien por lo demás siguió frecuentando la
comunidad de Westchester (a sólo veinte kilómetros de allí) y arrancándole temas para sus
cuentos. Narcissa Vanderlip se había acondicionado un refugio antiatómico y ello le dará
pie a Cheever para armar uno de sus relatos
más corrosivos, El brigadier y la viuda del golf.
William Maxwell, por cierto, quiso eliminar la
coda de esta narración, lo que desencadenó un
ataque de ira por parte de su artífice: “Si me
cortas esta historia… no volveré a escribir ninguna más, ni para ti ni para nadie. Ya puedes
contratar a ese inútil de Salinger para que te
escriba tu mierda de relatos”.
pero cada vez hacía más excursiones furtivas
a la despensa de su casa y se tomaba unos
lingotazos de ginebra. Cuando el hogar se le
hacía opresivo, se largaba a Yaddo y trataba
de recuperar sus poderes como creador. Pero
allí le acechaban tentaciones irresistibles para
el lado más reprimido de su sexualidad; en
1965 tuvo un lío con Harold Brodkey y en
1967 con otro interno, Ned Rorem. En todo
caso, en 1964 pudo concluir El escándalo de
los Wapshot, logró ser portada en Time y tuvo
la agradable sorpresa de que le empezaran a
reconocer en la calle. Encima, Alan Pakula le
compró los derechos al cine de los Wapshot
(las dos partes) por 75.000 dólares, y John conoció de rebote a su atractiva pareja, la actriz
Hope Lange, de la que se sintió prendado. En
1969, John y Hope tendrán un tórrido affaire
y ella llegará a decir de él que fue “el hombre
más calentorro que nunca haya conocido”.
Una sombra errante y ansiosa
Los brotes de irascibilidad de Cheever serán
recurrentes en esta nueva década, y Blake
Bailey nos ofrece claves sobradas para entenderlos. Corto de fondos, a Cheever no le
tocó más remedio que arrimarse a Hollywood
y trabajar para la Fox. Allí sucumbió a una
relación sexual con un escritor treintañero,
Calvin Kentfield, y a su vuelta a Ossining
le carcomieron los remordimientos, sintió
desprecio hacia sí mismo y empezó a atizarse
grandes dosis de alcohol. Su aprensión a no
ser un escritor de auténtica talla y los bloqueos
creativos que le acompañaron en la gestación
de sus siguientes novelas (El escándalo de los
Wapshot, 1964; Bullet Park, 1969) contribuyeron a que franquease la cincuentena con esa
sensación que él definiría como de sentirse
como un traje viejo al fondo de un armario.
Jekyll y Hyde se disputarán cada vez más encarnizadamente su naturaleza. Si le miramos
en las fotos de esa época, sentado en su despacho frente a la Olivetti y con un perro labrador
a sus pies, parece un páter familias sereno,
contento con su suerte, orgulloso de su hogar.
Pero en él alentó también un ser depredador
y secreto, vorazmente dionisíaco y caprichoso,
cuyos duplicados encontramos de hecho en
los protagonistas de cuentos como El ladrón
de Shady Hill, El nadador o El marido rural,
sombras perpetuamente errantes y ansiosas
en un mundo de casas solventes y piscinas y
céspedes inmaculados.
“Puede que fuese infiel. Puede que fuese
un borracho, pero siempre estaba en casa a
la hora de cenar”. Así describe a su marido
Mary Winternitz, dando en el clavo de su
condición bifronte. El Cheever maduro se aferraba sinceramente a sus hijos y a su mujer,
“Puede que fuese infiel
y un borracho, pero
siempre estaba en casa
a la hora de cenar.”
calao de la ficción corta otros nombres –Barth,
Bartheleme…– y, si él incursionaba como ellos
en territorios experimentales, el New Yorker
le rechazaba los originales, que acababan
apareciendo en Playboy o Esquire. En 1973 se
publicó su quinta recopilación de relatos, El
mundo de las manzanas, pero de la decena de
piezas que contiene, sólo la que le da título y
Las joyas de los Cabot están a la altura de su
talento. La verdad es que el alcohol, consumido a litros y a menudo a escondidas, lo estaba
llevando a una situación de caída libre. En
1974 y 75 no era raro verle tambaleante por
las calles de Boston, absolutamente ebrio. Sus
abusos con la bebida le llevaron varias veces al
hospital y por fin hubo de ponerse en manos
de una clínica de desintoxicación.
“Quiero seguir creyendo que mi musa anda por ahí, pero ya no estoy muy seguro”,
confesó tras salir del centro más o menos
restablecido. Gracias a una lucha denodada
por mantenerse sobrio, consiguió ultimar una
cuarta novela, Falconer, un sórdido retrato
de la vida carcelaria. Cheever no partió de
cero al completar ese libro: en 1971-72 (como
hiciera Chejov marchando al penal de Sajalin)
aceptó impartir un taller literario en la prisión
de Sing Sing y se hizo amigo de un recluso,
Donald Lang, al que Blake Bailey acaba contabilizando entre sus amantes. Falconer se
Cheever emprenderá diversos viajes (a Ir- recibió con elogios generales y Bellow entonó
landa, a Seúl, otra vez a Italia), pero el que uno de los más sentidos: “Es un libro esplénmás le gratificará será el que le lleve a Rusia dido… Deberías vender cientos de miles de
dentro de un programa de intercambio cultu- ejemplares a no ser que el país se encuentre
ral. En Moscú, a pie de avión, le recibió una mucho más depravado de lo que yo creo”. Su
delegación de escritores soviéticos al grito consagración, en todo caso, le vino en 1978,
de “¡Cheever, Cheever, Cheever!”. Enseguida cuando el editor Robert Gottlieb –el mismo
(cuenta Blake Bailey) le dieron abrazos de oso, que rechazaría La conjura de los necios– le
brindaron en su honor con vodka y le obse- convenció de que publicase sus mejores relaquiaron con toda clase de agasajos. Durante tos. El sello Knopf sacó a la calle The Stories of
la estancia, el norteamericano anudó una John Cheever, la obra se llevó el Pulitzer y, a
amistad de por vida con su traductora Tatia- partir de ese momento, ya nadie le discutió su
na Litvinov (hija de un ministro de Stalin) y condición de clásico.
también se ganó el afecto del poeta
En verano de 1981, a Cheever
Yevgeny Yevtuchenko, quien una
se le detectó un cáncer en un rivez le preguntó: “¿Cuántas cartas
ñón. El “Ovidio de Ossining” –así
de lectores recibes?”, a lo que el
le había bautizado un crítico– no
otro contestó que diez o doce a la
se engañó sobre su próximo final.
semana. “Yo recibo dos mil diaPero para entonces sus dudas sorias”, le espetó el ruso con alegre
bre el sentido de su trabajo ya se
campechanía.
habían evaporado. “Una página
Los últimos doce años de la vida
de buena prosa siempre será inde Cheever van a ser duros. Ya en
vencible”, diría en el Carnegie Ha1969 su tercera novela, Bullet Park,
ll, cuando se le otorgó la National
recibió toda clase de bofetadas.
Medal for Literature. La muerte
Cheever.
Al comenzar los 1970, se sentía
le sobrevino poco después, el 18
Una biografía
literariamente desfasado. “Estoy
de junio de 1982, en su casa de
Blake Bailey
terriblemente pasado de moda. Ya
Ossining, ese puerto al que siemDuomo
nadie me lee”, repetía a quien quepre acababa atracando después
888 págs. 42 ¤.
ría oírle. En efecto, cortaban el bade múltiples merodeos. n
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