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Los 'mitos urbanos' de la parapolítica 1
Por: GUSTAVO DUNCAN2
El académico Gustavo Duncan hace un análisis de 4 puntos polémicos de este fenómeno.
Ahora que la parapolítica comienza a ser parte del pasado, es tiempo de reflexionar sobre lo ocurrido sin
tantas pasiones. Una forma peculiar de hacerlo es utilizar la analogía de los 'mitos urbanos' para descifrar qué
tanto hay de cierto y qué tanto de mentira en las percepciones de la opinión pública. Aquí me aventuro con
cuatro mitos:
Mito 1: Los paramilitares eran sólo una herramienta de élites más poderosas.
Falso. Este es un mito generalizado dentro de la izquierda colombiana. Ciertamente, políticos, empresarios,
militares y demás miembros del establecimiento han mantenido algún tipo de alianza con narcotraficantes y
ejércitos privados. Y puede ser que en sus inicios algunos de ellos hayan participado activamente en la
organización de estos grupos. Sin embargo, ya para mediados de los noventa los paramilitares no eran una
marioneta de nadie, sino que eran un poder per se. Don Berna, Macaco, Mancuso, Jorge 40, los hermanos
Castaño y demás comandantes, habían organizado poderosos ejércitos de varios miles de hombres.
Disponían de fortunas que fácilmente superaban los centenares de millones de dólares. Y más importante
aún, se habían convertido por esfuerzo propio en el estado local. Eran ellos quienes cobraban impuestos y
administraban la ley en muchas regiones. ¿Por qué entonces les iban a regalar semejante poder a las élites
tradicionales?
Más bien habría que indagar las razones por las que los paramilitares tuvieron que realizar concesiones de
poder a las élites tradicionales y en qué consistían estas concesiones de acuerdo al poder de las partes. En el
plano regional, donde estas alianzas fueron más visibles y sólidas, los motivos giraban alrededor de la
necesidad de protección y recursos por parte de los sectores tradicionales. Si se era un político de provincia,
las posibilidades de tener éxito en el juego electoral eran muy estrechas si no se contaba con el respaldo del
grupo armado que controlaba la zona.
Si el candidato y sus colaboradores no eran asesinados, los potenciales seguidores eran amenazados o
simplemente se presionaba a quienes contabilizaban los votos para alterar los resultados. No hay que olvidar,
además, que la guerrilla había creado una situación insostenible para las clases altas locales. Terratenientes,
comerciantes y demás notables de provincia no tenían más opción que acoger a los paramilitares para
salvarse de un secuestro o de un destierro seguro. La existencia de un enemigo común, la guerrilla, facilitó
estos acuerdos.
De otra parte, las economías locales no tenían como convertirse en un contrapeso a las inyecciones de
recursos que traía el narcotráfico. Ningún empresario legal estaba en condiciones de financiar un candidato
competitivo. La clase política local debía pactar con los poderes emergentes para poder tener algún chance
en las elecciones. No se trataba de un dilema de honestidad. Desde mucho antes los políticos robaban
sistemáticamente del presupuesto público para financiar sus campañas y lucrarse. Pero ahora los costos de
las campañas se habían disparado porque con los nuevos recursos el clientelismo se había expandido hasta
Periódico El Tiempo. Bogotá, enero 27 de 2011. http://www.eltiempo.com/justicia/ARTICULO-WEBNEW_NOTA_INTERIOR-8802008.html
2 Es politólogo con maestría en Seguridad Global de la U. de Cranfield. Profesor de Ciencia Política de la U. de Los
Andes. Autor del libro 'Los señores de la Guerra', en el que analiza el fenómeno paramilitar. Es candidato a doctorado
en C. Políticas de la U. de Northwestern.
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la entrega de electrodomésticos. Quien no tenía acceso a esa fuente adicional de recursos, simplemente no
era competitivo.
¿Qué recibían los paramilitares a cambio? Paradójicamente Colombia es un estado fuerte. La crisis de
seguridad de los últimos 30 años no ha puesto en riesgo la existencia de las instituciones democráticas. Para
poder convertirse en el poder local se necesitaba establecer alianzas con quienes ocupaban las instituciones
locales. Un paramilitar con un ejército de miles de hombres sin algún tipo de acuerdos con los gobernadores,
los senadores y los organismos de seguridad de una región inevitablemente se iba a encontrar en una
situación de enfrentamiento con la institucionalidad. Era imposible que cuando una patrulla de cien soldados
se topara con un comando de otro tanto de paramilitares el resultado no fuera catastrófico sin la existencia de
cierta coordinación entre las partes.
En el caso de las élites nacionales, la situación era muy diferente.
La clase política, los empresarios, los medios de comunicación y la ciudadanía en su conjunto sí tenían como
hacer contrapeso a los narcotraficantes y a los ejércitos privados. Sin embargo, nunca optaron por una
estrategia decidida en contra de los paramilitares.
¿Por qué? A mi modo de ver porque implicaba unos costos políticos y económicos que no estaban dispuestos
a asumir. ¿Si se reprimía el narcotráfico quién iba a pagar el deterioro de las economías locales? Ni los
grandes 'cacaos' ni la clase alta y media de las grandes ciudades estaban dispuestos a transferir más
recursos a unas élites de provincia que se habían probado corruptas e ineficientes.
Y aún suponiendo que se hubiera reprimido la economía ilícita y no se hubiera hecho mayor cosa por el
bienestar de las regiones, existía otro costo imposible de asumir. La arremetida paramilitar de finales de los
noventa y principios del dos mil significó un alivio frente a la expansión de la guerrilla. En últimas, quien pagó
gran parte de la cuenta de cobro de la lucha contra la subversión en los momentos más álgidos de la crisis de
Samper y la negociación de Pastrana con las Farc fue el narcotráfico. De otra manera las élites del centro
hubieran tenido que recurrir a su bolsillo para evitar un deterioro aún más dramático de la seguridad. De allí
que el auge paramilitar que condujo a la parapolítica tuvo su principal explicación no en la organización de
ejércitos privados por las grandes élites de Colombia, sino en la delegación del poder regional a
narcotraficantes y ejércitos privados. La clase política investigada por la parapolítica fue aquella que sirvió de
mediadora en la delegación de dicho poder.
Mito 2: La parapolítica fue el resultado del enfrentamiento entre Uribe y las Cortes. Por lo tanto, la
parapolítica nunca existió.
Cierta la primera afirmación, falsa la segunda. Nadie podría negar al día de hoy que Uribe y los magistrados
de la Corte Suprema mantuvieron un pulso de fuerza durante la mayor parte de sus ocho años de Gobierno.
Tampoco podría negarse que la estrategia de ambas partes consistió en deslegitimar a su oponente al
denunciar la existencia de vínculos con actores ilegales. El problema estaba en que la mayoría de los casos
estos vínculos no eran la invención de unos jueces con ansias de conspirar, sino de una realidad que se
desbordaba.
No iba a ser muy difícil para cualquier investigador judicial que hiciera su trabajo de manera juiciosa
tropezarse con los hechos.
Las cifras electorales, los testimonios y las pruebas materiales sobraban por una razón simple: el oficio de la
política en las regiones colombianas estaba atravesado por las armas y recursos de origen dudoso. Bastaba
que alguien se sintiera amenazado, traicionado o interesado en algún beneficio judicial para que las pruebas
afloraran. Rafael García, 'Pitirri' y 'Tasmania' son el ruido de una realidad que no podía seguir permaneciendo
oculta a la opinión.
El paso siguiente y obvio de la Corte fue utilizar las pruebas para responder las andanadas de Uribe. En ese
sentido fueron bastante efectivos para resquebrajar la colectividad política que soportaba al Gobierno
nacional. Pero no hay mayor evidencia que dé a pensar que el grueso de las investigaciones de la Fiscalía y
la Corte sean parte de una conspiración. De hecho, las evidencias de una conspiración apuntan más hacia el
Gobierno de entonces. Las chuzadas del DAS, el montaje de 'Tasmania' contra el Magistrado Velázquez y la
filtración a Semana de la falsa asistencia de Ascencio Reyes a la posesión del fiscal Iguarán no dejan lugar a
dudas. Pero aún suponiendo que las acusaciones del ejecutivo contra la rama judicial sean ciertas, éstas no
niegan la existencia de la parapolítica. Al contrario, reforzarían la tesis de que en Colombia el narcotráfico y
los ejércitos privados son actores fundamentales dentro de las instituciones del país.
Mito 3: Las confesiones de los paramilitares obedecieron a una venganza de delincuentes que se
sintieron traicionados.
Cierto, pero no por eso lo que contaron es falso. La traición efectivamente existió porque los vínculos con los
políticos fueron un hecho real. La clase política había establecido unos parámetros básicos de negociación
con los paramilitares en el marco del proceso de paz. A cambio de no delatar sus vínculos en el proceso de
Justicia y Paz, la clase política debía garantizar su inserción en la legalidad bajo unas condiciones
convenientes a los jefes paramilitares. Pero las premisas del acuerdo eran muy volátiles. El riesgo de que
otras fuerzas sabotearan cualquier intento de encubrir a los políticos y la necesidad de continuar delinquiendo
para mantener su poder perfilaron un escenario en que las partes rápidamente iban a verse enfrentadas.
Apenas el Gobierno encarceló a los paramilitares en Itagüí, las chispas se convirtieron en incendios.
Presionado por Mancuso, De la Espriella reveló el pacto de Ralito como una advertencia a la clase política.
Pero ya no había punto de retorno. La Corte aprovechó la oportunidad y presionó a la Presidencia. Los
nuevos testimonios sirvieron para profundizar la parapolítica. Las pruebas y las delaciones resquebrajaron la
coalición política que respaldaba a Uribe. A medida que la justicia presionaba a los paramilitares en sus
procesos para contar la verdad, las suspicacias entre las partes aumentaban. Los políticos pensaban que los
paramilitares se iban a destapar en cualquier momento, mientras que los paramilitares vislumbraban que nada
de lo prometido iba a ser cumplido.
Pese a todas las retaliaciones y desconfianzas, políticos y paramilitares pretendieron continuar los acuerdos.
Si bien algunos jefes paramilitares como 'Macaco' habían decidido apostar sus cartas a la Corte, la mayoría
continuaba del lado del Gobierno. Prueba de ello es la visita de Job a la Casa de Nariño. El objetivo de este
encuentro era coherente con la premisa fundamental que llevó al acuerdo de paz de Ralito: a cambio de no
desvertebrar el poder político de las regiones a partir de sus declaraciones a la justicia, los paramilitares
recibirían beneficios en su tratamiento por el Estado. La diferencia estaba en que además había que
deslegitimar a la Corte y en que las concesiones del Gobierno se reducían sustancialmente a lo pactado en
sus inicios. Ahora la cuestión no era si cumplirían su pena por fuera de una prisión, sino en cómo iban a ser
las condiciones carcelarias.
Pero nuevos acontecimientos hicieron que Uribe no demorara en doblar las apuestas y patear la mesa.
Corrieron rumores de que los paramilitares estaban pensando tomar partido por la Corte. Una borrachera
desafortunada de un abogado en La Picota prendió las alarmas en las huestes del Gobierno. El riesgo de que
el resto de los paramilitares se fueran del lado de la Corte no dejaba mayores opciones al Presidente. La
extradición podía ser riesgosa en el largo plazo pero quitaba de por medio un ruido que progresivamente
minaba el capital político del gobierno. Las declaraciones de Uribe fueron contundentes cuando sostuvo que
había extraditado a los 14 jefes paras porque se estaba cocinando una alianza siniestra entre legales e
ilegales.
Desde sus prisiones en Estados Unidos, los jefes paramilitares han tratado de retomar su participación en el
proceso. Sin embargo, hasta ahora es muy poco lo que han podido hacer para vengar la traición. Las
declaraciones de Mancuso, el 'Tuso' Sierra y Don Berna tuvieron efectos mediáticos momentáneos pero sus
repercusiones judiciales son mínimas en comparación con sus denuncias. Las amenazas a sus familiares, la
debilidad de los mecanismos judiciales y, sobre todo, el poco interés de Estados Unidos por permitir que se
afecte la reputación de los gobernantes de los países comprometidos con la extradición, no permiten
consumar la venganza. Aunque no hay que olvidar aquel proverbio chino que dice que la venganza es un
plato que sabe mejor frío.
Mito 4: El Presidente no sabía nada de las alianzas que se estaban tejiendo entre políticos y
paramilitares.
Falso. Es fácil demostrar que Uribe estaba enterado de lo que sucedía en las regiones colombianas desde
antes que la justicia emitiera decisiones al respecto. La defensa que realizó de Jorge Noguera ante los
medios, la denuncia del alcalde de El Roble en un Consejo Comunitario, su posterior asesinato y el
nombramiento de su presunto asesino en un cargo diplomático y, en general, el rechazo a los
cuestionamientos de los miembros de su coalición de gobierno, demuestran que Uribe estaba enterado de lo
que sucedía pero estaba más preocupado por mantener su gobernabilidad. ¿Qué otra conclusión puede
sacarse cuando les pidió a los congresistas que antes de irse a la cárcel por la parapolítica le votaran sus
proyectos?
En gracia de discusión, podría concederse que la realidad política de las regiones era un asunto que
rebasaba a Uribe de la misma manera como lo había hecho con todos los Presidentes anteriores.
Es imposible en Colombia construir mayorías democráticas para gobernar si no se apela a una clase política
que en las regiones ha desarrollado todo tipo de vínculos con narcotraficantes y organizaciones violentas. Y
es seguro que los Presidentes, como animales políticos que son, saben muy bien cuáles son los intereses
que en últimas mueven a los senadores, representantes y demás políticos profesionales que sostienen su
gobernabilidad.
La diferencia está en el tipo de concesiones que se realizan con las colectividades políticas. Es normal que
los Presidentes entreguen el manejo de cuotas burocráticas, espacios de poder institucional y hasta contratos
públicos a cambio de mantener el respaldo de una colectividad política. Pero cuando la base de la
colectividad que apoya al ejecutivo se encuentra cuestionada hasta el tuétano y el Presidente insiste en
defender su legitimidad, la cuestión es más complicada. Quiere decir, ni más ni menos, que se está
comprometido con esa forma de poder.
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