Acerca de la condición de la mujer

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ALAI, América Latina en Movimiento
2013-10-02
ACERCA DE LA CONDICIÓN DE LA MUJER
Victor Montoya
En muchas épocas y culturas se puso en duda la condición humana de
la mujer. Se usó y abusó de ella como un objeto cualquiera. Los
hombres, en algunas civilizaciones, no estaban convencidos de que la
mujer fuera enteramente una criatura humana, y en el Concilio de
Mâcon, en el siglo IV de nuestra Era, se discutió frenéticamente si acaso
la mujer tenía alma, habiéndose resuelto la cuestión por una escasa
mayoría.
Durante siglos fueron pocos los que cuestionaron la “inferioridad de la
mujer”, incluso hubieron quienes suponían que el cerebro femenino era
más pequeño que el del varón y su naturaleza más emotiva. No es
casual que Mary Alice Waters, en su ensayo “Marxismo y feminismo”,
nos diga: “En la Edad Media, los teólogos (todos ellos hombres)
discutían incluso si las mujeres eran seres humanos -¿Tienen un alma,
o eran más equiparables a los animales superiores, como los caballos y
perros?-. Las mujeres mismas internalizaron estas actitudes y creían en
ellas o las aceptaban”.
La Iglesia católica, que ejerció un poder omnímodo sobre el mundo
feudal y constituyó la única institución educativa hasta los albores del
capitalismo, fue la primera en predicar que la opresión de la mujer era
algo “natural”, pues en el Génesis se dice que, por haber desobedecido
al Creador y haber incurrido en el pecado, estaba condenada a vivir
sometida a la autoridad del hombre. Asimismo, los Diez Mandamientos
del Antiguo Testamento no se refieren, en realidad, más que al hombre,
mencionándose a la mujer solamente en el noveno, confundida con los
criados y animales domésticos.
Según el cristianismo, la mujer depende del hombre no sólo porque fue
creada de una de las costillas de éste, sino también porque a través de
ella entraron los males en la Tierra, sobre cuyas premisas se
fundamentaron las doctrinas misantrópicas de la continencia y la
negación a la carne. La mujer estaba considerada como apóstol del
diablo y como amenaza potencial para los intereses espirituales del
hombre. De modo que, durante el auge del romanticismo y la
caballerosidad hacia la mujer, se cometieron discriminaciones tan
brutales como el uso del cinturón de castidad. Los romanceros dan
cuenta de que los caballeros, antes de partir a las cruzadas, dejaban a
sus mujeres en los conventos por razones de honor.
Las mismas instituciones encargadas de tender un manto negro sobre
la sexualidad femenina, se encargaron de pregonar la idea de que la
mujer decente no tenía sensaciones de placer sexual y que su órgano
genital era un orificio oscuro y sucio, que no debía mirarse ni tocarse.
El celibato, como requisito fundamental para el sacerdocio, era
sinónimo del desprecio por el cuerpo y el sexo. La Iglesia impuso a sus
feligreses una vida de abstinencia de las relaciones sexuales, puesto
que en los tiempos paganos de la antigüedad se consideraba el celibato
como algo más honroso que el matrimonio. Esta idea de pureza religiosa
ha aumentado la tendencia a quitar valor al matrimonio y envilecer las
relaciones sexuales, y ha llevado a que centenares de sacerdotesy
monjas se esfuercen por llevar una vida entre votos de castidad.
El dogma de la perenne virginidad de María, que representa ante todo
un modelo eminente y singular de maternidad, ha perpetuado la idea de
que las relaciones sexuales son inmundas. Una tradición católica y
ortodoxa, de hace unos quince siglos atrás, sostiene que María fue
siempre virgen, lo que hace suponer que ella y José nunca tuvieron
relaciones sexuales, y que los hermanos de Cristo eran en realidad sus
primos.
Esta idea consolidó la tradición del celibato para monjas y sacerdotes,
aunque algunas investigaciones confluyen en señalar que los “cuatro
evangelios canónicos” proporcionan evidencia concordante de que
Cristo tuvo verdaderos hermanos y hermanas en su familia. Por cuanto
se debe aceptar el claro testimonio bíblico de que, después del parto de
María, José llevó una vida conyugal normal con ella y engendró otros
hijos e hijas. Además, esta controversia indujo a la teología a reflexionar
en torno a esa mentalidad tan arraigada entre los católicos, quienes
consideran que el placer es algo malo, que deteriora, que es mejor el
sacrificio y que al cuerpo es mejor ofrecerle palos que placer.
Los reformadores del siglo XVI, que encontraron en Martín Lutero a su
máximo exponente, rechazaron el celibato religioso y la concepción de
que la mujer era un ser maligno, pero, a su vez, propagaron la
retrógrada teoría de que la mujer estaba hecha por naturaleza para una
vida de servidumbre y sumisión, y que dentro de la familia debía
obedecer al marido, porque el hombre es la imagen y la gloria de Dios, y
ella la gloria del hombre. “La autoridad espiritual del marido
manifestaba un colorido necesario: la inferioridad de su esposa”, afirma
Roberta Hamilton en su tesis “La liberación de la mujer”, y añade:“Esta
inferioridad provenía de dos fuentes. En primer término, ‘la naturaleza
de la mujer’ la encuadraba dentro de una vida de sumisión. Las
analogías biológicas eran populares como elementos de sostén de esta
posición: los hombres eran la cabeza, el cerebro, las mujeres eran el
cuerpo”.
El matrimonio se trocó en el único sacramento capaz de dignificar a la
mujer ante el hombre y la sociedad. Una mujer fuera del matrimonio
valía tanto como una mujer que no podía traer hijos al mundo. JeanJacques Rousseau estaba también consciente de que el único lugar
donde la mujer podía realizarse y existir como individuo, o sea como
ciudadana, era dentro del contexto familiar. Por eso era costumbre que
la mujer se case relativamente joven, y que, una vez desposada, se
ocupe de los deberes del hogar y la educación de los hijos.
Desde la antigüedad, la mujer culta y dedicada a la vida profesional
estaba vista como un ser indeseable, anormal y poco femenina; en
cambio una mujer que vivía como ángel de la guarda del hogar,
dedicada a la maternidad y la felicidad del marido, encajaba
perfectamente en los cánones de la Iglesia. En primer lugar, la mujer
debía ser devota, ya que si amaba y obedecía a Dios, amaría y
obedecería también a su marido; y, en segundo lugar, la mujer debía
cultivar la “elegancia social” y, sobre todo, la tolerancia, ya que una
mujer jovial, amable y de carácter afable -en especial para con el
marido- evitaría toda violencia y furor.
Por otro lado, cabe añadir algunas líneas sobre la imagen creada por la
Iglesia respecto a la “mujer detestable” y la “mujer venerable”, pues ésta
es una de las lápidas que más ha pesado sobre la mujer, y, aunque los
historiadores admiten que los primeros cristianos no adoraban ni
veneraban a mujer alguna, se sabe que desde el esclavismo se identificó
a las mujeres con dos arquetipos que representan lo “malo” y lo
“bueno”; es decir, con dos tipos de mujeres diametralmente opuestas:
una es Eva y la otra es María. La primera se asocia con la “impureza”, el
pecado, la maldad y la sexualidad; en tanto la segunda se asocia con la
“pureza”, la obediencia, la inocencia y la mediadora entre la Divinidad y
la humanidad.
Todo arranca de la creencia de que Eva escuchó a Satanás por medio de
la serpiente y María escuchó a Dios en boca del ángel Gabriel. Eva fue
expulsada del Paraíso por “pecadora”, condenada a ser dominada por el
hombre y a “parir con dolor”; en tanto María, quien no recibió mancilla
y concibió sin pecado original, fue declarada bendita entre todas las
mujeres. Así, Eva es la “pecadora” y María la “purificadora”, o como dice
el refrán: la muerte a través de Eva y la redención a través de María.
La sociedad patriarcal se aprovechó de estos valores ético-morales
promovidos por la veneración a la Virgen María y su imagen, para
conservar los valores tradicionales relacionados con los valores
machistas de la sociedad, como ser la castidad, obediencia y sumisión;
más todavía, estos arquetipos permanecen latentes en el subconsciente
colectivo, ya que se sigue nombrando a Eva cuando se trata de censurar
la conducta de las mujeres que no aprecian la “limpieza moral” o se
rebelan contra el sistema patriarcal en defensa de sus derechos más
elementales.
Víctor Montoya
Escritor boliviano
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