Juan Jacobo Bajarlia - El manuscrito del Emperador Jefangfir

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Juan Jacobo Bajarlía
El manuscrito del Emperador Jefangfir
De Cuentos de Crimen y Misterio, selección y prólogo de Juan
Jacobo Bajarlía, Editorial Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968.
Toda lo visible es invisible.
Jefangfir (De Magica, I, 13)
Esta historia criminológica pudo relatarla Peyrou, tan
afecto a los magos y a los juegos escénicos, cuya teoría
del cuarto cerrado bien podría ser una incongruencia
entre lo que opinaba Locke sobre el vacío del
entendimiento y lo que afirmaba Gastón Leroux acerca
de lo que había salido en El misterio del cuarto
amarillo, o John Dickson Carr en The Hollow man. O
bien pudo ser una ficción de Borges con círculos sin
principio ni fin o de rutas que se bifurcan para llegar a
un ser extraño, prefigura de sí mismo, desde cualquier
punto de entrada o salida. O algo así como la
reiteración de las analogías en una especie de trama
inconsútil que Bioy Casares hubiera llevado a un límite
absoluto.
***
Lo cierto es que esta historia comenzó con un mago de
la India que asombró a Buenos Aires en la calle
Corrientes. Medía como uno noventa. Era delgado.
Hablaba poco y sentenciosamente. Tenía una cabellera
impresionante. Se parecía al primitivo Blacamán y
trasudaba misterio. Cuando alguien le preguntaba el
nombre, sonreía y contestaba:
—El mago. El nombre es la envoltura convencional de
algo que no existe.
Y empezaron a llamarle el Mago, con mayúscula,
porque era imbatible, acaso la suma de todos los
magos en todos los tiempos.
Un día, en una de sus sesiones de magia en cierto
teatro de la calle Corrientes, rodeado de dos ayudantes
en el escenario, extrajo un volumen del bolsillo
(recordemos que volumen, primitivamente, era un
papiro sobre el cual se escribía y luego se enrollaba) y
lo mostró a la platea.
—Ustedes ven este rollo —exclamó al tiempo en que lo
desplegaba—. Es el volumen que con el título de De
Magica escribió el emperador Jefangfir en los orígenes
de la magia. No voy a relatar su historia. Sólo he de
decir que lo heredé de mi padre, al cual había pasado
de generación en generación a través de sus ante-
pasados. Este volumen explica toda mi ciencia. Dice,
por ejemplo, que el hombre es mera apariencia de algo
que se diluye lentamente. Que todo lo que creemos
visible es un engaño de los sentidos porque en realidad
sólo existe la nada y que la nada es la única esencia de
las cosas. El volumen es un anticipo remotísimo del
falso existencialismo de nuestro tiempo. Pues bien. Este
rollo enseña de qué manera, al volver a la invisibilidad
puede el hombre reintegrarse a la nada de donde salió,
porque sólo en ella, en esa nada, se halla el ser consigo
mismo y se hace visible con su esencia. Esta noche,
pues, realizaremos una demostración de este principio.
Una mujer va a desaparecer. La verán entera. Su
cuerpo retornará a la nada, quedará invisible. Sólo
conservará la cabeza. Ustedes, por tanto, verán una
cabeza. Pero no verán el cuerpo.
En ese momento entró en escena el otro personaje del
Mago, mientras éste, nervioso, se alisaba reiteradamente la cabellera con la mano izquierda. La derecha
la tenía ocupada con el rollo desplegado. El personaje
que había entrado era una mujer joven, con no más de
veintidós años. Era fascinante y no parecía provenir de
la India. Podría ser francesa o italiana. El Mago, a pesar
de sus cuarenta y cinco años, aparentaba ser, por su
desgaste, el padre de la joven.
Patricio Malherbe, el criminólogo, muy aficionado a
estos espectáculos, no perdía detalle desde la platea.
Tenía como compañero de butaca a Eduardo Barreda,
oficial de la Oficina de Homicidios, con el cual había
entrado.
Y el Mago prosiguió:
—Aquí está Varona. (La joven se acercó al primer plano
del escenario.) Es hermosa. Pero de esta hermosura
sólo quedará un recuerdo porque volverá al reino de lo
invisible, a esa nada de la que jamás debió salir.
(Malherbe miró significativamente a Barreda.) Si hay en
la sala alguna persona impresionable, la invito a salir
para evitar consecuencias.
El silencio era absoluto. Nadie se movió.
Sobre el escenario había una mesa y una silla de tijera
que el Mago colocó sobre aquella. Varona se acercó
poniéndose de frente a los espectadores y de espaldas
al conjunto. Uno de los dos ayudantes, treinta años y la
mirada fija en Varona, se adelantó por el lateral
derecho y entregó un paño negro al Mago. Éste se
adelantó al proscenio y retomó sus extrañas palabras.
—Los falsos magos —exclamó—, suelen presentar la
última parte de esta escena. Yo, en cambio, como lo
exige el manuscrito del emperador Jefangfir, muestro
previamente todo el cuerpo para que no haya lugar a
dudas. (Varona sonrió.) Realizo lo que él denomina la
presuposición de la imagen.
Y el Mago (ambidextro según observó Malherbe), extendió el paño negro por delante de Varona. Tres
segundos después, algo así como la simultaneidad
entre las palabras y el hecho, el Mago bajó el paño, y
los espectadores vieron la cabeza viva y fascinante de
Varona sobre la silla de tijera colocada en la mesa. El
cuerpo había desaparecido. La mesa era alta, de cuatro
patas, totalmente abierta. El milagro se había producido entre los aplausos frenéticos de la platea.
—El cuerpo es corruptible —dijo el Mago—. Lo corrompe
la cabeza. Pero ésta es la última en desaparecer porque
lleva una chispa sagrada que tarda en extinguirse.
(Malherbe, inquieto por tanta metafísica y tanta logomaquia, volvió a mirar a Barreda.) Pero el creador sabe
en qué momento lo visible se torna invisible, según
afirmaba Jefangfir en el capítulo 13 de su tratado sobre
la magia.
Y el Mago (siempre con el volumen en la mano) levantó
el paño negro, rodeó el conjunto y la cabeza, y murmuró unas palabras que nadie oyó. En ese instante,
Benadín (el que le había alcanzado el paño en el primer
movimiento), corrió hacia la mesa y resbaló arrastrando al Mago que cayó de bruces con la mano
izquierda sobre el manuscrito y la derecha sobre el
paño. Simultáneamente, bajo la mesa, apareció el
cadáver de Varona que manaba sangre de una herida
en el corazón.
La platea horrorizada, se puso de pie.
***
—Que nadie se mueva —dijo Barreda.
Las puertas habían sido cerradas. La policía, telefoneada por Malherbe, estaba representada, además de
Barreda, por un oficial, un sargento y tres agentes. Habían llegado, asimismo, el médico forense y dos
fotógrafos.
—Esta mujer —murmuró el médico—, ha sido asesinada
de una puñalada en el corazón. El hecho es tan claro
que hasta resulta incongruente.
Buscaron el arma. Revisaron al Mago y a los ayudantes.
Repitieron la operación con cada uno de los espectadores. No dejaron de inspeccionar el escenario, las
butacas, los cortinados. El arma homicida era un secreto. A pedido de Malherbe dejaron salir a los
espectadores y volvieron a la búsqueda del arma. El resultado fue idéntico. El arma seguía siendo invisible.
Sobre el escenario, muy cerca del cadáver se hallaban
el paño y el manuscrito. El Mago estaba impasible, frío
como una esfinge. Benadín sudaba. El primer ayudante
miraba con ojos dilatados. El rostro de Varona sonreía a
la muerte. El silencio era total, un alto muro que de
pronto se desintegró ante la voz de Malherbe.
—Este volumen es falso. Es la copia de un manuscrito
apócrifo atribuido al emperador Jefangfir, y ha sido
realizada en papel común.
Malherbe recorrió sus fórmulas, lo examinó por segunda vez. Estaba escrito a mano de un solo lado. Luego lo
enrolló y se lo puso en el bolsillo. Después revisó el
paño y acercó su lupa al traje del Mago y los ayudantes. No había vestigios de sangre. Sólo manaba el
corazón de Varona en cuyo pecho la sangre había
hecho crecer una rosa simbólica.
—Tú eres el asesino —exclamó Malherbe dirigiéndose al
Mago en la esperanza de aniquilar su reciedumbre
sicológica—. Tú has manejado el arma que mató a
Varona.
—Tengo las manos limpias —repuso el Mago imperturbable.
—La asesinaste un segundo antes de caer.
—No es verdad. Y además, no es posible matar a una
persona con un arma invisible. Afirmar lo contrario es
hacer metafísica.
Barreda que asistía al diálogo, se ajustó indignado el
nudo de la corbata y reconvino gritando con toda su
fuerza:
—¿No decías, maldito, que todo lo visible era invisible,
y que eso estaba en el célebre manuscrito? ¿O ya lo
has olvidado?
Dio un salto hacia el Mago. Tuvo la intención de
descargarle un golpe. Pero Malherbe lo contuvo.
—No es necesario. Debemos interrogar a todos.
En ese momento intervino Benadín espantado:
—Yo no he sido el asesino.
—Y aunque lo fueras —expresó el Mago intencionalmente—, nadie puede culparte si no existe el
cuerpo del delito.
—¿También conoces la ley? —preguntó Malherbe.
El Mago no respondió. Pensó que desde ahora en
adelante, lo mejor era encerrarse en el mutismo.
Advertía, sin saber por qué, casi adivinándolo, que
Malherbe, más concentrado que Barreda, tenía un
inquietante poder inductivo.
—No es imprescindible que contestes ni que declares
contra ti mismo —dijo Malherbe Es un derecho que te
acuerda la ley. Pero lo único que te pido es que no te
conviertas en acusador de nadie. Las pruebas de cargo
dirán quién es el asesino.
***
Esa misma noche, el Mago y los dos ayudantes fueron
conducidos al Departamento de Policía. Malherbe no se
separó un solo instante de ellos. Y aquí comienza: la
etapa más inusitada de este caso del arma invisible. A
un acto de magia seguiría otro acto no menos maravilloso por su irrevocable realismo. Se confirmaría, por
el absurdo, la sentencia de Jefangfir, según la cual todo
lo visible es invisible. Sólo que el absurdo sería en esta
instancia el otro lado de la realidad, la verdad
inabolible.
—¿Así que tú no creías en la doctrina que exponías al
público de la platea? —preguntó Malherbe—. ¡Contesta!
El Mago quebrantó su designio de permanecer silencioso.
—No es eso exactamente. Jefangfir también enseña
que las cosas de este mundo que son segregadas por
apariencias, pertenecen al Espíritu del Mal, son
demoníacas. Y estas cosas no son invisibles. Se hallan
todas en partes como segregación de otra apariencia.
—Comprendo. Ahora está clara tu contestación oficial
Barreda. Si el arma que mató a Varona es una
segregación de cierta apariencia demoníaca, corrupta,
ella debe ser visible y estar en algún lugar. Razonas
con pensamiento matemático. Y por otra parte, nadie te
puede condenar sin que aparezca el arma.
El Mago regresó a su silencio. Confirmó que Malherbe
era un enemigo peligroso, porque él también entendía
de abstracciones. De los dos ayudantes, el más joven
que Benadín, un hombre sereno, de mirada limpia,
nunca había dicho nada hasta ahora. Y fue a ése a
quien se dirigió Malherbe después de su argumento
sobre la visibilidad del arma.
—¿Cómo te llamas?
—Rasagore, señor.
—¿Cuánto hace que trabajas para el Mago?
—Veinte años.
—¿Y cuántos tienes ahora?
—Veintiséis.
—Tu conoces el pasado del Mago, ¿no es eso Rasagore?
—Sí, señor.
—Pues bien. Dime qué era él cuando entraste de niño a
su servicio.
—Era un faquir en Nueva Delhi. Yo...
—Suficiente. No quiero más.
El Mago sintió que sus pulsaciones aumentaban.
Malherbe extrajo el manuscrito y mandó pedir bióxido
de manganeso en polvo al Laboratorio de Rastros.
Luego, dirigiéndose al Mago, exclamó:
—Cuando caíste de bruces, apoyaste la mano izquierda
sobre el reverso en blanco del manuscrito. Previamente, durante toda la función, no hiciste otra cosa que
alisarte los cabellos con esa misma mano. Ahora vas a
conocer algo que se le olvidó al emperador de la magia.
En ese momento entró el director del Laboratorio, un
oficial más y un químico. El primero de ellos entregó a
Malherbe el bióxido de manganeso. Este lo volcó sobre
la parte; blanca del manuscrito y agitó la hoja de uno a
otro lado repitiendo varias veces la operación. Primero
fue una nube, algo así como una mancha. Después
aparecieron dos o tres dedos. El pulgar, el índice, el
meñique. Lentamente fue quedando impresa la mano
del Mago hasta verse su palma, las líneas del destino y
del corazón, los cuadrados, los signos sobre los
montes. Toda la mano.
El Mago comenzó a ponerse lívido. Malherbe sonreía
explicando que el efecto de alisarse los cabellos daban
la huella de la mano apoyada en el papel al ser tratado
éste con el bióxido de manganeso. Y para evitar toda
discusión se le sacó por separado otra impresión
utilizando el rodillo. Luego las confrontaron. Eran
idénticas. Tenían los mismos signos, los mismos surcos
papilares.
—Hay una diferencia, sin embargo —dijo el director del
Laboratorio—. En la huella tratada con el bióxido, se ve
una hendidura como de diez centímetros que va desde
la base de la palma al dedo mayor, la cual no aparece
en la impresión directa de la mano tomada con el
rodillo.
—A eso quería llegar —repuso Malherbe—. La existencia
de la hendidura en la huella tratada con el bióxido
indica que en el mismo instante de caer de bruces, el
Mago tenía el arma que previamente había hundido en
el corazón de Varona.
—Habrá que buscar el arma —exclamaron al mismo
tiempo el médico y Barreda.
—Yo prefiero —interrumpió el director—, que Malherbe
nos explique primero cómo fue el crimen.
—Nadie lo vio. Es un crimen de circuito cerrado. El
arma no sale del homicida y sigue en su poder, pero de
manera invisible. Es fácil de explicar.
—Explícalo, entonces.
—Para empezar, ustedes saben cómo se realiza el truco
de hacer desaparecer el cuerpo a fin de que sólo se vea
la cabeza. (Todos miraban al Mago.) Cuando el ilusionista extiende el paño negro, la mujer se corre, sin
ser vista por supuesto, hacia la mesa. Esta mesa tiene
un doble fondo sobre el cual se pone de rodillas,
plegando de esta manera sus extremidades para que
no aparezcan en el espacio que se extiende entre !as
cuatro patas. El busto, a su vez, queda oculto con la
silla de tijera sobre la cual aparece la cabeza. Pero esta
silla tiene dos espejos que dan la sensación de vacío,
detrás de los cuales nadie puede sospechar la existencia del tronco. Esto es lo que aconteció con Varona.
El primer movimiento fue perfecto. Se puso el paño y
en tres segundos el público pudo contemplar su cabeza
sin que el cuerpo apareciera por ninguna parte. El
crimen se cometió en el siguiente movimiento llamado
de epifanía. El Mago extendió otra vez el paño que
ocultaba todo el conjunto. Varona salió de la posición
en que se hallaba y se colocó detrás del paño. Pero el
Mago, en vez de bajarlo inmediatamente, como solía
hacerlo todas las noches, estrechó su distancia hacia
Varona y sacó, con la mano izquierda, un pequeño
puñal que lleva en el bolsillo del mismo lado de la
chaqueta. Mientras realizaba esto acercando el pecho,
sostenía el paño con el meñique y el anular. Benadín
intuyó el peligro y corrió hacia Varona. Resbaló. Ya era
tarde. El puñal había penetrado en el corazón de
Varona. Cuando cayeron Benadín y el Mago, éste confundiendo al público con el paño y el manuscrito, ya
había tenido tiempo de extraer el puñal limpiándolo
sobre la misma blusa de Varona.
—Pero según la huella tratada al bióxido —interrumpió
Barreda—, el puñal, al caer de bruces el Mago, estaba
aún en su mano. ¿Qué sucedió, entonces?
Todas las miradas se centraron nuevamente en el
Mago.
—Este maldito —prosiguió Barreda estudiando el efecto
de sus palabras— sólo va a confesar cuando le
apliquemos la picana eléctrica.
Las palabras, subterfugio traído adrede para doblegar la
rigidez del Mago, no dieron resultado. Barreda olvidaba
que se trataba de un faquir.
—En vista de que el discípulo de Jefangfir no quiere
declarar —dijo con sorna Malherbe—, lo haré yo mismo.
La pregunta pues sobre el arma que desaparece cuando
el Mago aún la tiene en la mano durante la caída, es de
una respuesta muy sencilla. Al caer de bruces, el asesino acercó su boca a la mano y se tragó el puñal.
El Mago dio un grito. Los demás que estaban por
echarse a reír, quedaron petrificados. La reacción, sin
embargo, fue rápida. Tomaron al Mago, como si fuese
un objeto fungible, y lo llevaron a la enfermería. Los
otros detenidos fueron conducidos a la celda. Minutos
después, regresaron el director y Barreda.
—Sé que eres un gran detective —murmuró el primero
dirigiéndose a Malherbe—. Pero no quisiera que fracasaras… Le hemos hecho tomar a la fuerza una purga
capaz de agotar a un caballo.
—¿Y cómo es posible que alguien pueda tragarse un
puñal sin traspasarse las entrañas? —preguntó Barreda.
—Es un trabajo habitual en los faquires de la India
—contestó Malherbe—. Todos los días, en lugares
públicos, suelen tragar navajas, vidrios, instrumentos
cortantes. Nunca mueren después de una de estas
exhibiciones porque previamente ingieren una papilla
de cal acompañada de abundante aserrín, para
protegerse el estómago y los intestinos. Cuando dan
por terminado el milagro, toman un purgante y quedan
como si todo hubiera sido un juego de niños.
Sobre las últimas palabras de Malherbe, entraron el
médico, el químico, un enfermero y dos testigos que
habían presenciado la eyección del Mago. El médico
traía en una bandeja el puñal que había dado muerte a
Varona.
—Es usted genial —exclamó presentándole la bandeja a
Malherbe—. Aquí está el arma invisible, la segregación
demoníaca de un impulso que aún no conocemos
—El amor. Ese es el impulso —sentenció Malherbe—. O
para ser más exacto, los celos. Varona engañaba al
Mago con Benadín. El Mago entonces resolvió eliminarla. Pero el instante del asesinato fue intuido por
Benadín cuando el Mago repetía la lección del
manuscrito. Presintió el desenlace. Lo que no sabía es
de qué manera se iba a producir. La velocidad y el
ambidextrismo del Mago, podían confundir al más
rápido de los espectadores. Hubo algo, a pesar de todo,
que aquél olvidó: una metáfora de Jefangfir que no
estaba en el volumen, la número 3 del capítulo 17,
donde se afirma que el Espíritu del Mal se pierde cada
vez que cabalga en un círculo. Porque el círculo fue
creado por el Perfecto para que el mal se bailara
consigo mismo.
Después de estas palabras, todos comprendieron por
qué Patricio Malherbe había dicho, al comienzo de la
investigación, que se trataba de un crimen de circuito
cerrado.
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