LA MAGNITUD ESTÉTICA DE GÓNGORA

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LA MAGNITUD
ESTÉTICA
DE GÓNGORA
Joaquín Roses
Ante la vorágine de los datos, las fechas y los días, es urgente comenzar por los principios, convencidos de que todo examen certero del principio debe sustentarse en la
formulación precisa de unas pocas preguntas, y convencidos de que para la cabal explicación de un hecho es tan necesaria la indagación de las causas como la persecución
de sus efectos.
La poesía de Góngora no es sólo un conjunto de textos, la poesía de Góngora es
el cometa que cruza, su origen estelar, su fugaz trayectoria y las partículas minúsculas que se desprenden de su estela. A ese «universo de universos», como decía Darío
de los creadores, se accede con las llaves diversas de la lengua, de la ecdótica, de la
métrica, de la historia, de la retórica, de la literatura, de la poética, de la música, de la
pintura, de la lectura..., de esas constelaciones nobles y cíclicas llamadas studia humanitatis. De todas las llaves escondidas en el cofre de la inteligencia, cofre arrumbado en
el desván polvoriento del siglo xxi, ninguna brilla más que la estética y ninguna es más
resbaladiza. Confundidos por sus disquisiciones filosóficas, podemos arrastrarnos por
el suelo, en una noche ciega, para buscar esa llave que abra la puerta de nuestra propia
casa, que es la mansión de la poesía.
Solo son necesarias, por tanto, unas cuantas preguntas básicas vinculadas a la
estética para determinar la magnitud de Góngora, su grandeza e importancia, pero
también la intensidad relativa de su brillo, que, como cualquier astrónomo sabe, es
mayor cuanto menor es su luminosidad. Luz y oscuridad son dos ejes esenciales en
la crítica histórica de la poesía de don Luis, tanto en el siglo xvii como en el siglo xx,
pero son conceptos ambiguos, paradójicos, porque de la luminosidad atenuada surge
la intensidad y de ese brillo calmo y ordenado el álgebra poética más sublime y original
que los siglos hayan visto.
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Como afirmara Robert Jammes, la excepcionalidad de la poesía de Góngora procede de su brevedad, de su densidad, de su perfección y de su destino. No podemos
despreciar tampoco, como he señalado en alguna parte, la variedad inagotable de distintos tipos: temática, estilística, compositiva, tonal, genérica y enunciativa, que recorre toda su producción poética. Pero para explicar la magnitud estética de su mensaje poético, es preciso plantear las preguntas esenciales, y estas, que quizá son dos o
tres, se reducen a una: ¿por qué es bella su poesía?
Esta pregunta remite a la definición de cometa, con la que he comparado la poesía de don Luis, porque, como todo astrónomo sabe (y la Real Academia también), un
cometa es un «astro [como Góngora] generalmente formado por un núcleo [...] [su
poesía] y una atmósfera luminosa que le precede [la poesía clásica y del Renacimiento],
Fig. 1
Tiziano, Sísifo, 1548-1549, Madrid, Museo Nacional del Prado.
La magnitud estética de góngora
le envuelve [la poesía de su tiempo] o le sigue [la poesía epigonal de los siglos xvii y
xviii y la del siglo xx], según su posición respecto del Sol [el tiempo], y que describe
una órbita muy excéntrica [su dificultad y originalidad]». De lo que se deduce que la
magnitud estética de Góngora es la del cometa barbato, la del cometa caudato, la del
cometa corneiforme, la del cometa crinito y la del cometa periódico.
Para comprender por qué es bella la poesía de don Luis habría que saber si a
él también le parecía bella; sería raro que no, pues su objetivo al mirar y remirar un
verso no podía ser otro que alcanzar la excelencia poética sustentada en la dicción y
en la coherencia lógica, una de las marcas de su genio, pese a quienes se empeñan en
subrayar la ambigüedad estudiada de su poesía. Si a él le parecía bella (o quería que lo
fuese) tendríamos que indagar sobre su concepto de belleza, y eso también nos concede valiosas claves sobre su genialidad.
Desde Pitágoras, al menos, la belleza estaba ligada al número (padre de la métrica),
y el número era la ley del universo, como bien aprendió Rubén Darío en las divulgaciones de Édouard Schuré. La ley de la métrica (cómputo, ritmo, rima) rige toda la poesía
de Góngora, hasta tal punto que, siguiendo a Platón que consideraba que lo bello en sí
correspondía a una idea de la unidad, podríamos afirmar que la música métrica dota de
unidad específica a la poesía de nuestro Príncipe. Su poesía es bella por su musicalidad, ya
que estamos hablando de uno de los poetas hispánicos con mayor sensibilidad auditiva,
lo que hace que cualquier lector del Polifemo (sobre todo si es joven) quede todavía hoy,
en el siglo xxi, deslumbrado ante el juego sinfónico de este poema. Aunque si en este
poema es la música el arte que lo sustenta, no puede olvidarse el predominio de la imagen
visual, que tiene en el poder descriptivo y en la metáfora su máxima herramienta. Esto es
desbordante en las Soledades, riqueza de la mirada, ya que su protagonista, un peregrino
que intenta olvidar un amor, casi no habla, sólo mira: su mirada es la medida del mundo.
Nuestra visita a la caverna platónica nos encierra en la dicotomía de una belleza
real y una belleza percibida, en unas características objetivas y esenciales de lo bello y
otras derivadas de la recepción del objeto artístico y de nuestro propio mundo interior,
poblado de conceptos intelectuales, sensibles y vitales. Por eso para Kant, a finales del
siglo xviii, en un adelanto de teorías literarias del xx con las que ya jugó Borges en
sus ensayos y cuentos, postuló que la belleza se define por su vinculación con el sentimiento del sujeto. Y por ahí se abre la puerta de la crítica a la idea clásica de belleza,
para la que será cardinal el viejo y reelaborado concepto de «lo sublime».
Frente al pensamiento, en lo que toca a la estética, más bien clásico de Hegel,
Schopenhauer reelabora los planteamientos de otros autores del siglo xviii, como el
importante texto de Edmund Burke, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas
acerca de lo sublime y de lo bello (1757) o el tratadito del citado Kant, Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime (1764), o incluso el ensayo «Sobre lo sublime» (1793, publicado en 1801) de Schiller.
Con esas aparentes raíces en el siglo xviii, podría parecer que si algo de esto hay
en la poesía de Góngora y su concepto particular de belleza y su condición de bella,
estaríamos ante otra de las pruebas, manipuladas e hiperbólicas a veces, de la modernidad de sus propuestas estéticas, pero no podemos olvidar que el embrión de estos
conceptos ya estaba en Sobre lo sublime, de Longino, texto difundido en Europa en el
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siglo que vio nacer a Góngora, el xvi, y donde se aportan nuevos criterios de belleza
disonante de la clásica, que si bien no coinciden en su totalidad con algunas de las
características de la Fábula de Polifemo y Galatea, sí lo hacen con el núcleo perturbador
de su poesía, las Soledades: en ambas obras encontramos una elocutio que aspira a lo
más elevado, a la excelencia estilística basada en la aristocracia de la selección léxica,
en la ordenación rítmica de la sintaxis y en la proliferación de los recursos retóricos
propiciadores de grandeza y dignidad. A eso hay que añadirle los momentos de honda intensidad emocional presentes en ambos poemas, como el canto de Polifemo o el
discurso del político serrano. Pero también hay matices que diferencian estas obras: la
luminosa fábula del cíclope es, quizá, más cercana a los conceptos de belleza clásica,
por su sentido de la proporción y el equilibrio presentes ya desde el mismo molde estrófico; mientras que la oscura historia del peregrino tiende más hacia la incontinencia
propia de lo sublime, ligada a lo que posteriormente Addison, un precursor de los filósofos dieciochescos citados antes, llamaría en 1711 los placeres de la imaginación, con
sus territorios inexplorados de singularidad, novedad y belleza sublime. Es sorprendente que, con su gran perspicacia y dominio de las viejas teorías clásicas, casi un siglo
antes, Francisco Fernández de Córdoba, Abad de Rute, ya detectara estos atributos en
las obras de Góngora al destacar la grandeza de sus estelares poemas.
En coherencia con estos presupuestos, también lo bello puede acoger lo feo,
monstruoso o disonante. En este sentido, la Fábula de Polifemo y Galatea, ejemplo de
poesía sometida a la magnitud y el orden, sin desviarse de las características estéticas
ligadas a lo clásico en el estilo, deriva, en el ámbito de la materia poetizada, hacia la
búsqueda de lo bizarro, de lo deforme y de lo extraordinario. En el poema se reformula
el viejo mito de la bella y la bestia (la ninfa y el cíclope), pero huyendo de las simplificaciones: el monstruo horrendo tiene más de un perfil, canta como un poeta, su enorme
altura (desmesura) le permite escribir con su dedo sus desdichas en el cielo (ternura).
Sin llegar a la reivindicación de los seres dialógicos o híbridos que luego convertiría en emblemas Rubén Darío (Pan, Centauro) o que Vicente Huidobro desarrollaría
hasta la magnífica anticipación del mutante en Altazor, la poesía de Góngora encumbra al ser híbrido y extraño (Polifemo, semicapros, individuos disfrazados) como figura cifrada de su poesía (hibridez de géneros), lo mismo que hará en el ámbito retórico
con la hipálage (figura de la mezcla); y esa estética contrastiva y a la vez armónica genera nuevos artefactos poéticos de hibridación, como sucede en la Fábula de Píramo y
Tisbe, ejemplo sublime de lo que Antonio Carreira ha llamado con fortuna la cuádruple
raíz de su poesía: lo popular y lo culto, lo festivo y lo serio. Es precisamente en este romance donde Góngora se acerca más a lo que será una nueva modalidad de lo sublime
en la estética romántica, pues desde el punto de vista poético, este poema representa
los valores de lo desconcertante y grotesco.
Todo lo anterior hace bella la poesía de Góngora, su musicalidad, su estilo, su
coherencia estética, y también su discordancia, por su distancia con los modelos imitados, que solo es calibrada por la percepción del docto, porque, como decía Kant,
solo puede existir una crítica (o lectura) de lo bello, lejos de la vieja idea de las esencias
platónicas o de los posteriores planteamientos cientificistas. Y también es eso lo que
explica que la estela del cometa comience a vislumbrarse a finales del siglo xix, a partir
La magnitud estética de góngora
del desarrollo creativo de los conceptos estéticos ligados a lo sublime que desembocarán en el nacimiento de la poesía moderna.
Aunque puede resultar un anacronismo histórico, no me canso de decir que una
de las características esenciales de la disensión con respecto a los modelos vincula a
Góngora con esa suerte de derivación natural del concepto de aemulatio que la teoría
literaria llama «originalidad». Algunas veces he afirmado que Góngora es el Picasso
del siglo xvii, inteligente esponja que absorbe y domina para sí toda la tradición, rebelde surtidor que inventa formas nuevas del agua con la misma materia definitivamente transformada.
Parte de la poesía de Góngora, por su armonía, proporción y equilibrio, está ligada al concepto clásico de belleza, ya que estos principios estéticos forman parte de ese
canon teórico. Pero muchas composiciones de Góngora difieren de ese modelo estético,
y subvierten los conceptos de belleza clásica. Eso es evidente en la llamada poesía burlesca, porque pese a sus devaneos cortesanos, tributo a una época donde eran moneda
común, el espíritu de Góngora es el del disidente, que más que satirizar moralmente se
burla de los grandes conceptos, reivindica el ingenio, se sabe poseedor de una fuerza
secreta basada en el ejercicio de la inteligencia verbal, que se erige en un principio superior al de la belleza clásica. De hecho, su mezcolanza de géneros, tonos y tradiciones,
uno de los signos distintivos de su poesía, no es sino un desarrollo natural de esa estética
antiestética que, por otra parte, tanto tiene que ver con el realismo de un Velázquez. Si
el pintor de Sevilla pinta aguadores y enanos y termina pintando el aire, el poeta de Córdoba habla de gallos y gallinas (y de otras realidades más chuscas) y termina haciendo
poesía de la poesía, una de las vertientes relevantes de las poéticas del siglo xx.
Este particular realismo de Góngora, frente a la visión idealista encabezada por
ciertos miembros de la llamada Generación del 27, ya fue destacada muy tempranamente por Robert Jammes. Ello explica que uno de los principales rasgos de originalidad de las Soledades, y también de otras composiciones suyas, consista en la dignificación de lo sencillo (que no simple) mediante la utilización de un lenguaje poético muy
elaborado sólo dedicado hasta entonces a los grandes (que no hondos) asuntos. Por eso
cuando leemos al Neruda de las Odas elementales, percibimos que está volando en la
estela de don Luis, no solo por el despliegue deslumbrante de la metáfora, sino por la
iconoclastia aplicada al panteón de los llamados objetos poéticos: si muchos poetas del
siglo xx siguen considerando a la rosa como emblema de la belleza y del propio poema,
Neruda entronizará como una reina de la hermosura, la utilidad y lo social a la cebolla.
Esa transgresión excede lo lingüístico y se prolonga en una visión del mundo: Góngora
se sitúa en los límites de lo permitido, de lo socialmente aceptable, incluso los supera
con tal prodigiosa habilidad lingüística y retórica que sus transgresiones pueden pasar
por inocuas. Ese lenguaje conceptual admirable (refinamiento, agudeza, sublimidad)
que es la marca de su genialidad es también instrumento de libertad poética.
Junto al concepto de «originalidad», le cuadra también a Góngora una palabra
que será constantemente utilizada en los tratados estéticos y en la crítica de finales
del xvii y principios del xix; esa palabra es «gracia» y será clave incluso antes del
Romanticismo, y es medular para explicar la obra de don Luis, que supo adelantar en
la literatura los resortes del humor y la ironía, aladas avispas picadoras.
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Al menos desde principios del siglo XX, se ha intentado comparar, aunque no
tanto como se debiera, la actitud ante el arte de El Greco con la de Góngora. El pintor
radicado en Toledo supo defender la profesionalización del artista porque asumía el
valor de la pintura como algo que sobrepasaba el ejercicio artesanal. Del mismo modo,
y con notable modernidad, Góngora era consciente de su genio, como explicaba en su
carta en defensa de las Soledades, cuando dijo que gracias a su trabajo la lengua castellana había llegado a la perfección y alteza de la latina. Acertó. Tras sus grandes obras
el español ya no sería el mismo.
Ante la vorágine de los datos, las fechas y los días, concluyo mis apresuradas
reflexiones con un íntimo homenaje a quien ha ocupado varias décadas de mi vida.
Vuelvo a algo que comenzó a mis catorce años y que nunca abandoné, aunque la repulsa a las máscaras circenses que pueblan nuestro tiempo haya convertido esos borrones
en diario secreto no compartido con nadie. Vuelvo a la emoción y la matemática del
verso, para intentar demostrar fehacientemente por qué la belleza de la poesía se deriva de una percepción subjetiva, la de mi propia experiencia como individuo vivo y
lector de Góngora:
Fig. 2
Pierre-Claude Gautherot, Píramo y Tisbe, 1799, Melun, Centre National des Arts Plastiques, Ministère de la Culture et de la Communication, París. En
depósito en el Musée de Melun.
La magnitud estética de góngora
En la infancia voraz y luminosa,
esclavo del papel y de la oscura
oquedad de ignorancia poco nueva,
aferrado a la lógica y la estrella,
encontré como bálsamo perenne,
un refugio sanguíneo en lo sublime.
Torrente musical, dicción sublime
que a tierra y universo, luminosa,
abisma y cubre de una miel perenne
oculta en bosque de oro y cueva oscura,
como una fiera amenazante y nueva
que aliviara el dolor en una estrella.
Revienta mi viaje a pie de estrella,
disidencia feroz de andar sublime
por una senda triste y siempre nueva,
arrebato de sombra en luminosa
mentira de verdad en calle oscura:
renuncia a la poesía o sé perenne.
Mastico lo caduco en piel perenne,
devaneos salvajes de una estrella
que me ilumina con la lente oscura
de caos y destrucción, rigor sublime
de quien prueba la fruta luminosa
que adorna de esplendor la muerte nueva.
A las ruïnas de la sierpe nueva
le brotan juncos de vigor perenne,
alimentos futuros, luminosa
irradiación de carne y flor de estrella,
progenie de los nervios y sublime
condensación del ser en red oscura.
No dejará mi voz la zona oscura,
ni la tos del presente será nueva,
aunque se vista de disfraz sublime,
sin ser nunca mejor a la perenne
poesía de don Luis, distante estrella
que extiende su presencia luminosa.
Verdad sublime, inextinguible estrella,
galaxia luminosa y sol perenne
que forja la poesía oscura y nueva.
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