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En septiembre de 2011, este libro fue galardonado con el XXIV
Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, otorgado por un
jurado compuesto por Miguel Ángel Aguilar, Emilio La Parra, Josep
Ramoneda, José María Ridao y Josep Maria Ventosa en representación
de Tusquets Editores.
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TANO RAMOS
EL CASO CASAS VIEJAS
Crónica de una insidia (1933-1936)
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Índice
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
11. El reo tranquilo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
12. Disparos al aire . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13. La batalla de Madrid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
14. Tiros a la barriga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
15. El nieto de Barberán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
16. Fuenteovejuna al revés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
17. El abogado inquisitivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
18. Furias desatadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
19. Palabra de Rojas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
10. Las verdades de Artal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
11. El guardia valiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
12. A la salida del sol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13. Hombres sin estrella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
14. Honrados pero ignorantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
15. Azaña frente a Barba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
16. El veredicto minado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
17. El homicida obediente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
18. El conspirador infiel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
19. Vencedores y vencidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
20. En busca de López Gálvez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Apéndices
Fuentes y bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
425
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
429
Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Créditos de las ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Fotografías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . [227-236]
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Prefacio
Casas Viejas es uno de los episodios más conocidos y más desconocidos de la reciente historia española. Pocas personas saben exactamente qué ocurrió en ese pueblo de la provincia de Cádiz durante la
Segunda República. Pero el nombre de Casas Viejas evoca muerte, represión brutal de una revuelta anarquista, una mancha negra para la izquierda, tiros a la barriga, campesinos abrasados en una choza, Azaña
ordenando la matanza, un baldón para la República.
Los sucesos de Casas Viejas formaron parte de la insurrección anarquista de enero de 1933. Gobernaba entonces una coalición de partidos de izquierda y al frente del Ejecutivo se encontraba Manuel Azaña,
que también era ministro de la Guerra. La CNT convocó a principios
de ese año una huelga revolucionaria que deparó incidentes en Cataluña, en Valencia, en Madrid, en Andalucía... La revuelta armada fue un
fracaso. Pero lo que quedó de aquello, lo que pasó a la Historia, lo que
acabó por convertirse en un ejemplo de represión institucional desmedida, fue lo sucedido en Casas Viejas, un pueblo de la provincia de
Cádiz que se sumó tarde y con desinformación a la huelga y que acabó
con un balance impresionante: más de veinte muertos, entre ellos dos
guardias civiles y un guardia de asalto.
Casas Viejas, los sucesos de Casas Viejas fueron a partir de ese momento un lugar y unos hechos mencionados una y otra vez a lo largo
de la Segunda República y la guerra civil y también después, durante
la dictadura franquista. Era y es el ejemplo recurrente a la hora de hablar de una respuesta gubernamental a un levantamiento de campesinos
o de obreros. Una represión cruel, además, ordenada por un gobierno de
izquierdas.
Hay innumerables referencias a Casas Viejas en discursos, artículos,
libros e intervenciones de todo tipo en los últimos setenta y nueve
años. Y, sin embargo, a poco que alguien se adentre en los sucesos de
Casas Viejas con intención de saber qué ocurrió en ese lugar en enero
de 1933, descubrirá con asombro, sin gran esfuerzo, un paisaje de erro-
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res, ficciones, contradicciones, versiones insostenibles y datos que no
cuadran.
No parece ajeno a esa especie de maldición que pesa sobre Casas
Viejas que lo primero que se supo en enero de 1933 sobre lo sucedido
en ese pueblo gaditano fuese una gran mentira: que todos los vecinos
muertos habían caído en enfrentamientos armados con los guardias enviados a reprimir la revuelta.
Ésa fue la primera versión oficial y lo que contaron los periódicos
acerca del trágico resultado de la insurrección anarquista en Casas Viejas. Pero pocos días después, algunos periódicos comenzaron a apuntar
otra verdad: que en realidad, más de una decena de vecinos de Casas
Viejas habían sido detenidos, maniatados y fusilados sin más por la
Guardia de Asalto, el cuerpo policial creado por la República para acabar con la pésima imagen de la Guardia Civil. Fue más adelante, en febrero, al inicio de las sesiones de las Cortes, cuando algunos diputados
reprocharon al Gobierno ese crimen. Y cuando el Gobierno, y por boca
de su presidente, Manuel Azaña, respondió con desdén que eso de los
fusilamientos era mentira.
El escenario quedó así preparado, con esos mimbres, para todo lo
que vendría después. Lo fundamental: que a finales de febrero de 1933,
cuando había transcurrido más de un mes desde la matanza, un grupo
de diputados confirmó que los fusilamientos no eran algo novelesco,
como había dicho Azaña. Lo inevitable: que muchos pensaran que el
Gobierno, que ya admitía lo sucedido, había ocultado la matanza. Lo
más rentable para la oposición: que algunos sostuviesen que detrás de
ese crimen había una orden gubernamental.
El Partido Radical, de Alejandro Lerroux, los monárquicos, la CEDA
de Gil Robles y los anarquistas comenzaron a partir de ese momento
a esgrimir Casas Viejas como argumento contra Manuel Azaña, contra
la República misma en el caso de los antirrepublicanos. De modo que
lo verdaderamente ocurrido en el pueblo gaditano vino a convertirse
en lo menos importante de todo. La verdad quedó relegada, apisonada
por tanta utilización política de los sucesos de Casas Viejas. Y fue tal
el desaguisado histórico, que, en los años setenta del siglo pasado, los
autores de un libro que abordaba el episodio escogieron un título que
expresaba muy bien la cuestión: Historia y leyenda de Casas Viejas. Gerard Brey y Jacques Maurice venían a aclarar en esa obra qué había de
cierto y qué de ficticio en unos sucesos que para los anarquistas y los
franquistas habían quedado reducidos a una idea repetida hasta la saciedad: Casas Viejas era Azaña ordenando a los guardias que disparasen
a la barriga de los campesinos.
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Durante muchos años, tras la guerra civil, anarquistas y franquistas
coincidieron en su versión sobre Casas Viejas pero las aportaciones que
podían desbaratar esa imagen de una rebelión mítica aplastada por el
feroz Manuel Azaña no venían precisamente a echar luz sobre el episodio. El historiador Diego Caro explicó muy bien en 2011, en un libro colectivo sobre los sucesos de Casas Viejas, cómo incluso Eric
Hobsbawm cometió el mismo error que Federica Montseny (en ella explicable) al considerar que la narración de los sucesos que en su día
había hecho Ramón J. Sender era un relato periodístico verídico. Sender fue enviado en enero de 1933 a Casas Viejas por el periódico La
Libertad y escribió una serie de crónicas que publicó luego en un libro
y después, modificadas, en otro. El hispanista Gerald Brenan también
bebió en esa fuente que hablaba de un líder anarquista, Seisdedos, y
de una represión brutal ordenada por el Gobierno de Azaña. Gabriel
Jackson vino también a añadir datos erróneos. De modo que el libro
de Maurice y Brey, en 1976, tuvo la virtud principal de deshacer equívocos y poner sobre la mesa, por primera vez, un relato lo más veraz
posible entonces sobre lo sucedido en Casas Viejas y en los meses siguientes, cuando una comisión parlamentaria investigó los hechos y se
pronunció en las Cortes.
El dictamen de esa comisión, que exculpó al Gobierno de los fusilamientos, fue precisamente la base del libro de Maurice y Brey. Entre otras cuestiones, los autores explicaban cómo una serie de circunstancias hicieron que los anarquistas de Casas Viejas tomasen el pueblo
y se lanzasen a atacar el cuartel de la Guardia Civil creyendo que en
otros pueblos y ciudades estaba ocurriendo lo mismo.
Lo que también dejaba claro el libro, como habían escrito en su
día los diputados de la comisión, era que en los sucesos de Casas Viejas
había dos partes bien diferenciadas en la actuación de la Guardia de
Asalto: una, la liberación del cuartel de la Guardia Civil y el ataque
posterior a la choza de la familia Seisdedos, donde se habían refugiado
los sospechosos de las graves heridas sufridas por dos guardias civiles
que murieron después; y dos, las detenciones de vecinos al amanecer
del 12 de enero, con el pueblo ya dominado y en calma, y el fusilamiento de doce hombres.
El hombre que estaba al frente de la Guardia de Asalto era el capitán
Manuel Rojas. Maurice y Brey explicaban que Rojas había sido juzgado
en 1934 por los fusilamientos y condenado a veintiún años de prisión
pero que al inicio de la guerra civil había sido liberado por los golpistas.
La obra contenía errores y lagunas importantes pero, como dice
Diego Caro Cancela, sentó las bases para nuevas investigaciones sobre
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los sucesos. La principal que vino a continuación llegó precisamente a
España de la mano de Caro Cancela.
Responsable de Cultura en la Diputación de Cádiz a finales de los
ochenta, Caro Cancela supo por esas fechas de la existencia de un libro
sobre Casas Viejas que había escrito el antropólogo norteamericano Jerome R. Mintz. Consiguió un ejemplar y se encontró con una investigación que manejaba fuentes inéditas: era ni más ni menos que un trabajo de campo realizado por Mintz en el propio pueblo de Casas Viejas
en los años sesenta, cuando ya no era Casas Viejas sino Benalup. Burlando la vigilancia a la que estaba sometido por la autoridades franquistas, disimulando su verdadero trabajo con otros sobre costumbres y
fiestas locales, Mintz había logrado ganarse el aprecio y la amistad de
varios protagonistas de los sucesos de 1933. Su libro, The anarchists of
Casas Viejas, se convertía así en un documento primordial porque, por
primera vez, aportaba los testimonios de quienes participaron, organizaron y vivieron la revuelta en el pueblo gaditano.
Diego Caro habló con Mintz hacia 1989 y éste aceptó vender los
derechos del libro a la Diputación Provincial de Cádiz. En 1994, tras dos
traducciones porque Mintz no aprobó la inicial, salió la primera edición en español de Los anarquistas de Casas Viejas.
El libro se remonta a los inicios del sindicalismo anarquista en Casas Viejas y traza una historia que desemboca en los sucesos de 1933
y que arrumba mitos y ficciones. Por primera vez, la revuelta se presenta
como un gran error de cálculo, una decisión tomada por los anarquistas del pueblo más impacientes a la que se oponen otros y también, y
no menos importante, como un fracaso y una desbandada a las primeras de cambio (en cuanto llegan al pueblo unos pocos guardias para ayudar a los cuatro compañeros sitiados en el cuartel).
Es una historia que le cuentan a Mintz los propios protagonistas.
Una historia en la que Seisdedos no es el mítico héroe ni el dirigente
carismático del que habla Sender sino un carbonero lleno de virtudes,
honesto y generoso, sí, pero un anciano que no participa en los acontecimientos. Una historia en la que el presidente del sindicato de Casas Viejas, Francisco Gutiérrez Rodríguez, apodado Currestaca, al darse
cuenta de que la revolución no tenía posibilidades de éxito, abandona
el pueblo antes de que comience. Una historia en la que el secretario
del sindicato, Villarrubia, dimite en desacuerdo con la decisión de iniciar la revuelta y acude a la Guardia Civil a explicar que él no participa
en la insurrección. Una historia, en fin, que relata la realidad de los habitantes de Casas Viejas, de sus penas y sus ilusiones, de su trabajo mal
pagado y de su vida en chozas miserables, pero que no se permite ni
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una sola digresión. «El alzamiento de Casas Viejas fue un patético intento de unirse a una funesta insurrección nacional», afirma Mintz. Los
anarquistas de Casas Viejas creían, cuando la mañana del 11 de enero
asaltaron el cuartel de la Guardia Civil, que se estaban uniendo a compañeros de otras zonas de España que permanecían desde el día 8 en
las barricadas.
Jerome R. Mintz aclaró casi todo lo que sucedió en Casas Viejas:
que los anarquistas dispararon primero contra los guardias del cuartel,
que la rebelión quedó dominada enseguida, que la detención de un
asaltante del cuartel condujo a los guardias a la choza de Seisdedos,
que la llegada del capitán Rojas, la noche del día 11, reanudó el asalto
a la choza que el teniente Artal había aplazado para el día siguiente y
que la mañana del día 12, horas después de incendiada la choza y con
el pueblo en calma, se produjeron las detenciones y los asesinatos. Si el
antropólogo no avanzó más y tuvo que dejar preguntas a las que él mismo respondía con posibles respuestas (por ejemplo: ¿por qué los Seisdedos se atrincheraron en su choza cuando todo estaba ya perdido?,
¿por qué recibieron con un disparo mortal a un guardia de asalto que
quiso entrar en la casa y sellaron así su destino?) fue por varias razones:
porque los protagonistas con quienes Mintz habló no presenciaron algunos momentos cruciales; porque Manuel, superviviente del asalto a
la choza, no recordaba ya (cuando en los años sesenta Mintz lo encontró en el municipio gaditano de Puerto Real) un detalle esencial del inicio de ese episodio; y porque Mintz no pudo manejar dos documentos
concluyentes: los diarios robados de Azaña y el sumario del procedimiento judicial contra el capitán Rojas.
Los diarios robados de Azaña vinieron a revelar algo fundamental
para entender cómo el jefe del Gobierno se fue enterando de lo que
realmente había sucedido en Casas Viejas y cuáles fueron sus movimientos. Es decir, mostraron que el entonces jefe del Gobierno ni ordenó fusilar a nadie ni sabía de los fusilamientos cuando a principios
de febrero de 1933 los negó en las Cortes y se opuso a que una comisión parlamentaria investigase lo sucedido. Pero esos diarios, robados
durante la guerra civil por un diplomático que se pasó al bando franquista, se los guardó personalmente el general Franco y no fue hasta
1996 cuando la hija de Franco se los entregó al Gobierno español y un
año después fue revelado su contenido.
Mintz habla en su libro de la investigación sobre lo ocurrido en
Casas Viejas y de cómo afectó al Gobierno aquel episodio. El antropólogo apunta que Azaña no le siguió la pista a sus dudas sobre lo sucedido en Casas Viejas. Pero lo dice porque no disponía del contenido
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de los diarios que indican que sí lo hizo, que a principios de febrero de
1933, Azaña recibió información precisa desde Medina, el municipio
al que pertenecía Casas Viejas, y que envió a Cádiz a un magistrado
del Tribunal Supremo a comprobar las malas noticias que le había remitido el juez de Medina. Como todos hasta ahora, Mintz desconocía
que ese juez había tomado declaración a los familiares de los fusilados
y que Azaña intentó, sin éxito, que la maquinaria judicial avanzase más
allá cuando ya había testimonios fiables que relataban un espantoso
crimen.
A principios de 2007 comencé a recopilar información para escribir
un reportaje sobre el juicio al capitán Rojas celebrado en la Audiencia
Provincial de Cádiz en 1934. Leí entonces el libro de Mintz y también
el de Brey y Maurice y reportajes escritos en los años setenta en algunas revistas. Descubrí al tiempo la gran atención periodística que despertó el juicio a Rojas y enseguida empecé a tropezar con incongruencias
y con datos erróneos y con un cúmulo de informaciones dispares y contradictorias sobre lo ocurrido en Casas Viejas en enero de 1933 y sobre
los acontecimientos derivados de ese episodio.
Fue lo más llamativo que encontré al interesarme por Casas Viejas: la
gran cantidad de preguntas sin respuesta o con respuestas distintas. Pero
también que Casas Viejas había permanecido de actualidad durante
toda la Segunda República: que el asunto no había quedado zanjado
con los debates en las Cortes de 1933 ni con la posterior dimisión de
Azaña, golpeado por un crimen del que tardó un mes en enterarse. Lo
que mostraba la prensa de la época era que Casas Viejas volvía una y
otra vez a las primeras páginas: que en 1935 hubo un segundo juicio
al capitán Rojas, que Azaña acudió a Cádiz en ese nuevo juicio, que el
asunto volvió después a las Cortes, que en 1936 el Tribunal Supremo
dictó una sentencia favorable a Rojas y que, en fin, había aún mucho
que contar y que aclarar sobre ese episodio.
Mi investigación se centró en principio en los dos juicios al capitán
Rojas celebrados en la Audiencia Provincial de Cádiz en 1934 y 1935,
que fueron ampliamente recogidos por dos periódicos gaditanos: La
Información y Diario de Cádiz. La prensa de Madrid envió a destacados
periodistas a cubrir el juicio de 1934 y le dedicó muchas páginas durante una semana. El de 1935 también tuvo repercusión en los periódicos. La manera en que la prensa relató los juicios, los artículos que
deparó el proceso, la campaña que se desató entonces contra Manuel
Azaña, las declaraciones del capitán Rojas ante el tribunal y los testi18
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monios de los testigos que pasaban por el estrado aportaban suficiente
material para elaborar con todo ello un texto interesante. Había ahí una
historia no contada, un episodio con el que apasionarse. Ahora bien,
había más. Si algo llamaba la atención a quien se asomaba a aquellas
sesiones del juicio, a ese proceso tan largo y tan mediático, era la escasa
información que proporcionaba sobre los hechos que se estaban juzgando. Un periodista que asistió al primer juicio lo expresó con claridad en una de sus crónicas: «Si este macabro suceso permitiera el humor, casi podría decirse de lo escuchado hoy que los infelices de Casas
Viejas se suicidaron», escribió Víctor de la Serna, asombrado ante un
juicio que acicalaba la escena del crimen hasta dejarla irreconocible.
Los testigos mentían, eran esquivos y desmemoriados. Mentía también el procesado. Los juicios se centraban tanto en el antes y el después, en el origen de las órdenes en las que se escudaba el capitán Rojas y en el silencio que siguió al crimen, que no había manera de saber
a ciencia cierta qué había ocurrido en la corraleta de la choza de Seisdedos la mañana del 12 de enero de 1933. Quién había disparado,
quién había rematado, quién lo había presenciado.
Ni siquiera habían sido citados a declarar en el juicio los familiares
de los fusilados, las madres y esposas que se encontraban en sus casas
y chozas cuando los campesinos fueron detenidos; al poco sonaron los
disparos, ellas se acercaron a ver qué había pasado y se encontraron con
los cadáveres unos encima de otros.
Las crónicas sobre los juicios indicaban sin embargo que esas madres y esposas sí había declarado en 1933 ante el juez instructor. Y que
también lo habían hecho un nutrido grupo de guardias de asalto y de
guardias civiles que se encontraban en Casas Viejas antes, durante y
después de la matanza.
De modo que todos esos testimonios, toda esa verdad que en los
juicios permanecía escondida, de la que nadie quería hablar, tendría que
formar parte del sumario del caso, tendría que estar escrita en papel oficial. Y bastaría acudir al sumario y leer esas declaraciones para atar cabos
y comprobar qué había revelado la investigación judicial sobre el crimen, qué le había dicho el capitán Rojas al juez instructor en 1933, qué
le habían dicho al juez, un año antes del primer juicio, los guardias y el
delegado del gobernador civil y los vecinos del pueblo y el cura y el médico y tantos otros testigos.
En 2007 me puse a buscar el sumario del caso Casas Viejas. Y ese
mismo año me topé con la desagradable sorpresa de que ese documento esencial, esa recopilación de testimonios recogidos por el juez instructor en 1933, no se hallaba ni en la Audiencia Provincial de Cádiz
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ni en el Archivo Histórico Provincial de esa ciudad ni en lugar alguno
al que yo pudiese acceder. No conseguí dar con alguien que me indicase dónde podía encontrar el sumario. Y sólo logré algunos datos dispersos acerca de una venta del sumario por parte de un anticuario, de
una recuperación del documento por parte de la Policía y de un regreso del sumario a la Audiencia de Cádiz, de donde había salido de nuevo pero nadie sabía hacia dónde ni cómo.
En 2007 también comencé a buscar a López Gálvez. Al abogado Andrés López Gálvez. Me había fascinado su intervención en los juicios
como representante de la acusación particular, de las familias de los asesinados en la corraleta de Seisdedos. Y fue indagando sobre ese letrado
como hallé una copia de una parte del sumario del caso Casas Viejas.
Me la proporcionó su hija, Soledad López, a la que conseguí encontrar
en Madrid.
Efectivamente, ahí estaban las declaraciones de los testigos ante el
juez instructor. Ahí estaba toda una batería de testimonios que echaban
luz sobre lo sucedido en Casas Viejas en enero de 1933. Ahí estaba un
documento que confirmaba lo que Azaña había relatado en su diario y
luego en las Cortes y después en el juicio de 1935. Más aún: ahí estaban
las declaraciones del capitán Rojas ante el juez instructor antes del juicio de 1934, antes de que contase en Cádiz una película increíble.
El sumario del caso Casas Viejas muestra qué papel desempeñó allí
Rojas y cómo luego en los juicios él y todos los testigos mintieron sobre lo sucedido en el pueblo gaditano en enero de 1933. Y no sólo permite contrastar la versión de Azaña acerca de cómo se fue enterando
del crimen en febrero de 1933, de cómo le llegaron las malas noticias
desde Medina Sidonia y de cómo la maquinaria judicial avanzó lenta
y sin nervio, empujada desde Madrid, sin ganas pero sin que nadie del
Gobierno le pusiese freno sino todo lo contrario. El sumario también
da respuesta a lo que se preguntaba Jerome Mintz sobre el episodio del
ataque a la choza de Seisdedos, sobre el porqué de la tenaz resistencia
que conducía a la muerte. El documento revela una versión distinta a
la oficial acerca de qué manera y por qué comenzó el asedio a la choza
y saca a la luz cómo, una vez más, el desconocimiento de la verdad
sobre un hecho concreto y fundamental confunde sobre los siguientes
y da lugar a interpretaciones erróneas.
Hay muchas historias en ese sumario que ha permanecido inédito
durante más de setenta años. Están los testimonios de los guardias de
asalto y de los guardias civiles que fueron testigos presenciales del crimen pero que luego no pisaron la Audiencia de Cádiz en los juicios a
Rojas. Está la historia del valiente guardia civil Juan Gutiérrez, que dejó
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escapar a dos vecinos de Casas Viejas cuando se dio cuenta de que
iban a ser fusilados. Y está la del médico que ordenó a unos guardias
rematar a los fusilados, ese médico que horas después les contó a los
periodistas una inventada batalla entre los guardias y los fusilados y
que más adelante tuvo la desfachatez de afirmar que él había intentado
evitar el crimen.
El caso Casas Viejas es un relato de los juicios al capitán Rojas elaborado con las crónicas publicadas en más de una docena de periódicos
que se ocuparon de contar ese proceso histórico. Es una crónica de crónicas. Es también un relato de las consecuencias políticas que tuvieron
los juicios, de cómo Casas Viejas no se apeó de la actualidad durante
toda la Segunda República y fue usado en una permanente campaña contra Azaña y contra la República. Es, además, un relato de lo que les deparó Casas Viejas y la guerra civil a varios personajes (periodistas, abogados, magistrados, militares y guardias) que coincidieron en los juicios
a Rojas. Es una historia de vencedores y vencidos.
Algunas de esas personas no estaban en Casas Viejas en enero de
1933 pese a que lo ocurrido en el pueblo en esa fecha tanto iba a marcar sus vidas. Es más: algunas de esas personas nunca llegaron a pisar
Casas Viejas. Nunca vieron esa población de la provincia de Cádiz que
en 1933 tenía unos dos mil habitantes y que pertenecía al municipio
de Medina Sidonia, de la que dista unos veinte kilómetros. A mucha
gente, especialmente a la del norte de España, le sorprenderá que a una
localidad con ese número de vecinos le llamasen aldea los medios de
comunicación de la época. Pero esa denominación no aludía, obviamente, a la demografía sino al aspecto rural del pueblo.
El militar y abogado Julio Ramos Hermoso, que fue juez instructor
de la causa militar que enjuició a los asaltantes del cuartel de la Guardia
Civil, el episodio que inició la revuelta en Casas Viejas, escribió en 1933
unas notas que pueden dar una idea acerca de cómo era ese pueblo:
Recostado en una colina, nos recuerda un duar marroquí, con sus jaimas
o chozas, construidas de adobes o ladrillos a medio cocer y su techo de
pajas o juncos, en la parte alta del poblado, sin alineación ni higiene de ninguna clase. Chozas con dos departamentos donde comen, guisan, viven
y duermen una familia compuesta, las más de las veces, del matrimonio y
tres o cuatro hijos, varones y hembras. Un corralillo con muros de piedras
en seco o de adobes está adosado a la parte anterior de la choza y le sirve
de desahogo. En la parte baja del pueblo está la plaza, y rodeándola se
encuentran las casas de los señoritos, porque en Casas Viejas también hay
señoritos. Son casas modernas, generalmente de un solo piso. El único
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edificio notable es la iglesia, un hermoso edificio, sobresaliente entre todos los de la aldea, que está sin terminar y aún no se ha inaugurado.
En Casas Viejas «nadie pide pan desde que se proclamó la República», afirmaba Julio Ramos, republicano, en ese texto que su hijo encontró no hace mucho. El militar explicaba que los parados recibían en
1933 un subsidio: seis reales los casados y una peseta los solteros. Pero
advertía que a los señoritos les resultaba más airoso el papel de hombres
caritativos, que preferían repartir «teleras de pan negro a la esquina de
su casa, como hacían durante la Monarquía», que dar «trabajo y un sueldo equitativo y justo, como les obliga la República».
Al sindicato anarquista de Casas Viejas pertenecían en 1933 unos
trescientos vecinos del pueblo. Pero, como explicó Jerome Mintz, sólo
un pequeño porcentaje eran hombres «con ideas», anarquistas conscientes. Muchos estaban afiliados porque era el sindicato mayoritario.
Algunos, porque era necesario para conseguir empleo.
La decisión de levantarse en armas la madrugada del 11 de enero
de 1933 fue tomada por un grupo de jóvenes impacientes entre los que
destacaba Antonio Cabañas Salvador, Gallinito. El presidente del sindicato, Currestaca, intentó detener la revuelta al darse cuenta de que
en otros lugares había fracasado, que no habían recibido noticia ni percibido señales de que otros pueblos también se levantaban. «Detengamos este sinsentido porque no llegaremos a ninguna parte», les dijo a
sus compañeros. No le hicieron caso. Algunos se sumaron a la rebelión
por compromiso. Mintz dice que para muchos miembros del sindicato
que respondieron a la convocatoria, «el motivo del súbito alzamiento
era incierto». Pero el caso es que la mañana del 11 de enero, el pueblo
estaba en la calle, Casas Viejas estaba tomada y el cuartel de la Guardia
Civil fue asaltado. Tras el fracaso de la revuelta, después del trágico resultado, de ese escarmiento que acabó con doce vecinos detenidos y
asesinados a sangre fría, sin ni siquiera una mínima averiguación sobre
si habían participado en el asalto al cuartel o en el tiroteo posterior
junto a la choza de Seisdedos, el pueblo reaccionó aterrorizado, abatido, derrotado y escarnecido.
Cuando llegó la hora de las explicaciones de lo que había ocurrido,
en el pueblo surgieron voces que culpaban a los dirigentes del levantamiento de haber conducido a los hombres a un desastre. Jerome Mintz
explica en su libro las diferentes reflexiones, comentarios y especulaciones sin fundamento que deparó el trágico resultado de la revuelta.
En algunas de las interpretaciones pesó el hecho de que algunos dirigentes de la revuelta y del sindicato lograron evitar no sólo la muerte sino
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también las palizas y la cárcel. Por eso se habló de traición, de dirigentes pagados por los señoritos y de que la rebelión había sido instigada
para conseguir luego, tras el seguro fracaso, un castigo ejemplar a los
campesinos.
Los anarquistas conscientes le contaron años después a Mintz que
tuvieron claro, no obstante, que el fracaso de la revuelta respondió a
una decisión precipitada: que iniciaron creyendo que el resto de las poblaciones estaban también levantándose en armas. «Creíamos que hacer
una revolución era fácil. Éramos jóvenes. No estábamos capacitados para
organizar una revolución», le explicó Manuel Llamas al antropólogo estadounidense. «No pudimos esperar y nos lanzamos a la revuelta. Estábamos equivocados. Éramos inocentes: no teníamos educación», le dijo
a Mintz Pepe Pilar.
Las consecuencias de la fracasada revuelta para los habitantes de
Casas Viejas no terminaron con los asesinatos y después las torturas y la
cárcel. Como en muchos pueblos de España, en Casas Viejas la guerra
civil hizo repaso de lo acontecido durante la República. Ese pueblo y
otros de la provincia de Cádiz cayeron en poder de los golpistas desde
el principio. A partir de entonces, lo que cada vecino había hecho durante la revuelta de enero de 1933 fue examinado de nuevo y deparó
consecuencias. La víctima que representa ese periodo es María Silva, la
Libertaria. Había escapado con vida de la choza de su abuelo Seisdedos. En 1936 vivía en Paterna, un pueblo de la provincia de Cádiz. Fueron a buscarla a su casa, se la llevaron y la asesinaron.
Casas Viejas tiene ahora unos siete mil habitantes. No se parece en
nada a lo que era en 1933. Nadie vive como vivían entonces los campesinos, aunque haya otros problemas. Durante el franquismo, Casas
Viejas fue Benalup y siguió perteneciendo a Medina Sidonia. En los
noventa se independizó, se convirtió en municipio y pasó a llamarse
Benalup-Casas Viejas.
El recuerdo de los sucesos de 1933 en Benalup-Casas Viejas está
hoy mediatizado por tantas tergiversaciones y mitos. Franquistas y
anarquistas coincidieron durante muchos años en relatar los hechos de
manera interesada y ni siquiera la investigación de Jerome Mintz ni
otras que esclarecían lo sucedido lograron detener especulaciones y
teorías. No es fácil saber la verdad. Ya explicaba Mintz, por poner un
ejemplo, que sobre Gallinito, el joven que animó a los campesinos a
levantarse en armas, halló versiones bien contradictorias proporcionadas por dos dirigentes de la revuelta que sobrevivieron a la guerra civil:
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José Monroy definió a Gallinito como un valiente; pero según Juan Sopas, «era más cobarde que una gallina». No, no es fácil conocer la verdad. Y más difícil es la tarea cuando hay quien se molesta al leer informaciones contrastadas porque esos nuevos datos cuestionan otros
que se habían dado por ciertos.
Un viajero que llegue a Benalup-Casas Viejas no encontrará con facilidad información sobre tan histórico acontecimiento. Ni un letrero
ni una indicación. Nada le dirá qué ocurrió allí en enero de 1933 y dónde. Uno piensa que no es ajeno a ello el hecho de que sobre Casas Viejas
triunfaron la ficción, el mito y la insidia. Y que eso ha impedido a ese
pueblo elaborar y mostrar un relato de lo que ocurrió despojado de tergiversaciones. Una narración que pueda evocar cómo vivían los campesinos de Casas Viejas en 1933, la injusticia social que padecían, las
chozas en las que vivían los más, el desprecio con que eran tratados
muchos y la ceguera de unos propietarios que repartían pan negro a
los pobres y que consideraban normales unas diferencias sociales que
hoy indignan a cualquiera. Un cuadro, en fin, al que asomarse para reflexionar sobre lo que sucedió en el que no faltasen las sombras que
siempre hay en el escenario de una tragedia.
«Si me hubiesen dicho que en Casas Viejas habían matado a un
hombre indebidamente, me hubiera inclinado a creerlo o a temerlo;
pero al decirme que allí se había fusilado a quince o veinte hombres,
la monstruosidad me pareció tal, que pensé: esto es imposible.» Son
palabras de Manuel Azaña, entonces jefe del Gobierno, en una intervención en las Cortes el 7 de marzo de 1933. Habla en ese momento
ante los diputados, en público, un hombre sincero, un político. Alguien
que luego fue señalado durante muchos años por anarquistas, franquistas y antirrepublicanos como la persona que ordenó la matanza de Casas Viejas.
Casas Viejas deparó muchas víctimas en enero de 1933 y después.
Una de ellas, la más difícil de rehabilitar, contra la que se dispara aún
desde varios frentes, es la verdad.
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El reo tranquilo
El capitán Rojas estaba a punto de sentarse ante un jurado como
acusado del asesinato de catorce campesinos, pero la mañana del 21 de
mayo de 1934 se sentía tan seguro y tan respaldado, se veía tan inocente
de aquellas muertes, que en lugar de un reo, tal parecía un oficial engominado dispuesto a participar en un sarao. No me saquen demasiado
sonriente, no vayan a pensar que soy un cínico, les dijo Rojas a los fotógrafos mientras hacía tiempo junto a su abogado en un pasillo del palacio de justicia de Cádiz. Vestía uniforme de capitán de Artillería y se
había enganchado a la guerrera la vistosa Cruz de María Cristina, que
proclamaba su herida de guerra en Marruecos en 1924. El fiscal acudía
al juicio con un escrito de acusación provisional en el que responsabilizaba a Rojas de trece asesinatos y pedía para él 390 años de presidio,
esto es, cadena perpetua. La acusación particular elevaba los asesinatos a
catorce. Manuel Rojas Feigenspan, el capitán de la Guardia de Asalto
que en enero de 1933 mandaba las fuerzas que sofocaron la revuelta
anarquista de Casas Viejas, llevaba ya un año y dos meses en prisión preventiva y se jugaba el resto de su vida en la vista oral que iba a comenzar
en la Audiencia Provincial de Cádiz. Pero nadie lo habría dicho. El hombre se mostraba animoso y cuando los periodistas le preguntaron si se
hallaba emocionado ante la inminencia del juicio, Rojas respondió que
no cabía emoción ni miedo cuando se tenía la conciencia tranquila.
Víctor de la Serna, enviado a Cádiz por el periódico La Libertad
para cubrir el juicio por los sucesos de Casas Viejas, es quien aporta
en su primera crónica telefónica esa imagen de un Rojas sobrado bromeando con los fotógrafos. De la Serna describe a un procesado peinado a la gomina, muy peripuesto y lleno de condecoraciones que llega a la Audiencia de Cádiz custodiado por una pareja de la Guardia
Civil con mosquetones y por un teniente grandullón «que masca un
tabacalero» y tose. Cuenta De la Serna que cuando le han señalado al
capitán Rojas se le ha destruido todo el complejo que él tenía montado
en su imaginación de lo que sería un reo ante un jurado popular.
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