Lidia Serra (de cómo se construye un puente) A Lidia Serra, Coordinadora del Convenio Andino ESF – AECID entre Bolivia, Perú y Ecuador, se le humedecen los ojos cuando hablamos del final del Convenio. Sentados en torno a una mesa en una de las terrazas de la bellísima Plaza de Armas de Arequipa, me dice que para ella el Convenio ha sido como un viaje con gente a la que no conoces. Ha sido un viaje de cuatro intensos años, junto a representantes de cada una de las diez instituciones que componen el Convenio, hacia un modo común de entender y trabajar unidos por la Educación Técnica en los tres países. Un viaje en el que a menudo hay que ir haciendo negociaciones para lograr la convivencia, pero en el que, con el paso del tiempo, acabas apreciando mucho a esos compañeros con los que has tomado decisiones importantes y con los que has compartido tantas cosas. Y claro, dice, cuesta soltarse. Creo que todo el esfuerzo ha valido la pena, que hemos crecido juntos. De alguna manera, todos han aprendido de los demás. Han aprendido a ser menos egocéntricos como instituciones y a valorar al otro. Eso es una maravilla: aprender que el conjunto te da más valor que tu individualmente. Según Lidia, si esos mismos compañeros de viaje, es decir, si las personas que ahora mismo integran el Convenio empezaran de nuevo, se avanzaría mucho más rápido en el debate, en el análisis, en las propuestas y en la incidencia. Ahora, dice, empezarían a abrirse hacia afuera. Porque estos cuatro años has servido para formar un grupo que confía en sí mismo. Para construir una identidad común. Por eso es una pena que se acabe, porque ahora es cuando realmente tendría fuerza. *** También la historia de Lidia –la de la fuerza que transmite esta catalana de cuarenta años, la del camino que la ha traído hasta aquí- ha consistido en el aprendizaje de su propia condición de expatriada. Una especie de virus que se mete en el organismo y te lanza a conocer el mundo, también le ha hecho ir descubriendo que precisamente esa condición es la que hace de ella una perfecta interlocutora con su propio país. Un aprendizaje que la ha llevado, como a los miembros del Convenio, a abrirse hacia dentro y hacia afuera. Pero vayamos por partes. Corría el año 1996, Lidia había terminado sus estudios de Ciencias de la Educación y, sin saber muy bien por qué, quería irse para Latinoamérica. A Bolivia o a Guatemala. En la universidad se había interesado por los teóricos de la Educación Popular que, más allá de la escuela, persigue una transformación social. Por eso para ella ir a Bolivia era un modo de acabar su formación. “Era la parte práctica”, me cuenta ahora mientras da unos sorbos a su café. Yo tenía la obsesión de llegar a Bolivia sí o sí, ya tenía las vacunas puestas y no sabía qué es lo que iba a hacer allá. Sin haber siquiera contactado con ellos, confiaba en poder ir con una ONG que trabajaba en la ciudad de El Alto. Finalmente se marchó hacia Cochabamba, donde comenzó a trabajar como voluntaria en una organización llamada Defensa del Niño Internacional. Hasta que, a mediados del año 1997, decide regresar a España. Necesitaba volver. Me quedé en España como dos años y pico, pero estaba como en un limbo, escuchando música boliviana en la azotea de mi casa, totalmente colgada. No había tenido suficiente. Durante los siguientes dos años y medio Lidia intentó readaptarse a su país, aunque, al mismo tiempo, evitara cuidadosamente crear cualquier tipo de atadura como conseguir un trabajo fijo o mudarse de casa de sus padres. Entonces su hermano le propuso que hicieran juntos un viaje por Togo y Benín. Lidia aceptó la invitación como una pausa para reflexionar sobre un “terreno neutral”. A la vuelta, tomaría una decisión: o regresaba de una vez a Bolivia o se dejaba de rodeos y se quedaba definitivamente en Barcelona. Pero la casualidad le facilitó las cosas. Al día siguiente de regresar del viaje a África, encontró en su correo electrónico un mensaje inesperado. Una compañera le había escrito porque estaban buscando un técnico que se ocupara de la parte educativa en un proyecto que estaba por comenzar. En Bolivia. Así que no lo dudo más y, prácticamente sin deshacer las maletas, se marchó de vuelta hacia Cochabamba. Al mismo barrio donde había vivido antes: Sebastián Pagador, una zona habitada por familias de mineros que, con la privatización de las minas, habían perdido su trabajo y habían sido relocalizados por el territorio boliviano. Se trataba de un proyecto de sensibilización en temas de presupuestos municipales, qué derechos tenían a nivel de junta de vecinos y cómo podían ellos juntarse para exigirlos y mejorar sus condiciones de vida. Incluía educación de jóvenes y adultos, una radio comunitaria: un proyecto integral e interesante. Ahí estuvimos cuatro años. Cuatro años que coincidieron con los más movidos de la historia reciente del país. En enero del 2000 se desataron en Cochabamba las violentas protestas populares por el aumento del precio del agua tras la privatización de este servicio que desembocarían en la llamada Guerra del Agua. Por aquel entonces, Lidia y la organización donde trabajaba ya habían tratado, junto a los vecinos del barrio, las consecuencias que tendría para estos últimos la privatización de los recursos naturales. De modo que, cuando iniciaron las protestas, Lidia también se sintió parte de ellas. Habíamos sido una chispa al provocar esa conciencia. Nos reuníamos en las asambleas hasta la una de la mañana decidiendo qué se iba a hacer. Si habría una marcha que saliera del barrio hacia el centro de la ciudad, nosotras íbamos al barrio a primera hora para bajar con ellos en la marcha. Para los vecinos era importante que ellas estuvieran en las protestas. Para ellas era una cuestión de coherencia: habían estado trabajando junto a los vecinos, no podían abandonarlos ahora. A la Guerra del Agua -que acabó con la derogación del decreto de privatización- se añadió, pocos años después lo que se dio en llamar El Octubre Negro: una matanza indiscriminada de la población civil de El Alto ordenada por el entonces presidente, Gonzalo Sánchez de Lozada, que acabaría huyendo del país ante la ira popular. Lidia se agita, se enfada y se emociona cuando relata todo este período de protestas ciudadanas que vivió en primera persona y que, dice, que no dudaría en volver a vivir. Pero después agrega que salió de él agotada y que le generó una fuerte crisis personal. Fue muy fuerte. Pero yo tengo una imagen de estar en Cochabamba, en una de estas marchas, y también cuestionar mucho mi rol. Veías a la gente dispuesta a jugarse la vida y eso te hace cuestionarte a ti. La gente iba a por todas. Cuando miras para arriba y ves que hay militares que te están apuntando, que se les puede ir la olla y te pueden pegar un balazo… Eso me generó un conflicto y sentí como que no era mi lugar, que no estaba dispuesta a ir hasta el final. *** Después de varios meses en España - el “segundo limbo”, dice- Lidia decidió dar por terminado su periodo cochabambino y se trasladó a vivir a La Paz, una ciudad que siempre le había interesado y en la que tenía amigos. Fue a través de uno de ellos que, al poco tiempo, empezó a trabajar en ISCOD, la ONG del sindicato UGT. Mientras rememora aquellos primeros tiempos paceños, se asombra de que hasta entonces, en tantos años en Bolivia, no hubiera tenido ningún contacto con la cooperación española. “No sabía ni que existía”, dice entre risas. Pero en La Paz se fue introduciendo en este mundo y un año después ingresó, como representante de Bolivia, al equipo de Educación Sin Fronteras. Me acuerdo que me costó mucho decidirme, pero cuando me presenté y me puse a trabajar descubrí que era el sitio perfecto para mí: yo, española, conociendo tan bien como conocía los procesos de Bolivia, ayudando a formular proyectos bolivianos para presentar a España. Era como hablarles a los españoles de lo que en Bolivia es necesario. Como ser un puente. Sentí que ése era mi sitio. Lidia no demoró en darse cuenta de que le resultaba muy fácil comunicarle a España los proyectos que redactaba pensando en Bolivia. Descubrió también que había un modo de vivir fuera y mantener, al mismo tiempo, el vínculo con su país. “El desarraigo es algo difícil de llevar y esto me dio como un centro” dice, mientras los rasgos de su cara se relajan, como si recordar ese periodo la llenara de paz. Ahora, varios años después -trás construir el Convenio Andino junto al que entonces era el representante de ESF en Perú, después de un breve paso por Lima como coordinadora del Convenio y, después de tanta vida en los cuatro años que ha durado este viaje que ahora está por llegar a su fin- Lidia vive en Loja, una pequeña ciudad al sur de Ecuador, junto a su pareja que, dice, la aporta la tranquilidad necesaria para vivir fuera, lejos del que sigue llamando su país. Me da cierto arraigo. Yo creo que aquí vives más al día, sin cuestionarte tanto el futuro. Te da más libertad. Te obliga siempre a pensar qué quieres hacer, pero también eres más libre. Eso mismo te tiene vivo.