la lucha por la vida

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EL PROBLEMA DE ESPAÑA EN LA
ENCRUCIJADA HISTÓRICA DEL 98.
MADRID: ESPACIO, TIEMPO Y PUEBLO
EN “LA LUCHA POR LA VIDA”, DE PÍO BAROJA
José Alberto Miranda Poza
Universidade Federal de Pernambuco
RESUMO
Espanha – a sua história, seus homens e mulheres, sua paisagem – tem estado presente na
literatura desde a época das origens (Franco, 1960). Fala-se em ―o tema da Espanha‖ para fazer
alusão de uma visão voltada aos seus problemas, a responder à pergunta: o que é a Espanha?
(Tusón; Lázaro, 1980). Esta pergunta revela uma consciência crítica da nacionalidade: VicensVives (2012) afirmou que, entre as grandes nações que surgiram no Renascimento, apenas
Espanha se perguntou se ela realmente existia. Do início, duas visões, intelectuais, literárias,
ideológicas vão envolver genericamente essa discussão, de forma acirradamente oposta: o
tradicionalismo, que gira ao redor da figura de Menéndez Pelayo, e o liberalismo reformista,
representado pela Instituição Livre de Ensino. Esta absoluta dicotomia ideológica foi
magistralmente desenhada por Machado na expressão ―as duas Espanhas‖ (Miranda Poza,
2007). Nesse contexto, Baroja se revela como ―membro chave de uma geração central na
história do pensamento e da literatura espanholas‖ (Blanco Aguinaga et al, 2000), o Grupo de
98. Em La lucha por la vida, mostra, através da história de Manuel Alcázar, o panorama
desolador da sociedade de Madri de começos de século: tempo, espaço, povo. Em cada um dos
romances que a compõem – La busca (1904), Mala hierba (1904) y Aurora roja (1905) – é
referida uma das fases da vida do protagonista, o longo processo que percorre até conseguir um
espaço na sociedade, o que obriga a descrever a marginalidade do Madri da época, onde aparece
em esboço a paupérrima massa de gente afastada longe da cidade, convenientemente escondida
da burguesia, para não ofendê-la com o espetáculo da sua pobreza. Burguesia, aliás, que
mantém laços com o mundo do crime através do mundo do jogo, com a cumplicidade de
políticos e jornalistas. Hoje, pulverizadas as fronteiras espaço-temporais pela ditadura da
imagem (Walter, 2010), o testemunho da literatura restaura nossa vida fazendo real o que a
historio esqueceu (Fuentes, 2005).
Palavras-chave: Geração de 98; Pío Baroja; La lucha por la vida.
RESUMEN
España –su historia, sus hombres y mujeres, su paisaje– ha estado presente en la literatura desde
los orígenes (Franco, 1960). Se habla del ―tema de España‖ cuando se alude a una visión
preocupada de sus problemas, a un preguntarse: ¿qué es España? (Tusón; Lázaro, 1980). Esta
pregunta revela una conciencia crítica de la nacionalidad: Vicens-Vives (2012) llegó a afirmar
que, entre las grandes naciones que surgieron en el Renacimiento, solo España se preguntó si
realmente existía. En principio, dos visiones, intelectuales, literarias, ideológicas van a recoger
genéricamente esta discusión, encerradamente enfrentada: el tradicionalismo, presidido por
Menéndez y Pelayo, y el liberalismo reformista, representado por la Institución Libre de
Enseñanza. Esta absoluta dicotomía ideológica fue magistralmente plasmada por Machado
como ―las dos Españas‖ (Miranda Poza, 2007). En este contexto, Baroja se revela como
―miembro clave de una generación central en la historia del pensamiento y de la literatura
españolas‖ (Blanco Aguinaga et al, 2000), el Grupo del 98. En La lucha por la vida, dibuja, a
través de la historia de Manuel Alcázar, el panorama desolador de la sociedad madrileña de
principios de siglo: tiempo, espacio, pueblo. Cada una de las novelas que la componen –La
busca (1904), Mala hierba (1904) y Aurora roja (1905)– comprende una de las fases de la vida
del protagonista, el largo proceso por el que pasa hasta hacerse sitio en la sociedad, ofreciéndose
descripciones de la marginalidad del Madrid de la época, donde aparece esbozada la paupérrima
masa de gente relegada lejos de la ciudad, convenientemente escondida de la burguesía para no
ofenderla con el espectáculo de su pobreza. Burguesía, por otro lado, que mantiene lazos con el
hampa a través del mundo juego, con la complicidad de políticos y periodistas. En los tiempos
actuales, pulverizadas las fronteras espacio-temporales por la dictadura de la imagen (Walter,
2010), el testimonio de la literatura restaura nuestra vida haciendo real lo que la historia olvidó
(Fuentes, 2005).
Palabras clave: Generación del 98; Pío Baroja; La lucha por la vida.
I
Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo.
Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido.
(Otto von Bismarck)
Nadie que lea la historia de España puede hacerse ilusiones respecto a
nuestro país. Leer historia siendo español produce amargura. Esa falta de
respeto hacia nosotros es histórica. Esa vileza inquisitorial, basada en la
envidia y en la mala fe, nos sigue marcando. Los españoles somos
especialistas en suicidarnos históricamente. Eso me hace ser profundamente
pesimista.
(Arturo Pérez Reverte)
En el mundo actual, gracias a la imagen, la ilusión de estar en varios lugares
simultáneamente pulveriza el tiempo y el espacio (WALTER, 2010, p. 1). Para Fuentes
(2005, p. 29), el arte, las grandes novelas, restauran a nuestra vida lo que la historia ha
despreciado en su precipitación. La literatura, en fin, hace real aquello que la historia
olvidó. En este sentido, se habla del valor de la literatura y la memoria para reescribir la
historia de las voces que fueron acalladas, pues la historia oficial escrita por el ―otro‖ –
aquí, por el ―poderoso‖–, no representaba sino una suerte de panfleto, cargada de la
ideología que sustentaba el tradicionalismo –y, en gran parte, los retazos de un
imperialismo tardío, trasnochado– que imperó en España, no solo a lo largo de gran
parte del siglo XIX, tras la abolición de la Constitución de Cádiz de 1812 con la vuelta
de Fernando VII, en buena parte de las dos primeras décadas del siglo XX –con
Directorio Militar de Primo de Rivera incluido–, sino, y sobre todo, a lo largo de la
longeva dictadura franquista, que llegó a justificar en los libros de historia escolares la
desgracia de una guerra civil y el propio régimen neofascista barnizado con tintes
católicos, por los supuestos desmanes progresistas que – tras la proclamación de la II
República, en 1931 – nortearon ideológicamente la época convulsa que vivió la España
de entreguerras, tras la debacle del 98, la cual, por su parte, ponía fin a un pretendido,
pretérito y trasnochado imperialismo tradicionalista.
Baste aquí señalar a este propósito, la visión escolar que, para el nivel
correspondiente a la Enseñanza Primaria, se ofrecía de la Guerra Civil en los libros
escolares al uso:
LA GUERRA DE LIBERACIÓN. Después de la guerra de la
Independencia, otra vez volvió España a estar mal gobernada. La
religión era perseguida, los asesinatos y las huelgas eran diarios y
nuestra Patria estaba a punto de caer en manos del comunismo. Para
acabar con tantos males, Franco inició el día 18 de julio de 1936 la
llamada guerra de Liberación Nacional. En ella, abundaron los
episodios heroicos (…) Esta guerra terminó victoriosamente el 1º de
abril de 1939. Hoy España vive en paz y es gobernada sabiamente por
nuestro Caudillo (ÁLVAREZ, 2000, p. 218).
Por todo lo anterior, es importante llamar la atención a propósito de hitos u oasis
que hallamos en la literatura española y que representan el testimonio de escritores e
intelectuales que, a través de personajes tomados de la realidad, nos proporcionan,
desde su independencia y libertad artística con relación a la historia oficial, el panorama
real de ciudades y ciudadanos anónimos que vivían una realidad muy diferente a la que
oficialmente se predicaba en aquella época.
El testimonio de estos autores con su contemporaneidad, espacial, temporal,
conciudadana, nos conduce inevitablemente, desde la Crítica Literaria, a relacionarlo
con el llamado tema de España, lo que, a su vez, justifica las citas que seleccionamos
para presidir, a modo de abertura, nuestro trabajo.
II
España –su historia, sus hombres y mujeres, su paisaje– ha estado presente en la
literatura desde los orígenes (FRANCO, 1960). Se habla del ―tema de España‖ cuando
se alude a una visión preocupada de sus problemas, a un preguntarse: ¿qué es España?
(TUSÓN; LÁZARO, 1980). Esta pregunta revela una conciencia crítica de la
nacionalidad: Vicens-Vives (2012) llegó a afirmar que, entre las grandes naciones que
surgieron en el Renacimiento, solo España se preguntó si realmente existía.
En principio, dos visiones, intelectuales, literarias, ideológicas van a recoger
genéricamente esta discusión, encerradamente enfrentada: el tradicionalismo, presidido
por Menéndez y Pelayo, y el liberalismo reformista, representado por la Institución
Libre de Enseñanza. Esta absoluta dicotomía ideológica fue magistralmente plasmada
por Machado como ―las dos Españas‖ (MIRANDA POZA, 2007).
En literatura española se hablará de Generación del 98, del 14, del 27 y del 36.
Es decir, se adopta en Crítica Literaria, un método que, en Historia, fue iniciado en
España por Ortega y Gasset ([1933]/1994). Según él, una generación es el conjunto de
hombres y mujeres que han nacido en una determinada ―zona de fechas‖ (no superior a
15 años) y comparten un mismo ―mundo de creencias colectivas‖. La concepción del
mundo cambiará con cada generación, es decir, en lapsos de quince años. Más
concretamente, en España invertebrada ([1921]/1999), Ortega toca el problema de la
decadencia española para explicar la situación de su presente, caracterizada por una
disgregación en tres órdenes: político (separatismos); social (falta de cooperación entre
las clases, lo que le hace mostrarse contrario a las tesis de la lucha de clases); e
ideológico (la masa se niega a ser masa como tal, a ser conducida por una minoría de
individuos selectos). El ideal de Castilla reaparece, si bien bajo un nuevo lema: ―Castilla
ha hecho España y Castilla la ha deshecho‖.
Más concretamente, la Generación del 98 comenzó con el llamado ―Grupo de
los Tres‖, integrado por Baroja, Azorín y Maeztu, que en 1901 publican un
―Manifiesto‖ en el que diagnostican la ―descomposición‖ de la atmósfera espiritual del
momento, el hundimiento de las certezas filosóficas, la bancarrota de los dogmas.
Frente a ello, atisban en los jóvenes un ideal vago, pero sin unidad ni esfuerzos.
Después de este primer período de juventud, a partir de aproximadamente 1910, el
grupo ganará en madurez y acólitos. Además de adquirir especial relieve las
preocupaciones existenciales –pensemos, por ejemplo, en el singular caso de Unamuno
y el sentido de la vida–, el tema de España se enfocará con tintes subjetivos,
proyectando sobre la realidad española los anhelos y angustias personales, denunciando
con virulencia el espíritu de la sociedad española, calificándola como deprimente,
apática o con visos de provocar una parálisis progresiva (MIRANDA POZA;
ALBUQUERQUE, 2010, p. 17).
En este contexto, Baroja se revela como ―miembro clave de una generación
central en la historia del pensamiento y de la literatura españolas‖ (BLANCO
AGUINAGA et al, 2000), el Grupo del 98. En La lucha por la vida, dibuja, a través de
la historia de Manuel Alcázar, el panorama desolador de la sociedad madrileña de
principios de siglo: tiempo, espacio, pueblo. Cada una de las novelas que la componen –
La busca (1904), Mala hierba (1904) y Aurora roja (1905)– comprende una de las fases
de la vida del protagonista, el largo proceso por el que pasa hasta hacerse sitio en la
sociedad, ofreciéndose descripciones de la marginalidad del Madrid de la época, donde
aparece esbozada la paupérrima masa de gente relegada lejos de la ciudad,
convenientemente escondida de la burguesía para no ofenderla con el espectáculo de su
pobreza. Burguesía, por otro lado, que mantiene lazos con el hampa a través del mundo
juego, con la complicidad de políticos y periodistas.
La busca describe los años fundamentales en la formación de Manuel Alcázar
que, como adolescente, se mueve siempre en el borde peligroso de la marginalidad. En
Mala hierba se refiere el período fundamental de su juventud hasta los 21 años, en el
que no consigue incorporarse de forma estable a la vida honrada de los demás
trabajadores, pues tras un corto período como impresor, se volverá al mundo de los
vagos, primero, y de la delincuencia, después. Por último, Aurora roja se ocupa de los
años siguientes, una vez establecido como impresor, lo que, a su vez, conlleva el
nacimiento de ciertas inquietudes sociales en el entorno anarquista de principios del
siglo XX.
La elección del título de la trilogía, La lucha por la vida, está tomada de El
origen de las especies, de Darwin, que plasmaba su doctrina evolucionista (MARÍN
MARTÍNEZ, 2011a, p. 113). En esta misma línea, Caro Baroja (1990, p. 158) afirma:
―En el caso, el objeto es dejar de ser pobre o el no sucumbir en la miseria dentro de una
sociedad‖. En efecto, en la trilogía se presenta esa lucha por vencer la miseria a la que
Manuel Alcázar, como otros desheredados, están fatalmente condenados: la
supervivencia en un mundo hostil, la capacidad de adaptación a las circunstancias y la
acumulación de experiencias cuyo sentido no puede captarse desde la mirada existencial
del presente inmediato (PAZZI, 2009).
El diario El Globo, de Madrid, anunciaba en la tercera columna de su primera
página el 3 de marzo de 1903 la publicación de la obra de Baroja como una novela
picaresca en la que ―sin perjuicios morales, sociológicos ni literarios, con absoluta
independencia, pinta la terrible vida de los miserables y tristes, en la que se describe el
hampa madrileña‖ (apud MARÍN MARTÍNEZ, 2011a, p. 117). Obsérvese, por un lado,
la preocupación y el pionerismo de Baroja –cuestión sobre la que más tarde
volveremos– y, por otro, la perspectiva que se adopta en el diario para justificar aquello
que, a ojos del poder no era digno ni conveniente de ser contado, ni siquiera a nivel
estético, de donde la denominación de género picaresco. No es de extrañar, por tanto,
que este enfoque no obtuviera el aplauso unánime de la crítica de la época:
En estos libros siguen, a tipos repugnantes, más tipos repugnantes:
ladrones, chulos y mendigos accionan, sin parar un punto, en aquel
tablado, cuyo perpetuo fondo lo constituyen cavernas, casucas de
extrema pobreza, las cuevas de los golfos y la cárcel (GARCÍASANCHIZ, 1905, p. 55).
Pío Baroja estaba muy interesado por la vida social de los barrios bajos de
Madrid y por los fenómenos sociales que constituyen los golfos, los vagos, la llamada
―mala hierba‖ (AVILÉS ARROYO, 1988). El carácter realista de esta trilogía y las muy
apreciables aptitudes de Baroja para observar y captar la vida social que se manifiestan
en ella han llevado a la crítica a adscribirla al realismo testimonial o bien las llaman
simplemente crónicas. Como ha recordado Ciplijauskaité (1972, p. 53), Baroja aludió
en varios lugares al carácter de reporterismo o de crónica que tenían algunas de sus
novelas. Así, para Fox (1989, p. 34), se trata de obras que están constituidas con la
perspectiva de un observador objetivo de la colectividad, por lo que las llama novelas
testimoniales. En ellas, ―el protagonista tiende a perderse de vista, siendo sustituido por
una colección de tipos y de interacción socioeconómica‖. Más aún, para Eugenio Matus
(1972, p. 137), Baroja cultiva lo que él denomina novela crónica, una clase de relato
que enriquece la llamada novela social, que describe la vida colectiva de una clase o
sector desde un punto de vista principalmente económico, pero además, está inspirada
en la realidad en la que viven el escritor y su lector contemporáneo, lo que nos
proporciona un testimonio de primera mano de la época desde la perspectiva histórica.
El mismo Pío Baroja aludió al componente testimonial de La busca y la calificó
de fotográfica, para destacar el enfoque objetivo que predomina en ella (MARÍN
MARTÍNEZ, 2011a, p. 118), si bien, como veremos más abajo oportunamente, esa
objetividad no fue tal a lo largo de la trilogía, en especial, cuando analizamos el papel
del narrador en Aurora roja. Con todo, críticos e historiadores han elogiado sin la
menor reserva la veracidad y el rigor del retrato barojiano, asegurando que se trata de un
documento fidedigno y exacto de cómo fue aquel estado social (PUÉRTOLAS, 1971).
Precisamente, para Alarcos (1982, p. 118), uno de los fines primordiales del autor es
testimoniar la pobreza en la que vive una gran parte de la población madrileña.
En este sentido, la trilogía muestra tanto la miseria que rodea Madrid como la
mala hierba que crece en su interior, y el autor intenta denunciar una sociedad
corrompida y dormida en su injusticia. El retrato que hace Baroja del Madrid suburbial
es el más completo que se ha hecho en la literatura española de la época, por la amplitud
y la variedad de su tratamiento. Es más, podría afirmarse que al autor no parece
interesarle tanto contar la historia de Manuel como, en verdad, plasmar una serie de
apuntes tomados del natural y que testimonian cómo era el Madrid de la miseria. Por
ello, no es de extrañar que ante el objetivo mayor de la obra, el aspecto literario, formal,
quede en segundo plano,1 cuestión que no ha sido ajena a la crítica, que percibió que el
relato está formado, en realidad, por una mera adición de fragmentos independientes,
guiado el autor por el solo afán de retratar el ―mal social‖ de Madrid, y fue
yuxtaponiendo sus hallazgos a través del hilo conductor del personaje de Manuel
Alcázar, ―un protagonista que no protagoniza nada‖ (TORRENTE BALLESTER, 1982,
p. 42-43).
Así, Baroja procura describir la capital, sus calles y plazas, sus descampados, sus
rincones más típicos (la Puerta del Sol, el Rastro, el Viaducto) también los edificios,
desde las casas de vecinos del interior, hasta las viviendas de corredor, las casuchas del
extrarradio, las chabolas y las chozas construidas con barro y materiales de relleno
cubiertas con tejados de lata, los comercios y talleres, los cafés, las tabernas, ambientes
populares en los que se mueven las gentes que habitan la ciudad –todas, pero muy
especial aquellas más populares que en modo alguno constituían el foco de la novela
realista decimonónica–. Podríamos afirmar, por tanto, que Baroja nos ofrece un material
recogido de primera mano y que nos ayuda a replantearnos la historia de España, desde
la perspectiva de la microhistoria –en los términos en que se refiere a ella Revel (2010)
–, lo que no deja de ser algo sorprendente y pionero a la vez.
El largo proceso de promoción social que experimenta Manuel Alcázar, ya
anteriormente aludido, tiene lugar, por tanto, en la ciudad de Madrid, en el interior y en
las afueras:
Hay en Madrid, dentro de la gama común del hampa, una porción de
variedades y de clases; hay el hampa política, que se agita en el salón
de conferencias del Congreso y en las redacciones; hay el hampa
bursátil, el hampa literaria y la artística, pero la más triste, la que no
nace de instintos agresivos, ni de hombres de presa, es el hampa de los
miserables (BAROJA, 1973, p. 331).
1
Como él mismo confesó en 1924 a los estudiantes de la Sorbona: ―no me interesan las cuestiones
filológicas y gramaticales (…) Me interesa mi vida, la vida de la gente que me rodea, y el arte como
reflejo de la vida‖ (apud MARÍN MARTÍNEZ, 2011a, p. 89).
Lo que realmente le importa a Baroja, lo que le atrae, era el suburbio del que
nadie se había ocupado, siquiera en retratarlo:
Las afueras madrileñas no han producido gran curiosidad ente los
españoles. Galdós tiene alguna nota descriptiva (…) pero es la del que
se asoma a ver algo que no le produce interés. Las afueras de Madrid
no han tenido escritor que las haya explorado y descrito. Únicamente
yo he intentado hacerlo en las novelas La busca, Mala hierba y
Aurora roja (…) Las afueras me preocupaban entonces mucho
(BAROJA, 1997, p. 869-870).
Por ello, Baroja forma parte del grupo de escritores de su generación que llevó a
cabo una importante renovación de la novela española durante los primeros años del
siglo XX, cuyas principales referencias, además de la trilogía de nuestro autor, se
encuentra en títulos como Amor y pedagogía, de Miguel de Unamuno (1902); La
voluntad, de Azorín (1902) o las cuatro Sonatas de Valle-Inclán (1902-1095). Son los
introductores de la perspectiva subjetiva en la literatura española: los textos sirven para
que sus creadores expresen su visión del mundo, renunciando al minucioso detallismo
con que los realistas decimonónicos describían el ambiente en el que se movían sus
personajes. En la nueva novela bastan unas pinceladas impresionistas, una selección de
datos bien escogidos, para evocar cuanto les rodea. Esta concepción, vertida
acertadamente por Mainer (1997), pone en entredicho, como ya habíamos anunciado, el
carácter meramente fotográfico que el propio Baroja atribuía inequívocamente a su
creación. Puede, sin duda, serlo, pero solo en lo que concierne a su validez como
testimonio de una realidad; lo que ocurre es que el propio autor, ante el desolador
panorama que describe, fruto de su observación, se permite intervenir –como más tarde
volveremos a mencionar–, bien guiando un desenlace un tanto inesperado de la trama,
bien, a través de sutiles caracterizaciones –físicas y psíquicas a un mismo tiempo–, en el
diseño de ciertos personajes.
En cualquier caso, La lucha por la vida ―ha quedado como el gran friso de una
época y una parte de la ciudad‖ (CAMPOS, 1981, p. 63), la que se puebla con gentes de
mal o difícil vivir, las zonas más allá de los barrios bajos, el lumpen, los maleantes, que
también alberga a gentes nobles y trabajadores del proletariado madrileño. El interés de
la trilogía, en fin, se halla en la recogida de unos tipos con absoluta fidelidad.
Sin embargo, no nos encontramos todavía, como es lógico, con un género
reportaje, cuyo contenido lleva implícito la denuncia. Estamos aún en los albores del
siglo XX, y el narrador, tanto en La busca como en Mala hierba, cae no pocas veces en
los excesos de la omnisciencia, situándose por encima del mundo de la ficción,
desvelando los más ocultos pensamientos del personaje o, sobre todo, enjuiciando lo
que hace o lo que dice.
Las alusiones temporales resultan sumamente vagas y escasas, pues a Baroja lo
que realmente le importa es la vida intrahistórica (la del madrileño pobre) de este
período, antes que contar los sucesos de una época en la que España se encontraba en
los años de la Regencia de María Cristina (1885-1902), donde existía un proletariado
urbano y rural al lado de un subproletariado que sufren conjuntamente una aguda crisis
económica. Madrid atraía a los emigrantes rurales porque pensaban que era posible
encontrar un trabajo. Manuel era precisamente uno de esos emigrantes que llega a la
capital con la esperanza de aprender un oficio, cosa difícil: Madrid era una ciudad
administrativa y burocrática, sin industria. Esa vaguedad temporal no se produce tan
solo con referencia al contexto histórico externo en el que se inserta la narración, sino
en la propia trama argumental de la obra: ―Una mañana de fines de septiembre,
presentose Roberto en la puerta de La regeneración del calzado…‖ (BAROJA, 2011a,
p. 305); ―Hizo calor en aquellos meses de septiembre y octubre; en el almacén de
zapatos no se podía respirar‖ (BAROJA, 2011a, p. 313).
En Aurora roja, frente a las dos primeras novelas de la trilogía, se reduce la
narración, ocurren en ella menos cosas que en las que le precedieron y se multiplican las
partes dialogadas, lo que la convierte en la más ideológica de todas. En ella se nos
muestra a un Manuel ya maduro que persigue con mayor firmeza sus objetivos y que se
entrega responsablemente al trabajo, lejos del joven inmaduro, acomodaticio, abúlico e
inconstante en el trabajo –cuando lo tiene– de La busca y Mala hierba.
No solo muestra Baroja el cambio que se ha desarrollado en el tipo-protagonista
de su trilogía. El nuevo sesgo de su narración le permite hacer una larga incursión en el
mundo del anarquismo madrileño de los años finales del siglo XIX y principios del XX,
en la medida en que Manuel experimenta preocupaciones sociales (MARÍN
MARTÍNEZ, 2011b).
En los años inmediatamente anteriores a la publicación de Aurora roja, se
sucedieron huelgas y protestas protagonizadas por los anarquistas, al tiempo que se iban
extendiendo sus ideas mediante sus publicaciones y la proliferación de debates y
mítines, con especial virulencia en Barcelona, si bien las protestas y actos anarquistas
llegaron a convertirse en terrorismo, causando, entre otros acontecimientos y estragos,
el asesinato del presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, en
1897. Estos anarquistas, en la novela, se reunirán los domingos con sus correligionarios
para celebrar asambleas en la taberna ―La Aurora‖, lo que conforma el título de la obra.
Baroja, aunque simpatizó durante un tiempo con las ideas anarquistas, acabó
apartándose de ellas, casi de forma semejante a como lo hace Manuel, a quien repugnan
los actos terroristas:
—Pero eso de poner bombas así es una barbaridad —dijo Manuel.
—Al terrorismo de Estado no hay más remedio que contestar con el
terrorismo anarquista —exclamó el Libertario.
—Pero hay que confesar que los provocadores son siempre los
anarquistas —replicó Manuel (BAROJA, 2011b, p. 326).
Y se llega así hasta la caracterización de un narrador poco objetivo, lejos de esa
actitud de ―fotógrafo‖ distanciado que se presumía, dejando traslucir su escasa simpatía
por el grupo. Tras algunos años de relación, no ya con el mundo del anarquismo, sino
con la política en general, Baroja se alejó definitivamente, lo que le llevó a una posición
de pesimismo invencible sobre la posibilidad de hacer cambiar la pública. Entonces,
puede apreciarse la actitud despectiva del narrador cuando dibuja con unas pinceladas a
los que se reúnen en ―La Aurora‖ o los retratos de los anarquistas que construyen una
galería de seres poco agraciados físicamente, cuando no repulsivos, lo que nos lleva a
otra trilogía conceptual que subyace en la novela: anarquismo, antropología y literatura
(CARO BAROJA, 1990). Ya desde la primera novela de la trilogía, se aprecia este tipo
de descripción de personajes, próxima a la animalización, que no es ajena a otras de sus
creaciones literarias, como tuvimos oportunidad de expresar en otro lugar, a otro
propósito:2
A caracterização dos personagens é desenhada por Baroja (...) de
forma exemplar, através de ágeis traços. Uma vez lançados os traços
gerais, chega normalmente um último elemento que atua de forma
definitiva: a comparação / identificação com um animal. Essa
aproximação do animal ao humano é sempre negativa para Baroja,
pois ele mantém uma imagem racional e sublime do homem como
essência, como ser. Então, aqueles personagens que são apresentados
de forma negativa em Baroja oferecem um correlato animal, que fecha
a descrição do indivíduo aos olhos do leitor (SILVA; MIRANDA
POZA, 2012, p. 573).
2
A técnica de caracterização de que se vale Baroja é o que Lázaro e Tusón chamam ―caracterização
paulatina‖ (1980, p.96): vão se definindo pouco a pouco, por seu comportamento, por suas reflexões em
meio da trama, pelos lugares chegando a constituir um quadro da realidade ao modo de uma selva, de um
bosque presidido pela angústia, a miséria e a decepção. Nesse mundo que Baroja, através de sua
subjetividade nos mostra, perfeitamente ligado à Madri da época, vão evoluindo suas personagens,
traçadas através de projetos vigorosos e carregados de uma personalidade fortemente feroz. O conjunto
põe em descoberto um singular poder de captação das misérias e fraquezas de corpos e almas (SILVA;
MIRANDA POZA, 2012, p. 573).
No es otro el dibujo, tan poco halagüeño, que nos ofrece de uno de los
personajes próximos a Manuel, el Bicho:
Lujurioso como un mono, había forzado algunas chiquillas de la Casa
de Campo a puñetazos. Era un bruto, una alimaña digna de
exterminio. Su cráneo estrecho, su mandíbula fuerte, su morro, la
mirada torva, le daban un aspecto de brutalidad y animalidad
repelentes (…) Si cogía a algún gato o perro por su cuenta, lo mataba
a pinchazos, gozando en martirizar al animal. Hablaba torpemente,
rellenando sus frases con barbaridades y blasfemias (BAROJA, 2011a,
p. 315)
III
Aunque Aurora roja, la última cronológicamente, se trate de una novela que, por
su desenlace final, tiene evidentes connotaciones próximas a una ideología que hoy
tildaríamos de conservadora, pues escamotea el desarrollo ideológico esperable en su
protagonista, llevándolo a su triunfo en la lucha por la vida por intervención – es bueno
no olvidarlo – exclusivamente del azar,3 el peso del conjunto de la trilogía y los
ambientes dibujados nos llaman la atención sobre las consecuencias socio-históricas de
la destrucción de un Imperio (¿imposible?), que nace de una reunificación que culmina
en las postrimerías del Medioevo.
Esa controversia en cuanto a la legitimidad original de la unión, del estado
(moderno) – cuestión no ya viva, sino de plena actualidad aún en nuestros días –, en
permanente feedback ideológico a lo largo del longevo curso de la historia de España,
sin una base mínimamente sólida o, cuando menos, comúnmente aceptada –léase aquí,
si se quiere, identidad– que la sustente y todavía ni completa ni satisfactoriamente
resuelta, fue precisamente la causa que provocó, en el período histórico contemporáneo
a su publicación, la pérdida definitiva de lo que fueron las últimas colonias de ese
vetusto Imperio, llegándose a un deterioro y abatimiento generales, generador, a su vez,
de conflictos sociales al pairo de los acontecimientos históricos del momento en toda
Europa.
Esa situación de parálisis permanente instalada en la sociedad española de la
época –genialmente dibujada por Baroja–, de espaldas e insensible ante la gravedad de
la situación, fue el germen de posteriores desastres motivados por el progresivo
extremismo ideológico irreconciliable y fragmentación social a que condujo la realidad:
3
En efecto, como acertadamente recuerda Fox (1989), el personaje de Manuel representa al obrero que se
transforma en clase media, si bien, no confirma con ello una supuesta tesis sobre la bondad del sistema,
sino el beneficioso efecto de la casualidad.
las ―dos Españas‖, a las que otro escritor perteneciente a la misma generación de Baroja,
Antonio Machado se refirió Machado en alguna de sus composiciones.
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