Tema 2. Medio político Anarquismo La meta fundamental del

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Prof. Manuel Bermúdez Vázquez
Filosofía
Tema 2. Medio político
Anarquismo
La meta fundamental del anarquismo, como su propio nombre indica y aun a
riesgo de caer en la perogrullada, es lograr la anarquía. La pregunta importante pasa a
recaer, pues, sobre qué es lo que se oculta detrás de este concepto: anarquía.
La historia de esta palabra es una historia negra, utilizada en sentido negativo
hasta bien entrado el siglo XIX, aún hoy en día sigue conservando una vitola negativa.
Por ejemplo, durante la Revolución Francesa el apelativo anarquista se aplicó a un
grupo de radicales extremistas llamados Enragés, a los que se tachaba de promover todo
un elenco de calamidades sociales que incluían el abandono del gobierno y de la moral
pública, además del incumplimiento y el abuso de la propiedad.
A pesar del profundo sentido negativo que hay alrededor del concepto de
anarquía, este no es el único significado que puede ofrecer la palabra. El término
anarquía procede del griego antiguo y significaba “sin autoridad” o “sin dirigente”, y de
aquí procede un sentido más neutral de la palabra entendida como la ausencia de
gobierno o autoridad. La visión negativa que se pueda tener sobre el anarquismo es
simplista y hace poca justicia a esta línea de pensamiento político que presenta una
visión netamente optimista sobre el potencial humano y que sigue teniendo, hoy en día,
una influencia significativa en el panorama político.
Si intentamos dar una serie de características para fijar el concepto deberíamos
empezar, a mi modo de ver, por la profunda desconfianza hacia la autoridad que
comparten todos los anarquistas. El anarquismo se opone a que alguien pueda ejercer su
poder sobre otra persona legítimamente, de aquí se deriva que la meta del anarquismo
sea la libertad sobre todo tipo de formas de coerción y control. El anarquismo implica
creer que el poder institucionalizado, encarnado en la maquinaria opresiva del estado, es
ejercido invariablemente en el interés de aquellos que lo controlan y de una forma que
explota a otras personas. La expresión más elocuente que se me ocurre del tipo de
libertad que buscaba el anarquismo fue expresada de forma muy sucinta por la
anarquista norteamericana Emma Goldman en 1910: “El anarquismo representa la
liberación de la mente humana del dominio de la religión, la liberación del cuerpo
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humano del dominio de la propiedad, la liberación de los grilletes y las restricciones del
gobierno”.1
La justificación de la afirmación anarquista de que el estado es una institución
ilegítima que además no tiene el derecho a esperar la obediencia de sus ciudadanos
proviene de que tal exigencia es una violación de la autonomía individual. Los
postulados anarquistas parten de la premisa de que las personas son esencialmente
razonables y capaces de conducir sus vidas y sus asuntos de una forma pacífica y
además productiva, sin la amenaza de la coerción del estado. El anarquismo, invirtiendo
la vieja afirmación que defendía que el poder del estado es necesario para frenar los
instintos violentos y egoístas de los seres humanos, sostiene que las personas son
naturalmente buenas y que esta simpatía humana innata es subvertida y corrompida por
la injusticia inherente a las estructuras de poder jerárquico del estado. De este modo, el
anarquismo llevaría no al caos, como habitualmente se considera, sino a un tipo de
orden natural y espontáneo.
Hasta donde alcanza mi conocimiento, la primera persona que ofreció una
versión completa del anarquismo fue William Godwin, inglés, esposo de Mary
Wollstonecraft, padre de Mary Shelley, radical e individualista. Godwin esbozó una
sociedad ideal en la que las personas viven juntas armoniosamente en comunidades
reducidas y auto-gestionadas en las que hombres y mujeres se asocian sobre una base de
igualdad y trabajo con un interés común, sin la influencia negativa de leyes e
instituciones impuestas por el aparato de control del gobierno.2
Esta visión comunitaria de Godwin de una sociedad descentralizada influyó
significativamente en Pierre-Joseph Proudhon, quizá la figura más importante en la
historia del anarquismo. Proudhon fue el primero en llamarse a sí mismo anarquista de
una forma consciente. Este pensador francés jugaba en su obra fundamental, ¿Qué es la
propiedad? (1840), con la paradoja aparente implícita en su visión del mundo,
marcando provocadoramente el contraste entre la anarquía ordenada que él concebía
con el orden social que existía en su tiempo: “la unidad y centralización que no es sino
nada sino caos que sirve como base para una tiranía infinita. Por eso Proudhon decía:
“Aunque soy un firme partidario del orden, soy (en el pleno sentido del término) un
anarquista”.
1
La traducción es mía. El texto en inglés es: anarchism “stands for the liberation of the human mind
from the dominion of religión; the liberation of the human body from the dominion of property; liberation
from the shackles and restraints of government”.
2
La obra en la que aparece la propuesta de Godwin es Enquiry Concerning Political Justice (1793).
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Proudhon respondió la pregunta directamente formulada en el título de su libro,
¿Qué es la propiedad?, con una respuesta que quedó acuñada desde entonces: “la
propiedad es un robo”. Del mismo modo que Godwin, Proudhon condenó la
acumulación de propiedad como una fuente de explotación. Sin embargo, no se oponía a
la posesión personal de los medios de producción: se refería a ellos como un derecho
básico de una persona libre para tener acceso a las herramientas y la tierra necesaria
para poder llevar una vida digna. La propuesta de acuerdo social de Proudhon, conocida
en filosofía política como mutualismo, era esencialmente un sistema federal de
asociaciones pequeñas y autónomas de trabajadores y productores comprometidos en un
intercambio de bienes libre y justo; este sistema se basaba en el beneficio mutuo y el
principio de necesidad, no de beneficio.
El rechazo de una autoridad centralizada no implica ningún tipo de dirección
política concreta, de ahí que se derive que haya casi tantas formas de anarquismo como
anarquistas para concebirlas. En un extremo tendríamos el individualismo radical de
pensadores como el filósofo alemán Max Stirner establecido en su obra El único y su
propiedad (1845), cuya postura rechaza no solo el control estatal, sino todas las formas
de restricción o limitación social y política que afecten a la libertad y la autonomía. Su
visión podría definirse como una unión de egoístas en la que el interés propio es el
principio fundamental. En el otro extremo de la panoplia ideológica anarquista
podríamos tener el colectivismo a gran escala de Bakunin, seguidor de Proudhon y
activista revolucionario que llamó a la lucha armada para derrocar al estado a través de
todo tipo de medios violentos. También cabría mencionar el comunismo anarquista de
otro ideólogo ruso, Peter Kropotkin, quien nació príncipe y se convirtió en un
revolucionario.
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Capitalismo
Aunque haya sido presentado por sus más fervientes admiradores como una
ideología, el capitalismo es, básicamente, o al menos lo era originalmente, un modo de
producción, una manera de organizar la actividad económica. La actividad esencial de
un sistema capitalista es el uso de riqueza privada para generar una ganancia. Todo
aquello que hace falta para producir un bien –los medios de producción, es decir, el
capital requerido para procurar tierra, materiales, herramientas, ideas y trabajo- es
propiedad de individuos (capitalistas), quienes usan estos medios para hacer cosas que
se pueden vender con una ganancia. La riqueza generada de este modo se va
acumulando sin cesar y es reinvertida parcialmente para mantener y ampliar el negocio.
Otros requisitos para que el capitalismo prospere son un marco legal que ofrezca un
mínimo de seguridad jurídica para los contratos que se hagan y un mercado libre o
abierto. Una de las características distintivas de los sistemas capitalistas, frente a las
economías controladas, es que todas las decisiones sobre producción y distribución se
dejan en manos del mercado, no de los gobiernos.
Otras de las cuestiones fundamentales del capitalismo y que a mí me parecen
paradójicas es que la forma en que lo entendemos hoy en día es inseparable del análisis
que de este concepto hizo Karl Marx en su obra El capital. Para Marx, el origen del
capitalismo se encuentra en la lucha de clases entre la burguesía, la clase capitalista por
antonomasia, propietaria de lo medios de producción, y el proletariado, la clase
trabajadora, cuyo trabajo es explotado a cambio de salarios insuficientes para permitir la
generación de beneficios para sus opresores. La acumulación de riqueza conduce, según
la visión marxista, a la concentración de poder, no solo económico, sino también social
y político, en manos de la clase capitalista que llega por lo tanto a una posición de
dominio sobre el proletariado. Esta situación de opresión solo puede ser erradicada
mediante la revolución, a través de la cual la burguesía sería derrocada de su situación
de poder mediante la fuerza y la propiedad privada sería abolida.
Sin embargo, Marx no fue un precursor de los mecanismos del capitalismo.
Cerca de un siglo antes de que lo hiciera el pensador alemán, el economista escocés
Adam Smith estableció la dinámica principal del motor que mueve el capitalismo: el
mercado libre. Su libro fundamental, La riqueza de las naciones (1776), fue escrito en
un momento en el que muchas de las condiciones que permitían el florecimiento del
capitalismo de libre mercado ya estaban teniendo lugar. Debe quedar claro que el
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término capitalismo no fue usado por Adam Smith. El crecimiento del comercio tanto
nacional como internacional había creado un espíritu emprendedor y toda una
generación de comerciantes que llevaron a Gran Bretaña mucha de la riqueza que
permitiría nutrir las nuevas industrias de la incipiente Revolución Industrial. Al mismo
tiempo, se empezó a formar una clase de trabajadores asalariados procedentes de las
clases agricultoras desplazadas en masa a causa de la decadencia de las propiedades de
gestión feudal que se habían venido a menos. El obstáculo final en el camino de la
transformación económica –y principal objetivo de los trabajos pioneros de Adam
Smith- era la masa de los monopolios y el control de los precios que aún eran impuestos
por el estado.
La genialidad de Adam Smith, a mi modo de ver, fue ver que en un mercado en
el que la inversión, el emprendimiento, la competitividad y la motivación hacia la
ganancia personal eran dejados a rienda suelta, las dinámicas de oferta y demanda
asegurarían que los productores produjeran bienes y servicios que los consumidores
deseaban comprar, a un precio que ofreciera un beneficio razonable pero no excesivo.
Un sistema así concebido se auto-regula; variables como coste, precio y beneficio son
parte del sistema y no pueden manipularse sin dañar todo el sistema. Las implicaciones
derivadas de la idea de que política y economía son esencialmente distintas y que los
políticos no deben inmiscuirse en asuntos económicos aportaron la justificación teórica
para la doctrina liberal clásica del laissez-faire, la idea de que el estado debe abstenerse
de intentar controlar o manipular el curso de los mercados.
Aunque Adam Smith sostenía que el libre mercado era el mecanismo más
efectivo para coordinar la actividad económica, no era tan ingenuo como para pensar
que el estado tuviera simplemente un papel de facilitador del comercio. Había, y hay,
cuestiones que no pueden dejarse en manos de la iniciativa privada, pues esta quizá no
tenga interés en suministrar determinados servicios porque no puede obtener beneficio
de ellos; en el estado recaería, pues, la obligación de sostener ciertas necesidades
públicas.3
Hasta los más acérrimos críticos del capitalismo suelen reconocer la capacidad
de este para generar crecimiento económico. Marx escribió en 1848 que en cien años de
vigencia la burguesía había creado unas fuerzas productivas tan colosales que ya
superaban a la suma de la producción de todas las generaciones anteriores juntas. La
3
De aquí viene el viejo debate sobre si algunas necesidades de la sociedad, tales como educación y
transporte, están mejor en manos públicas o privadas.
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motivación del beneficio que estimulaba a los emprendedores a acumular riqueza los
animaba a expandir sus negocios y esto condujo a una división del trabajo más refinada
y otras eficiencias que contribuían a crear una economía de escala global. Pero, ¿es algo
más grande necesariamente mejor?
Los partidarios del capitalismo gustan de afirmar que el libre mercado no solo es
eficiente, sino que también tiene un fuerte carácter ético. Con el afán de mostrar que la
propiedad del capital y la acumulación de la riqueza son moralmente aceptables, estos
partidarios ofrecen una variante de la idea de Adam Smith de que la mano invisible del
mercado guía a los individuos que actúan en su propio interés a promover,
inconscientemente, un bien mayor colectivo. También se suele invocar, desde los
sectores defensores del capitalismo, el llamado efecto goteo, que consiste en sostener
que la mayor prosperidad de aquellos que se encuentran en la cúspide de la pirámide
económica se filtra hacia los niveles inferiores dejando a todo el mundo mejor.4
No obstante, todo esto suele parecer a los opositores del capitalismo un castillo
en el aire. Para Marx y su colaborador Friedrich Engels, un impulso mayor hacia el
comunismo revolucionario era la miseria atroz y las dificultades que se habían desatado
sobre los destinos de la clase trabajadora a causa de la severidad y dureza del
capitalismo industrial. Engels en particular vio cómo las condiciones laborales se
deterioraban terriblemente cuando la gente era obligada a trabajar más horas en fábricas
miserables en tareas cada vez más y más tediosas y repetitivas. De acuerdo con el
análisis marxista, el carácter explotador es una esencia del capitalismo, porque el
esfuerzo de los trabajadores es recompensado de manera inadecuada precisamente con
el objetivo de generar mayor beneficio. La riqueza generada por el capitalismo nunca ha
sido, y nunca será, compartida entre el trabajador y el patrón, de hecho, la distancia
entre ricos y pobres ha ido aumentando continuamente. El propio Winston Churchill, un
hombre de claras ideas a favor del capitalismo decía en 1954 que “el vicio inherente del
capitalismo es el reparto desigual de sus bendiciones”. En cuanto a la teoría del goteo, el
economista J. K. Galbraith la desestimó hábilmente con su ejemplo del caballo y el
gorrión. Según Galbraith, el efecto goteo podía equipararse a la idea de que si alimentas
a un caballo con suficiente avena, alguna caerá para alimentar a los gorriones.
Como colofón de este análisis somero de la corriente económico-ideológica que
rige nuestros días, creo que vale la pena detenernos en algunas ideas importantes. El
4
Esto sería una variante del principio de diferencia de John Rawls, autor del libro básico Teoría de la
justicia.
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capitalismo de libre mercado, libérrimo y de pura sangre, requiere que el estado
mantenga sus manos fuera del mercado. El sistema se auto-regula y se supone óptimo,
de modo que cualquier intervención o regulación (para algunos una interferencia) debe,
por definición, minar su eficiencia. El crítico más influyente de esa visión fue el gran
economista británico John Maynard Keynes. Al comentar el capitalismo individualista y
decadente que prevaleció en los años posteriores a la I Guerra Mundial, Keynes escribió
de forma muy ácida: “No es inteligente. No es hermoso. No es justo. No es virtuoso. Y
no facilita los bienes”. La postura de Keynes de corte intervencionista pareció tomar su
mayor vigencia con la Gran Depresión de la década de 1930 y durante varias décadas su
recomendación –que el gasto de los gobiernos debía usarse para potenciar la demanda
en la economía, aumentando el empleo y venciendo las presiones de la recesión- fue
seguida ampliamente. Sin embargo, la moda pareció cambiar en la década de 1970
cuando el keynesianismo tradicional, la ortodoxia imperante hasta entonces, fue
reemplazado por el monetarismo, una doctrina económica principalmente asociada al
conocido economista norteamericano Milton Friedman. Reafirmando la perfección del
mercado libre, el monetarismo insistía en que el papel del estado debía estar limitado a
controlar el aporte de dinero para reducir la inflación y a eliminar los monopolios, las
tarifas y otros obstáculos al mercado. La era de la desregularización, la privatización y
la reducción del estado a su mínima expresión, iniciada por los llamados “neo-liberales”
(entre los que podemos citar a Ronald Reagan y Margaret Thatcher) está siendo hoy en
día, en nuestro tiempo, juzgada como la causante de una crisis económica sin
precedentes y de la que todos somos víctimas.
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Comunismo
En 1845 Karl Marx escribió: “Los filósofos se han limitado solamente a
interpretar el mundo de varias maneras; la clave está en cambiarlo”. Mediante esta
famosa cita se puede ver con claridad que la meta de su trabajo era moverse más allá de
la teoría y llevarla a la práctica, a la acción; su fin último sería, pues, el cambio real y
revolucionario.
En perfecta coherencia con este postulado, solo 3 años después, en 1848, Marx y
su colaborador Friedrich Engels publicaron el Manifiesto comunista. Aunque el impacto
inicial de este texto fue muy moderado, estas pocas páginas, de hecho no eran más que
un panfleto, han hecho más que ningún otro documento que se me ocurra para cambiar
la historia del siglo XX.
Las famosas palabras con las que se inicia el Manifiesto comunista (“un
fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”) conjuran metafóricamente a un
espectro que amenaza los poderes establecidos en el Viejo Continente en la primera
mitad del siglo XIX. Este íncubo amenazante era la imagen teatralizada del extremismo
socialista que surgía por entonces y que había movilizado a la clase trabajadora
oprimida y empobrecida. Los objetivos que se planteaban eran el derrocamiento de la
sociedad capitalista y la abolición de la propiedad privada.
Marx murió en 1883, sin embargo, el espectro del que hablaba se levantó de
nuevo en el siglo XX bajo la forma de toda una serie de regímenes comunistas, primero
en Rusia, más tarde en Europa del Este, China, etc. Estos regímenes trataron de dar vida
a las ideas marxistas –o algo que pasaba por ideas marxistas- en el mundo real, no
obstante también dejaron un reguero de sufrimiento humano que empañó el concepto de
comunismo. Conforme los regímenes comunistas se fueron acercando al final del siglo
XX, con el año de 1989 como punto culminante tras la caída del Muro de Berlín, la
visión marxista de una lucha revolucionaria que culminara en una sociedad sin clases
parecía tan derrotada como los estados que, en muchos casos, habían usurpado el
nombre de comunismo.
Dicho esto, es importante señalar que, en plena crisis global que ha puesto de
manifiesto los peligros de un capitalismo descontrolado, las percepciones sobre el
comunismo parecen estar cambiando. Puede que sea cierto, como se ha sugerido en
algunas ocasiones, que el comunismo estaba condenado al más rotundo fracaso porque
partía de una concepción equivocada de la naturaleza y la psicología humana. Sin
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embargo, ahora que se asienta la polvareda de los regímenes comunistas, es posible
admirar una vez más la decencia fundamental, a falta de una palabra más adecuada, de
la visión marxista de una sociedad en la que cada uno da de acuerdo a su habilidad y
toma de acuerdo a su necesidad.
Las ideas de Marx, entendidas desde su origen tanto como una doctrina política
y como un programa práctico para la acción, están basadas en una teoría económica de
progreso histórico. Según Marx, la primera prioridad de cualquier sociedad es
procurarse aquello que necesita para su propia supervivencia. Ahora bien, la producción
de eso que se necesite se hará según el “modo de producción” que sea característico de
la época –una combinación de las materias primas disponibles, las herramientas y
técnicas que existan y los recursos humanos que puedan emplearse. La estructura
subyacente impuesta por estos factores económicos es la que determina el patrón de
organización social y, en particular, las relaciones entre las diversas clases que
conforman la sociedad. Así, en terminología marxista podemos decir que la
infraestructura es la que determina la superestructura.
En cada periodo histórico, afirma Marx, una clase domina y controla los modos
de producción, explotando el trabajo de las otras clases para promover sus propios
intereses. Sin embargo, una inestabilidad sistémica caracteriza estos modos de
producción. Una serie de contradicciones internas en las relaciones entre los distintos
elementos
sociales
conduce,
invariablemente,
a tensiones
y
agitaciones
y,
eventualmente, al conflicto y la revolución tras la cual la clase dominante es depuesta y
reemplazada.
El modo de producción que reinaba en tiempos de Marx era el capitalismo
industrial. Él creía que esta era una etapa necesaria en el desarrollo histórico de la
economía, que había contribuido a superar el periodo feudal y había permitido un
aumento considerable en la producción. Sin embargo, la burguesía, la clase dominante
en el capitalismo, había usado su poder económico para generar mayor riqueza para sí
misma, sin que nada de sus beneficios revirtieran en la clase trabajadora, el proletariado.
Este tipo de explotación se intensificaría y provocaría un mayor empobrecimiento del
proletariado. Tarde o temprano, algún tipo de crisis estaba abocada a surgir cuando la
clase trabajadora, al darse cuenta del abismo que media entre sus propios intereses y los
de la burguesía ya no se puede superar. Así, el proletariado, se levantaría contra sus
opresores y los derrocaría, tomando el control de los medios de producción y aboliendo
la propiedad privada. Con objeto de defender sus intereses ante el riesgo de una contra-
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revolución burguesa, se establecería una “dictadura del proletariado”, aunque este sería
un periodo provisional, cuyo poder se iría desdibujando gradualmente hasta ser
reemplazado, al llegar “al fin de la historia”, por un comunismo totalmente establecido
y consolidado: una sociedad estable, sin clases en la que habría libertad real para todos.
Marx comprendió bien la psicología del dominio y la opresión. En 1845
escribió: “las ideas principales de cada época son las ideas de la clase dominante”. La
ideología predominante –el sistema o esquema de ideas expresadas en los medios de
comunicación, la educación, etc.- refleja siempre la visión de la clase dominante,
determinando lo que es la opinión ortodoxa, defendiendo el status quo y justificando las
relaciones inicuas del poder político y económico.
En su obra ¿Qué hacer?, Vladimir Ilich Ulyanov, más conocido como Lenin,
escrita en 1902, el futuro líder de la revolución bolchevique, aceptaba el análisis
marxista de la ideología. No obstante, Lenin pensaba que Marx no había entendido
completamente las implicaciones de su análisis en la motivación hacia la revolución.
Marx habría asumido que los trabajadores (el proletariado) se levantarían
espontáneamente para derrocar a sus opresores, pero Lenin temía que la ideología
dominante induciría una “falsa conciencia”5 que los cegaría y los llevaría a aceptar su
propia opresión. Su preocupación era particularmente plausible en el caso de Rusia, que
era un país terriblemente pobre que había progresado poco más allá del feudalismo
agrario. Rusia apenas había entrado en el periodo del capitalismo industrial (que era la
fase requerida para que el marxismo ortodoxo tomara su plena vigencia) y estaba lejos
de haber desarrollado un proletariado revolucionario ilustrado. Lo que hacía falta, según
la opinión de Lenin, era una vanguardia, un grupo reducido avanzado de revolucionarios
profesionales –una élite de intelectuales radicalizados como él mismo- que lideraría a
los trabajadores hacia la revolución y los guiaría para establecer la dictadura del
proletariado.
En mi opinión, muchos de los problemas del comunismo, que podemos ver en
las diversas encarnaciones que ha tenido a lo largo del siglo XX, se remontan a la
pérdida de fe en la gente que se refleja en el desarrollo del pensamiento leninista, en su
teoría de la vanguardia revolucionaria de una minoría. Esta teoría es conocida como
marxismo-leninismo. Todos los regímenes comunistas afirmaban ser democráticos, pero
más o menos implícito en esta afirmación estaba la creencia de que la gente aún no
estaba lista para gobernarse a sí misma. Por esta causa, los estados comunistas se
5
Este término es de Engels.
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esclerotizaron en lo que se suponía una fase transitoria, nunca dieron el paso adelante
que era decisivo: el poder político se mantuvo concentrado en la vanguardia minoritaria
y la dictadura no llegó a ser del proletariado, sino una dictadura del partido comunista
crecientemente centralizado.
George Orwell, en 1937, no sé si consciente de la campaña de represión terrible
que se estaba llevando a cabo en la Unión Soviética precisamente en ese año, escribió:
“La peor publicidad para el socialismo son sus propios seguidores”. Y así parece haber
sido, sobre todo cuando analizamos la escala trágica en la que se desarrollaron la
mayoría de las experiencias socialistas-comunistas del siglo XX. La estructura de clases
capitalista fue reemplazada por jerarquías rígidas, en la que una nueva clase política
gobernaba siguiendo sus intereses. Las economías controladas se desarrollaban pesada e
ineficientemente bajo la dirección, en muchas ocasiones corrupta, de gigantescas
estructuras burocráticas, produciendo no superávit, sino colas para el pan y motines a
causa del alza de los precios. En casi todos los casos de la experiencia comunista, el
paraíso prometido por Marx de la sociedad sin clases se convirtió, o mejor dicho,
degeneró en una distopía de pesadilla.
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Fascismo
El término fascista deriva del latín fasces, el haz de varas y el hacha que eran
llevados ante los magistrados romanos para simbolizar su poder. Al tiempo que el
término evoca el poder casi ilimitado que caracteriza a los partidos autoritarios de
derecha, también recuerda la fijación fascista con los pasados grandiosos míticos, que se
perdieron pero que pronto podrán recuperarse.
Lo primero que se me ocurre a la hora de reflexionar sobre el fascismo es la
comparación viciosa que durante gran parte del siglo XX se ha hecho entre los
fascismos que devastaron Europa en los años 20 y 30 y la dictadura estalinista que asoló
y aterrorizó la Unión Soviética. Ambos sistemas produjeron sufrimientos inmensos a su
población y la distinción moral entre ellos se torna difícil. 6 Sin embargo, aunque los
horrores que acontecieron en la Unión Soviética se pueden atribuir a la acción de un
tirano aberrante más que a la ideología comunista (no hay nada en el marxismoleninismo ortodoxo que sirva para justificar las atrocidades de Stalin), el reinado de
terror del fascismo fue, en un grado extraordinario, la ejecución exhaustiva y metódica
de una doctrina política explícitamente articulada.
Uno de los exponentes más notables de la doctrina política del fascismo fue
Benito Mussolini, líder del partido fascista italiano y el primer dictador fascista en
consolidar su dominio en Europa. Hasta donde llega mi conocimiento, el primero que
puso nombre a la doctrina del fascismo fue Mussolini en 1932 en un artículo homónimo
que formaba parte de la entrada sobre fascismo en la Enciclopedia italiana.7 Este
artículo continúa siendo uno de los documentos seminales de la ideología fascista.
El fascismo se hizo realidad en formas muy diversas entre sí, un hecho que aún
nos sorprende hoy en día. Además, los líderes fascistas supieron moldear sus políticas
para que encajaran mejor en las condiciones locales de cada lugar. No obstante, ya
desde los escritos de Mussolini (o Gentile, según se mire) se ve con claridad meridiana
que la motivación primordial del fascismo era, y siempre continuó siendo, un
nacionalismo extremo: una pasión violenta, inflamada por el prejuicio, el patriotismo y
la propaganda, que se centró casi exclusivamente en una concepción fetichista de un
Estado todopoderoso.
6
Quiero decir con esto que la maldad fruto de ambos sistemas es igual de deleznable.
Aunque se cuenta que este artículo, “La doctrina del fascismo”, no fue realmente escrito por Mussolini,
sino por Giovanni Gentile, quien se autoproclamó el filósofo del fascismo.
7
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Filosofía
El objetivo del estado fascista no era simplemente crear un nuevo tipo de
sociedad, sino forjar un nuevo tipo de hombre para poblar esa sociedad. Para este
propósito el poder del estado era absoluto, su derecho a intervenir en todas las esferas de
la vida no se cuestionaba. “La clave de la doctrina fascista es su concepción del estado,
de su esencia, de sus funciones, de su finalidad. Para el fascismo el estado es absoluto,
frente a él los individuos y los grupos son relativos” (Benito Mussolini, La dottrina del
Fascismo). “Somos un estado que controla todas las fuerzas que actúan en la naturaleza.
Controlamos las fuerzas políticas, controlamos las fuerzas morales, controlamos las
fuerzas económicas”.
La dominación y el control fascista eran tan completas que un nuevo término,
totalitarismo, se acuñó para describirlo: “Todo dentro del estado, nada contra el
estado, nada fuera del estado”. Un aspecto de este absolutismo era el ciudadano
impotente, o al menos un ciudadano cuyo individualidad fue borrada del mapa y cuyo
único propósito quedó limitado a la vida comunal dentro del estado. La inmersión total
en el estado ofrecía una vida más elevada, fundada en el deber, en la que los individuos,
mediante el auto-sacrificio, la renuncia al interés propio e incluso la muerte, pueden
conseguir la existencia puramente espiritual en la que consiste el valor de hombre, valor
en el sentido de algo que vale, que no deja indiferente.
El éxito de la doctrina fascista a la hora de conseguir alcanzar esta meta no tuvo
lugar solo en la retórica de Mussolini, sino también en la propia realidad. El periodista
inglés Harold Nicolson, que vivió en Roma en enero de 1932, deja el siguiente
testimonio: “Han convertido todo el país en un ejército. Desde la cuna a la tumba uno es
arrojado en el molde del fascismo y no hay escapatoria posible… Ciertamente es un
experimento socialista en el que se destruye la individualidad. También destruye la
libertad”.
Desde esta posiciones queda ya muy poco para alcanzar la veneración absoluta
del culto del estado. Así, una especie de dimensión espiritual se desarrolla en la que el
estado incorpora las características de un ser viviente o una deidad (según Mussolini, el
estado está “completamente despierto” y “tiene su propia voluntad”). A la vez, el estado
se convierte en la fuente y el foco de todos los valores morales (fuera del estado,
“ningún valor humano o espiritual puede existir, o tan siquiera tener valor”). Una vez
santificado de este modo, el culto al estado rápidamente adopta las formas de una
religión, incluyendo un sistema muy elaborado de símbolos, ceremonia, ritual,
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purificación y sacrificio.8 La gran mayoría de los movimientos fascistas que hubo a lo
largo y ancho de Europa se podían entender en estos términos.
La visión del fascismo que tenía Mussolini como un culto centrado en el estado
fue compartida por el fundado de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, quien en
1933 decía: “El fascismo ha nacido para inspirar fe no en la Derecha (que al final aspira
a conservarlo todo, incluso lo injusto) ni en la Izquierda (que al final aspira a destruirlo
todo, incluso lo bueno), sino una fe nacional, colectiva”. Lo que Primo de Rivera
sugería era el extremo en el que más claramente se ve que el fascismo era un credo
mestizo, un dogma ecléctico que tomaba prestado cosas de ideologías que detestaba
visceralmente, incluyendo al comunismo y el liberalismo democrático. Un ejemplo de
esto lo podemos encontrar nada menos que en Hermann Göring, jefe de la Luftwaffe,
quien en 1933 en un discurso dijo: “Nuestro movimiento tomó del marxismo cobarde el
significado de socialismo; también tomó de los partidos cobardes de la clase media su
nacionalismo. Al lanzar ambos en el caldero de nuestra forma de vida surgió, tan claro
como el cristal, la síntesis: el nacionalsocialismo alemán”.
Un mito fundacional común en los cultos es la historia de una redención que
sigue a una caída. Para los que quisieron forjar el mito fascista, una gran oportunidad
para impulsar el anhelo popular por la restauración nacional vino con el desenlace
insatisfactorio para casi todos que tuvo la Primera Guerra Mundial. En varios países que
cayeron presa de regímenes fascistas, el tratado firmado en Versalles creó un
sentimiento de victimismo y resentimiento del que se culpó en gran medida a la
incompetencia y debilidad de los gobiernos democráticos liberales.
En Italia, el éxito de la marcha de Mussolini a Roma en 1922 y la subsiguiente
dictadura fue atribuida en gran medida al descontento popular con las instituciones
liberales del país y, en particular, con el fracaso del gobierno para asegurar las
ganancias territoriales esperadas en las negociaciones tras la guerra. En Alemania, la
humillación de la derrota y las quejas por los territorios perdidos se vieron exacerbadas
a causa de la crisis económica alimentada, además, por la obligación de hacer frente a
las reparaciones de guerra, la hiperinflación, etc. Todo esto condujo rápidamente a la
8
No me quiero resistir a la tentación de incluir aquí la famosa reflexión marxista sobre la religión. Marx,
ateo declarado, creía que la religión era una concesión a las masas populares: una fuerza conservadora
que las clases capitalistas explotaban para mantener a los trabajadores medio esclavizados. Según su
visión, la religión actuaba como un analgésico, un opiáceo, que atontaba a la gente y los hacía resignarse
a sus condiciones desastrosas como si fueran una parte del plan divino. “La religión es el suspiro de la
criatura oprimida” escribió lastimeramente Marx en 1843, “los sentimientos de un mundo sin corazón,
como es el espíritu de las condiciones sin espíritu. La religión es el opio del pueblo”.
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ruina de muchas familias y la pérdida de sus medios de vida. Tanto en Italia como en
Alemania la propaganda fascista explotó a conciencia todos estos desaires
internacionales al orgullo nacional para crear todo un mito de declive nacional y
humillación. De ahí que Mussolini, por ejemplo, pudiera retratar caprichosamente al
pueblo italiano como “una raza que había trabajado durante muchos siglos bajo la
humillación y la servidumbre extranjera”. El remedio para este declive era la
regeneración nacional: reconstitución del estado y regreso a la edad de oro. Los partidos
ultra-nacionalistas ofrecían la esperanza de eliminar completamente la mancha de la
vergüenza. Una parte importante del mito, especialmente en Alemania, se centró en la
supuesta corrupción de la pureza de sangre. Reforzada por teorías científicas falsas, la
obsesión con la purificación condujo finalmente a la pesadilla racial de políticas
eugenésicas, de eutanasia obligatoria y exterminio en masa.
Otro aspecto que permitía cultivar la idea de victimismo fue un sentido de
persecución y paranoia, y los propagandistas fascistas eran especialmente hábiles
creando atmósferas en las que el miedo era endémico. Dentro del estado, liberales,
socialistas, sindicalistas y otros disidentes eran objeto de persecución, mientras se
nutrían cuidadosamente todo tipo de miedos sobre conspiraciones extranjeras. Los
judíos, en particular, fueron la auténtica obsesión de la Alemania nazi, mientras que
para los fascistas, generalmente, la auténtica Némesis eran los comunistas. En este caso,
era el miedo a los acontecimientos, no los acontecimientos en sí mismos, lo que
importaba. Como el escritor italiano Ignazio Silone observó, el fascismo, en muchos
aspectos, era “una contra-revolución orientada contra una revolución que nunca tuvo
lugar”. Tras la Revolución Rusa de 1917, los líderes fascistas explotaron sin cesar la
amenaza del comunismo, la propaganda se ocupaba de pintar de la manera más
escabrosa y espeluznante el peligro rojo que se avecinaba por el Este. Estos peligros
llamaban a afrontar numerosos sacrificios populares y adoptar una disciplina de hierro
y, sobre todo, reclamaban la aparición de un líder decidido. Fueron hombres como
Mussolini y Hitler los que respondieron a esta llamada y luego llevaron al mundo a
donde lo llevaron.
Prof. Manuel Bermúdez Vázquez
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Socialismo
En los últimos dos siglos una panoplia sorprendente de ideas de corte socialista
apareció en el panorama filosófico-político. Desde los planes idealistas de los socialistas
utópicos iniciales hasta los esquemas revolucionarios de Marx y Engels pasando por las
propuestas más moderadas de la social democracia. Si bien muchos de estos esquemas
teóricos se han revelado simples sueños inalcanzables en nuestro tiempo, algunas de
estas propuestas sí se han convertido en fuertes corrientes de transformación vital. De la
mano de estas propuestas de orientación socialista han llegado tanto grandes avances en
igualdad y justicia social como experimentos políticos que han arruinado vidas humanas
y sociedades completas.
Lo primero que considero importante explicar a la hora de hablar sobre el
socialismo ideológico es que aunque ha habido muy diversas formas de encarnación
política del socialismo, sus valores fundamentales y sus metas básicas han permanecido
extraordinariamente consistentes a lo largo de los años. Uno de los principales
elementos de unión entre los socialistas de todo tipo es su determinación para oponerse
a la gran cantidad de injusticias que se perciben y que han sido provocadas por el
capitalismo. Los socialistas han buscado crear una sociedad más justa tratando de
contrarrestar la tendencia del capitalismo a concentrar la riqueza y el poder en manos de
una minoría que sale triunfante en el mundo cainita de la competitividad y la
explotación prescrito por las leyes del mercado.
La esencia del capitalismo es que los medios de producción, distribución e
intercambio, esto es, las fábricas, minas, trenes y otros recursos necesarios para producir
bienes y servicios, son de propiedad privada y explotados por individuos con objeto de
generar riqueza para sí mismos. En consecuencia, durante la mayor parte de su historia,
el socialismo ha sostenido que la mejor manera para remediar los males que provoca el
capitalismo es que el estado racionalice estos recursos productivos, dicho de otro modo,
que pasen a ser de propiedad pública, propiedad del estado y que, así, puedan ser
gestionados en nombre de todos los ciudadanos.
Hasta donde llega mi conocimiento, aunque muchos de los principios del
socialismo pueden remontarse hasta mucho antes, los primeros que se llamaron
socialistas surgieron en Francia y Gran Bretaña en las décadas de 1820 y 1830. La
mayoría de estos primeros radicales sociales, muy a menudo llamados “socialistas
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utópicos”,9 estaban motivados por las crueles desigualdades causadas por la
industrialización salvaje en la que los propietarios de las fábricas acumularon inmensas
fortunas a costa de la clase trabajadora, conformada por personas que trabajaban la
mayor parte del día en condiciones pésimas y por un salario miserable. Un tema común
en muchos de los escritos socialistas iniciales es la visión de la vida como parte de una
comunidad, en una sociedad con un fuerte espíritu de cooperación y solidaridad.10
El fundador del socialismo francés fue el aristócrata Claude-Henri de SaintSimon. Aunque Saint-Simon no fue tan lejos como para defender la completa propiedad
pública de los recursos productivos, sí que propuso que su uso debería ser planeado por
el estado y gestionado por un grupo de industriales ilustrados, científicos e ingenieros
cuyas habilidades y experiencia podían utilizarse para erradicar la pobreza y cubrir las
diversas necesidades de la comunidad.
Otro de los primeros socialistas, Robert Owen, él mismo un industrial de éxito,
era un gran optimista antropológico y estaba convencido de que si la gente fuera tratada
con humanidad y respeto se llegaría a una armonía social fruto de la inherente bondad
humana. Para poner su teoría en práctica, Owen compró un terreno en estado
norteamericano de Indiana, en 1825, y organizó un asentamiento llamado New
Harmony, que estaba basado en los principios de cooperación y propiedad común.11
La crítica más influyente que se ha hecho del capitalismo fue la de Karl Marx y
su amigo y colaborador Friedrich Engels, de modo que no tenemos que sorprendernos
de que las ideas de Marx hayan aportado el corpus crítico básico para el pensamiento
socialista posterior. De acuerdo con su análisis, el capitalismo no es solo injusto, sino
también irracional, en el sentido de que es esencialmente derrochador e ineficiente.
Marx atribuía estas características negativas a la combinación de la distribución del
9
Así, al menos, son conocidos después de que Marx acuñara el término.
Churchill dijo en 1954: “El vicio inherente del capitalismo es el desigual reparto de las bendiciones; la
virtud inherente del socialismo es el reparto equitativo de la miseria”.
11
Los opositores al socialismo lo han acusado desde sus comienzos de ser ingenuo e impropio de este
mundo nuestro. Sea esto cierto o no, hay que reconocer que algunas de sus cualidades, como el
optimismo hacia la humanidad y su fuerza incansable, son parte de su encanto. A este respecto, Robert
Owen nos sirve como ejemplo paradigmático. Haciendo gala de su infinita confianza en el género
humano inauguró la comunidad experimental de New Harmony. Lo mejor que se me ocurre es dar la
palabra al propio hijo de Owen sobre el resultado de este experimento: “La comunidad fue una selección
mal avenida de la humanidad, una colección heterogénea de radicales, partidarios entusiastas del principio
socialista… perezosos teóricos, y una pizca de estafadores sin escrúpulos que allí vieron la oportunidad
de su vida”. Con estos mimbres era lógico que el proyecto fracasara. Después de mucho trabajo y
esfuerzo New Harmony fracasó tras dos años, llevándose gran parte de la fortuna de Owen con ella. Sin
embargo, el optimismo antropológico de Owen no desfalleció y él continuó hacia adelante, sin inmutarse
y siempre esperanzado, para fundar otras comunidades experimentales y jugar un papel muy importante
en el desarrollo del movimiento sindical.
10
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mercado y la propiedad privada. Así, la solución que el pensador alemán propone es un
plan centralizado para la economía y la abolición de la propiedad privada.
En el Manifiesto Comunista (1848) Marx ofrece una visión más bien negativa de
los primeros socialistas, descartando sus propuestas y a ellos mismos como ingenuos
idealistas responsables de forjar “descripciones fantásticas de la sociedad del mañana”. 12
Marx contrastará los castillos en el aire de los socialistas utópicos con su realista
“socialismo científico”, que estaría basado en la noción de lucha de clases como la
fuerza motriz detrás del progreso histórico. El comunismo marxista es una forma
militante de socialismo que puede alcanzarse solamente mediante la revolución
violenta; el capitalismo industrial, junto con la clase capitalista por excelencia, la
burguesía, que se beneficia del carácter explotador del sistema, será derrocado, a fuerza
de necesidad histórica, en levantamientos espontáneos de la clase trabajadora, el
proletariado. El gobierno de la opresión capitalista será sustituido por una “dictadura del
proletariado”, una fase transitoria que será reemplazada, una vez llegado al “fin de la
historia”, por un comunismo social y económico en toda regla. En este estado final,
libre de las contradicciones internas que afecta al capitalismo, el gobierno en sí se irá
desdibujando y desapareciendo y todas las distinciones de clase serán eliminadas,
dejando a la gente libre de la necesidad y la explotación y en libertad para cultivar sus
dones naturales.
Uno de los problemas que el marxismo tuvo que afrontar fue que la predicción
de la desaparición inevitable del capitalismo parecía tercamente falseada por los
acontecimientos. A pesar de que el control por parte de la burguesía de los medios de
producción no había disminuido ni daba signos de debilidad, las condiciones de la clase
trabajadora sí habían mejorado generalmente hacia el final del siglo XIX. Conforme la
realidad de un cambio social iba tomando cuerpo sin necesidad de una revolución
política, muchos socialistas moderados empezaron a albergar la idea de un socialismo
evolucionista más que revolucionario, una idea que consistía más en reforma el estado
desde dentro más que tratar de acabar con él. La distancia entre los marxistas ortodoxos,
partidarios de una lucha violenta, y los revisionistas o gradualistas, quienes creían que
los ideales socialistas podían llevarse a cabo de una forma progresiva y pacífica
mediante medios democráticos, se fue haciendo más y más grande.
Este cisma creciente finalmente se convirtió en una ruptura total en los años
previos a la I Guerra Mundial. Hasta entonces el socialismo había buscado presentarse a
12
http://teketen.com/liburutegia/Manifiesto_comunista-Marx_Engels.pdf, p. 70.
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sí mismo como un movimiento internacional: la llamada a las armas y a la lucha que
Marx hacía en el Manifiesto comunista era, después de todo, una petición a los
trabajadores del mundo para que se unieran. Sin embargo, ahora, de repente, tanto los
trabajadores como los socialistas tuvieron que enfrentarse con la dura elección de elegir
o no si apoyar a sus gobiernos nacionales en los esfuerzo para la guerra –en una guerra,
además, de unas características decididamente capitalistas. La mayoría eligió su país por
encima del socialismo internacional, un golpe del que el movimiento internacionalista
nunca se recuperó totalmente.
La ruptura definitiva entre los socialistas moderados y los extremistas se
produjo, finalmente, en 1917, cuando los bolcheviques, bajo el control de Lenin, se
hicieron con el poder en Rusia. Las esperanzas iniciales de que la revolución rusa
produciría una ola de revoluciones socialistas por todo el mundo fueron rápidamente
frustradas, ya que la violencia que los comunistas ejercieron en Rusia fue repudiada por
los moderados del resto del mundo. En Occidente, incluso acérrimos revolucionarios de
corte marxista se desesperaron cuando la brutalidad de Stalin y la corrupción sistémica
empezaron a salir a la luz.
El telón de acero que se tendió sobre Europa tras la II Guerra Mundial
simbolizaba también la distancia insalvable que mediaba entre los regímenes socialistascomunistas del bloque soviético y los socialistas demócratas de Occidente (a estas
alturas ya conocidos como social demócratas). La futilidad de los intentos socialistas
por conseguir una sociedad igualitaria por imposición central se puede resumir en un
chiste mordaz que se hizo popular en los países de la Europa del Este bajo el
comunismo: “En el capitalismo el hombre explota al hombre; en el socialismo, es al
revés”. Tal fue el abuso del término que, después de la caída del Muro de Berlín en
1989 y, posteriormente, del bloque soviético, el socialismo se convirtió, casi
literalmente, en la ideología política que no se atrevía a pronunciar su nombre.
En cambio, en el mundo occidental, los partidos social demócratas, que habían
establecido una ruta no marxista para alcanzar las metas socialistas, trataron de mitigar
los efectos perniciosos del capitalismo mediante las reformas de la sociedad del
bienestar y la redistribución fiscal. Sin embargo, en el último cuarto del siglo XX,
también estos partidos tuvieron problemas cuando sus instintos intervencionistas y sus
políticas del bienestar se vieron amenazados por un empeoramiento de las condiciones
económicas y el resurgimiento de las ideas neoliberales que pugnaban por una
reducción del estado y la práctica de la política del laissez-faire. En nuestros días, con la
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Filosofía
crisis global en pleno apogeo y problemas que van desde las cuestiones
medioambientales hasta las gravísimas hambrunas en África, pasando por las
preocupaciones por los límites del crédito, las nuevas circunstancias nos pueden servir
como recordatorio de que el capitalismo también tiene sus problemas, provocando que
todas las predicciones hechas sobre el fin del socialismo se hayan demostrado
prematuras.
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