Trabajo de Virtudes Laboriosidad Definición: Trabajar es solo el primer paso, hacerlo bien y con cuidado en los pequeños detalles es cuando se convierte en un valor. La laboriosidad significa hacer con cuidado y esmero las tareas, labores y deberes que son propios de nuestras circunstancias. El estudiante va a la escuela y hace sus tareas, el ama de casa se preocupa de que en un hogar estén las cosas necesarias para que la familia pueda vivirr, los profesionales dirigen su actividad a los servicios que prestan. Qué hace?: un profesor un vendedor el mozo de un restorán el dueño de una empresa nosotros… Pero laboriosidad no significa únicamente "cumplir" nuestro trabajo. También implica hacerlo con cuidado y esfuerzo, lo mejor posible y sin buscar el premio, y lo más importante es ayudar a quienes nos rodean en el trabajo, la escuela, e incluso durante nuestro tiempo de descanso. Luego podemos apreciar que el mejor estímulo que podemos recibir, está en la satisfacción de haber hecho un buen trabajo, que el resultado es producto de nuestro esfuerzo y dedicación, que hicimos a alguien feliz con nuestra cooperación y ayuda. Tiene especial valor cuando un trabajo lo hacemos por amor a Dios y/o a los demás. Muchas veces verás que es más fácil hacerlo bien cuando pones esta intención a parte de sentirte muy bien. (el joven que piensa realizar un trabajo lo mejor posible para que sus padres estén contentos o para ayudar a algún compañero) Cuál es la diferencia si se hace con laboriosidad? Un profesor Un vendedor El mozo de un restorán El dueño de una empresa Nosotros Otras virtudes que se relacionan con la laboriosidad: Caridad (hacer las cosas por amor) Fortaleza (vencer las dificultades o la flojera para realizar un buen trabajo) Esfuerzo (perseverancia y a veces sacrificio para lograr una meta) Desprendimiento (dejo a un lado mis satisfacciones para dedicarle tiempo a otros) Generosidad (pongo a los demás antes que a mi mismo) Algunas consignas: Tengo ordenados mis cuadernos Mantengo ordenado mi lugar de trabajo. Entrego los trabajos a tiempo, limpios y ordenados. Con mi trabajo hago feliz a otro. Si me esfuerzo, me sale bien o mejor. Primero hago lo que debo y luego lo que quiero. Feliz en ayudarte! Con alegría me sale más fácil. No me basta con hacerlo, sino hacerlo bien. Te regalo mi tiempo! Aprovecho bien mi tiempo libre. Algunos cuentos que pueden apoyar el trabajo de la virtud: Los tres cerditos y el lobo Había una vez tres cerditos hermanos que vivían muy felices, cantando y comiendo bellotas. Les gustaba la música y cada uno de ellos tocaba un instrumento. El más pequeño tocaba la flauta, el mediano el violín y el mayor tocaba el piano... En el mismo bosque vivía un lobo que se los quería comer. Los tres hermanitos decidieron hacerse una casa para vivir más tranquilos y seguros, pero no se ponían de acuerdo en los materiales para construir la casa. La mía será de paja - dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir a jugar. El hermano mediano decidió que su casa sería de madera: - Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores, - explicó a sus hermanos, - Construiré mi casa con todos estos troncos y me iré también a jugar. El mayor decidió construir su casa con ladrillos. - Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar las bellotas. Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos cantaban y bailaban en la puerta, felices por haber acabado con el problema: -¡No nos comerá el Lobo Feroz! Entonces de detrás de un árbol grande surgió el lobo, rugiendo de hambre: - Cerditos, ¡os voy a comer! Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló: ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré! Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la casita de paja se vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano mediano. - ¡No nos comerá el Lobo Feroz! - ¡En casa no puede entrar el Lobo Feroz! - cantaban desde dentro los cerditos. De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo: - ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré! La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor. ¡No nos comerá el Lobo Feroz! - Cantaban los cerditos. El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba comerse a los Tres Cerditos más que nunca, y frente a la puerta bramó: - ¡Soplaré y soplaré y la puerta derribaré! Y se puso a soplar tan fuerte como el viento. Sopló y sopló, pero la casita de ladrillos era muy resistente y no conseguía su propósito. Decidió trepar por la pared y entrar por la chimenea. Se deslizó hacia abajo... Y cayó en el caldero donde el cerdito mayor estaba hirviendo sopa de bellotas. Escaldado y con el estómago vacío salió huyendo hacia el lago. Los cerditos no le volvieron a ver. El mayor de ellos regañó a los otros dos por haber sido tan perezosos y poner en peligro sus propias vidas. Los dos hermanitos menores aprendieron que sólo con el trabajo se consiguen las cosas. El trabajo bien hecho , el esfuerzo, en las cosas pequeñas y la laboriosidad valen la pena a pesar del cansancio y las dificultades. (Está el video en youtube) La Gallinita Roja Penryhn W. Coussens. Una gallinita roja encontró un grano de trigo. - ¿Quién plantará este trigo? -dijo. - Yo no -dijo el perro. - Yo no -dijo el gato - Yo no -dijo el chancho. - Yo no -dijo el pavo. - Entonces lo haré yo -cloqueó la gallinita. Y así plantó el grano de trigo. Muy pronto el trigo creció y hojas verdes brotaron del suelo. El sol brilló, la lluvia cayó y el trigo siguió creciendo hasta que estuvo alto, fuerte y maduro. -¿Quién cosechará este trigo? -preguntó la gallinita. - Yo no -dijo el perro. - Yo no -dijo el gato - Yo no -dijo el chancho. - Yo no -dijo el pavo. - Entonces lo haré yo -cloqueó la gallinita. Y así cosechó el trigo. -¿Quién trillará este trigo? -preguntó la gallinita. - Yo no -dijo el perro. - Yo no -dijo el gato. - Yo no -dijo el chancho. - Yo no -dijo el pavo. - Entonces lo haré yo -cloqueó la gallinita. Y así trilló el trigo. - ¿Quién llevará este trigo al molino para hacerlo moler? -preguntó la gallinita. - Yo no -dijo el perro. - Yo no -dijo el gato. - Yo no -dijo el chancho. - Yo no -dijo el pavo. - Entonces lo haré yo -cloqueó la gallinita. Y así llevó el trigo al molino, y al poco tiempo regresó con la harina. -¿Quién amasará esta harina? -preguntó la gallinita. - Yo no -dijo el perro. - Yo no -dijo el gato. - Yo no -dijo el chancho. - Yo no -dijo el pavo. - Entonces lo haré yo -cloqueó la gallinita. Y así amasó la harina y cocinó una hogaza. -¿Quién comerá este pan? -preguntó la gallinita. - Yo -dijo el perro. - Yo -dijo el gato. - Yo -dijo el chancho. - Yo -dijo el pavo. - No, lo haré yo -cloqueó la gallinita. Y se comió la hogaza. El trabajo bien hecho , el esfuerzo, en las cosas pequeñas y la laboriosidad valen la pena a pesar del cansancio y las dificultades. El cuadro más bello Pedro Pablo Sacristán Había en un país un rey amante de la pintura y la naturaleza que quiso poseer el más bello cuadro que pudiera hacerse de los paisajes de su reino. Para ello convocó a cuantos pintores habitaban aquellas tierras, y una mañana los guió hasta su paisaje favorito. - No encontraréis una imagen igual en todo el reino - les dijo-. Quien mejor la refleje en un gran cuadro tendrá la mayor gloria para un pintor. Los artistas, acostumbrados a dibujar los más bellos parajes, no encontraron el lugar tan magnífico como el mismo rey pensaba y, viendo que su fama y su gloria no aumentarían, se propusieron resolver el encargo rápidamente. Todos tuvieron sus cuadros listos a media mañana, excepto uno, que a pesar de pensar lo mismo que sus compañeros sobre el paisaje, quiso pintarlo lo mejor posible. Puso tanto esmero en su trabajo, que al caer la tarde, cuando llevaba ya algunas horas pintando en solitario, apenas había completado un pedacito del lienzo. Pero entonces ocurrió algo maravilloso. Al ponerse el sol, las montañas crearon un increíble juego de luces con sus últimos rayos y, ayudadas por los reflejos del agua en un río cercano, un extraño viento que retorcía las nubes y los variados colores de miles de flores, dieron a aquel paisaje un toque de ensueño insuperable. Así pudo entonces el pintor entender la predilección del rey por aquel lugar, y pintarlo con su esmero habitual, para crear el más bello cuadro del reino. Y aquel laborioso pintor, que no era más hábil ni tenía más talento que otros, superó a todos en fama gracias al cuidado y esmero que ponía en todo cuanto hacía. Debemos tratar de hacer lo mejor posible todo aquello a lo que nos dedicamos, sin importar los premios que esperemos. Katrina, La brujita Caprichosa Pedro Pablo Sacristán Katrina era la brujita más caprichosa y pedigüeña que se podía imaginar. Todo lo quería al momento y sin esfuerzo, y no dudaba en gritar y patalear para conseguir lo que fuera. Tanto, que de vez en cuando su papá agitaba la varita para concederle alguno de sus deseos. Hubo un día en que su papá estuvo tan concentrado en una de sus pociones que salió a toda prisa y olvidó la varita sobre la mesa. Así que la pequeña bruja no tardó en poner a prueba su magia. Aquello era como un sueño para Katrina. La brujita no dejó de usar la varita mágica ni un solo momento, y ante ella aparecieron vestidos de princesa, príncipes encantados, duendes, animales y todo tipo de objetos mágicos y maravillosos, tantos como le dio tiempo a desear en un solo día. A la mañana siguiente, un murmullo de quejas y lamentos despertó a Katrina. Adormilada, se asomó a la ventana, y apenas podía creer lo que veía: cientos de seres y criaturas del bosque protestaban enfadadísimos ante su casa. Caminó hasta la puerta y les preguntó qué deseaban. - ¡Has secuestrado a mi tío! - gritaba un duende. - Devuélveme mi dragón- protestaba un ogro. -.¡Ahí está mi corona!- decía una dulce princesa. Y así, todos cuantos se agolpaban a su puerta habían acudido allí para que Katrina les devolviera aquellas cosas que había hecho aparecer en su casa el día anterior, pues todas les habían desaparecido a sus propietarios. Algunos habían sufrido problemas muy gordos, y Katrina se sintió fatal por haber causado aquel estropicio. Así, formaron una gran hilera, y uno a uno, les fue devolviendo todo lo que había hecho aparecer el día anterior, pidiendo disculpas por no haber pensado en las consecuencias de sus caprichos, y prometiendo su ayuda para reparar todos los daños que hubiera causado. Cuando, bien entrada la noche, le llegó el turno al último de la fila, Katrina descubrió con miedo que era su padre, quien venía a recuperar su varita. Pero ya no estaba enfadado, porque gracias a aquella travesura, Katrina había aprendido que las cosas hay que conseguirlas con esfuerzo, porque nunca aparecen como por arte de magia, sino que siempre salen del trabajo y dedicación de alguien. La mejor forma de evitar los caprichos es reconocer que todo lo que tenemos ha supuesto trabajo y esfuerzo de alguien. El Cohete de Papel Pedro Pablo Sacristán Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la caja de uno de sus cohetes favoritos, pero al abrirla descubrió que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un error en la fábrica. El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un cohete, comenzó a preparar un escenario para lanzarlo. Durante muchos días recogió papeles de todas las formas y colores, y se dedicó con toda su alma a dibujar, recortar, pegar y colorear todas las estrellas y planetas para crear un espacio de papel. Fue un trabajo dificilísimo, pero el resultado final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía una ventana abierta al espacio sideral. Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de papel, hasta que un compañero visitó su habitación y al ver aquel espectacular escenario, le propuso cambiárselo por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le volvió loco de alegría, y aceptó el cambio encantado. Desde entonces, cada día, al jugar con su cohete nuevo, el niño echaba de menos su cohete de papel, con su escenario y sus planetas, porque realmente disfrutaba mucho más jugando con su viejo cohete. Entonces se dio cuenta de que se sentía mucho mejor cuando jugaba con aquellos juguetes que el mismo había construido con esfuerzo e ilusión. Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus juguetes, y cuando creció, se convirtió en el mejor juguetero del mundo. Las cosas se aprecian mucho más cuando las hemos hecho nosotros mismos con esfuerzo e ilusión. El Pequeño Escribiente Florentino [Corazón] Edmundo de Amicis Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo. Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer. -Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo. El hijo le dijo un día: -Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú. Pero el padre le respondió: -No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello. El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores. Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas. Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo: -¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber. Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!" Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto: -¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte! Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante. Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes. -¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo! Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa. -Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes? A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó. -Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya. Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría: -¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado! Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo. Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí: "¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!" Y añadió el padre: -¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta. Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo: -Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más. Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho. -Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre. -¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo. Pero su padre lo interrumpió diciendo: -Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré. Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: "No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata". Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios. Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: "Hoy no me levanto"; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación. Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo: -Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!... ¡Julio mío! ¿Qué tienes? El padre lo miró de reojo y dijo: -La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso. -¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá. -¡Ya no me importa! -respondió el padre. Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre. "¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!" Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura. Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado. Si su padre se despertaba... Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo..., todo esto casi lo aterraba. Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir. Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo. Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón. -Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre. Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido. Apoyo Complementario Laboriosidad Es importante percatarse de que la laboriosidad no es una virtud que se desarrolla cínicamente en el trabajo profesional. De hecho en el trabajo profesional existirá normalmente más disciplina que en otros ámbitos, en el sentido de que quien trabaja estará sometido a una serie de exigencias de horario, de tipo de actividad a realizar y de procedimientos concretos para realizarlo. Sin embargo, podemos referimos también al trabajo realizado en casa, el que no requiere ser realizado en un marco tan determinado. Es decir se puede llevar a cabo con el ánimo del momento. Además se puede entender la palabra “trabajo” como el modo de escribir un conjunto de actividades onerosas, disciplinadas, productivas y dirigidas hacia algún fin. De todas formas existirá, fuera del trabajo profesional, toda una serie de deberes que hay que cumplir y que necesitan de la virtud de la laboriosidad. Tal se puede entender como un conjunto de actividades donde prima la disciplina, la cuales al ser dirigida producirá algo de beneficio a las personas que las hacen y a las que dirigen. Hemos querido destacar que la laboriosidad es importante como virtud no sólo en el trabajo, sino también en el cumplimiento de otros deberes llevados a cabo en el llamado “tiempo libre”. La realización de los actos puede relacionarse con motivos profundos, y puede quedarse como consecuencia de un comportamiento técnico estéril. Laboriosidad supone hacer las cosas con cuidado, por amor para cuidar bien lo que Dios ha dado, para intentar ser más digno de ser su hijo cada día y para ayudar a los demás a hacer lo mismo. Hasta aquí se evidente que nos hemos movido en un terreno más o menos teórico. Ahora pretendemos reflexionar sobre la educación de la virtud, teniendo en cuenta algunas dificultades concretas, seguramente muy conocidas por los padres de familia. Para cumplir diligentemente primero hace falta cumplir.¿Es el amor el que permite cumplir? o una vez que se cumple bien ¿Se puede seguir trabajando por amor sin recibir nada en cambio? ¿Es razonable pedir a los hijos que se esfuercen en sus estudios? Creo que el problema está, por lo menos en parte en saber qué se entiende por amor. Podemos considerarlo como una tendencia al bien y a su posesión. El amor se notará no solo en el motivo personal del trabajo, en el porqué se realiza (el joven que piensa realizar un trabajo lo mejor posible para que sus padres estén contentos o para ayudar a algún compañero) sino también en cuanto al trabajo mismo; corresponde a normas que en cierto modo reflejan valores permanentes. Para que el trabajo en sí sea digno requiere sea hecho conforme a unas normas objetivas. Es decir, no se justifica un trabajo mal hecho sencillamente por el esfuerzo que ha supuesto realizarlo. El esfuerzo tiene mérito, pero el trabajo bien hecho depende de que exista una relación adecuada entre el esfuerzo y la calidad del producto. Se desarrollará poco la vida de la laboriosidad acometiendo empresas, no acordes a las posibilidades personales. Un ejemplo de esto consistirá en pedirle a un chico de once años que haga una apreciación crítica de veinte folios de la obra de algún filósofo. Un trabajo bien hecho servirá para desarrollar la virtud de la laboriosidad cuando se relaciona con una finalidad digna. En síntesis “el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena el amor”. Desde muy temprana edad, los padres deberán enseñar a sus hijos, a ser laboriosos y diligentes al efectuar cualquier cosa que se les asigne, para que en un futuro, ellos tengan esa virtud desarrollada y así como al desempeñar su trabajo también logren elevar esta virtud al plano espiritual. En cuanto a normas morales, se tratará de que los hijos comprendan bien los criterios que hay detrás de un comportamiento correcto. Se puede considerar el trabajo humano y también los otros deberes que implican un acto transitivo como una actividad transformadora realizada de modo personal por seres humanos con una cierta dosis de creatividad y originalidad de iniciativa, de creatividad y su resultado y producto material o inmaterial. Para poder alcanzar y cumplir con las actividades necesarias a fin de ir alcanzando una mayor madurez personal, y ayudar a los demás a hacer lo mismo hace falta una capacidad técnica adecuada. Un alumno, ¿cómo va a estudiar un libro sino sabe leer? En casa una hija ¿cómo va a preparar la cena para sus hermanos sí no sabe cocinar? La capacitación técnica es una condición necesaria para poder desarrollar la virtud de la laboriosidad. Además cuanto más capaz técnicamente, más fácil será cumplir con las actividades y más satisfacción podrá encontrar la persona, por que en cuanto domine la técnica puede comenzar a introducir su estilo personal. Por eso, una manera de dejar a un niño sin motivos para estudiar es encargándole tareas demasiado difíciles. Pero una segunda manera de desmotivarles es encargarle tareas demasiado fáciles porque no tiene que esforzarse debidamente para realizarlas. En consecuencia no encuentra una satisfacción real. La pereza es contagiosa y debemos cuidar de no enfermarnos, pues es una actitud que nos entristece. Es caer en un esfuerzo corporal forzado, sin voluntad ni control. La laboriosidad es una actitud espiritual que lleva a asumir con diligencia los propios deberes. Un hombre o una mujer, en principio parecen laboriosos porque se dedica con una actividad incesante a su trabajo. Pero no es laborioso sino más bien perezoso, pues, el trabajo es su refugio para no tener que atender con diligencia a sus otros deberes. El hombre necesita actuar y también necesita contemplar y las dos cosas son perfectamente compatibles. La laboriosidad es una virtud del enamorado, de la persona que sabe que puede servir a Dios y al hombre en cada detalle del cumplimiento de sus deberes. No es diligente el que se precipita sino el que trabaja con amor primorosamente. Con grandes esfuerzos disciplinados cumpliremos nuestros deberes diarios como un campo abonado para ir alcanzando la propia madurez natural y sobrenatural. Es decir, cumplir con el deber de ser cada día mejor hijo de Dios, sirviendo como instrumento imprescindible para ayudar a los demás a hacer lo mismo.