De la representación al Grito, del Grito al Acta. Nueva España, 1808-1821. Alfredo Ávila Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Nacional Autónoma de México Erika Pani Centro de Estudios Históricos El Colegio de México Luego de tres siglos de dominio, España perdió sus posesiones en América, con excepción de las del Caribe, en menos de quince años. La discusión historiográfica sobre el carácter revolucionario de los procesos que desembocaron en el derrumbe del mayor de los imperios atlánticos y el surgimiento de nuevos estados en América ha estado marcada, sobre todo, por el escepticismo. Frente al discurso patriótico de la historia oficial —que afirma lo revolucionario que fue la independencia—, los historiadores profesionales han considerado que el mundo hispanoamericano era, y seguiría siendo, demasiado jerárquico, católico, escolástico, tradicional y tropical (para resumir: muy distinto al francés) para que el proceso emancipador pudiera considerarse auténticamente revolucionario. Los análisis han procurado, justificadamente, identificar la naturaleza de los cambios (jurídicos, económicos, sociales) y calar su profundidad. Rara vez se ha considerado como evidencia suficiente el testimonio de unos actores convencidos de lo cataclísmico de las transformaciones que estaban viviendo. Pocos documentos ilustran la auto-percepción de revolucionarios —y revolucionados— que tuvieron de sí mismos los actores de esta época que los textos con los cuales intentaron imprimir sentido a un periodo turbulento, en el que parecía transformarse hasta el significado de las palabras. Estos textos articulaban las categorías mentales que estructuraban las formas de pensar y hablar de lo político, al tiempo que desdibujaban y redefinían las fronteras de lo que era posible decir y hacer en el espacio público. Entre 1808 y 1825, a través de representaciones, gritos, declaraciones, manifiestos, planes, proclamas y actas, aquellos que de súbditos del rey se transformaban en ciudadanos pretendieron proclamar su fidelidad, condenar la tiranía y aclamar la libertad para reestructurar sus relaciones con la metrópoli, conquistar a la opinión, refundar la legitimidad política, inventar naciones y declarar su independencia. Esta ponencia pretende analizar las distintas manifestaciones textuales mediante las cuales los grupos políticos de Nueva España buscaron incidir en un presente turbulento y dar forma a un futuro incierto, entre las abdicaciones de Bayona en 1808 y la consumación de la Independencia en 1821.1 Las representaciones La historiografía de las décadas recientes ha ponderado los acontecimientos de 1808 como el inicio del proceso de disolución de la monarquía española. Las diversas crisis que se sucedieron en ese año sembraron las semillas de la política moderna en el mundo iberoamericano, fenómeno que con toda claridad había percibido ya François-Xavier Guerra.2 Los señalamientos sobre la ilegitimidad de la entrega del reino a Napoleón, la crisis de independencia ratificada en el Estatuto Constitucional de Bayona y las discusiones en torno al ejercicio y origen de la soberanía dieron pie a profundas transformaciones 1 El contexto de enunciación y la importancia del contenido de estos textos, con un interesante contrapunto con el proceso de independencia de los Estados Unidos en Josefina Z Vázquez, “The Mexican Declaration of Independence” en Journal of American History, 85:4 (marzo), 1999, pp.1362-1369. 2 François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, Fondo de Cultura Económica / Mapfre, 1992, en especial el capítulo “Dos años cruciales”. Sobre los ecos de aquella interpretación véanse Manuel Chust, coord., 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano, México: El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 2007; José Antonio Piqueras y otros, “1808: Una coyuntura germinal” en Historia Mexicana, 229 LVIII: 1 julio-septiembre 2008; Alfredo Ávila y Pedro Pérez Herrero, comps., Las experiencias de 1808 en Iberoamérica, Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2008; Roberto Breña, coord., En el umbral de las revoluciones hispánicas: el bienio 1808-1810, México, El Colegio de México / Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010. 2 conceptuales y de las formas de estructurar el poder político, que no tuvieron un sentido lineal en la transición entre el “Antiguo Régimen” y la “Modernidad” (conceptos que carecen de un sentido inequívoco) sino que estuvieron cargados de ambigüedades.3 En Nueva España, los numerosos documentos producidos frente a la crisis de la monarquía son ilustrativos de la polivalencia de esta transformación4. Así, las representaciones de las diversas corporaciones, que tan vigorosamente protestaron en contra de la “agresión más infame”, manifestaron en un lenguaje tradicional una fidelidad en apariencia inamovible, al tiempo que aprovechaban la crisis para ampliar los espacios en los que se movían las élites novohispanas e incluso aventuraban la necesidad de “conservar la independencia del reino” frente a los franceses. Al llegar a Nueva España las noticias de las cesiones de Bayona en julio, los cuerpos que componían a la sociedad novohispana se apresuraron a dejar constancia, por escrito, de su fidelidad a la dinastía borbónica. Buscaron dar cuenta de su acendrada fidelidad gobernadores de república, párrocos, tribunales de minería y, señaladamente, los cabildos, encabezados por las capitales de Intendencia, que alegaron poder dar voz, incluso, a la “nación”5. La mayor parte de estos textos se inscribieron tanto en las formas como en la geografía tradicional del hacer política en la Nueva España a principios del siglo XIX. De este modo, las representaciones iban dirigidas al virrey, como potestad suprema y provenían, en su mayoría, de la región mejor comunicada, y más antigua y densamente 3 Javier Fernández Sebastián, “La crisis de 1808 y el advenimiento de un nuevo lenguaje político. ¿Una revolución conceptual?”, en Ávila y Pérez Herrero, op. cit. 4 Virginia Guedea, “El ‘pueblo’ en el discurso político novohispano de 1808”, en Ávila y Pérez Herrero, comps., Experiencias, pp.279-302, pp.296-301. Hira de Gortari, “La lealtad mexicana”, en Historia mexicana, XXXIX:xxx, 1989, pp.xxx 5 “La ciudad de Campeche sobre defender estos dominios”; “La nación española está armada en masa”; “Los medios de conservar nuestra independencia”, en Guadalupe Nava Oteo, Cabildos y Ayuntamientos de la Nueva España en 1808, México: SepSetentas, 1973, p.87, pp.94-95, p.158. Véase también José María Portillo, “ ‘Libre e independiente’: La nación como soberanía” en Ávila y Pérez Herrero, comps., Experiencias, pp.29-47, pp.37-38. 3 poblada del centro y occidente del virreinato6. Muchas hicieron la crónica de las “funciones públicas” (procesiones supuestamente nutridísimas, Te Deums y misas, iluminación, repique de campanas y cohetes) y de los gestos rituales –levantamiento de pendones y exclamación de ¡mueras! y ¡vivas!— con que las poblaciones hacían “demostración nada equivoca de una perfecta lealtad”7. Los autores de estos textos insistirían en dos cosas: el buen orden y la magnificencia de unas demonstraciones “que jamás han tenido semejante y que apenas cabe tengan iguales”8, y la participación, tan entusiasta como la de cualquiera, de los miembros de las clases más populares. Si los regidores poblanos se confesaron preocupados por disipar “los equívocos conceptos en que labora el vulgo creyendo hallarnos sin padre”, los más afirmaban, como el ayuntamiento de Oaxaca, que no había “un solo individuo, ni aún en la plebe que no [hubiera] demostrado un justo horror contra una iniquidad tan detestable”9. “Entre el confuso tropel de vagas y encontradas noticias”, las autoridades novohispanas recurrieron al rancio lenguaje del pactismo y el jusnaturalismo, al sentimentalismo y a la hipérbole propios del discurso del vasallaje, al tiempo que enaltecían al “pueblo” y a las autoridades que lo representaban. Así, el cabildo de Zacatecas, afirmando hablar “por todas las órdenes y clases”, anhelaba poder convertir “cada aliento en un rayo, cada suspiro en una bomba. Su amor en fina pólvora, todo el heno en metralla, los átomos en balas, en fortaleza los montes, en cañones las peñas y en soldados hasta los 6 Hira de Gortari, “Las lealtades mexicanas en 1808: una cartografía política”, en Ávila y Pérez Herrero, comps., Experiencias, pp.303-321, pp.310-313. 7 “La prisión en que se hallaban nuestros soberanos”; “Ofertas y demostraciones de fidelidad de la ciudad de Patzcuaro y su párroco” en Nava Oteo, Cabildos, p.62, pp.128-133. 8 “La nación española está armada en masa” en Nava Oteo, Cabildos, p.95. 9 “El vulgo creyendo hallarnos sin padre”; “El ilustre ayuntamiento de Oaxaca”, en Nava Oteo, Cabildos, p.135, p.107. 4 más despreciables insectos”.10 Sin embargo, mientras afirmaban que morirían antes de aceptar otro monarca, afirmaban que tocaba al pueblo –y por lo tanto a ellos—“guardar y defender al rey, que es puesto a semejanza de ellos, además que es señor natural”11. De esta forma y desde la angustia, las corporaciones novohispanas, abrogándose la custodia de los derechos usurpados por Napoleón, buscaron incidir en la situación en un sentido que consideraban favorable. Están, en primer lugar las aclamaciones del monarca “deseado”, Fernando VII –y no de un Carlos IV manipulado por Godoy–, ahí donde la ascensión al trono del príncipe de Asturias –anunciada pocos días antes de la llegada de las noticias que informaban de la tragedia de Bayona– no quedaba del todo clara12. Por otra parte, algunas corporaciones pidieron que se suspendiera la consolidación de vales reales o suspendieron, como hizo la diputación de minería de Sombrerete, el pago de algunas contribuciones13. Otras más, como ha apuntado Beatriz Rojas, buscaron subvertir la jerarquía territorial, negando, aunque fuera de manera tangencial, como hizo el ayuntamiento de Guadalajara, “metrópoli de un reino como Nueva Galicia”, la primacía de la capital virreinal14. Hubo incluso un vecino del puerto de Veracruz que propuso aprovechar la dramática situación para asegurar nuestra “independencia”, reforzando la industria y la agricultura americanas y cortando toda relación mercantil con el exterior. Si se lograba “no necesitar de nadie” el presente resultaría “un trastorno feliz para este 10 “Ofertas y demostraciones de lealtad de la ciudad de Zacatecas” en Nava Oteo, Cabildos, p.75 “Ofertas y demostraciones de lealtad de la ciudad de Zacatecas” en Nava Oteo, Cabildos, p.73. 12 De hecho, tanto el cabildo de la ciudad de México como el de Zacatecas –que se refirió a “Carlos IV, el Grande, el invicto monarca”—proclamaron, en un primer momento, su fidelidad a Carlos IV. XXX, “Ofertas y demostraciones de lealtad de la ciudad de Zacatecas” en Nava Oteo, Cabildos, p.71. 13 “Ofertas de las diputaciones de minería”, en Nava Oteo, Cabildos, p.77. Los diputados ofrecieron sufragar de su peculio el tributo que debían pagar los operarios ese año. 14 “El real acuerdo y ayuntamiento de Guadalajara, y el señor presidente”, en Nava Oteo, Cabildos, p.115118, p.117. Beatriz Rojas “xxx” en Historia Mexicana, xxxx 11 5 reino”15. En 1808, si las formas eran las mismas, las fronteras de lo que era posible escribir para incidir en lo público, se habían, sin duda, desplazado. Estas novedades ocasionaron desazón entre quienes veían peligrar el vínculo de dependencia con la metrópoli. La Real Audiencia, el Tribunal del Santo Oficio y la Arquidiócesis se opusieron a que hubiera reuniones, juntas y otras formas de organización que podían subvertir el orden. Por esto promovieron la destitución del virrey y la prisión de quienes habían hecho las propuestas más audaces para la formación de un congreso americano. La noche del 15 de septiembre un grupo de hombres armados irrumpió en el Palacio de Gobierno, bajo las órdenes de Gabriel de Yermo, quien promovió el nombramiento del anciano José de Garibay como nuevo virrey. De inmediato la Audiencia se deslindó, pues resultaba natural que todas las miradas se pusieran en esa corporación. Por ello, la deposición del virrey fue justificada mediante una proclama, la primera de todo este proceso dirigida al “pueblo”, en la que se le avisaba que el propio “pueblo” había depuesto a Iturrigaray. De ahí que, muy pronto, hubiera pasquines y rumores en los que se preguntaba que “Si el pueblo fue quien lo hizo, actuando de buena ley, pregunto al señor virrey ¿a quién se le da el aviso?”.16 Las posiciones, demandas y manifestaciones, que habitualmente se habían dirigido a las autoridades por medio de representaciones, ahora tenían otro destinatario y otra forma. El “Grito” y la guerra de papeles Los testimonios de lealtad no desaparecieron en los años siguientes, pero los de descontento se incrementaron. Al comenzar 1810, el obispo electo de Michoacán Manuel Abad y 15 “Los medios de conservar nuestra independencia”, en Nava Oteo, Cabildos, pp.158-166. Ya Beatriz Rojas se había detenido sobre este testimonio. 16 Guedea, “El pueblo de México y la política capitalina”, pp. 30-37. 6 Queipo aseguraba que “en todas partes se desea con ardor la independencia”, en buena medida por “el mal gobierno del reinado del señor D. Carlos IV”.17 Ante este panorama, Abad hacía varias propuestas que, para su desgracia, llegaron tarde. Unos días después de que arribara a Nueva España un virrey con formación militar, enviado para restablecer el orden institucional perdido desde la destitución de Iturrigaray, estalló una insurrección en el Bajío, que tanto la historiografía como la memoria mexicanas han consagrado como el inicio del proceso emancipador. Las versiones del famoso “Grito de Dolores” o la arenga que el cura Miguel Hidalgo pronunció la mañana del domingo 16 de septiembre de 1810 han oscilado entre aquellas nacionalistas que aseguran que hubo vivas a México, un país entonces inexistente, a aquellas que sugieren (influidas por testimonios posteriores) que en realidad los vítores eran para Fernando VII. Recientemente, Carlos Herrejón ha puesto los puntos sobre las ies, al hacer una reconstrucción de lo sucedido en esa mañana, a partir de los testimonios más directos con los que contamos: las declaraciones de los principales caudillos durante los procesos que se les siguieron. Al parecer, cuando Miguel Hidalgo se enteró de que la conjura encabezada por Ignacio Allende había sido descubierta por las autoridades, tomó la determinación de iniciar una “expedición” que, según todos los testimonios, parecía que sería breve. La mañana del dieciséis, salió de su casa en la congregación de Dolores, acompañado por unos cuantos hombres de confianza, liberó a los presos de la cárcel local y les ordenó que aprehendieran a los españoles peninsulares. La gente que llegó a misa y al mercado (unas seiscientas personas, provenientes de los ranchos de los alrededores) escuchó la arenga del cura, quien los invitó “a que se uniesen con él y le ayudasen a defender el reino, porque [las autoridades virreinales] querían entregarlo a los 17 Manuel Abad y Queipo, Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al gobierno, edición de G. Jiménez Codinach, México, Conaculta, 1994, p. 156. 7 franceses; que ya se había acabado la opresión; que ya no había más tributos”.18 Salieron a San Miguel el Grande, villa de donde eran originarios algunos de los más destacados oficiales de la “expedición”. En pocos días, sus seguidores sumaban varias decenas de miles. Cuando Miguel Hidalgo convocó a sus seguidores para levantarse en armas, prometió el fin de la opresión. En la estela de la legitimación del golpe en contra de Iturrigaray, el “grito” y los manifiestos y planes que le siguieron pautaron el conflicto que desgarraba a la Nueva España. Se dirigían al “público”, y no a las instancias de autoridad. Buscarían movilizar la opinión, apelando al sentimiento religioso y ético, a los intereses y resentimientos de los novohispanos y esbozarían los lineamientos de la sociedad futura. Así, en diversos manifiestos, Hidalgo insistió en que las riquezas generadas por los americanos habían beneficiado a los gachupines, esos mismos a quienes acusaba de entregar el reino a los franceses. En contra de un edicto inquisitorial, acusaría a los españoles de no tener más dios que el dinero, de modo que al quitarlos de los cargos públicos, que serían entregados a los americanos, se podría “moderar la devastación del reino y la extracción de su dinero, [se] fomentará las artes, se avivará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el soberano autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto continente”.19 Algunos seguidores de la insurrección mantenían esta misma postura, como en el anónimo manifiesto de octubre de 1810 y, en 18 Declaración de don Juan Aldama, en Juan Hernández y Dávalos, Coleccion de documentos para la historia de la guerra de la independencia de México, edición de A. Ávila y Virginia Guedea, México, UNAM, 2010, disco compacto, tomo I, documento 37. Puede consultarse en la página web <http://www.pim.unam.mx/catalogos/hyd/HYDI/HYDI037.pdf>. Véase también el excelente ensayo sobre este tema de Carlos Herrejón, “Versiones del grito de Dolores y algo más”, 20/10 Memoria de las revoluciones de México, 5, 2009, p. 39-53. 19 Miguel Hidalgo, “Manifiesto del señor Hidalgo, contra el edicto del Tribunal de la Fe”, en Hernández y Dávalos, op. cit. tomo I, doc. 54. 8 especial, en el Plan proclamado en noviembre de ese mismo año por José María Morelos, quien auguraba que tras la independencia “se establecerán unas leyes suaves y no se consentirá que salga moneda de este reino para otros, si no fuere por comercio, con lo cual dentro de breve tiempo seremos todos ricos y felices”.20 La insurrección ocasionó reacciones entre los defensores del gobierno virreinal, quienes también emplearon proclamas, manifiestos y otros medios para dirigirse al público. La propaganda a favor del régimen se hizo desde el altar, por supuesto, pero también desde otras trincheras. Eclesiásticos como Juan Bautista Díaz Calvillo acusaban a los insurgentes de ingratitud a la metrópoli, pues eran numerosos los bienes que América había obtenido de España a lo largo de tres siglos.21 Algo semejante argumentaría Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, rector de la Universidad de México, quien consideraba que no había razones para la rebelión, salvo el “desenfreno de las pasiones”. Por eso abandonó el latín del claustro para procurar que sus paisanos entraran en razón22 Las excomuniones fulminadas contra Miguel Hidalgo y sus seguidores tuvieron –además del objetivo explícito de declararlos separados de la iglesia– el fin de evitar que la insurrección se extendiera. Eran, también, parte de la campaña de propaganda en contra de la insurgencia. Para los defensores del orden virreinal como para quienes pretendían su destrucción, entonces, exponer públicamente los objetivos propios se había vuelto de fundamental importancia. De ahí que al ocupar la ciudad de Guadalajara, en noviembre de 1810, Miguel Hidalgo impulsara la publicación de un periódico, El despertador americano, como medio para atraerse partidarios entre los americanos y, en especial, aquellos que estaban 20 [José María Morelos y Pavón], [Plan], Aguacatillo, 16 de noviembre de 1810, en CEHM-CARSO, Fondo XVI-1 Carpeta 1, legajo 72. Son el plan e indicaciones de Miguel Hidalgo a Morelos. Véase también la Copia de proclama, sin fecha ni rúbrica, AGN, Operaciones de Guerra, t. 936, f. 158-159. 21 Juan Bautista Díaz Calvillo, Discurso sobre los males que puede causar la desunión, México, Arizpe, 2010. 22 Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, Memoria cristiano-política, México, Zúñiga y Ontiveros, 1810. 9 “seducidos” por la campaña propagandística virreinal.23 Como es sabido, la etapa de la insurgencia encabezada por Miguel Hidalgo duró bien poco y no tuvo tiempo de elaborar una proclamación pública de los principios que había enarbolado ni de formular un programa detallado para organizar un gobierno americano, más allá de la alusión a que se reuniera un congreso de villas y ciudades. Fueron Ignacio Rayón y, en especial, José María Morelos, quienes dieron los pasos más significativos en ese sentido. Las declaraciones Entre 1811 y 1814, en un contexto de violencia e inestabilidad, el liderazgo insurgente buscó fijar y legitimar sus fluctuantes posturas y fundar un gobierno alterno, a través de una serie de textos. La soberanía de la “Nación”, y la existencia de una nación americana apuntalarían la construcción de este nuevo orden. Los jefes insurgentes alegaban haber recogido el estandarte de Hidalgo, Allende y otros, muertos por la causa justa. Afirmaron no estar poniendo sobre el papel sino verdades obvias, a todos accesibles, al plasmar por escrito la voz de la Nación misma, ya expresando sus “sentimientos”, ya dejando testimonio documental de las decisiones de sus “representantes”. De esta forma, el proyecto juntista impulsado por Ignacio Rayón pretendía mantener independiente a “América” de Bonaparte y conservar el patrimonio de Fernando VII. De la misma forma que ocurrió en las Cortes de Cádiz, los insurgentes novohispanos encontraron que la manera más efectiva para evitar la entrega del reino a un príncipe extranjero era asumir que la soberanía pertenecía sólo a la nación. En un comunicado enviado al comandante Félix Calleja, Rayón y José María Liceaga informaban que los primeros dirigentes de la insurgencia, antes de ser capturados, habían acordado erigir un congreso o junta, con el fin de organizar un gobierno 23 Francisco Severo Maldonado, El despertador americano, prólogo de A. Ávila, México, Conaculta, 2010. 10 americano. La principal razón para tomar esta medida había sido la “notoria” entrega del reino a los franceses por parte de los españoles europeos. De tal forma, la Junta tendría como misión conservar la religión (que se creía amenazada por las ideas francesas) y los derechos de Femando VII, amén de suspender “el saqueo y desolación que bajo el pretexto de consolidación, donativos, préstamos patriotas y otros emblemas se estaba verificando de todo el reino”.24 Rayón aseguraba que “la notoria utilidad de este Congreso nos excusa el exponerla”25, argumento que repetiría en varias ocasiones más. Por ejemplo, los bandos de 21 de agosto en que anunciaba la erección de la Junta, señalaban que era preciso organizar un gobierno para evitar la anarquía y que con esta medida se daría cumplimiento a los ideales de los primeros caudillos de la rebelión, sin señalar con claridad cuáles eran las razones que los condujeron a la guerra y a la consecuente formación de un gobierno americano: “La falta de un jefe supremo en quien se depositasen las confianzas de la nación y a quien todos obedeciesen nos iba a precipitar en la más funesta anarquía”.26 El principal documento producido por la Junta Nacional Americana, y en concreto, por su presidente, Ignacio Rayón, fue los Elementos constitucionales. Iniciaba con una declaración sobre las razones de la independencia, en el mismo tono que hacían los bandos citados anteriormente: La independencia de la América es demasiado justa aun cuando España no hubiera sustituido al gobierno de los borbones el de unas juntas a todas luces nulas, cuyos resultados han sido conducir a la península al borde de la destrucción. Todo el universo [...] ha conocido esta verdad. 24 Carta de Rayón y Liceaga a Calleja, Zacatecas, 22 de abril de 1811, Hernández y Dávalos, op. cit., III, 36. Ibid. 26 Bando para el establecimiento de la Junta Nacional Americana, Zitácuaro, 21 de agosto de 1811, en Hernández y Dávalos, op. cit., III, 70. Véase el bando, del mismo día, en Hernández y Dávalos, op. cit., III, 96, que señala que la Junta se reunió por “los conatos de nuestros pueblos y principales habitantes [...] para dar el debido lleno a las ideas adoptadas por nuestro generalísimo [Hidalgo].” 25 11 Rayón señalaba así dos razones para la gesta emancipadora, la primera fue la sustitución del gobierno en la metrópoli, argumento que ya había expresado en 1808 Melchor de Talamantes como una de las causas que justificaban la secesión de las colonias. La segunda, eran la “opresión y tiranía” en la que vivían los pueblos.27 La respuesta dada por los americanos a estas dos circunstancias había sido el levantamiento armado, seguido del establecimiento de la Junta, cuya misión era proteger la religión y declarar que “La América es libre e independiente de toda otra nación”, pues la soberanía dimanaba “inmediatamente del pueblo, reside en la persona del señor don Fernando VII y su ejercicio en el Supremo Consejo Nacional Americano.” Desde el momento mismo del estallido de la guerra, la propaganda del gobierno virreinal presentó a los insurgentes como eso, como meros rebeldes, como delincuentes. De ahí que los empeños de Rayón y de quienes se encontraban a su alrededor fuera mostrar el conflicto en otros términos, no como una insurrección ni como una guerra civil, sino como una guerra entre dos naciones, una guerra de independencia. Este fue el objetivo central del famoso Plan de Paz y Plan de Guerra,28 de José María Cos. El texto de Cos representa una especie de prestidigitación conceptual, al asegurar, en primer lugar, la igualdad de los reinos de Indias y los de la península ibérica, y reconocer la naturaleza intestina del conflicto en Nueva España, donde los bandos en pugna estaban formados por “hermanos y conciudadanos” y perseguían los mismos fines: defender estos dominios de Napoleón y conservarlos al monarca legítimo. De ahí que el delito de los insurgentes no fuera el de lesa majestad sino el de “lesos gachupines”: peleaban en contra de los españoles, traidores por haberse entregado a los franceses. España se hallaba “contagiada de infidencias”, de modo 27 Elementos constitucionales, 1812, Lemoine, Morelos. Su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época, México, UNAM, 1991, p. 217-219. 28 En El ilustrador americano, 5, 10 de junio de 1812. 12 que más derecho tenían los americanos para reunir Cortes. Además, los americanos no podían reconocer los gobiernos establecidos para los territorios en la península, pues en ellos “nunca podremos estar dignamente representados” dada la escasez de diputados americanos en la asamblea que se reunió en Cádiz. Por ello, el mando político y militar de Nueva España debía entregarse a un Congreso Nacional, representante de la nación americana, compuesta por americanos y por aquellos peninsulares que aceptaran el plan. Al afirmar que se trataba de una guerra entre dos naciones, Cos pretendía sujetarla a las normas del derecho natural y de gentes, para señalar el tratamiento que debía darse a las partes en conflicto, a los presos de guerra, a las poblaciones neutrales, etcétera. No obstante, estas declaraciones que, en apariencia, sólo iban encaminadas a moderar la guerra y hacerla menos cruenta, implicaban también una transformación de enorme importancia en la consideración que los insurgentes tenían de su propio movimiento. En un sentido estricto, ya no eran insurgentes, es decir, un grupo de personas insurrecto, sino una nación beligerante, con todos los derechos establecidos por la ley natural y de gentes para esos casos. De esa manera, la guerra civil se concebía como una guerra entre dos bandos, entre dos entidades con iguales derechos y prerrogativas. Debido a las condiciones de la guerra, estos proyectos no pudieron desarrollarse. El comandante del ejército virreinal, Félix Calleja, ocupó la ciudad de Zitácuaro y obligó a los integrantes de la Junta a retirarse. Por el contrario, José María Morelos, el militar más exitoso de la insurgencia, consiguió en 1812 controlar amplias regiones del sur de Nueva España y, un año después, ocupar la ciudad de Oaxaca. Los conflictos entre los integrantes de la Junta, Rayón, Verduzco y Liceaga, también propiciaron que Morelos se convirtiera en el dirigente más reconocido (y obedecido) entre los rebeldes. De ahí que Carlos María de Bustamante, un abogado que había vivido la experiencia constitucional de la ciudad de 13 México en 1812, propusiera a Morelos la formación de un congreso, semejante a las Cortes españolas. Morelos aceptó de buen grado la propuesta de Bustamante y se decidió a llevarla a cabo. Para ello, convocó elecciones, aunque las difíciles condiciones bélicas sólo permitieron que se llevaran a cabo en la provincia de Tecpan, en el sur de la intendencia de México. Tras este proceso, se reunió en septiembre de 1813 en Chilpancingo el Congreso, formado en su gran mayoría por suplentes, pues sólo dos habían sido electos. En la apertura de sesiones, Morelos leyó un discurso redactado por Bustamante. De entrada, declaraba que “la soberanía reside esencialmente en los pueblos”, pero lo más significativo en este discurso fueron ciertos cambios hechos por el caudillo al texto del licenciado. Éste había escrito: “Señor [se dirige al Congreso], vamos a restablecer el Imperio Mexicano; vamos a ocupar el asiento que debe ocupar nuestro desgraciado príncipe Fernando 7º, recobrado que sea del cautiverio en que gime.” Morelos tachó lo referente al rey español y dejó todo en: “Señor, vamos a restablecer el Imperio Mexicano, mejorando el gobierno.”29 En el discurso escrito por el propio Morelos, conocido como Sentimientos de la Nación, que leyó el secretario Juan Nepomuceno Rosáinz, dejaba asentado desde un principio que la nación no compartiría la soberanía con ningún monarca, y menos con uno extranjero, pues había “recuperado el ejercicio de su soberanía usurpado”. La América era declarada “libre e independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía”30 A partir de ese momento, “la América Mexicana” se asumía como una entidad diferente a la española, por la voluntad del “pueblo, el que sólo quiere depositar [la soberanía] en el Supremo Congreso Nacional Americano”. En términos generales, el proyecto impulsado por Morelos 29 “Discurso pronunciado por Morelos en la apertura del Congreso de Chilpancingo”, 14 de septiembre de 1813, en Ernesto Lemoine, ed., Morelos... op. cit., p. 365-369. 30 Sentimientos de la Nación, en Lemoine, op. cit., 370-373. 14 recuperaba del ideario de Miguel Hidalgo la defensa de la igualdad natural de los seres humanos. Se abolía la esclavitud, la distinción de castas, y se empeñaba en garantizar la igualdad, la propiedad y la libertad. Pocos días después, el Congreso publicó una Acta Solemne de la Declaración de la Independencia de la América Septentrional. Los diputados aseguraban que, dadas las circunstancias prevalecientes en Europa, las provincias de “la América septentrional” (a las cuales pretendía representar dicha asamblea) habían recuperado “el ejercicio de su soberanía usurpado” y, por eso, quedaba disuelta la dependencia de la corona española. Así, se invalidaban los actos que el rey llevara a cabo, como la entrega de sus reinos a un monarca extranjero. El Congreso de Anáhuac se declaraba árbitro para establecer las leyes que le convengan para el mejor arreglo y felicidad interior, para hacer la guerra y la paz, y establecer alianzas con los monarcas y repúblicas del antiguo continente, no menos que para celebrar concordatos con el Sumo Pontífice romano, para el régimen de la Iglesia católica, apostólica romana, y mandar embajadores y cónsules.31 Si en el Acta de Independencia se aseguraba, en el mismo sentido señalado por Cos, que la razón fundamental de la independencia eran los gobiernos españoles que pretendían usurpar la soberanía luego de 1808, en el Manifiesto publicado el mismo día por el Congreso se hacía una reflexión sobre los males, más profundos y menos inmediatos, que había significado para América la dominación española. Acusaba a la metrópoli de haber sumido en la servidumbre a los americanos. La guerra en la península contra los franceses, aseguraba el manifiesto, no había sino despertado a los americanos, pues por un momento 31 “Declaración de la independencia”, Chilpancingo, 6 de noviembre de 1813, en El Congreso de Anáhuac 1813, introducción y edición de Luis González, México, Cámara de Senadores, 1963, p. 108. 15 se había pensado que “los nuevos gobiernos” considerarían a “la América” como “nación libre e igual a la metrópoli en derechos”32, cosa que no sucedió. Para desgracia de los constituyentes, a partir de 1813 empezó el declive militar de Morelos, lo que ocasionó que la promulgación de la Constitución se retrasara casi un año. Cuando finalmente se dio a conocer, los diputados señalaron que el principal objetivo del Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán en octubre de 1814, era “substraerse para siempre de la dominación extranjera”. Para llegar a esa meta, los constituyentes atribuyeron el origen de la soberanía al pueblo y su ejercicio a los legítimos representantes de la nación, con lo que se despojaba de ese atributo a cualquier familia o individuo que pretendiera adjudicárselo.33 Estos artículos fueron escritos, una vez más, en el mismo sentido que el de sus contrapartes gaditanas: para garantizar la independencia se hacía menester romper con la concepción tradicional de un soberano, superior a todos y señor de territorios que consideraba su patrimonio. El gobierno insurgente pretendía “figurar en el concierto de las naciones civilizadas del mundo”, por lo que en 1815 elaboró un Manifiesto dirigido a los pueblos cultos del orbe: ¡Naciones ilustres que pobláis el Globo dignamente, porque con vuestras virtudes filantrópicas habéis acertado a llenar los fines de la sociedad y de la institución de los gobiernos, llevad a bien que la América Mexicana se atreva a ocupar el último lugar en vuestro sublime rango, y que guiada por vuestra sabiduría y vuestros ejemplos, llegue a merecer los timbres de la libertad!34 Los argumentos de los diputados para fundar sus aspiraciones eran que la monarquía española y los ilegítimos gobiernos que pretendieron sustituirla entre 1808 y 1814 no 32 Manifiesto, Hernández y Dávalos, op. cit., V, 92. “Decreto constitucional para la libertad de la América Mexicana”, Apatzingán, 23 de octubre de 1814, en Ibid., p. 132-3. El artículo noveno era claro: “Ninguna nación tiene derecho para impedir a otra el uso libre de su soberanía”. 34 “Manifiesto de Puruarán”, 28 de junio de 1815, en Ernesto Lemoine, op. cit., p. 549-558. 33 16 habían procurado la felicidad de los americanos y, en especial, que se había establecido un gobierno propio en sustitución del metropolitano. Dicho gobierno no había conseguido desplazar de todas las regiones que reclamaba al español; pero tenía la esperanza de obtener el respaldo de potencias amigas. Como es sabido, tras la captura y muerte de José María Morelos, la insurgencia quedó desarticulada, y la América soberana e independiente quedó en el papel. Para ser nación, no bastaba con declararlo. Hacia 1820, el regiomontano Servando Teresa de Mier ponía el dedo en la llaga: hacía falta declarar que en Nueva España no había una rebelión sino una guerra entre dos naciones, pero se debía primero formar un “centro de poder”, reconocido por todos los jefes militares y obedecido por los pueblos. Fuera de la familia, señalaba, los humanos no admiten un gobierno sino por la violencia, el hábito impuesto por los siglos o la ciega obediencia a las leyes. Resultaba claro que en el caso de Anáhuac no podía constituirse un gobierno sobre esos fundamentos, pues la rebelión había roto el respeto a las leyes y la costumbre de obedecerlas. Sólo podía pensarse en un gobierno formado por la voluntad de los ciudadanos, al cual se subordinaran por estar representados en él y con el cual cooperaran.35 Debía, por lo tanto, reunirse un Congreso y establecerse un poder ejecutivo que nombrara plenipotenciarios en otros países, tal como había intentado Morelos con José Manuel Herrera, que debía haber sido su portavoz en Washington. Sólo de esa manera se evitarían catástrofes como la de la expedición de Mina y se garantizaría la ayuda exterior al movimiento independentista. Para que otras naciones ayudaran a los insurgentes, hacía falta un gobierno eficiente, capaz de proteger los derechos de sus ciudadanos y de los extranjeros, y de asegurar su obediencia, que pudiera contratar deudas y pagarlas. Mier 35 Mier, “¿Puede ser libre la Nueva España?”, en Obras completas IV. La formación de un republicano, introducción, recopilación y notas de Jaime E. Rodríguez O., México, UNAM, 1988, p.96-7. 17 remataba: “Un congreso, un ejército que lo obedezca y un ministro en Londres, y está reconocida la independencia de México y reconocerla Inglaterra es reconocerla Europa entera.” Sin embargo, Mier bien sabía que pedía mucho. Su propuesta práctica para erigir un gobierno independiente se alejaba y contradecía algunos de los principios que había asentado. Toda vez que, por el estado de guerra, resultaba imposible hacer elecciones para reunir un Congreso, un jefe insurgente reconocido, como Guadalupe Victoria, debía nombrar diecisiete personas, de preferencia de las diferentes provincias de Nueva España y, si se pudiera, “de las más decentitas e inteligentes.” Luego, “éstas dirían que representan las intendencias de México, la capitanía de Yucatán y las ocho provincias internas de oriente y poniente”. Ese Congreso nombraría un poder ejecutivo, el cual a su vez designaría un secretario de Relaciones, uno de Hacienda y uno de Guerra: “Y ya tenemos el gobierno y congreso necesarios.” Es decir, que en última instancia no importaba si el Congreso representara la libre voluntad de los pueblos: “la necesidad no está sujeta a las leyes”. Había que fingir la soberanía del pueblo para constituir un Estado que, al ser reconocido (y ayudado) por las otras naciones, fuera independiente y, por lo mismo, soberano. 1821: manifiestos y declaraciones En 1820, el virrey Juan Ruiz de Apodaca informaba a la metrópoli que la paz había regresado al virreinato. Desde el fusilamiento de Morelos en 1815, la insurgencia había dejado de representar una amenaza al orden colonial. Sin embargo, trabajos recientes han mostrado que la guerra civil seguía azotando a los habitantes de Nueva España y que los guerrilleros daban muchos dolores de cabeza al ejército realista. Por otra parte, el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, ocurrido tras el “Grito” de Riego en España 18 en enero de 1820, resquebrajaron la frágil estabilidad del virreinato. Más de mil villas y ciudades llevaron a cabo elecciones para elegir a sus ayuntamientos. Se establecieron diputaciones provinciales, que tenían su propio jefe político, independientes del virrey, quien ya no era sino jefe político de la provincia de México. La libertad de prensa hizo público un fuerte debate entre quienes favorecían el nuevo orden constitucional y aquellos que se le oponían. Por vez primera, las personas que no estaban de acuerdo con la Constitución se atrevían a decirlo a través de impresos. Esto sucedió con los absolutistas, quienes añoraban los tiempos de la Inquisición, pero también con otros individuos que pensaban que los beneficios y derechos otorgados por la Constitución no serían realidad en Nueva España mientras se siguiera gobernando por autoridades mandadas desde la metrópoli y no se reconociera la igualdad de los americanos en las Cortes. Una vez más, los actores políticos buscarían fijar los destinos de la nación, y fundar un nuevo orden con la proclamación y circulación de textos escritos. Los historiadores no han podido ponerse de acuerdo respecto a quiénes fueron los responsables de elaborar la propuesta de independencia. Para Vicente Rocafuerte y Lucas Alamán, un grupo de reaccionarios, reunidos en el Oratorio de San Felipe Neri en la ciudad de México, propusieron separar al virreinato de la metrópoli para evitar que las leyes liberales impulsadas por las Cortes afectaran los intereses de las corporaciones eclesiásticas de Nueva España. Según esta versión, los poderosos conspiradores convencieron al virrey Apodaca para que enviara al ambicioso oficial Agustín de Iturbide a combatir a uno de los pocos jefes insurgentes de importancia, Vicente Guerrero. Con un ejército poderoso, Iturbide proclamaría el Plan de Independencia, llamaría a Fernando de Borbón a reinar en México y defendería los privilegios de las corporaciones novohispanas. Esta versión fue puesta en duda, mediante una investigación acuciosa, por Ernesto Lemoine, aunque su 19 propia hipótesis tampoco parece muy sólida. Para Lemoine, fue Vicente Guerrero quien propuso a Iturbide el Plan de Independencia. Por su parte, historiadores como Nettie Lee Benson y Jaime E. Rodríguez O. sugieren que fueron varios liberales de la ciudad de México, quienes – temerosos de que los conflictos de la metrópoli reactivaran la guerra en Nueva España – sugirieron la independencia a Iturbide, pero también que se mantuviera vigente la Constitución de Cádiz. Últimamente, con documentos desconocidos hasta hace poco tiempo, Jaime del Arenal ha insistido en que fue el propio Iturbide quien se percató de que las muchas divisiones políticas en el virreinato estaban a punto de ocasionar una confrontación, pero también favorecían la independencia. Es muy probable que todas estas interpretaciones tengan algo de cierto, pues Iturbide consiguió unir a todos esos grupos en un proyecto común. En febrero de 1821, proclamó en el pueblo de Iguala el Plan de Independencia, en el que señalaba que “trescientos años hace la América Septentrional de estar bajo la tutela de la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima”. Durante todo ese tiempo, la colonia habría madurado lo suficiente como para poder emanciparse (en el sentido jurídico del término) de la madre patria. La independencia sería benéfica para todos los habitantes de Nueva España, a quienes el Plan distinguía como “Americanos”, independientemente de su origen. La independencia beneficiaría incluso a la antigua metrópoli, pues se mantendrían los vínculos de fraternidad y comercio. Se llamaba para reinar en América a Fernando VII o a algún integrante de su familia, con lo cual los lazos entre la antigua colonia y la metrópoli no se rompían, sino que sólo se deshacían los nudos, según solía decir el propio Iturbide. Se argüía que el Plan sólo estaba animado por “el deseo de conservar pura la santa religión que profesamos y hacer la felicidad general”. Poco después, cuando el nuevo jefe político 20 enviado por las Cortes de Madrid, Juan O’Donojú, firmó el tratado en el que reconocía la independencia, en Córdoba, ratificó los principales puntos del Plan de Iguala. La posibilidad de una independencia pactada, primero entre los novohispanos que se habían enfrentado, durante una década, en un conflicto violento, con la metrópoli después, replanteaba mucha de la problemática medular de los últimos años, cuestionando algunos de los aspectos que sugería Mier, y confirmando otros. ¿Por qué debía ser independiente la Nueva España? ¿Qué justificaba la secesión de una parte de la monarquía española o, peor aún, de la nación española, dada la vigencia de la Constitución de Cádiz? Los publicistas favorables a la emancipación no tardaron en responder. Algunos desenterraron algunas de las viejas propuestas de españoles liberales, que aseguraban que el despotismo metropolitano justificaba el derecho de las posesiones americanas a separarse. Otros aseguraban que los títulos de la corona sobre las Indias eran ilegítimos, pues la conquista había sido injusta. Sin embargo, bien pronto los partidarios de la unión española desecharon esos asertos. Que los criollos no se atrevieran a deslegitimar los títulos otorgados por la conquista, pues entonces los indios tendrían argumentos para deshacerse de ellos mismos. Por otro lado, en 1821 los americanos (incluidos los indios) gozaban de los mismos derechos que cualquier ciudadano español, pues se hallaban representados en Cortes y eran partícipes del gobierno. Formaban ya parte de una nación soberana, la española. Ante lo que se denunciaba como la inconsistencia de sus argumentos, los independentistas recurrieron a premisas más sólidas para afirmar que ciertos territorios de la monarquía española (más o menos coincidentes con las jurisdicciones del virreinato de Nueva España) debían ser considerados una nación soberana e independiente que provenían de la tradición del derecho natural y del pensamiento contractualista moderno. Pensadores ilustrados como el arcediano de Michoacán Manuel de la Bárcena pensaban que, en todo 21 caso, las posesiones españolas en el septentrión americano debían ser independientes por razones naturales. El océano separaba más que unía a la metrópoli con sus colonias: resultaba monstruoso querer constituir una nación bajo esas condiciones. Tampoco debía soslayarse la fortaleza (demográfica, económica) del virreinato, que había alcanzado un grado de madurez y que por lo mismo, como sucedía con los vástagos, podía separarse de su genitora. Sin embargo, más importante resultaba (y aquí hay ecos de Montesquieu) la diferencia climática, geográfica y humana de la América septentrional, la cual merecía tener leyes propias y adecuadas a sus condiciones, aspecto ya previsto en el Plan de Iguala cuando sugería que se elaborara una Constitución “análoga” al país. Razones como éstas eran las que, en 1821, se juzgaban convenientes para elevar a Nueva España al rango de las naciones independientes y soberanas.36 “Ha sido costumbre entre los pueblos civilizados –escribía en 1821 José María Luis Mora– al hacer alguna mutación sustancial en su gobierno, manifestar y poner en claro ante las demás naciones los motivos que justifican los cambios ejecutados”.37 El imperio mexicano no podía hacer otra cosa, “al entrar en el goce de los derechos que le corresponden como nación independiente”. Si Manuel de la Bárcena representaba la justificación de la independencia de una nación natural, Mora proponía que ésta no existía por naturaleza, sino que se inventaba. Por curioso que parezca, Mora se apoyaba en la misma Constitución española para justificar la independencia mexicana. Por supuesto, no la tomaba al pie de la letra sino que se remitía a la declaración de que la soberanía residía en 36 De la Bárcena, Manifiesto al mundo, citado en Alfredo Ávila, “El cristiano constitucional. Libertad, derecho y naturaleza en la retórica de Manuel de la Bárcena”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, 25, enero-junio de 2003, p. 34. 37 Mora, “Discurso sobre la independencia del imperio mexicano”, Semanario político y literario de México, 21 de noviembre de 1821, en Obras completas. Volumen 1. Obra política I, 2ª edición, prólogo de Andrés Lira, investigación, recopilación y notas de Lillian Briseño Senosiain, Laura Solares Robles y Laura Suárez de la Torre, México, Instituto Mora, 1994, p. 102. 22 la reunión de ciudadanos que integraban la nación. Considerar, desde ese punto de vista, que el imperio mexicano no podía separarse de España para elaborar propio contrato social, era remitirse a las concepciones patrimonialistas de la soberanía. Así pues, los habitantes de la parte septentrional de América bien podían, en ejercicio de sus derechos, romper con la nación española y constituirse en una nueva dentro del territorio que poblaban y que, por lo tanto, poseían.38 En septiembre de 1821, el ejército encabezado por Agustín de Iturbide ocupó la ciudad de México. Sin admitirlo, el generalísimo siguió la recomendación de Mier: nombró de entre las personas más notables de Nueva España a los integrantes de la Junta Provisional Gubernativa, la cual a su vez lo designó jefe del poder ejecutivo. El 28 de septiembre, este grupo de notables publicó el Acta de Independencia. A contracorriente de lo expresado por el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, empezaba con el señalamiento de que “La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresion en que ha vivido” y que los esfuerzos del ejército encabezado por Iturbide no habían hecho sino restituirle “el ejercicio de cuantos derechos le concedió el Autor de la Naturaleza y reconocen por inenagenables y sagrados las naciones cultas de la tierra”, de modo que quedaba “en libertad de constituirse del modo que mas convenga á su felicidad; y con representantes que puedan manifestar su voluntad y sus designios”. Por ello, la Junta “declara solemnemente [...] que [México] es Nación Soberana, é independiente de la antigua España.” El Acta parecía sugerir que la invención eficiente de la nación por medio de la enunciación de un nuevo pacto político, como proponía Mora; o de la creación de instituciones reconocidas, como había sugerido Mier, era más compatible con las nociones de injusticia e incumplimiento que habían articulado 38 Ibid., p. 105-6. 23 los textos insurgentes, que con la alusión a los lazos familiares y la magnanimidad de la Monarquía católica que habían adornado la retórica de la independencia consensuada del Plan de Iguala y los tratados de Córdoba. Conclusión: Los lenguajes de la Independencia El proceso de Independencia de la Nueva España fue también una guerra de papeles y de palabras. Las representaciones, declaraciones, manifiestos, proclamas, planes y actas que pautaron la larga y violenta lucha por el poder en el contexto de la crisis que se desatara en 1808 nos hablan de las formas cambiantes en que los novohispanos se relacionaron con el poder, conceptualizaron la legitimidad y reelaboraron los contornos de la comunidad política. En circunstancias apremiantes en las que toda referencia sólida se desvanecía parece adquirir mayor peso la calidad estratégica del discurso, su capacidad de engendrar realidades distintas e imprevisibles. Así, la élite novohispana, al proclamar la más arraigada de las lealtades, procuraba reestructurar su relación con Madrid. Con su Plan de paz y plan de guerra, José María Cos pretendía sobre todo aplacar una feroz contienda armada; terminó articulando la postura insurgente de que se trataba, no de una insurrección sino de una guerra de liberación nacional. De Iguala a la capital y de febrero a septiembre, la visión de una independencia pactada iba a desdibujarse ante los reclamos no de una nación joven que estaba por emanciparse, sino de una que había sido oprimida por trescientos años. Estos textos son, individualmente, testimonio de la convicción de unos hombres que, de un plumazo, pretendieron recuperar derechos usurpados, postular verdades incontrovertibles y despertar a naciones dormidas. Una lectura de conjunto revela una conversación abigarrada, entrecortada y contradictoria, en la que son muchas veces el sentido de la guerra y las posibilidades de los contendientes los que definen el campo de lo 24 que se podía hacer con las palabras. De ahí el cinismo de un independentista como Mier, que al tiempo que hacía la crónica de una venerable nación mexicana que había pactado con Carlos V, admitía que no bastaba con declaraciones. Había que poner en orden a los jefes militares, establecer un congreso nacional que dijese representar a los americanos y mandar un ministro a Londres. Estos documentos reseñan las distintas respuestas a la crisis y los esfuerzos de los distintos actores por incidir en la vorágine de sucesos que parecía rebasarlos. Respondían a desafíos puntuales y tenían a veces consecuencias inesperadas. Nos permiten rastrear las complejas transformaciones conceptuales que iban a apuntalar un nuevo orden político. El leerlos como sucesos, ponderando tanto su contexto de elaboración como su recepción y consecuencias permite revalorar y problematizar el vínculo entre realidad y discurso que durante tanto tiempo supusimos divorciados. 25