De la representación al Grito, del Grito al Acta. Nueva España, 1808

Anuncio
De la representación al Grito, del Grito al Acta.
Nueva España, 1808-1821.
Alfredo Ávila
Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Nacional Autónoma de México
Erika Pani
Centro de Estudios Históricos
El Colegio de México
Luego de tres siglos de dominio, España perdió sus posesiones en América, con excepción
de las del Caribe, en menos de quince años. La discusión historiográfica sobre el carácter
revolucionario de los procesos que desembocaron en el derrumbe del mayor de los imperios
atlánticos y el surgimiento de nuevos estados en América ha estado marcada, sobre todo,
por el escepticismo. Frente al discurso patriótico de la historia oficial —que afirma lo
revolucionario que fue la independencia—, los historiadores profesionales han considerado
que el mundo hispanoamericano era, y seguiría siendo, demasiado jerárquico, católico,
escolástico, tradicional y tropical (para resumir: muy distinto al francés) para que el proceso
emancipador pudiera considerarse auténticamente revolucionario. Los análisis han
procurado, justificadamente, identificar la naturaleza de los cambios (jurídicos,
económicos, sociales) y calar su profundidad. Rara vez se ha considerado como evidencia
suficiente el testimonio de unos actores convencidos de lo cataclísmico de las
transformaciones que estaban viviendo.
Pocos
documentos
ilustran
la
auto-percepción
de
revolucionarios
—y
revolucionados— que tuvieron de sí mismos los actores de esta época que los textos con los
cuales intentaron imprimir sentido a un periodo turbulento, en el que parecía transformarse
hasta el significado de las palabras. Estos textos articulaban las categorías mentales que
estructuraban las formas de pensar y hablar de lo político, al tiempo que desdibujaban y
redefinían las fronteras de lo que era posible decir y hacer en el espacio público. Entre 1808
y 1825, a través de representaciones, gritos, declaraciones, manifiestos, planes, proclamas y
actas, aquellos que de súbditos del rey se transformaban en ciudadanos pretendieron
proclamar su fidelidad, condenar la tiranía y aclamar la libertad para reestructurar sus
relaciones con la metrópoli, conquistar a la opinión, refundar la legitimidad política,
inventar naciones y declarar su independencia. Esta ponencia pretende analizar las distintas
manifestaciones textuales mediante las cuales los grupos políticos de Nueva España
buscaron incidir en un presente turbulento y dar forma a un futuro incierto, entre las
abdicaciones de Bayona en 1808 y la consumación de la Independencia en 1821.1
Las representaciones
La historiografía de las décadas recientes ha ponderado los acontecimientos de 1808 como
el inicio del proceso de disolución de la monarquía española. Las diversas crisis que se
sucedieron en ese año sembraron las semillas de la política moderna en el mundo
iberoamericano, fenómeno que con toda claridad había percibido ya François-Xavier
Guerra.2 Los señalamientos sobre la ilegitimidad de la entrega del reino a Napoleón, la
crisis de independencia ratificada en el Estatuto Constitucional de Bayona y las discusiones
en torno al ejercicio y origen de la soberanía dieron pie a profundas transformaciones
1
El contexto de enunciación y la importancia del contenido de estos textos, con un interesante contrapunto
con el proceso de independencia de los Estados Unidos en Josefina Z Vázquez, “The Mexican Declaration of
Independence” en Journal of American History, 85:4 (marzo), 1999, pp.1362-1369.
2
François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México,
Fondo de Cultura Económica / Mapfre, 1992, en especial el capítulo “Dos años cruciales”. Sobre los ecos de
aquella interpretación véanse Manuel Chust, coord., 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano, México:
El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 2007; José Antonio Piqueras y otros, “1808: Una
coyuntura germinal” en Historia Mexicana, 229 LVIII: 1 julio-septiembre 2008; Alfredo Ávila y Pedro Pérez
Herrero, comps., Las experiencias de 1808 en Iberoamérica, Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá,
México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2008; Roberto Breña, coord., En el umbral de las
revoluciones hispánicas: el bienio 1808-1810, México, El Colegio de México / Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2010.
2
conceptuales y de las formas de estructurar el poder político, que no tuvieron un sentido
lineal en la transición entre el “Antiguo Régimen” y la “Modernidad” (conceptos que
carecen de un sentido inequívoco) sino que estuvieron cargados de ambigüedades.3
En Nueva España, los numerosos documentos producidos frente a la crisis de la
monarquía son ilustrativos de la polivalencia de esta transformación4. Así, las
representaciones de las diversas corporaciones, que tan vigorosamente protestaron en
contra de la “agresión más infame”, manifestaron en un lenguaje tradicional una fidelidad
en apariencia inamovible, al tiempo que aprovechaban la crisis para ampliar los espacios en
los que se movían las élites novohispanas e incluso aventuraban la necesidad de “conservar
la independencia del reino” frente a los franceses. Al llegar a Nueva España las noticias de
las cesiones de Bayona en julio, los cuerpos que componían a la sociedad novohispana se
apresuraron a dejar constancia, por escrito, de su fidelidad a la dinastía borbónica. Buscaron
dar cuenta de su acendrada fidelidad gobernadores de república, párrocos, tribunales de
minería y, señaladamente, los cabildos, encabezados por las capitales de Intendencia, que
alegaron poder dar voz, incluso, a la “nación”5. La mayor parte de estos textos se
inscribieron tanto en las formas como en la geografía tradicional del hacer política en la
Nueva España a principios del siglo XIX.
De este modo, las representaciones iban dirigidas al virrey, como potestad suprema
y provenían, en su mayoría, de la región mejor comunicada, y más antigua y densamente
3
Javier Fernández Sebastián, “La crisis de 1808 y el advenimiento de un nuevo lenguaje político. ¿Una
revolución conceptual?”, en Ávila y Pérez Herrero, op. cit.
4
Virginia Guedea, “El ‘pueblo’ en el discurso político novohispano de 1808”, en Ávila y Pérez Herrero,
comps., Experiencias, pp.279-302, pp.296-301. Hira de Gortari, “La lealtad mexicana”, en Historia mexicana,
XXXIX:xxx, 1989, pp.xxx
5
“La ciudad de Campeche sobre defender estos dominios”; “La nación española está armada en masa”; “Los
medios de conservar nuestra independencia”, en Guadalupe Nava Oteo, Cabildos y Ayuntamientos de la
Nueva España en 1808, México: SepSetentas, 1973, p.87, pp.94-95, p.158. Véase también José María
Portillo, “ ‘Libre e independiente’: La nación como soberanía” en Ávila y Pérez Herrero, comps.,
Experiencias, pp.29-47, pp.37-38.
3
poblada del centro y occidente del virreinato6. Muchas hicieron la crónica de las “funciones
públicas” (procesiones supuestamente nutridísimas, Te Deums y misas, iluminación,
repique de campanas y cohetes) y de los gestos rituales –levantamiento de pendones y
exclamación de ¡mueras! y ¡vivas!— con que las poblaciones hacían “demostración nada
equivoca de una perfecta lealtad”7. Los autores de estos textos insistirían en dos cosas: el
buen orden y la magnificencia de unas demonstraciones “que jamás han tenido semejante y
que apenas cabe tengan iguales”8, y la participación, tan entusiasta como la de cualquiera,
de los miembros de las clases más populares. Si los regidores poblanos se confesaron
preocupados por disipar “los equívocos conceptos en que labora el vulgo creyendo
hallarnos sin padre”, los más afirmaban, como el ayuntamiento de Oaxaca, que no había
“un solo individuo, ni aún en la plebe que no [hubiera] demostrado un justo horror contra
una iniquidad tan detestable”9.
“Entre el confuso tropel de vagas y encontradas noticias”, las autoridades
novohispanas recurrieron al rancio lenguaje del pactismo y el jusnaturalismo, al
sentimentalismo y a la hipérbole propios del discurso del vasallaje, al tiempo que enaltecían
al “pueblo” y a las autoridades que lo representaban. Así, el cabildo de Zacatecas,
afirmando hablar “por todas las órdenes y clases”, anhelaba poder convertir “cada aliento
en un rayo, cada suspiro en una bomba. Su amor en fina pólvora, todo el heno en metralla,
los átomos en balas, en fortaleza los montes, en cañones las peñas y en soldados hasta los
6
Hira de Gortari, “Las lealtades mexicanas en 1808: una cartografía política”, en Ávila y Pérez Herrero,
comps., Experiencias, pp.303-321, pp.310-313.
7
“La prisión en que se hallaban nuestros soberanos”; “Ofertas y demostraciones de fidelidad de la ciudad de
Patzcuaro y su párroco” en Nava Oteo, Cabildos, p.62, pp.128-133.
8
“La nación española está armada en masa” en Nava Oteo, Cabildos, p.95.
9
“El vulgo creyendo hallarnos sin padre”; “El ilustre ayuntamiento de Oaxaca”, en Nava Oteo, Cabildos,
p.135, p.107.
4
más despreciables insectos”.10 Sin embargo, mientras afirmaban que morirían antes de
aceptar otro monarca, afirmaban que tocaba al pueblo –y por lo tanto a ellos—“guardar y
defender al rey, que es puesto a semejanza de ellos, además que es señor natural”11.
De esta forma y desde la angustia, las corporaciones novohispanas, abrogándose la
custodia de los derechos usurpados por Napoleón, buscaron incidir en la situación en un
sentido que consideraban favorable. Están, en primer lugar las aclamaciones del monarca
“deseado”, Fernando VII –y no de un Carlos IV manipulado por Godoy–, ahí donde la
ascensión al trono del príncipe de Asturias –anunciada pocos días antes de la llegada de las
noticias que informaban de la tragedia de Bayona– no quedaba del todo clara12. Por otra
parte, algunas corporaciones pidieron que se suspendiera la consolidación de vales reales o
suspendieron, como hizo la diputación de minería de Sombrerete, el pago de algunas
contribuciones13. Otras más, como ha apuntado Beatriz Rojas, buscaron subvertir la
jerarquía territorial, negando, aunque fuera de manera tangencial, como hizo el
ayuntamiento de Guadalajara, “metrópoli de un reino como Nueva Galicia”, la primacía de
la capital virreinal14. Hubo incluso un vecino del puerto de Veracruz que propuso
aprovechar la dramática situación para asegurar nuestra “independencia”, reforzando la
industria y la agricultura americanas y cortando toda relación mercantil con el exterior. Si
se lograba “no necesitar de nadie” el presente resultaría “un trastorno feliz para este
10
“Ofertas y demostraciones de lealtad de la ciudad de Zacatecas” en Nava Oteo, Cabildos, p.75
“Ofertas y demostraciones de lealtad de la ciudad de Zacatecas” en Nava Oteo, Cabildos, p.73.
12
De hecho, tanto el cabildo de la ciudad de México como el de Zacatecas –que se refirió a “Carlos IV, el
Grande, el invicto monarca”—proclamaron, en un primer momento, su fidelidad a Carlos IV. XXX, “Ofertas
y demostraciones de lealtad de la ciudad de Zacatecas” en Nava Oteo, Cabildos, p.71.
13
“Ofertas de las diputaciones de minería”, en Nava Oteo, Cabildos, p.77. Los diputados ofrecieron sufragar
de su peculio el tributo que debían pagar los operarios ese año.
14
“El real acuerdo y ayuntamiento de Guadalajara, y el señor presidente”, en Nava Oteo, Cabildos, p.115118, p.117. Beatriz Rojas “xxx” en Historia Mexicana, xxxx
11
5
reino”15. En 1808, si las formas eran las mismas, las fronteras de lo que era posible escribir
para incidir en lo público, se habían, sin duda, desplazado.
Estas novedades ocasionaron desazón entre quienes veían peligrar el vínculo de
dependencia con la metrópoli. La Real Audiencia, el Tribunal del Santo Oficio y la
Arquidiócesis se opusieron a que hubiera reuniones, juntas y otras formas de organización
que podían subvertir el orden. Por esto promovieron la destitución del virrey y la prisión de
quienes habían hecho las propuestas más audaces para la formación de un congreso
americano. La noche del 15 de septiembre un grupo de hombres armados irrumpió en el
Palacio de Gobierno, bajo las órdenes de Gabriel de Yermo, quien promovió el
nombramiento del anciano José de Garibay como nuevo virrey. De inmediato la Audiencia
se deslindó, pues resultaba natural que todas las miradas se pusieran en esa corporación.
Por ello, la deposición del virrey fue justificada mediante una proclama, la primera de todo
este proceso dirigida al “pueblo”, en la que se le avisaba que el propio “pueblo” había
depuesto a Iturrigaray. De ahí que, muy pronto, hubiera pasquines y rumores en los que se
preguntaba que “Si el pueblo fue quien lo hizo, actuando de buena ley, pregunto al señor
virrey ¿a quién se le da el aviso?”.16 Las posiciones, demandas y manifestaciones, que
habitualmente se habían dirigido a las autoridades por medio de representaciones, ahora
tenían otro destinatario y otra forma.
El “Grito” y la guerra de papeles
Los testimonios de lealtad no desaparecieron en los años siguientes, pero los de descontento
se incrementaron. Al comenzar 1810, el obispo electo de Michoacán Manuel Abad y
15
“Los medios de conservar nuestra independencia”, en Nava Oteo, Cabildos, pp.158-166. Ya Beatriz Rojas
se había detenido sobre este testimonio.
16
Guedea, “El pueblo de México y la política capitalina”, pp. 30-37.
6
Queipo aseguraba que “en todas partes se desea con ardor la independencia”, en buena
medida por “el mal gobierno del reinado del señor D. Carlos IV”.17 Ante este panorama,
Abad hacía varias propuestas que, para su desgracia, llegaron tarde. Unos días después de
que arribara a Nueva España un virrey con formación militar, enviado para restablecer el
orden institucional perdido desde la destitución de Iturrigaray, estalló una insurrección en el
Bajío, que tanto la historiografía como la memoria mexicanas han consagrado como el
inicio del proceso emancipador. Las versiones del famoso “Grito de Dolores” o la arenga
que el cura Miguel Hidalgo pronunció la mañana del domingo 16 de septiembre de 1810
han oscilado entre aquellas nacionalistas que aseguran que hubo vivas a México, un país
entonces inexistente, a aquellas que sugieren (influidas por testimonios posteriores) que en
realidad los vítores eran para Fernando VII. Recientemente, Carlos Herrejón ha puesto los
puntos sobre las ies, al hacer una reconstrucción de lo sucedido en esa mañana, a partir de
los testimonios más directos con los que contamos: las declaraciones de los principales
caudillos durante los procesos que se les siguieron. Al parecer, cuando Miguel Hidalgo se
enteró de que la conjura encabezada por Ignacio Allende había sido descubierta por las
autoridades, tomó la determinación de iniciar una “expedición” que, según todos los
testimonios, parecía que sería breve. La mañana del dieciséis, salió de su casa en la
congregación de Dolores, acompañado por unos cuantos hombres de confianza, liberó a los
presos de la cárcel local y les ordenó que aprehendieran a los españoles peninsulares. La
gente que llegó a misa y al mercado (unas seiscientas personas, provenientes de los ranchos
de los alrededores) escuchó la arenga del cura, quien los invitó “a que se uniesen con él y le
ayudasen a defender el reino, porque [las autoridades virreinales] querían entregarlo a los
17
Manuel Abad y Queipo, Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al
gobierno, edición de G. Jiménez Codinach, México, Conaculta, 1994, p. 156.
7
franceses; que ya se había acabado la opresión; que ya no había más tributos”.18 Salieron a
San Miguel el Grande, villa de donde eran originarios algunos de los más destacados
oficiales de la “expedición”. En pocos días, sus seguidores sumaban varias decenas de
miles.
Cuando Miguel Hidalgo convocó a sus seguidores para levantarse en armas,
prometió el fin de la opresión. En la estela de la legitimación del golpe en contra de
Iturrigaray, el “grito” y los manifiestos y planes que le siguieron pautaron el conflicto que
desgarraba a la Nueva España. Se dirigían al “público”, y no a las instancias de autoridad.
Buscarían movilizar la opinión, apelando al sentimiento religioso y ético, a los intereses y
resentimientos de los novohispanos y esbozarían los lineamientos de la sociedad futura.
Así, en diversos manifiestos, Hidalgo insistió en que las riquezas generadas por los
americanos habían beneficiado a los gachupines, esos mismos a quienes acusaba de
entregar el reino a los franceses. En contra de un edicto inquisitorial, acusaría a los
españoles de no tener más dios que el dinero, de modo que al quitarlos de los cargos
públicos, que serían entregados a los americanos, se podría “moderar la devastación del
reino y la extracción de su dinero, [se] fomentará las artes, se avivará la industria, haremos
uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a la vuelta de pocos
años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el soberano autor de la naturaleza
ha derramado sobre este vasto continente”.19 Algunos seguidores de la insurrección
mantenían esta misma postura, como en el anónimo manifiesto de octubre de 1810 y, en
18
Declaración de don Juan Aldama, en Juan Hernández y Dávalos, Coleccion de documentos para la historia
de la guerra de la independencia de México, edición de A. Ávila y Virginia Guedea, México, UNAM, 2010,
disco
compacto,
tomo
I,
documento
37.
Puede
consultarse
en
la
página
web
<http://www.pim.unam.mx/catalogos/hyd/HYDI/HYDI037.pdf>. Véase también el excelente ensayo sobre
este tema de Carlos Herrejón, “Versiones del grito de Dolores y algo más”, 20/10 Memoria de las
revoluciones de México, 5, 2009, p. 39-53.
19
Miguel Hidalgo, “Manifiesto del señor Hidalgo, contra el edicto del Tribunal de la Fe”, en Hernández y
Dávalos, op. cit. tomo I, doc. 54.
8
especial, en el Plan proclamado en noviembre de ese mismo año por José María Morelos,
quien auguraba que tras la independencia “se establecerán unas leyes suaves y no se
consentirá que salga moneda de este reino para otros, si no fuere por comercio, con lo cual
dentro de breve tiempo seremos todos ricos y felices”.20
La insurrección ocasionó reacciones entre los defensores del gobierno virreinal,
quienes también emplearon proclamas, manifiestos y otros medios para dirigirse al público.
La propaganda a favor del régimen se hizo desde el altar, por supuesto, pero también desde
otras trincheras. Eclesiásticos como Juan Bautista Díaz Calvillo acusaban a los insurgentes
de ingratitud a la metrópoli, pues eran numerosos los bienes que América había obtenido de
España a lo largo de tres siglos.21 Algo semejante argumentaría Agustín Pomposo
Fernández de San Salvador, rector de la Universidad de México, quien consideraba que no
había razones para la rebelión, salvo el “desenfreno de las pasiones”. Por eso abandonó el
latín del claustro para procurar que sus paisanos entraran en razón22 Las excomuniones
fulminadas contra Miguel Hidalgo y sus seguidores tuvieron –además del objetivo explícito
de declararlos separados de la iglesia– el fin de evitar que la insurrección se extendiera.
Eran, también, parte de la campaña de propaganda en contra de la insurgencia.
Para los defensores del orden virreinal como para quienes pretendían su destrucción,
entonces, exponer públicamente los objetivos propios se había vuelto de fundamental
importancia. De ahí que al ocupar la ciudad de Guadalajara, en noviembre de 1810, Miguel
Hidalgo impulsara la publicación de un periódico, El despertador americano, como medio
para atraerse partidarios entre los americanos y, en especial, aquellos que estaban
20
[José María Morelos y Pavón], [Plan], Aguacatillo, 16 de noviembre de 1810, en CEHM-CARSO, Fondo
XVI-1 Carpeta 1, legajo 72. Son el plan e indicaciones de Miguel Hidalgo a Morelos. Véase también la Copia
de proclama, sin fecha ni rúbrica, AGN, Operaciones de Guerra, t. 936, f. 158-159.
21
Juan Bautista Díaz Calvillo, Discurso sobre los males que puede causar la desunión, México, Arizpe, 2010.
22
Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, Memoria cristiano-política, México, Zúñiga y Ontiveros,
1810.
9
“seducidos” por la campaña propagandística virreinal.23 Como es sabido, la etapa de la
insurgencia encabezada por Miguel Hidalgo duró bien poco y no tuvo tiempo de elaborar
una proclamación pública de los principios que había enarbolado ni de formular un
programa detallado para organizar un gobierno americano, más allá de la alusión a que se
reuniera un congreso de villas y ciudades. Fueron Ignacio Rayón y, en especial, José María
Morelos, quienes dieron los pasos más significativos en ese sentido.
Las declaraciones
Entre 1811 y 1814, en un contexto de violencia e inestabilidad, el liderazgo insurgente
buscó fijar y legitimar sus fluctuantes posturas y fundar un gobierno alterno, a través de una
serie de textos. La soberanía de la “Nación”, y la existencia de una nación americana
apuntalarían la construcción de este nuevo orden. Los jefes insurgentes alegaban haber
recogido el estandarte de Hidalgo, Allende y otros, muertos por la causa justa. Afirmaron
no estar poniendo sobre el papel sino verdades obvias, a todos accesibles, al plasmar por
escrito la voz de la Nación misma, ya expresando sus “sentimientos”, ya dejando
testimonio documental de las decisiones de sus “representantes”. De esta forma, el proyecto
juntista impulsado por Ignacio Rayón pretendía mantener independiente a “América” de
Bonaparte y conservar el patrimonio de Fernando VII. De la misma forma que ocurrió en
las Cortes de Cádiz, los insurgentes novohispanos encontraron que la manera más efectiva
para evitar la entrega del reino a un príncipe extranjero era asumir que la soberanía
pertenecía sólo a la nación. En un comunicado enviado al comandante Félix Calleja, Rayón
y José María Liceaga informaban que los primeros dirigentes de la insurgencia, antes de ser
capturados, habían acordado erigir un congreso o junta, con el fin de organizar un gobierno
23
Francisco Severo Maldonado, El despertador americano, prólogo de A. Ávila, México, Conaculta, 2010.
10
americano. La principal razón para tomar esta medida había sido la “notoria” entrega del
reino a los franceses por parte de los españoles europeos. De tal forma, la Junta tendría
como misión conservar la religión (que se creía amenazada por las ideas francesas) y los
derechos de Femando VII, amén de suspender “el saqueo y desolación que bajo el pretexto
de consolidación, donativos, préstamos patriotas y otros emblemas se estaba verificando de
todo el reino”.24 Rayón aseguraba que “la notoria utilidad de este Congreso nos excusa el
exponerla”25, argumento que repetiría en varias ocasiones más. Por ejemplo, los bandos de
21 de agosto en que anunciaba la erección de la Junta, señalaban que era preciso organizar
un gobierno para evitar la anarquía y que con esta medida se daría cumplimiento a los
ideales de los primeros caudillos de la rebelión, sin señalar con claridad cuáles eran las
razones que los condujeron a la guerra y a la consecuente formación de un gobierno
americano: “La falta de un jefe supremo en quien se depositasen las confianzas de la nación
y a quien todos obedeciesen nos iba a precipitar en la más funesta anarquía”.26
El principal documento producido por la Junta Nacional Americana, y en concreto,
por su presidente, Ignacio Rayón, fue los Elementos constitucionales. Iniciaba con una
declaración sobre las razones de la independencia, en el mismo tono que hacían los bandos
citados anteriormente:
La independencia de la América es demasiado justa aun cuando España no hubiera
sustituido al gobierno de los borbones el de unas juntas a todas luces nulas, cuyos
resultados han sido conducir a la península al borde de la destrucción. Todo el
universo [...] ha conocido esta verdad.
24
Carta de Rayón y Liceaga a Calleja, Zacatecas, 22 de abril de 1811, Hernández y Dávalos, op. cit., III, 36.
Ibid.
26
Bando para el establecimiento de la Junta Nacional Americana, Zitácuaro, 21 de agosto de 1811, en
Hernández y Dávalos, op. cit., III, 70. Véase el bando, del mismo día, en Hernández y Dávalos, op. cit., III,
96, que señala que la Junta se reunió por “los conatos de nuestros pueblos y principales habitantes [...] para
dar el debido lleno a las ideas adoptadas por nuestro generalísimo [Hidalgo].”
25
11
Rayón señalaba así dos razones para la gesta emancipadora, la primera fue la
sustitución del gobierno en la metrópoli, argumento que ya había expresado en 1808
Melchor de Talamantes como una de las causas que justificaban la secesión de las colonias.
La segunda, eran la “opresión y tiranía” en la que vivían los pueblos.27 La respuesta dada
por los americanos a estas dos circunstancias había sido el levantamiento armado, seguido
del establecimiento de la Junta, cuya misión era proteger la religión y declarar que “La
América es libre e independiente de toda otra nación”, pues la soberanía dimanaba
“inmediatamente del pueblo, reside en la persona del señor don Fernando VII y su ejercicio
en el Supremo Consejo Nacional Americano.”
Desde el momento mismo del estallido de la guerra, la propaganda del gobierno
virreinal presentó a los insurgentes como eso, como meros rebeldes, como delincuentes. De
ahí que los empeños de Rayón y de quienes se encontraban a su alrededor fuera mostrar el
conflicto en otros términos, no como una insurrección ni como una guerra civil, sino como
una guerra entre dos naciones, una guerra de independencia. Este fue el objetivo central del
famoso Plan de Paz y Plan de Guerra,28 de José María Cos. El texto de Cos representa una
especie de prestidigitación conceptual, al asegurar, en primer lugar, la igualdad de los
reinos de Indias y los de la península ibérica, y reconocer la naturaleza intestina del
conflicto en Nueva España, donde los bandos en pugna estaban formados por “hermanos y
conciudadanos” y perseguían los mismos fines: defender estos dominios de Napoleón y
conservarlos al monarca legítimo. De ahí que el delito de los insurgentes no fuera el de lesa
majestad sino el de “lesos gachupines”: peleaban en contra de los españoles, traidores por
haberse entregado a los franceses. España se hallaba “contagiada de infidencias”, de modo
27
Elementos constitucionales, 1812, Lemoine, Morelos. Su vida revolucionaria a través de sus escritos y de
otros testimonios de la época, México, UNAM, 1991, p. 217-219.
28
En El ilustrador americano, 5, 10 de junio de 1812.
12
que más derecho tenían los americanos para reunir Cortes. Además, los americanos no
podían reconocer los gobiernos establecidos para los territorios en la península, pues en
ellos “nunca podremos estar dignamente representados” dada la escasez de diputados
americanos en la asamblea que se reunió en Cádiz. Por ello, el mando político y militar de
Nueva España debía entregarse a un Congreso Nacional, representante de la nación
americana, compuesta por americanos y por aquellos peninsulares que aceptaran el plan.
Al afirmar que se trataba de una guerra entre dos naciones, Cos pretendía sujetarla a
las normas del derecho natural y de gentes, para señalar el tratamiento que debía darse a las
partes en conflicto, a los presos de guerra, a las poblaciones neutrales, etcétera. No
obstante, estas declaraciones que, en apariencia, sólo iban encaminadas a moderar la guerra
y hacerla menos cruenta, implicaban también una transformación de enorme importancia en
la consideración que los insurgentes tenían de su propio movimiento. En un sentido
estricto, ya no eran insurgentes, es decir, un grupo de personas insurrecto, sino una nación
beligerante, con todos los derechos establecidos por la ley natural y de gentes para esos
casos. De esa manera, la guerra civil se concebía como una guerra entre dos bandos, entre
dos entidades con iguales derechos y prerrogativas.
Debido a las condiciones de la guerra, estos proyectos no pudieron desarrollarse. El
comandante del ejército virreinal, Félix Calleja, ocupó la ciudad de Zitácuaro y obligó a los
integrantes de la Junta a retirarse. Por el contrario, José María Morelos, el militar más
exitoso de la insurgencia, consiguió en 1812 controlar amplias regiones del sur de Nueva
España y, un año después, ocupar la ciudad de Oaxaca. Los conflictos entre los integrantes
de la Junta, Rayón, Verduzco y Liceaga, también propiciaron que Morelos se convirtiera en
el dirigente más reconocido (y obedecido) entre los rebeldes. De ahí que Carlos María de
Bustamante, un abogado que había vivido la experiencia constitucional de la ciudad de
13
México en 1812, propusiera a Morelos la formación de un congreso, semejante a las Cortes
españolas.
Morelos aceptó de buen grado la propuesta de Bustamante y se decidió a llevarla a
cabo. Para ello, convocó elecciones, aunque las difíciles condiciones bélicas sólo
permitieron que se llevaran a cabo en la provincia de Tecpan, en el sur de la intendencia de
México. Tras este proceso, se reunió en septiembre de 1813 en Chilpancingo el Congreso,
formado en su gran mayoría por suplentes, pues sólo dos habían sido electos. En la apertura
de sesiones, Morelos leyó un discurso redactado por Bustamante. De entrada, declaraba que
“la soberanía reside esencialmente en los pueblos”, pero lo más significativo en este
discurso fueron ciertos cambios hechos por el caudillo al texto del licenciado. Éste había
escrito: “Señor [se dirige al Congreso], vamos a restablecer el Imperio Mexicano; vamos a
ocupar el asiento que debe ocupar nuestro desgraciado príncipe Fernando 7º, recobrado que
sea del cautiverio en que gime.” Morelos tachó lo referente al rey español y dejó todo en:
“Señor, vamos a restablecer el Imperio Mexicano, mejorando el gobierno.”29 En el discurso
escrito por el propio Morelos, conocido como Sentimientos de la Nación, que leyó el
secretario Juan Nepomuceno Rosáinz, dejaba asentado desde un principio que la nación no
compartiría la soberanía con ningún monarca, y menos con uno extranjero, pues había
“recuperado el ejercicio de su soberanía usurpado”. La América era declarada “libre e
independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía”30 A partir de ese
momento, “la América Mexicana” se asumía como una entidad diferente a la española, por
la voluntad del “pueblo, el que sólo quiere depositar [la soberanía] en el Supremo Congreso
Nacional Americano”. En términos generales, el proyecto impulsado por Morelos
29
“Discurso pronunciado por Morelos en la apertura del Congreso de Chilpancingo”, 14 de septiembre de
1813, en Ernesto Lemoine, ed., Morelos... op. cit., p. 365-369.
30
Sentimientos de la Nación, en Lemoine, op. cit., 370-373.
14
recuperaba del ideario de Miguel Hidalgo la defensa de la igualdad natural de los seres
humanos. Se abolía la esclavitud, la distinción de castas, y se empeñaba en garantizar la
igualdad, la propiedad y la libertad.
Pocos días después, el Congreso publicó una Acta Solemne de la Declaración de la
Independencia de la América Septentrional. Los diputados aseguraban que, dadas las
circunstancias prevalecientes en Europa, las provincias de “la América septentrional” (a las
cuales pretendía representar dicha asamblea) habían recuperado “el ejercicio de su
soberanía usurpado” y, por eso, quedaba disuelta la dependencia de la corona española. Así,
se invalidaban los actos que el rey llevara a cabo, como la entrega de sus reinos a un
monarca extranjero. El Congreso de Anáhuac se declaraba
árbitro para establecer las leyes que le convengan para el mejor arreglo y felicidad
interior, para hacer la guerra y la paz, y establecer alianzas con los monarcas y
repúblicas del antiguo continente, no menos que para celebrar concordatos con el
Sumo Pontífice romano, para el régimen de la Iglesia católica, apostólica romana, y
mandar embajadores y cónsules.31
Si en el Acta de Independencia se aseguraba, en el mismo sentido señalado por Cos,
que la razón fundamental de la independencia eran los gobiernos españoles que pretendían
usurpar la soberanía luego de 1808, en el Manifiesto publicado el mismo día por el
Congreso se hacía una reflexión sobre los males, más profundos y menos inmediatos, que
había significado para América la dominación española. Acusaba a la metrópoli de haber
sumido en la servidumbre a los americanos. La guerra en la península contra los franceses,
aseguraba el manifiesto, no había sino despertado a los americanos, pues por un momento
31
“Declaración de la independencia”, Chilpancingo, 6 de noviembre de 1813, en El Congreso de Anáhuac
1813, introducción y edición de Luis González, México, Cámara de Senadores, 1963, p. 108.
15
se había pensado que “los nuevos gobiernos” considerarían a “la América” como “nación
libre e igual a la metrópoli en derechos”32, cosa que no sucedió.
Para desgracia de los constituyentes, a partir de 1813 empezó el declive militar de
Morelos, lo que ocasionó que la promulgación de la Constitución se retrasara casi un año.
Cuando finalmente se dio a conocer, los diputados señalaron que el principal objetivo del
Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, sancionado en
Apatzingán en octubre de 1814, era “substraerse para siempre de la dominación extranjera”.
Para llegar a esa meta, los constituyentes atribuyeron el origen de la soberanía al pueblo y
su ejercicio a los legítimos representantes de la nación, con lo que se despojaba de ese
atributo a cualquier familia o individuo que pretendiera adjudicárselo.33 Estos artículos
fueron escritos, una vez más, en el mismo sentido que el de sus contrapartes gaditanas: para
garantizar la independencia se hacía menester romper con la concepción tradicional de un
soberano, superior a todos y señor de territorios que consideraba su patrimonio.
El gobierno insurgente pretendía “figurar en el concierto de las naciones civilizadas
del mundo”, por lo que en 1815 elaboró un Manifiesto dirigido a los pueblos cultos del
orbe:
¡Naciones ilustres que pobláis el Globo dignamente, porque con vuestras virtudes
filantrópicas habéis acertado a llenar los fines de la sociedad y de la institución de los
gobiernos, llevad a bien que la América Mexicana se atreva a ocupar el último lugar
en vuestro sublime rango, y que guiada por vuestra sabiduría y vuestros ejemplos,
llegue a merecer los timbres de la libertad!34
Los argumentos de los diputados para fundar sus aspiraciones eran que la monarquía
española y los ilegítimos gobiernos que pretendieron sustituirla entre 1808 y 1814 no
32
Manifiesto, Hernández y Dávalos, op. cit., V, 92.
“Decreto constitucional para la libertad de la América Mexicana”, Apatzingán, 23 de octubre de 1814, en
Ibid., p. 132-3. El artículo noveno era claro: “Ninguna nación tiene derecho para impedir a otra el uso libre de
su soberanía”.
34
“Manifiesto de Puruarán”, 28 de junio de 1815, en Ernesto Lemoine, op. cit., p. 549-558.
33
16
habían procurado la felicidad de los americanos y, en especial, que se había establecido un
gobierno propio en sustitución del metropolitano. Dicho gobierno no había conseguido
desplazar de todas las regiones que reclamaba al español; pero tenía la esperanza de obtener
el respaldo de potencias amigas.
Como es sabido, tras la captura y muerte de José María Morelos, la insurgencia quedó
desarticulada, y la América soberana e independiente quedó en el papel. Para ser nación, no
bastaba con declararlo. Hacia 1820, el regiomontano Servando Teresa de Mier ponía el
dedo en la llaga: hacía falta declarar que en Nueva España no había una rebelión sino una
guerra entre dos naciones, pero se debía primero formar un “centro de poder”, reconocido
por todos los jefes militares y obedecido por los pueblos. Fuera de la familia, señalaba, los
humanos no admiten un gobierno sino por la violencia, el hábito impuesto por los siglos o
la ciega obediencia a las leyes. Resultaba claro que en el caso de Anáhuac no podía
constituirse un gobierno sobre esos fundamentos, pues la rebelión había roto el respeto a las
leyes y la costumbre de obedecerlas. Sólo podía pensarse en un gobierno formado por la
voluntad de los ciudadanos, al cual se subordinaran por estar representados en él y con el
cual cooperaran.35 Debía, por lo tanto, reunirse un Congreso y establecerse un poder
ejecutivo que nombrara plenipotenciarios en otros países, tal como había intentado Morelos
con José Manuel Herrera, que debía haber sido su portavoz en Washington. Sólo de esa
manera se evitarían catástrofes como la de la expedición de Mina y se garantizaría la ayuda
exterior al movimiento independentista. Para que otras naciones ayudaran a los insurgentes,
hacía falta un gobierno eficiente, capaz de proteger los derechos de sus ciudadanos y de los
extranjeros, y de asegurar su obediencia, que pudiera contratar deudas y pagarlas. Mier
35
Mier, “¿Puede ser libre la Nueva España?”, en Obras completas IV. La formación de un republicano,
introducción, recopilación y notas de Jaime E. Rodríguez O., México, UNAM, 1988, p.96-7.
17
remataba: “Un congreso, un ejército que lo obedezca y un ministro en Londres, y está
reconocida la independencia de México y reconocerla Inglaterra es reconocerla Europa
entera.”
Sin embargo, Mier bien sabía que pedía mucho. Su propuesta práctica para erigir un
gobierno independiente se alejaba y contradecía algunos de los principios que había
asentado. Toda vez que, por el estado de guerra, resultaba imposible hacer elecciones para
reunir un Congreso, un jefe insurgente reconocido, como Guadalupe Victoria, debía
nombrar diecisiete personas, de preferencia de las diferentes provincias de Nueva España y,
si se pudiera, “de las más decentitas e inteligentes.” Luego, “éstas dirían que representan
las intendencias de México, la capitanía de Yucatán y las ocho provincias internas de
oriente y poniente”. Ese Congreso nombraría un poder ejecutivo, el cual a su vez designaría
un secretario de Relaciones, uno de Hacienda y uno de Guerra: “Y ya tenemos el gobierno
y congreso necesarios.” Es decir, que en última instancia no importaba si el Congreso
representara la libre voluntad de los pueblos: “la necesidad no está sujeta a las leyes”.
Había que fingir la soberanía del pueblo para constituir un Estado que, al ser reconocido (y
ayudado) por las otras naciones, fuera independiente y, por lo mismo, soberano.
1821: manifiestos y declaraciones
En 1820, el virrey Juan Ruiz de Apodaca informaba a la metrópoli que la paz había
regresado al virreinato. Desde el fusilamiento de Morelos en 1815, la insurgencia había
dejado de representar una amenaza al orden colonial. Sin embargo, trabajos recientes han
mostrado que la guerra civil seguía azotando a los habitantes de Nueva España y que los
guerrilleros daban muchos dolores de cabeza al ejército realista. Por otra parte, el
restablecimiento de la Constitución de Cádiz, ocurrido tras el “Grito” de Riego en España
18
en enero de 1820, resquebrajaron la frágil estabilidad del virreinato. Más de mil villas y
ciudades llevaron a cabo elecciones para elegir a sus ayuntamientos. Se establecieron
diputaciones provinciales, que tenían su propio jefe político, independientes del virrey,
quien ya no era sino jefe político de la provincia de México. La libertad de prensa hizo
público un fuerte debate entre quienes favorecían el nuevo orden constitucional y aquellos
que se le oponían. Por vez primera, las personas que no estaban de acuerdo con la
Constitución se atrevían a decirlo a través de impresos. Esto sucedió con los absolutistas,
quienes añoraban los tiempos de la Inquisición, pero también con otros individuos que
pensaban que los beneficios y derechos otorgados por la Constitución no serían realidad en
Nueva España mientras se siguiera gobernando por autoridades mandadas desde la
metrópoli y no se reconociera la igualdad de los americanos en las Cortes. Una vez más, los
actores políticos buscarían fijar los destinos de la nación, y fundar un nuevo orden con la
proclamación y circulación de textos escritos.
Los historiadores no han podido ponerse de acuerdo respecto a quiénes fueron los
responsables de elaborar la propuesta de independencia. Para Vicente Rocafuerte y Lucas
Alamán, un grupo de reaccionarios, reunidos en el Oratorio de San Felipe Neri en la ciudad
de México, propusieron separar al virreinato de la metrópoli para evitar que las leyes
liberales impulsadas por las Cortes afectaran los intereses de las corporaciones eclesiásticas
de Nueva España. Según esta versión, los poderosos conspiradores convencieron al virrey
Apodaca para que enviara al ambicioso oficial Agustín de Iturbide a combatir a uno de los
pocos jefes insurgentes de importancia, Vicente Guerrero. Con un ejército poderoso,
Iturbide proclamaría el Plan de Independencia, llamaría a Fernando de Borbón a reinar en
México y defendería los privilegios de las corporaciones novohispanas. Esta versión fue
puesta en duda, mediante una investigación acuciosa, por Ernesto Lemoine, aunque su
19
propia hipótesis tampoco parece muy sólida. Para Lemoine, fue Vicente Guerrero quien
propuso a Iturbide el Plan de Independencia. Por su parte, historiadores como Nettie Lee
Benson y Jaime E. Rodríguez O. sugieren que fueron varios liberales de la ciudad de
México, quienes – temerosos de que los conflictos de la metrópoli reactivaran la guerra en
Nueva España – sugirieron la independencia a Iturbide, pero también que se mantuviera
vigente la Constitución de Cádiz. Últimamente, con documentos desconocidos hasta hace
poco tiempo, Jaime del Arenal ha insistido en que fue el propio Iturbide quien se percató de
que las muchas divisiones políticas en el virreinato estaban a punto de ocasionar una
confrontación, pero también favorecían la independencia.
Es muy probable que todas estas interpretaciones tengan algo de cierto, pues
Iturbide consiguió unir a todos esos grupos en un proyecto común. En febrero de 1821,
proclamó en el pueblo de Iguala el Plan de Independencia, en el que señalaba que
“trescientos años hace la América Septentrional de estar bajo la tutela de la nación más
católica y piadosa, heroica y magnánima”. Durante todo ese tiempo, la colonia habría
madurado lo suficiente como para poder emanciparse (en el sentido jurídico del término) de
la madre patria. La independencia sería benéfica para todos los habitantes de Nueva
España, a quienes el Plan distinguía como “Americanos”, independientemente de su origen.
La independencia beneficiaría incluso a la antigua metrópoli, pues se mantendrían los
vínculos de fraternidad y comercio. Se llamaba para reinar en América a Fernando VII o a
algún integrante de su familia, con lo cual los lazos entre la antigua colonia y la metrópoli
no se rompían, sino que sólo se deshacían los nudos, según solía decir el propio Iturbide. Se
argüía que el Plan sólo estaba animado por “el deseo de conservar pura la santa religión que
profesamos y hacer la felicidad general”. Poco después, cuando el nuevo jefe político
20
enviado por las Cortes de Madrid, Juan O’Donojú, firmó el tratado en el que reconocía la
independencia, en Córdoba, ratificó los principales puntos del Plan de Iguala.
La posibilidad de una independencia pactada, primero entre los novohispanos que se
habían enfrentado, durante una década, en un conflicto violento, con la metrópoli después,
replanteaba mucha de la problemática medular de los últimos años, cuestionando algunos
de los aspectos que sugería Mier, y confirmando otros. ¿Por qué debía ser independiente la
Nueva España? ¿Qué justificaba la secesión de una parte de la monarquía española o, peor
aún, de la nación española, dada la vigencia de la Constitución de Cádiz? Los publicistas
favorables a la emancipación no tardaron en responder. Algunos desenterraron algunas de
las viejas propuestas de españoles liberales, que aseguraban que el despotismo
metropolitano justificaba el derecho de las posesiones americanas a separarse. Otros
aseguraban que los títulos de la corona sobre las Indias eran ilegítimos, pues la conquista
había sido injusta. Sin embargo, bien pronto los partidarios de la unión española desecharon
esos asertos. Que los criollos no se atrevieran a deslegitimar los títulos otorgados por la
conquista, pues entonces los indios tendrían argumentos para deshacerse de ellos mismos.
Por otro lado, en 1821 los americanos (incluidos los indios) gozaban de los mismos
derechos que cualquier ciudadano español, pues se hallaban representados en Cortes y eran
partícipes del gobierno. Formaban ya parte de una nación soberana, la española.
Ante lo que se denunciaba como la inconsistencia de sus argumentos, los
independentistas recurrieron a premisas más sólidas para afirmar que ciertos territorios de
la monarquía española (más o menos coincidentes con las jurisdicciones del virreinato de
Nueva España) debían ser considerados una nación soberana e independiente que provenían
de la tradición del derecho natural y del pensamiento contractualista moderno. Pensadores
ilustrados como el arcediano de Michoacán Manuel de la Bárcena pensaban que, en todo
21
caso, las posesiones españolas en el septentrión americano debían ser independientes por
razones naturales. El océano separaba más que unía a la metrópoli con sus colonias:
resultaba monstruoso querer constituir una nación bajo esas condiciones. Tampoco debía
soslayarse la fortaleza (demográfica, económica) del virreinato, que había alcanzado un
grado de madurez y que por lo mismo, como sucedía con los vástagos, podía separarse de
su genitora. Sin embargo, más importante resultaba (y aquí hay ecos de Montesquieu) la
diferencia climática, geográfica y humana de la América septentrional, la cual merecía
tener leyes propias y adecuadas a sus condiciones, aspecto ya previsto en el Plan de Iguala
cuando sugería que se elaborara una Constitución “análoga” al país. Razones como éstas
eran las que, en 1821, se juzgaban convenientes para elevar a Nueva España al rango de las
naciones independientes y soberanas.36
“Ha sido costumbre entre los pueblos civilizados –escribía en 1821 José María Luis
Mora– al hacer alguna mutación sustancial en su gobierno, manifestar y poner en claro ante
las demás naciones los motivos que justifican los cambios ejecutados”.37 El imperio
mexicano no podía hacer otra cosa, “al entrar en el goce de los derechos que le
corresponden como nación independiente”. Si Manuel de la Bárcena representaba la
justificación de la independencia de una nación natural, Mora proponía que ésta no existía
por naturaleza, sino que se inventaba. Por curioso que parezca, Mora se apoyaba en la
misma Constitución española para justificar la independencia mexicana. Por supuesto, no la
tomaba al pie de la letra sino que se remitía a la declaración de que la soberanía residía en
36
De la Bárcena, Manifiesto al mundo, citado en Alfredo Ávila, “El cristiano constitucional. Libertad,
derecho y naturaleza en la retórica de Manuel de la Bárcena”, Estudios de Historia Moderna y
Contemporánea de México, 25, enero-junio de 2003, p. 34.
37
Mora, “Discurso sobre la independencia del imperio mexicano”, Semanario político y literario de México,
21 de noviembre de 1821, en Obras completas. Volumen 1. Obra política I, 2ª edición, prólogo de Andrés
Lira, investigación, recopilación y notas de Lillian Briseño Senosiain, Laura Solares Robles y Laura Suárez
de la Torre, México, Instituto Mora, 1994, p. 102.
22
la reunión de ciudadanos que integraban la nación. Considerar, desde ese punto de vista,
que el imperio mexicano no podía separarse de España para elaborar propio contrato social,
era remitirse a las concepciones patrimonialistas de la soberanía. Así pues, los habitantes de
la parte septentrional de América bien podían, en ejercicio de sus derechos, romper con la
nación española y constituirse en una nueva dentro del territorio que poblaban y que, por lo
tanto, poseían.38
En septiembre de 1821, el ejército encabezado por Agustín de Iturbide ocupó la
ciudad de México. Sin admitirlo, el generalísimo siguió la recomendación de Mier: nombró
de entre las personas más notables de Nueva España a los integrantes de la Junta
Provisional Gubernativa, la cual a su vez lo designó jefe del poder ejecutivo. El 28 de
septiembre, este grupo de notables publicó el Acta de Independencia. A contracorriente de
lo expresado por el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, empezaba con el señalamiento
de que “La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni
libre uso de la voz, sale hoy de la opresion en que ha vivido” y que los esfuerzos del
ejército encabezado por Iturbide no habían hecho sino restituirle “el ejercicio de cuantos
derechos le concedió el Autor de la Naturaleza y reconocen por inenagenables y sagrados
las naciones cultas de la tierra”, de modo que quedaba “en libertad de constituirse del modo
que mas convenga á su felicidad; y con representantes que puedan manifestar su voluntad y
sus designios”. Por ello, la Junta “declara solemnemente [...] que [México] es Nación
Soberana, é independiente de la antigua España.” El Acta parecía sugerir que la invención
eficiente de la nación por medio de la enunciación de un nuevo pacto político, como
proponía Mora; o de la creación de instituciones reconocidas, como había sugerido Mier,
era más compatible con las nociones de injusticia e incumplimiento que habían articulado
38
Ibid., p. 105-6.
23
los textos insurgentes, que con la alusión a los lazos familiares y la magnanimidad de la
Monarquía católica que habían adornado la retórica de la independencia consensuada del
Plan de Iguala y los tratados de Córdoba.
Conclusión: Los lenguajes de la Independencia
El proceso de Independencia de la Nueva España fue también una guerra de papeles y de
palabras. Las representaciones, declaraciones, manifiestos, proclamas, planes y actas que
pautaron la larga y violenta lucha por el poder en el contexto de la crisis que se desatara en
1808 nos hablan de las formas cambiantes en que los novohispanos se relacionaron con el
poder, conceptualizaron la legitimidad y reelaboraron los contornos de la comunidad
política. En circunstancias apremiantes en las que toda referencia sólida se desvanecía
parece adquirir mayor peso la calidad estratégica del discurso, su capacidad de engendrar
realidades distintas e imprevisibles. Así, la élite novohispana, al proclamar la más arraigada
de las lealtades, procuraba reestructurar su relación con Madrid. Con su Plan de paz y plan
de guerra, José María Cos pretendía sobre todo aplacar una feroz contienda armada;
terminó articulando la postura insurgente de que se trataba, no de una insurrección sino de
una guerra de liberación nacional. De Iguala a la capital y de febrero a septiembre, la visión
de una independencia pactada iba a desdibujarse ante los reclamos no de una nación joven
que estaba por emanciparse, sino de una que había sido oprimida por trescientos años.
Estos textos son, individualmente, testimonio de la convicción de unos hombres
que, de un plumazo, pretendieron recuperar derechos usurpados, postular verdades
incontrovertibles y despertar a naciones dormidas. Una lectura de conjunto revela una
conversación abigarrada, entrecortada y contradictoria, en la que son muchas veces el
sentido de la guerra y las posibilidades de los contendientes los que definen el campo de lo
24
que se podía hacer con las palabras. De ahí el cinismo de un independentista como Mier,
que al tiempo que hacía la crónica de una venerable nación mexicana que había pactado
con Carlos V, admitía que no bastaba con declaraciones. Había que poner en orden a los
jefes militares, establecer un congreso nacional que dijese representar a los americanos y
mandar un ministro a Londres. Estos documentos reseñan las distintas respuestas a la crisis
y los esfuerzos de los distintos actores por incidir en la vorágine de sucesos que parecía
rebasarlos. Respondían a desafíos puntuales y tenían a veces consecuencias inesperadas.
Nos permiten rastrear las complejas transformaciones conceptuales que iban a apuntalar un
nuevo orden político. El leerlos como sucesos, ponderando tanto su contexto de elaboración
como su recepción y consecuencias permite revalorar y problematizar el vínculo entre
realidad y discurso que durante tanto tiempo supusimos divorciados.
25
Descargar