El hombre de Macondo y otros textos Héctor Rojas Herazo Colección Roble Amarillo Tomo 2 Septiembre, 2015 Índice 6. Introducción 10. Rasgos lineales para bocetar el Caribe 12. Apuntes al azar para una introducción al silencio 17. Recreo, violencia y sublimación del pecado 20. Después del libro 23. El hombre de Macondo 26. El rostro 29. Sin título 30. Sobre la poesía Introducción Héctor Rojas Herazo (1921-2001) es una de las figuras más importantes del arte colombiano del siglo XX. Polifacético en su quehacer, incursionó con éxito en la poesía, la novela, el ensayo, la pintura y el periodismo. introducción Durante su primera época de actividad se consolidó como uno de los poetas más importantes de la Colombia de mediados de siglo, resultado de sus libros Rostros de la soledad (1952), Tránsito de Caín (1953), Desde la luz preguntan por nosotros (1956) y Agresión de las normas contra el ángel (1961). Luego incursionaría en la novela con Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1967) y Celia se pudre (1986), y el libro de ensayos Señales y garabatos del habitante (1976). Pero desde su infancia se identificaría también como dibujante y pintor. Después vendría el periodismo, que supo ejercer con igual destreza. Luego de su muerte, en 2001, la familia Rojas Herazo donó a la Universidad del Norte la biblioteca personal del artista, que incluía una colección de poemas y bocetos, los cuales fueron publicados en el libro Candiles en la niebla (2006), de Ediciones Uninorte. Además, contenía una serie de manuscritos inéditos, de donde se tomaron los textos y dibujos que hacen parte de esta edición. Todos estos documentos se pueden consultar en la Biblioteca Digital Héctor Rojas Herazo* de la Universidad del Norte. * Disponible en: http://guayacan.uninorte.edu.co/biblioteca_digital/hrojas.asp 7 EL AMOR* El amor en presente y en olvido EL AMOR ES LO VERDADERAMENTE ETERNO Y EFÍMERO EN EL HOMBRE. TAMBIÉN EL QUE LO ARRULLA Y DESPEDAZA. EL QUE LE OTORGA SIGNOS DE ESPERANZA Y EL QUE, EN LA FORMA MÁS RIGUROSA Y SONRIENTE, LO OBLIGA A SABOREAR LA DERROTA DEL EXISTIR. HÉCTOR ROJAS HERAZO * Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Primer Congreso de Escritores Iberoamericanos, “El amor y la palabra”. Bogotá, 22 de agosto de 2000. Rasgos lineales para bocetar el Caribe Hasta el momento, el Caribe —a pesar de su dramática belleza, de su tensión humana— es un tema virginal. Se habla de sus islas, de su radiosa ubicación, de su porvenir económico; pero, como ocurre con la historia de los más famosos espacios geográficos del planeta, como ocurre en general con los temas inagotables, quedamos siempre al tratarlo, con las manos vacías. Todo pues, será siempre un intento de aproximarnos a su vasto misterio, a los ma­tices de su silencio, a sus pasmos geográficos. Intentaremos, en lo posible, aprovechar nuestras muy zonificadas experiencias, en algunos pueblos y ciudades, para referirnos al Caribe y lo que hizo posible el asombro de un lugar en el tiempo. Algunos aspectos en suma, que atravesando la infancia y la juventud, nos permitan conocer y apreciar un determinado tipo de ser humano. Para comenzar, diremos, por ejemplo, que en nues10 rasgos lineales para bocetar el caribe tros pueblos del Caribe colombiano se desarrolla un vivir silencioso pero henchido de una imprevisible velocidad. Nos queda la impresión de que el hombre y la flor se consumen en instantes. El hábitat, por ejemplo, dura menos que el habitante. En esas casas de techo de palma y paredes de boñiga de vaca, el hombre corriente tiene una visión más aguda de la fantasmalidad de la vida. Por eso su forma de concebir la canción y ejecutar el canto es rítmica, internamente rítmica, pero triste. Los habitantes amanecen en la plenitud de su infancia y la noche los sorprende marchitos. La música regional —en apariencia voraz y alegre— es en el fondo lenta, sosegada, henchida de dramática reflexión. Hablamos del Caribe profundo, el profundo, el que nada tiene que ver con la publicidad turística, con la alharaca estereotipada. El Caribe que, en todo sentido, es producto del sol y compañero de la noche. Primero fueron sus poetas —José Zacarías Tallet, Nicolás Guillén, Jorge Artel, Donaldo Bossa, Castañeda Aragón— los que descubrieron su ritmo candente pero secreto, las brasas en que ardían sus tambores, ese lenguaje en que el día y la noche se traban en una mezcla de lumbre explosiva y silencios urdidos por la sombra. 11 Apuntes al azar para una introducción al silencio Todo lo creado, por venir del silencio, anhela regresar a él. Por ello mismo, en el transcurso de su parábola, las cosas alcanzan su plenitud en la medida en que, replegándose en sí mismas, han tendido hacia su silente, definitiva, transformación. Dios sería, por ello, la más insigne metáfora del silencio. El silencio en estado puro, el silencio mismo. El pintor rechaza la palabra (que sería su constante perturbación) por aspirar a un determinado dominio de la forma. Cada auténtico pintor —más allá de su paso por academias, grupos rebeldes o fecundos contactos personales— tiene que ser el maestro y discípulo de sí mismo. Tiene que ser un feroz, agresivo autodidacta. Busca incluir sus colores en un sistema funcional (pues los colores son conceptos) al tiempo que explora y purifica la naturaleza de sus temas, al igual que su jerárquica distribución en una estrategia 12 Purgatorio de cumbiamba, 1994. el hombre de macondo y otros textos composicional. Todo esto es silencio macerado, engullido, regurgitado luego en soluciones plásticas. Lo que estamos viendo en un cuadro son las respuestas a confusas, nunca dirimidas batallas en la mente de un creador. Y también la súbita revelación (el relámpago arredrador) de una tan profunda oscuridad subjetiva que jamás podría ser desentrañada o simplemente insinuada por la palabra. La estatuaria griega alcanza la impasible ceguera al buscar el silencio. El gesto de arcana elegancia, la mudez rigurosa, la carga de meditación (que no quiere mirar, que ha olvidado incluso su resistencia a mirar, que se paraliza en la introversión absoluta) es el único instante en que el mármol y la piedra han alcanzado la serenidad. Frente a ella, el resto de la escultura es mueca. Las cariátides, por ejemplo, no sostienen el cornisamento. Sostienen el silencio. ¿Qué piensan de nosotros los seres de Fidias o de Policleto? Sencillamente nos ignoran. No nos requieren. Tal vez porque ya atesoran lo que deberíamos ser o lo que pudimos ser y lo perdimos. Son dioses. Han dejado, por su cansancio de soportar lo inmutable, de paladear toda ilusión o todo goce en el juego de los mortales. Pertenecen a la majestad del silencio. 14 apuntes al azar para una introducción al silencio En las relaciones abstractas de las palabras podríamos incluir, como en la música o la danza, la gloria reflexiva y el ímpetu de la poesía. La forma en que se sostiene a sí misma al capacitarse para surgir del silencio. Por eso requiere del número, que es anterior al ritmo. La palabra es número. Todos sus componentes (el respiratorio y el vocal, su ebriedad numinosa) están concentrados y regidos por el número, que es el hijo mimado del silencio. Los grandes edificios (el Partenón que parece —por su armoniosa desnudez y su agresivo despliegue— un gran animal que viniese caminando o el Escorial, que aprovecha la arrogancia casi aplastante de su cobertura para intentar esconder o disimular —en salas, pasadizos y callejones de sórdida estrechez— el laberinto demencial de un césar) son criaturas en los que una alianza de la imaginación con el orgullo y el poder quedó cristalizada. Esto es posible porque las raíces de su energía se nutren del silencio. Nos obligan a reverenciar su mudez, a intentar descifrarla para, de alguna misteriosa manera, descifrar lo más excelso de nosotros mismos. Me ocurrió en la mezquita de Córdoba. Todo allí es posible por la intensidad con que nos acecha la vejez y nos susu15 el hombre de macondo y otros textos rra la muerte. Estamos solos. Oyendo únicamente el murmullo y el desamparo de nuestra sangre. Sentimos que el virolismo, la sensualidad y la apetencia de eternidad de una cultura pueden encerrarse en una gota de silencio. La “Sinfonía para percusión”, de Chávez y la “Amazonia”, de Villalobos, son dos eclosiones de la intimidad americana. Dos momentos en que la furia sedienta y la dulzura de un continente fueron nutridas y rescatadas por el silencio. 16 Recreo, violencia y sublimación del pecado Lo más inquietante del pecado, sin necesidad siquiera de recurrir a su extracción abominable, es lo que tiene de esencial. De crear o destruir. Según el razonamiento más simple, casi igual en todas las religiones, somos pecadores de nacimiento. Su sello es espiritualmente genésico. Vivimos para pecar y pecamos para vivir. La santidad no es nuestro signo. De no funcionar esta permanente caída sería insoportable la monotonía de existir. Pero el pecado mismo no es tan apasionante como el puro saboreo de su concepción. Se peca como ensueño, como tersura del mal, co­mo deleite sensorial de la imaginación. O sea, que lo verdaderamente grande por lo arraigadamente humano que conforma el pecado, es lo que tiene de juego. El hombre, más que al cometerlo, se realiza en el total y lúdico regusto de sus inagotables facetas. Por eso se imponen tanto elecciones como rechazos. 17 el hombre de macondo y otros textos En mi escogencia, el que triunfa por su esplendor es la lujuria. El más inútil, la envidia. La lujuria todo lo invade relamiéndolo: el ensueño, el sexo, la apetencia creadora, hasta el enigma de la desaparición. La envidia en cambio es inoperante. Su tentación es batallar contra un destino. Y el destino es ineluctable. Todos venimos a pagar una condena —ya sea de alguaciles o sacerdotes, de escritores, políticos, deportistas o agricultores— que, finalmente se nos premia con una condena a muerte. La envidia termina siendo cómica. Un condenado a muerte que envidia a otro condenado a muerte. ¿Qué tal? La traición, en cambio, que debía señalarse como el pecado más despreciable, sí está llena de un horror funcional. Cuando el pecado se ejecuta, su precio es el remordimiento. Palabra terrible. Se trata de la acción de morder y remorder y volver a morder —con colmillos que sólo pueden refocilarse con presas engullidas en el alma— realizada por alguien o por algo todavía más poderoso y oculto que Satán o que Dios. Su destrozo es total: ninguna víctima —ni aún aquellos que se jactan de no haberlo detectado— ha logrado salvarse. No olvidemos en ningún instante, que todo pecado comienza y termina en nosotros. Que su naturaleza, 18 recreo, violencia y sublimación del pecado más allá de su posible realización o pleno desahogo, es rigurosamente subjetiva. La paz, por ello mismo, no se consigue sino apaciguándonos a nosotros mismos. Dándole satisfacción (en lo posible y en nuestra dolorida interioridad) a las hambrunas de nuestro deseo. ¿Queremos verdaderamente la paz? Seamos, entonces, verdaderos imitadores de Cristo, de ese fastuoso invento del humanismo latino-bíblico. Intentemos repetir lo que él hizo, en forma fulminante, en el huerto de los olivos: evocar, traer, acariciar y succionar todos y cada uno de los pecados de cada ser humano vivo o muerto. Y hacerlo con tal amor y tan codiciosa absorción que sudemos sangre. Sólo empapándonos interiormente de sangre evitaremos su derramamiento exterior. No sabemos, eso sí, hasta qué punto el sacrificio de Cristo detuvo (o apaciguó siquiera) a los naturales destructores de la familia humana. Pero sabemos que su ejemplo es fecundo en cada ejecutante. 19 Después del libro Ya sabemos que el hombre ha superado siempre todos sus elementos expresivos. El libro ha sido uno de ellos, y no precisamente el más significante. La palabra, por ejemplo, en sus variaciones inagotables, ha tenido, aún en plena hegemonía del libro, mayor y más sostenida influencia. Algunos pocos siglos de aparente absolutismo libresco no han podido competir con los milenios triunfales de la palabra. Ninguna de las tensiones comunicantes del ser humano —la poesía, el arte, la religión, el pensamiento sistemático, la política— han requerido del libro para iluminar, destruir o subsistir. Una cultura sin el libro tendría a su favor el uso ilimitado de la imagen. Es claro que no hablamos de ella como truculencia publicitaria al servicio de conocidos intereses. Intentamos referirnos al poderío transformador de la imagen, a sus recursos para motivar el asombro, a su impacto creador. Tal vez podría 20 después del libro ser ella la última oportunidad del hombre para trabajar con los atributos que, posiblemente, le fueron otorgados para compensarlo por el castigo de haber sido encendido. El libro, pues, a la hora de un balance histórico, y más allá de su radiosa e indiscutida influencia, no pasa de ser otro elemento de promulgación. No ha sido el creador de la cultura pero la ha fomentado poderosamente. No creo, sin embargo, que su ausencia sería lamentada por mucho tiempo. Con recordar que ni siquiera la muerte de Dios nos ha afectado en absoluto, tendríamos una razón más que suficiente para excluir el temor al imaginarnos un mundo sin su dependencia. 21 Amantes en el bosque, 2001. El hombre de Macondo Cualquier cosa que se haga o se diga sobre Gabriel García Márquez —la publicación, por ejemplo, de uno de esos hueros y solemnes ensayos sobre la influencia de la canícula en el estilo del fabulista de Macondo o un reportaje con sus opiniones sobre las sorpresas metafóricas en el himno nacional o la mayor o menor imprecisión con que ha sido redactada la nueva constituyente— resulta redundante, puede ser innecesario y a lo mejor inoportuno. El tema parece que ya no da para más, pues hemos entrado en una especie de sospecha comunal de que se ha usado y abusado de García Márquez. Los anzuelos más socorridos para cualquier informe apelan a su técnica de la titulación: “Crónica de un desfalco anunciado”, por ejemplo, o “La verdadera y triste historia del alcalde de Yurubú y de su estupro desalmado”. ¿A qué se debe esto? Yo diría que, entre muchas otras razones, a estas dos bastante protu- 23 el hombre de macondo y otros textos berantes. A una admiración explicable, pero incontrolada, por el famoso escritor y a que, en ausencia de una crítica verdaderamente reflexiva, a tono con las últimas conquistas de la novela colombiana, un periodismo más o menos alegre o más o menos inculto se ha apoderado del comando publicitario de nuestra literatura. A esto debe sumarse que, hasta el momento, García Márquez es nuestro único escritor de trascendencia realmente universal. Se extinguió aquel período conmovedor en que se citaba a Isaac o a Rivera con la única y exclusiva finalidad de que el idilio paradisíaco o la apelación a la selva devorante nos hinchase de lugareño orgullo. Al fin hemos arribado a un orgullo verdadero. Ya no tenemos ningún temor a ruborizarnos. Pues debajo de aquel macondismo superficial —tan candorosa como tenazmente explotado por la estereotipia publicitaria, repetimos— hierve el verdadero Macondo. El del amor, el de la trágica oquedad, el del hondo y sostenido desvelo. La comarca donde un gran corazón ha hurgado —paciente, dolorosamente, sin retroceder ante ningún emplazamiento— para que sus criaturas queden finalmente instaladas en ese orbe con que la más alta admiración distingue a quienes 24 el hombre de macondo de veras han creído en el hombre, han trabajado por él, lo han convertido, a través de la maceración de un estilo, en un ser rescatable de los antros oscuros, digno de la compasión, digno del respeto, digno de la vida. Porque todos los presentes sabemos eso, nos encontramos aquí reunidos. Para generar esperanza en los momentos de mayor amargura e impulsar nuevos acentos en la conducta defensiva de un pueblo. Macondo, pues, no es ya la referencia a un primario y desamparado lugar de nuestra geografía. Es, por el contrario, el símbolo de un cuestionamiento, de una búsqueda y de una depuración colectiva. Muchos de los males que ahora nos aquejan tienen allí —si olfateamos con hambre y exploramos con alegría—su transfiguradora solución. Solo nos resta, como el auténtico homenaje que deseamos rendir a quien aquí nos reúne, saber oír esa palabra, desmontar sus claves profundas, sorprender en ella el mecanismo de su trascendente e inagotable sabiduría. 25 El rostro Todo rostro es un sismógrafo. Una serie de conturbaciones (algunas de naturaleza tan remota que ya son formas minerales del olvido) han ido trabajando esas facciones, acumulando un barro sedimental para modelar cierta imagen que nunca será definitiva. Por eso cualquier rostro es siempre más profundo de lo que aparenta, y más sensible. Hay allí noticias detenidas, aparentemente inmóviles, pues aún el rostro más apagado es altamente sensible. Hasta el punto de que por una abscóndita cortesía, que es más una defensa ancestral, nos impide mirarlo detenidamente. Es una experiencia que tratamos de esquivar, pues todo lo que miramos hasta el fondo termina destruyéndonos. En mi rostro se cumple la misma ley de quien, forzosamente, ha mirado el horror, la dulzura, el destrozo, la piedad, el odio. El rostro de un animal que —no careciendo de inocencia, de maldad o de astucia— ha olfateado, padecido y trashumado la tierra. 26 el rostro A ese rostro lo han cicatrizado, alimentándolo pacientemente, ventanas y aves, lámparas y pupilas, cadáveres sin nombre (los cadáveres por el solo hecho de serlo ya no tienen nombre) umbrales fugitivos y rosas nacientes. Es el rostro de quien, tal vez, no ha de conocerte nunca; pero sigue mirándote. Porque eres tú mismo quien, por un remoto sino de la especie, te hermanas, sufres y te reconoces en él. Rostro de niño, 1989. 27 Sin título, 1990. Sin título La ciudad como magma protéico, como multivalencia enemiga. Al mismo tiempo, la ciudad anhela el equilibrio en la monstruosidad. Después las facetas entrañables: toda urbe, por gigantesca que aparezca, es en su fondo una suma de aldeas. El hombre quiere el círculo. Está, así mismo, la voluntad de la ciudad. Porque ella tiene un principio y un alma. Un designio muchísimo más hondo, que se nos escapa, la ha hecho posible y la moldea y la modula a cada instante. Estamos, pues, ante una criatura viva. Que padece como entidad, que tiene su rugido y su risa, que nos mira y nos tiene en cuenta mientras la padecemos y contemplamos. Mientras seguimos en la tarea más honda y exigente de lo que podemos intuir, de ser sus habitantes. 29 Sobre la poesía El intento de todas las definiciones poéticas son siempre aproximaciones. Es tal su misteriosa hondura que siempre será insonda­ble. Podemos, eso sí, hacer un posible acercamiento a tema tan inquietante. Y el misterio radica en que la poesía, siendo el tema por excelencia, resulta imprecisable, difusa, hiriente y atormentada por el candor. ¿Qué sería un poema? Algo que nos atormenta, nos recuerda nuestra total ignorancia y, al mismo tiempo, nos obliga a ahondarnos en nuestro candor y en nuestra inocencia. O sea, que nos obliga a un tacto y una mesura persistente. La poesía está construida por el asombro y el sufrimiento. Un viento oscuro lame y restriega la memoria. ¿Qué ocurre con mis huesos? 30 sobre la poesía El poema te abarca y te lastima. Sus preguntas te punzan. El idioma, al fin ha logrado su plena libertad y huye de tus impulsos y tus lágrimas. Nunca comprenderemos plenamente un poema. El más simple contiene la vastitud del cielo, la lumbre de la aurora; la música o la violencia del recuerdo. El poema es el que despeja el camino, el que espiga el viento, el que a cada uno le enciende la alcurnia de su sueño a cada ser le deja la porción que puede arropar con la limitación de su agonía. Ocurre, por tanto, que ahonda en el espacio personal. Lo que tú poses como ritmo, como lentitud emotiva, como ensueño en el sueño se vigoriza y despierta en forma creativa. La poesía, con asombro que puede discutirse, es el más fastuoso enigma de la creación humana. Por ello siempre quedaremos marginados al intentar descifrarlo. Es como si quisiéramos descubrir, de un solo golpe, lo intemporal y lo efímero, lo colosal y lo que no puede percibirse. Lo único que creemos entender es que la poesía se constituye únicamente con vocablos que aparentemente conocemos, pero que en ella se tornan impre31 el hombre de macondo y otros textos visibles y de una cercana lejanía. Allí admiramos el rostro y la rosa, el aroma y el viento, pero ungidos de un misterio que ha de regir la totalidad de nuestros sentidos. Veremos entonces las sílabas para ingerir, modelar y otorgar el sufrimiento. El enigma de todo lo existente: el mar, el llanto, el susurro de las hojas, los saludos ante la ventana de una esquina, la voz de un ángel raptado en la invasión de mil trinos en los ramajes de un camino. El hombre, a través de la poesía, ha aprendido a soñar, a amar, a reconocerse en la luz, a sorprender la claridad que amamanta lo oscuro al dibujar la urdimbre de una rosa. Algo que caracteriza al gran poeta —sobre todo al contemporáneo— es no temerle a la cursilería. Sabe que es con ella, sobre todo si es cursilería de la buena, de la que ampara y aprovecha cada sacudida a la orfandad del ser, con la que puede tensionar la unidad del sentir. La poesía es la música del sufrimiento, el secreto color de lo invisible y la realidad de lo intratable y de lo 32 sobre la poesía que no podemos acariciar ni rehuir. Ella es el premio a nuestra ignorancia funcional. No sabiendo es como podemos aspirar a conocer, porque la ignorancia es la dueña del asombro creativo. Nos trae lo que no fuimos y nos promete lo que ya somos. Todo aquello en una entrañable fusión en la que podemos olfatear a Dios y adivinar en un aletazo (que ha de esfumarse en el mismo instante) qué somos y de dónde venimos. La poesía es, por ello mismo, el triunfo y el apasionante desencanto de la hambrienta necesidad creativa que nos impone una inútil batalla contra la muerte. Nacemos, única y exclusivamente, para sentir y contemplar nuestra destrucción. La poesía nos redime. Ella es el más hondo rumor (el que otorga el ensueño, el que habita el olvido, el que madura el pesar) de la entraña vital. Por eso nunca podrá ser definida. Es, repetimos, el rigor enigmático de toda la vida. 33 el hombre de macondo y otros textos 34 APUNTES Aquí quiero hacer una aclaración. La modestia por sí misma puede ser una forma, incluso repulsiva, de la soberbia. Además, no conduce a ningún sitio. La humildad, en cambio, es conocimiento de los propios límites y, por tanto, deseo implícito de rebasarlos. Podríamos considerarla como una de las formas estratégicas de la reflexión. A esa humildad es a la que me refiero y a la que aspiro. ISBN 978-958-741-627-5 (impreso) ISBN 978-958-741-628-2 (PDF) Una publicación de Editorial Universidad del Norte para circulación y distribución gratuita en el campus universitario © 2015 Edición: Zoila Sotomayor Diseño: Carolina Algarín y Naybeth Díaz Impresión: Editorial Kimpres Universidad del Norte, Km 5 vía Puerto Colombia Barranquilla, Colombia El roble amarillo es símbolo de nuestro pasado terrenal y prenda de nuestros futuros ideales.