Un narciso amarillo Morris Kaplan vive en un pisito arriba de un agitado restaurante. Cada día, a Morris lo acompañan los ruidos apagados de platos y cubiertos, la música, las voces y las risas de la gente, mientras se prepara la comida y cena, o lee el periódico de la tarde. A menudo se queda dormido en la silla junto a la ventana, con el periódico abierto sobre las piernas como una manta. Y duerme allí toda la noche, sin quitarse el albornoz ni las pantuflas. Por la mañana Morris se despierta temprano, aun antes de que en el restaurante lleguen los repartos de leche y de verduras. Se viste con parsimonia y desayuna una tostada con jalea y té servido en vaso. Entonces sale a la calle, arranca con su pequeña furgoneta y emprende su largo camino hacia el mercado de flores. Esta mañana Morris camina lentamente por el mercado entre grandes cubos llenos de lirios, margaritas, claveles, rosas y lilas, y aspira el aire fragante en profundas bocanadas. En uno de los puestos coge un clavel rojo; acaricia los pétalos con la mano, examina el tallo y se aleja: Morris elige sólo las flores más frescas y bonitas para su tienda. Morris mira a su alrededor. Los cubos, los puestos y las paredes son lóbregos y grises. La mayoría de la gente lleva trajes o delantales oscuros. Sólo las flores dan algún color al mercado. Entonces recuerda un tiempo, ya remoto, cuando todo era triste y oscuro. Una mañana de primavera vio una flor de un amarillo vivo que crecía en el lugar más improbable. Esa flor le dio fuerza y esperanza. Esa flor, piensa, le salvó la vida. Se enjuga una lágrima y va hacia otro puesto, con cubos de rosas. Morris coge una rosa roja y la huele. Después la sacude delicadamente. Una hora más tarde, conduce la furgoneta llena de flores hasta la tienda y las lleva adentro. Todavía es muy temprano y en la calle hay poca gente. De un grueso rollo de papel de envolver Morris rasga un pedazo y lo extiende sobre el mostrador. Coloca unas ramitas de velo de novia y claveles rosados y rojos. Envuelve las flores y coloca el ramo en un cubo. Después rasga una nueva hoja de papel. Cuando el cubo está lleno, Morris coloca los ramos y el resto de las flores que ha comprado en un frigorífico con puerta de vidrio. Afuera, la calle se va animando. Hay niños que van a la escuela. Morris, de pie en la puerta, los ve pasar. –Hola, Sr. Kaplan -lo saludan un niño y una niña-. Buenos días, buenos días, Sr. Kaplan. Morris los saluda con la mano. La niña corre hacia él. –Hoy es tarde y llevamos prisa. Pero a la vuelta del cole paramos para conversar. –Ya lo sé, hoy es viernes -sonríe Morris-. Nos vemos por la tarde. Morris los mira alejarse a toda prisa. Cuando los pierde de vista, vuelve a entrar en la tienda. Al poco rato una mujer entra en la tienda. –Quisiera un ramo bonito para mi marido, que hoy cumple años. Morris abre la puerta del frigorífico y le muestra los ramos, los cubos con rosas, claveles y crisantemos. –Me llevo una docena de claveles. ¿Puede poner rojos y blancos? Mientras la mujer observa la variedad de plantas y floreros que hay en la tienda, Morris prepara el ramo. Coge seis claveles rojos, seis blancos y seis rosados. Luego rasga una hoja de papel de envolver y añade unos velos de novia. –¡Qué bonitas! -exclama la mujer-, pero yo sólo quería una docena. –Las flores rojas y blancas se las regala Vd. -responde Morris con una sonrisa-. Las rosadas se las regalo yo. Al principio de la tarde, los niños comienzan a salir de la escuela. El niño y la niña que habían saludado a Morris esa mañana entran ahora en la tienda. –Hola, Sr. Kaplan -dice la niña. –Hola, Ilana. Hola, Jonathan. –Hoy hemos tenido prueba de Matemática -informa Ilana-. Fracciones. Era difícil. Y también un dictado, pero ese era fácil. Ilana saca un monederito de la mochila. –Queremos unas flores. Como sólo nos quedan dos dólares de nuestras mesadas, ¿nos puede dar algunas flores viejas? Sólo las necesitamos esta noche y mañana. –Lo sé -responde Morris sonriendo-. Tienen que lucir bonitas en el Sabbat. –Shabbat - corrige Ilana. –Sí, Shabbat. Morris abre el frigorífico y saca uno de los ramos hechos por la mañana. Lo pone sobre el mostrador y abre el papel de envolver. Vuelve al frigorífico, coge claveles rojos, rosados y blancos, así como unos crisantemos, y los añade al ramo. Envuelve todo en papel nuevo y le da las flores a Ilana. –Son muchas flores por dos dólares -comenta al entregar el dinero. –Las flores viejas son más baratas -sonríe Morris. Es diciembre y oscurece temprano. Morris permanece en la tienda hasta bien pasado el anochecer. Antes de salir verifica las flores que aún quedan. Hay bastantes para el día siguiente. Menos mal. Los sábados se trabaja mucho. Morris se va a casa en la furgoneta. Vive cerca y podría ir a pie, pero le gusta tener la furgoneta a mano, por las dudas. En los casi cuarenta años en que Morris ha vivido en ese apartamento y trabajado en su tienda, nunca ha tenido que salir pitando a ninguna parte. Pero aun así le gusta tener la furgoneta cerca. El domingo nieva toda la noche. El lunes por la mañana, de camino a la tienda, Morris oye el pronóstico meteorológico, el estado de las carreteras, el cierre de escuelas. La escuela de Ilana y Jonathan no cierra y Morris se alegra. Tiene ganas de volver a verlos. Morris prepara los ramos de flores y sale a la calle a tiempo para ver a los niños yendo a la escuela. A la tarde del día siguiente, Jonathan e Ilana entran en la tienda. –Queremos comprar unas flores -anuncia Ilana. –¿Pero hoy no es martes? –Sí. –Vosotros compráis flores para el Sabbat. Que solo empieza el viernes por la noche. –Es cierto, pero esta noche comienza la Jánuca -sonríe Ilana. –Escoged las que os gusten más -responde Morris abriendo la puerta del frigorífico. –Sólo tenemos cinco dólares -advierte Ilana. –Comenzad a coger y cuando tengáis cinco dólares de flores, yo os digo “basta”. Ilana y Jonathan cogen flores para un gran ramo. Morris las envuelve y se las da a Ilana. –¿Vd. no celebra la Jánuca? -pregunta Jonathan. –No. –¿Entonces celebra la Navidad? –Tampoco -responde Morris mansamente-, no celebro ninguna fiesta. Cuando era niño, en Polonia, celebraba la Jánuca, pero eso fue hace muchos años. Cuando los niños salen de la tienda, Morris se sienta y rememora las Jánucas pasadas en Polonia. Ha pasado mucho tiempo desde que iba a la escuela y estudiaba el Talmud y otros libros sagrados. Recuerda cuando ayudaba a su padre en la sastrería, cuando encendía las velas de la Jánuca y le daban el gelt, unas monedas de regalo. Morris piensa en sus padres, su hermano, sus dos hermanas… y en lo que les había sucedido. La tarde siguiente, Ilana y Jonathan vuelven a entrar en la tienda. –¿Y ahora? -exclama Morris al verlos-. Ayer comprasteis tantas flores, que no creo que queráis más. ¿O se han marchitado? –No, no -dice Ilana-. Las flores están muy bien. Son preciosas. Pero mamá nos ha pedido que lo invitemos a nuestra casa a cenar y a encender las velas de la Jánuca con nosotros. –No puedo, tengo que atender la tienda. –Mamá ha dicho que puede venir después de cerrar la tienda. Morris niega con la cabeza. –No, ya sería muy tarde. Cierro la tienda a las ocho. –Esa hora está bien. Siempre esperamos a papá, que vuelve de trabajar después de las ocho. Antes de que Morris pueda volver a oponerse, Ilana escribe la dirección en un papel y se la da. –Lo esperaremos también a Vd. Cuando los niños han salido, Morris recorre la tienda con la mirada. Quiere llevar un regalo, pero la familia ya tiene flores. Coge una maceta de cerámica de un estante y la pone sobre el mostrador. Es una maceta muy bonita. La mira un largo rato y menea la cabeza. Somos los dos iguales: vacíos. Tengo que encontrar una planta bonita para ti. Morris coloca una hiedra en la maceta y le ata una cinta azul. Comienza a escribir una tarjeta (“Estimados Sr. y Sra. …”), pero se da cuenta de que ignora el apellido de los niños. Coge otra tarjeta y escribe: “Gracias por invitarme a cenar. Morris Kaplan”. Esa noche Morris cierra la tienda un poco antes. Va a casa, se afeita y se pone una camisa limpia. Coge la maceta con la hiedra y va en su furgoneta hasta la dirección escrita en el papel. Ilana y Jonathan viven en el apartamento 2C. El nombre en la puerta es Becker. Morris llama a la puerta. –Adelante -dice la Sra. Becker al abrir la puerta-. Vd. debe ser el Sr. Kaplan. Morris le entrega la hiedra y pasa la mirada por el apartamento. Hay flores en todas partes. –Les ha dado tantas a los niños -comenta la Sra. Becker-, que no hemos podido ponerlas todas en un solo florero. Ilana y Jonathan están junto a la ventana. Jonathan tiene una caja con velas de todos colores, que le va dando de a una a su hermana. –Hoy las mías serán azules -le informa a Ilana y le entrega tres velas azules. Ella las va poniendo en la menorá de Jonathan, dos velas a la derecha y la tercera en el brazo central, más elevado que los otros seis. –¿De qué color quiere las suyas? -pregunta Jonathan a Morris. –Prefiero sólo mirar. –Hemos puesto esta menorá especialmente para Vd. -insiste el niño. –Yo miro, nada más. Cuando Ilana y Jonathan están terminando de preparar las menorás, el padre llega a casa. Él y Morris se presentan, y todos se reúnen junto a la ventana. El Sr. Becker recita las bendiciones mientras enciende sus velas, seguido de la Sra. Becker, Ilana y por último Jonathan. Juntos cantan “Ha-Nerut Hallalu” (Estas velas) y “Ma’oz Zur” (Roca de los Tiempos). Mientras arden las velas, todos juegan una partida de dreidel. Colocan una uva pasa cubierta de chocolate en el centro de la mesa y por turnos hacen girar la pequeña perinola para ver quién se queda con la pasa. Cuando no le toca jugar, Jonathan come. –Es mejor cenar ahora -dice la Sra. Becker-, antes de que Jonathan se coma todas las uvas. Durante la cena, Morris no para de hablar de flores. Su favorita es el jacinto. –Lleno un cuenco con guijarros y le pongo un bulbo de Jacinto. Mantengo los guijarros siempre húmedos y cuando el bulbo florece, admiro su color, su belleza, su aroma. –¿Siempre le han interesado las flores? -pregunta la Sra. Becker. Morris baja los ojos antes de responder: –No. Cuando era joven, no teníamos flores en la mesa. Mis padres trabajaban demasiado para pensar en esas cosas y además éramos muy pobres -Morris alza la mirada-. Yo quería ser sastre, como mi padre. Él tenía un don en las manos. Con la tela más tosca era capaz de hacer un traje de gala. Pero después vino la guerra y ya no pensé más en telas ni en trajes. –¿Estuvo en el ejército? -pregunta Jonathan. –No. –¿Pero vio soldados luchando? –No. –Jonathan, no hagas tantas preguntas -lo reprende su madre. Mientras los niños hablan de la escuela, Morris piensa en los Jánucas que celebraba tanto tiempo atrás. Después del postre, Morris le agradece a los Becker y se marcha. Cuando llega a casa, va al armario y encuentra una vieja caja. Dentro de la caja hay una taza de metal, una camisa rasgada, un sombrero de niño y una menorá antigua. Morris la coge con ambas manos y se echa a llorar. A la mañana siguiente, Morris lleva la menorá a la tienda, la limpia y la pone junto a la ventana. Su mirada se detiene en ella varias veces durante el día. Esa misma noche, después de cerrar la tienda, Morris pone la menorá en el asiento delantero de la furgoneta y conduce recordando la última vez que la usó. Su hermana lo había ayudado. Fue poco antes de que los Nazis entraran en su pueblo y lo llevaran a un gueto junto con su familia. Poco después los pusieron en un tren a Auschwitz. Morris recuerda el horror de aquel lugar. Recuerda cuando lo separaron de su familia. Una mañana, cuando ya había perdido por completo la esperanza de sobrevivir, vio una florecilla amarilla, un narciso, que había crecido frente a la puerta de su galpón. La lluvia que tanto había maldecido por el barro que causaba había nutrido la flor, que ahora se erguía hacia el sol. Si este narciso puede sobrevivir aquí, pensó entonces Morris, quizás yo también pueda. Morris sabe que sobrevivió porque tuvo suerte, pero siente que se salvó también gracias a esa flor. Morris se detiene en un semáforo y se da cuenta de que no está yendo a su casa, sino que ha llegado al edificio donde viven los Becker. Aparca la furgoneta, coge la menorá y entra. Permanece unos instantes frente al apartamento 2C, antes de llamar a la puerta. –Ah, Sr. Kaplan. Entre -lo saluda la Sra. Becker. –Esta es la menorá que usaba cuando era joven. Morris se sienta a la mesa y les cuenta a los Becker sobre la familia que perdió y sobre el narciso amarillo. –Después de la guerra no sabía adónde ir, por eso fui a casa. Allí vivía otra familia. Usaban nuestros muebles, nuestras ollas y nuestros platos y vestían nuestras ropas. No se alegraron nada de verme, pero me dieron una cajita con las cosas que ellos no querían. La menorá estaba en esa caja – los ojos se le habían llenado de lágrimas. –Pensé que podría encontrar algún viejo conocido en el pueblo, pero no había nadie, ya no tenía a nadie. La Sra. Becker rodea las manos de Morris con las suyas: –Ahora nos tiene a nosotros. Morris pone su menorá junto a la ventana. Ilana coloca allí las cuatro velas que Jonathan le ha dado. Los Becker escuchan a Morris recitar las bendiciones y lo miran encender las velas de la Jánuca. David A. Adler One Yellow Daffodil Orlando, Voyager Books, 1999