Plan de Ayotla Mas ha de treinta y siete años que nuestra desgraciada República está presentando a las naciones todas del mundo civilizado funestos ejemplos de la más escandalosa inmoralidad, porque sumida en el vilipendio y angustia por la dominación tiránica y usurpadora de los partidos, la guerra civil, ejecutada sin tregua ni cuartel, ha cubierto de sangre y lágrimas la vasta extensión de un suelo privilegiado. Fácil es vaticinar las terribles consecuencias y los gravísimos perjuicios que necesariamente debe ocasionar una guerra fratricida, sostenida con horrible desesperación por los bandos políticos, la cual en vano se procurará evitar, mientras haya intolerancia y exclusivismo. Jamás, como ahora, se han exaltado las pasiones. Nunca tanto se recrudecieron los odios. Dos partidos igualmente exagerados en sus principios y pretensiones se disputan con encarnizamiento el mando supremo de la República; mas sin fuerzas suficientes ninguno de los dos para sobreponerse al otro, luchan ambos en continuas lides con igual impotencia, no dejando entrever otro término que la terrible y espantosa anarquía, un atroz y vergonzoso vandalismo, una apresurada agonía y la tiránica dominación extranjera después, disfrazada con los alevosos dictados de protectorado e intervención. Siéntese de un extremo a otro de la República la ansiedad imperiosa de la paz: pídenla los pueblos con la desesperación que inspira el temor de la destrucción general de los intereses; pero conocen todos que no es posible alcanzarla, mientras se proclama el triunfo exclusivo de uno de los partidos contendientes, porque ese triunfo supone la proscripción del bando vencido, y es por lo mismo efímero, de muy corta duración, pues que es imposible consolidar un gobierno cuando se comienza por asesinar, desterrar y aprisionar a la mitad de los que llevan el nombre de mexicanos. La nación aborrece la licencia, pero ama con razón la justa y moderada libertad; detesta la tiranía, cualquiera que sea la forma bajo la cual se pretenda ejercer, pero nunca tendrá fe en un gobierno débil y falto de acción y energía. Desde el instante mismo en que los sucesos me colocaron al frente de las fuerzas que forman la división de Oriente, he seguido paso a paso el curso de la revolución y estudiado con el interés del hombre que se ha consagrado de buena fe a su país las diversas fases que ha presentado, y esa observación y estudio constantes me han hecho formar la persuasión íntima y firme en que estoy, de que no se pacificará radicalmente la República mientras no sea regida por un gobierno en el cual hallen cabida los hombres honrados de todas las opiniones, y qué haga efectivas las garantías sociales en favor de los habitantes de la República, así nacionales como extranjeros, sea cual fuere el partido a que hayan pertenecido. Un año hace que, cediendo a las exigencias nacionales, desapareció casi instantáneamente el exagerado y peligroso gobierno que regía entonces los destinos del país, y en el tiempo transcurrido hasta hoy nada ha podido establecerse ni organizarse. Míranse por todas partes las cenizas humeantes de los repetidos incendios, experiméntanse en todos los pueblos depredaciones vandálicas, y hombres oscuros, sin antecedentes ni opiniones políticas, capitaneando partidas de malhechores, invaden los propiedades, destruyen los campos, arruinan el comercio y desorganizan, por fin, la sociedad. El erario nacional, exhausto siempre hasta el grado de haber caído en una vergonzosa mendicidad, no puede proporcionar los recursos necesarios para cubrir los gastos de la administración, y si algunas veces celebrando contratos, no sin grandes usuras, se ha procurado pequeñas cantidades, el sacrificio aumenta la miseria y uno tras otro se hartan de oro los especuladores. No es más halagüeño el espectáculo que guarda la fuerza armada; tras el rudo batallar de los partidos, no ha podido el gobierno presentar huestes respetables a las devastaciones de los bandidos. Está en peligro la vida de los ciudadanos y expuestas también sus propiedades; no se obedecen las órdenes del gobierno ni existe ese centro de unidad, en la cual consiste la forma esencial de la pública administración. El buen juicio nacional ha condenado ya con una reprobación general la peligrosa exageración de las dos teorías insensatos que han intentado plantearse entre nosotros, desconociendo por una parte la situación y el carácter particular de México, y olvidándose por otra de que vivimos en la segunda mitad del siglo XIX. El instinto popular, que raras veces se extravía, ha reprobado igualmente la Constitución de 1857 con sus principios de progreso exagerado, y el programa del gobierno de México, insostenible por sus ideas retrógradas, repugnantes a la ilustración de la época y a los intereses creados en el país por los gobiernos que nos han precedido. Hoy día se odia tanto el libertinaje encubierto con la bandera de una constitución ultrademocrática como el retroceso servil, que procura solaparse con los tres nombres respetables con que la gratitud nacional consagró los recuerdos gloriosos del año de 1821. Los excesos de la libertad y del despotismo están igualmente detestados, y el único fruto que se ha obtenido de las inmensas desgracias sufridas en este año aciago ha sido la creación de un espíritu público, que anatematiza las pretensiones extremas y ansia los goces de una libertad justa y prudente bajo la acción enérgica de un gobierno moderador de los partidos, mientras no pasen de la esfera de tales. Guiado por estas inspiraciones y resuelto sobre todo a salvar la nacionalidad en riesgo de perderse si continúa la guerra civil, me he decidido a proclamar el presente plan, para cuyo buen éxito cuento con la decisión y valor de la división de mi mando y con el patriotismo de los mexicanos sensatos y juiciosos de todos los partidos, que no tardarán en agruparse al derredor de uno bandera de conciliación y de paz, enarbolada por mí con la recta intención de poner fin a nuestras disensiones, convidando con la participación en el gobierno a todas las inteligencias y notabilidades del pato, sin distinción de colores políticos. Tiempo es ya de que cesen los odios, para que, unidos sincera y fraternalmente los mexicanos, demos a nuestra desgraciada patria un día de satisfacción y de gloria. Como mi fin no es lisonjear aspiraciones, sino curar los graves males que aquejan a la República, me abstengo de promesas pomposas y quiero que alguna vez se entre en el camino de los hechos, porque se ha burlado tantas ocasiones la esperanza de mejorar la condición del país, que éste ha adquirido el derecho de dudar de todo y de no creer sino en los hechos. ¡Quiera la Providencia auxiliarme en el logro de esta empresa por la sinceridad y buena fe con que procuro la salvación de mi patria! ARTÍCULO PRIMERO. Luego que la división sostenedora del presente plan ocupe la capital de la República, se convocará la reunión de una asamblea nacional, compuesta de tres diputados nombrados para cada departamento, conforme a la ley electoral que se expedirá desde luego bajo las garantías de que puedan votar y ser votados los ciudadanos todos, sin excepción de clases ni personas. ART. 2° La misión de la asamblea nacional es dar una constitución al país, sin otras restricciones que las que ella misma se imponga, pues al efecto se le deja en la más amplia libertad de bases y tiempo para formarla. Art. 3º A los seis meses de publicada la Constitución, se someterá al voto público, y sólo comenzará a regir si obtuviere la mayoría de sufragios. El gobierno provisional reglamentará la emisión de éstos. ART. 4º Se excitará a los jefes de los partidos beligerantes para que secunden el presente plan, bajo la base de que se respetarán sus empleos y olvidará todo lo pasado. ART. 5º Entretanto comience a regir la constitución, depositará el poder supremo el general en jefe que suscribe en cuanto baste para mantener la independencia en el exterior y la paz en el interior de la República. Cuartel general en Ayotla, diciembre 20 de 1858. — Miguel María de Echeagaray.