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Yamil Díaz Gómez
La calle de los oficios
Premio Memoria 2006
Colección Coloquios y testimonios
Ediciones La Memoria
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
La Habana, 2007
A la memoria de mi padre Arnaldo Díaz Díaz, ilustre mensajero, bodeguero, electricista, militar, policía,
pañolero, sereno, oficinista, mánager de novenas de manigua, mago, humorista, decimista, narrador oral
y espiritista.
El pregón de la burundanga
«Yo me las comiera todas»
Yo golpeo y golpeo cada puerta:
Denme, denme una firma
para que los niños no sean asesinados
y coman caramelos.
NAZIM HIKMET
—Ahora voy a enseñarle mi foto con el Che…
Y allí, en la instantánea que recoge un raro minuto de descanso, al lado del guerrillero hay una
mano que los escépticos mirarán con sorna; pero no puede ser otra que la de Julio Guerra
Niebla: la que va por las calles de Santa Clara regalando caramelos.
¿Quién dijo que en los retratos tenga siempre que aparecer el rostro y no esos cinco dedos
que a veces guardan todo el dolor del mundo, si nunca, por ejemplo, han podido acariciar a un
hijo propio?
Los niños ríen cuando escuchan a Julio repetir su contagioso pregón que anuncia
raspaduras. No conocen la historia. No saben que ese hombre estuvo sentado junto al Che
Guevara, aunque solo dejara un pedazo de sí para la foto. No saben que esa imagen se
convirtió en testimonio involuntario de que tenemos delante a un hombre mutilado: aquel joven
que fue castrado brutalmente.
Pero con Julio no ocurrió como con los célebres castratis de la ópera italiana: su voz no se
tornó aguda sino más grave y más amarga… No canta en los teatros sino en las calles de una
ciudad de provincias el pregón tintineante que ya se convirtió para muchos en himno. En él se
entrega Julio todo, y honestamente insiste en esta aclaración innecesaria: «Yo no canto el
pregón por tradición; lo canto por dolor y sentimiento».
Julio, el pregonero
¿Qué traigo aquí?
El pregón del niño,
el pregón de la burundanga,
el pregón de la raspadura.
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas!
Ese pregón lo inventé hace unos años, cuando me empezaron a caer los inspectores. No
querían que pregonara ni que vendiera raspadura.
Cada vez que pasaba por el parque, tenía problemas con dos o tres. Siempre llamaban a los de
la policía para que pelearan con la ciudadanía. Entonces, como en la policía hay amigos míos,
ya que fui militar cuarenta y un años, no les tengo inquina. Después en la calle Independencia
unos clientes me compraron tres raspaduras. Cuando fueron a pagar, sacaron un documento de
inspectores. Me pidieron mi carnet de identidad, y les dije que no les daba carnet ninguno.
Bueno, el problema es que la gente tiene mucho miedo con la policía; pero en sí la policía
actúa como tiene que actuar porque a ellos les dan misiones, ¿entiende?, y a veces hay quien
viene pregonando cebolla, ajo…
A mí todo el mundo me compraba porque —como el pueblo de Santa Clara completo conoce
que fui miembro del Ejército Rebelde, de la Columna 8— soy muy conocido en toda la isla de
Cuba. Yo me voy para Matanzas, y allá tengo hospitalidad. Me voy para La Habana, y tengo
hospitalidad. Luché contra los chivatos y hoy en día me dedico a mi trabajo. La vida ajena no
me interesa para nada ni le hago daño a nadie. Mis padres me enseñaron a ser así, y el
comandante Guevara también me enseñó a ser así…
Pues lo que le canté es el anillo del pregón, pero escuche los otros tres pregones:
Raspadura de guarapo
con «janjolí»
que te guste…
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas…!
Raspadura de guarapo
batida con janjolí
que te guste…
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas…!
Raspadura de guarapo
batida con janjolí
que te guste…
¡Qué rica están:
yo me las comí todas…!
Anjá. Este lo tiro cuando se me termina.
Yo no canto el pregón por tradición; lo canto por dolor y sentimiento, ya que no pude tener
hijos. Primero pregonaba «de la buena» pero, en vista de que no pude hacer familia, le puse «el
pregón del niño».
Mire, yo compro caramelos en la shopping. No se los compro a ningún particular para no
envenenar a ningún muchacho. Cambio el dinero cubano por divisa y busco todos los días
cuatro paquetes que me cuestan uno sesenta y cinco. Hay padres que no, que no lo aceptan.
Ellos no saben por qué regalo caramelos.
Así que voy a la vez vendiendo raspadura y regalando caramelos. ¿Ya entiende?
¿Usted sabe? Vienen personas a veces con periódicos, y como uno no sabe si las letras están
envenenadas —la tinta de las letras—, cuando veo que me van a dar un periódico o una jaba un
poco estrujada, les digo:
—No, señor, yo despacho en mi jaba.
No la despacho en otras para que la raspadura vaya con más prestigio. Entonces inventé una
«chágara» para no tocarla con la mano tampoco. No dejo que nadie hable encima de la
raspadura ni me la sopetee. Siempre la cojo con la chágara y así la doy. Si veo alguna persona
que va a meter la mano, le advierto:
—Espérese que para eso estoy yo. No se ponga bravo.
Así la raspadura va más limpia a los niños y a los padres.
Hay gente que me la compra para países como España, Venezuela, El Salvador… porque las
mías pueden durar tres meses guardadas en unas cajas plásticas especiales que compré en las
tiendas de divisa. Además tengo un sellador, y no se echan a perder con ese sellador.
Desde que inventé el canto, me empezaron a perseguir los periodistas, la televisión, y salí
hasta en el periódico Vanguardia. A cada rato me agarra la emisora CMHW en una guagua que
tienen y me tiran al aire, a la población. Ya la provincia completa sabe que soy el pregonero de
Santa Clara.
¿Usted sabe que una niña ganó tres premios con mi pregón? A cada rato la sacan a cantarlo en
los teatros.
Hay una canción de Michel Portela, el trovador. Ahora está la de Ribalta, un grupo musical
que le dicen «Ribalta y su Guararey». Ellos tienen montado en su repertorio el pregón de la
raspadura. Los Jime, el grupo de los Jime, también. Cada uno a su manera. Ribalta, que es uno
de los músicos más grandes de la provincia, tiene el pregón muy bueno, pero muy bueno.
Mientan hasta mi nombre. Lo cantan en los municipios. He ido con ellos a cantar y a regalarles
caramelos a los niños.
Estoy hasta en algunas revistas de turistas porque me entrevistaron dos periodistas: uno de
Brasil y otro de Alemania. Y hay un señor inválido —en un sillón de ruedas de esos de motor—
que grabó los pregones porque a él le gustaba cómo se habían despertado los pregoneros.
Yo vendo la raspadura de caña, no de azúcar. A ningún niño le vendo raspadura de azúcar. La
mía siempre es de guarapo con crema de maní y crema de janjolí. Vendo cuatro cajas diarias:
cada una de setenta y dos raspaduras.
Eso sí, tengo los barrios divididos. Los lunes arranco en La Colonia, cojo por la calle Máximo
Gómez y doblo por Martí. En Martí sigo hasta Lorda. Subo por Lorda al Rápido, y del Rápido al
parque, y ya en el parque no me queda raspadura. Después cargo otra vez. Vuelvo a empezar
donde se me terminó: frente a la glorieta del parque, ahí tiro el pregón. Si me llevo por la gente,
vendo la caja completa pero lo que quiero es que los niños oigan el pregón; conocer más niños
cada día, aunque sean de otros países, ya que yo no pude tener hijos. Tiro el pregón para los
niños de este país y los del mundo entero… Después bajo por Independencia hacia Plácido.
Luego agarro por el periódico Vanguardia, donde me fotografiaron. ¡Estoy fotografiado en los
periódicos!… Y así cada día tiene su recorrido: el lunes fue hasta la antigua plaza del mercado,
el Coppelia; el martes, por atrás del hotel Santa Clara Libre…
El sábado y el domingo es cuando más quiero tirar el pregón, pero hay grupos artísticos que
me convidan para ir a los municipios…
¿Usted quiere saber cómo se fabrican las raspaduras? Eso que está mirando, todos esos
ingredientes los lleva. Yo superviso a los fabricantes para ver cómo se visten: si tienen las
manos limpias; si mantienen el trapiche bien lindo. Compruebo si a la caña le quitan el poro,
porque la caña usa un poro, y si no la pasan por una máquina peladora, se le queda. Tiene que ir
limpia. De lo contrario le sale suciedad a la raspadura. Cada caña se pasa por el trapiche solo
dos veces. Tres no, porque entonces en vez de salir el ingrediente del guarapo sale el de la
cáscara, y la cáscara no guarda guarapo ninguno. Yo no vendo una raspadura si no se le hace
todo eso… El guarapo tiene que hervir en una olla grande donde se hace el melao. Hay que
esperar dos o tres días hasta que el melao tenga el punto correcto, fuerte. Cuando ya el
fabricante cree que está, saca un chorro en una palangana —que tiene que ser de loza— y lo
toca. Si lo ve pegajoso, ya está listo. Cuando se pone amarillo y blanco, con un cucharón se
echa un pegoste en un poco de agua: si se vuelve un mascón, ya casi está la raspadura. Ahí es
donde coge el punto, y luego se le echa el janjolí tostado o el maní desgranado. Entonces coge
ese olor a maní que se le mantiene. Luego se pasa para unos marcos: una tabla grande, del
mismo molde de la raspadura, dividida en cuarenta cuadritos y tapada con una tela blanca bien
lavada, que no le puede quedar agua. Si le queda agua, no sirve. La tela tiene que estar
limpiecita y bien exprimida, seca; si es posible ponerla al sol, y usted no la levante hasta que la
masa hecha con la crema no lleve diez o doce minutos dentro de ese molde. Verá que le salen
todas enteritas. Ahí tiene que darle como otros diez minutos de aire hasta que se ponga dura. La
raspadura tiene que quedar «cuadraíta» y sin huecos, ¿ya entiende? Porque, si no, es una
chapucería. Mire esta, ¿la ve usted? Ahora se la voy a dar a oler.
Yo con mirarla sé si una raspadura sirve. Siempre la pruebo, y si usted le echa limón, la halla
más rica todavía. Se puede hacer de coco, de queso, de leche, de fruta bomba, de naranja, de
limón… Pero yo no: la vendo con crema de maní y crema de janjolí y algunas veces de queso.
De muchacho fui cortador de caña, y me acuerdo de las raspaduras que comía, que eran del
verdadero guarapo. Antes costaban dos centavos. Imagínese: nadie tenía un quilo. Ahora valen
tres pesos. A la verdad, a mí no me importa tanto ganar unos centavos como que la gente
comente que está rica o diga:
—Coño, comí raspadura de queso, comí raspadura de leche.
Aquí en la casa, si me descuido, mi mujer no me deja una raspadura en la caja. Por mí no,
porque yo no como dulce. Los únicos dulces que a mí me gustan son la fruta bomba en trozos o
el de toronja. Y el de calabacita china también. Cuando era niño, tenía que comer raspadura con
pan porque —como nosotros pasábamos hambre cuando la temporada de Batista— ese fue
mayormente nuestro almuerzo.
Pienso seguir en esto muchos años. No me aburro. Me han invitado a ir a cantar el pregón a
otro país pero no he querido. En los Estados Unidos está mi pregón en un lugar que le dicen
California del Pulguero. La gente que viene de allá me graba el pregón. Lo tiraron por unas
emisoras de allá. Me lo dijeron, no porque lo haya oído, ¿ya entiende?
…Tengo mi idea con el problema de la raspadura para ayudar a los niños cubanos, porque a
veces un muchacho me ve y pide:
—Ay, mami, cómprame una raspadura.
—Hijo, me queda poco dinero.
Entonces le regalo una y dos o tres caramelos y para mí es un orgullo cuando la mamá
pregunta:
—Niño, ¿qué se dice?
—Gracias.
Porque están enseñando al niño a ser una persona digna. Y los niños me dan las gracias: niños
de tres, de cuatro años. Para es mí es una educación la raspadura.
También me gusta que la juventud me respete para yo respetarla; pero el problema es que mi
pregón dice: «Yo me las comiera todas». Y a veces vienen muchachas vestidas con lycras o en
short. Las veo de rabo de ojo y canto: «¡Qué rica están, yo me las comiera todas!». Ellas me
miran; pero yo no lo digo con frescura. «¡Qué rica están, yo me las comiera todas!» Y ellas
sonríen.
Guerra, el rebelde
¿Usted quiere saber de mi niñez? Me llamo Julio Guerra Niebla y nací en Cardoso, barrio
Ceibabo, Manicaragua. Soy hijo de Bernabé Guerra y Juana Rosa Niebla. A los ocho años
comencé a trabajar en el campo virando paja. Nosotros éramos una familia pobre en una casa de
yagua y guano. Mi hermano mayor, Roberto, y yo teníamos que ayudar a mi papá. Así empecé a
guataquear, a cortar, a echar caña con bueyes y carretas.
Un día, a los catorce, estaba guataqueando caña con un compañero que le decían Bertico
Hernández, cuando vinieron el mayordomo y el mayoral a registrarme el surco. Entonces
pagaban el surco a peso, y para poder hacer aquel trabajo había que echarle hierbas arriba, del
lado que le dicen «narigón», para ganar un peso diario. El mayoral y el mayordomo se bajaron
del caballo. Encontraron hierba tapada, como era verdad. La hierba se podría, y ellos no se
daban cuenta, porque lo que querían era que guataqueáramos el surco completo, de lo contrario
uno no sacaba ni cuarenta quilos. Quién le dice a usted que el mayordomo se volvió a ensillar y
me dijo que aquello era una «hijeputá». Entonces le metí la guataca por la cabeza a su caballo.
El animal se paró en dos patas, cojeó, y el mayordomo haló por un revólver calibre 45: dijo que
iba a matarme. Le caí atrás para meterle la guataca por la cabeza no al caballo sino a él porque
se puso a ofenderme. Me amenazó con acusarme en el cuartel de Mataguá. ¿Qué hice yo? Le
dije a Bertico:
—Te quedas aquí solo si quieres, porque yo no sigo con esta gente.
Fui para mi casa, me lavé los brazos y me despedí de mi madrastra —mi papá estaba
divorciado de mamá—. Como mamá cuidaba a una viejita aquí en la calle de San Vicente, vine
para Santa Clara. Cuando llegué, me preguntó:
—Eh, ¿qué te pasa que te veo con ese bultico?
—Traigo la ropa porque allá no sigo. Tuve problemas con el mayoral y el mayordomo. Si
vienen buscándome, tú dices que no estoy aquí.
—No tengas pena, hijo, quería que estuvieras aquí pues eres el más chiquito y siempre he
tenido delirio contigo.
Entonces me dio una Coca Cola, un mantecadito que le vendió un pregonero, y dinero para
tomar café en el Chorrito del Hotel Suizo. Cuando volvía, me encontré a un amigo que iba al
campo y le hacía mandados a un señor llamado Felín Arnay. Él le contó lo que había pasado, y
el señor me preguntó:
—¿No tienes trabajo ahora?
—No.
—¿Quieres trabajar conmigo a partir de mañana?
—¿Cuánto pagan?
—Quince pesos, la comida y ropa limpia.
—Está bien, pero tiene que ir donde está mi mamá, no vaya a ser que no esté de acuerdo.
—Está bien. Vamos a ver la dirección, y así te llevo a mi casa. Te quedas allí esta noche y
mañana temprano empiezas a trabajar conmigo.
Mi mamá dijo que sí, que cómo no, ¿ya entiende?, pero que me cuidara porque no tenía
conocimiento del pueblo; que por la noche fuera a dormir con ella. Arnay vendía galletas y
pomos de caramelo. Y así empecé a trabajar con él en el carro hasta la edad de diecisiete años.
Era su ayudante: llevaba galletas a las tiendas; iba a Falcón, a la fábrica, y cargaba.
A los diecisiete años ya tenía noción de las mujeres. Me enamoré de una muchacha y quedé en
verme con ella por la noche en la esquina de San Miguel y Maceo. Ahí me recosté a un palo de
la luz y vi venir a un policía llamado Gómez, que me mostró un carnet. Le pregunté qué
pretendía, y me dijo:
—Usted puso un letrero del 26 de Julio —eso fue en el año 1957—. Me tiene que acompañar.
Sacó un vergajo enrollado de material con una bola de bronce en la punta, me enseñó el
revólver y me amenazó:
—Me tienes que acompañar porque vas preso y tienes que ir adonde tú pusiste el letrero.
Me cogió la mano derecha y me obligó a pasar el «deo» contra el letrero. Yo soy zurdo, y él
me obligó a hacerlo con la otra mano. Luego me llevó al Hotel Modelo, me registró en los
servicios del hotel y dejó caer un creyón de pintar sacos en mi bolsillo, sin que me diera cuenta.
De ahí partimos hacia la calle Mujica. Allí había dos máquinas de alquiler. Cuando me montó
en una, siguió enseñándome el vergajo.
—Vamos —le dijo al chofer— que este ciudadano está detenido… Esta noche tú vas a hablar.
—Yo no tengo nada que hablar —le respondí.
—Vamos a ver si es verdad.
Cuando llegó a la jefatura de policía —que hoy es la escuela El Vaquerito, nombre de un
combatiente que fue jefe mío en la guerra—, estaba de jefe un tal Estinche. Gómez le dijo:
—Mira, lo «pesqué» pegando un letrero del 26 de Julio. Lo llevé al sitio y se lo enseñé pa’
que viera que él mismo lo había pegado. Y ahí en el bolsillo trae el creyón.
—¡Ay, pero qué hijoeputa eres! —contesté en mala forma.
Y dice el jefe:
—Échalo pa’ allá atrás y ya tú sabes.
Entre el tal Gómez y dos más me abrieron la boca. Con una tenaza me sacaron todos los
dientes. Ya eran como las once de la noche. A las once y media hacían el cambio de guardia. En
ese momento llega el chofer del jefe, de Cornelio Rojas, y le dice al Coronel:
—Mire, Cornelio, este muchacho hace tres años que está en Santa Clara. Yo lo conozco
porque mi mujer le cose a su mamá. Él no sabe ni lo que es la revolución. Él trabaja en un carro
de galletas.
Entonces el Coronel me dio una agenda y un bolígrafo, me dijo que firmara con mi nombre.
Hice un garabato porque no sabía escribir. Estaba tinto en sangre con una camisa roja y un
pantalón blanco corte tubo. Y dice Cornelio:
—Mira, agarra por ahí derecho por el parque y piérdete porque creo que te voy a matar.
Cogí por el callejón del Carmen —que hoy se llama Carolina—, y me vio la señora que les
cocinaba en cantina a la viejita y a mi mamá.
—¡Eh!, ¡ahí va el hijo de Juana Rosa tinto en sangre!
A las seis y media de la mañana le avisó a mi mamá. Y a las siete y media, la vieja estaba en
mi trabajo.
—A ver, muchacho, ¿qué te pasa, que me dijeron que ibas tinto en sangre y anoche no
dormiste en la casa?
—Que me fajé en el bayú.
—¡Mira esa ropa, dime la verdad! ¿Dónde fue eso?
—En el bayú. Tres tipos me cogieron y me sacaron los dientes.
Entonces un compañero al que le decían Casita me llevó a ver a un médico nombrado
Berenguer. El doctor me reconoció y me dijo que no había problema, que no había partidura de
hueso ni nada…
Yo le eché esa mentira a mamá para que no supiera que me ajuntaba con los estudiantes.
¡Cómo iba a poner aquel cartel si ni siquiera sabía escribir! Pero sí me gustaba salir en las
manifestaciones, aunque no sabía bien por qué se hacían. Con Rodolfo Casita, Quintín Pino, el
Búho Anido, Machadito, Hornedo Rodríguez —que hoy es coronel retirado. Y con… ¿cómo se
llama este que lo mató la bomba?, Chiqui Gómez Lubián.
Sin dientes, me volví un rebelde. Y ahí empezó mi vida en la clandestinidad. Gestioné la
dentadura; me la puso un señor que vivía en la calle Maceo. Luego empecé a trabajar en un
carro de la fábrica de refresco Jupiña. Pero ya estaba haciendo sabotajes: tiraba cadenas a los
postes de la luz, echaba picapica en los cines —en el Villaclara y el Caridad—, rompía metros
de agua, ponía petardos…
Entré en el Movimiento. Luego la profesora Aleida March —la que fue mujer del Che
Guevara— me dio la misión de llevar una máquina de coser en una camioneta. Se la entregué a
un tal Fleites, y le mandé un recado al Che para incorpo-rarme a la lucha. Eso fue a fines de
1957.
Pero ese mismo año la gente del Sim, * los Barroso, me cogen preso otra vez. Ahí fue donde
me machucaron los «granos», y no pude tener niños porque me los dejaron negros… Yo sé que
podía dar hijos porque le hice una barriga a la muchacha de la que estuve enamorado. Ella se
hizo un legrado porque no quería parir tan nueva, de diecisiete… Pues bien, ese día caí preso a
las dos de la tarde, y a las seis ya tenía los huevos machucados. No parecían de persona…
Yo tenía un negocio de tapas de Bacardí y de Pedro Domecq: compraba esos sellos. El día que
me trancaron, iba cargado de tapas de Bacardí, y los guardias me las botaron en el cuartel. Tuve
que recogerlas por la noche. A un tío mío politiquero le mandé un papelito con un señor que me
conocía. Como había empezado en una escuela por el parque de la Pastora, ya sabía escribir mi
nombre y le puse: «Vieja, estoy preso en la jefatura de policía. Julio». Mi mamá se movilizó.
Buscó a mi tío. Me sacaron de allí con los granos machucados, y entonces le mandé a decir al
Che que me quería ajuntar con él. Me dijo que por el momento no se podía y que para eso había
que llevar arma.
*
Servicio de Inteligencia Militar.
—Si ese es el motivo, yo llevo un arma.
Y me responde:
—No, no vayas a venir hasta que te avise.
Seguí de ayudante en el carro de la Jupiña, vendiendo refrescos. Ya Camilo Cienfuegos estaba
en la zona norte de Yaguajay. Un día que veníamos subiendo rumbo Meneses, hay un combate.
Me bajé del camión y vi a un soldado en el suelo. Le quité el fusil y empecé a ayudarlo.
Cerquita había un colmenar, y aquello fue de película: las abejas picaron a los caballos de la
tiranía que había que ver aquello. Ahí conocí a Camilo pero con la misma volvimos al carro yo
y José Álvarez, el compañero que andaba conmigo.
Luego vendría mi oportunidad. Camino a Camajuaní, en el carro de la Jupiña, se montó un
sargento de la tiranía. Con un machete hice que se bajara la guerrera —un cargamento de balas
enorme—, y le quité el Springfield.
Entonces subo al Escambray, y el Che, en vez de ponerse contento, me regaña:
—Te dije que no vinieras. ¡Pero qué clase de arma! Nosotros no las tenemos como esta aquí.
Ven —me dice— te voy a enseñar las que tenemos. Esa que trajiste la necesitamos para un
francotirador.
—Comandante, yo soy francotirador porque maté una garza con esta arma sin saberla
manejar.
Entonces me pidió el Springfield y quedó conmigo en mandarme a buscar para el ataque a
Santa Clara. Me explicó que yo era más soldado en el llano porque me conocía todas las calles
de Santa Clara y de otros pueblos, y que le hacía más falta en la ciudad porque ellos estaban
escondidos y todavía no tenían armamento para atacar Fomento, Cabai-guán, Guayos,
Manicaragua…
Así mismo: cumplió su palabra y me avisó. Atacamos Placetas, Caibarién, Camajuaní y Santa
Clara. Eso fue a fines de 1958 —el 27 de diciembre por la madrugada, amanecer 28—
empezamos a atacar. Por la carretera de Camajuaní se nos atravesaron dos máquinas de la
policía. Les caímos a tiros. Se movilizó el ejército, y empezamos a amontonar carros, camiones,
máquinas en el medio de la calle, y el pueblo a ayudar… Le caímos bien a la población, que nos
daba refresco, sardina, agua fría, café…
Como le tenía roña a los de la jefatura de policía donde me torturaron, me ajunté con el
Vaquerito. Antes pertenecí a otra tropa, a la de Alberto Fernández Montes de Oca (Pachungo).
Después me fui con el Vaquerito. En la calle San Pablo, en una casa de altos, había como siete
policías. De un tiro me partieron el fusil. Además, me hirieron en un pie y me volaron un deo de
la mano.
Me curaron y seguí con el Vaquerito hasta que nos lo mataron en la jefatura de policía, porque
le entramos por la parte de atrás. Él era un hombre que peleaba parado, un jefe que decía
palabras duras para que fueras guapo, ¿ya entiende? Y nos mataron al Vaquerito.
Ahí atacamos al Gobierno Provincial, donde había diecisiete guardias de Batista. Y —en lo
que era la plaza del mercado— nos topamos con un señor que le decían «Yiyo a Tientas». Yiyo
nos ayudó a derrocar a los que se encontraban en el Gobierno. Desde el correo brincamos por
arriba de los edificios hasta llegar a una escuela y de ahí volamos para el parque y nos fajamos
con el Gran Hotel, que ahora se llama Santa Clara Libre.
Con una calibre 50 veía por las persianas de cristal los movimientos de arriba. Y ahí nos
fajamos con los que estaban en el hotel. Tuvimos que meterle candela por abajo porque con bala
eso no se rescataba: gomas y cajas encendidas, hasta que se rindieron. Ahí estaban los
criminales: los Barroso, los Montano, la gente que me machucaron los granos; y un sargento
que le decían «Parodia».
Entonces vino lo del Tren Blindado, que iba cargadito con cuatrocientos y pico de guardias y
avituallamiento, municiones, gasolina… El Che lo hizo retroceder para la curva donde estaba el
cuartel de la motorizada, en la Carretera Central. Después mandó un emisario a Obras Públicas
para que trajera un «buldó». Con ese buldó levantó la línea. Y cuando el tren venía entrando al
pueblo, lo atacamos, y los batistianos se rindieron todos. Como a las doce de la noche pasó un
avión altísimo que —según tengo entendido— era de Batista, que se iba con sus lacayos. Esa
fue la liberación.
Cuando la toma del hotel se cogió a un chivato, y a los seis que me torturaron. Los quise
fusilar, pero el Che dijo que para eso estaba el pueblo. Cuando los fusilaron, me avisó.
Seguimos de invasión rumbo a La Habana para fajarnos con La Cabaña. El Che le dio una
hora al regimiento de Matanzas para que se rindiera. Se rindieron todos. Nos tiramos en las
cunetas a fajarnos con el ejército. Según se iban rindiendo, el Che dejaba hombres de confianza
en los cuarteles… Seguimos avanzando hasta que en La Habana le dio dos horas al jefe de La
Cabaña: costó dos horas esa rendición. Entonces se les dijo:
—Echen todas las armas y quédense sin cuchillos, sin puñales y sin sevillanas. El que
«pésquemos» con algún armamento cortable, va preso.
Tiraron todas las armas. Nos esperaron en los comedores con chocolate, café con leche y pan
con mantequilla. El Che hizo que cada uno de ellos se tomara un vaso de cada jarra. Esperó
quince minutos y entonces ordenó:
—Pueden seguir desayunando, muchachotes, no tengan miedo.
Estuve un año y siete meses con el Che Guevara: en la guerra y La Cabaña. Después me
trasladaron a Sancti Spíritus; de ahí a Cienfuegos; de ahí a los centrales —porque había gente
quemando caña, y a varios militares nos trasladaron. Pero después a todos los que pertenecimos
a esa tropa nos recogieron para hacer el Caney de las Mercedes en Oriente.
De ahí a Guantánamo, cerquita de la base. Cuando se terminó el problema de Playa Girón, nos
trasladaron al Escambray. Estuve un año y pico en la Lucha Contra Bandidos.
Cuando pidieron unos guardias para el Ejército Central, empecé a especializarme. Pertenecía a
una unidad de combus-tible. Todos los años querían graduarme, y yo decía que no porque: una,
casi no sabía escribir, y otra, a mí las escuelas no me gustaban, honestamente, no me gustaban.
Entonces hoy en día tengo un sexto grado.
Me retiré en 1998. Conozco desde Imías hasta el Cabo de San Antonio, porque toda la vida
pertenecí al ejército. Siempre con los grados del Che, los tengo ahí: los de sargento. Yo nunca
quise grados. La Revolución se preocupó por mí para que fuera un oficial, como los generales
que están en La Habana. Entonces me especialicé, ya que pasé una escuelita cuando vine de
Angola —también estuve en Angola— y cogí el sexto grado. Todos los años querían, de todas
maneras, que me graduara de oficial, y yo decía que no y que no y que no. Me metí cuarenta y
un años de sargento. Nunca me interesó ni el dinero ni los grados, ni me gustaba la mandadera.
Fui jefe de retaguardia veintiocho años: especialista en alimentos. Después que me retiré,
empecé a vender raspadura.
Niebla, el memorioso
Esa pistola mohosa que usted ve, se la quité a siete policías en la calle San Pablo. Y esas
medallas… ¡Todavía quedan como seis o siete condecoraciones que no he ido a buscar a la
unidad! Esta es de oro. Todos los años me daban una. Esta de bronce, esta de oro, esta de
bronce, esta de bronce también, esta de plata, esta de oro, esta de plata, esta de oro. Esta, de oro,
se la entregaron a todos los que estuvimos con el Che… Y esta es la medalla de Angola: la
chapilla con el número por si me mataban me pudieran encontrar. La cuido como las palmas de
mi mano.
Esta popa la usábamos si venían los aviones a bombardearnos, como cuando en la iglesia de
Buenviaje, en la torre, debajo de la campana, nos metimos un compañero de Placetas y yo.
Cuando tiramos, parece que herimos al piloto porque el avión salió «quita’o» y entonces soltó
una bomba que abrió un hueco. Todos usábamos la popa. Había que morderla cuando
bombardeaban; de lo contrario se te reventaban los oídos.
Voy a enseñarle todas las fotografías: Esta es la señora que le avisó a mamá cuando me
sacaron los dientes. La esposa del dueño con el que yo trabajaba; un músico de los Jime; un
general de Francia que estuvo aquí en mi casa con su señora. Este hombre es del Perú. Aquí nos
retrataron en el Carishow: ahí me hicieron cantar el pregón, y gané el premio. Esta es la
comandancia del Che. La estatua del Niño de la Bota. Aquí estoy con la bandera cubana; esa
gorra me la robaron hace un mes… Este es el Tren Blindado. Una foto mía con el casco. El
mausoleo. Este soy yo, y esta, la nieta de mi esposa: ella sí tuvo hijos de su primer matrimonio.
La conocí cuando tenía dos niñas.
Bueno, ahora mire las reliquias: mi cantimplora del Ejército Rebelde, que le falta un depósito
que andará guardado por ahí. Tenía tres: uno para el potaje, uno para el arroz y la carne, y el del
agua… El peine de mi pistola. Estos cartuchos calibre 50 se dispararon contra el Gran Hotel.
Ahora voy a enseñarle mi foto con el Che…
Y allí, en la instantánea que muestra al guerrillero en un raro minuto de descanso, se ve la
mano de Julio, la mano que regala golosinas, la mano que resume al hombre entero, la mano
que cobija todo el dolor del mundo, la mano temblorosa de quien no pudo nunca acariciar a un
hijo propio…
Por el centro de la goma
«¡Cómo se mueve, cómo traía…!»
En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia.
EMILIO GARCÍA MONTIEL
Era un partido crucial para el equipo de Las Villas. Dieciocho mil espectadores se comían las
uñas y sufrían al ver a un gran bateador como Sixto Hernández conectar un roletazo y no
correr apenas rumbo a primera base. Un iracundo aficionado se levantó en los palcos y gritó:
—¡Descarado!
Entonces el jardinero naranja lanzó violentamente su casco contra quien lo insultaba, y el
árbitro de home —acalorado ante la grave indisciplina— lo expulsó del juego.
Eso fue lo que se vio desde las gradas; pero aquí abajo, en la grama del estadio, la historia
casi siempre es diferente.
Aquella tarde Sixto —quien casi no podía trotar, debido a una lesión en una pierna— hizo un
esfuerzo sobrehumano para ayudar a su equipo cuando más lo necesitaba. Al fallar con el
rolling, no corrió: le costaba dar un paso. Por eso le dolió en lo más hondo escuchar una
ofensa como la que venía desde el público. Un segundo después de lanzar el casco, vio
encimarse al ampalla, quien hacía enérgicas señales con un brazo, mientras le murmuraba:
—Sixto, te comprendo; pero tengo que botarte.
Hosco, en la soledad del dogout, le comentó al cronista deportivo Fulgueiras, salvador de
esta anécdota:
—Lo que yo hice estuvo mal porque con ese casco pude haber golpeado a un niño…
¡Cuán diferentes pueden resultar el juego que se ve desde las gradas y el que se vive en el
terreno!
Nadie lo sabe mejor que este señor enjuto y de espalda encorvada, pero de pierna veloz y
mano firme, quien nos concede unos minutos —los contados minutos de un receso— para
hablarnos de sí. Pese a que sus estadísticas no aparecen en ninguna guía beisbolera, es un
multicampeón en eventos nacionales que, además, ha representado con más fervor que nadie la
pelota cubana en el extranjero, que supera en series jugadas al mismísimo Antonio Muñoz y se
ha enfrentado durante más de treinta años a los grandes lanzadores del país. Y aunque la edad
lo obliga a lucir en el rostro más arrugas que todos sus compañeros de equipo, estas bajan del
párpado solo hasta donde las frena una sonrisa. Al menos en palmadas y sonrisas, es recordista
absoluto en toda la historia del deporte antillano.
Por eso, la alineación del Villa Clara estaría incompleta el día que no calce los spikes su
estelar cargabates Roberto Jiménez.
Strike one
OSVALDO ROJAS GARAY (PERIODISTA DEPORTIVO): Creo que la labor de Roberto Jiménez
(Misifú) es muy importante porque, además de las funciones que le tocan como cargabates del
equipo, él hace otras cosas que sirven de apoyo a los bateadores cuando vienen a la caja de
bateo. Las palmadas, por ejemplo; los gestos; las frases de ánimo, porque Misifú es un hombre
muy optimista. Siempre piensa que el equipo va a ganar y entonces siempre tiene una frase de
aliento para el jugador.
—Mi nombre verdadero es Roberto Jiménez Abreu, pero me dicen Misifú porque al lado de mi
casa había una tienda, y yo ayudaba al bodeguero ahí, y entonces él me dijo: «Te voy a poner
Misi». Y se me quedó el «Misi» de todas maneras. Eso fue cuando yo tenía quince o dieciséis
años. Nací en el ’38.
—¿Se puede publicar ese dato?
—Sí, sí, sí, ¡cómo no! Nací en Yaguajay y vine a los diez años pa’ Santa Clara.
—¿Qué hacías cuando niño?
—Ah, ¿cuando niño?, ir a la escuela. Y vendía melcochas en Yaguajay, y aquí también vendí
alguna melcocha. No, en el capitalismo me buscaba la vida vendiendo revistas y periódicos
desde los diez años. Antes, prácticamente tenías que buscarte la vida en la calle. Me vestía y
calzaba yo mismo porque dije: «Tengo que buscarme esto». Entonces llegó la Revolución, y, un
suponer, quitaron la venta. Pasé la escuela de Soldadura… Había hecho un quinto grado y
después cogí el sexto y después el curso de Soldadura, pues mi otro oficio es soldador. Óyeme,
yo lo que tenía un pregón que nadie lo tenía en Cuba, cuando era vendedor de periódicos. Decía:
«Llegó el Romance, Cine Gráfico, Bellas, Chic de Modas, Vanidades, el Lana Lovell…». Hasta
melcocha vendía. Llegaba y decía: «La melcocha a quilo». Pa’ vender quinientas melcochas de
aquellas había que sudarla. Yo decía: «Llora, muchacho, llora, que si tú lloras yo estoy aquí con
la rica melcocha de Santa Clara: limón, canela y ajonjolí». Vendí también escobas: «Escoba de
fibra, palos de bayeta, mantel de nylon, plumero de pita, escobillones, trapeadores, hisopo para
pomo y brocha para pintar cal, a diez quilos…».
—¿Y jugaste pelota cuando niño?
—Jugué pelota hasta los treinta y pico de años: las provin-ciales aquí y todo eso. Jugaba
tercera base. Al bate era más o menos, pero fildeaba mucho pa’ atrás, pa’ alante y pa’ tos laos.
Y el brazo bueno, es bueno todavía.
—¿Cómo empezaste de cargabates?
—Empecé de cargabates porque en las provinciales bateé trescientos y pico, y entonces Barata
me dijo: «Te voy a llevar». Rafael Barata, el que se murió, que estaba en la pelota antes, y me
trajo pa’ acá en el ’75.
—Misi, tú sabes que el que ve un cargabates se imagina que lo único que ustedes hacen es
recoger bates, pero no es así.
—No, no, «recoger bates» no. Muchacho, ¡el cargabates! El cargabates en la pelota tiene que
hacer una pila de cosas porque es el que más bultos lleva. El cargabates «quechea» en la tanda
de práctica; recoge y pone las mallas. Tiene que poner las mallas de las bolas bombeadas y
decirle al profesor: «Profesor, está lista el área». Y ya dentro del juego… a veces, antes,
nosotros dábamos señas también, porque nos las trasmitían pa’ acá, pa’ eso.
—¿Ya no pueden?
—Sí, ahora también. Cuando Víctor Mesa jugaba a la pelota, nosotros teníamos una
contraseña. Cuando el «quécher» cerraba, yo le decía: «entero», y cuando era pa’ fuera, yo le
decía: «Pa’l medio; dale pa’l medio». Así él sabía lo que venía. Y al contrario también se le
coge señas…
—Eres el cargabates que más series nacionales tiene en Cuba…
—Más de treinta. La primera fue en el ’75. He estado con el Villa Clara en la nacional y con
Las Villas y Centrales en la selectiva.
—De todos esos peloteros que han jugado contigo, ¿a quiénes pondrías en un Todos Estrellas?
—En primera pondría a Antonio Muñoz; en segunda a Borrel y a Rojitas; «siol»: Pedro Jova
—ya de antaño, te estoy diciendo de antaño, porque ahora es Paret el hombre—; en tercera
estaba…
—En tercera tuviste a Cheíto, a Carbonell, a Acebey…
—No, no, a Cheo. Cheo es el pelotero más grande que han dado las series nacionales, porque
ese era un tipo que me decía: «Recoge, Misi, que se acabó esto». Y la botaba de verdad. Ese es
el más completo. Con Cheo, con Olivera… con toda esa gente estuve en los equipos de Las
Villas… Pongo a Alberto Martínez de quecher y a Lázaro Pérez, el difunto Lázaro Pérez.
—Faltan los jardineros.
—En los files estaba Víctor Mesa; estaba Lourdes Gourriel; estaba Sixto Hernández: tres
files… ¿Pitcher derecho? Aquí había unos cuantos. Estaba Sastre, de Cienfuegos. Zurdo:
Montes de Oca padre…
—Bien, ahora dime: de los demás cargabates cubanos, ¿hay alguno que admiras?
—Sí, sí, sí, ¡cómo no! Mira, de los actuales, yo admiro al gordo de Pinar del Río, y a Joseíto
Ramírez, el de Camagüey: nos llevamos muy bien.
—Y, por ejemplo, si yo quisiera ser cargabates ahora, ¿qué consejo me darías?
—El consejo es muy grande, porque tú tienes que hacerle al mánager todo lo que te diga. Y
tener el área lista. La práctica, mira, ahora vamos a hacer cuadro: ya el área mía está lista,
completa pa’ cuando llegue el bateo. Entonces me voy pa’ allá afuera, pa’ que no se pierda
ninguna pelota. Pa’ ser un buen cargabates hay que hacer varias cosas; llevarse bien con el
mánager, y correr rápido. Antes, antes sí corríamos, porque los cascos tenías que ir a buscarlos a
primera; ahora no: ahora to’ el mundo tiene casco.
—El público te identifica por tus estruendosas palmadas. ¿Cuál es la historia de esas
palmadas?
—¿La historia?… Eso es igual que el Benny Moré: to’ el mundo quiere imitar al Benny y no
lo imitan. Cucha: To, to, to, to, to… Cucha pa’ ahí. ¿Oíste? Je, je. Desde el primer año.
—Bueno, ¿y las frases tuyas?
—Ah, sí: «¡Cómo se mueve; cómo traía; cómo se mueve; cómo traía; oye, mira!».
—¿Eso cuándo lo dices?
—No, no, no, siempre, siempre, siempre, desde que empecé. Cuando el contrario está
bateando.
Strike two
FRANCISCO JAVIER CARBONELL (EX PELOTERO): Misifú, aparte de cargabates —de los años que
lleva como cargabates— fue pelotero: jugó tercera. Es una gente incansable, tanto en el
terreno como en la calle: guapeando para la familia. Misifú ha ayudado a muchos peloteros
como entrenador, porque conoce mucho de fildeo, de bateo. Era buen fildeador. Se
comentaba. Y estimula mucho a los peloteros cuando hacen una buena jugada; cuando hacen
alguna mala, los ayuda también, conversando con ellos. Él contribuye mucho en la parte de la
preparación de los atletas, a la hora de batear los estimula. Como tiene tanta experiencia, les
dice hasta las características de los pitchers. Cuando los bateadores van al círculo de espera,
les habla: «Oye, este tira mucha curva…» «Está tirando muchas rectas…» «Fíjate que se le
cae la pelota». Es un entrenador y un jugador más dentro del terreno. Eso es en la parte
técnica. En lo personal es una gente muy noble, y tiene su bilichó: ayuda mucho con su
bilichó al equipo. Cuando a alguien se le presenta alguna cosa, bueno, tiene él su matica de
sábila para quitarle los dolorcitos de cabeza. Y también ayuda tirando su agüita en el terreno
para limpiar los malos espíritus. Entonces su gran fe ha hecho que los equipos de la provincia
de Villa Clara hayan obtenido primeros lugares, no solo por la calidad sino también por la
gran fe de Misifú.
—¿Verdad que una vez hiciste entrar al equipo Villa Clara completo por el center field?
—Anjá, eso es una anécdota. Ya a nosotros en Pinar del Río nos habían metido dos galletas en
un play off, dos galletas. Y le dije a la gente: «Hoy no vamos a entrar por aquí porque nos tienen
igual que un majá, bajeaos; vamos a entrar por el “centrefil”», y to’ el mundo me hizo caso.
Fíjate que la gente del público dijo: «¿Y esa gente por dónde viene?».
—Me comentaron que una vez mandaste a quitar a un espectador de la grada, de al lado de un
tanque de agua, y dijiste que por culpa de él estaban perdiendo…
—Ah, sí, sí: eso fue en Pinar del Río, cuando empaparon el terreno como si hubiera caído
agua, pa’ que no pudiéramos robar bases, porque con nosotros estaban Amado Zamora y Víctor
Mesa, que eran rápidos… Oye, se me olvidó incluir ahí a Amado Zamora, que era el rápido de
la una y quince: designado del Todos Estrellas. Me basta.
—En tantos años, ¿hay juegos que podamos decir que se han ganado gracias a ti?
—Mira, cuando nosotros estábamos con Pedro Jova, que ganó la serie, le dije: «Oye, vamos a
tocar la bola, que nos está saliendo to’ mal», y tocó la bola, y adelantamos los corredores.
Después vino el jit, la línea, y nos fuimos arriba ahí en el juego ese… También tengo otra
anécdota: la de Cheíto. Estábamos en el Latino. Fue cuando él me dijo: «Recoge, Misi, que se
acabó esto». En el play off del ’78, que le dio el jonrón a Rogelio. Me dijo: «Recoge, que se
acabó esto». Y yo le dije: «¿Verdá? Bueno, voy a recoger». Pa’ arriba, allá a la sección del
albergue… Otra anécdota: cuando yo jugaba pelota, estábamos perdiendo en el 26 de Julio.
Estaba de árbitro el difunto Emilio Enfallando. Estábamos perdiendo. La carrera que perdía
llegó a tercera. Me tiró José Antonio Hoyo, y yo la cogí de baunce y entonces le digo a Emilio:
«Mira pa’ acá, Emilio, macuquendo pa’ aquí, Emilio». Y le digo al tipo: «Levanta el pie, que
voy a limpiar la base». El tipo levantó el pie, y pam: lo toqué; pero el tipo me hizo así, que, si
no me agacho, me hubiera metío «nocao», ¡nocao me hubiera metío!... Oye, Santiago es la
misma historia de Pinar del Río: nos habían dado nocao en el último juego, y le dijimos a la
gente por la mañana: «No vamos a entrar por el frente, que nos tienen jodíos, vamos a entrar por
el centrefil».
—¿Siempre te hacen caso?
—Sí, la gente siempre me sigue.
—¿Eso son cosas que percibes?
—No, no, es que cada rato es distinto. La jugada que hacemos: uno sueña. Eso es igual que…
Te voy a hacer otra anécdota: la del gallo. Amado Zamora había fallado —¿tú sabes cuántas
veces había fallado Amado? ¡Veintiuna!—; veintiuna veces falló Amado. Entonces él soñó que
un gallo le decía: «Amado, ¿por qué fallaste?». Y entonces lo oyó to’ el mundo porque en la
emisora W lo dijo Normando Hernández. Entonces empezó a batear aquel día. Aquel día metió
como tres.
—Recuerdo un partido que estaba ganando el Villa Clara, y tú le tirabas pullas al cargabates
del otro equipo.
—Ah, me basta. Mira, yo le decía a Miranda, que era de Camagüey: «Vamos a poner el
público sabroso», y nos poníamos de acuerdo.
—Pero, ¿nunca has tenido broncas?
—No, no, con ningún cargabates… Aunque sí, una vez que estaba el Sandino lleno, el
cargabates contrario venía a cogerme el bate del bateador mío, y yo que: «Estate quieto», y él
seguía. Óigame, me le tiré en diving y le tuvieron que dar cinco puntos aquí...
—¿Tus colegas de los otros equipos te provocan también?
—No, a veces yo jodo con el gordo de Pinar; pero nos queremos mucho.
—Si no estuvieras con el Villa Clara, ¿en qué equipo te gustaría competir?
—No, mira: a mí no me gusta perder ni con los Industriales ni con Santiago de Cuba. Con
otro pierdo cómodo; pero con Industriales y Santiago me cae muy mal la derrota porque ellos
ya nos han dado mucha galleta. En Santiago, muchacho, la gente del público se pone… Si no
fuera cargabates de aquí, me gustaría en Cienfuegos, porque eso es de esta provincia.
—Me contó un amigo que una vez te botaron de un juego, y Muñoz salió a defenderte.
—Ah, efectivamente, eso fue en Cienfuegos en una selectiva. Llego y pongo el saquito porque
esos grandes peloteros, como Muñoz y Gourriel se secaban mucho las manos, que les sudaban
constantemente. Yo tenía el saquito ahí, y Mario Cossío, el árbitro, quería quitármelo. Yo a
ponerlo, y él a quitarlo. Tuvimos unas palabras, y por eso me quería botar. Por suerte, Muñoz le
dijo: «¿Tú lo vas a botar? ¿Y cómo a ustedes no los botan?». Hicieron tremendo show. Paramos
el juego.
—Muñoz fue un ídolo, y esa consideración contigo es algo muy serio.
—Sí, y ahora el mánager que tenemos, que es lo más grande que hay en Cuba (entraba Víctor
Mesa en ese momento). Sí, sí, muchacho, yo me pasaba bolas con él cuando él era pelotero. Ese
es el mánager más grande que tenemos en Cuba ahora y uno de los centrefiles más bárbaros que
ha existido en esta pelota.
—Y de los cargabates más grandes —pregunto en broma a Víctor Mesa— ¿quién habrá sido
uno?
(Víctor Mesa sonríe y le sugiere a Jiménez: «Dilo tú».)
—Ah, lo digo yo: pues soy yo entonces. Je, je. Oye, mi relación con Víctor, eso es lo más
grande que hay: si hasta puedo ser su padre. Él me quiere a mí como si lo fuera.
—¿Y los otros directores con los que has trabajado?
—Ah, con Eduardo Martín: buena gente. Me he llevado bien con todos, porque trabajo
mucho: tengo el área lista siempre. A mí no hay que llamarme la atención. Con Martín, con
Jova, con Quiquí, con Madrazo, con el difunto Lázaro Pérez.
—Cuéntame un poco de eso que la grada no ve y está pasando en el juego…
—Bueno, mira, en Quemado de Güines se me dio una anécdota porque llegaron y sacaron un
bateador y metieron al muchachito ese, Leonis Martín —que estaba empezando— y yo les dije:
«Verán que este es el que va a meter la línea aquí». La gente estaba abucheando a Víctor Mesa
porque lo había sacado, y Martín metió la línea, y nos fuimos arriba, ¡esa es la pelota! El que
sabe es el mánager.
—Yo te preguntaba por lo que confesaste ahorita sobre tu contraseña con Víctor Mesa.
—Ah, sí: si el quécher se metía, yo le decía «entero», y él sabía que venía pega’o; cuando la
pedían por fuera, yo le decía: «Dale pa’l medio». El que está en la grada no se da cuenta de eso,
¡qué va a darse cuenta! Eso era con Víctor y con casi todo el mundo.
—Y con el pitcher de tu equipo, ¿te comunicas?
—No, ahí yo estoy en el banco.
—Recuerdo un campeonato en que no participaste.
—Cuando me operé de una hernia.
—Y, aparte de esa serie, ¿cuántas veces has sido campeón?
—Muchacho: como nueve veces: nosotros hemos ganado cuatro nacionales, cuatro selectivas
y una superliga. Estuve con Martín, que metió dos; con Pedro Jova, que metió tres. Y fui a todas
las selectivas. Y a Nicaragua, en el ’83 y en el ’85. Fui a Holanda con el equipo Cuba B, y fui a
México, a Monterrey…
—No me imagino la reacción de los holandeses al escuchar tus palmadas.
—Muchacho, eso fue tremendo. El primer día me gané un muñeco grandísimo así, que lo
tengo en mi casa, porque me robé el show del público allí en Holanda.
—Y de los otros países, ¿qué recuerdo conservas?
—Cuando íbamos pa’ Monterrey, estaba cayendo una neblina muy fuerte, y el avión no podía
aterrizar. Al fin aterrizó, y todo el mundo empezó a aplaudir, y después tuvimos que entrenar —
porque estaba lloviendo— en un gimnasio de baloncesto, allí mismo dábamos roletazos.
—¿Qué crees de la pelota que se juega ahora en Cuba en comparación con la que se jugaba
cuando tu primera Serie Nacional?
—Que eran mejores los peloteros aquellos. Eran mejores, había muchos peloteros buenos.
Fíjate que pa’ que un novato jugara aquí, pa’ que saliera una vez al bate… no jugaba nunca,
porque tenía un cuadro que le roncaba y grandes peloteros. Llegaba Pinar del Río: te
encontrabas los mejores. Llegaba Matanzas: estaba Junco. Llegaba Santiago, y estaban los
Kindelán, Pacheco, Pierre, Fausto Álvarez.
Strike three
ANTONIO MUÑOZ (EX PELOTERO): A mí me parece que Jiménez es el mejor cargabates que ha
tenido Cuba, por su respeto a todos los peloteros y a los directores, tanto dentro como fuera
del terreno. Hace reír a los atletas: hace chistes. Y de verdad que para mí, si todos los equipos
del mundo tuvieran cargabates, Jiménez sería el mejor. Y te puedo contar que estuve varios
años con él en los equipos de Las Villas. Impresiona de verdad por el ánimo que te da en el
terreno de juego. ¿De Jiménez, anécdotas? Una vez que Pedro José Rodríguez le dijo que
recogiera los bates y dio jonrón contra Rogelio García. Otro día, en Cienfuegos, estábamos
jugando, y el árbitro Mario Cossío le mandó a recoger la pez rubia —porque él estaba en el
círculo de espera—, y yo salí en defensa de él. Al final no nos botaron ni a él ni a mí porque
teníamos la razón. Nosotros los atletas muchas veces tenemos la razón. Entonces le pregunté
al árbitro que por qué iba a botar a Jiménez, que no se había metido con nadie, y que a él
quién lo botaba, lo amonestaba o lo castigaba, y no me pudo responder… Yo creo —creo no:
estoy seguro— que Jiménez es uno de los cargabates más completos que han pasado por el
béisbol cubano, para mí.
—¿Qué diferencia ves entre el espectáculo de la pelota en el terreno y en la televisión?
—En la televisión se ve bastante bien porque te tiran cuando es out y cuando es quieto: la
cámara lenta. Pero a mí me gusta estar en el terreno.
—Misi, ¿cómo es tu vida fuera del estadio?
—Chico, a mí me saluda to’ el mundo en Villa Clara y en to’s la’os. Yo quisiera tener de
quilos los días que me saluda la gente en la calle.
—Bueno ¿y qué más pasó en tu vida, tienes familia?
—Tengo par de hijos que los quiero y ahora también unos nietos que son los caballos: Edey,
Yerani y Yeleni. Al chiquito, Edey, le ha dado por la pelota.
—¿Quiere ser cargabates?
—No, no: él quiere jugar, igual que jugaba yo, si yo no era cargabates… Oye, ¡me voy, que ya
va a empezar esto!
—Mil gracias, Misi, pero dime otra cosa: ¿cuántas series más piensas estar aquí?
—Hasta que Dios quiera. Hasta que esté bien: cuando me sienta ya que no pueda correr, tengo
que irme. Voy a ver la pelota por televisión, con mis tres nietos…
Un oficio prohibido: sonador
«Esto no es ninguna gracia
sino una desgracia»
y adentro la ciudad viendo la misma película de amor.
AQUILES NAZOA
Si usted, en plena función, prende las luces de un cine como el Camilo Cienfuegos, en Santa
Clara, puede llevarse más de una sorpresa.
No todo el mundo va por ver la película. Aun más: el salón se divide en territorios. El público
interesado en el espectáculo fílmico, generalmente ocupa la banda central. El lateral derecho lo
integran sobre todo homosexuales, lo que incluye algunos representantes de la tercera edad que
van temprano, muy temprano, antes de que se abra la taquilla, en espera de que aparezcan
jovencitos dispuestos a acompañarlos durante la proyección. Y en el lateral izquierdo se ubica
en los primeros minutos de la tanda un escuadrón de exhibicionistas —más conocidos como
«sonadores», «quileros», «pajeros», o «tirado-res»—, quienes se encargan de cazar desde allí a
la presa preferida. Adivinan o creen adivinar cuál es la que jama, es decir: la que se presta a
hacer el juego, pues resulta que existen entre el auditorio femenino algunas tituladas jamalonas:
mujeres que van expresamente para disfrutar del asedio de un tirador. Incluso, alguna vez
aparece una señora que por el módico precio de cinco pesos ofrece los «primeros auxilios»
propios de un servicio sexual.
Los sonadores muestran una marcada preferencia por los locales cinematográficos para ejercer
ese oficio prohibido y tan riesgoso. Aunque a veces existen puertas laterales habilitables como
salidas de emergencia, ellos se meten en la boca del lobo: en caso de represión, no quedan casi
posibilidades de escapar.
Sus primohermanos los frotadores —más conocidos como «repelladores de guagua»— no
corren tanto riesgo. En un ómnibus resulta muy difícil probar que alguien practica la frotación.
Además, existen tácticas infalibles. Está la técnica del oficial condecorador: el que se para junto
a una mujer que va sentada, y aprovecha cuando el ómnibus dobla o se arma algún empuja-
empuja para «ponerle los grados» en el hombro a su víctima. Y hay otra insuperable, la técnica
del limón: el agresor lleva un limón en un bolsillo —o también sirve un aparatico de
salbutamol— y se pega sin miedo a los glúteos más próximos. Si la agredida protesta, ¿quién
puede demostrar que el culpable del roce no fue el objeto inocentemente atesorado en los
bolsillos?
Mucho más ardua resulta la tarea del exhibicionista.
Cierto que existe el mal llamado «sonador limpio», que se limita a practicar la técnica de Rosa
Pérez Espiritual. Es decir: que se sienta al lado de la presa, la observa un rato y va al baño a
masturbarse. Pero ese no es todavía un verdadero sonador.
También hay más de un guardián esquinero que merodea por las esquinas para atacar en el
momento idóneo, aunque hasta hoy, a cielo abierto, no se ha probado artimaña más infalible y
fabulosa que la técnica del reloj. Según un viejo experto del ramo, lo primordial en estos casos
es disponer de un pantalón descosido por el tiro, el que se tiene que usar sin calzoncillo debajo.
Usted se sienta en un banco de algún parque —puede añadir la lectura de una revista, para
despistar— y cruza bien las piernas. Espera hasta que pase una mujer con reloj y le pregunta la
hora. Si ella responde, por ejemplo, que son las dos y cuarto, usted abre los muslos y le aclara:
—Pues yo tengo la una.
La calle tiene esos encantos. Pero aquí, cine adentro, la pelea se pone un poco complicada.
Pocas cosas protegen a un auténtico «riflero» ante la ira de la multitud: la oscuridad; la técnica
de la escopeta parlante —que es cuando usted comenta a voz en cuello la película, y eso
molesta tanto que muchos no se percatan de que a la vez usted «se está matando»— o la
conservadora técnica del mascoteo. Esta consiste en una serie de movimientos con la mano para
ver si a la destinataria le gustan: se simula una especie de masturbación, pero antes de exhibir
los genitales. Si se suscita un revuelo, no había pasado nada aún. También se puede disimular
un poco con la ropa, o con alguno de esos misteriosos periódicos o sombreros que, entre las
sombras, suben y bajan solos…
De todas esas historias recibía reportes diarios Jair Jiménez Rodríguez, mientras fue director
del Centro Provincial de Cine en Villa Clara. Cada día le resultaban más alucinantes. Pero una
tarde sintió que habían llegado al colmo. El Director se reclinó en su asiento, intentó respirar y
releyó varias veces aquel documento, que no parecía real, pero lo era. Aquel contrato de
servicios jurídicos fechado el 28 de febrero de 2005, daba fe de cómo el célebre Pepín —acaso
el más pintoresco entre los sonadores de la región central— defendía su derecho constitucional
de entrar al cine:
Solicita los servicios del letrado para que le gestione ante la Empresa Provincial de Cine en Villa
Clara [sic] su inconformidad con esta entidad por cuanto no le permiten la entrada al cine Camilo
Cienfuegos de esta ciudad de Santa Clara. Aporta las pruebas de que intenta valerse. El letrado se
compromete a visitar la referida entidad y valorar con la dirección administrativa de la misma esta
situación y darle respuesta en la mayor brevedad.
Jair Jiménez recordó todas las anécdotas de su demandante, las que le había narrado Arnel
Matos, el antiguo administrador del Camilo. Todo parecía resuelto cuando le prohibieron la
entrada allí a Pepín; pero este especial espectador no se rindió. Solicitó varios despachos con el
Director, a quien expuso inútilmente su caso y sus teorías. Cuando no le quedó más alternativa
que la ley, dio el paso audaz de contratar a un abogado, quien habría de discutir el asunto con la
institución. Y así se hizo. Como no existe respaldo legal para la decisión de prohibir a un
ciudadano la entrada a un lugar público, las puertas del Camilo se volvieron a abrir…
Toma 1: Close up de Pepín
Pepín va todos los días a las cuatro tandas. Le da lo mismo que exhiban una comedia o un
thriller. Luce unas gafas negras, a veces una capa como la del Zorro. Una tarde se apareció
con una peluca y ni aun así logró evitar que lo reconocieran. Lleva en su riñonera dos papeles
como únicos escudos por si termina en manos de la policía: el documento del año 2005 donde
una comisión médica lo cataloga como «caso social» y acredita su incapacidad para el empleo,
y un certificado médico de 1987 donde lo diagnostican como un enfermo de «deficiencia mental
limítrofe». Ya le han roto la cara varias veces, se lo han llevado para la estación policial, y
durante el año más amargo de su vida, le prohibieron entrar al Camilo. Fueron meses y meses
de viajes diarios a Cienfuegos, para ejercer su duro oficio en playas, parques o en el cine
Luisa. Pidió varios despachos con el Director Provincial de Cine de Villa Clara, quien no
comprendía la filosofía de Pepín acerca del exhibicionismo, ni levantaba la sanción.
—Al cabo de tanto tiempo sin poder entrar aquí, ¿cómo reaccionaste?
—Preguntando. Me dijeron que fuera a ver a un abogado. El abogado no me quiso argumentar
mucho porque se quedó frío con mi caso. Él me explicó que no hay ninguna ley que me prohíba
entrar a un lugar público. Yo fui con mi certificado de psiquiatría. Y ganamos.
—¿Siempre traes encima tu certificado?
—Sí. La de Asistencia Social que me atiende dice que siempre ande con eso arriba…
—Dime una cosa, la palabra «sonador» es la que se usa entre la gente. Cuando tú la oyes, ¿eso
te ofende?
—Claro, claro. Me molesta.
—¿Cómo le llamas a lo que haces?
—Eso mayormente es exhibicionismo, no otra cosa. Exhibicionista. En realidad el nombre
científico es ese. La palabra «sonador» es una palabra callejera. No, ahora le dicen «tirador».
—¿Y por qué? ¿Será porque cuando la gente eyacula, «dispara»?
—Parece…
—Yo me enteré hace poco de que el cine se divide en territorios…
—Bueno, se dice eso, pero en realidad yo, tú me entiendes, me siento dondequiera.
—¿Hay muchos tiradores en el Camilo?
—En el Camilo no, en todos los cines de Cuba. En todos hay tiradores. A todos he ido yo en
todas partes de Cuba y dondequiera… En todos.
—¿Tú crees que en el Camilo sean más que en el Cubanacán o los cines de barrio?
—Sí, porque ahí es donde único va gente. A los otros no va nadie, van menos mujeres.
—¿Siempre vienes a este?
—No, no. Cuando yo tengo que arreglar los papeles e ir a las consultas de psiquiatría allá en
La Habana, porque lo mío es allá en La Habana, me meto en el Yara. Allá hay montones de
tiradores. Ahí sí, ahí hay más cultura…
—Estoy investigando sobre las técnicas de ustedes, desde que empiezan a cazar…
—Sí, mira. Desde que tú las ves las conoces por la forma en que mueven el pelo, se pasan la
mano por la cabeza y miran. Ahí las reconoces.
—O sea, ¿que hay mujeres a las que les gusta?
—Yo diría que a un noventa por ciento les gusta.
—¿Y cómo te das cuenta de cuando a una mujer le gusta?
—Por la forma en que se pasa la mano por el pelo, la forma en que te mira… Como tú las
conoces por los gestos y eso, te acercas a una y si te mira de frente te vas; pero si mira y se pasa
la mano por el pelo, quiere decir que puedes quedarte. Ya sabes que le gusta. Como quiera que
sea, ese es un lugar como un reservado, tú me entiendes: oscuro y eso. A ellas lo que les da pena
es que alguien las vea, y ahí es más difícil. Uno se da cuenta de que les gusta. Te sientas cerca
de ellas, no exactamente al lado: nunca debe haber contacto. Ahí ellas te miran y, ¡je!, ellas te
miran, y entonces a uno le excita eso y ahí ya uno se, uno se… se satisface uno. Y después vas
al baño a lavarte, normal.
—Pero también existen los sonadores limpios, que no se masturban delante de la persona, sino
en el baño.
—Bueno, yo tuve una época de niño en que lo hacía en el baño, escondido. Yo empecé de
niño porque mi mamá y mi papá siempre estaban fajados. A los once o doce años. Mi papá y mi
mamá siempre estaban fajados, y parece que era una forma de escapar de eso. Y entonces no
quería saber de matrimonio. Estaba viendo a mi mamá y a mi papá pelear día y noche. Me iba
para la escuela, y seguían fajados. Fui al servicio militar, y me mandaron a un psiquiatra en La
Habana, en el Naval, y me vieron la enfermedad esa. A los quince días me dieron la baja, me
ingresaron. Imagínate: mi mamá y mi papá fajados siempre, y la única forma de escapar parece
que era esta. Ya le tenía miedo al matrimonio. Yo decía: «Cuando tenga una mujer, va a ser lo
mismo».
—¿No te ha ocurrido nunca que una de esas muchachas a las que te acercas quiera salir
contigo?
—Sí, ha pasado muchas veces, pero yo no. Han tratado pero no, a mí no me interesa eso, no
puedo con eso. Una vez una se excitó y se pasaba la mano y hasta quería tirárseme; entonces me
paré y me fui. Otra me dijo: «Con ese cuerpo, y en eso…». Ah, y otro día hubo una chiquita que
le dijo a la de al lado: «Estas gentes sí que son ahorrativas: no tienen que gastar en una
invitación».
—¿Nunca has tenido novia?
—Yo nunca. Tengo cuarenta años. A eso de los veinte, nuevecito, tuve una, pero de allá para
acá no. Vaya, no siento nada con una mujer.
—Entonces… lo que disfrutas no es el acto sexual.
—No, no. Esto es lo único que me da placer. Es como una droga. Como ir al paraíso y
regresar. Ya no concibo mi vida sin eso. Eso te hala, aunque tú no quieras. Tú me puedes matar
con un cuchillo. Pero si puedo hacer eso, lo hago como si subiera al paraíso. Y no me importan
los riesgos. Me pueden matar. Tengo cataratas: fue un boxeador una vez, que una prima, una
hermana, no sé, que dijo que yo, que le había hecho la gracia esa… Y entonces en una esquina
me llamó, y nos fajamos. Yo no sabía defenderme. Él me dio tantas veces en la cara, en los ojos,
que producto de eso ahora veo todo borroso. En otra bronca me cogieron entre dos por la
espalda y me partieron la boca. Por eso me quedó esta cicatriz. Me parece que uno de los que
me sonaron era novio de una chamaca ahí que había tenido problemas conmigo. De eso hace
tiempo ya. En realidad ellos andaban por otro lado del cine. Y luego uno me miraba mucho. Y
me cogen entre los dos por la mano después y me siguen dando golpes. Pero, nada, sigo en esta
desgracia… Porque esto no es ninguna gracia sino una desgracia.
—¿Tú lo defines como una desgracia?
—Sí, porque en realidad mi caso es… Como tú has visto soy un muchacho bien parecido y
fuerte. He practicado fisiculturismo —que también es un tipo de exhibicionismo, porque te
pones en trusa a enseñar el cuerpo—… A mí esto me ha traído muchas broncas. Yo era para que
estuviera con mil mujeres. Y hasta los mismos amigos me han dado la espalda.
—¿Es verdad que una vez te disfrazaste con una peluca y unas gafas?
—Bueno, sí, eso fue por seguir un consejo, pero la gente me conoce como quiera; aunque a mí
en realidad me encanta que la mujer me vea y me reconozca y que por ahí por la calle me vuelva
a ver. También me he puesto una chaqueta… Lo que pasa es que, como hay mucho calor, uso el
mismo pulóver como chaqueta. Eso es para taparme porque si otra persona me ve y me mira, ya
no puedo hacer nada, y si la mujer no me mira, tampoco. No sientes placer. Tienes que pararte e
irte.
—¿Los tiradores se conocen entre sí, se llevan bien?
—En realidad, en la mayoría de los lugares, ellos tratan de no conocerse ni chocar unos con
otros. Aquí sí los conoces. Nos saludamos, pero cada uno vive en su mundo.
—¿El cine no es el único lugar donde has tenido ese tipo de experiencia?
—No, no, en todos los lugares. No tiene que ser en el cine, dondequiera que la veas, que veas
una que te guste, el corazón te late: «tuf, tuf, tuf», que parece un… Enseguida se te ponen las
orejas rojas. ¡Para qué!: mil cosas que tú no puedes controlar, como si fuera una droga que te va
subiendo y bajando del cuerpo. Lo he hecho dondequiera: en un hospital, en una guagua… Una
vez en el bulevar yo andaba con una riñonera a la que le hice un hueco de forma que me
compaginara con la portañuela. Ahí les decía a las muchachitas: «Estoy vendiendo unas sortijas
lindísimas, ¿quieren verlas?». Y, cuando abrí, hubo dos que se sentaron en la acera a reírse, que
no podían caminar de la risa. Si se ríen, no sirve.
—Pero en la calle es muy riesgoso, porque te ven.
—No, eso es arte. Yo siempre ando con una chaqueta o algo que me tape. La gente no se da
cuenta. Tiene que ser que te conozcan. Mientras más años pasan, tú aprendes más el arte ese,
sabes a cuál le gusta y a cuál no. Es más difícil explotar… Playas, piscinas.
—La playa tiene el encanto de las mujeres casi desnudas…
—Pero yo estoy embarcado en las playas. Como tengo cataratas, no veo bien.
—Y la vez que lo hiciste en una iglesia, ¿qué pasó?
—¡Je, je! Nada: ahí la gente sabe que el que hace eso es una persona enferma. Oran por él y lo
ayudan.
—¿Y el que se sube a una guagua para rozar a una mujer?
—Eso es otra categoría.
—¿Y los que miran huecos?
—Son otra historia también.
—Si la película tiene escenas de sexo, ¿eso te llama la atención?
—No, no. Yo vengo a cualquier película. Pero lo que me interesa es la mujer que me mire «en
vivo», ahí. No me interesa eso.
—Hay algunos que se acercan a una pareja, prefieren que la dama esté acompañada… Le
llaman a eso la técnica de pitcheo combinado.
—Yo no, prefiero las jebas solas. Y que sean bien maduras, que son las que de verdad
saben… Uno siente que les gusta de verdad eso, porque tienen más experiencia. Eso uno lo ve
más bonito.
—¿Has intentado alguna vez superar ese problema? ¿Has ido al médico?
—Sí, sí. He ido «por nuestros campos y ciudades», * pero en realidad ninguna psicóloga ni
ninguna psiquiatra ni nadie sabe lo que es eso. Ellas mismas dijeron que no podían todavía saber
cómo es en realidad. El único tratamiento que puede haber es que te metan pastillas hasta que se
te caiga y ya. Pero yo creo que hasta así mismo se te queda la maña esa… Porque yo los he
visto viejos, que ya no les funciona, y siguen ahí. Es algo muy poderoso en la mente. Puede ser
alguna fuerza mental que —después que tú la desarrollas— es increíble eso. Esto lleva años. Me
he preguntado muchas veces el porqué de esto, porque no es fácil estar solo en la vida sin una
compañera tantos años: los mismos amigos te dan la espalda. Todo el mundo hablando mal de
ti, ¿a quién le gusta eso?
Alusión al programa Por nuestros campos y ciudades, de Radio Progreso, dedicado a temas de salud.
*
»En realidad en mi caso yo no lo hago porque me da la gana sino porque es como una droga,
una cosa que está superior a mí, yo no puedo con eso. Cada año es peor todavía. Porque ya llega
un momento en que yo por lo menos —por lo menos mi caso—… en que ya yo no siento nada
con una mujer ni en realidad en hacerlo en mi casa escondido, no me funciona. Entiendes.
Solamente me queda esa forma, no me queda otra.
—Siempre dices que en «tu caso». ¿Crees que otros no están obligados?
—Bueno, esto no ha de ser por gracia. Los otros también deben de tener su problema, porque
los hay que han tenido mil mujeres y siguen en eso. Hay otros que tienen novia, y la novia
cayéndoles atrás, sabiendo que están en eso, y ellos siguen. Otros que se han casado y
divorciado mil veces. Cada uno tiene su historia diferente pero debe de ser lo mismo, porque
cómo tú vas a tener mujer para estar en la locura esa, vaya, no sé en el problema ese, no es fácil.
Eso no es normal. Sabemos que ahí lo que te buscas son problemas, multas y dejas de
desarrollarte en el mundo… Ah, y otra cosa: el sida también hace que mucha gente se meta en
esto. Yo mismo. Había una chamaca que tenía delirio conmigo, pero se contagió y ya no existe.
¡Imagínate!
Toma 2: Expertos en primer plano
DOCTOR JULIO FERNÁNDEZ BULTÉ (PROFESOR T ITULAR DE LA F ACULTAD DE DERECHO DE LA
UNIVERSIDAD DE LA HABANA). El exhibicionista puro, el que produce ultraje sexual, exhibe
o hace actos deshonestos, hace actos obscenos, no puede ser confundido con el que comete
abusos lascivos, el que viene a tocar. No puede ser confundido con el violador, cuya víctima
sufre un impacto mayor, una ofensa mayor, un deterioro mayor de su libertad personal: es una
agresión mucho más seve-ra... Para nosotros no cabe la menor duda de que hay una patología
en muchos de estos individuos exhibicionistas. Ha habido gente que no tiene esa conducta
patológica sino que son gente maleducada, grosera, machista, con un peque-ño ingrediente de
narcisismo. Creo que es un exhibicionismo ofensivo, chabacano; yo diría que agresivo en ese
sentido de: «Mírame, disfrútame, porque yo soy el machazo de la pelícu-la». La represión
parece inevitable porque la sociedad tiene que defenderse de agresiones de esta naturaleza,
pero no es la solución la represiva. La solución es educativa en un grupo de gente y
psicológica en otro grupo de gente.
PRESBÍTERO FERNANDO DE LA VEGA (VICARIO INDICIAL Y VICECANCILLER DE LA
ARQUIDIÓCESIS DE LA HABANA). Hay que preguntarse por qué no se encauza por la vía
normal el uso de los órganos sexuales sino que queda en esta etapa un tanto extraña. ¿Hay
algo en las mujeres, hay algo en el ambiente, hay algo en la educación, tiene que ver algo con
una educación alejada del hogar, con las becas, con el servicio militar? ¿Tiene que ver con la
forma de conducta, de comportarse las mujeres? ¿Tiene que ver con un machismo excesivo
del hombre latinoamericano en general y el cubano incluido? ¿Tiene que ver con el erotismo,
con poner el sexo como el centro de la vida, el centro de los placeres, el centro de la
realización de la persona humana? Castigar por castigar tiene su valor porque, bueno, evita
que quizás se vuelva a hacer, pero ¿hasta dónde? Hay que coger el toro por los cuernos, no
seguir encubriendo situaciones y haciendo como el avestruz, enterrando la cabeza en la arena
y diciendo: «No, eso es minoritario, esos son casos raros. Esos son enfermos, esos son pobres
personas». Yo creo que la cosa es más compleja que todo eso. **
DOCTOR ÁNGEL LUIS GARCÍA FERREIRO (ESPECIALISTA EN SEGUNDO GRADO EN PSIQUIATRÍA,
HOSPITAL PSIQUIÁTRICO PROVINCIAL DE VILLA CLARA). Los trastornos de personalidad
siempre han sido muy discutidos para precisar si se trata de enfermos o no. Cumplen una serie
de pautas por las que se les incluye en las clasificaciones de trastornos psiquiátricos en todos
los manuales especializados; pero, desde un punto de vista médico-legal ellos son
responsables de sus actos: tienen capacidad de comprender su conducta; sus actos son
socialmente reprobables. El individuo exhibicionista puede llevar una vida sexual activa, que
no le satisface como la exhibición. De hecho, lo que persigue no es el contacto físico con la
persona a la que muestra sus genitales sino que siente placer, se excita mucho más, cuando su
víctima se asusta, se aterra… Sin embargo, si lo vemos desde un punto de vista
psicopatológico, ese individuo no tiene sus necesidades sexuales satisfechas. Se tiene que
catalogar como un trastorno, igual que aquel que solo se satisface mediante el bestialismo o la
masturbación. Pero «trastorno» no quiere decir enfermedad: en todas estas clasificaciones se
excluye al psicótico que practica una actividad exhibicionista respondiendo a su psicosis. En
la psiquiatría forense hemos visto casos de exhibicionistas que —aunque están conscientes de
que lo que hacen está mal hecho— alegan que no lo pueden evitar, que eso les da más placer
que una relación normal. Y no es frecuente que pidan ayuda terapéutica: es raro que algo que
genere placer te lleve a pedir ayuda. Lo mismo pasa con alcohólicos y drogadictos. Yo creo
que a un exhibicionista se le puede atender: buscar para él un tratamiento, por ejemplo:
psicoterapia conductual. Pero en cuarenta años que llevo ejerciendo la psiquiatría no conozco
el primer caso de exhibicionista que venga a solicitar mi ayuda terapéutica.
Estas dos versiones recogen los comentarios ofrecidos por el doctor Bulté y el presbítero De la Vega a través del
documental Mírame, mi amor (Icaic, 2002, 25’. Guión y dirección: Marilyn Solaya. Dirección de fotografía: Raúl
Pérez Ureta. Edición: Gladys Cambre. Sonido: Raúl Amargot. Producción: Francisco Álvarez). El resto de las
entrevistas fueron realizadas por el autor.
**
Toma 3: Disolvencia
Es triste que en los créditos de un filme no podamos incluir el nombre verdadero del actor
principal, como sucede aquí con ese joven al que convencionalmente hemos llamado Pepín…
Es triste que el exhibicionismo y otros males proliferen tranquilamente en las salas de cine y
continúen restándoles público… Es triste que tengamos pocas respuestas y demasiadas
preguntas.
¿Existirá un remedio legal a este problema? ¿Cuál y cuándo? ¿Existirá, científicamente, una
manera exacta de discernir cuánto hay de victimario y cuánto de víctima en cada miembro de
ese ejército creciente de exhibicionistas que invade las instalaciones cinematográficas? ¿Se
encontrará una definitiva explicación para el asunto? ¿Habrá una fórmula para prevenir y no
tener que acudir a soluciones represivas?...
Si usted, en plena función, encendiera una sala de cine como la del Camilo Cienfuegos, en
Santa Clara, se llevará —ya lo sabemos, más de una sorpresa. Por ahora, las luces continúan
apagadas.
El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos presenta
«Yo nunca he visto Casablanca»
Ah, cómicos de ayer, pobres amigos!
FINA GARCÍA MARRUZ
Interior. Día
I. 1. Sala de cine
Paneo sobre el público. Semipenumbra. Rostros arrobados mientras, se escucha en off típica
banda sonora de melodrama mexicano de los años cuarenta. Big close up de un espectador. De
pronto falta un fragmento del metraje y salta el diálogo. El hombre grita.
ESPECTADOR
¡Borracho, suelta la botella!
(Risas. Luego pasos.)
Plano fijo de un pasillo entre las lunetas. Una anciana se acerca. Llega frente al personaje que
gritó desde el público. Close up de la anciana.
ANCIANA
Oiga, yo soy la mamá del proyeccionista y tuve que planchar mucha ropa para cuidarlo. Mi hijo
no es ningún borracho porque él nunca ha probado la bebida.
II. Exterior. Día (Flash-back)
II. 1 / Campo
Plano general en blanco y negro: humilde asentamiento campesino de los años veinte del pasado
siglo.
NARRADOR (en off)
Yo viví la época de Machado. Andaba descalzo. Recuerdo que los domingos mi mamá me daba
un medio para venir al cine y que se estaba poniendo una serie de episodios: uno cada semana.
Se llamaba La mano que aprieta. Salía una sombra que tú no sabías quién era: había veinte
sospechosos. El día del último capítulo mi mamá lloró mucho porque no me pudo dar el medio
para el cine. Eso fue duro, duro.
III. Interior. Día.
III. 1 / Sala de cine
Plano medio, donde aparecen los dos personajes del inicio. El hombre tiene expresión de
bochorno.
ESPECTADOR
¡Ay!, perdone, señora… Es que estoy emocionado con una escena, entonces me cortan la
película. Perdóneme, perdóneme…
(Disolvencia.)
NARRADOR (en off)
Nunca más vino al cine.
THE END
Lo que el viento se llevó
Bueno, nací en la finca Sagüita, perteneciente a Báez, eso fue en 1921. Vine para Santa Clara
después del machadato.
Antes el campesino pasaba mucho trabajo: le pagaban cinco pesos por un quintal de tabaco.
Yo vi desahucios. Vi una casa que quemaron y mandaron la gente al camino real. A mí mismo,
cuando trabajé en un bar-correo, en los años treinta, me botaron porque el dueño tenía
relaciones con una empleada, y los sorprendí sin querer. Y al otro día:
—No, ya no puede seguir aquí.
—Sí —contesté, porque tengo una lengüita dura—: Usted me botó porque lo vi con Fulana;
pero yo soy un hombrecito, y no lo iba a decir.
—No, no fue por eso.
Y no se me olvidó. Cuando triunfó la Revolución, cuando le intervinieron, le refresqué la
memoria:
—Me pagaste la que me hiciste. Te pasaron la cuenta.
Entonces, soy de origen campesino. Mi abuelo paterno, Indalecio Cárdenas Alfonso, combatió
en las tres guerras de independencia y fue ayudante del general Chucho Monteagudo. Mi papá
estudió en Santa Clara hasta que lo hicieron bachiller. Ser bachiller en esa época era algo
extraordinario; pero no pudo nunca coger carrera; era pobre: no tenía. Y entonces él primero se
casó en el campo y luego se mudó para aquí. Ya venía yo que era el mayor, después los otros.
Mi abuelo lo metió en la policía; pero papá tuvo problemas por ser muy progresista. Lo
mandaron a darle unos galletazos a un borracho, y se negó. Y estuvo preso. Mi abuelo mambí,
con sus influencias, logró sacarlo de aquí y lo llevó para el campo. Y ahí siguió la familia:
llegamos a seis hermanos.
Mi papá era repentista y, además, un carpintero que lo mismo te hacía un mueble que un yugo,
que una casa, una mesa, una guitarra. Cantaba, tocaba de oído: guitarra, tres, filarmónica, piano.
Mas cuando aquello el asma cardiaca no tenía los medicamentos de ahora, y murió en 1947.
Entonces vine para el pueblo con mamá y mis hermanos. Los más grandes se ubicaron, y yo
seguí con ella, criando a los demás. Por eso los chiquitos me ven como a un padre. Y —
después de una serie de cosas que se hacen normalmente: cargar maletas, vender periódicos,
limpiar zapatos, ¡nunca robar ni pedir!— un vecino me dijo:
—Oye, ¿tú quieres trabajar en el cine?
Entré en el Villaclara en 1936. Me pusieron a repartir cuatro mil programas: media ciudad,
casa por casa, desde Buenviaje hasta el ferrocarril. Autorizaron a un muchacho que me ayudara
y le daban la entrada en el cine, que valía un medio. Yo cogía una calle y viraba por la otra;
cogía por la otra y viraba por la de más allá. Entonces, si algún espectador se quejaba de que yo
no le tiraba el programa, me dejaban cesante. Pues resulta que había un mecánico de pianos en
la calle Buenviaje que era muy «requisito», muy burgués: ahí se vivía muy bueno. Y se quejó de
que no le tiré el programa. Me salvé porque cuando investigaron se supo que la criada estaba
limpiando, y le cayó en lo de limpiar y lo botó.
Ya a mí me interesaba mucho el cine. Cuando no trabajaba, iba a ver las películas y me paraba
ahí frente a la cabina, hasta que un día me preguntan:
—Chico, ¿quieres aprender?
Antes había un jefe de cabina (el técnico), un operador (el ayudante) y un mecánico para el
mantenimiento. Todos los cambios de rollo se hacían manuales, y me puse ahí a virar rollos.
Estuve cuatro años ahí, después de que me hicieron las pruebas. Ya era ayudante de
proyeccionista y ganaba dos veinte a la semana.
Lo mío era virar rollos y ayudar a los cambios, que se hacían manuales. Uno abría, echaba a
andar el proyector, y otro lo apagaba; pero ahora se hace mecánicamente. Tú aprietas un botón,
y así se cierra allá y se abre acá: dos proyectores. Antes había que cortar la proyección. El rollo
tenía unas marquitas: un aviso para arrancar el segundo proyector y otra para cambiar. Ah, y
teníamos que completar ocho horas de funciones: si terminabas un poquito antes, te decían:
—Agréguele un documental ahí.
Así andaban las cosas. Entonces, cuando terminé mi curso de aprendiz, el dueño se sentó
conmigo:
—Vamos a ver una película.
Y, cuando terminamos:
—¿Le gustó?
—Sí.
—Estaba bien proyectada, ¿verdad? ¿Y se oía bien?
—Sí.
—Bueno, cuando usted vaya para allá arriba, no le haga al espectador lo que no le gusta que le
hagan a usted.
Eso se me pegó y nunca se me ha despegado.
Cuando aquello… ¿usted ve que ahora la gente nada más quiere aire acondicionado? Pues
cuando aquello había un ventiladorcito, y se metían novecientas personas. Salían que parecían
camarones, pero por nada del mundo se perdían las películas mexicanas. De toda esa etapa
recuerdo miles de anécdotas. Por ejemplo, cuando se estrenó El gran dictador, la empresa cogió
un hombre y lo disfrazó de Chaplin: ¡Charles Chaplin entrando en carro a Santa Clara!…
Debo explicarle que considero a Chaplin el genio del cine: un hombre que, por principios, se
fue de los Estados Unidos. Que componía una música inolvidable. Que improvisaba las
comedias, pues se paraba ahí sin guión. Que tuvo el valor de denunciar el capitalismo: recuerde
Tiempos modernos. Y con El gran dictador —en pleno fascismo— ridiculizó a Hitler: se la
jugó.
En uno de mis viajes a La Habana, resultó que estaban exhibiendo La rebelión de los
colgados, y a la entrada del cine guindaron unos muñecos. Ya estaba la lucha andando. Y se me
ocurre decirle al dueño, que iba conmigo siempre:
—Vamos a pedir prestados los muñecos esos para ponerlos allá.
Entonces trajimos la película y pusimos los colgados; pero ese día, en Matanzas, atacaron el
cuartel Goicuría. Por supuesto, la policía se llevó preso al administrador.
Y conocí a muchas figuras. A Jorge Negrete lo traté de «buenas» pero con Pedro Infante sí
hablé, y fui con el Mariachi Vargas a dar una serenata. ¡Tengo tantos recuerdos!: cuando nos
retratamos con Libertad Lamarque, y las fotos no salieron; cuando Tintán iba a actuar y se nos
desapareció. Cortina, el dueño, estaba ya al halarse los pelos, con el público arriba. Llegó por
fin, muy tarde. Sin embargo, se pasó dos horas cantando y bailando y se echó al público en un
bolsillo… Vino Miguel Ligero, el español de La verbena de la paloma. También Lorenzo
Barcelata, Los Panchos, el Indio Araucano, Lucho Gatica, Rosita Fornés, casi niña… Y todos
ellos trabajaron en el Villaclara.
También me acuerdo de Alejandro Oms, ese gran pelotero, que venía mucho al cine. A él le
dieron un golpe en la cabeza, y fue perdiendo la vista. Llegaba con sus espejuelos prietos y se
sentaba por la noche ahí. Cuando jugaban el Almendares, el Marianao y esos clubes, la gente
comentaba:
—Alejandro, Fulano dio un hit; Mengano dio un jonrón.
—No —les rectificaba—: a Fulano le salió un jit… le salió un jonrón, porque, si lo diera, todo
el mundo diera jonrón…
¿A quién no habré conocido en este trabajo?
Yo amo mi profesión porque, chico, al cine se le dice el «séptimo arte». Y me intereso por las
artes: la pintura, la música, los libros. ¿Quién me enseñó literatura? La maestra de mi escuela,
porque una vez nos robamos unos melones y, cuando fuimos a verlos, dijeron:
—¿Cómo sabemos los que están maduros?
—Fácil: con un palito —sugerí yo.
Los virábamos boca abajo y les metíamos el palito y después los volvíamos, por eso se
secaron los melones. La maestra se enteró y ¿usted sabe cuál fue el castigo que nos puso durante
un mes? Leer Los miserables.
Aquí había un señor al que le decían «El padre de la crítica»: José Manuel Valdés Rodríguez.
Él dio cine-debates en Santa Clara. Y después aquí en la universidad, hubo mucho cine-debate
donde proyectaron el Quijote soviético, Mañana lloraré, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?...
Así aprendí de los críticos y siempre leí mucho de cine. Leía la revista Cine Cubano que ahora
no la puedo comprar porque vale cinco pesos. Y vi muchas buenas películas, como Lo que el
viento se llevó, que no envejece nunca y ya ha pasado por todas las técnicas.
Una vez me sacaron la cuenta y resultó que he visto como sesenta mil películas. Sin embargo,
le voy a decir una cosa que no la va a creer: yo nunca he visto Casablanca.
Pero tengo muchísimas preferidas, sobre todo del género sentimental. Una es Los puentes de
Madison. Además, tuve la suerte de ver El salario del miedo, Las diabólicas, El gran Ziegfield,
Intolerancia, Los nibelungos, Cantando bajo la lluvia… Bueno, y Cinema Paradiso,* que me
impactó.
De las actrices, me quedo con Bette Davis y Joan Crawford. De los hombres, con Humprhey
Bogart y Paul Muni, el que hizo de Benito Juárez.
Cinema Paradiso (1988), conmovedor filme del director italiano Giuseppe Tornatore, ganador de los más
codiciados premios internacionales de cine. Narra la historia de la amistad entre un niño y un anciano proyeccionista.
*
Y de los directores me gustan mucho Hitchcock, Kubrick, George Cukor, Michael Curtiz y
Elia Kazan —que era muy bueno, aunque se volvió chismoso y (cuando el macartismo), vendió
a los compañeros. Y de ahora: Scorcese, Milos Forman. Hay muchos buenos, casi todos
emigrantes. Ah, se me olvidaba el alemán Fritz Lang, el que dirigió Furia y La mujer del
cuadro. Los hay buenos ahora, pero no son aquellos directores: tienen la técnica.
Pienso que la técnica desvirtúa mucho las cosas. Veo La guerra de las galaxias y no me
motiva, porque ya sé que hay un alambrito aquí, y allá una navecita corriendo por un puentecito.
Antes no: antes te hacían el puente, como en Un puente sobre el río Kwai.
A mí me gusta lo que sea de cine. No lo he estudiado en la universidad. Fue leyendo, leyendo,
y leyendo. No sé si usted sabe esto que le voy a decir: siete escenas que son las siete maravillas
del cine: la inundación en la película Llegaron las lluvias; la tempestad de arena en Suez; el
incendio de El viejo Chicago —por una vaca se quemó Chicago—; la escena de El terremoto de
San Francisco, donde se abre la tierra; un huracán que se hace en la película Huracán; una
tempestad de langostas, de esos bichitos, en Madre Tierra, y la séptima es en El despertar del
mundo, una escena de unos dinosaurios. Bueno, y la octava maravilla, que es King Kong.
¿Usted no sabía eso?
Cinema Paradiso
En la memoria del Secre —esa otra pantalla, de milímetros incontables— retumba un diálogo
sostenido por el viejo Alfredo con el pequeño Totó en Cinema Paradiso. Hablan en la cabina de
proyección. En la pared del fondo cuelga un afiche de Casablanca.
ALFREDO
Comencé en este oficio a los diez años. En aquella época no había máquinas modernas. Las
películas eran mudas. El proyector se giraba a mano, así: con una manivela. ¡Y era dura esa
maldita manivela! Y si uno se cansaba y perdía velocidad, de pronto… ¡brum!, se quemaba
todo.
TOTÓ
Alfredo, ¿por qué no me enseñas? Ahora que no hay manivela es mucho más fácil.
ALFREDO
Porque no quiero. No es trabajo para ti. Eres como un esclavo y estás siempre solo. Ves cien
veces la misma película porque no tienes otra cosa. Comienzas a hablar con Greta Garbo y
Tyrone Power como un loco. Debes trabajar muy duro. Incluso en las fiestas: Pascuas, Navidad.
Solo tienes libre el Viernes Santo. Y créeme: si a Jesús no lo hubieran crucificado, trabajarías el
Viernes Santo también.
TOTÓ
Entonces, ¿por qué no cambias de trabajo?
ALFREDO
Ah, ja, je, je, je. Porque soy un tonto. ¿Quién más en este pueblo sabría usar el proyector?
No, bueno, esa película, Cinema Paradiso, cuando la vi me dieron ganas de llorar porque tiene
hasta la parte de cuando el cine se derrumba: me acordé del Villaclara. Y todas las cosas que se
ven ahí, tan bien copiadas del cine: los que cuentan el argumento, los que se duermen, los
masturbadores, la parte de cuando la película la están poniendo en dos salas, que se llevan rollo
a rollo. La gente que, cuando había una protesta, había que devolverle el dinero. Se plantea la
censura. Aquí existía para eso una comisión en La Habana, a la que le decíamos «la barbería».
A mí Cinema Paradiso me recuerda mucho a Raúl Rodríguez Cabrera, el director de
fotografía. Pues Raúl tenía la situación de que sus padres se fueron de Cuba, y él no se quiso ir.
A él le encantaba el cine, y se asomaba a la cabina de nosotros. Por eso un día el compañero me
dice:
—Chico, vamos a enseñar a ese muchacho. ¡A él le gusta tanto!
Y lo pusimos a virar rollos. Trabajó un tiempo de misceláneo aquí hasta que cogió una beca
en La Habana, una beca a pulmón. Ahora Raúl ha ido, por ejemplo, a Colombia, donde dijo en
una revista que yo había sido su maestro. Cuando el despegue de Tamayo, el que entró al centro
espacial de la Unión Soviética, fue Raúl. Y de uno de de sus viajes a México, me trajo esa
película, Cinema Paradiso, que representa tanto para él y para mí.
IV. Exterior. Día
Sucesión de planos de archivo: Entrada del cine Villaclara. Close up de Lázaro Peña. Primera
plana del periódico Hoy. La Caravana de la Libertad. Fotogramas de clásicos del cine soviético.
Presentación de los estudios de Sovexportfilm. Prisioneros de Girón. Público entrando a salas de
cine. Imá-genes típicas de Cuba revolucionaria. Caída del muro de Berlín. Fuera del cuadro, el
narrador explica:
NARRADOR
El momento más feliz de mi vida, no es de cineasta, es cuando triunfa la Revolución, porque yo
fui luchador comunista. Vi las ideas de Fidel. Vi lo que había antes aquí. Antes de 1959
pertenecí a un grupito de comunistas en el cine Villaclara, donde nos visitaban Lázaro Peña,
Blas Roca, Carneado. A Carneado lo escondimos como dos meses detrás de la pantalla. Y
cuando había problemas, el mismo partido te desafiliaba para que no te botaran del trabajo.
Claro: después te volvías a afiliar. Yo, incluso, era suscriptor del periódico Hoy. Al triunfar la
Revolución, lo primero que se hace es poner una semana de cine soviético, con todas esas
películas: La madre, El idiota, El lago de los cisnes, Iván el Terrible, El acorazado Potemkin.
En seguida la reacción que había aquí nos empezó a acusar de comunistas. Tuvimos que luchar
mucho para cambiar la mente de los trabajadores, que veían el comunismo como un fantasma.
Mire, aquí todavía hay porteros que comentan: «La película es rusa»; quieren decir que es mala,
porque nos criaron en ese ambiente. Pues bien, ya nos habían quitado la cuota azucarera cuando
sufrimos el ataque de Girón, donde se prohibió la filmografía norteamericana. El Icaic tuvo que
arrancar con cine soviético. Se implantó la función continua para darle facilidad al público; se
repararon muchos cines. En casi todos los pueblos se construyeron salas; se cambió la
tecnología. Vino el sonido estereofónico. Todo iba bien: los horarios, la gente… Se ponían siete
películas distintas para que tú pudieras ir los siete días al cine. Y después de que había
propaganda, avances, fotos y sinopsis, pues llegó el batacazo del campo socialista. Entonces nos
quedamos a pie y sin equipos.
KONIEC
Memorias del subdesarrollo
Sí, la historia del cine siempre se escribe a partir de los grandes directores, pero también pudiera
hacerse con la evolución de los medios y las técnicas de proyección. Porque, mira, primero pasó
el sistema plano, normal, de las películas con los subtítulos pegaditos abajo, que no las podías
poner después en el sistema panorámico, que te aumentaba la pantalla. Se creó un nuevo lente
para el sistema panorámico y ¿qué pasa?, que al hacer el formato grande, tenías que ampliar
mucho, y se perdía calidad. Solución: tomar la imagen distorsionada, larga. Entonces con un
lente anamórfico, que comprime la imagen, se resolvía; pero ahí una cosa redonda no se ve
redonda. Por ejemplo: las ruedas parecen aplastadas. También pasaron el sistema de setenta
milímetros —con unas piezas adicionales para el proyector y unas películas el doble de anchas,
que pesaban un quintal—; el vistavisión —donde una escena a cincuenta kilómetros la veías a
foco, que te corría el cuadro horizontal— y el cinerama, que requería de tres proyectores y se
usaba nada más para documentales: cuando arrancaba la proyección, el público creía que estaba
dentro de aquello.
Muchos de esos avances resultaron carísimos, no progresaron. Y eso aquí no podía
mantenerse, porque la industria de los exhibidores era pobre: uno con un chinchalito aquí, otro
con un chinchalito allá… Y, por ejemplo, el dueño del Caridad y del cine Martí era Negrete, que
tenía además una mueblería y una finca: no vivía de esto. Todos vivían de otros negocios, no del
cine, porque se los comía la compañía de películas. Había que darle el cuarenta por ciento de la
recaudación al distribuidor. Tenías que pagar el transporte y un alquiler por los avances: un peso
si en colores; en blanco y negro, cincuenta centavos. Tenías que alquilar fotos, comprar carteles.
Todo eso se descontaba, y después se sacaba el cuarenta por ciento. Cuando venía Un puente
sobre el río Kwai, o una cubana, te decían que al cincuenta. Traían, por ejemplo, Lo que el
viento se llevó y te imponían que después de cien pesos aumentaba al cincuenta y uno por
ciento; después de tanto, al cincuenta y dos; y así, hasta que el empresario paraba la venta de
papeletas para que los impuestos no subieran. ¡Todo iba para allá! Sí había, por ejemplo, en La
Habana, algún propietario de seis o siete cines —de un circuito— o en Santiago de Cuba, pero
aquí no…
Que yo sepa, la técnica que ha venido ahora —la vi en fotografías— tiene el sonido aparte: no
grabado en la cinta sino en otro disco, que está sincronizado. Pero eso también falla, según me
contaron unos alemanes que me tomaron un documental, y nunca más supe de ellos.
Yo creo que alguien tendrá que escribir la historia del proyector, con todo eso. Y hasta la
historia del público, que también ha tenido sus etapas.
Ahora se ha echado a perder. Por lo menos a mí me han dicho de todo. Mire, yo tomaba agua
en una botella. Por la ventana se veía, y me gritaban:
—¡Borracho, suelta la botella!
Un día me dije: «Es verdad. Cualquiera cree que estoy bebiendo aguardiente». Entonces
empecé a traer el agua en un porrón. Y en seguida me gritan:
—Vaya, borracho, ya no lo traes en botella; ahora lo traes en porrón.
Antes el público era más respetuoso. Había cierto nivel en los espectadores, y —aunque no les
gustara— no hacían bulla. Vaya, en una película de emoción la gente tiraba piñazos, pero no
había la mala palabra. Había sonadores, sí, que eran menos. Pero mire, le voy a contar otra
anécdota: nosotros poníamos de todo, hasta óperas con el famoso cantante Benjamino Gigli, y la
pequeña burguesía entraba para darse vista, de que tenía nivel cultural. Un día uno me dijo:
—Oye, compadre, me metiste un purgante anoche. Yo no entiendo eso: cantado todo.
—¿Y por qué no te fuiste?
—Muchacho, ¡si yo me paro, y ven que me fui, van a decir que soy analfabeto!
Nuestros años felices
Yo no tenía técnica ninguna hasta que triunfó la Revolución. No conocía la intermitencia, la
cruz de malta, la función de la veleta... Sabía lo puramente práctico. Ya con el curso que recibí
en 1965 completé los conocimientos técnicos: que pasan veinticuatro cuadros por segundo; que
novecientos pies se llevan diez minutos; que cada fotograma tiene cuatro perforaciones; que si
el proyector está fuera de tiempo, adelantado, las letras se chorrean para arriba…
Muchas cosas que debes dominar. Aunque, eso sí, lo primero que tiene que hacer el
proyeccionista cuando entra a la cabina es comprobar si la película anunciada es la que vino.
Revisar rollo por rollo, porque se ha dado el caso de que se equivocan en el almacén y te los
truecan. Si el 1 te lo ponen en el 4, ¡eso sí es un rollo!
Y ¿usted ve los recursos que se gastan en una filmación?, pues un proyeccionista la echa a
perder en un momento: nada más con desenfocarla.
Segundo paso importante: probar el equipo, comprobar si arranca, si tiene proyección. Si
espero que entre la gente y, cuando enciendo, no funciona, el auditorio se molesta, y hay que
devolverle el dinero.
Este trabajo lleva muchísimos detalles. Hay que tener un especial cuidado al restaurar las
copias. Si vas a cortar un pedazo, velar que no interfiera el argumento. Ver si no está rallado el
sonido, si las pegaduras están mal hechas —existen de tres tipos: ciega, con ventana, y por el
cuadro—, pues si cuando usted pega, tapa algún huequito, cuando la cinta pasa por los dientes,
salta.
Yo monto el primer rollo, pongo el segundo, arranco con el uno. Cuando ese va a acabarse,
me tengo que parar delante de los proyectores. El rollo trae sus señalitas. Una a un pie de la cola
y la otra a once pies. En cuanto veo la primera marca, tengo que arrancar el segundo proyector,
y cuando salga la segunda, apretar el cambio automático. Antes cambiábamos a mano. Tac. Ahí
se apaga el proyector este y se enciende aquel. Monto el que sigue y tengo que virar el primer
rollo para la próxima tanda.
Ah, otra cosa: saber las condiciones porque el material se deteriora: pasa de la 1 a la 2, a la 3,
a la 4. La 1 es nueva sin rayas, la 2 ya tiene sus rayitas, la 3 está dura, a la 4 le falta metraje. Esa
se puede exhibir siempre y cuando no afecte el entendimiento. A un libro le puede faltar una
página; pero no la del clímax, donde dicen quién es el asesino ¿verdad?
Eso es lo que he aprendido, y lo que he enseñado a muchos otros.
Bueno, resulta que al triunfo de la Revolución me nombraron secretario general del Sindicato
de Espectáculos en el cine Villaclara. Entonces la gente me empezó a decir «secretario,
secretario» y no sé a quién se le ocurrió abreviarme el título a: «secre, secre…», y se quedó.
Mucha gente no me conoce por Rolando, mi verdadero nombre: Rolando Cárdenas Marcial.
Yo viví intensamente aquella etapa de la transición en los cines, cuando desaparecieron las
viejas compañías, y casi todo el mundo entregó sus películas. Aquí no se le cogieron las
películas a nadie: recuerdo que a la Pelimex, que distribuía las de México, se le entregaron las
suyas. El que se fue y las dejó, bueno, el Icaic se hizo cargo y aprovechó lo que servía.
Trabajé en la capacitación de muchos proyeccionistas, incluidos los de la Sección Fílmica del
Ejército Central.
Conocí al Che, a Fidel, a Camilo, a Ramiro… Almeida venía mucho, aunque no tuve tanta
relación con Almeida. Aquí al principio hubo un problema cuando Calixto Morales fue el
primer gobernador que tuvimos, y unió los paseos de los negros y los blancos en el parque
central. Aquel momento era muy prematuro para los cambios drásticos, y entonces vino
Almeida y timoneó las cosas: iba a la barbería, conversaba con los porteros de los cines…
Mire: otra anécdota. Yo fui vanguardia nacional, por lo que me llevaron a una recepción en el
Ministerio de Cultura. Ya Hart era el ministro. Estaban Chappotín, Manolo Ortega, Iris Dávila,
toda la gente grande aquella. Armando Hart se acerca y me pregunta:
—¿Usted es el Secre?
Cuando Solás filmó Lucía, todas las noches venía con lo filmado en el día a probarlo ahí en el
Villaclara, después de la función. Luego Manolo Pérez terminó El hombre de Maisinicú, y tuve
que ir a proyectarla a Trinidad, en la premiere.
Cinema Paradiso
Frente a las ruinas del Nuevo Cine Paraíso, se detuvo el cortejo fúnebre de Alfredo. Totó —ya
convertido en el respetable señor Salvatore di Vita— halló entre los envejecidos dolientes a su
antiguo colega Ciccio Spaccafico.
TOTÓ
¿Cuánto hace que cerró?
CICCIO
Ah… En mayo se cumplen seis años. Ya no venía nadie. Lo sabe mejor que yo: la crisis. La
televisión. Los vídeos. Ahora el cine es solo un recuerdo. Lo compró el Municipio para hacer un
estacionamiento. Lo demolerán el sábado. Es una lástima.
Tiempos modernos
De más acá tengo también historias.
Yo iba a La Habana todos los meses a buscar la programación y un día veo un afiche de un
ballet y se me ocurre preguntar:
—Chico, ¿tú tienes muchas películas de ballet aquí?
—Tengo muchísimas, aunque nadie las pide.
—Las voy a poner en Santa Clara.
—¿Tú estás loco? Eso no lo quiere nadie.
—Bueno, vamos a ver, porque allá hay una escuela de Ballet.
Vengo y programo como siete películas: El lago de los cines, Ana Pavlova… Y el director de
aquí me dice:
—Oye, ¿estás loco? Me embarcaste.
—Yo las traje a conciencia. Si usted no las quiere, digo que no.
—No, déjalas ahí, yo quiero que un día te escaches, porque tú nunca pierdes.
Y me las deja, y yo le aviso a Elsita Lanuza, una profesora de Ballet. ¡Los muchachos
brincaron y gritaron! Usted sabe que los alumnos de Ballet se emocionan y lloran con los
personajes. Óigame, al mes, cuando terminé el ciclo, me pro-medió a doscientos cincuenta
espectadores por tanda. Fíjese que el compañero de La Habana le vendió la idea a Santiago,
Cienfuegos y Camagüey.
Olvídese: la gente va cuando le gusta la película; la ve en pantalla grande, con mejor sonido
que el vídeo. Aparte de que esas grandes recaudaciones no las puedes hacer con una sala de
vídeo. Los novecientos millones que recaudó Titanic, eso no lo hacen con vídeo. Qué va. ¡Yo
estoy loco por ver Gladiador en pantalla grande!
Y el cine lo que mejora es la técnica. Antes te mandaban una cinta en nitrato de celulosa, que
te cogía candela; después vino otra que no se quemaba… En Cinema Paradiso sale eso. Ahora
hay una en poliéster, que se rompe el proyector y no se rompe la película.
Bueno, me retiré en 1991. Enseguidita me necesitaron y regresé. Incluso, aquí en la sala del
Centro Provincial de Cine, inventé una cinematequita.
¿Usted vio La sorpresa, verdad? ¿No leyó la novela? La novela decía que el pescador tenía
que poner buena carnada. ¿Qué hago yo? Programo a Alain Delon: Tres hombres para matar,
Por la piel de un policía, La jaula del amor. Y atrás, entonces, pongo La batalla de Argel,
Luces de la ciudad, otras de Chaplin. Y, más atrás, las cinco partes de Liberación. El primer día
ingresé catorce pesos. Nunca más. Después hubo noches que completé la capacidad del cine. Y
fui educando a la gente, hasta me enfermé, y se interrumpieron esas funciones nocturnas.
Entonces, aquí estoy: jubilado, pero dando mi vuelta por el Centro, porque hasta el médico me
ha recomendado que me mantenga activo.
V. Interior. Día
V. 1 / Cabina de proyección
Medium close up del Secre. Zoom in mientras habla a la cámara.
SECRE
No, de mi vida particular no. Eso no. Tuve mis aventuras, como todo el mundo, aunque siempre
respetando…
V. 2 / Exterior. Noche. Calle de Santa Clara
(Música de Candilejas)
Anciano caminando. Travelling.
SECRE (en off)
Yo fui una noche al médico porque padezco de presión alta…
V. 3 / Interior. Noche. Cuerpo de guardia de un hospital
Paneo por la consulta. Plano americano con los dos personajes.
SECRE
Buenas noches, compañera, ¿usted tendría la amabilidad de tomarme la presión?
DOCTORA
A usted le hago lo que sea, porque yo creo que en los ocho años que llevo aquí, es la primera
vez que me dan las buenas noches.
(Disolvencia).
FIN
Tipógrafo: un oficio en extinción
«Aquí yo soy la Administración y el Sindicato»
La poesía empieza en todas partes
y termina siempre en los papeles.
LUIS ROGELIO NOGUERAS
—Valiño, ¿el linotipo aquel funciona?
—Aquello es una máquina de impresión. Aquí no hay linotipo.
—¿Cómo se llama esta imprenta?
—Imprenta Provincial de los CDR.
—Y específicamente, ¿cuál es su trabajo aquí?
—¡Todo! «Específicamente» todo el trabajo.
—Bueno, pero estará emplantillado con un nombre…
—Sí, claro: tipógrafo A, lo mismo que cajista.
—Supongo que tendrá por lo menos alguien que limpie el local.
—¡No, no! Yo también limpio. Trabajo solo, como te dije. Aquí yo soy la Administración y el
Sindicato…
Puertas adentro, el radio Silvertone, de bombillo, todavía funciona —solo hay que esperar
unos minutos hasta que se caliente—, no así el vetusto refrigerador Leonard. Las máquinas
impresoras Chandler ya cumplieron un siglo. La guillotina, alemana, fue fabricada en la década
de los treinta, seis lustros antes que la moderna presilladora polaca. El almanaque lleva las
fechas de 1984. Y al centro de este escenario, ya convertido en su reino natural, al lado del
cartel que avisa: «No se regala papel. No moleste», Pedro José Valiño Sáez luce la misma
sonrisa de cuando tuvo veinte años.
—El día que me retire pudieran intentar encontrar a uno que se quede aquí. Yo sí no tengo
«reserva de cuadros». Nadie. Nadie. Es muy difícil formar a alguien para un oficio en extinción.
Aunque le duele tanto tiempo que lleva sin ver una caja nueva de letras —esa otra familia
suya, de metal—, miles de antiguos tipos sueltos siguen guardando para él en el mutismo todos
los grandes sustantivos de su vida. Con sus brazos fornidos, Valiño se seca el sudor de la frente
y va sacando una I, una M, una P, para formar en el componedor el más querido regalo que
recibió de nuestro idioma: la palabra «imprenta».
—Yo nací en Güinía, en 1936, pero desde pequeño me trasladé para aquí. Hice la primaria y
la superior para varones en una escuela de la calle Candelaria, la única que había en aquella
época. Y de ahí comencé, en 1951, a trabajar en una imprenta chiquita como esta, en el callejón
de los Ángeles. El dueño, Valdés Moya, pertenecía al Partido Ortodoxo. Recuerdo que lloraba
como un niño cuando la muerte de Chibás, algo que yo no alcanzaba a comprender, con mi
ignorancia política de entonces.
—¿Qué hacía usted, ya era tipógrafo?
—No, no, tú sabes que cuando aquello se empezaba más bien de mensajero, de ayudante. Así
empecé. Y al cabo de unos días comencé a ganar un «sueldazo» de cincuenta centavos semanales. Prometieron aumentarme otros cincuenta semanalmente, acuerdo que funcionó hasta los
cuatro pesos. Cuando llegué a cuatro pesos por semana, me dijeron: «La cosa está muy mala, y
entonces vamos a esperar ahí. No es ese el salario, pero vamos a esperar una mejora». Pero,
antes de que la cosa mejorara, me fui para la imprenta de García-Llansó, en Candelaria, que era
mucho más grande. Ahí había varios empleados, y ya
—como sabía hacer mis pininos—
comencé a parar letras, que es a lo que le llamamos componer. Me resultó bastante fácil porque
arrancamos con un libro de corte y costura. Lo emplanábamos entero: ciento y pico de planas
hojita a hojita; no llenas porque tenían muchas imágenes; pero abajo siempre llevaban una
leyenda grande. Ahí cogí buena práctica porque ese título lo hicimos una pila de veces. Se
imprimían también libros de bordar. Y todo a mano, porque aquí en Santa Clara creo que nada
más había un linotipo, en la imprenta La Nueva. En las demás, se paraba a mano unas cuantas
letras, ahí se volvía a distribuir y se volvía a parar. Y les salía barato, con uno ganando cinco o
seis pesos a la semana: ¡uno era un linotipo que tenían ahí! También aprendí a tirar en las
máquinas y, realmente, me hice tipógrafo. Entonces pasé a Impresos Idea, allá en el callejón de
La Pita. Después volví a la de García-Llansó, de donde salté a la imprenta Cubanacán, en la
calle Colón. Estando allí, llegó la Revolución, con las nacionalizaciones. Trabajé luego en un
taller de artes gráficas de la calle Independencia, en el periódico Vanguardia, y en una imprenta
que le armamos al Ministerio de Educación, hasta que en 1977 me trasladé para esta, y hasta
ahora. ¡Trabajé en tantos lugares! Y en cada uno aprendí un poco.
—Y durante ese prolongado recorrido de imprenta en imprenta, ¿nunca sintió la tentación de
abandonar el oficio?
—No. No. Jamás, jamás. Esto me gustó siempre, y me gusta más cada día. Lo aprecio mucho
porque este trabajo enseña: y es realmente importante, aunque ya ha ido en declive. Ya hay
otros métodos que van acabando con este sistema viejo, improductivo —al menos para asuntos
comerciales. En cambio, a un organismo le viene de perilla, porque los impresos están muy
caros, y aquí salen baratos, pues en este taller que tú ves trabajo yo solo, y lo hago todo…
Realmente he estado muy a gusto. He podido desarrollar mis aptitudes en la tipografía, me
siento cada vez más dueño del trabajo. Incluso, fui vanguardia nacional en 1998. Yo quisiera
que dure mucho esto, que no se acabe, pues el retiro es una bala que tengo puesta para dispararla
cuando me parezca, no ahora que aún estoy en perfectas condiciones para seguir.
—Pero usted sabe que la impresión directa va camino a la desaparición.
—Bueno, eso yo lo veo como algo natural y lógico: el mundo no se puede detener; no se
puede seguir con la maquinaria de vapor. Y todo ha ido cambiando, y entonces la tecnología se
impone. Por ejemplo, aquí cuando los alumnos venían con las tesis, en unas máquinas de dorar
muy lindas hacían las letras una a una. Ya eso murió también. La gente diseña hoy en
computadora una portada lindísima en diez minutos, y claro que todo esto tiene que desaparecer.
Como te decía, comercialmente es obsoleto porque cuando una máquina nueva tira veintisiete o
veintiocho millares —te estoy hablando «nueva» de 1950, automática, no de las que hay
ahora—, una de estas tira cuatro o cinco mil al día. Imagínate: no se puede soportar. Además,
eso que tú me hablabas del linotipo... Cuando necesito acudir al linotipo, para un trabajo muy
grande, me lo hacen por ahí por otros talleres; pero ahora con la campaña por el ahorro, de esos
calderos para derretir plomo no quedará ni uno.
—¿Qué diferencia fundamental aprecia entre aquellas imprentas privadas donde trabajó y las
actuales?
—La diferencia mayor estaba en la exigencia que había por parte del encargado o del dueño.
»A veces el encargado era peor al exigir calidad. Tranquilamente te viraban un trabajo, y lo
tenías que repetir. Un ejemplo: los boletines de la guagua, donde marcaban. Llevaban original y
copia. Aquello era sagrado. Había que tirar de modo que coincidiera: que cuando poncharan
arriba, poncharan abajo. Si no, cambiaba el precio, lo que traía grandes problemas. Había que
tener cuidado exquisito, sin un corridito para allá ni para acá. Pero las cosas cambiaron. Llegó la
etapa de las grandes cantidades, y la gente empezó a relajear eso. Y si se echaba a perder uno,
arreglaban con bolígrafo el otro: lo mismo que podía hacer el conductor. En la máquina
automática —que tú le pones la tonga de papel, y ella va tirando sola— había que mirar
constantemente el impreso. Yo conocí después de las intervenciones gente que leía un libro
mientras se imprimía… Así que la diferencia fundamental está en el control de la calidad que se
ejercía sin ese título que tiene ahora. Lo duro, en el capitalismo, era cuando paraban el
miércoles y te decían: «Se acabó hasta el lunes». Para la calle unos días, y tú mirabas el gancho
a ver si caía algo… Había tremenda exigencia. A propósito, acabo de recordar un
acontecimiento. Resulta que una vez en la imprenta de García-Llansó tiraron un almanaque
enorme. Arriba, en una tipografía de pulgada y cuarto decía «García-Lansó». Cinco mil copias.
Noto que falta una L, y estaba justificado, porque no había ningún blanco en el molde. Entonces
alerté a Pedro Varea, el cajista: «¿Usted cogió una L de ahí?» ¡A aquella bronca con el dueño la
verdad que le roncó el mango!
—¿Cómo podemos distinguir a un buen de un mal tipógrafo?
—Un buen tipógrafo tiene que ser una persona curiosa. De buena ortografía. De buen gusto. Y
me parece importante que tenga cierta cultura. Recuerdo, por ejemplo, un maestro que me dijo
que en invitaciones y trabajos chiquitos de boda, nunca se partían las palabras. Si yo puedo
cambiar una, la cambio, porque el guión se ve feo. Otra cosa importante es el tamaño de la letra.
Él me explicó que si ibas a leer algo en tu mano, no tenía que estar en tipos grandes, que se
destinan, por ejemplo, a los anuncios. A un buen tipógrafo le resulta imprescindible la lectura.
Mira, yo siempre me fijé en los libros, y hasta de las películas aprendí ortografía, con el
subtitulaje.
—Dice su hijo Omar que usted fue su maestro de Ortografía.
—Pues la adquirí con la práctica. Las cuatro o cinco reglas que daban en la escuela, las fijé
muy bien: con aquello se aprendía más que ahora, pues actualmente hasta en la televisión se ven
errores ortográfícos: «Gómez» con S, a veces. Eso será en Brasil, pero aquí siempre se ha
escrito con Z… Óyeme, pero en el caso de Omar me parece que él aprendió leyendo: fue un
lector enfermizo desde niño.
—Valiño, ¿nadie se interesó por este oficio en su familia?
—Pues no. Con la Revolución la gente empezó a ser universitaria. ¡Hace más tiempo que no
veo a nadie aprendiendo esto!
—¿Y si yo me ofreciera de aprendiz?
—¿Tú?... Si vinieras a trabajar a esta imprenta, para hacerte tipógrafo, vamos a ver… Tienes
que aprender a cortar el papel, a hacer los moldes a mano, con tipos antiguos. A tirar en la
máquina. Cuando hay alguna encuadernación, hacerla. Fíjate aquí. Cada gaveta tiene un alfabeto
completo; hay que sabérselo de memoria… Cuando te sepas bien las letras, te pones a
componer. Hay que hacer los moldes. Ya tienes que tener otras ideas. Ver qué tipo de letras
pones, según la importancia de cada parte del texto. El trabajo de obra es como se llama a los
moldes de oficina: cosas de contabilidad, estados de cuenta, nóminas... El material corrido,
como los libros, es el que se para primero en galeras… Lo más fácil: volantes, pasquines… Lo
más difícil: lo que va en hoja completa, con columnas, rayas, corondeles. También tendrías que
aprender a maquinista. En otros lugares el cajista es cajista, lleva el molde a la máquina, y el
maquinista viene a imprimirlo. Tú coges, por ejemplo, este molde. Paras el letrerito. Pones
blanco. Pones raya. Pones el otro letrerito. Cierras el cuadro. La caja siempre tiene que estar
llena y cuadrada. La letra tiene en medio una rayita que se llama cran. Hay que ponerla con eso
para arriba. Si no, te queda al revés. La selección de la familia tipográfica antiguamente se hacía
a gusto del cajista. A mí la gótica me gusta para invitaciones; antes se usaba en trabajos
religiosos —como estampitas de primera comunión— y para nada más. Los modelos, los planes
de trabajo, requieren letras claras, que se vean bien: estrechas, anchas, condensadas, negras…
Hay que ligarlas para que luzcan bonitas.
—Bueno, para entender mejor, le propongo que me haga la historia de un impreso.
—Si vamos a tirar, por ejemplo, una nómina de pago, me traen un modelo hecho a lápiz.
Primero precisamos el tamaño del papel: prefiero los formatos tradicionales para no
desperdiciar. En este caso: ocho y medio por trece pulgadas. Busco espejuelos y tipómetro. Veo
cuántas casillas lleva la nómina. Mido. Le puedo dar, digamos, setenta y dos picas. (La pica es
una de las unidades de medida tipográficas). A la primera columna le pongo seis picas, donde va
la palabra «Expediente»; a la otra, donde irán los nombres y apellidos, le pego dieciséis. Luego
tres, dos, tres, dos… Al «Recibí conforme», no le damos tanto porque la gente firma con un
garabatico. Si el material lo llevaras a un linotipista, tendrías que detallarle las medidas porque
ellos casi nunca son tipógrafos. Si la vas a hacer a mano, coges la letra que tengas y paras
letrero a letrero. Aquí no tengo familias completas, porque esta imprenta se rehizo de otras que
se desarmaron, así que tienes que hacer combinaciones. Tú llegas y pones la galera. Pones la
raya a la medida correspondiente. Pones el cliché que lleva por aquí o por allá. Coges el
componedor. Pones la medida en que va ese letrero. Y paras la palabra. Agarras E, X, P… Las
justificas con el componedor. Pones la medida en que va ese letrero. Y paras «expediente».
Ahora buscas una pila de rayas de esa medida. Si son veinticinco, a picar veinticinco según el
tamaño de la casilla. Aquí tenemos una máquina para picar rayas de plomo. Rellenamos con
material blanco. Trabajo de horas. Picas las rayas que van entre las columnas. En este caso
diecisiete. De ahí hay que seguir para la chaflanadora, donde se preparan las cuatro esquinas. Y
amarrar con hilo de algodón. No se hace nudos sino se le da muchas vueltas con una gacita que
puede zafarse luego, nunca de golpe, para que no se riegue el material. Cuando el molde esté
listo, vas a la mesa de imposición. En esto cuadrado, la rama, se mete el molde. Lo llenas de
imposiciones, de relleno, y aprietas con estas cuñas. Luego justificas. Justificar es ponerlo todo
parejito. Rellenas, aprietas las cuñas duro con esta llave. No puede quedar flojo. Y entonces
vamos hasta la Chandler 4. La rama se monta en la platina, esta pieza de la máquina impresora.
Ya debe estar entintada. Se unta tinta al plato, y luego estos rodillos que suben y bajan se
entintan uno a otro. Alimentas de papel. Conectas a la corriente. En esta fase saco una prueba y
corrijo. También soy corrector, porque estoy solo. Si aparece algún error, hay que volver atrás.
Se va metiendo el papel a mano: uno por uno. En este caso no se guillotina, sino cuando
ponemos varios moldes juntos. Por ejemplo: un tique de comedor. Después te quedaría
empaquetar, igual que se empaqueta un regalo… ¿Insistes en lo de ofrecerte como aprendiz?
—Bueno… ¡Oiga, qué lástima, Valiño: se me descargaron las pilas!
—¿Y entonces?
—Entonces no puedo seguir grabando. Discúlpeme. Tendré que regresar mañana.
—Bueno, si se te pone muy difícil, busco papel y lápiz, y seguimos a la antigua.
—No, gracias, pero prefiero que sigamos mañana. Así aprovechamos esta tregua y pensamos
un poco en los temas que nos quedan.
—¿Por ejemplo?
—Nos falta, por ejemplo, hablar de su familia.
Valiño caminó pensativo hasta la puerta —hace las veces de portero también—. En cuanto
quedó solo, sonrió largamente. Lanzó a su gato una mirada tierna y cómplice. ¿Su familia? Así
que su familia… Volvió a su mente el rostro dulce de Hilda Cedré. La primera serenata. Los dos
muchachos: Omar, el teatrólogo; y Jorge, el ingeniero. Los tres nietos. La casa de la calle Padre
Chao… Otra vez dueño absoluto de su reino natural, supo de golpe todas las respuestas. Con los
ojos cerrados fue tomando de sus gavetas cuatro tipos y comenzó a componer un nuevo molde.
Luego, una página blanca se sintió acariciada en el trayecto del paquete al tímpano. Valiño
suspiró confiado porque al amanecer tendrá sobre la mesa
—como un escudo frente a
cualquier pregunta— un escueto volante donde va a estar impresa la palabra «amor».
La última carta
«Yo soy el Rey del Brillo»
Hay lunes en que yo me disfrazo de limpiabotas.
CAMILO VENEGAS
No se desvíen del trillo
buscando su limpiabotas,
si a lo lejos se me nota
que yo soy el Rey del Brillo.
De Santa Clara hasta Hatillo
—y aun hasta un poco más—
como yo no encontrarás
un limpiabotas. Te digo:
«Ven y límpiate conmigo
y tú lo comprobarás».
Con esta décima que enganché en mi cajón, a lo mejor pesco algunos clientes porque la pelea
está dura, por lo menos en esta zona del Hospital Provincial. Yo escribí otra décima de
presentación, pero esa no la puse:
Mi vida la comencé
de limpiabotas andando
en esta ciudad: limpiando.
Limpiando terminaré.
Vamos a ver hasta qué
tiempo voy a estar limpiando
en mi Santa Clara, y dando
a todos mi pulimento,
hasta que llegue el momento
que del mundo vaya echando.
Son las dos que he hecho como anuncio, vaya.
Trabajar cerca de los hospitales pudiera tener una ventaja; pero es que aquí te encuentras ocho
o nueve limpiabotas en menos de medio kilómetro. Por eso todo el mundo nos buscamos
dieciocho, veinte pesos al día, y no pasamos de ahí. Pudiera haber una ventaja si hubiera menos
limpiabotas, porque es mucha le gente que llega, que pasa…
Eso sí: se oye mucho ahí. Todo el mundo que viene tiene enfermos, o el hijo ingresado
enfrente en el Infantil, que se está muriendo; el que está grave; el que se operó… Todo eso me
lo cuentan, y a mí no: ¡los comentarios que hacen con otros! Yo qué les voy a decir… A veces
los oigo y los dejo porque están conversando con otro, dejo que hablen… Muchos hacen
preguntas. Vaya, y yo les contesto:
—¿De dónde es usted?
—No, soy de tal lugar…
Eso me hace el trabajo más entretenido, cómo no.
Aquí, con mi cajón, no diré que he hecho amigos, porque la palabra «amigo» es muy grande,
y hay muy pocos amigos. Pero conocidos sí. Se convierten en mis clientes y vienen adonde
estoy.
—¿Te acuerdas que yo estuve el otro día aquí?
—No, no me acuerdo.
Porque yo no le miro la cara a nadie. Usted se me sienta ahí y conversa conmigo, y yo hablo
limpiando.
Hoy mismo se me apareció un cliente con una grabadora y me hizo una pila de preguntas: que
si una investigación, que si hágame un «cuénteme su vida». ¡Dígame usted!
—Mi vida —fui explicándole— la comencé limpiando zapatos. Nací el 4 de octubre del año
’40 ahí al pasar la base aérea, en lo que se llama «Callejón de Manaquitas». Pero aparezco en el
carnet como Roberto López Silvero Pedraza, nacido el 10 de marzo del ’41, que fue cuando me
inscribieron. Perdí a mi madre muy niño, y ya a los siete años me puse a limpiar zapatos.
Después me coloqué aquí, en el Café Recreo, como vendedor de ostiones: desde el ’52 hasta el
’58. En el ’58 me hicieron regresar adonde yo nací. Allá me metí un año, recogiendo huevos,
vendiendo pan y raspaduras. Hasta que triunfó la Revolución, y volví a Santa Clara. Me fue a
buscar el dueño de la mesa de los ostiones… Después, en el Hotel Central, fui limpiapisos,
lunchero, cantinero, hasta carpetero. Pero en el ’68 me hice tornero en un curso, en Planta
Mecánica. Cuando en Planta se armó la tercera microbrigada, hablaron conmigo. Ya a mí me
habían dado mi apartamento. Sin embargo, me dije: «Déjame ir a construir a otros», y en la
microbrigada me jubilé en el 2001. Desde entonces estoy, de nuevo, limpiando zapatos…
—Bueno, y de todos esos oficios, ¿cuál es el que más le ha gustado?
«El hombre sigue con sus pregunticas…»
—Pues a mí el giro gastronómico me encantó desde niño. Lo que se ganaba muy poco:
ochenta pesos, y yo me fui para Planta ambicionando algo más.
—La décima que tiene en el cajón, ¿la escribió usted?
—Sí.
—¿Cómo aprendió a hacer décimas?
«¿Quién le habrá dicho a él —pensé— que eso se aprende?»
—Mi mamá era poetisa. Los tíos míos, hermanos de ella, también. Entonces yo saqué ese don
desde niño. Eso no es de aprender: lo de poeta nace con la persona. Hay poetas que son de
momento, repentistas, que tienen más valor que los pensadores. Yo, más bien soy pensador: me
siento y hago unas cuantas. Tengo una décima que dice:
Yo soy el poeta aquel
que tiene muy buen talento;
pero no soy de momento:
soy de pluma y de papel.
Soy un poeta al nivel
de cualquier bardo de hoy
y, dondequiera que estoy,
siempre me acuerdo que aquí,
en Santa Clara, nací
y de Santa Clara soy.
»Eso es entre tantas décimas que yo tengo, le estoy diciendo alguna de las que me vienen a la
mente.
»Oiga —le dije al hombre—, tengo una agenda llena de décimas muy buenas: cómicas, de
amor —para mi mujer, que ya murió—, y de política. Aquella que decía: «Los yanquis de
Ronald Reagan / con sus sucias amenazas, / rugiendo, con sus tenazas / cada rato nos
hostigan…», esa estuvo tremendo tiempo en el mural de Planta.
—¿Usted normalmente usa, como en la décima, ese seudónimo de «El Rey del Brillo»?
—No, no. no… Se me ocurrió eso y lo escribí. Muchos me dicen: «Mira: El Rey del Brillo;
vamos a ver si es verdad». Una vez llegaron dos —uno con un par de zapatos carmelita y el otro
con un par negro—, y dijo uno: «Vamos a ver si es verdad. Si no, vas a tener que quitar el
cartel». Cuando terminé, les dije: «Díganme si quito el cartel o no». Y dice el hombre: «No,
déjalo, que está bien puesto». Es una anécdota.
—Seguramente recuerda muchas anécdotas más.
—Me han sucedido millones en la vida; pero en este momento no me viene ninguna…
»Bueno, sí, un viejito del pueblo de Esperanza que le maravilló mi trabajo y decidió seguir
viniendo desde allá a limpiarse conmigo. Ah, y la vez que me plantaron delante unas sandalias
de correítas. Yo no hallaba qué hacer porque le iba a ensuciar los dedos a la muchacha. Cuando
le explico, me dice que no importa. Entonces reconozco la voz y miro. Era Nancy —mi cuñada
de Oriente— corriéndome una máquina…
—¿Le gustaría que un pariente suyo trabajara de limpiabotas?
—Por mí puede limpiar zapatos cualquiera. Cualquiera es limpiabotas: usted mismo. Yo
podría enseñar a cualquiera que me pregunte cómo se hace esto. Aunque la realidad es que esto
no tiene técnica ninguna. Para eso no hay que estudiar… ¿Para limpiabotas? El problema son
los materiales, porque los hay, criollos, que no dan brillo. La calidad depende del material.
Usted tiene que hacerse de cepillos, cajón, betún y tinta. Pero la técnica es fácil, lo mismo que le
estoy haciendo: pasar cepillo, quitar el polvo y el fango, untar tinta y betún, darle cepillo y paño,
y ya.
—¿La tinta debe darse antes que el betún?
—Bueno, mira, cuando el capitalismo aquello era distinto: primero la primera mano de betún;
después la tinta y, luego la tercera mano, de betún también. Hoy en día primero, con el cepillo,
se quita el polvo. Usted le unta la tinta a un zapato y brinca para el segundo. Cuando le da tinta
al segundo, así, el otro está seco. Entonces da betún: una sola mano a los dos. Paño, cepillo y
completo.
—Entonces, si usted tuviera que enumerar sus instrumentos de trabajo, serían el cepillo…
—Bueno, el cajón, fundamentalmente el cajón, donde se guardan los materiales: cepillos
negro y carmelita, paños negro y carmelita, brochitas para las tintas, tinta negra y carmelita
también. Si viene alguien con zapatos blancos, para eso no hay materiales hoy en día.
—¿El cajón lo hizo usted? ¿No tiene ahí nada escondido?
Ahí respiré y le eché un vistazo al hombre, porque empezaron a parecerme demasiadas las
preguntas.
—Ese cajón en el que está sentado, lo fabricó mi cuñado. Adentro tiene los materiales que le
he dicho.
Ya el interrogatorio me daba un poco de roña, así que no le conté que ahí tenía escondidos el
periódico, unas revistas, pan, merienda y mi pomito de café.
—¿Cómo se lleva usted con sus colegas?
—Muy bien. No hay competencia. Y el día que nos llevemos mal, ¡le meto a uno el cajón por
la cabeza!
—Bueno, yo tengo una duda. Me parece que ahora la gente va menos que antes a los
limpiabotas.
—Chico, la diferencia es que antes el zapato corte bajo valía un medio; ahora dos pesos. Y el
par de botas —así, como estas suyas— valía diez quilos; ahora vale tres pesos. Pero antes yo
salía por la mañana, desde las siete y pico, a limpiar zapatos y viraba a las doce del día con
veinticinco centavos. Volvía a salir por la tarde y me buscaba cuarenta o cincuenta quilos. Creo
que hoy por la tarde nadie se limpia los zapatos. Yo limpio hasta la una; pero, vaya, eso también
depende del lugar… Hay tipos que no quieren soltar el dinero y se los limpian ellos mismos.
Pero es más rico estar sentadito aquí, mirando, vaya. De todos modos, hay mucha gente que no
quieren soltar el dinero.
—Para usted, ¿qué es lo peor de su trabajo?
—Que amanezca lloviendo: un día perdido. Es lo más malo. Lo mejor es que vengan muchos
clientes para hacer treinta o cuarenta pesos: un día maravilloso para mí.
—Pero este oficio tiene algo desagradable: hay que ensuciarse las manos. ¿No le ha dado
complejo?
«Vaya, ¡qué preguntica!»
—Mire, por lo único que yo sentí complejo fue cuando joven por mi forma de hablar, así…
medio fañosa. Sentí mucho complejo. Ahora, después de viejo yo no tengo complejo de nada…
¿De que me vean limpiando zapatos? No, si eso era la última carta de la baraja en el
capitalismo, y le digo que hoy en día no es ningún desprestigio, porque uno se busca por lo
menos sus veinte pesos diarios. Sinceramente, no tengo ningún complejo.
—¿Hasta cuándo piensa limpiar zapatos?
—Hasta el momento de irme de este mundo, ya cuando no pueda más.
—Pero, si usted se encontrara una botija y se hiciera millonario, ¿no dejaría de limpiar
zapatos?
«¡Si este socio se imaginara el alboroto que se armó en mi familia cuando el cuento de la
herencia! ¡Las carreras que dio mi sobrina María Ester! Pero las décimas que hice no se las voy
a decir ahora porque son muy largas…
Se comenta que una herencia
hay de los López-Silvero,
de la cual yo nada espero
porque no tengo paciencia.
Si he vivido en la carencia
desde que yo era muy chico
—pasé la de Gran Perico,
San Andrés y San Vallejo—,
dudo que después de viejo
vaya a convertirme en rico.
Por un no o por un sí,
voy a sacar mi inscripción,
pa’ que la equivocación
no recaiga sobre mí.
No digan después que fui
un mentecato, un guanajo;
pero, mirando el trabajo,
que ha pasado María Ester,
estoy casi al recoger
y mandar eso al carajo.
58 he vivido
años que han sido de tranca
y no he tenido una blanca
suerte que me haya seguido.
Por eso es que adolorido
me siento del cruel destino,
que al igual que al palestino
—que lo ha tratado tan mal—
dudo que ahora, al final,
quiera limpiarme el camino.
Es pedir y más pedir:
colas, sellos y paciencia.
Pesos, como si la herencia
la fuera yo a repartir.
Yo les quisiera pedir
una clemencia quizás:
si no van a dar jamás
esa herencia goloseada,
si acaso ha sido inventada,
¡díganlo y no jodan más!
Bueno, me quedé lelo recordando esa décima, y ya no me acordaba de la pregunta.
—¿Qué fue lo que me preguntó?
—Le pregunté lo que haría en caso de encontrarse una botija y volverse millonario, si dejaría
este oficio.
—¡Qué va: yo lleno la botija de agua y sigo limpiando! Mire, en sí yo le digo que trabajar a
una edad como la mía no es solamente por el dinero, sino que a uno —por lo menos a mí, que
desde niño me dediqué a trabajar como un caballo— le hace falta. Yo las cuatro paredes nunca
las he resistido. Lo mío es la calle: hacer algo. Aunque tuviera dinero por tongas, necesito gastar
la energía. Así que meto el dinero en el banco, lleno la botija de agua y sigo.
—¿Cuánto le debo?
—Tres pesos.
—Tome, Roberto. Muchas gracias. Perdone que le robé un tiempo de más, pero esto que
hablamos necesito incluirlo en un libro que estoy escribiendo, que se llama La calle de los
oficios…
En ese momento el hombre se paró y se fue. Entonces fue cuando alcé la cabeza y le dije al
que venía detrás de él en la cola:
—Yo me lo imaginaba. ¡El tipo ese es periodista!*
Roberto López Silvero limpió zapatos hasta el 29 de mayo de 2007. A la mañana siguiente, falleció.
*
Roxy, el mar y Pedrito
«Todos tenemos otra persona dentro»
y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol,
y sus vestidos se hicieron blancos como la luz (Mt. 17.2).
—¡Estamos haciendo aguas, señores… Tiremos todo lo inservible!
Roxana Petrovna Krashnoi Vladivostova (más conocida por Roxana Rojo) no ha podido
olvidar aquella noche. ¿Quién le iba a decir —después de haber nacido allá en la vieja Rusia,
«en el seno» de una familia de abolengo— que acabaría su vida radicada en Caibarién y
trabajando en Santa Clara? Pero el fascismo la obligaba a huir luego de que la madre, a puro
sexo, obtuvo de las hordas de Hitler la libertad para las dos. Mas entonces al barco salvador lo
acosó una tempestad, y en el instante más pavoroso retumbó el grito trágico que no olvidará
nunca:
—¡Estamos haciendo aguas, señores… Tiremos todo lo inservible!
¡Pobre Roxana, que la noche anterior se había granjeado el odio de la tripulación por su
continuo taconeo sobre los camarotes! Entonces la mamá —lo suficientemente loca como para
fundar años después una Oficoda en Nueva York— se confabuló con el capitán de la nave y con
un alférez danés medio borracho, para arrojarla al océano.
La suerte fue otra embarcación: un buque refrigerado inglés atestado de latas de conserva, que
traía ayuda a los damnificados del ciclón del ’33 y que apuntaba virilmente con su proa a La
Habana. (Anacronismos aparte, ella salvaguardó irrebatibles documentos sobre su vida anterior
a este rescate milagroso).
¡Cuántas vicisitudes esconde esa mirada sin cansancio! ¡Cuánto dolor se oculta bajo su
estrafalario gorro, su exagerado maquillaje y su vestido de lentejuelas! Excéntrica, mordaz,
apasionada, ferozmente eslavófila, Roxy se ajusta los tacones mientras resume todo en una
frase: «En fin, el mar».
«Todos llevamos otra persona dentro», piensa.
Tal vez por ello, si le borramos cuanto tiene de afeite y colorete, si le arrancamos le peluca y
el traje femenino, si le robamos las pestañas de papel carbón, si el extirpamos esos pechos de
goma, descubriremos dentro de Roxana a Pedrito. Extraña mezcla de hombre sagaz y tímido,
físicamente menudo y sin glamour, inteligente y comedido, el travesti, barbero, traductor,
escritor y promotor cultural Pedro Manuel González Reinoso, también quiere narrarnos su
aventura, su angustia, su esperanza.
Pedrito
Yo nací el 10 de mayo, cuando se abría el primer año de la Revolución. Estudié la primaria en
una época en que los maestros querían a sus niños con una ternura hoy difícil de encontrar. Tuve
la suerte de ser un muchacho inteligente, así que transité por la vida estudiantil con muchas
satisfacciones. En el ’70 ingresé en la Academia Militar Camilo Cienfuegos, y allí estuve tres
años. En cambio, en 1973, me aterroricé con el anuncio de que debía pasar a una escuela
interarmas, pues en «los camilitos» me sucedió de todo. Casi me violan, porque los colegios
militares son como las cárceles, como todo lugar donde solo existen machos. Luego no. Al final
aparecieron las hembras, y esto vino a suavizar las cosas, pues a esa edad de la adolescencia
todo el mundo quiere templar y se tiempla a la madre si se la ponen delante. Imagínate: yo, un
muchacho tan bello que aún no tenía inclinaciones homosexuales.
A mí no me interesó la homosexualidad hasta mucho después. De hecho estoy en una
categoría inclasificable, ya que los psicólogos —herederos de Freud y de Lacan— no tenían
parámetros en esto de la escala de Kinsey para definir un tipo tan raro. Yo me considero un
bisexual, o más bien un metasexual, pues tampoco faltaron en mi vida erótica ni plantas ni
animales. Nunca he tenido una relación homosexual estable, aunque sí muchísimas gratificantes
aventuras que no he logrado hacer durar. O sea: enamorado de un hombre nunca he estado. Sí
de muchas mujeres: de hecho he pasado por once años de matrimonio y cuatro esposas. No
tengo hijos, cosa que me desgarra, pues todas eran estériles o abortaban. Mis hijos se
descargaron en fila por el inodoro; pero hago acopio de energía y tengo muchísimos ahijados
para sustituir esta carencia.
Bueno, pues te decía que me aterroricé y no llegué a cadete. Estudié Economía y en 1977 me
gradué de técnico medio y comencé —por curso dirigido— mis estudios universitarios. Vine a
trabajar a Santa Clara, como economista en la empresa que estaba construyendo la autopista y el
ferrocarril. Mi expediente decía: «Se ha graduado con las mejores notas; pero tiene rasgos
homosexuales». Entonces, cuando llegué a mi primer centro de trabajo, la jefa de cuadros
decidió que yo no podía estar en la dirección de la empresa y, para castigarme, me mandaron a
Aguada de Pasajeros. No acepté ese destino y conseguí un traslado para la Ecoi 5, que entonces
levantaba la textilera villaclareña, y estuve allí dos años, hasta que fui a probar suerte a La
Habana. Ya andábamos por el ’80. Allá, en casa de una prima, recibí una llamada de mi madre:
me citaban para salir del país, porque la policía averiguó quiénes eran maricones en Cuba y
decidió que debían salir en masa. Una amenaza gravitaba sobre mí. Si no me iba, perdía la
ciudadanía, o me metían preso: algo así manejaron. No supe exactamente qué. Mi padre,
fundador del Partido Comunista, que es un tipo que pa’ qué, intercedió cuando este evento
triste. No me quería alejar de Cuba, jamás tuve tales intenciones. De hecho vivir en Caibarién,
casi invitaba a irse: la mayor parte de mis amigos están en los Estados Unidos, debido a la
cercanía entre ambas costas.
Roxana
Quién sabe si el prolijo manoseo de que fue objeto aquella niña por toda la machería del buque
británico («Yo encantada»), despertó en ella cierto incontenible desenfreno erótico. Ya La
Habana se abría ante sus ojos… Por fin, tras superar los leves trámites de aduana, se puso a
trabajar en una paladar del puerto —por entonces no se llamaba paladar— y a lanzarse en los
atléticos brazos de los marines yanquis. Se sentía una nueva condesa de Merlín y se entregó al
estudio de la vida cubana. Descubrió que todos los gobernantes de este país habían sido varones,
aunque luego oyó hablar de uno flojito («un auténtico pájaro»). Mientras tanto, sus
investigaciones sobre la flora insular arrojaban alarmantes conclusiones:
—Por la escasez de vientos y de insectos polinizadores
—asegura la «académica»—,
un tercio de la flora que oscila entre el Ecuador y el Trópico de Cáncer optó por la bisexualidad
como remedio santo. Don Fernando Ortiz no descifró la clave de la fecundidad cubana, y nos
jodimos.
Estaba concentrada en tales estudios, cuando escuchó llegar a unos contrabandistas
procedentes de otro puerto, uno enclavado al norte y centro de la Isla, de apetecible nombre:
«Caibarién». Sí, porque en tiempos de miseria, ningún suministrador de mariscos mejor que los
caibarienenses. Pero estaban dolidos, muy dolidos, con los marines del norte que les robaban
sus muchachas, y por eso venían rumiando esta cuarteta:
Mujeres de Caibarién
que andan con americanos,
¡recuerden que los cubanos
tenemos pinga también!
Como una cruel venganza le compraron la chica a los esclavistas dueños de la paladar, que
hasta entonces la habían explotado. Fue así como Roxana se vino a Caibarién. Allí esperó a
finales de los cuarenta para beber ciertos alcoholes hasta entonces perseguidos. Allí se convirtió
en testigo alucinada del esplendor y, luego, decadencia de un puerto.
Pedrito
Caibarién era un centro de comercio que recibía un constante tráfico de barcos, y la cultura que
se desarrolló en estos predios fue siempre de contacto con el mundo occidental. Había
auténticas familias aristocráticas crecidas en la opulencia. Tantos hoteles, tantos… Y la mayor
capacidad almacenera en el norte del país. Había un comercio maderero desde el sur; creo que
desde New Orleans. Hoy, tristemente, aquellos almacenes se han perdido. Y un pueblo que tenía
dos vuelos diarios rumbo a la capital, dos trenes de coche-camas diarios, veintiséis salidas de
ómnibus, cinco hoteles enormes que sumaban unas seiscientas habitaciones, y una playita que
no sería gran cosa, aunque con unos cayos cerca que hoy están llenos de turistas, pero antaño
repletos de pescadores y carboneros en chalupas.
Un pueblo así, se vio arrasado.
A Caibarién regresé luego de estos sucesos del ’80 y comencé a trabajar como economista en
una empresa de Cultivos Varios, en Remedios, donde permanecí casi once años. ¡Ah!, déjame
decirte lo de la universidad: cuando esto me expulsaron; me rompieron la cartera; me hicieron
un acto horrible y ni siquiera me dijeron: «Te botamos por maricón». No. No: «Te sacamos
porque oyes la dobliu». ¡Imagínate!, viviendo en el norte de Cuba, resultaba imposible no
escuchar la extraordinaria música americana de esa época, ¿cuál joven podía resistirse a aquella
tentación?
Roxana
Tras el ’59, Roxana se entregó a la nueva vida cubana con desbordante entusiasmo. («Si no
hubiera sido por la bahía cochina, no me hubiera travestido en miliciana»). Y, cuando la
llamaron para alfabetizar, fue hasta Minas de Frío a enseñarles todo lo posible a los sensuales e
imberbes guajiritos. En el ’63 recogió ropa para las víctimas del ciclón Flora, («sin quedarme
casi con ninguna»). Y en el ’70 fue a la Zafra de los Diez Millones… («¡Cómo tengo las manos
de apretar aquella mocha!»).
F-3, F-4, Mujer Trabajadora… Roxy hizo colas para tosquísimos zapatos unisex, para los dos
metros y medio anuales de tela y —en solidaridad con sus amigas madres— para los tres
juguetes: «el básico, el adicional y el de palo».
En Caibarién, a lo largo de la era del socialismo real, existió un reparto ruso: un vecindario de
colaboradores soviéticos que buscaban petróleo. Allí —viendo películas de Sovexportfilm y
aquellos inolvidables muñequitos—; allí
—escuchando las canciones de Ala Pugachova—
participó en el pugilato por el refrigerador «Dasvidania», la olla «Ruskii», el radio Órbita, el
reloj Poljot, la lavadora Aurika y el televisor Krim 218… De pagar tantos créditos, nunca logró
reunir los mil quinientos pesos para el viaje turístico a la Madre Patria. No rescató las joyas de
su familia, hoy exhibidas en el Ermitage. No reclamó la pequeña fortuna de su abuela mora,
gitana y lesbiana, la que una vez pidió la castración para su nieta.
Enamorada, salvo del estalinismo, de cuanto oliera a so-viético, concibió utópicos proyectos
como una réplica del ferrocarril Baikal-Amur en el tramo Guantánamo-Bejucal y un
despampanante chicharoducto submarino Novosibirsk-Nuevitas para facilitar la llegada de los
chícharos rusos a la mesa cubana.
Roxy recuerda las terribles redadas de Mandarria el policía contra los gays del pueblo: jaula,
expediente antisocial más actas de advertencia y sumarísimos juicios ejemplarizantes… Y así,
hasta que en el ’80 «estalló la marielada», con sus crueles escenas, su exportación de
homosexuales y consignas del tipo: «¡A los negros que se van, que los coja el Ku Kux Klan!».
Después llegaron otras tristes noticias: Chernóbil en el ’86 y la caída del muro de Berlín en el
’89, el fin de aquella perestroika, que «no era más que un simulacro de sinceridad»…
Desde entonces, cuando no está en escena, recibe en casa a sus amigos («desde lo más
chancletero hasta lo más intelectual»), y piensa mucho en los amantes que perdió en Angola,
que no pudieron reír con ella mirando Alicia en el pueblo de Maravillas o Fresa y Chocolate. O
se sumerge, por largas temporadas, en un océano de silencio.
Pedrito
Pues estando en la empresa esta que te contaba, me
propusieron dirigir un departamento en una granja enorme, en Dolores, al lado de mi pueblo.
Aunque detesto las direcciones, allí me convirtieron en Jefe de Personal, y me gané a la gente
por esto de disciplinado y quisquilloso, por este afán de ver las cosas bien hechas, aun las que
no me agradan, por ser, a la hora de entregar informaciones, tan entendido y rápido.
Por fin, un día, vi Tacones lejanos. Ya tenía noticias de toda esta zona rosa que existía en
países como España: el transformismo me sedujo. Incluso, en fecha parecida a la que se
consagra a la transfiguración, leyendo sobre la transfiguración de Jesús, sentí que el ser humano
no podía ser solo lo que aparentaba sino también lo que hubiese querido. Todos tenemos otra
persona dentro. Tal vez yo hubiese deseado ser realmente en otra vida una rusa aristócrata, una
princesa, o un leñador de Liberia, o un vaquero norteamericano. En mí latía una necesidad de
ser otra persona y se me ocurrió que el espectáculo tenía un gancho: aquel público que asistía a
los shows de transformistas, estaba fascinado por la novedad. Intuían que pasaba algo revelador:
una venganza contra lo institucionalizado. Se habían hartado del aburrimiento, del mensaje
oficial, de los teatros con obras políticas hasta el tuétano.
Y me puse a leer a Stanislavski porque quería saber qué pinga era el teatro. «¿Qué cojones es
esto —me decía—, que lo hace a uno feliz por un momento y permite olvidar las miserias de la
cotidianidad? ¿Por qué la gente en ese momento mágico puede salvarse?».
Y el espectáculo de travestis me parecía más que la justificación alegada por los teatristas de
que había que reincorporar a los clásicos, que hacían en el teatro obras vedadas a las mujeres,
cuando los hombres asumían ambos papeles... ¡Fea herencia machista del período bizantino! Tú
sabes que Cleopatra hacía bailar a sus hombres como mujeres. Y me dije: «¿Por qué nosotros
no? No hay nada que perder. De hecho, ya me han acusado de maricón casi sin serlo, ¿qué más
se puede añadir al daño que me ocasionaron? Vamos a vestirnos de mujer y a pajarear». Como
decía la vieja de al lado de mi casa:
—Van a pajarear.
Y para allá íbamos todos, gastándole los maquillajes a mi madre. (Eso a escondidas). Una vez
me agarró con sus ajustadores, y casi me da una pateadura. Y mi papá —ese macho visigodo—
me sorprendió también, y casi me echa de la casa; pero seguí adelante y aprendí a esconder los
vestidos en mi closet.
Quien se interese en hacer este trabajo, necesita primero una información muy amplia de
vestuario, cosmetología, peluquería, maquillaje, y un mínimo de actuación para desenvolverse
sin miedo, con expresión convincente. Tiene que conocer su cuerpo: saber sus posibilidades:
qué partes hay que cubrir para que no parezcan masculinas; cuáles hay que engrosar. Y lo
demás: desplazamiento. Ahí entra ya el doblaje, aprender las canciones —cosa que ni siquiera
yo hago bien, pues cada vez que salgo a escena se me olvidan las letras; pero como la gente
considera a Roxana tan loca, lo perdonan. Y, claro, también lleva un trabajo de voz. No la tengo
muy grave ni tampoco aguda. Entonces la edulcoro un poco, como quien derrama un jarro de
melao sobre una melodía antigua… Sí, ¿por qué te ríes? ¿Por la metáfora del melao?... Además,
incorporo a mi léxico palabras del argot: cosas que están arriba, que el cubano inventa, sin caer
en la vulgaridad.
Los instrumentos de un travesti son la cosmetología y el vestuario. Eso comienza por una base
que tiene que ser muy sólida para cubrir la piel de un hombre: lápiz de ceja, pestañas postizas —
que casi siempre hay que traerlas de otras partes porque nunca se han fabricado en Cuba—, las
pelucas, muy caras. Por suerte, cuento con un ejército de amigos en el mundo que me regalan
telas, zapatos. De hecho el closet de Roxana tiene diez veces la cantidad de ropa que yo como
hombre tengo. Como los espectáculos son exigentes en esto de la visualidad, uno no puede
repetirse, y además uso aderezos: extraños gorros, capas descomunales, aparte de los rellenos,
que son el cuerpo.
He conservado de una manera estoica el primer cuerpo que fabriqué en mi vida. Los travestis
han ido perfeccionando esto: se ponen caderas ya completas muy fáciles de montar. Yo no sé
por qué estúpido capricho me he aferrado a mi primer cuerpecito, que no luce nada bien. Estoy
desnalgada; las tetas me quedan mal; no logro enderezar las canillas. No tengo piernas largas —
como esos otros hombres que se visten de mujer y son esbeltas—, yo soy chiquita y cabezona.
Me aferro a este cuerpito que me hizo Rolando Pisacostura. Rolando diseñó mis pobres
primeros vestiditos. Ahora recibo ayuda, por ejemplo, de una amiga cantante lírica del Gran
Teatro de Palma de Mallorca, que cada vez que termina una temporada me manda gratis toda su
ropa. Tengo vestidos carísimos de seda o bordados en piedra, cosa que ni soñaba. Pero la
estructura esencial de la figura es espuma de goma forrada en tela. Y me desaparezco esta
barriguita con una especie de fajín asfixiante. Todos los días corro, y como me he mantenido
bastante delgado, esto me da la posibilidad de parecer remotamente una anciana rusa que intenta
recuperar su juventud. Mis tetas las tallé yo mismo: me metí una semana cortándolas con una
tijerita. Otros lucen sus nalgas bien definidas y partidas a la mitad; pero yo no me pongo nalgas.
Me interesan las piernas. Y no me gusta salir feo. Aunque aquello resulte grotesco por el
mensaje en sí, me gusta que el vestuario quede atractivo, porque nuestro espectáculo es brillo,
lentejuela, kitsch.
Siempre podremos, por supuesto, diferenciar a un buen de un mal travesti. Los hay de una
propuesta muy lineal, y otros de una calidad tremenda, porque en esta mentira que te trasmiten
existe tal honestidad que, de mirarlos, sabes que son buenos doblando. Por ejemplo: Laura,
Laura es mujer casi todo el día. Cuando se para en escena sigue siendo Laura, pero con una
vehemencia, con una convicción, con un conocimiento de causa. Se siente aquella neurótica
temperamental, de raptos emocionales, que interioriza las canciones de Vicky Carr: y las
trasmite con fuerza. Lazarito también ha hecho cosas notables como su Piantao, Lazarito es
Cristal. O sea: que Santa Clara ha dado un cúmulo de gente. Había uno gordito, Iridio, que hacía
Maggy Carlés. Y tuvimos también una Elena que cantaba con su voz, que lamentablemente dejó
de hacerlo, pero realmente él era Elena Burke.
Otros no fueron más allá de pararse ahí a doblar y parecer una puta fascinante, que los demás
maricones se creyeran que estaban viendo a su diva solo porque cantaban las canciones que a
ellos les resultaban duras. «Es dura», se decían. Esas personas se esfumaron, se hartaron de un
reconocimiento local.
Así que los muy buenos han explotado todas las vertientes de la representación, mientras el
mal travesti es el maricón ramplón de chancletita suiza que —aunque se ponga unos zapatos
high heel de doce metros— sigue siendo la persona bajita que se dedica a pajarear y que ni canta
ni dice nada ni tiene una corporeidad para la representación.
Pero siempre el buen travesti —igual que Onelio Jorge en uno de sus cuentos— convida a
encender la imaginación como un farol de guardavía.
Roxana
Cuando llegó al Mejunje, Roxana Rojo comprobó que —aunque Moscú siguiera a nueve mil
quinientos cincuenta kilómetros— por fin podría sentirse de regreso a la Patria. Las paredes
desnudas de ladrillo enrojecido lucían un graffitti que rezaba: «Si después de hacer el amor das
las gracias, eso es Educación Sexual». Mientras, otro exclamaba: «¡Viva el PPG!», bajo la firma
de «Fláccido Domingo». Y un tercero —muy maliciosamente recortado del Reportaje al pie de
la horca— lanzaba esta amenaza: «Hombres, os he amado, ¡estad alertas!» Al fin Roxana halló
su añorado espacio concreto y de concreto, erecto en la santaclareña calle de Marta Abreu, en
las jadeantes ruinas de un hotel. El «rinconcito más bohemio de la ciudad», alzado allí desde el
’91 por el actor y promotor Ramón Silverio, era el soñado templo de la libertad, el justo sitio
para que Roxy adquiriera su triple ciudadanía de rusa, caibarienense y mejunjera. Allí, en los
sábados de nocturno travestismo, los festivales teatrales, homenajes y otras fiestas, Roxana Rojo
fue ganando su diadema y su cetro, su trono indiscutido dentro de cierto reino de la felicidad y
la nostalgia.
Su nombre le ha llegado impreso en periódicos, libros y revistas de París y Estocolmo, Puerto
Rico y España, aunque disfruta más saberse en las pantallas televisivas de medio planeta.
¿Cuál locura le falta por hacer a Roxy? Se ha estrenado vestidos íntegramente fabricados de
discos compactos, o de jabitas de «Lo mío primero». Por su cabeza han desfilado, a manera de
gorro, tanto una clave de sol como una perfecta réplica del carillón del Kremlin. Lo mismo le
celebra un fastuoso cumpleaños, con un cake de merengue y poliespuma, a la abuela de Raisa
Gorbachova, que le prende candela ¿sin querer? a la alfombra del Mejunje o a una escenografía
en el Cabildo Teatral de Santiago.
Pedrito
¿Mi debut?, mi debut… ¡Óyeme, qué palabra más picúa!... Bueno, tardé en hallar el nombre.
Inicialmente Roxy era mi forma de decir sí al rock: «Rock sí». Me inicié cantando rock en 1992,
en el cabaret caibarienense Villa Blanca. Un espectáculo tremendo. Entonces la Compañía
Futuro, estaba en fase formativa. Luego, en 1994 y ’95, llenaron los teatros. Aquí en Santa Clara
se presentaron en el Caridad, en el Camilo. Me incorporé a este consorcio que dirigía Alberto de
Armas. Resulta que ante la crisis de las representaciones artísticas —perdida en Cuba la
atracción de las noches de cabaret— Santa Clara organizó esa compañía, famosa en Cuba
entera. En el resto del país el fenómeno fluyó más desorganizadamente. En La Habana hubo
eventos. Asistí en el ’94 a un homenaje que le hicieron en el teatro América a Gunila, una suerte
de pionero. Conocí al famoso chino que bailó vestido de mujer en un teatro de putas de la calle
Zanja. Y los travestis de la capital —más agraciados por el entorno económico— terminaron
por jinetear porque ¡lograban confundir tan bien!... Entonces lo de Gunila dio pie al escándalo.
Recuerdo un artículo de la prensa donde decían que el transformismo no era arte sino mera
mariconería. Y revisaron la política de aperturismo: las tuercas dieron vueltas, y los teatros se
cerraron, después de haber sacado mucha plata porque todo el público quería ver la novedad.
Del ’92 en adelante he conquistado premios no oficiales. Trabajo en el Mejunje porque
Ramón Silverio tiene unos pantalones bien pesados. De hecho, la compañía como tal no existe,
y los travestis se programan ellos mismos: van a fiestas privadas. Quedan muy pocos sitios
donde presentarse. Éxitos tuve bastantes porque, mientras existió esta organización, con sus
festivales, siempre ganaba la animación, en lo que yo le hacía una segunda mano a Samanta
Wilson Fox, o sea: a Humberto Toscano, la primera que tuvo un patio fijo. Lo más gratificante:
hacer reír, pues la sola propuesta de un travesti doblando canciones, haciendo un simulacro de
canto, no merecía perpetuarse como muestra. La novedad pronto quedó vencida.
Los homenajes que he dado a figuras extraordinarias, se vieron acechados por la censura. De
modo que —cuando ningún travesti podía hacerle un número o dedicarle una noche a una
estrella de las artes, pues estaban todos suspendidos— solo yo tuve el privilegio de trabajar
abiertamente esos años del 2001 al 2005, en el Mejunje. Silverio siempre me utilizaba como
animadora. Para mí fue un honor: me permitió conocer a gente que admiraba. Le hice dos
homenajes a Estorino; uno en el 2002, y otro, cuando la Feria del Libro del 2005 le fue
dedicada. También a Carlos Díaz, a Verónica Lynn, a tantos otros. Esencialmente es mía la
conducción de todas las clausuras de los festivales teatrales mejunjeros de pequeño formato,
donde actúo para los teatristas de Cuba. Este mismo espectáculo, el segundo dedicado a
Estorino, le pareció a Abel Prieto un «jonrón con bases llenas».
Lo que Silverio ha hecho en el Mejunje, ha sido un desafío de su tiempo. Estaba visto que esta
ciudad ardía en la necesidad de un espacio como ese. El Mejunje es la obra humana más bien
pensada en términos de entretenimiento. El sitio mágico que ha dedicado espacio a todos —
niños, viejos, artistas, marginados, roqueros; travestis, homosexuales o no… El Mejunje es el
espacio exacto donde cualquier persona encuentra un pedacito de alegría.
Al contacto con el público, brotan las respuestas. Casi siempre un chispazo me da el pie
forzado para decir algo; no elaboro un guión. No existe guión en mi programa: solo para las
presentaciones de los artistas que me acompañan. Y, por ejemplo, me dio mucha satisfacción
saber que Eslinda Núñez dijo en televisión que su mayor alegría, de vuelta a Santa Clara, no fue
la entrega de la Llave de la Ciudad sino el regalo que el Mejunje le dio…
Bueno, yo en noche de presentación lo primero que hago, cuando voy a convertirme en la
persona que no soy, es pensar en la que voy a ser y, si no me ha asistido nunca un guión o cosa
parecida, ha sido porque erijo el espectáculo sobre la base de la animación y la improvisación.
Lo esencial es el diálogo con el público, la transmisión de una energía que me desnude de mi
propia energía negativa. Entonces, primero me rasuro el cuerpo. Al maquillarme el rostro, trato
de tapar las crueldades de la naturaleza, y ya me empiezo a sentir Roxana Rojo.
Mi primera experiencia como persona fue estudiar en una escuela militar con profesores
soviéticos. El primer idioma que conocí, además del español, fue el ruso. Y ya en ese momento
comienzo a vagar de algún modo por un país en el que nunca estuve sino a través de libros.
Dostoievski, Tolstoi, Chejov… fueron mi dicha. Cuando termino de maquillarme y me empiezo
a poner el cuerpo —a base de espumitas de goma, de toallitas—, ya me siento la estrella.
Anoche decía que ya ni siquiera soy una estrella sino un sputnik, porque había perdido el
geoestacionamiento y me dedicaba a vagar. Soy como la basura sideral que flota y ve con calma
lo que ocurre debajo, en la Tierra.
Hacer este espectáculo en Cuba, lo veo como una venganza contra el período de la grisura
rusa, contra los años que compartimos con aquella omnipresencia en nuestra vida cultural y
económica. El ruso se propagó de forma oficial a través de las escuelas y la radio. Un hermano
mío estudió Aeronáutica Civil en Kiev; mi padre fue a Armenia. Toda aquella amalgama de
rusización la incorporé a este personaje loco, a mi Roxana, esta ficción desfasada, incongruente.
Mientras el personaje está en escena siento placer, porque la gente aprecia mi intento de
conseguir la imposible perfección. Pero una vez que la magia se acaba, que vuelvo a ser el
ciudadano civil, siento tremendo cansancio y la alegría de ese cansancio. Y luego a cargar
bultos, de Caibarién a Santa Clara suman cincuenta kilómetros de ida y cincuenta de regreso.
Dormir en casa de Silverio con perros y gatos encima que me llevan la sábana… Cuando me
levanto por la mañana y veo a ese encorvado viejecito que quiero tanto, y me pregunta cómo
dormí, le tengo que contestar que bien. Es una mezcla rara de alegría y de cansancio volver
entonces a la vida: soy peluquero —de eso no hemos hablado— o más bien corto pelos de modo
intuitivo. Y además me dedico a traducir poesía para encontrar la dualidad también mediante la
lengua.
Roxana
¿Qué intelectual de Cuba, le ha negado a Roxana Petrovna Krashnoi Vladivostova un aplauso a
mandíbula batiente? Ni los villaclareños, ni Estorino, ni Mariela Castro, ni Candita Batista, ni
Rolando Estévez, ni Juan Carlos Flores, ni Arrufat, ni Ricardo Alberto Pérez, ni Maggy Mateo,
ni Reina María Rodríguez —en cuya mágica azotea conoció, entre otros a Soleida, a Marilyn, a
Ponte…—, ni siquiera monseñor Carlos Manuel de Céspedes.
Tal vez nada le quede por vivir como no sea la publicación de sus memorias, «Vidas de
Roxy»; pero cuando la prensa internacional se la come a preguntas sobre el libro, ella solo
responde:
—Esperen, camaradas, que ya aparecerá róximamente.
Pedrito
Yo tengo muchas insatisfacciones con Roxana: no me parece la estrella que cree ser. Esto a la
vez la empobrece y la enriquece. Así que las aspiraciones para Roxana y Pedrito —que son la
misma persona y no lo son— no pueden resultar más simples: salud para seguir; que nunca
falten atributos ni materiales y que el Mejunje tenga larga vida. ¿A qué más aspirar que a seguir
recibiendo el abrazo de la gente sencilla en todas partes? A veces me dejan caer también una
cáscara de plátano, pero me quedan ardides para sortearla. En fin, el mar: mi mar y mi
hidrofilia.
En fin, el mar
¿En qué otra cosa puede pensar Roxana, sino en las olas que la devoraban y en el humilde
puerto marinero donde la enterrarán?
—¡Estamos haciendo aguas, señores… Tiremos todo lo inservible!
Como si el cruel océano le hubiera hecho este almodovariano reclamo: «Piensa en mí», ese es
el grito lacerante que recuerda Roxy, frente a otro mar, un mar de gente que la ovaciona al final
del espectáculo. Ahora se siente rodeada de discípulos. Sabe que puede dialogar con los
profetas; que su rostro refulge como un sol; que su ropaje encandila como brilló el de Jesús
transfigurado sobre el monte. Ahora se ajusta los tacones, hace un último guiño y,
socarronamente, ve caer el telón.
De tripas corazón
«Todos los seres humanos tenemos un vacío»
Y al momento le cayeron de los ojos como escamas,
y recibió al instante la vista; y levantándose, fue bautizado (Hch. 9.18).
Taguayabón no tiene más monumento que la gloriosa piedra donde se sentaba a torcer tabacos
el capitán mambí José Rivadeneira; la misma que hoy descansa sin nombre a la puerta de un
merendero y que los lugareños no permitieron se tocase cuando se construyó la Carretera
Central. Taguayabón no tiene otra historia oficial que las añosas libretas donde Margarito
Toledo apuntaba la fecha exacta de cada boda, suicidio o adulterio o del Asalto a Palacio
aquel 13 de marzo de 1957. Taguayabón no tiene otras celebridades que Juan Cartucho, Abilio
Raboechiva, Mongo Pelao o Minguito Ramos, el hombre del entusiasta viva en favor del
Partido Liberal. Taguayabón no tiene otras rivalidades de partido que las feroces batallas
parranderas entre los Gallos y los Gavilanes. Taguayabón no tiene otro cementerio que aquel
donde descansa en paz el chivo Pepe y que ningún difunto taguayabonense jamás estrenó.
Taguayabón no tiene otro tesoro que el que Ramón el Bolo enterró en una cueva, y que hoy no
encuentra nadie. Taguayabón —ese pueblito de cuatro mil almas, abandonado treinta y cinco
kilómetros al noreste de Santa Clara— no ha tenido otra suerte que el olvido, y así pasó de los
brazos de Remedios a los de Vueltas, y de los brazos de Vueltas a los de Camajuaní.
Taguayabón no tiene otras bellezas que su nombre aborigen, sus dos arroyos —Aguasí y
Aguanó— y el entusiasmo entrañable con que es amado por Mario Félix Lleonart Barroso, el
pastor de su iglesia bautista.*
Véase Mario Félix Lleonart Barroso: «Taguayabón: un pueblito tan feo como tan franco», Signos, (48): 125-140,
Santa Clara, enero-diciembre, 2003.
*
«El trabajo principal del pastor
está fuera de la iglesia»
—¿Qué diferencia encuentras, Mario, entre ser pastor en Taguayabón o en una gran ciudad?
—Hay muchas diferencias, pero yo sólo he vivido lo de ser pastor en Taguayabón, y hasta el
momento no he sentido deseos de trasladarme a una ciudad grande. Amo mi iglesia, de la cual
salí, porque en mi caso hay una peculiaridad, y es que —hasta hace unos años— todos los
pastores de la Convención Bautista Occidental procedían del seminario; sin embargo, formo
parte de un grupo incipiente de pastores que no ha surgido así, sino que la iglesia en la cual han
crecido ha pedido que se les oficialice. Yo no pasé un seminario teológico, aunque defiendo la
necesidad de esa enseñanza y, de hecho, ya me hice master en Teología. Fui misionero, trabajé
por tres años en misiones rurales hasta que mi congregación se quedó sin pastor.
—¿Cuál camino recorrió la fe bautista para llegar hasta aquí?
—Bueno, mira, los bautistas en Cuba vienen como parte de misiones de los Estados Unidos a
finales del siglo XIX. Allá en aquel momento había dos grandes asociaciones: la del norte y la
del sur. La del norte estableció misiones en la parte oriental de Cuba, y la del sur, en la parte
occidental, que es donde estamos. De ahí quedaron dos convenciones cubanas también: la
Convención Bautista de Cuba Oriental y la Convención Bautista de Cuba Occidental. Hasta el
triunfo de la Revolución dependieron mucho de las convenciones que las fundaron en los
Estados Unidos. Dependían en todo sentido: económico, en la manera de hacer los cultos…
Ahora, al triunfar la Revolución, se rompen las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos.
Esto también influye sobre la vida de la Iglesia, ya que la mayor parte de los misioneros
norteamericanos regresan a su país, y nos quedamos los cubanos solos. Hubo que asumir la
dirección de nuestras obras. Se cae en una crisis: perdimos membresía. Muchos pastores
cubanos se fueron también: dejaron sus congregaciones, y la crisis fue grande. Y los años
sesenta y setenta fueron tiempos difíciles. Ahora, a partir de los ochenta parece que nos
empezamos a recuperar y a vivir una fe como cubanos. Ya nuestras convenciones han adquirido
características oriundas del país en que vivimos; no dependemos de otra obra extranjera.
Recibimos ayuda de todas partes del mundo —porque los cristianos predicamos solidaridad y
fraternidad— igual que con nuestros propios recursos tratamos de ayudar a otras naciones, de
hecho pensamos enviar misioneros fuera de Cuba. Estamos pensando en los países árabes,
donde tal vez los norteamericanos no son bien vistos, por las cuestiones históricas que han
sucedido; en cambio, un cubano es bien visto, y estamos pensando en llevar la fe cristiana.
Entonces te puedo decir que los bautistas en Cuba comenzamos siendo idénticos a los de los
Estados Unidos. Hoy nos hemos aplatanado. Y específicamente a este pueblito la fe bautista
llegó digamos que oficialmente el 2 de febrero de 1939. En esa fecha, veinticinco hermanos
fundaron nuestro templo, bajo la guía del pastor Norberto Rodríguez, como un desprendimiento
de la congregación establecida en Remedios.
—Doctrinariamente hablando, ¿cuál es el abecé de los bautistas?
—Bueno, mira, yo —como bautista— ante todo debo estar seguro de que lo que predico no es
una religión. Hay otras denominaciones que dicen tener el imperio de la verdad y que, si las
personas no están en sus filas, están perdidas, en falsas religiones. Nosotros no creemos que
seamos el único grupo en el mundo dueño de la auténtica fe, ni predicamos una religión.
Siempre aclaramos que si una persona se hace bautista porque se bautiza, va a la iglesia todos
los domingos con su Biblia bajo el brazo y así se pasa veinte años, pero no tiene una relación
con Jesucristo, está perdida. Por lo tanto, nosotros predicamos una relación. Nos distingue,
además de eso, tener lo que llamamos un gobierno congregacional…
—Pero no es esto lo que te pregunto: yo pregunto en qué creen…
—Sí, hermano, mira, desde el punto de vista doctrinario, el primer punto es que la Biblia es
nuestra única regla de fe y práctica. Creemos en un dios verdadero que se manifiesta en tres
personas diferentes: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Creemos que Jesús dejó dos ordenanzas —no
les llamamos sacramentos—: el bautismo y la santa cena, esas dos únicas…
—¿Y el matrimonio?
—Eso está en manos del gobierno civil. Nosotros celebramos en nuestras iglesias ceremonias
donde se le da una bendición al matrimonio; pero quien lo instituyó fue el gobierno… Nosotros
luchamos por la separación entre la Iglesia y el Estado. Nos distingue el principio de que la
Iglesia no ocupe el sector donde el Estado debe trabajar, así como no queremos que el Estado
ocupe el de la Iglesia. Los matrimonios de todos modos pueden celebrar sus bodas cristianas:
una ceremonia muy bonita donde juntos encienden una vela o toman de una misma copa, y se
hace una fiesta. El bautismo, por cierto, también nos distingue, porque nosotros lo realizamos
por inmersión, a diferencia de otras denominaciones donde se hace por aspersión —o sea,
echando un agua en la cabeza. Nosotros sumergimos completamente a la persona porque
creemos que es un símbolo. Cuando la persona se sumerge, es como si fuese sepultado, como si
muriese a su antigua vida y, cuando sale del agua, resucita a una nueva.
—Siempre he visto que el trabajo de un pastor se divide en dos partes: dentro y fuera de la
iglesia.
—Sí, mira, dentro de la iglesia, el pastor tiene varias funciones. Es maestro, ya que cada
domingo deberá predicar el sermón, además de sus clases en la escuela dominical. Es líder,
porque debe guiar al resto de los que tienen algún cargo de dirección en algún departamento,
pues la Iglesia está compuesta por áreas o departamentos: de jóvenes, de mujeres, de niños… A
veces se convierte hasta en psiquiatra porque vienen personas no solo de la congregación, que
traen situaciones difíciles de todo tipo, desde el punto de vista familiar o social. Él los debe
escuchar a todos. Además —si el pastor tiene otros dones, y su iglesia es chiquita como la
mía— deviene «músico, poeta y loco». Digamos, en mi caso, he dirigido coros, pues mi
pequeña iglesia no tiene departamento musical. También escribo y soy el director de mis obras
de teatro que se presentan en Navidad, en Semana Santa. Todas de temas bíblicos o de temas
actuales a la luz de la Biblia. Así que el trabajo del pastor dentro de la iglesia es muy diverso y
bien fuerte. Uno se agota. La imagen que se tiene de un pastor es que es una persona «vive
bien» que está allí en su casa, y mi experiencia agotadora indica todo lo contrario. Aparte de
eso, hermano, si uno no se sume también a buscar del que creemos que es nuestro Pastor, cae en
las mismas angustias de las ovejas. Escuchando tantos problemas que sufren las personas, si uno
no va a beber de las aguas del Buen Pastor, cae también en estrés, cansancio, depresión. No
puede verse el pastorado como un oficio desde el punto de vista como uno concibe un oficio, en
el sentido de que si uno se propone a veces metas y esquemas, verá que diariamente se van a
romper por situaciones imprevistas. Y uno tiene que dejar las cosas que se ha planificado para
atenderlas porque si dejas de atenderlas, entonces caes en un oficio como otro cualquiera, y el
pastorado es una labor totalmente humana. Si me propongo preparar una clase que tengo que dar
el domingo por la mañana, o el sermón, pero llega a mi casa una persona con problemas, en ese
momento mi labor pastoral me impone ser oídos.
—Estamos todavía dentro del templo, ¿cómo es una semana de trabajo?
—Antiguamente teníamos más programas; programas semanales dentro del templo. Ahora —
por el ritmo de la vida que llevamos y por características de mi propia comunidad, donde la
mayor parte de los feligreses trabaja en otros pueblos— tuvimos que cambiar este estilo y
concentrarnos en el fin de semana. Nuestras puertas se abren el sábado por la noche para los
jóvenes y el domingo por la mañana, a las nueve y treinta, para la escuela dominical, que es uno
de los programas más clásicos y antiguos. Surgió en Inglaterra hace ya siglos y se ha mantenido:
dándoles clases por edades a los miembros, y visitas de la iglesia. Después de la escuela
dominical, tenemos los talleres de preparación: impartimos talleres para llenar necesidades de la
vida de la iglesia. Por ejemplo, en este momento estamos impartiendo dos —uno de maestros y
uno de artes dramáticas—, y el culto principal, el más solemne, se hace el domingo por la
noche, y asiste la mayor parte de la membresía. Ese culto consiste en himnos, ofrendas, poesías.
Se incluyen a veces representaciones dramáticas; pero la parte central es el sermón… Lo da el
pastor, aunque hay otros líderes que también pueden prepararse: misioneros. El programa del
sábado resulta más dinámico, menos formal: siendo el sábado por la noche un horario que se
presta mucho para los jóvenes, la Iglesia les da la opción de ir allá, y todos los que dirigen el
programa son jóvenes. Se incluye un tema —una conferencia— preparada cada vez por un
joven diferente. Además hay música juvenil y juegos principalmente bíblicos. Aunque también
hacemos una celebración, cada dos o tres meses, que llamamos social, donde se incluyen juegos
y canciones no necesariamente de contenido religioso.
—Y fuera de la iglesia, ¿cuál es el trabajo del pastor?
—Yo diría que el trabajo principal del pastor está fuera de la iglesia. Recuerda el dicho de que
si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. Tanto es así que nuestro líder
Jesucristo también estaba en las calles, haciendo milagros. Sus enseñanzas no transcurrían
dentro de un edificio sino que andaba por ahí, por los caminos. Y, por lo tanto, el principal
trabajo del pastor esta allá fuera: visitando las casas de las «ovejas», porque no por gusto lleva
el nombre de «pastor», que las cuida. Debe estar preocupado por el estado de cada una: reír con
los que ríen y llorar con los que lloran. Para mí toda mi comunidad es importante; me incumbe
el asentamiento en su totalidad, independientemente de que asistan o no a la iglesia. Y debo
estar al tanto de las situaciones de las personas que atraviesan por pérdidas familiares, por
enfermedades. Tampoco debo limitarme a un sector racial, social o económico sino que deben
estar en mi área de atención todas las personas, sea cual sea su forma de pensar, su posición
política, su edad, su sexo…
»No puedo olvidar nunca que estoy para servir. Porque, mira, hermano, te diría que el pastor
en primer lugar tiene que ser una buena oveja de su Gran Pastor. Mientras no se vea como una
oveja de Dios, y como uno que no está para recibir sino para dar, pues anda mal. Hay por ahí
muchos que le han dado fama al oficio pastoral porque más bien se hacen servir de las ovejas;
están para trasquilarlas. Falsos pastores siempre ha habido, que ocupan el puesto para un
beneficio particular, no por un llamado sino para vivir, porque el pastor puede aprovecharse de
las ovejas y puede pasarse el día durmiendo. Ahora, un buen pastor es aquel que está para servir.
Jesús dijo: «Yo soy el buen pastor, el buen pastor su vida da por las ovejas, mas el asalariado
huye cuando ve venir al lobo». Entonces el que quiera imitar a su Buen Pastor, que es
Jesucristo, si tuviera que dar su vida por las ovejas, la daría. Va a estar buscando no tanto ser
servido como servir constantemente. Tenemos que pensar en personas de la congregación que
pueden ser ancianos, tal vez enfermos, tal vez faltos de recursos económicos. Tengo que amar a
esas personas, sufrir con ellas, tener en mente aquel cuadro de Jesús lavándoles los pies a sus
discípulos. Y Jesús dijo también: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame». El pastor, como ser humano al fin, tiene semejanzas con cualquier ser
humano y, por lo tanto, las mismas necesidades que los demás y ¿qué sucede? Que si no está
dispuesto a doblegarse y a sacrificarse y a negarse a sí mismo —lo que Cristo llamó tomar la
cruz y seguirlo a él— no será un buen pastor.
—¿Cuál crees que sea el mensaje de Dios para Taguayabón?
—Bueno, mira, hermano mío, considero que el mensaje de Dios para cualquier lugar es que
amó tanto al mundo (y puedo poner ahí el nombre de Taguayabón)… Dios amó tanto a
Taguayabón que dio a su hijo único, para que cualquiera que en él crea no se pierda, sino que
tenga vida eterna. Ahora, si vas buscando un mensaje específico para este poblado tan humilde,
tan descuidado por las instancias gubernamentales, que carece de instituciones culturales y
cuyos medios de servicio son pocos y con malas características, yo creo que el mensaje
específico de Dios para Taguayabón es que no se sientan menos que nadie, que somos tan
importantes como cualquier persona. Que —aunque no vivamos en La Habana ni en París—
somos bien importantes, y tenemos los dones y talentos que Él nos ha dado y estamos hechos a
su imagen y semejanza. Y él nos tiene en un sitio muy especial. Porque el hombre ve lo que está
delante de sus ojos, tal vez cualquier persona mira desdeñosamente a Taguayabón. Pero Dios no
mira como el hombre: Dios sabe que en Taguayabón hay gente muy valiosa, y que no debe
sentirse menos. Yo me siento allí con un tremendo propósito y, por eso, nosotros tratamos de
realizar actividades que lleguen a toda la comunidad y que, digamos, si no existen instituciones
culturales, la Iglesia trate de llevar cultura a la comunidad. Entonces, por ejemplo, soy
Licenciado en Información Científica y Bibliotecología en la Universidad de La Habana, y he
tratado de poner en práctica esos conocimientos en la iglesia. Tenemos una biblioteca pública
con libros que pueden servir a los estudiantes de cualquier escolaridad: textos de Martí, que no
pueden faltar, y otros, de ficción. También intentamos incursionar en el teatro, en la música,
porque en Taguayabón no hay nada de esto: ni casa de cultura, ni teatro, ni sala de vídeo.
Entonces tratamos de poner películas en la iglesia, de invitar a grupos. Si no podemos llevar un
grupo de teatro, nosotros mismos somos el grupo de teatro. Y hemos visto que la comunidad
responde. Entonces creo que el mensaje de Dios para los taguayabonenses es que nos ama y nos
valora…
—¿Y cuál es el mensaje de Taguayabón para Dios?
—Bueno… Creo que Taguayabón todavía tiene que respon-derle bastante a Dios porque son
altos sus índices delictivos: hay robos, especialmente de ganado; y, por lo tanto, creo que mi
poblado todavía no le responde a Dios con el amor que Dios le está enviando. Taguayabón tiene
que responderle la carta a Dios; todavía no se la ha respondido.
«Cayeron unas escamas de mis ojos»
Nací en 1975, el 17 de junio. Toda mi vida ha trascurrido en Taguayabón, excepto mis cinco
cursos de universidad, que los pasé en La Habana, a los que debo sumar los años de Vocacional,
en Santa Clara, y uno de servicio militar en el Ejército Juvenil del Trabajo, que estuve en los
planes citrícolas de Jagüey Grande: chapeando naranjales, recogiendo naranjas…
Mi infancia transcurrió en mi pueblo natal, que amo mucho. Desde pequeño mis padres me
llevaron a la iglesia. Creo que debo tanto a mi formación religiosa como a mi educación normal
en las escuelas. ¿Por qué razón? En un lugar como mi pueblo, que no tenía ni teatro, ni
absolutamente nada, en la iglesia recibí de todo eso. Era la iglesia el único lugar del pueblo
donde había un piano y donde se cantaban himnos. En ningún otro lugar la gente cantaba. Desde
que tenía cinco años, estoy actuando en dramas, recitando poesías, estudiando un libro clásico,
como la Biblia. Nadie imagina la cultura que se adquiere en un medio así, aun en Taguayabón.
Aunque lo que más debo a la Iglesia no es eso sino lo que considero mi salvación personal,
porque a los nueve años ocurrió la conversión: aquel momento en que conocí personalmente a
un Cristo que hasta entonces había aprendido de una manera intelectual. Aunque físicamente no
lo he visto jamás, tuve espiritualmente un encuentro con él. Cayeron unas escamas de mis ojos y
comprendí por qué razón Jesucristo había tenido que morir en una cruz. Ahí entendí que yo era
pecador y que había cosas en mi vida que debía cambiar, y le pedí perdón a Dios por mis
pecados y le dije que el sacrificio de Cristo en la cruz tenía sentido para mí, que lo aceptaba
como mi salvador.
A mí me hizo cristiano mi necesidad de Dios. Todos los seres humanos tenemos un vacío.
Creo que el único que llena ese vacío es Dios; yo al menos lo llené con Dios. Otros han tratado
de llenarlo con otras cosas, y creo que no lo han logrado. Cuando sentí ese vacío, busqué en el
Evangelio y creo que el Evangelio tenía la respuesta.
Otros niños que crecieron como yo, en el mismo ambiente de la iglesia, hoy no están en la
iglesia: fueron religiosos, pero —como no tuvieron un encuentro personal con Jesús— cuando
crecieron, el medio se los tragó. El viraje de mi vida ocurre a los nueve años. Es lo que yo llamo
el «antes de Cristo» y el «después de Cristo» en cualquier vida. Una vida que no haya tenido
una conversión cristiana, es una vida que todavía está antes de su era. Cuando uno conoce a
Cristo, ocurre el acontecimiento trascendental, y ahí comienza una nueva vida. Así como él
dividió la Historia, divide cada vida humana.
Pues en Taguayabón seguí y crecí, pero ya comencé a sentir inclinaciones de trabajar como
pastor. Antes de mis nueve años soñaba ser marinero. Leyendo las novelas de Jack London y
Julio Verne, ansiaba convertirme en un aventurero que anduviese por los océanos del mundo.
Pero a partir de mis nueve años, comencé a escuchar el llamado de Dios para servirle a tiempo
completo, para que otros tuvieran un antes y un después de Cristo. Expresé a mis hermanos que
quería ser pastor. Con doce años di sermones. Fue una etapa en que, incluso, por las
características propias de una iglesia de campo, en la que a veces su liderazgo local carece de un
pastor, echaron mano de mí siendo un niño, cosa que no es correcta, pues a un niño no se le
debe someter a esa presión. Creo que me hizo daño. Cuando yo entro a la Vocacional —que
entro a pesar de que quería ser pastor, por el hecho de que tenía muy buenas notas en secundaria
y que los compañeros con que mejor me relacionaba, iban para allí— no importaba que luego
fuese a ser pastor. Mantenía mi plan y me escribía con el rector del seminario bautista de La
Habana, un hombre de Dios, un héroe de la fe para los evangélicos cubanos, que se llamó Luis
Manuel González Peña. La historia de los evangélicos de Cuba, no puede escribirse sin
mencionar su nombre, porque hizo mucho y fue de los que dieron el paso en 1959, y asumió el
liderazgo de la obra. Conservo cartas de él como joyas de mi archivo personal, donde me
exhorta a seguir adelante. Yo aspiraba a entrar al seminario de La Habana. El plan era que al
terminar el preuniversitario, saliese directo para allá. Pero, ¿qué sucedió? Estoy en doce grado.
Ya tengo que tomar una decisión: viene el último semestre, en el que lo que se hace es estudiar
para las pruebas de ingreso. Entonces yo decía: «¿Para qué voy a seguir aquí, si no voy a coger
otra carrera que no sea la de pastor?» Decidí irme para el pre de la calle en Camajuaní,
prepararme en mecanografía, idiomas y cosas que me pudiesen servir luego; pero en ese tiempo
caigo en una crisis de fe, vislumbro el paso que iba a dar y cojo miedo. Entonces hice pruebas
de ingreso y cogí la carrera en la Universidad de La Habana. Allí estudié cinco años de mi vida:
muy importantes, ya que más que la propia universidad, que realmente fue algo tremendo, La
Habana fue mi gran universidad.
Allí, como tú sabes, conocí a mi esposa, también cristiana; la conocí en la iglesia metodista. O
sea: nos casamos una metodista y un bautista. Estamos hoy en la bautista por el hecho de que en
mi zona no hay templo metodista; pero las diferencias entre las denominaciones evangélicas son
insignificantes al lado de todo lo que nos une, que es mucho más: es Jesucristo. Luego salgo de
la universidad. Casado. Mi esposa se había graduado un año antes que yo, y no teníamos
condiciones ningunas de vida: ni casa propia, ni nada. Discuto mi tesis. Normalmente las tesis
se discuten en junio: la discutí antes, en diciembre, porque la hice junto a un amigo boliviano
que tenía que regresar a su país. Cogimos 5 y, desde enero hasta junio, esperando mi título, ¿qué
hice? Regresé a estar con mi esposa, que ya estaba trabajando, ejerciendo la misma profesión
que habíamos estudiado juntos. Me involucré con un grupo de amigos artesanos de Camajuaní
en un taller de zapatos, de zapatero. Cuando busco mi título en la universidad, en junio —ya iba
a empezar a trabajar en septiembre— debo tomar la decisión de variar mi sueldo: lo que ganaba
en una semana, pasarlo a ganar mensualmente. Ya estaba, aparte de casado, esperando una
criatura y entonces decidí postergar el comienzo de mi vida profesional y continuar un tiempo
para aliviar la situación económica, y así permanezco alrededor de dos años trabajando allí en
aquel trabajo. Económicamente me iba bien, pero no me sentía espiritual ni profesionalmente
bien. Entonces ¿qué sucede? El pastor de mi iglesia me propone que comience como
misionero…
Tú sabes: el pastor atiende a una congregación establecida. El misionero abre obra donde no
hay.
Entonces me proponen trabajar de misionero. Yo sentí que, más que el llamado del pastor,
estaba la mano de Dios, que —independientemente de que le había dicho que no una vez—
insistía en mí. Lo pensé y repensé, porque la vida cristiana es una cruz. Económicamente, lo que
me iban a pagar equivalía a lo que iba a ganar en mi profesión, o menos, pero acepté. Abrí obra
cristiana al menos en dos lugares rurales y atendí otro que estaba medio abandonado. Pasan
alrededor de tres años, y el pastor se va a trabajar a otra iglesia, a Ciudad de La Habana.
Taguayabón cae en un bache de liderazgo. Entonces, finalmente la iglesia decide que era yo
quien debía estar ahí.
Para llegar a pastor, debes sentirte llamado. Nosotros no consideramos que el pastorado sea un
oficio en el verdadero sentido de la palabra. Aunque tenemos un seminario donde en dos años
recibes un título de bachiller y en cuatro, de Licenciado en Teología, no creemos que una
escuela —como puede, quizás, formar a un médico— haga un pastor. La vocación debe estar
sustentada por un llamado divino. Si la persona no siente que es llamada por Dios y se empecina
en ser pastor, va finalmente a fracasar. Otra persona, aun casi analfabeta —si se siente segura de
que Dios la está llamando— debe manifestarlo a su congregación, ese es el primer paso. Si la
congregación la respalda, y el pastor también, se le hace conocer a un seminario teológico,
donde no aceptan a cualquiera, claro. Ese no fue mi camino. Yo fui ordenado el 7 de abril de
2006, al año de estar de práctica con mi congregación. Pasé por un concilio de ordenación. Eso
consiste en que la mayor cantidad posible de pastores se reúne contigo y te realizan un examen
que incluye conocimientos teológicos, pero también indagan en tu vida moral. Y al final se
reúnen a solas y determinan si puedes ser ordenado, mediante votación.
Así que yo di el paso, fui ordenado, y voy a estar allí todo el tiempo que Dios estime
pertinente.
«No tengo el don del celibato»
—Además de pastor, eres un joven, ¿cómo te relaciones con tus compañeros de generación?
¿Piensas que tu trabajo te ha alejado o te ha acercado a ellos?
—Yo creo, hermano, que el hecho de que las personas se alejen o se acerquen a ti no depende
tanto de tu oficio (en este caso sí incluyo el pastorado) como de la persona. Aunque debo
admitir que el trabajo pastoral —por las propias características de la religión en Cuba, donde
han existido tantos prejuicios hacia las iglesias— de por sí es un trabajo que provoca que las
personas tiendan a alejarse, no ha sido ese mi caso. Mis relaciones con aquellos muchachos que
estudiaron conmigo, se mantienen y siguen siendo sólidas. Les noto cierto orgullo de que yo sea
el pastor de la iglesia que existe en su comunidad Incluso, juego fútbol con ellos.
—Mario, ¿tú vas a fiestas?
—Generalmente no, porque nosotros pensamos que en una fiesta buena no puede haber
bebidas alcohólicas. Tratamos de limitarnos, de no asistir.
—¿Son límites que te pones o que te pone la Iglesia?
—Bueno, realmente es una práctica que tiene la Iglesia. La Iglesia no comparte determinadas
cosas con el resto del mundo ¿no? Aunque —en honor a la verdad— sí participamos en fiestas,
porque estaba recordando que en mi caso particular he hecho de payaso. Mira, hace poco el niño
de uno de mis amigos cumplía años, y él conocía que los muchachos de mi iglesia y yo nos
vestíamos de payasos para actividades allí, como no hay otros payasos en la comunidad…
Aquel día los payasos fuimos otro muchacho de la iglesia y yo.
—¿Cómo evalúas tus relaciones con las personas no cristianas?
—Son buenas. Trato de relacionarme con todos. Mi posición es —como ya te decía—: más
que a mi congregación, me debo a mi comunidad. Me quieren; siento eso: muchas personas que
ni siquiera asisten a los cultos, si tienen un problema van a verme. Y entonces soy como un
psicólogo. Inclusive se está convirtiendo en una costumbre que muchos de los que sufren una
pérdida familiar en el pueblo, vienen a verme para que despida el duelo. Jamás digo que no.
Voy y trato de tener allí palabras de consuelo para la familia y, sobre todas las cosas, de no
aprovecharme del dolor de esas personas para ganar adeptos. Sí, por supuesto, sembrar lo que
yo considero: que la vida tiene un sentido. Trato de dejarlo caer. Incluso, nunca ha salido de mí
el hecho de despedir duelos. No me gusta, pero me vienen a ver, y no me niego. Eso demuestra
que Taguayabón me siente como su pastor.
—Contabas, Mario, de una crisis de fe que padeciste. En caso de que se repita…
—Sí, se repiten. Cualquier creyente pasa por crisis de fe. Un creyente que te diga que jamás
sufre crisis de su fe, te estaría mintiendo, porque somos seres humanos y constantemente
sentimos la presión del medio. Muchas veces sufro crisis de mi fe, no al punto de que se apague
pero sí siento embates. Ahora, debo tener en cuenta que me debo a mis ovejas, y mis ovejas
deben ver en mí un pastor que las está cuidando, y que no puede tenerle miedo al lobo. Trato de
que las crisis me afecten únicamente a mí. Nadie a mi alrededor se lo imagina. Ellos esperan
escucharme el domingo, y allí hablaré, de pie, haciendo de tripas corazón.
—Bueno, y ¿cómo es ese proceso de preparar tu sermón?
—Nosotros nos restringimos a la Biblia. Ese es mi único «instrumento de trabajo». Puedo
tener otras herramientas: por ejemplo, una computadora, donde —por cierto— no puede faltar la
Biblia digital. Pero me pueden quitar la computadora; me pueden quitar hasta el templo y la
oficina; lo que no puede faltarme es la Biblia, porque ese es el cayado del pastor. Sin ese cayado
no encuentro los verdes pastos para llevar a mis ovejas ni las aguas refrescantes para darles.
»Entonces lo primero en la preparación de los sermones es encontrar el texto del que voy a
hablar este domingo, y el que voy, por supuesto, a traer a la actualidad: voy a trasmitirles lo que
Dios quiere decirles hoy con lo que dijo ayer. Una vez que hallo el texto, todo fluye. No existe
un tema previamente establecido. Esto varía de una denominación religiosa a otra. Hay
denominaciones donde todo está planificado y donde bajan, desde un liderazgo mayor, lo que
deben hablar. En nuestro caso no, ya que cada congregación es autónoma e independiente.
Sencillamente el pastor se refiere a lo que cree que recibe de Dios. Por tanto, nadie humano me
dice: «Habla de este texto». Digamos, desde que empezó el año 2006 estuve predicando durante
trece domingos sobre la comunión entre hermanos, y todos los textos bíblicos que escogí
giraban alrededor de ese tema. En Navidad o Semana Santa, casi seguro el pastor hace que
coincida su sermón con la fecha especial. Teniendo el texto bíblico; hay que sentarse a preparar
un bosquejo. Los pastores han estudiado una asignatura que se llama Homilética —el arte de
predicar— sobre diversas maneras de escribir un sermón.
—¿Sigues algún esquema particular, digamos, en la estructura del texto?
—Sigo un esquema. De un texto bíblico pueden extraerse muchas enseñanzas. Escojo el texto
y enseguida busco una enseñanza práctica principal para mi congregación, y la divido en tres
puntos, y trato de que ese sermón sea algo bien práctico, que las personas puedan entender y
aplicar, para que las palabras no se las lleve el viento.
—Para un maestro común, la preparación de una clase es un acto puramente intelectual. En el
caso tuyo, que al día siguiente te vas a enfrentar a tu congregación, además de esa preparación
intelectual, ¿lleva otro tipo de preparación de orden moral, humano: ayuno, ese tipo de cosas?
—El pastor se sobreentiende que está enseñando cosas espirituales y —si se convirtiera en un
maestro puramente intelectual— sus palabras van a carecer de lo más importante; por lo tanto,
yo tengo que buscar a Dios en oración. Te decía que lo que más trabajo me cuesta es hallar el
texto bíblico; nunca lo encuentro si antes no oro. Una oración sencilla donde durante una
semana le pido a Dios que me guíe. Y lo que llamas «preparación moral» resulta clave, porque
se dice que cada educador es un evangelio vivo. En el caso de un pastor, que predica
precisamente el Evangelio, es imperdonable que no lo sea. Hay un dicho que repiten mis
colegas: «Si tu vida no es un mensaje, tu mensaje no tiene vida».
—¿Ayunas?
—También, aunque trato de no convertir el ayuno en rutina. Paso mañanas sin comer. Nunca
he hecho ayunos grandes. No te puedo decir que semanalmente ayuno; el ayuno lo dejo para
cuando creo que estoy en un momento de crisis. Considero el ayuno tan especial, que no debo
convertirlo en un programa rutinario. La oración sí la practico diariamente.
—¿Tienes tentaciones? ¿Cómo las enfrentas?
—Buscando a Dios y orando, pero sobre todo trabajando. Una persona desocupada ya ha dado
el primer paso para ceder a la tentación. De hecho, la Biblia recoge el caso del rey David, que
cae con la mujer de uno de sus soldados; pero precisamente la Biblia declara que, en la época en
que salen los ejércitos a
la batalla, el rey David estaba en su palacio. Y la mujer del soldado
estaba allá, y la vio bañándose, se enamoró… Todo eso arrastra consigo una historia muy
conocida.
»No tengo tiempo ni para respirar. A menudo paso por La Esquina —como le llamamos a la
esquina de la tienda de Taguayabón, donde se sientan mucho los jóvenes amigos míos—, los
saludo, y me dicen: «Aquí, matando el tiempo». A veces los envidio por el hecho de que ando
haciendo cuatro cosas a la vez; me acuesto tarde, estudiando, preparándome. Aparte del
pastorado, soy profesor de Nuevo Testamento en un seminario teológico que tenemos aquí, en
Santa Clara. Y como no tengo tiempo para el ocio, no lo tengo para las tentaciones.
»Considero vital la posición de mi esposa. Sin una esposa —en primer lugar porque no tengo
el don del celibato— yo no podría estar trabajando como pastor, ya que las tentaciones serían
más. Muchos pastores fracasan precisamente porque sus esposas los frenan. Bueno, ese no es mi
caso. Mi esposa —además de soportar que le robe demasiado tiempo— es muy activa en la
iglesia. Ella dirige programas, es líder del grupo de alabanzas, escribe dramas. Dirige
dramatizaciones infantiles, da estudios bíblicos, atiende a los miembros de la congregación si
llegan y no estoy: les sabe dar consejos útiles. Se llama Yoaxis Marcheco Suárez, y tenemos
una adorable niña, Rocío, que —por cierto— tengo anécdotas en cuanto a Rocío. Inclusive, las
he publicado en un devocionario que tiene Radio Trans Mundial, una emisora que trasmite
desde Antillas Holandesas. En una ocasión escribí algo sobre ella porque mi niña es lo más
alegre del mundo. Entonces en los cultos de la iglesia ella participa; pero participa de manera
bien emotiva. Cuando cantamos, ella danza. A veces hay adultos que piensan que los niños
cuando se manifiestan así molestan, que rompen la solemnidad; pero es todo lo contrario. El
mismo Jesucristo había chocado con eso cuando, en una ocasión, los discípulos quieren quitar a
los niños que estaban jugando con él, y dice: «Dejen los niños venir a mí y no se lo impidan
porque de ellos es el reino de los cielos». Yo digo que la alabanza que da mi niña es mejor que
la que damos los adultos, porque nosotros podemos caer en que canto porque todo el mundo
está cantando; pero la adoración de mi niña resulta espontánea.
—¿Ves esta posibilidad de tener una familia como una ventaja con respecto a ser sacerdote
católico?
—¡Claro que sí! De hecho, es un punto de discrepancia; porque la Biblia jamás le corta la
posibilidad a un ministro cristiano de casarse. Por ejemplo, el apóstol Pablo no se casó; pero él
aclara su postura y dice que era una cuestión personal. Dice que él tenía el derecho, como
cualquier otro, de tomar una mujer para sí, y no lo hacía porque creía que había recibido ese don
de Dios. Pero yo creo que, lejos de limitar a un ministro de Dios, una buena mujer al lado es una
gran ayuda. El pastor tiene un trabajo tan estresante —escuchando a personas con tantas
dificultades—, recibe tanta carga negativa, que si no tiene una esposa cariñosa y dulce al lado,
cuando va por la noche a la cama, en la cual pueda desahogar sus penas… creo que yo no
pudiera desempeñarme como pastor. La familia es una necesidad humana. El pastor es un ser
humano. Sé que muchos sacerdotes católicos hoy abogan porque el Vaticano cambie esa
postura, porque no consideran que sea bíblica sino establecida por tradición.
—Pastor, padre de familia, hombre con muchas inquietudes intelectuales: profesor, escritor,
periodista, bibliotecólogo… ¿cómo has podido combinar tantas cosas?
—No es fácil, pues el pastorado reclama mucho tiempo. Sufro porque anhelo tener mucho
más tiempo para escribir.
»Cuando te digo, hermano mío, que no es un buen pastor quien no se deje crucificar, quien no
cargue la cruz, pienso que una de las mayores cruces que arrastro es el hecho de que dispongo
de muy poco tiempo para escribir. Escribo sobre todo prosa —ensayos, artículos— y sueño con
terminar un día una novela.
»Pero todas las demás facetas de mi vida se rinden ante mi labor pastoral. Ahora, esas otras
cosas son dones que Dios le da a uno, y no debemos descuidarlos. Trato de publicar —no
solamente en revistas religiosas, que de hecho son bien escasas y rudimentarias por
características de nuestro país: en otros países sí hay una vida editorial cristiana activa. En
Cuba, ninguna publicación religiosa que yo conozca paga a los colaboradores, por ejemplo. Pero
no solo eso: aunque escribo para publicaciones cristianas, trato de insertarme también en
publicaciones seculares. Hasta hace un tiempo los cristianos teníamos la tendencia a recluirnos y
estábamos fallando porque le dejábamos todo el terreno a quienes nosotros pensábamos que son
los… inmundos, ¿no? Hoy estamos empezando a despertar. Nos hemos dado cuenta de que, si
pretendemos cambiar el mundo, la cuestión no es aislarnos sino que los cristianos deben
volverse más activos en la política, en la vida cultural, en la labor periodística. Me gusta mucho
escribir teatro, y todo lo que he escrito de teatro ha sido cristiano, para días especiales de
Navidad, Semana Santa; no obstante, también trato de escribir sobre temas no totalmente
religiosos. Por ejemplo, folclóricos: sobre Taguayabón, pues de alguna manera puedo darle peso
a tradiciones y demostrarle a mi comunidad todo el amor que yo siento por ella.
Confesiones de un taxidermista
«El animal hay que vivirlo»
La muerte es ese pequeño animal que ha cruzado en el patio, y del que
nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es sólo el gato
de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha
cruzado y al que ya no volveremos a ver.
ELISEO DIEGO
—¿Aquí vive Jesús, el taxidermista?
—Sí, soy yo. Diga.
—Mire, lo que sucede es que la revista Signos le dedicará un número al tema de los animales,
y —como me han hablado de algunas piezas de taxidermia suyas— me gustaría mucho
conversar con usted.
—Pasa, pasa. Mira, mejor nos sentamos allá atrás, porque aquí viene mucha gente
buscándome. Vieja, ocúpate de la puerta.
Entonces Loreto de Jesús Rodríguez Consuegra acomodó a su visitante al lado de una chiva
disecada que lleva años parada en dos patas, en franca pose de coquetería. Pero apenas nos
presentamos, y este hombre alto, de piel quemada y aire atlético, se puso a tiro para las
preguntas, una segunda persona indagaba por él en el portal.
—Señora, ¿aquí vive Jesús, el de la cría de búfalos?
—Sí, mi vida; pero será mejor que regreses más tarde, pues ahora le están haciendo una
entrevista.
—Lo que pasa es que yo —explica Jesús— trabajé en la Empresa Pecuaria de Santa Clara con
el ganado cebú, desde los diecisiete años: ahí criaba y domesticaba búfalos. Ahora tengo más de
sesenta y ya estoy retirado. Pero, bueno, vamos a nuestro tema, que es la taxidermia, ¿no? Yo
soy un taxidermista autodidacto. Aprendí solito.
—Pues bien. Imaginemos que yo desee disecar un animal. ¿Qué materiales necesito?
—Te hace falta formol, alambre, guata, relacionarte con la fauna, buscarte un libro de la
naturaleza, porque después que desarmas el animal, se vuelve una gandofia, igual que cuando te
quitas una camisa y la tiras: la camisa se arma cuando te la pones. Ahí está el detalle. Así que
miras en el libro las formas y las poses del animal. Aunque lo primero que tienes que buscar es
la base: si lo vas a poner sobre una rama de un árbol, por ejemplo. Si no, figúrate, cuando
termines andarás con la pieza en la mano diciendo: «¿Dónde la pongo?».
—Supongamos que ya tengo la base, ¿cuál es el primer paso?
—Sacrificarlo sin dañarlo. Una inyección letal. Sirve un producto antiparasitario como el
Bernizol, que lleva un cc por cada veinte libras. Cuando lo pones alterado, chirrín chirrán:
muerte instantánea. Entonces hay que abrirlo, sacarle toda la carne sin que quede ninguna. ¡Hay
que ser un cirujano! Las aves, por ejemplo, las descuero completas: dejo las patas y la cabecita
guindando del cuero y las alas, las plumas, la punta de la cola. Ahí hago la armazón de alambre
y empiezo a darle vida a aquello, a vivirlo. Al animal hay que vivirlo.
—¿Cómo se hace la armazón?
—Se hace de alambre, alambrón o cabilla, según el tamaño del animal. Y en el caso de los
invertebrados —como cangrejos o langostas— hay que desarticular todas las coyunturas,
pasarles un alambrito y después cogerlas con cola fina. Mira, yo veo el animal, me fijo en la
estatura... (Igual que si haces el encofrado de una meseta). Mido de la cabeza a la cola. Si es un
pájaro, paso varillas por las alas y las patas; mido desde la punta de un ala hasta la de la otra;
hago una cruz y ahí formo la armazón. Un día se me ocurrió con un yeso hacer una, pero no me
gustó porque el yeso se endurece muy rápido, entonces no se puede trabajar.
—Tenemos ya por un lado la armazón y por otro la piel; pero esa piel tendrá que recibir un
tratamiento…
—Sí, claro. Cuando ya el cuero está abierto como si fuera una camisa, cojo productos
químicos —por ejemplo Esteladón—, productos que matan bichos. Los ligo con formol y
también grasa, para que el cuero se suavice. Cojo una pinza y voy tocando por dentro el cuerito
con una mota: tan, tan, tan, de forma tal que absorba el líquido. Tú sabes que, cuando pasan
veinticuatro horas, ese pellejo se pone duro y no le puedes dar la forma que querías; hay que
hacerle todos los movimientos fresquito. Pues bien, agarro la armazón, le pongo el cuero por
arriba y empiezo a rellenar con guata, paja o aserrín. El aserrín es muy bueno. Voy secando,
rellenando, acomodando, para después coser y, al final, montar sobre la base.
—¿Y los ojos?
—Los dejo para último y los pongo por fuera.
Hay animales con cuencas oculares bastante grandes, otros no tanto. Uso cuentas de collar o
bolas de esas con las que juegan los niños.
Un día descubrí que las bolitas de los desodorantes giran. Quedan que parecen un ojo normal,
y las muevo para donde yo quiera. Cuando se trata de un trabajo demasiado grande, como un
león, hago los ojos de madera, en un torno, y los pinto.
—¿Cuál ha sido su pieza de mayor tamaño?
—A ver… ovinos y caprinos de ciento y pico de libras, pues los leones no he tenido la
oportunidad de prepararlos enteros: ya me los han traído con la cabeza cortada. Mira, una vez
disequé un cocodrilo mediano, que falleció en El Bosque. * Otra vez, en Angola, hice un cesto de
ropa con una pata de elefante. Pero también he trabajado con animales pequeños. El más
chiquito fue una cartacuba que chocó con el cristal del carro un día que íbamos para la playa.
Paramos, la cogí y la taxidermié. Y así… si cuando yo empecé en esto en 1970, lo primero que
hice fue un sinsonte. Llevaba siete u ocho años en la casa, hasta que se murió. Entonces mandé
a un muchacho amigo mío a buscar formol, en la farmacia. Recuerdo que el muchacho olió el
pomo y se desmayó… Y así aprendí, solito. Soy un taxidermista autodidacto.
Nombre popular con que se conoce en Santa Clara el Jardín Zoológico Camilo Cienfuegos.
*
—Si llenáramos un museo con todos los ejemplares que usted ha disecado, ¿cuántas especies
quedarían representadas?
—Uh… cientos: elefantes, leones, también gatos. ¡Muy bonitos que han quedado! Y majaes,
iguanas, peces. El pez lleva un trabajo distinto porque se taxidermia la mitad.
—¿Alguna vez ha sacrificado a un animal que quería mucho?
—Al perro mío, que murió muy viejo. «Murió» no. Tenía problemas renales, y lo sacrifiqué.
Le hice la taxidermia. Hoy está en casa de un amigo.
—¿Alguna vez se ha arrepentido después de sacrificar un animal?
—A veces. Una vez me pasó con una bayoya. Quería hacerla igual que la cerveza Lagarto y
luego dije: «¿Para qué lo hice?», porque me arrepentí. Los animales hay que dejarlos que vivan.
—Jesús, a juzgar por la chiva que está oyendo nuestra conversación, a usted le gusta añadirle
a su trabajo cierto toque humorístico.
—Bueno, imagínate que una vez inventé una carnera jinetera. Y también unas jicoteas
guitarristas. Y un quirófano de rana toros: el doctor en el medio, dos enfermeras que hablaban,
una rana de paciente. También he hecho rana toros jugando pelota: pitcher y bateador. Ah, y
otra rana toro con un casco de motocross… Hace años yo tenía una jicotea. Un día estaba
acostado y la vi que trepó en una bota rusa y se quedó paradita así, en dos patas. Y ahí mismo se
me encendió el bombillo: La jicotea borracha. Pues preparé la base; puse un poste luz; la
recosté al poste y le puse en la mano una botellita. También a veces visto los animales con
ropitas viejas que yo mismo adapto. Y al final los regalo a mis amistades o viene alguien y me
compra alguno. Un día me gustaría organizar una exposición.
Ya se daban las manos en señal de despedida entrevistado y entrevistador. El primero, agotado
por la charla; el segundo, feliz de regresar con las alforjas llenas. Sin embargo, una nueva voz,
ahora masculina, retumbó en el portal:
—Señora, por favor, ¿pudiera ver al colmenero?
—Perdóname, mi hijito, pero él ahora tiene visita. ¿Puedes venir más tarde?
Hasta ahora no teníamos ningún texto sobre abejas para el dichoso número de Signos. Al
momento, Loreto de Jesús explicó resignado:
—El problema es que yo soy colmenero autodidacto. En la azotea tengo ocho colmenas de
ochocientas abejas de la tierra cada una. Me metí en eso hace unos cuantos años porque me
gustan sus costumbres. Y lo que sé, lo he aprendido de ellas. Sí he consultado algunos libros,
pero muy pocos me dan respuesta sobre las abejitas de la tierra. Tampoco me la han dado los
abejeros que conozco. Incluso, dicen que cuando la reina muere, se va el enjambre. Sin
embargo, eso es cuento. El otro día destapé una colmenita que tengo ahí, y la reina había
muerto: la llevaban como si fuera a un entierro o a una procesión por toda la caja. Al día
siguiente destapé, y había una reina nueva. No se van. Y, al morir la reina vieja, otra la
reemplaza. Ellas tienen una especie de «relevo de cuadros» y una manera muy organizada de
trabajar. Ponen una portera que no deja entrar a ningún otro bichito. Si aparece una abeja de
ellas mismas que pertenece a otro enjambre, tampoco puede entrar.
—¿Y cómo ha mantenido la «coexistencia pacífica» entre ocho colmenas?
—Porque hay tremenda educación ahí: todo el mundo va para su casa, y nadie se mete en casa
de nadie.
Aquí llegó la carcajada que ponía fin al diálogo, cuando otra vez en el portal sonaba una voz
intrusa. Resultaba imposible sustraerse al encanto de aquel timbre, tan delicadamente femenino:
—Señora, ¿está Jesús, el artesano?
—Sí, pero está atendiendo a un compañero de una revista. ¿Qué desea?
—Yo necesito verlo. Él me hizo una artesanía muy bonita con una pata de buey, una correa y
una espuela. Ahora resulta que mi hermana quiere otra igual.
En cambio, ahora el entrevistador se hizo el sordo y caminó hacia la salida, mientras Jesús
explicaba sonriente:
—El problema es que yo a veces hago también mis trabajitos de tarro, cuero o cascos de
animales. Soy artesano autodidacto…
Debajo de la manga
«Me encanta mi trabajo»
Ay, Muerte,
si otra vez volviera a verte,
iba a platicar contigo
como un amigo.
NICOLÁS GUILLÉN
Por entonces la muerte no existía, a no ser esa muerte de juguete que descubrimos en la
televisión. Pero ¿qué cosa importante no era por aquel tiempo de juguete? Espadas, novias,
trenes… Ya cada uno había conocido a la princesa más hermosa. Y éramos iniciados del
Secreto Mayor: para cruzar la calle había que mirar a los dos lados. Biólogos, operábamos
lagartos; químicos, fabricábamos bombas con cabezas de fósforo; matemáticos, calculábamos
cuánto faltaba para la merienda: esa hora mágica en que se detenía el universo. Mi abuela —
que era eterna todavía— alguna vez preparó un pancito de más por si Su Majestad su nieto
llegaba acompañado de Su Excelencia de ocho años, el conde de Arbeláez… Quién iba a
imaginar ese reencuentro, tantos años después: el cadáver de abuela sobre la mesa fría, yo
lacerado por una muerte verdadera y mi amigo de infancia, Jesús Alexander León Arbeláez,
entregado con envidiable profesionalismo a sus labores de eviscerador…
Esto es lo que hace falta para hacer una necropsia: el bisturí con su mango, el separador, que es
un tenedor curvo de cuatro dientecitos, con el que se decora el pecho cuando vas a quitar el peto
costal… Decorar* le decimos: parecido a lo que le haces a un carnero cuando te lo vas a comer.
Se decora: se quita el peto con el costótomo —esta tijera grande. También tenemos todo tipo de
pinzas: pinza mosquito, pinza erina, pinza normal, para cuando separas las vísceras. La pinza
erina es la que empleas cuando estás cosiendo: pegas la piel, y ella te la presiona, y la piel no se
te va… Está el zócalo, está la sierra, para cuando vas a hacer cerebro: una sierrita de mano,
normal, igual que con la que quitan los yesos. Esa no vibra: donde hay carne no corta. Hay
muchos más: los cuchilletes, de acero inoxidable, para dar cortes al hígado, los riñones; el
cerebrótomo: ese cuchillo ancho; con él cortas cerebro y quitas cerebelo. Se utilizan tijeras. La
puntifina y pequeña se usa en las coronarias. La que se llama enterótomo, es para abrir
intestinos… El intestino sale con esa tijera porque en la punta tiene una bolita que te va
guiando. A la otra grande, de picar costillas, le decimos costótomo. Cosemos con aguja normal.
El hilo debe ser de nylon o pitilla, porque el de algodón se parte mucho. Hay agujas en forma de
S y de otras formas.
Corrupción del verbo «descuerar».
*
Bien, llega el cadáver. Yo tengo que esperar a que Admisión me entregue la Historia Clínica.
Si no está autorizada la necropsia, ayudo al familiar a vestir al difunto y no inyecto formol
porque eso es trabajo de la funeraria: a la persona a la que no le hacen necro, se le inyecta en los
paquetes musculares, y así aguanta. Pero si está autorizada, procedo: entro el cadáver. Primero
me visto: bata verde, tapabocas, gorro, guantes… ropa que tienes que mandar a lavar en agua
caliente a diario. Los guantes sí son nuevos. Le quito la ropa al fallecido. Lo subo a la mesa —
siempre y cuando no haya ninguna persona ajena al departamento—: Esto es una cuestión de
ética médica. Después abro la herida, y hay que sacar tiroides. Saco desde la tráquea, la laringe,
hasta el pubis, con el bisturí y el mango nada más. Cojo el separador para ir decorando: decoro
en lo que es el pecho; con el costótomo, corto las costillas. Separo el diafragma de las costillas:
completo hasta la próstata o el útero. Voy decorando arriba para sacar las carótidas. Eso se hace
mucho a los ahorcados: observar las carótidas a ver las estrías que hacen, la marca del surco de
la soga. Después, normal: corto aquí arriba; saco el útero o la próstata. Esto es un poco más
complicado para los nuevos. Ya los viejos sabemos. Hay una telita, un ligamento de fijación
entre el pubis y la vejiga, la tienes que separar para meter los dedos. Ah, el sexo no determina.
Lo único es que al hombre le sacas la próstata y, a la mujer, el ovario con el útero; por lo demás,
dura lo mismo y se cose igual. Tiras abajo, cortas arriba y vas halando normal, ra, ra, ra:
siempre quitando la aorta, que está pegada a la columna, hasta sacar el bloque. Lo echas en el
cubo. Lavas el cadáver; le quitas la sangre. Rellenas con aserrín. Se le vuelve a colocar el peto,
es decir, las costillas.
Después una costura normal, yo la hago con la puntada chiquita, como me gusta. Hay casos
que, además, llevan cerebro. Ejemplo: me muero de un infarto. Si el médico no lo pide, no hay
que sacar el cerebro. Ah, pero si muero de un avi (accidente vascular isquémico), un ave
(accidente vascular encefálico), infarto cerebral, isquemia repetida, o pérdida de
conocimiento… hay que sacarme el cerebro. Entonces, se corta de oreja a oreja: se echa el cuero
cabelludo completo hacia adelante. Con la sierra se corta en forma de V aquí arriba y se abre el
cráneo. ¿Para qué se hace en forma de V? Para que cuando quites el casco te quede así, ¿ves?
Aquí te queda una punta. Cuando vuelves a poner el casco, se rellena; se le echa aserrín. A
veces le ponemos un papel. Entonces él te hace esto, ¿ves? Y ya no se te cae. Él va a
introducirte ahí arriba, y ya el cráneo no se cae. Sacarlo desde abajo, desde el tronco encefálico,
en la médula, acá abajo sacas cerebro con cerebelo juntos y el tronco con el pedacito de médula.
Eso es en el caso que lo lleva. También hay casos en que hay que sacar la médula —trabajo
mucho más complicado—. La mayoría la saca por delante. Sin embargo, yo la saco por detrás:
un poco más difícil; pero para mí más fácil, porque después que yo eviscero por el frente y lo
tengo cosido, lo viro bocabajo y abro: hago otra herida hasta la región glútea, quito los
músculos de encima de la columna. Entonces se hace prácticamente el mismo procedimiento
que por delante. Hay que decorar mucho más, quitar todos los músculos que están en la espalda;
se le quita toda la punta de arriba de las vértebras desde la primera hasta la última. Se saca la
médula con ayuda de sierra, cincel y martillo. A veces hay lugares donde no entra la sierra, y
tienes que dar con la puntica del cincel. Mira, esos no los mencioné: el cincel y el martillo. Ahí
descubres la médula, la sacas desde su inicio en el cerebelo hasta la cola de caballo esa. Se saca
la médula con cerebro; se vuelven a poner los músculos donde estaban; se vuelve a echar un
poquito de aserrín, y a coser. Después que terminamos ahí, se baña el cadáver con agua nada
más y un cepillito. Que no le quede sangre. Hay familiares que te dan jabón: tú lo enjabonas, lo
secas. La cara siempre se ve limpia porque nosotros lo lavamos, y en la funeraria le dan su
maquillaje. Los peinan, pintan… Si tienen la cara demacrada, se les puede echar más polvo, más
talco. Hasta ahí el proceder con un fallecido de anatomía patológica… Me demoro, como
promedio, treinta y cinco minutos. Quizás, si lleva cerebro, cuarenta y cinco o cincuenta. Si
lleva médula, hora y pico, dos horas, quizás un poquito más, para hacer un trabajo con calidad…
La ley dice que hay vestir al fallecido. Hay familiares que no te dejan. Otros piden ayuda, y se
la brindamos: lo vestimos completo.
Todo eso lo hago solo. Cuando termino, separo las vísceras: cardiorrespiratorio (pulmones,
corazón); digestivo (hígado, esófago, estómago, páncreas, bazo); genitourinario (riñones con los
uréteres, vejiga, próstata o útero). Los genitales externos no se sacan si no es necesario. Si es
necesario, y te piden un testículo, sacas el testículo. Con el genitourinario sale la aorta completa.
Con todo eso estudiamos. El médico ve las piezas a simple vista. Y lo vamos guiando.
Después se cogen cortes; se guardan en formol al diez por ciento. Se deja que se fije siete u
ocho días. Haces cortes más pequeños para pasarlos al laboratorio al proceso de parafina.
Después se pasa por el microscopio, que da el resultado final. Las vísceras llevan su
procedimiento. Se preparan piezas frescas de un paciente que fallece de pronto y no se sabe de
qué murió. Entonces un médico dice que de esto, y otro que de esto otro. Y, a fin de cuentas, la
verdad se ve en el laboratorio. Allí lo discutimos todo, se analiza todo. Luego esas vísceras se
entierran con su debida orden de enterramiento.
A mí me encanta mi trabajo porque se aprenden muchas cosas interesantes: mediante mi
trabajo se descubren enfermedades, y hay otras personas encargadas de buscar el medicamento
que las cure, para salvar vidas humanas.
Esto es lo que toda una vida quise ser. Yo estudié otra cosa: soy técnico medio en
Mecanización y pasé un curso de Marketing, aunque siempre preferí esto: me gustó porque fui
un día al hospital cuando se murió mi abuela, en 1983… Yo tenía diez años. Cuando le vi la
costura, pregunté, como muchacho al fin. Me explicaron por arribita, y seguí con aquello en la
mente. Cinco años después se muere un sobrino del esposo de mi abuela. Ya tenía quince años.
Pregunté, y me explicaron un poco más: me gustó. Mi mamá trabajaba en el hospital. Mi
hermana mayor, en Rayos X. Por mediación de ellas empecé a coger confianza con los
evisceradores. Aprendí y hasta hoy, que doy clases de Anatomía en el Instituto de Ciencias
Morfológicas. Allí soy asistente técnico docente: a los alumnos de primer y segundo año de
Medicina les enseño lo que es hueso, músculos, sistema nervioso, vísceras… En algún momento
ellos tendrán que hacer una necro también.
Picar un cadáver es como tomarse un vaso de agua. Hay amistades mías a las que les digo:
—En lo que tú te tomas un vaso de agua, o haces una templa de mezcla para echar una placa,
yo te hago una necro bien hecha.
Mira, un día vi en el hospital a un hombre conversando con su mujer, sentado en la cama;
pero, no sé: hice fijación en él. Cuando pasé, se había complicado. Se agravó en Oncología y
falleció. Me dio temor hacerle la necro porque fue una cosa rápida: lo vi conversar con la mujer;
lo vi parado, que caminó de aquí a la cama; lo vi morir. Aquello me impresionó al cabo de los
años.
Y así he pasado muchas penas, he pasado mucho; pero mi trabajo es bonito, ya te digo que me
encanta.
He tenido dos momentos difíciles, difíciles. Uno: un niño que se mató en un caballo. He hecho
tres necros de niños, y ahí dije que no hacía ninguna más. No hay quien me obligue a trabajar
con niños. En el Infantil ha habido plazas; yo no las quiero.
El segundo momento fue cuando el accidente ferroviario de Santo Domingo en 1990… ¡Mi
primer accidente! Pensé que no me iba a afectar, pero sí: muchos cadáveres. Perdí la cuenta. Y
ya por último trajeron brazos, piernas solas, cabezas solas… Decían que mi hermano Carlitos
venía en ese tren. Yo caminé entre todos los muertos habidos y por haber: los volví a tocar; los
miraba; los viraba… Ya me faltaban seis cajas selladas que había. Tenía los nervios alterados…
A Carlitos, por suerte, no le pasó nada…
De mi familia, le hice la necropsia a un primo de mi mamá. También a amigos y a personas
que han conversado conmigo. Es difícil, es duro. No sé el sentido ni el sentimiento de cada cual,
pero a mí una persona conocida me llega. Conocí a una viejita —una anécdota linda—, una
señora de Manicaragua a la que yo siempre visitaba, y me daba café: conversábamos, hacíamos
cuentos, jaraneábamos, y una noche llega al cuerpo de guardia. Tenía leucemia, y fallece. Y, sin
saber, me llaman. Los pacientes de leucemia casi todos mueren con sangramientos por la nariz,
por la boca, por el recto: hay que hacerles la necro, porque, si no, es más rápida su putrefacción.
Al llegar allí, me enteré de que era ella, y eso me chocó mucho: fue el primer caso que me
chocó duro, duro, pero tuve que hacerlo. No había más nadie a quien buscar: eran las dos de la
mañana.
Claro, también he tenido muchos momentos que recuerdo con agrado. Mira, en el 2003 me
dieron un reconocimiento como trabajador. Y tengo aceptación entre los médicos. Ejemplo: hice
un trabajo para el difunto doctor Pepe Valdés, profesor cirujano. La madre murió de una
trombosis, y él quiso que yo le hiciera la necro. Me buscó a mi casa —habiendo una técnica de
guardia esa noche—, por referencias que tenía de otro cirujano. Y así, muchas personas han
quedado agradecidas: han querido pagar. Yo no cobro. A mí el Estado me paga. Yo disfruto
haciendo mi trabajo. Trato de hacer lo posible. Si es un cáncer, tú sabes que los casos de
oncología son más difíciles: hay que limpiar y rellenarlos bien; llevan más taponeo. Entonces
hablan conmigo:
—Mira, yo quisiera velarlo hasta mañana, hasta pasado.
Les hago un buen trabajo, y quedan agradecidos. Y me conoce tanta gente que a veces no
recuerdo a las personas.
—¿Tú no te acuerdas de cuando picaste a mi hermano?
Así. Cosas que dicen. Lo que sí no resisto es cuando por la calle me gritan «Picamuertos», que
es una cosa fea, porque todo el mundo me mira. En el barrio me dicen «El Pica» por aquí y «El
Pica» por allá…
Pero sí, sí he vivido muchos momentos que recuerdo con agrado… Oye, esto va a sonarte
irónico: se me han dado hasta anécdotas graciosas. Una vez me cayó una fallecida. Una viejita.
Dos de la mañana. Un solo familiar, que se va a llamar por teléfono. Cuando la fui a pasar de la
camilla a la mesa
—nunca me había pasado— eructó. Puedes imaginar cómo me puse, solo
ahí adentro, novato, un niño. Cuando aquello, no tenía ni bigote, ni sabía qué hacer, y —por
dondequiera que miraba, ni un alma—. «Esta mujer está viva» —fue lo primero que pensé.
Cuando la fui a pasar, hizo: «Huah». Temblé, sudaba frío, me recosté a la pared. Me acordé de
que había agua caliente en la mesa: cogí un vasito y le eché. No se movió. «Está muerta».
Entonces le hice la necro. Buen susto que pasé… Después que uno fallece se defeca y orina:
hace relajación de esfínter; es normal. En este caso, como tuvo Mark 8 puesto, los pulmones
cogieron aire, y le salió el eructo. Bueno, eso lo sé ahora. Mas si le pasa a cualquier otro, suelta
el cadáver. Si ahí hubo un jovencito que empezó nuevo —yo ni lo conocí: no me dio tiempo—.
Lo dejaron de guardia. Al ver que se demoraba tanto, los familiares tocan la puerta y buscan por
alante al médico, y era que el muchacho había dejado el muerto arriba de la mesa y se había ido.
Le cogió miedo y se fue: ¡dejó el trabajo!
Otra anécdota: llevaba un fallecido del hospital en el carro fúnebre, cuando trabajé en la
funeraria. El familiar venía al lado, y prendí el radio. El chofer lo apagó, y fue cuando me di
cuenta. Me disculpé.
—No, no, olvídate de eso, que eso le pasa a cualquiera.
Son anécdotas que voy recordando así de pronto. Ah, otra vez, después que terminé el
fallecido y lo bañé, tuve que volverlo a abrir porque se me había quedado el mango adentro con
bisturí y todo. ¡¿Tú sabes lo que es volver a sacar el aserrín para sacar el mango del bisturí?! Era
mejor dejarlo adentro; pero tenía un solo mango. ¿A quién iba a acudir a esa hora —casi
siempre los fallecidos vienen por la noche: muy rara vez hay un fallecido que venga de día. Un
solo mango en el instrumental. Imagínate: hubo que abrirlo otra vez, y a tijera, picando hilito
por hilito. Esa anécdota es cómica pero pesada...
Estas, en fin, son algunas anécdotas, aunque hay cosas que ves, que haces y que, por ética
médica, no las puedes decir. No soy de los que se llevan el trabajo para la casa: mi trabajo se
queda en el trabajo. Cuando alguien pregunta, solo le digo si no tuve fallecidos o tuve dos o tres,
o diecisiete —como me ha sucedido algunas noches, porque el hospital provincial es enorme—.
Pero, allá afuera, mi vida es normal, normal: amigo de todo el mundo.
Como tú sabes, me crié en el barrio del Chamberí. Nací el 10 de junio de 1972, y mi infancia
fue bonita: tuve lo que quería, y lo que no quería me lo buscaban. Mi papá es especial, de oro.
Mi familia, de oro. Por un problema de accidente que tuvo mi mamá, dejé la escuela a los
dieciséis años y me puse a trabajar. Hice un técnico medio en Mecanización en 1989. En 1990
vine para el Hospital Provincial. Me gustó mucho más la profesión del hospital: aquello de
mecánico, lleno de grasa, no me gustaba. Y, con un curso de seis meses, me pude dedicar a esto.
Pero empecé con una neumonía tras otra por culpa de la nevera. Así que me fui y regresé varias
veces. Pasé por una empresa de Materias Primas. Me hice operador de planta de carburo,
montacarguero, estibador, ayudante de grúa… En 1997 o ’98 empecé en la funeraria, de
ayudante de carro. A los seis meses me suben a coordinador fúnebre, y al año estaba de segundo
administrador de las dos funerarias de Santa Clara. Y me mandaron a administrar el cementerio;
pero eso era más complicado. Así que regresé a la morgue. ¡Qué de oficios relacionados con la
muerte!: Casualidades de la vida.
Antes me preguntaba por qué las personas se morían. Aquí he aprendido el porqué. La muerte
viaja con nosotros debajo de la manga y nos sorprende en cualquier momento. Ha cambiado mi
idea de la muerte; pero no de la vida: por la vida hay que luchar. Dice un refrán que la muerte
está segura.
Sin embargo, durante esos treinta y cinco o cuarenta minutos de una necro —aunque sentir no
siento nada— me pongo a pensar en toda la lucha que cogemos, en cómo nos martirizamos a
nosotros mismos, y a fin de cuentas llegará el momento de pasar sobre esa mesa. Siempre
imagino el momento en que me toque a mí. Y ¿tú sabes? Si dependiera de mí, no dejaría que me
hicieran necro, a no ser que haga falta para una investigación. A casi ninguno de mis colegas le
gustaría.
Lo mejor de este oficio es que podemos ayudar a muchas personas… Lo peor es que puedes
coger cualquier enfermedad. Puedes pincharte. Te puede salpicar una gota de sangre y caerte en
un ojo. Puedes coger un germen por la boca. Hasta hoy no me ha pasado. He trabajado unos
cuantos casos de VIH. Ahí sí que tienes que ponerte gorro, tapabocas, espejuelos protectores,
careta protectora, bata, pijama, botas de tela y tres pares de guantes, más otro de una goma más
gruesa.
Antiguamente nos daban una capa, como un traje de fumigador. Antes el muerto de sida se
velaba envuelto en nylon dentro de la caja, ya no: esa es una contradicción de nosotros con la
funeraria, que no los quiere tocar.
Por supuesto, no todos los evisceradores trabajan igual, ninguno trabaja igual. Para definir que
una persona sea buena en esto, tienes que esperar a que termine; no sé: ver cuánto tiempo pueda
durar el cadáver en la funeraria con una necro hecha. Los he visto corrompidos, que hay que
enterrarlos por la madrugada. Eso depende de muchas circunstancias.
Pero hay personas que entran en este oficio buscando no sé qué, porque no todos tienen los
mismos pensamientos. Unos te hacen las costuras bien; otros cosiendo son unos chapuceros.
Los catalogo por el modo de trabajar. Y hasta a veces me digo: «Es un cochino. Este no sabe
dónde está parado».
Aparte de buenas condiciones mentales y físicas —porque te pasas horas de pie cuando te cae
un caso tras otro—, el eviscerador tiene que tenar una ética: si ve algo raro ahí dentro, no salir al
pasillo a comentarlo. Tiene que amar la profesión y, sobre todo, tener humanidad. Ese cadáver
es un ser humano. Y, aunque no ya cuenta como persona, tiene sus familiares allá afuera.
Nunca he tenido tropiezos con los familiares. O sí: un día. Un muchacho apuñalado, que la
familia se puso muy difícil. Retrocedí y le dije al instructor policial:
—Eso es problema suyo. Usted entra el caso, y yo hago la necropsia.
La familia no quería necro: estaba todo el mundo ahí con cuchillo. Cuando hay una puñalada,
un tiro, un accidente… tiene que hacerse, porque hay que investigar.
Otras familias llegan tomando ron y hasta te invitan:
—Date un buche antes de empezar.
—No, no puedo tomar, porque después viene otro caso, y si los familiares me sienten aliento
etílico, «adiós, Lola»: perdí los frijoles de mi hija.
Pero a otros familiares no les gusta que se haga la necro. Los hay que se quejan por
sencilleces. Otros, si te demoras un poquito, te preguntan:
—¿Por qué te demoraste?
Viven en un concepto erróneo: como aquí se corrió la bola de que habían sorprendido a un
eviscerador violando a una fallecida… Sin embargo, en el tiempo que llevo, jamás he visto
eso…
Los hay muy quisquillosos: que si la cara queda así, que para acá, que para allá. He dado con
familiares buenísimos y he dado con familiares que no puedes hablar con ellos ni una palabra.
El 16 de octubre de 2005, era yo el familiar. No pudimos entonces indagar cuál fue el bosque
que se tragó a nuestras princesas. Y mi amigo Jesús —antiguo «conde de Arbeláez»— tuvo
frases de aliento antes de regresar a su mesa de trabajo…
Cuando está adentro, un alto muro lo separa del bullicio callejero. Afuera, nuevos niños
estrenan esa muerte de juguete que recién descubrieron en la televisión.
Apéndices
La raspadura
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas!
Deja que te cuente,
que tú lo sabes, yo lo sé.
Así ha sido siempre:
Que no hay regla
que no tenga
una brecha
pa’ pasar la línea.
El límite de lo que te pone a volar.
Dios, que paren esto,
que no aparece el bozal.
Dios, que no la encuentro.
Quiero salir a comprar
raspadura de guarapo
batida con ajonjolí
que te guste…
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas!
Ven a ver.
Quiero verte reír.
Te daré
algo que te hará feliz.
Yo no sé
hasta dónde seguir.
Solo sé
que pedirás más
raspadura de guarapo
batida con ajonjolí
que te guste…
¡Qué rica están:
yo me las comiera todas!
Michel Portela Rojas (Santa Clara, 1981). Trovador.
Mi padre es un sobreviviente legítimo del oficio
¿Qué decir de mi padre? Que es un sobreviviente legítimo del oficio. Que posee una cultura del
mismo, es decir un saber, un saber-hacer, y una cultura general que era (es) imprescindible para
un tipógrafo o un imprentero. Que tiene una ortografía a prueba de balas. Como ser humano
admiro mucho en él su anti-solemnidad; es serio, pero enemigo de los rituales de cualquier tipo,
incluidos los familiares, aparece siempre que es esencial.
Para mí, la mezcla entre su oficio de tipógrafo y la sensibilidad de mi madre, es la explicación
de por dónde le entra el agua al coco (mío), si es que tiene alguna explicación. La imprenta, con
su tan particular mundo, fue la boca de la cueva por donde entré a una cierta (primera)
conciencia cultural.
Omar Valiño Cedré (Santa Clara, 1968). Crítico teatral. Director de la revista Tablas.
Papeles íntimos de un sonador
Las mujeres para mí son lo máximo, como las rosas, de verlas pero no tocarlas, porque podrían
pincharte las espinas.
En el Campo Sport yo iba a hacer ejercicios para que las mujeres me miraran el físico.
El cubano es de una genética increíble.
El tiro nació con el primer cine en Cuba. Forma parte de la cultura.
Una vez me conoció un poli y las mujeres a las que estaba tirándoles dijeron que yo era amigo
de ellas y que no estaba en nada. Esos casos pasan mucho.
Con los homosexuales es una guerra sin cuartel: tú estás cazando a las mujeres, y ellos te están
cazando a ti. En el cine yo uso la chaqueta para protegerme de sus miradas. Fíjate qué extraño:
el día que no me responde perico es porque hay alguno buscando el ángulo. Se comunican con
rapidez uno a otro cuando descubren a un tirador. Si no pueden verte, tratan de malearte. No son
todos, pero sí muchos.
Hace mucha falta en Cuba hacer una revolución contra el oportunista y el baboso. Esos hacen
más daño al pueblo que cien bombas atómicas.
Yo poseo dos personalidades.
Yo por lo menos soy sincero. Hablo de mis defectos y virtudes sin hipocresía.
Lo que no es mío no lo cojo nunca. Una vez me encontré una canastilla en la Terminal de
Cienfuegos y la entregué en la emisora. Tengo un pariente que, cuando sale a la playa, en el
único que confía es en mí para cuidarle la casa.
A lo mejor estoy pagando errores de vidas pasadas.
Cuántas madres que han perdido a sus hijos por el VIH no preferirían que fuesen así. Yo pienso
en la pandemia del sida, que solamente sobrevivirán personas como yo, que hagan el sexo de
lejos sin contacto físico.
Yo he querido demostrar a través de estos hechos el daño que le haría y las secuelas negativas a
un hijo develar las entrañas de una madre, la pelea constante de los padres delante de sus hijos.
Estando en la barriga de mi mamá ya yo sentía sus escándalos. Mi padre fue a una pila de zafras
para escapar de mi madre. En mi casa siempre pongo el radio bien alto para no oír a mi mamá
pelear y pelear.
Pepín (fragmentos de sus cuadernos de apuntes).
La espontánea alabanza de Rocío
A veces la han regañado algunos adultos que consideran rompe la solemnidad del culto. Lo
cierto es que ella no puede quedarse tranquila en su banco mientras adoramos al Señor. No es
que moleste por jugar, llorar o corretear como a veces sucede con los niños. Es que quiere
involucrarse a fondo en el servicio e imitar a sus padres que —conduciendo la alabanza— nos
ubicamos en la plataforma. Pero a mí no me desagrada, ni apruebo a esos secos adultos que
como los discípulos a veces obstaculizan el espontáneo acercamiento de los niños a Jesús.
Nuestra pequeña Rocío con solo tres años me inspira, y yo que tengo de frente la congregación
observo, entre todos los rostros, al suyo como el más rebosante. No sé cómo le ha de lucir a
Dios; pero estoy seguro de que su alabanza la recibe como una de las más sinceras y naturales.
Ojalá que al crecer mi niña no pierda estos atributos ni se endurezca o agrie como les ha
sucedido a muchos de los grandes. A veces trato de imaginar qué ocurriría si todos los adultos
nos despojásemos de las predisposiciones, ataduras, prejuicios, tradiciones y preocupaciones
que obstaculizan nuestra adoración y nos volviéramos como mi libre y natural Rocío. Espero
que —si tal milagro no ha de ocurrir en el presente orden de cosas— llegue pronto el día de esa
alabanza de la gran multitud que nos anticipa Apocalipsis, donde, sin dudas, estaremos
enteramente despojados de la formalidad y la apariencia. En ese glorioso momento,
acompañados por los coros celestiales, todos cantaremos al modo de mi pequeña Rocío.
Mario Félix Lleonart (Taguayabón, 1975). Publicado en el devocionario Alimento para el alma (Radio Trans
Mundial, Maracay, 2004, p. 20 de noviembre).
Blackwater
Para Roxana Rojo
Él se pone una peluca naranja
que ha comprado con sus ahorros
para el espectáculo de esta noche.
Se pone unos zapatos de tacón estilete
y unas medias de gasa.
Tiene las pestañas de papel carbón
«amurallando» —dice—
sus pupilas.
No es una chica.
Es un muchacho con fiebre negra en sus manos ardientes.
Las uñas pegadas con asfalto, con baje,
con papel de brillar.
Corta los restos de un vestido deshilachado
y muy antiguo.
Corta la presunción. La doblega.
Pasea por la ciudad nocturna, y al fin
delinea con el fino lápiz
una línea absoluta sobre sus ojos.
Se sube en los zancos de su madre.
No le está permitido andar así,
como si fuera él (con otra)
su íntima acompañante de la noche.
Se mira ante el espejo —no hay nadie ahora en la casa
y puede disfrutar a plenitud, muy lentamente,
la transformación.
Con los senos abiertos y rellenos de estopa
se contempla. Allí,
donde colgarán ramilletes «de a cinco»
y puchas de flores manoseadas
por los hombres que lo abandonaron
en su papel de hombre.
Se contempla satisfecho. Es ella.
Y se pone a cantar contra la brisa,
cuando regresa de lo oscuro por la bocacalle
de un pueblo humilde de pescadores
defraudados de la pesca ese día.
Un pueblo que se acuesta temprano
para ver salir de lo profundo al sol.
Que no sospecha de sus añoranzas
y le silba.
Entonces, arremanga la cartera
y les pega a los intrusos al pasar.
El padre lo espera tras la puerta en silencio.
El muchacho se quita el refajo y lo esconde.
Se baja de los zancos.
Limpia el rojo intenso de la boca con pena.
Arranca las pestañas de un tirón
frente al espejo sin azogue.
El resplandor del foco separa sus mitades.
Ahora, es un hombre triste
que se baña desnudo en la tina
(de la imposibilidad)
sobre la bola del azar
y la evidencia.
Creado por Picasso nuevamente,
con todas las artimañas de la especie…
«Está dentro de mí, soy yo.
Está dentro de ti, eres tú».
Lo abrazas con ingenuidad
y traspasas su fiebre.
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952), prestigiosa escritora. Publicado en su libro Catch and release (Editorial
Letras Cubanas, La Habana, 2006, pp. 62-64, Premio de la Crítica).
Índice
«Yo me las comiera todas» / 9
«¡Cómo se mueve, cómo traía…!» / 29
«Esto no es ninguna gracia sino una desgracia» / 43
«Yo nunca he visto Casablanca» / 59
«Aquí yo soy la Administración y el Sindicato» / 79
«Yo soy el Rey del Brillo» / 91
«Todos tenemos otra persona dentro» / 103
«Todos los seres humanos tenemos un vacío» / 121
«El animal hay que vivirlo» / 143
«Me encanta mi trabajo» / 151
Apéndices / 165
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