Accidentado en Arizona revive su triste historia

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ContraPunto-El Salvador
Accidentado en Arizona revive su triste historia
Edgardo Ayala
SAN SALVADOR - ContraPunto entrevistó a uno de los salvadoreños que resultó herido en el accidente de Arizona el
pasado 7 de agosto, en el que murieron nueve inmigrantes ilegales, entre ellos seis salvadoreños. He aquí su historia.
Tengo mucha suerte de estar vivo para poder contarles esta historia. Otros, entre ellos algunos amigos míos, no tuvieron
mi suerte y murieron en este viaje de 11 días por un mejor futuro.
Me llamo Juan Bautista Amaya, un joven salvadoreño de 16 años que arriesgó su vida viajando de mojado hacia los
Estados Unidos, pero un terrible accidente en Arizona casi acaba con mi vida.
Soy originario de Lislique, departamento de La Unión. Allí llevaba una vida como la de cualquier joven, pero preocupado
también por los problemas que enfrentamos hoy en día los jóvenes, la falta de empleo, las pandillas, etc.
Así que un día decidí ir a probar suerte a los Estados Unidos. Contacté con un señor que conoce a gente que lleva, o
sea, un coyote. El trato fue que yo no le pagaría nada en El Salvador, sino que todo el dinero, los 6 mil dólares, se los
pagaría cuando yo llegara a los Estados Unidos. Ese fue el trato. Allá vive mi papá en Maryland y él me echaría la
mano con eso.
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El 20 de julio salí de Lislique. Mi mamá, que se llama Catalina, se quedó muy triste. Yo también estaba triste, pero al
mismo tiempo contento de iniciar una nueva vida, una nueva aventura. Uno a los 16 años es bien aventado, y yo soy
así, aventurero. Además, tenía muchas ganas de superarme, estudiar inglés y llegar a ser alguien y ganarme la vida
honradamente.
Viajamos en bus hasta la frontera con Guatemala, San Cristóbal. El viaje era una mezcla de alegría y de incertidumbre al
mismo tiempo, pues no sabía lo que vendría adelante. Desde el primer momento, el coyote nos dijo que tratáramos de
no ir hablando, que fuéramos quietos, de lo contrario, podríamos despertar sospechas de que éramos ilegales.
Atravesamos Guatemala, y en la frontera con México, abordamos un trailer que transportaba no se qué, unos bultos.
Nosotros nos escondimos en la parte de adelante, de modo que si alguien inspeccionaba por atrás no nos vería, solo si
se metía a ver de cerca. Éramos 34 personas allí metidas, entre ellas varios salvadoreños.
Viajamos durante 14 horas, un viaje horrible porque como no había mucho espacio, teníamos que ir parados, uno frente
del otro. Lo peor fue que el único aire que entraba al compartimiento del trailer era a través de una pequeña ventanita
en el techo. Casi no podíamos respirar, sentíamos que nos asfixiábamos, que tarde o temprano moriríamos. Tampoco
teníamos mucha agua, solo un galón y nos tocaba solo dar pequeños traguitos de vez en cuando.
Una muchacha se desmayó precisamente por la falta de oxígeno. Yo no la vi, porque ella estaba al otro extremo, pero sí
escuché todo el relajo que se armó, cuando los demás trataron de auxiliarla. Yo intentaba estar tranquilo, me decía a mi
mismo que debía mantener la calma, pues si comenzaba a desesperarme me iba a ir peor. Rezaba a Dios para que
llegáramos pronto. Los minutos y las horas se hacían una eternidad.
Por fin llegamos a Puebla. Allí pudimos descansar un momento, pero luego reiniciamos el viaje, una hora hasta el D.F.
Desde allí serían casi tres días en bus hasta la siguiente parada. Durante el trayecto, no comimos casi nada, porque los
coyotes igual, nos dijeron que si nos veían comprar cosas cuando el bus hiciera una parada, la gente reconocería que
éramos ilegales.
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Pero nosotros, de escondidas, comprábamos algunos refrescos y galletas, solo para tratar de engañar al estómago.
Sentía un ardor feo en la panza. Miles de pensamientos le llegan a uno cuando viaja en esas condiciones, esos viajes
arriesgados en los que la vida misma corre peligro.
Llegamos hasta Durango, y desde allí largas horas en bus hasta Chihuahua. Luego salimos directo hasta la frontera.
Íbamos haciendo escalas, para descansar y reponer algunas energías. Seguíamos sin comer mucho, solo un par de
bocados por aquí y por allá para no morirse de hambre.
De repente, me di cuenta que ya estábamos cerca de la frontera. Nos decían que desde allí estaba ya muy cerca
Tucson, y yo no sabía qué ruta tomaríamos después, pero mi parada final era Maryland, como ya dije. Allí vive mi papá.
Ya cerca de la frontera, el bus se detuvo. Fuimos llevados hacia una casa, una especie de hotelito para migrantes. Al
menos aquí ya podíamos comer dos veces por día, y también podíamos asearnos y descansar. Las mujeres cocinaban y
se veía un gran movimiento de gente que iba y venía.
El plan era continuar la marcha a pie, tratando de bordear el puesto fronterizo para de ese modo evitar ser detectados
por la “migra gringa”. Así que, luego de descansar de día, iniciamos la marcha de noche, a través del desierto de Arizona.
Todo seco alrededor, ni un palo, nada, solo algunos cactus.
Para entonces ya no viajábamos todo el grupo de 34. Caminábamos en grupos de 15, y en mi grupo íbamos varios
salvadoreños, entre ellos iban unos chamacos que ya se habían hecho cheros míos, Denis y Gabriel. Los dos tenían
más o menos 25 años de edad. Nos hicimos cheros desde que emprendimos el viaje en Guatemala.
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Y entonces nos cayó la migra. Fue así: caminábamos por unas hondonadas, bordeando una quebrada, y uno de nuestro
grupo se adelantó y subió una especie de cerrito y al asomar la cabeza, vio una patrulla de la migra y los de la migra
también lo vieron a él, y nos gritó: ¡la migra, córranse¡ Y pegamos carrera de regreso. Un solo desparpajo. Yo corrí como
nunca antes he corrido, como si el diablo me perseguía.
Entonces, en medio del relajo nos perdimos
Pasamos perdidos toda la noche de ese día hasta las nueve de la noche del siguiente. Horrible aquello. Una de mis
peores experiencias. A cada rato se me cruzaban pensamientos feos de que podía morir allí mismo, como ha sucedido
muchas veces, según las historias que se leen en los periódicos. Los otros igual, se preguntaban ¿y si no podemos
encontrar la ruta de regreso? ¿Y si nadie nos encuentra y no nos rescatan? Una angustia horrible, en medio de ese
desierto desconocido.
El desierto es muy caliente de día, pero de noche es tremendamente frío. Como no había luna, la oscuridad era casi total.
De verdad que estábamos asustados. Oíamos los aullidos de los lobos y alguien mencionó que en estos desiertos había
culebras venenosas, y más nos afligíamos. Decidimos entonces no caminar, sino que esperar la luz del día. Nos
sentamos uno a la par del otro, muy pegaditos, para aliviar el frío, además uno agarraba un poco de valor y consuelo
sabiendo que hay más personas cerca de uno.
Algunos decían que, de encontrar el camino de regreso, se entregarían a las autoridades para que los deportaran a El
Salvador. Otros decían que había que topar, que ya estábamos subidos en el macho, que ya estábamos cerquita, que
había que hacer el último esfuerzo. Y así pasamos la noche, asustados, sin poder dormir nada.
A la mañana siguiente, seguimos caminando tratando de encontrar la ruta de regreso. Y sí, nos volvimos a encontrar
con los coyotes. Nos fuimos a la casa nuevamente, a comer un poco y descansar. Pero al siguiente día estábamos de
nuevo en el desierto, queriendo cruzar la frontera.
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La pasamos, sin contratiempos. Ya eso nos dio un poquito de alivio. Me dijeron que allí se llamaba Agua Prieta, y
seguimos caminando hasta encontrarnos nuevamente con los coyotes, que ya nos estaban esperando en un carro tipo
camioneta. Van, les dicen.
Al volante de la camioneta iba un mexicano llamado Brian Ochoa, que era el que nos había servido de coyote en los
últimos tramos del viaje. Diecinueve personas nos subimos al carro, iba sobrecargado. Nosotros tuvimos que hacer
caso a todo lo que decían, porque uno dependía totalmente de ellos, incluso la vida.
Recuerdo que este Brian iba fumando marihuana durante el trayecto. Aceleraba como loco, y nos gritaba que no
asomáramos las cabezas por la ventana, así que casi no pude ver cómo era el panorama allí en Arizona. Creo que
alguien dijo que íbamos hacia Phoenix. Ya se imagina, íbamos todos amontonados, como sardinas, yo tenía dos personas
sobre mí, aquellos era muy incómodo. Pero no nos quedaba otra que aceptarlo.
Y de repente pasó todo. Solo recuerdo un tremendo ruido y todo se nubló. Eran como las ocho de la mañana.
Cuando volví en mí, estaba acostado en la cama de un hospital. Más tarde me enteraría que varios del grupo habían
muerto, entre ellos mis amigos Gabriel y Denis. Y al final supe que unos seis murieron. Triste, muy triste.
Ya estoy recuperado, mis golpes y heridas no fueron muy serias, gracias a Dios. No sé cómo saldré con la situación legal.
Solo espero que no me deporten y me den una oportunidad para superarme. De momento vivo con mi papá en
Maryland, esperando que las cosas pinten mejor. Después de lo que pasó, creo que me merezco una oportunidad,
¿verdad?
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