PLIEGO Vida Nueva 149. 10 - 23 JULIO DE 2016 La Palabra de Dios y la transformación de la realidad WiLiam VÁsQueZ aLarcÓn, O.P. / Biblista LA PALABRA DE DIOS Y LA TRANSFORMACIÓN DE LA REALIDAD “La transformación de la realidad solamente se dará en la medida en que el ser humano, principal actor en el mundo, creado a imagen y semejanza de Dios, transforme su propia vida y la adecue a la de Cristo”. A partir de una aproximación a textos de tradición, el autor del presente trabajo desentraña las implicaciones éticas del trato con la Palabra de Dios1. «Porque como desciende de los cielos la lluvia, y la nieve, y no vuelve allá sino que harta la tierra, y la hace germinar y producir, y da simiente al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, antes hará lo que yo quiero y será prosperada en aquello para lo que la envié» (Is 55,10-11) El texto del epígrafe, tomado de lo que normalmente se conoce como el Segundo Isaías (que comprende los capítulos 40-55), y que en la liturgia se lee el martes de la primera semana de Cuaresma, muestra, por medio de la comparación con el agua que da la vida, en sus distintos estados, lo que para el autor bíblico significa la Palabra de Dios: es una bendición, una caricia para la tierra, hasta el punto de fecundarla, volviéndola fértil y haciéndola capaz de dar abundantes frutos. Es una figura tal vez de más fácil comprensión para los que están en constante contacto con la tierra y tratan de hacer que ella comparta el sustento cotidiano. Una de las características de la Palabra, tal como nos lo enseña la misma Sagrada Escritura y aparece reflejado en el Magisterio de la Iglesia, es su capacidad transformadora. Ella puede actuar no solo en la realidad como tal sino, particularmente, en la vida de las personas, capacitándolas para escuchar atentamente la voz de Dios y para que se conviertan en sus intérpretes y portavoces; de esta manera, todas las gentes la podrán conocer y dirigirán sus vidas acorde con la misma. Es aquí en donde la Vida Consagrada tiene algo que ofrecer al mundo, en cuanto es capaz de «contemplar» las maravillas de Dios con el único propósito de «compartir los frutos de la contemplación» con los demás. 24 VIDA NUEVA Sin embargo, la Palabra también posee otras características u otros aspectos que, en cierto modo, pueden ser vistos como los que sostienen aquella afirmación. Por tal motivo, antes de abordar lo que significa el que la Palabra posea una capacidad transformadora, se presentarán, aunque de manera breve, otras particularidades de la misma. La Palabra creadora y protectora En no pocas ocasiones la Sagrada Escritura nos muestra cómo la Palabra de Dios, identificada como el Verbo del Padre, tiene un efecto creador. Esa afirmación aparece, por ejemplo, en la constitución dogmática Dei Verbum2 al igual que en otros documentos magisteriales3 como la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, que en varios puntos será nuestra guía y de la cual citamos, a continuación, el siguiente texto que resume tal enseñanza: «Conscientes del significado fundamental de la Palabra de Dios en relación con el Verbo eterno de Dios hecho carne, único salvador y mediador entre Dios y el hombre, y en la escucha de esta Palabra, la revelación bíblica nos lleva a reconocer que ella es el fundamento de toda la realidad. El prólogo de san Juan afirma con relación al Logos divino que ‘por medio de la Palabra se hizo todo, sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho’ (Jn 1,3); en la Carta a los colosenses, se afirma también con relación a Cristo, ‘primogénito de toda criatura’ (1, 15), que «todo fue creado por él y para él» (1,16). Y el autor de la Carta a los hebreos recuerda que ‘por la fe sabemos que la Palabra de Dios configuró el universo, de manera que lo que está a la vista no proviene de nada visible’ (11, 3)»4. Desde las primeras líneas de la Sagrada Escritura (concretamente Gn 1, 3), y a lo largo de la misma, se aprecia cómo Dios crea por medio de su Palabra al igual que con su poder y sabiduría (cf. Jr 10, 12; 32, 17; 51, 15-16; Sal 33, 6; 119, 90; 146, 5-6; 148, 4-5; Pr 3, 19; Jn 1, 3; Col 1, 16). San Pablo, en la carta a la comunidad de Colosas presenta el origen de todo lo creado a la par que su finalidad en Cristo, que es la Palabra del Padre (Col 1, 15-17. Cf. Rm 11, 36). Del mismo modo, la creación de Dios es, toda ella, tal como nos lo afirma la Sagrada Escritura, y así es reconocida por el Magisterio, perfecta: «…las afirmaciones escriturísticas señalan que todo lo que existe no es fruto del azar irracional, sino que ha sido querido por Dios, está en sus planes, en cuyo centro está la invitación a participar en la vida divina en Cristo. La creación nace del Logos y lleva la marca imborrable de la Razón creadora que ordena y guía. Los salmos cantan esta gozosa certeza: ‘La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos’ (Sal 33, 6); y de nuevo: ‘Él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió’ (Sal 33, 9). Toda realidad expresa este misterio: ‘El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos’ (Sal 19, 2). Por eso, la misma Sagrada Escritura nos invita a conocer al Creador observando la creación (cf. Sb 13, 5; Rm 1, 19-20)»5. Pero la creación de Dios no es realizada de modo casual, puesto que Dios no improvisa ni juega con sus obras, sino que las toma en serio. El segundo Isaías considera, además, que todo fue hecho por Dios pero con un propósito: «porque así dice el Señor que creó los cielos (Él es el Dios que formó la tierra y la hizo, Él la estableció y no la hizo un lugar desolado, sino que la formó para ser habitada): Yo soy el Señor y no hay ningún otro» (Is 45, 18; cf. Is 42, 5; 45, 12). De igual manera, el libro de los Proverbios expresa de un modo maravilloso, aludiendo, incluso, a los que tienen una vida al margen de la normatividad, el por qué Dios ha creado a los seres humanos: «Yahveh ha creado todo con un propósito, incluso al malvado para el día fatal» (Pr 16, 4; cf. Dn 12, 2). En el himno que canta Judit se aprecia, igualmente, el reconocimiento a la Palabra Creadora de Dios: «Sírvante a ti las criaturas todas, pues hablaste tú y fueron hechas, enviaste tu espíritu y las hizo, y nadie puede resistirse a tu voz» (Jdt 16, 14). Una idea similar aparece en Sal 33, 6.9; 104, 30; 148, 5-6; Hb 11, 3. Todo cuanto vemos e incluso nosotros mismos somos obra de un único Dios que ha querido compartir su grandeza y su gloria con sus creaturas, por lo que, tal como se verá más adelante, eso comporta, particularmente en el ser humano, una gran responsabilidad. La Vida Consagrada, en este punto, está llamada no solamente a cantar las maravillas que Dios ha hecho, por la sensibilidad que el contacto con Dios despierta en el ser de los que le han entregado sus vidas, tal como lo hiciera san Francisco de Asís con su famoso Cántico de las criaturas, en cuyo estribillo se ha inspirado el papa Francisco para titular su encíclica social Laudato si’, sino, como el mismo documento pontificio lo expresa, a defender la obra de Dios de las diversas tendencias y corrientes de pensamiento utilitaristas y propiciadoras de un insaciable apetito que genera un gran consumismo. La Palabra restauradora La exhortación apostólica post sinodal Verbum Domini presenta, de modo bello, la manera como la Palabra de Dios se manifiesta en la historia, al igual que su finalidad: «La Creación es el lugar en el que se desarrolla la historia de amor entre Dios y su criatura; VIDA NUEVA 25 LA PALABRA DE DIOS Y LA TRANSFORMACIÓN DE LA REALIDAD por tanto, la salvación del hombre es el motivo de todo. La contemplación del cosmos desde la perspectiva de la historia de la salvación nos lleva a descubrir la posición única y singular que ocupa el hombre en la Creación: ‘Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó’ (Gn 1, 27). Esto nos permite reconocer plenamente los dones preciosos recibidos del Creador: el valor del propio cuerpo, el don de la razón, la libertad y la conciencia»6. Gn 3 es tal vez una de las narraciones más hermosas que, con un leguaje particular, muestra el origen del mal en el mundo y las consecuencias del pecado que culmina en la muerte del hermano por el hermano (Gn 4, 8), con lo que el hombre vuelve al polvo del que salió (cf: Gn 3, 19; Sal 90, 3; 104, 29; Jb 1,21; Qo 3, 20; 5, 15). El desequilibrio de la Creación, la ruptura de la armonía, sobrevienen debido a que el hombre anhela siempre convertirse en dios (Gn 3, 5). Dentro de las trágicas consecuencias, los Padres de la Iglesia, apoyándose en el texto griego del Antiguo Testamento, percibieron lo que no dudaron en llamar el Protoevangelio. En otras palabras, lograron darse cuenta de que en Gn 3, 15 se hallaba oculto, en medio de la desgracia, un germen de salvación que tendría su madurez en Cristo. Sin embargo, la Escritura nos muestra una serie larga de pasajes en donde se nos deja ver a un Dios que está permanentemente arrepintiéndose de su deseo de destruir al mundo o castigar al ser humano. Basta ver, por ejemplo, Gn 4, 15 (Dios protege incluso la vida de un asesino); 6, 13 (cambio de la decisión de Dios de acabar con todo ser viviente de la tierra), para darse cuenta de esa realidad. El profeta, desilusionado con su realidad pero esperanzado en que en el futuro algo diferente aparecerá (cf. Is 49, 7-17), alude a una nueva creación: «pues voy a crear unos cielos nuevos junto con una nueva tierra; ya no será mentado lo de antaño, ni volverá a ser recordado; antes bien, habrá gozo y regocijo por siempre, por lo que voy a crear. Voy a crear una Jerusalén Regocijo y un pueblo Alegría; me 26 VIDA NUEVA regocijaré por Jerusalén y me alegraré por mi pueblo, sin que vuelvan a oírse ayes ni llantos. No habrá niños que vivan pocos días, ni adultos que no alcancen la vejez; será joven quien muera a los cien, y estará maldito quien no los alcance» (Is 65, 17-20). Ese texto que hace referencia, en cierto modo, a una época paradisiaca, que también es reflejado en otros pasajes tanto del primer como del tercer Isaías (cf. Is 11, 6-9; 65, 25), fue retomado por algunos autores neotestamentarios. Podemos citar como ejemplo a 2 P 3, 13 y Ap 21, 1, relacionados con los nuevos cielos y la nueva tierra y la nueva Jerusalén, respectivamente. Es oportuno mencionar, igualmente, Sal 104, 30, citado anteriormente, que alude, además, a la renovación de la faz de la tierra. La Vida Consagrada encuentra su razón de ser en el amor. Santa Teresa de Lisieux es la que nos ha dejado una gran lección cuando fue capaz de descubrir cuál era su vocación en la Iglesia y lo que la misma suponía para ella. San Pablo ya había hecho un camino similar y lo proponía a los corintios en el famoso himno de la caridad (1 Co 12, 31-13,13). La consagración a Dios supone una defensa permanente del ser humano. De ahí que la Vida Religiosa se halle constantemente en una actitud de misión, particularmente en zonas de frontera, defendiendo, incluso con su propia vida, a los más frágiles, ejercitando valientemente la dimensión profética de su entrega a Cristo. Busca, con sus gestos y palabras, que Dios sea acogido y colocado en el centro de la propia existencia, moviendo a todos al arrepentimiento y a acercarse a aquél que, como el padre de la parábola (Lc 15, 11-32), nos espera con los brazos abiertos, dispuesto a darnos una nueva oportunidad porque es rico en misericordia. El papa Juan XIII empleó por primera vez, en la encíclica Mater et Magistra, la expresión de que «la Iglesia es experta en humanidad». La Vida Consagrada tal vez puede ser considerada como el rostro misericordioso y humano de la Iglesia. El índice de la constitución dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, deja ver cuál es el lugar de la Santa Teresa de Lisieux Vida Consagrada. Ella se encuentra como bisagra entre lo inmanente y lo trascendente, luego del tratado de la «universal vocación a la santidad en la Iglesia» y antes de la «índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia Celestial». De este modo, la Vida Religiosa es la que enseña, con su propia forma de vida, cuál es el fin del ser humano y se convierte en una especie de antesala o anticipo del cielo en la tierra. Sólo en la medida en que la Vida Consagrada sea más humana, podrá humanizar; sólo en cuanto ella sea más santa podrá santificar todo y testimoniar cuán capaz es la Palabra de Dios de restaurarlo todo, porque toda la Creación vuelve a poner sus ojos en su creador. La Palabra generadora de compromiso El Salmo 8 canta la grandeza de Dios y, al mismo tiempo, reconoce la dignidad que el ser humano tiene (cf. Sal 139, 14; Is 43, 7) y el lugar que ocupa dentro de la Creación (Gn 1, 26). Ya los relatos del Génesis habían mostrado cómo el ser humano no solamente es imagen y semejanza (cf. Gn 9, 6; Sb 2, 23) de Dios porque posee su mismo aliento (Gn 1, 27; 2,7; Jb 34, 14-15; Qo 12, 7) y es bueno (Sr 7, 29), sino que tiene, igualmente, una responsabilidad con la que debe actuar (cf. Gn 1, 28-30; Sal 8, 7-9; Qo 17, 3-4). Es ese compromiso el que no puede hacerle mirar a otro lugar ni en otra dirección sino que le impulsa a estar tendiendo siempre hacia su creador, tal como lo expresó san Agustín en sus Confesiones: «nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» . De aquí que los consagrados se sienten llamados a hacer de su vida una constante alabanza al creador y, al mismo tiempo, un signo frente a los demás. El papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica postsinodal, considera que el pecado consiste en no responder a la voz de Dios (cf. Gn 3, 8), en cerrarnos en nosotros mismos sin abrirnos a un diálogo (cf. VD n°. 26), en el no ser conscientes de que se tiene que rendir cuentas, incluso de las propias acciones (cf. Gn 4, 9; Mt 25, 35; St 2, 18). De igual modo, la alianza es la expresión de esa unión entre Dios y el hombre, realizada de un modo enteramente gratuito y más bien favorable al hombre: «El misterio de la Alianza expresa esta relación entre Dios que llama con su Palabra y el hombre que responde, siendo claramente consciente de que no se trata de un encuentro entre dos que están al mismo nivel; lo que llamamos ANUNCIAR AL MUNDO EL LOGOS DE LA ESPERANZA El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado capacita así nuestra vida para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo. Ésta es la experiencia de la primera comunidad cristiana, que vio cómo iba creciendo la Palabra mediante la predicación y el testimonio (cf. Hch 6,7). Quisiera referirme aquí, en particular, a la vida del apóstol Pablo, un hombre poseído enteramente por el Señor (cf. Flp 3,12) –«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20)– y por su misión: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16), consciente de que en Cristo se ha revelado realmente la salvación de todos los pueblos, la liberación de la esclavitud del pecado para entrar en la libertad de los hijos de Dios. En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos de la esperanza (cf. 1 P 3,15); el hombre necesita la «gran esperanza» para poder vivir el propio presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn13,1)». Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos, para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, necesita este anuncio. El Señor mismo, como en los tiempos del profeta Amós, suscita entre los hombres nueva hambre y nueva sed de las palabras del Señor (cf. Am 8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia. Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 91 Antigua y Nueva Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino puro don de Dios»8. El ser humano desde siempre, tal como lo muestra la abundante literatura de todos los tiempos, ha intentado dar respuesta a ciertos interrogantes que giran en torno a saber quién es, cuál es la finalidad de su existencia, hacia dónde tiende como ser humano. En la Sagrada Escritura estos cuestionamientos están presentes, enmarcados en una conversación con el Dios que lo ha elegido y que sabe que puede responder a sus inquietudes (cf. Sal 8, 4; 144, 3; Jb 7, 17; 15, 14; Hb 2, 6-9). El papa Benedicto XVI lo expresa del siguiente modo: «En este diálogo con Dios nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón. La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano»9. La exhortación apostólica postsinodal, en los números 99-108, aborda lo referente a la Palabra de Dios y el compromiso en el mundo. Con Cristo descubrimos que todo gira en torno al amor, que no es otra cosa que salir de uno mismo para ir al encuentro del otro. La parábola típicamente lucana del buen samaritano (Lc 10, 25-37), por poner sólo un ejemplo, muestra hasta qué VIDA NUEVA 27 LA PALABRA DE DIOS Y LA TRANSFORMACIÓN DE LA REALIDAD punto la vida del prójimo, que es todo hombre necesitado, indistintamente de quien pueda ser y lo que le pueda pasar inesperadamente, termina convirtiéndose en la principal acción, hasta el punto de hacer pasar a un segundo plano los propios proyectos, y hasta la propia vida. El compromiso con el otro, que no concluye sino cuando aquel se ha restablecido por completo, convierte en secundarias todas las planificaciones personales. De ahí que la mirada atenta a Cristo, Palabra del Padre, en la Sagrada Escritura, es fundamental para saber cuál puede ser el sentido que debemos darle a nuestra vida y captar, al mismo tiempo, su finalidad. El papa Benedicto XVI dice al respecto: «La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en LA IGLESIA COMO ESCUELA DE JUSTICIA La paz es un bien preciado pero precario que debemos cuidar, educar y promover todos en nuestro continente. Como sabemos, la paz no se reduce a la ausencia de guerras ni a la exclusión de armas nucleares en nuestro espacio común, logros ya significativos, sino a la generación de una “cultura de paz” que sea fruto de un desarrollo sustentable, equitativo y respetuoso de la Creación (“el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, decía Paulo VI), y que nos permita enfrentar conjuntamente los ataques del narcotráfico y consumo de drogas, del terrorismo y de las muchas formas de violencia que hoy imperan en nuestra sociedad. La Iglesia, sacramento de reconciliación y de paz, desea que los discípulos y misioneros de Cristo sean también, ahí donde se encuentren, “constructores de paz” entre los pueblos y naciones de nuestro continente. La Iglesia está llamada a ser una escuela permanente de verdad y justicia, de perdón y reconciliación para construir una paz auténtica. Una auténtica evangelización de nuestros pueblos implica asumir plenamente la radicalidad del amor cristiano, que se concreta en el seguimiento de Cristo en la Cruz; en el padecer por Cristo a causa de la justicia; en el perdón y amor a los enemigos. Este amor supera al amor humano y participa en el amor divino, único eje cultural capaz de construir una cultura de la vida. En el Dios Trinidad la diversidad de Personas no genera violencia y conflicto, sino que es la misma fuente de amor y de la vida. Una evangelización que pone la Redención en el centro, nacida de un amor crucificado, es capaz de purificar las estructuras de la sociedad violenta y generar nuevas. La radicalidad de la violencia sólo se resuelve con la radicalidad del amor redentor. Evangelizar sobre el amor de plena donación, como solución al conflicto, debe ser el eje cultural “radical” de una nueva sociedad. Sólo así el Continente de la esperanza puede llegar a tornarse verdaderamente el Continente del amor. Documento de Aparecida, nn. 542, 543 28 VIDA NUEVA profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de Dios (…). En nuestro tiempo, con frecuencia nos detenemos superficialmente ante el valor del instante que pasa, como si fuera irrelevante para el futuro. Por el contrario, el Evangelio nos recuerda que cada momento de nuestra existencia es importante y debe ser vivido intensamente, sabiendo que todos han de rendir cuentas de su propia vida. (…). Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la historia. Al anunciar el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer el bien y comprometernos por la justicia, la reconciliación y la paz»10. Tal vez la exhortación resalta el hecho de cómo «la Palabra de Dios impulsa al hombre a entablar relaciones animadas por la rectitud y la justicia» (VD n°. 100), ya que «el compromiso por la justicia y la transformación del mundo forma parte de la evangelización» (VD n°. 100), por lo que no se puede descuidar la vida política ni social de una sociedad. De igual modo, el documento también insiste en que «La evangelización y la difusión de la Palabra de Dios han de inspirar su acción en el mundo en busca del verdadero bien de todos, en el respeto y la promoción de la dignidad de cada persona»11. Tampoco se puede dejar de lado el interés que muestra el texto por «defender y promover los derechos humanos de cada persona, fundados en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y que, como tales, son ‘universales, inviolables, inalienables’»12. El sínodo apunta a una realidad que toca los diversos pueblos del mundo marcados por el dolor y las guerras; por ello considera que la Palabra de Dios debe jugar un papel importante puesto que «en el contexto actual, es necesario más que nunca redescubrir la Palabra de Dios como fuente de reconciliación y paz, porque en ella Dios reconcilia en sí todas las cosas (cf. 2 Co 5, 18-20; Ef 1, 10): Cristo ‘es nuestra paz’ (Ef 2, 14) que derriba los muros de división»13. Por otro lado, la Palabra de Dios también capacita a los seres humanos para ponerse al servicio de los demás: «todos los creyentes han de comprender ‘la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas’. Jesús pasó por este mundo haciendo el bien (cf. Hch 10,38). Escuchando con disponibilidad la Palabra de Dios en la Iglesia se despierta ‘la caridad y la justicia para todos, sobre todo para los pobres’. Nunca se ha de olvidar que ‘el amor – caritas– siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa... Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre’»14. Los consagrados han de ser hoy más que nunca ejemplo de servicio y abnegación, testimonio claro de quien es conducido y transformado por la Palabra; profesionales en el ejercicio de la caridad siempre atentos a las necesidades de los otros y prontos al servicio. El documento de Aparecida, que es anterior al documento post sinodal, e incluso en varios aspectos lo ha influenciado, considera que: «todas las auténticas transformaciones se fraguan y se forjan en el corazón de las personas e irradian en todas las dimensiones de su existencia y convivencia. No hay nuevas estructuras si no hay hombres nuevos y mujeres nuevas que movilicen y hagan converger en los pueblos ideales y poderosas energías morales y religiosas. Formando discípulos y misioneros, la Iglesia da respuesta a esta exigencia»15. El Santo Padre Benedicto XVI sostiene que la Palabra de Dios es la que fundamenta el amor, de ahí que «el amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios, nos debe tener constantemente comprometidos, personalmente y como comunidad eclesial, local y universal»16. El libro de los Proverbios considera que «el hombre piensa que su conducta es limpia, pero Yahveh juzga las intenciones» (Pr 16, 2). San Pablo, en la Carta a los romanos, constata en su propio ser una realidad que está presente en todos los seres humanos: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7, 15). Pero es el mismo san Pablo que nos invita, en Ga 2, 19-20, a dejar que Cristo habite en nosotros, porque de ese modo somos totalmente transformados. Por otro lado, para los autores del Nuevo Testamento, la Sagrada Escritura habla de Cristo, por lo que se podría decir que él es la síntesis y la plenitud de la misma (cf. Lc 24, 27.44; Jn 1, 45; 5, 39. 45-47; Hb 1, 1-2). Es en ese sentido que se puede decir que la Palabra de Dios, en cuanto puesta por escrito, que es al mismo tiempo la Segunda Persona de la Trinidad, tendrá el poder de transformar el mundo y cambiar nuestra realidad. El autor de la Segunda carta a Timoteo le recuerda a su destinatario su experiencia infantil con respecto a las Escrituras, y cómo las había ya aprendido por medio de su abuela; del mismo modo le pide que tome conciencia de lo que ellas son: «Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quién lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que VIDA NUEVA 29 LA PALABRA DE DIOS Y LA TRANSFORMACIÓN DE LA REALIDAD lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena» (2 Tm 3, 14-17). En el mensaje final de la V Conferencia General de los Obispos en Aparecida nuestros pastores nos animaron a ser fermento en la masa: «Seamos misioneros del Evangelio no sólo con la palabra sino sobre todo con nuestra propia vida, entregándola en el servicio, inclusive hasta el martirio (…). Insertos en la sociedad, hagamos visible nuestro amor y solidaridad fraterna (cf. Jn 13, 35) y promovamos el diálogo con los diferentes actores sociales y religiosos. En una sociedad cada vez más plural, seamos integradores de fuerzas en la construcción de un mundo más justo, reconciliado y solidario»17. La Vida Religiosa juega aquí un rol particular en su dimensión profética, inmersa y activa allí donde la vida clama. El compromiso de los religiosos en lo social es un testimonio claro de la acción de la Palabra que involucra y no deja indiferentes frente a la injusticia y hace visible la presencia del reino de Dios.… Los números 534-546, prácticamente al final del documento conclusivo de Aparecida, invitan a los discípulos misioneros a ser actores en el cambio y la transformación no solamente de nuestro continente sino del mundo entero: «América Latina y el Caribe deben ser no sólo el continente de la esperanza, sino que además deben abrir caminos hacia la civilización del amor»18. concLusiÓn El mismo Dios que crea con el poder de su palabra es quien de muchos modos y en diferentes épocas de la historia promete, frente a los frutos y consecuencias del pecado, restaurar su Creación movido por el amor y el compromiso que ha adquirido con su obra. Pero la transformación de la realidad solamente se dará en la medida en que el ser humano, principal actor en el mundo, creado a imagen y semejanza de Dios, 30 VIDA NUEVA 30 VIDA NUEVA transforme su propia vida y la adecue a la de Cristo. El papa Juan Pablo II, en el mensaje pronunciado el 1 de enero de 1998, con motivo de la XXXI Jornada mundial de la paz, y parafraseando Is 32, 17 (cf. Sal 72, 2-3; 119, 165; Rm 14,17; St 3, 8), decía que «de la justicia de cada uno nace la paz para todos». El evangelista Juan nos cuenta cómo Andrés, uno de los discípulo de Juan el Bautista, por motivación de su maestro, siguió, junto con un compañero suyo, a Jesús. Es interesante el primer diálogo con Jesús: «Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les pregunta: ‘¿Qué deseáis?’. Ellos le contestaron: ‘Rabbí -que quiere decir “Maestro”-, ¿dónde vives?’. Él les responde: ‘Vengan y lo verán’. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era, aproximadamente, la hora décima» (Jn 1, 38-39). La Vida Consagrada busca, con todas sus fuerzas, responder a esa invitación realizada por Jesús. Queremos estar con él, conocer su casa y morar, por toda la eternidad en su compañía. El seguimiento radical a Cristo y el deseo de configurarnos cada día más y más con él es lo que nos indicará si somos o no buenos religiosos. Otro pasaje tomado igualmente del cuarto evangelio, concretamente el lavado de los pies, nos hace tomar conciencia de lo que como cristianos, y más aún como religiosos, debemos tener como norma de vida: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Porque ejemplo les he dado, para que lo que yo he hecho con ustedes también ustedes lo hagan» (Jn 13, 14-15). Seguir a Jesús supone ser otros cristos, dejando que él viva y actúe en nosotros (cf. Ga 2, 19-20). Ser un reflejo de Jesús es comprometernos con la Palabra de Dios y permitirle actuar, recreándolo todo, sanando los corazones destrozados, desgarrados como consecuencia del pecado producto del egoísmo del ser humano; significa también comprometernos con la realidad que nos rodea haciendo que ella cambie, se transforme, descubriendo hacia dónde debe tender, respondiendo a su creador y al que permanente lo llama. En suma, la Vida Consagrada no debe dejar de lado su compromiso con el mundo entero, con toda la humanidad, a la que le anuncia las grandezas de Dios para que pase de una cultura de muerte a una cultura de vida. Notas y bibliografía 1. Texto presentado como mesa temática en el Congreso de Vida Religiosa de la Conferencia de Religiosos de Colombia. Cf. REVISTA VINCULUM. «Salir proféticamente hacia el corazón de la vida que sufre». Memorias del Congreso de Vida Religiosa realizado en Bogotá, D.C., del 28 al 30 de mayo de 2016, N° 263 abril – junio, páginas 215-227, 2016. 2. «Dios, que por su Verbo crea todas las cosas (cf. Jn 1, 3) y las conserva, ofrece a los hombres un testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf. Rm 1, 19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, a nuestros primeros padres ya desde el principio» (DV n°. 3). 3. Cf. CEC n°. 291. 4. BENEDICTUS XVI. Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini. Sobre la palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. (VD), 30 de septiembre de 2010, n°. 8. 5. VD n°. 8. 6. VD n°. 9. 7. AGUSTÍN. Confesiones. I, 1,1 8. VD n°. 22. 9. VD n°. 23. 10. VD n°. 29. 11. VD n°. 100. 12. Ídem. 13. VD n°. 102. 14. VD n°. 103. 15. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. DOCUMENTO APARECIDA, (DA) n°. 538. 16. VD n°. 103. 17. Documento de Aparecida, Mensaje Final. 18. DA n°. 537.