¿POR QUÉ CREO EN DIOS?

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ADOLPHE GRESCHÉ
¿POR QUÉ CREO EN DIOS?
A menudo se afirma, y con razón, que las pruebas racionales de la existencia de Dios
sólo convencen a los ya creyentes, y esto a medias. Ante ello, el autor se arriesga a
proponer otras "pruebas" que se basan no en la razón sino en la propia existencia
creyente. Lo hace de un modo tan personal y comprometido que resulta muy
convincente.
Porquoi je crois en Dieu, La Foi et le Temps, 18 (1988) 317-343
La cuestión sobre la existencia de Dios no es una cuestión banal. Nos incumbe a todos,
creyentes y no creyentes. Y nos incumbe con una realidad que va más allá de sí misma y
atañe los confines de nuestro ser, allí donde se esbozan las cuestiones sobre el sentido y
el destino.
Se ha escrito que las pruebas sobre la existencia de Dios tienen la singularidad de
convencer a los que ya creen y de no convencer a los que no creen. Tal vez se deba a
que no han atendido a sectores vitales a los que no llega la sola razón. Lo más honrado
sería considerar que la creencia y la increencia nos atañen a todos, y lo mejor será
dirigirse al incrédulo que está latente en nosotros y al creyente que late en el fondo del
incrédulo. Todos los hombres son aquí parientes cercanos.
En este escrito tomaré una doble opción. En primer lugar, la de considerar que al
comienzo la cuestión no debe ponerse tanto en querer demostrar la existencia de Dios
cuanto en mostrar hasta qué punto Dios es creíble. La segunda opción será la de hablar
en primera persona. Es cierto que voy a hablar como teólogo. Pero el teólogo es
inseparable de la persona. Si soy teólogo, si continúo siéndolo, es porque yo creo. Si soy
teólogo es porque creo que esta fe vale verdaderamente la pena. Este "yo" del que hablo
es también, en parte, el de mis lectores. Casi todos nos podemos encontrar en este
itinerario. Hemos nacido en la misma civilización; somos hijos de la fe cristiana y nos
hallamos con no creyentes que nos hacen las mismas preguntas. Creo que el "yo" que
aquí se empleará podrá ser el de cada uno de nosotros.
Una última observación. Los pasos que voy a dar no pretenden seguir un orden
estrictamente lógico. Cada uno puede seguir su propio orden. No pretendo que cada
razón tenga el mismo peso. En estas materias se trata, sobre todo, de una convergencia
de razones. Es posible que, para alguno, tal o cual razón no sea válida.
I. Creo en Dios "porque" hay incrédulos
Es evidente que el "porque" debe de estar entre comillas. Su pretensión es la de ampliar
nuestro campo de reflexión dando a entender que no se olvida el mundo de la
increencia.
ADOLPHE GRESCHÉ
1. Porque me demuestran que creo libremente
La existencia de ateos me manifiesta que hay hombres que pueden vivir sin creer en
Dios. Esto me enseña que la afirmación de Dios no es coaccionante. Si no es inevitable,
soy libre. En esta situación me siento a gusto. Mi confesión de Dios es una elección, un
acto de libertad. Y para mí es un acto de libertad que me libera.
Esto es importante. Acepto que muchas cosas me vengan impuestas por coacción,
incluso por coacción racional o lógica. Pero creo que me sería difícil de soportar que
Dios me viniese impuesto así, ya que tendría la impresión de una imposición violenta.
A partir de los no creyentes experimento que mi fe es libre. Por esto puedo decir que
creo "porque" hay incrédulos. Puedo desear que todos los hombres lleguen a la fe en
Dios. Pero deseo también para ellos la libertad. La fe debe seguir siendo el mayor
ejercicio de mi libertad.
2. Porque me fuerzan a ser crítico con mi fe
Hallo otro motivo para incorporar a los incrédulos en la trayectoria de mi fe: los ateos
son a menudo más exigentes que nosotros y tienen a veces una idea de Dios muy
elevada. A menudo renuncian a creer por este motivo. Tal es, por ejemplo, la objeción
sobre elproblema del mal. Su expectativa de Dios es tan exigente que no toleran que se
acepte la existencia de dios ante tal escándalo. También nosotros tenemos conciencia de
esta objeción, pero es posible que no le prestemos la suficiente atención. Nuestra tesis
sobre la "permisión del mal" puede parecer llena de ambigüedades. Los no creyentes me
enseñan a estar más atento y a ser más exigente en la confesión de mi fe.
Tengo la impresión de que mientras los creyentes insisten sobre la existencia de Dios
los no creyentes suelen preguntarse sobre la naturaleza de Dios. El no creyente me
invita a tener una idea de Dios menos fácil; más que pedirme demostraciones de la
existencia de Dios me pide que le muestre y le pruebe con hechos en qué Dios creo.
3. Porque me revelan que en mí hay algo de incrédulo
Existe una tercera realidad que me ens eñan los no creyentes. Su presencia me revela que
en mí existe también el incrédulo. Es cierto que se da la división entre creyentes y no
creyentes. Pero esta distinción es, a veces, demasiado cómoda. La frontera entre fe e
increencia pasa por dentro de cada uno. Hay incrédulos que se preguntan a veces: "¿y si
fuera verdad?". Algo semejante sucede a creyentes. Esto prueba que todos los hombres
se parecen. Y, como creyente, aprendo a no ser un hombre arrogante, sin fisuras y
fanático. No olvidemos que Sto. Tomás decía que la existencia de Dios no es evidente
con la evidencia propia del mundo de los objetos.
En todo hombre se da la duda y la fe. Yo diría incluso que la duda y la fe hacen honor a
dos dimensiones que existen en nosotros. A su manera hacen también honor a Dios. Y
es que, no lo olvidemos, nuestro Dios se ofrece a nosotros en esta fragilidad. Se niega a
violentarnos y a anular nuestra libertad. La grandeza de Dios consiste en haber creado
un ser que pueda decirle sí o no.
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San Pedro nos asegura: "Hacéis bien en prestar atención a la palabra como a una
lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros
corazones el Lucero de la mañana" (2 P 1,19). La fe se ofrece al corazón y a la
inteligencia del hombre que somos. Es como la vigilante lámpara que brilla en nuestras
iglesias; se levanta desde la profundidad de nuestra noche; se ofrece para que vivamos
de ella; se ofrece como razón de vida. Así, el no creyente, me estimula sin cesar para
que mi fe permanezca despierta, brillante, de modo que no cese de reanimarla
continuamente; a veces, paradójicamente, a partir del fuego de los no creyentes.
II. Creo en DIOS "porque" he nacido en un hogar cristiano
Pienso que esto es así para casi todos nosotros. Si fuese norteafricano o asiático sería
ahora musulmán o budista. Salvo en casos de conversión, sucede como si heredásemos
la fe en la que hemos nacido.
Esto parece ser una objeción a la fe. Por ello he puesto entre comillas el "porque".
Reconociendo la dificultad que crea lo que acabo de admitir, puedo decir en verdad que
yo he "asumido" esta fe que he recibido. He descubierto que la fe cristiana merece ser
creída. Sin negar el valor de otras religiones, creo en la excelencia de la rama judeocristiana.
Y la razón es ésta. Se ofrecen al hombre dos grandes posibilidades. Por una parte la
religión, la cual implica el riesgo de elevar a Dios a una cumbre tan exclusiva que no
haya lugar para el hombre. Por otra parte se ofrece al hombre el humanismo, que es una
afirmación tal del hombre que comporta el riesgo de denegar al hombre toda apertura a
la transcendencia. El hombre queda como encerrado en el hombre.
Personalmente no me siento en ninguna de las dos posiciones exclusivas, aunque me
encontraría bien en las dos dimensiones. En esta situación, el cristianismo me aparece
como la religión que consigue ser a la vez una afirmación radical de Dios y una
afirmación radical del hombre. Jesucristo se entrega plenamente a Dios y plenamente al
hombre; es totalmente religioso, filial y totalmente humano, fraterno. Apasionado por la
causa de Dios y apasionado por la causa del hombre.
Ver así reunidas las dos aspiraciones fundamentales me parece una intuición tan genial
que seguramente es para mi la razón principal de mi fe cristiana.
Yo descubro en esta posición genial del cristianismo un signo impresionante. Esta
disposición es tanto más genial cuanto no se trata del fruto de un raciocinio sino que es
el resultado del comportamiento de un hombre, Jesús, que ha podido vivir así. Hay aquí
un signo de verdad, ya que el hombre está intrínsecamente tentado por posiciones
maniqueas exclusivistas y dualistas.
He expresado mis razones personales para creer en el Dios de los cristianos. Así he
asumido la fe que recibí, y esta reasunción es un modo de conversión.
El camino de hallar la fe por sí mismo es posible, pero no es el único camino. Decía
Sartre: "Yo no soy lo que he hecho de mí; soy lo que he hecho a partir de lo que han
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hecho de mí". Es cierto; el hombre no es una libertad absoluta, sobre él pesa toda una
herencia cultural y biológica. El hombre es una libertad en situación que puede retomar
su propia herencia.
Es necesario despedir al mito de la "tabla rasa". Esta no existe. Nadie nace sin un bagaje
(Ricoeur) y no hay por qué lamentarlo (Gadamer).
Cuando uno nace cristiano reasume la fe recibida y se re-encuentra en el mismo sentido
en el que el convertido se encuentra. Se habla con facilidad del incrédulo que se
convierte en creyente. ¿No se podría hablar también del creyente que se convierte en
creyente?.
III. Creo en Dios "porque" he nacido en un hogar creyente
Esta razón de creer no está muy lejos de la expuesta anteriormente. Sin embargo, ofrece
contornos lo bastante específicos como para justificar la distinción. Concretamente: se
puede haber nacido en un medio sociológicamente cristiano sin que esta relación al
cristianismo vaya más allá de una mera pertenencia superficial. La situación de la que
ahora trato es la de un hogar en el que existe una fe viva explícitamente orientada hacia
Dios, y que por lo mismo se contradistingue muy claramente del ateísmo. Como en el
precedente apartado debo reconocer un hecho. Admito que si hubiese nacido en una
familia atea probablemente hoy sería ateo.
Entonces, ¿cómo comprender la verdad personal de mi fe?. También aquí diré que creo
haber asumido como valor personal esta fe; aunque, a diferencia de un convertido, la he
reasumido en mi propio terreno. He asimilado esta fe creyente porque he descubierto
que hay un particular sentido en el hecho de creer en Dios. Percibo en la cuestión sobre
Dios un modo de proponer un discurso que es profunda-mente dador de sentido.
Proponer la cuestión acerca de Dios es preguntarme por el sentido último de mi
existencia. Es proponerme el sentido del sentido.
Es verdad que el amor, el trabajo, el servicio, la belleza, no necesitan ser convalidadas
por Dios para tener un sentido. Pero mi convicción es la de que el sentido siempre
requerirá tener un sentido. En el fondo, el sentido tiene necesidad de ser preservado;
tiene incluso necesidad de ser salvado.
Creo que aquí se halla la entraña de la pregunta religiosa. Si Dios no es una cerrazón
sino una llamada hacia más arriba y más lejos, entonces es muy razonable que dirija mi
interrogante en esta dirección y que empiece a percibir cierta respuesta. Porque hay
ciertas preguntas que conllevan en sí mismas una respuesta.
Pascal reconocía el problema con el que nos hallamos. Escribe que la religión cristiana
tiene algo de asombroso. En seguida capta la posible objeción: "afirmas esto porque has
nacido en ella". Reconoce el valor de esta dificultad, y no obstante concluye: "pero
aunque haya nacido en ella sigo hallándola así".
La observación de Pascal es esclarecedora. Si uno ha nacido en un ámbito creyente
puede cuestionarse la autonomía de su propia fe. Es una fantasía el creer en un
nacimiento culturalmente "inmaculado". Es olvidar, una vez más, que todos hemos
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nacido en un lugar determinado y que hemos sido precedidos por una determinada
concepción de la existencia. Actualmente, en antropología, lejos de considerar esta
situación como una desgracia, se la descubre como una suerte. Se nos dice que somos
seres de una cultura, enraizados en una tradición. Se trata de las condiciones de nuestra
identidad, de nuestra libertad. Esta antropología sigue un camino inverso al del
racionalismo que cree que absolutamente todo debe de ser descubierto por uno mismo y
por la propia razón.
El hombre está preocupado por salvar su identidad. Pero hoy se descubre que vivir la
propia identidad supone también vivir el propio nacimiento. El hombre, ser cultural, es
un "ser que ha nacido".
Lo quiera o no, el hombre es precedido por respuestas. Esto es particularmente cierto en
la cuestión religiosa. Pero uno puede interrogar estas respuestas, las puede someter a
prueba, puede cuestionarlas.
El hombre más bien interroga respuestas que responde a preguntas. Al fin y al cabo las
preguntas, ¿no nacen precisamente a causa de la presencia de respuestas?.
El hombre no entra en la vida con capacidad de responderlo todo. Tiene necesidad de
claves. Por mi parte, pienso que la mayoría de las claves que propone el cristianismo
permiten descifrar el sentido último de la vida al hombre que yo soy. Y sobre todo, estas
claves no sólo me permiten descifrar; me permiten vivir.
IV. Creo en Dios porque existe Jesucristo
Se comprenderá que no ponga el "porque" entre comillas. Yo creo en la divinidad de
Jesús, pero me fijo ahora sólo en su humanidad.
Hace dos mil años vivió en esta tierra un hombre humanamente digno de fe. Esta
afirmación me parece indiscutible. Este hombre ha creído en Dios y me impresiona.
Jesús, que no aparece como un inquieto en busca de compensaciones, ha hablado de
Dios serenamente.
Para mi, Jesús es motivo de fe. Por una parte ha dado todas las garantías de una
existencia humana serena y comprometida, ha estado muy cercano a la tierra, ha
afirmado al hombre de modo absoluto, y por otra parte ha confirmado la dimensión
transcendente del hombre.
Me interesa que él hable de Dios, a pesar de la condena de los sumos sacerdotes y a
pesar del antitestimonio de los portadores de la ortodoxia.
El Dios del que Jesús da testimonio no es banal. Ama a los pecadores y comparte su
mesa con escándalo de los fariseos. Devuelve toda su dignidad a la mujer que debía ser
lapidada. Trata con la samaritana, una hereje. Acepta la invitación del publicano y lo
elogia a pesar de su mala reputación. No tiene en cuenta el sábado cuando se trata de
salvar a la persona. Purifica el templo, lugar sagrado por excelencia. Este Jesús es el que
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va a preferir a los pobres sin que esto suponga ningún resentimiento contra los ricos y
poderosos, a los que sabe decir lo que quiere en el tiempo apropiado.
Jesús ha mostrado una conducta revolucionaria en el plano religioso que ha
conmocionado a sus contemporáneos.
Pero veamos nuestras propias reacciones. En el fondo, el Dios que anuncia Jesús no es
el dios que esperamos, no es el Dios de nuestros fantasmas e infantilismos; tampoco es
el Dios de nuestras dignas filosofías.
Jesús no ha estado al abrigo de la inquietud y el combate interior que atraviesa a todo
hombre al verse descalificado por aquellos que tienen el derecho y el depósito de la
ortodoxia.
Jesús pasa por la angustia del huerto de los olivos; da un terrible grito en la cruz donde
sufre la tentación de verse abandonado por Dios.
En esta imagen que Jesús dio de Dios es donde realmente se puede hallar a Dios. Al
final de esta agonía, el dios al que Jesús anuncia manifiesta que es el verdadero Dios y
da la razón a Jesús contra sus perseguidores.
He aquí por qué creo en Dios a causa de Jesucristo, o mejor dicho, gracias a Jesucristo.
El cree en este Dios hasta el fin, contra todas las evidencias. El combate la vida humana
con singular veracidad y esto no le separa de su fe en Dios. Una fe que no es trivial. Una
fe que lo tiene todo a favor porque lo tienen todo en contra.
V. Creo en Dios porque esta fe me construye
Encuentro en la fe en dios una dimensión fundamental y radical de mi existencia. Sé que
la fe puede aparecer a algunos como un componente extraño que viene como desde
fuera de nuestra humanidad, como algo impuesto.
Personalmente creo que este análisis es inexacto, incluso desde una perspectiva
antropológica. Pienso que se trata de una dimensión coherente con otros
comportamientos humanos que, desde un punto de vista fenomenológico, podría
considerarse como inmanente a nuestra humanitas.
Tomemos el término "fe" sin darle por el momento una connotación religiosa. ¿Puede
vivirse sin fe?. Se puede vivir sin fe religiosa; pero no se puede vivir sin ningún tipo de
fe. La palabra latina fides es la raíz de palabras como "confianza", "confidencia"., Algo
semejante se podría decir del término latino credere, que ha dado lugar a "creer",
"crédito"... y que se halla en muchas expresiones coloquiales. Si estos términos pasan a
nuestro vocabulario cotidiano es porque expresan y representan una dimensión "natural"
de nuestra existencia. Se trata de una dimensión que nos constituye y sin la cual nos
resultaría difícil comprendernos. En realidad el creer es tan inherente al hombre como el
pensar, amar, trabajar... Es un comportamiento que permite este descentramiento de sí
mismo que es indispensable para vivir con los demás. Desde aquí la fe en Dios me
aparece como una actitud digna del hombre ya que dice algo importante acerca del
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hombre. El creyente no tiene el deber de justificarse continuamente como si sólo el no
creyente viviese en la actitud sensata.
A menudo se hace la objeción de que la fe crea su objeto para satisfacer un deseo o una
insatisfacció n; pienso que la fe no crea su "objeto" (Dios) sino que lo descubre. La fe
me aparece como una actitud que desvela algo oculto, que descubre. Transformando la
célebre fórmula de Freud diría que la fe no es una "ilusión" sino una "alusión". Una
alusión a algo muy discreto que percibimos en ciertos momentos como un eco dentro de
nosotros mismos y que la fe nos desvela y nos revela. La fe es como una capacidad de
descubrimiento a la que ninguna de mis otras capacidades puede llegar.
Aun cuando se habla de deseo o de necesidad, no veo en ello algo sospechoso a priori.
El deseo de amar o el deseo de comprender no convierten a estos dos realidades en
vacías. Esta necesidad o este deseo más bien manifiestan una realidad que sólo espera
ser investida. En este sentido no dudaría en considerar a la fe como inventiva: descubre,
encuentra. La fe revela en el hombre una dimensión propia.
La fe señala la existencia de una "alteridad". Indica la existencia posible de una
alteridad radical, de este otro que buscamos en los demás, pero que a la larga se
desgasta en mí y en los otros. El "otro" aquí tiene un nombre: el Otro, el Otro del
hombre, el Otro de los hombres. No es bueno que los hombres estén solos." La fe
desvela en mí un eco. Es decir, un acorde. Un acorde profundo que precisamente por
eso es difícil de expresar.
No puedo creer que mi ser profundo se engañe tan radicalmente que en este caso haya
inventado pura y simplemente su objeto. "El ser habla", afirma Hidegger. Mi ser habla,
y seguramente ésta sea la mejor manera de entrar en la verdad; mejor, a veces, que a
través de la simple razón. Es cierto que puedo equivocarme en las representaciones,
perfiles y denominaciones. Es posible que me pueda engañar. Pero no
fundamentalmente.
A menudo existen caricaturas y falsas representaciones que pueden conducir al rechazo
o al no reconocimiento. Pero mi ser profundo habla, tiene su elocuencia. La fe tiene su
elocuencia, como la tienen en mí otras voces.
Este derecho de la fe a expresar algo verdadero sobre el hombre, a decirle una verdad
sobre sí mismo, lo encuentro tan incontestable como el derecho que tienen otras
dimensiones existentes en nosotros y que pueden decirnos algo sobre nosotros mismos.
Este es el derecho a la fe y su capacidad de desvelar algo propio.
No se trata de caer en el fideísmo. El uso de la razón es, también aquí, incuestionable si
se quiere hallar apoyo. El logos conserva sus derechos y deberes imprescriptibles. Pero
existe una circulación del logos, hay diversos logos o sentidos, y me parece indiscutible
el derecho de la fe a ser uno de ellos, con tal de que la fe se mantenga en su propio
ámbito y se deje interrogar por otros logos.
Así como la gramática no es capaz de hablar de electrones, tampoco la ciencia física es
capaz de hablar de la fe; aunque sí puede hacerle preguntas pertinentes.
ADOLPHE GRESCHÉ
Es claro que cada realidad debe ser detectada por una capacidad adecuada. ¿Por qué
debería ser de otro modo cuando tratamos de la fe?.
Nuestras dificultades en este terreno seguramente no hacen más que señalar que
precisamente aquí se trata de algo tan profundo que es difícil hablar de ello con claridad.
Pero cuando nos inclinamos sobre el brocal de nuestro propio pozo, del pozo de nuestro
ser profundo, escuchamos el débil ruido de una presencia, o de una palabra que no se
asemeja a otra alguna.
VI. Creo en Dios porque es quien es
El hombre ha buscado a menudo a Dios en el cosmos, y este es un camino aceptable;
pero Dios no puede reducirse a ser el gran relojero del mundo y esta indagación no nos
manifiesta cercano su rostro. Durante mucho tiempo se le ha buscado en silogismos y
razonamientos; este procedimiento no es absurdo, pero raramente es convincente. El
cristiano no cesa de buscar a Cristo en cuanto hombre, y este camino auténtico ya lo
hemos recorrido. Actualmente lo buscamos sobre todo en el rostro del otro, y la
andadura tiene su valor, pero está expuesta a confusiones; y digámoslo con franqueza
¿el otro es siempre esta imagen de Dios tan legible como frecuentemente se dice?.
Creo que raramente se ha buscado a Dios en Dios. Esto nos parece irrealizable. Pero,
¿es algo tan inaccesible como creemos? Al fin y al cabo, cuando se busca a alguien se
va a él, se le interroga a él.
Supuesto que, según la fe cristiana, somos templo de Dios, ¿no será también un camino
auténtico el interrogar a nuestro ser profundo?. No temamos la realidad que hay en
nosotros y escuchar en el fondo un soplo tenue pero casi palpable.
La Escritura me aparece como un gran libro de historias que Dios nos narra. Creo en
Dios porque esta historia que El nos narra se entreteje con mi propia historia, viene a
aportarme un hilo, de tal modo que así puedo encontrarme y construirme a mí mismo.
Insisto sobre el término "historia" porque Dios no me llega como una "substancia" ni
como Alguien inmóvil. Tomando el paradigma del camino de Emaús, Dios me aparece
como Alguien que me acompaña, Alguien que se hilvana en mi historia, siguiendo el
ritmo mismo de mi propia historia y de mi propia andadura. Sin turbar mi itinerario sino
respetando las sinuosidades de mi ruta y las curvas de mi camino.
Un dios como Moloch estaría oprimiendo mi historia y mi ser; si así fuese, creo que yo
hubiese tomado los caminos de la increencia y del rechazo. Pero un Dios de la historia
es totalmente distinto. Es un Dios que respeta el tiempo, respeta mi tiempo. No está aquí
de una sola vez y de modo inexorable sino que permite lo olvidemos y lo
desconozcamos un tiempo. Acoge los altibajos de mi existencia y mis propios ritmos.
Un Dios histórico - y éste es uno de los rasgos de nuestra tradición judeo-cristiana- es un
Dios que, como un amigo, sabe cuándo es el momento oportuno y cuándo no lo es. Es
un Dios que sabe adaptarse y comprender. En la historia veo una presencia de Dios de
carácter más flexible, más acogedora de lo que soy.
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Creo que esta categoría de historia es de capital importancia. Quien dice historia, dice
que no todo está dictado o decidido de antemano. La realidad se va haciendo en un
recorrido, en un trayecto. Tendré el tiempo de respirar junto al pozo (samaritana), tendré
el derecho de equivocarme (Pedro), tendré el derecho de luchar y permanecer ante El
(Jacob) tendré el derecho de discutir (Job), y también el de gritar en el borde de mi
sufrimiento (Jesús). Como también tendré, en otras circunstancias, el tiempo y el
derecho de introducir otros acentos: el del amor, la felicidad y la alegría (María en el
Magnificat).
De esta manera Dios no me viene dado de una vez, sino a medida que me voy
construyendo a mí mismo. Desde esta perspectiva he comprendido que la principal
razón está en saber quién me acompaña y cómo lo hace. Sin negar la importancia del
problema sobre la existencia de Dios creo que la cuestión sobre el "si existe" está
precedida por la cuestión sobre el "qué es".
Cuando el problema acerca de la existencia de Dios adquiere un tono apasionado se
corre el riesgo de formular proposiciones bruscas y demasiado rápidas.
El problema es más bien el de una experiencia. El lugar en que se realiza es el de una
historia que tiene su tiempo y donde tomará forma un Dios que también se toma tiempo.
Dios quiere ofrecer y dar a mi historia la dimensión de una presencia mensurable.
Dios no ocupa, de repente, un lugar desmesurado. Y esto lo considero importante. Se
dice que Dios es el Todo, el Absoluto, el Infinito. Esto es verdad dentro de un
vocabulario filosófico preciso. Pero estas afirmaciones implican un riesgo cuando se las
utiliza en el lenguaje ordinario. Se tiene una mala conciencia si no se le da todo. Se
tiene la impresión de que una vida en la que Dios no es siempre explícitamente el
"primer presente" es una vida con falta de fe.
Asumo conscientemente el riesgo de sorprender y pregunto ¿por qué es necesario dar a
Dios un lugar desmesurado?. Ciertamente tiene un lugar, el primero, pero no todo el
lugar.
Salvo una vocación particular, Dios no ocupa todo el lugar en mi vida y en mi historia.
Viene a proponerme y a ofrecerme su puesto.
No temamos permanecer hombres ante Dios, tal como siempre El nos ha querido, "en re
mayor", como decía Beethoven de Goethe. No nos estropeemos, como si Dios ganase
con ello.
Creo que cuando se ha descubierto así el lugar de Dios en la propia vida, Dios se hace
creíble. Se convierte en una de las realidades de mi existencia, sin duda la mayor, pero
una "solamente". Dios ha creado en nosotros la urdimbre de la tela. A nosotros toca
enhebrar la trama.
Tradujo y condensó: ANTONI Mª TORTRAS
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