EL DESAFÍO DE SÓCRATES Juan Claudio Acinas Casi veinticinco

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EL DESAFÍO DE SÓCRATES
Juan Claudio Acinas
Casi veinticinco siglos han pasado desde que Sócrates fuera acusado de corromper a los jóvenes y no creer en los dioses de la ciudad. Desde entonces los comentarios
más diversos acerca de la actitud que mostrara durante y después del juicio todavía no
han cesado. De hecho, para referirnos tan sólo a los últimos años, mientras algunos
autores han considerado su comportamiento como incoherente y contradictorio, otros
opinan de manera totalmente distinta. Y mientras que unos ven a Sócrates como el
ejemplo más puro de la desobediencia ética, otros le tienen por un teórico de la obediencia civil. E incluso, los hay que, al tirar de una hebra que se remonta hasta Jenofonte,
sugieren la hipótesis del suicidio para explicar la muerte de quien fue reputado como
el hombre más inteligente y más justo de su época1.
En las páginas que siguen voy a intentar justificar mi adhesión a una línea de
interpretación para la cual, a partir del rechazo de Sócrates hacia cualquier imposición
externa que le prohibiera filosofar, es posible reconciliar ciertas aseveraciones y posturas que, de acuerdo con el testimonio dejado por Platón, se presentan como aparentemente contradictorias. Sin embargo, no abrigo demasiadas ilusiones. Y mucho me
temo que lo único que conseguiré aquí será aumentar de forma apenas imperceptible
ese «incesante polvillo de discursos críticos» que, como Italo Calvino pensaba, todo
clásico siempre termina por sacudirse de encima.
1. DESOBEDECER O ACATAR
El problema, como es sabido, reside en el cambio de tono que se aprecia, por un
lado, en las palabras con que Sócrates, frente a quienes le acusan, lleva a cabo su
defensa y, por otro, en el diálogo que días antes de que bebiera la cicuta mantiene con
su viejo amigo Critón.
Durante el juicio, nos encontramos con un Sócrates irónico, algo arrogante y
provocador, cuyo discurso da lugar a que, en varios momentos, el público asistente
exprese con gritos y protestas su disconformidad e irritación. No era para menos. A
1
Acerca de esta variedad de interpretaciones, cfr., entre otras, las de M. Bertman, «Socrates’
Defence of Civil Obediencie», Studium Generale, nº 24, 1971, pp. 576-582; R.D. Dixit, «Socrates
on Civil Disobedience», Indian Philosophical Quarterly, vol. VIII, nº 1, 1980, pp. 91-98; R.G.
Frey, «Did Socrates Commit Suicide?», Philosophy, nº 53, 1978, pp. 106-108; G.G. James,
«Socrates on Civil Disobedience and Rebellion», Southern Journal of Philosophy, nº 11, 1973,
pp. 119-127; y R. Martin, «Socrates on Disobedience to Law», Review of Metaphysics, vol. 24,
1970, pp. 21-38.
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muy pocos de sus conciudadanos pudo satisfacer la constatación de que Sócrates no
sólo se distinguía de la mayor parte ellos, sino que además declaraba con absoluto
convencimiento que el oráculo de Delfos, a través de la Pitia, había respondido que
nadie era más sabio que él, y que la tarea de dialogar con todo ser humano acerca de la
virtud le había sido encomendada por el propio Apolo y que precisamente ese servicio
era el mayor bien del que disfrutaba la ciudad. A muy pocos les gustó escucharle decir
que, en la Atenas de aquellos tiempos, nadie que tratara de impedir pública y buenamente que se cometieran ilegalidades o injusticias conservaba durante mucho tiempo
su vida, aunque a él no le asustaba la muerte, ni pensaba llorar, suplicar o pedir compasión, ni estimaba que los jueces tuvieran que permitirlo. En fin, a muy pocos agradó
que proclamara que si accedía a defenderse no era en su favor sino en el de la propia
Atenas, ya que ésta se causaría un gran daño por condenarle injustamente, y que por
todo ello la única pena que como benefactor público merecía, igual que los vencedores en las olimpiadas, era el honor de ser alimentado para siempre en el Pritaneo a
costa de la ciudad.
Es más, lejos de admitir culpa alguna y al imaginar la posibilidad de que pudiera
ser liberado bajo la condición de olvidarse de la filosofía, se permitió lanzar al auditorio este desafío: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios
más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando,
diciéndole lo que acostumbro: ‘Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más
grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de
cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en
cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma
va a ser lo mejor posible?’» Y, con una declaración que sonó a una amenaza de auténtica desobediencia, concluyó en este punto: «Atenienses, haced caso o no a Ánito,
dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de
morir muchas veces»2.
Un desafío éste cuyo efecto sobre el tribunal se percibe en el hecho de que
doscientos ochenta y un votos frente a doscientos veinte considerasen que era culpable. Y que, después de que Sócrates interviniera por segunda vez, en el turno que
le correspondía para presentar una pena alternativa a la de sus acusadores, el número de los que votaron a favor de la pena de muerte aumentó hasta setenta y nueve,
siendo condenado por trescientos sesenta votos frente a ciento cuarenta y uno que
querían absolverle.
2
Platón, Apología de Sócrates, 29d-29e y 30b, Diálogos, vol. I, Madrid, pp. 168 y 169. Todas
las citas de los textos de Platón proceden de la traducción de los Diálogos publicada en siete
volúmenes por la editorial Gredos entre los años 1981 y 1992. No obstante, para ciertos pasajes,
he consultado también la Platonis Opera publicada en cinco tomos por Oxford University
Press, New York, 1995 (1903).
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Pues bien, en contraste con la actitud adoptada durante el juicio llama la atención
el talante completamente respetuoso con el que, sabiéndose inocente, se resigna a la
sentencia que le es impuesta y rechaza la oportunidad para evadirse que le ofrece
Critón. Vemos aquí, en la conversación que sostiene con su amigo, cómo Sócrates
encarna ejemplarmente el sentir ético-político del mundo antiguo y se hace portavoz
de las demandas de las leyes y de la patria, a cuya autoridad se somete sin reservas y
con una veneración superior a la que se debe tener hacia un padre o una madre. Porque, asegura, los derechos de la polis son anteriores y están por encima del ciudadano.
¿O es que, como las leyes se ocupan en recalcar, «acaso crees que los derechos son los
mismos para ti y para nosotras»? Gracias ellas, a su disposición y buen orden, el
ateniense nace, crece, es educado física y moralmente, por medio de ellas es partícipe
de todos los bienes que la polis proporciona, e incluso goza de libertad para que si no
son de su agrado, «tome lo suyo y se vaya adonde quiera». Ahora bien, una vez que el
pacto ha sido aceptado ya no se debe violar, y si la ciudad «ordena recibir golpes,
sufrir prisión, o llevarle a la guerra para ser herido o para morir», sólo caben dos
opciones, persuadirla de que no hace bien alguna cosa o estrictamente obedecer (´
B,\2,4< ¾:•* ´ B@4,Ã<)3. En caso contrario, ¿qué ocurriría si se infringieran las
leyes? ¿Qué diría el común de los ciudadanos si Sócrates huyera simplemente porque
se había hecho una mala aplicación de ellas?4 ¿Cómo sobreviviría una polis donde las
sentencias que se dictan quedan anuladas por la mera voluntad de un particular? ¿O es
que él, que muy raras veces había salido al extranjero, no fue libre para marcharse
donde más le apeteciera? ¿Qué otra prueba atestiguaba que, sin coacción ni engaño,
había convenido obrar conforme a unas leyes que tenía por buenas y de las que se
había beneficiado? ¿Ahora no iba a guardar fidelidad a los acuerdos tan sólo por estar
molesto y algo defraudado?
He aquí un punto de vista acerca de la obligación política que Sócrates, según
recuerda Jenofonte, ya había expuesto anteriormente. Así, apremiado por Hipias de
Élide para que revelara lo que entendía que era la justicia, contesta que «la justicia es
lo que es legal» y que, por lo tanto, «el que obra legalmente es justo y el que actúa
ilegalmente es injusto». A lo cual añade que «los mejores gobernantes de las ciudades
3
Platón, Critón, 50a-e y 52a, vol. I, cit., pp. 205-206 y 207.
Según G.G. James –art. cit., p. 125–: «El juicio y la sentencia de Sócrates parecen injustos al
menos en tres aspectos. Primero, la sentencia a muerte es una sentencia extrema para la acusación
de impiedad, incluso en una sociedad en la que creer en los dioses servía como un medio de
cohesión social. Segundo, aunque la ley bajo la que fue juzgado puede no haber sido injusta,
era aplicada de manera imprecisa y muy rara vez. Tercero, en general se reconocía que no
estaba siendo juzgado por razones estatales, sino por otras razones. A pesar de esto, Sócrates
creyó que Atenas merecía su lealtad, porque era consciente de que ante todo era una víctima de
la injusticia de sus enemigos que habían subvertido la ley para silenciarle, más bien que una
víctima de la injusticia de las leyes en sí mismas».
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son los que consiguen inspirar en los ciudadanos una mayor obediencia a las leyes, y
que la ciudad en la que sus ciudadanos más respetan las leyes es la más feliz en la paz
y la más irresistible en la guerra». De modo que, en general, Sócrates juzgaba que lo
propio de quien sabe gobernar es mandar lo que se tiene que hacer y que al gobernado
no le corresponde otra alternativa que obedecer5.
Y, así las cosas, el tema estriba en averiguar si es posible conciliar la tensión entre
la Apología, donde la desobediencia parece que queda justificada, y el Critón, que
propugna la subordinación a todo lo que dicte la ley. O, para decirlo de otra manera, lo
que nos interesa es procurar resolver la cuestión de ¿por qué Sócrates, al peligrar su
vida, no eligió el destierro?, ¿por qué, pese a su abierto desafío, rehusó escapar?
2. SUFRIR LA INJUSTICIA
Una primera respuesta, obviamente, consiste en recordar aquel principio socrático para el cual, sin que importen las circunstancias del momento o la opinión de la
mayoría, nunca hay que hacer el mal a nadie voluntariamente y siempre es preferible
sufrir la injusticia ( •*46,F2"4) a cometerla o devolverla (•*46,Ã<). «Luego no se
debe responder con la injusticia ni hacer el mal a ningún hombre, cualquiera que sea el
daño que de él se reciba»6. Por el contrario cometer injusticia es el mayor mal, lo más
vergonzoso, mucho peor que morir o sufrir cualquier otro daño, mucho peor que padecer las consecuencias más penosas y sombrías. Y tal es la relevancia que Sócrates
concede a este criterio que, en su encuentro con el rapsoda Ion, al despedirse le plantea que elija por quién quiere ser tenido, si «por un hombre injusto o por un hombre
divino». Y, asimismo, enfrentado a la opinión de Calicles, le aconseja finalmente:
«Permite que alguien te desprecie como insensato, que te insulte, si quiere y, por Zeus,
deja, sin perder tú la calma, que te dé ese ignominioso golpe, pues no habrás sufrido
nada grave, si en verdad eres un hombre bueno y honrado que practica la virtud». Y es
que, a la postre, como dirá tras ser condenado, «no existe mal alguno para el hombre
bueno, ni cuando vive ni después de muerto»7.
5
Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, III 9: 11 y IV 4: 12-14, Madrid, Gredos, 1993, pp. 135 y
178-179.
6
Platón, Critón, 49c, cit., p. 203.
7
Platón, Ion, 542a, Gorgias, 527c-d, vol. I y vol. II, cit., pp. 269 y 145, respectivamente; y
Apología de Sócrates, 41d, cit., p. 185. Para F.C. Wade –«In Defense of Socrates», Review of
Metaphysics, vol. 25, 1971, p. 312– la importancia que Sócrates concede a este punto de partida,
según el cual «jamás es bueno ni cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia,
ni responder haciendo mal cuando se recibe el mal» (@Æ*XB@J, ÏD2äH §P@<J@H ÏÜJ,
J@Ø •*46,Ã< ÏÜJ, JÏ× •<J"*46,Ã< @ÜJ, 6"6äH BVFP@<J" •:b<,F2"4
•<J4*Dä<J" 6"6äH) (Critón, 49d), implica como consecuencias: excluir toda venganza,
desquite o represalia; reconocer como único derecho el que nunca se pueda exigir hacer el mal;
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Desde este principio, por consiguiente, es necesario matizar la identificación entre
ley y justicia que Jenofonte pone en boca de Sócrates. Porque si es cierto que hay una
obligación de obediencia a las leyes, también lo es que ésta no es de naturaleza absoluta e incondicional, dado que solamente existe hacia aquellas normas que al cumplirlas no se corre el riesgo de incurrir en ninguna injusticia, ni de infligir ningún daño a
los demás (i"iäH B@4,4<). El mal, el daño o la injusticia pueden aceptarse siempre
que recaigan sobre uno mismo, siempre que seamos tratados de forma opresiva, abusiva
o arbitraria. En este caso han de sufrirse con entereza y serenidad. Pero jamás debemos ser sus cómplices o sus agentes, ni siquiera bajo el peligro inmediato de tortura o
de muerte, ni siquiera cuando lo mandan los gobernantes o lo prescribe la ley. Porque,
alegará, «ni ante un tribunal ni en la guerra, ni yo ni ningún otro debemos maquinar
cómo evitar la muerte a cualquier precio». La muerte «si se tiene la osadía de hacer y
decir cualquier cosa», es fácil de esquivar, basta con abandonar las armas o suplicar.
En cambio, mucho más difícil es evitar la maldad, «corre más deprisa que la muerte»8.
Y a pesar de que las leyes o los gobernantes pueden forzarnos a sufrir como ellos
quieran, sin embargo, nunca pueden obligarnos a hacer todo lo que ellos quieran9.
Por eso, Sócrates, como miembro del Consejo de los Quinientos y pese a las
intimidaciones de la Asamblea, se opuso en solitario a que los diez estrategos acusados de no salvar a los náufragos en la batalla naval de las islas Arginusas fueran juzgados en bloque ilegalmente. Por eso, cuando la oligarquía de los Treinta le ordenó,
junto a otros cuatro ciudadanos, detener a León de Salamina para ejecutarlo y apoderarse de sus bienes, Sócrates fue el único que no obedeció y que, con riesgo para su
vida, se marchó a su casa desoyendo impasible lo que le exigían. Y por eso, condenado
a muerte por un tribunal popular al que no pudo persuadir de su inocencia, le pareció
más noble aguardar y soportar la pena que le impusieron antes que huir, antes que
romper su acuerdo e injuriar a las leyes de la ciudad y, por encima de todo, antes que
dejar de filosofar10. Esto último, abstenerse de la discusión filosófica, igual que si le
plantear que ninguna ley ha de ser tal que exija dañar a otros; excluir el tipo de desobediencia
que requiere sopesar el daño posible que se provoca al desobedecer; afirmar que ningún fin
bueno, no importa lo bueno que sea, puede justificar un medio perjudicial, pues dañar a otro
siempre es un mal.
8
Platón, Apología de Sócrates, 39a-b, cit., p. 182.
9
Cfr. R. Kraut, «Plato’s Apology and Crito: Two Recent Studies», Ethics, vol. 91, 1981, p. 664.
Jenofonte –Apología de Sócrates, 28-29, Madrid, Gredos, 1993, p. 376– relata cómo, tras la
sentencia, Apolodoro dijo a Sócrates con tristeza: «Pero es que yo, Sócrates, lo que peor llevo
es ver que mueres injustamente». A lo que éste, acariciándole la cabeza y sonriendo, respondió:
«¿Preferirías entonces, queridísimo Apolodoro, verme morir con justicia que injustamente?»
10
Es importante observar, como ha subrayado S. Panagiotou –«Socrates’ Defiance in the
Apology», Apeiron, vol. 20, 1987, pp. 44, 50 y 57–, que Sócrates «no proclama su desafío hacia
una orden o sentencia del tribunal. Lo que él dice que ‘desafiará’ es la condición de abstenerse
de la filosofía pero no la sentencia judicial de muerte». Pues, «en lo que Sócrates discrepa es
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hubieran ordenado perjudicar a un ser humano, hubiese significado perpetrar un acto
doblemente injusto.
En primer lugar, porque el dios era quien le había mandado, y él había asentido,
que tenía que vivir filosofando (N48@F@N@Ã<J" :, *,4< .±<). O lo que es igual,
que debía vivir examinándose a sí mismo e interrogando a los demás (X>,JV.@<J"),
procurando que cada uno tomara conciencia de su propia ignorancia, criticándole que
simulara saber sin saber nada, mostrando a todos que creer saber algo que no se sabe
es un error que impide la sabiduría. Y esta tarea, que le fue reservada por el propio
Apolo, constituía para Sócrates un imperativo irrenunciable, ya que si de algo estaba
seguro era de que «es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es
mejor, sea dios u hombre», y de que en el puesto donde uno se coloca o es colocado
por un superior, ahí debe permanecer sin temer otra cosa que la deshonra y la infamia,
máxime cuando es un bien para la ciudad11.
Y en segundo lugar, para Sócrates, abdicar de su misión filosófica también habría comportado una injusticia, porque a él no le bastaba con que la orden fuera de
origen divino, además tenía que ser racional. Así, vemos cómo, asaltado por dudas
acerca de la verdad del oráculo, decide antes que nada investigarlo, refutarlo, someterlo a prueba y escrutinio. «Porque yo –dirá–, soy de la condición de no prestar atención
a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece mejor»12. Y lo
mismo que en su conversación con Eutifrón demuestra que la piedad no es lo que
agrada a los dioses y la impiedad lo que les desagrada, de igual modo tampoco es
suficiente para que algo sea justo o injusto que ellos lo deseen o aborrezcan. Con lo
cual, en último término, no es al dios, ni a las leyes, ni a ninguna autoridad o regla
externa hacia lo que Sócrates estima principalmente que debe obediencia, sino al logos
como fin en sí, a la búsqueda insatisfecha que surge de ese discurso que el alma
mantiene consigo misma o que establece en confrontación crítica con otros, a la convicción interior cuyo fundamento primordial descansa en la fuerza independiente y
decisiva del mejor argumento13. Contravenir semejante proceso de argumentación racional sí que habría entrañado cometer la mayor de las injusticias.
en el veredicto de culpabilidad, al que desafía, no a la sentencia que lo acompaña». De ahí que
no propusiera su exilio como contracastigo, ya que hacerlo, aceptar que merecía alguna pena,
hubiese significado admitir su culpa.
11
Platón, Apología de Sócrates, 29b y 28d, cit., pp. 167 y 166.
12
Platón, Critón, 46b, cit., p. 198. Y en el Gorgias –506a y 506c, cit., pp. 115 y 116– afirma:
«Tampoco yo hablo con la certeza de que es verdad lo que digo, sino que investigo juntamente
con vosotros; por consiguiente, si me parece que mi contradictor manifiesta algo razonable,
seré el primero en aceptar su opinión (...); y si me refutas, no me irritaré contigo, como tú
conmigo, sino que te inscribiré como mi mayor bienhechor».
13
Cfr. Platón, Eutifrón, 7a-8b, vol. I, cit., pp. 226-228; y Teeteto, 18e-19a, vol. V, cit., pp. 272273. Asimismo, para C. Johnson –«Socrates on Obedience and Justice», Western Political
Quarterly, vol. 43, nº 4, 1990, p. 734–: «La obediencia al logos es todavía obediencia; pero ya
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Al fin y al cabo, como Hegel supo apreciar14, en un mundo tan apegado al derecho divino y a las costumbres heredadas, Sócrates personifica el principio de la reflexión subjetiva, de la libertad de la conciencia moral que se autodetermina y decide
por sí misma, para la cual no hay obediencia ciega y todo lo que posee algún valor
debe justificarse ante el pensamiento. Lo cual, sin duda, configuró el carácter trágico
de su conflicto con Atenas.
3. CUIDAR EL ALMA
En este sentido, una segunda respuesta que integra y amplía la anterior, una nueva respuesta al enigma que se origina al comparar la Apología con el Critón, es la que
se vincula íntimamente con esa concepción socrática que hace del filosofar una indagación dialógica cuyo fin esencial es el cuidado del alma. Una concepción que, a
diferencia de los estudios físicos de los jonios, no podía contentarse con las especulaciones sobre los orígenes del mundo o las causas de los fenómenos naturales. La tarea
del filósofo tenía que ser otra, muy distinta a la que surge de una simple curiosidad
científica, debía descender del cielo y, según interpretó Cicerón, buscar acomodo en
las ciudades, centrarse en las «cosas morales» del hombre, «meditar sobre la vida y las
costumbres, sobre los bienes y los males». De tal modo que el giro crucial, que Sócrates
culmina, es aquel que transita de la investigación acerca del por qué de las cosas
físicas al para qué de la acciones humanas15. Y que se caracteriza por un método que,
por medio de preguntas y respuestas, junto con el razonamiento inductivo y la defini-
no es obediencia ciega. Ahora es obediencia que implica una necesidad constante de cuestionar
la rectitud de cada faceta de la vida, incluida la rectitud de obedecer toda autoridad».
14
Cfr. G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, vol. II, México, FCE, 1985
(1833), pp. 39-100. Desde otro punto de vista, para A. Tovar –Vida de Sócrates, Madrid, Alianza,
1986 (1947), p. 310–, la ética socrática «tiene su base en una extraña y original inclinación
religiosa, en el asombroso descubrimiento de la necesidad de que los dioses sean morales, y de
que éstos tengan su trono mejor que en el Olimpo mitológico, en el interior de la conciencia».
Por su parte, F. Rodríguez Adrados –La democracia ateniense, Madrid, Alianza, 1985 (1975),
p. 401– reconoce que el racionalismo socrático es el que «transfiere al interior del hombre el
criterio del bien y del mal, la felicidad e infelicidad», de tal modo que buscando salvar y
perfeccionar los valores tradicionales rompe con ellos y escinde en interno y externo lo que
antes era unitario. Y, según C. García Gual –«Los sofistas y Sócrates», en V. Camps (ed.),
Historia de la ética, vol. 1, Barcelona, Crítica, 1988, p. 75–, para Sócrates «sólo el individuo,
autónomamente, puede dar razón de su conducta, y esa apelación a su razón como juez definitivo
es una liberación de todos los vínculos tradicionales».
15
Cfr. J.A. Nuño, «Sócrates y los sofistas», El pensamiento de Platón, México, FCE, 1988
(1963), p. 37.
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ción de conceptos, se concentra en la discusión de los fines radicalmente valiosos que
deben guiar nuestra existencia. Un método con el que procura identificar la trama
aporética que subyace a toda frágil certeza como el principio ineludible de una actitud
más humilde, de una actitud que, fiel a la inscripción dedicada a Apolo en su templo
de Delfos, siempre nos recuerda «conócete a ti mismo».
De ahí que, para Sócrates, el fin último de toda persona no sea otro que la perfección y el cuidado del alma (&,8J\T< RLP°<), velar por lo más profundo de su
específica individualidad moral. De ahí su desprecio hacia las riquezas, los placeres,
los éxitos o las apariencias, incluso hacia la cárcel, el padecimiento o la muerte. Porque, afirmará, peor que vivir con un cuerpo miserable o enfermo, es «vivir con el
alma malsana, corrompida, injusta e impía», esta es la verdadera desgracia, la que
menoscaba el espíritu, la que nos aflige por dentro, «pues es del alma de donde arrancan todos los males y los bienes para el cuerpo y para todo el hombre». ¿O es que
«podemos vivir estando dañado aquello con lo que se arruina lo injusto y se ayuda a lo
justo»? ¿O acaso «consideramos que es de menos valor que el cuerpo la parte de
nosotros, sea la que fuere, en cuyo entorno están la injusticia y la justicia»? Lo importante, entonces, no es vivir, sino el bien vivir (JÎ ,Þ .±<), o sea, honrada y justamente, y la mayor ganancia, prepararnos para ser lo mejor y lo más sensatos posible,
preocuparnos por adornar nuestro espíritu «con la prudencia, la justicia, el valor, la
libertad y la verdad»16.
Para ello, para cuidar (2,D"B,b,4<) al máximo por la integridad moral y la
salud del alma, se necesitan ciertos ensalmos ( ¦Bå*"ÃH), que son los buenos discursos (J@×H 8`(@LH ,Í<"4 J@×H 6"8@bH), de los que nace la moderación y el
dominio que cada cual antes que nada debe tener sobre sí mismo (FTND@Fb<0<)17.
Y para ello, por tanto, sólo cabe el compromiso con un modo de cultivar la filosofía en
el que resulta crucial la capacidad para analizar, interrogar, examinar y discutir. Un
estilo de practicar la filosofía con el que Sócrates adquirió fama por inquirir a los
atenienses con tal agudeza que les aturdía hasta que la perplejidad se tornaba en irritación o, tras descubrir que nada sabían, en un deseo de conocimiento que alejara de sí
toda paradoja. Un estilo con el que, como una especie de tábano que tenía que despertar con su aguijón a un caballo grande y noble pero algo apático y un poco lento,
exhortaba a sus conciudadanos a afanarse en aprender y les incitaba al cultivo de la
virtud y de la excelencia (•D,JZ), al tiempo que les reprochaba apreciar demasiado
lo que vale muy poco y teneren menos lo digno de más. Y es que, para él, no había
mayor bien que mantener conversaciones (8`(@LH) cada día acerca de la virtud, la
amistad, la mesura o la belleza. Por algo manifestó que una vida sin examen
16
Platón, Gorgias, 479b-c, cit., p. 74; Cármides, 156e, vol. I, cit., p. 333; Critón, 47e-48a y
48b, p. 200 y 201; y Fedón, 114d-115a, vol. III, cit., pp. 135-136. Cfr., también, Platón, Laques,
211e, vol. I, cit., p. 293; y Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, I 2: 1-7, op. cit., pp. 25-26.
17
Cfr. Platón, Cármides, 157a, cit., p. 333.
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(•<,>XJ"FJ@H &\@H) carece de objeto vivirla, el peor destino para un ser humano
que él podía imaginar. Nada como eso contrariaba tanto la misión que la divinidad le
había señalado, nada como eso obstaculizaba en igual medida el mero ejercicio de la
actividad racional. «¿Qué clase de hombre soy yo?», declaró en una ocasión, «soy de
aquellos que aceptan gustosamente que se les refute (¦8,(P2X<JT<), si no dicen
verdad, y de los que refutan (¦8,(>"<JT<) con gusto a su interlocutor, si yerra;
pero que prefieren ser refutados a refutar a otro»18.
Desde tal perspectiva, evidentemente, se entiende mucho mejor tanto el desafío
que Sócrates pronunció durante su juicio, como su rotunda negativa a optar por el
destierro o por huir de manera furtiva. De una parte, como hemos visto, porque las
leyes de la polis sólo merecían ser obedecidas mientras no impidieran la discusión
filosófica cuyo fin es la búsqueda de la verdad y de la virtud. De otra, porque, justo
debido a esas leyes, Atenas era el lugar de Grecia donde había más libertad de palabra, donde se daban las condiciones políticas e intelectuales que favorecían el discurso razonado y aquel nuevo estilo de filosofar.
No en balde ese era el motivo por el que Sócrates tácitamente, con sus actos, había
acordado vivir como ciudadano según las normas de la ciudad, el motivo por el que muy
rara vez salió de ella. Precisamente, en su encuentro imaginario con la personificación
de las leyes, éstas se lo recuerdan, «te has ausentado de Atenas menos que los cojos, los
ciegos y otros lisiados», y le advierten que si decidiera escapar no injuriaría sólo a la
patria y a ellas, por violar lo pactado, no dañaría sólo a sus amigos, por hacerles perder
sus bienes o sus derechos, ni a sus hijos, por convertirlos en extranjeros, sino que él
mismo se perjudicaría. Porque, si huyera, ¿cómo viviría lejos de Atenas? Por un lado, le
anticipan, hallará ciudades que, como Tesalia, al reinar en ellas «la mayor indisciplina y
libertinaje», impiden de hecho cualquier diálogo sobre lo que es virtuoso, recto o conveniente. Por otro lado, se encontrará con ciudades que, como Tebas o Mégara, al estar
bien gobernadas, le mirarán con suspicacia, como a un enemigo de su sistema político,
como a un destructor de las leyes, dispuesto a corromper a los jóvenes y a las gentes de
poco espíritu. Aquí tampoco podrá volver a filosofar. De manera que, tanto en una situación como en otra, tendrá que renunciar a lo que realmente ama, se verá incapacitado
para conversar, interpelar, cuestionar, debatir. Algo que ya había observado Menón, cuando al referirse al arte de Sócrates para problematizarse y problematizar ( •B@D,Ã<), le
comenta: «me parece que has procedido bien no zarpando de aquí ni residiendo fuera:
en cualquier otra ciudad, siendo extranjero y haciendo semejantes cosas, te hubieran
18
Cfr. Platón, Apología de Sócrates, 38a, cit., p. 180; y Gorgias, 458a, cit., p. 40. Por lo demás,
como K. Jaspers –Los grandes filósofos, vol. I, Madrid, Tecnos, 1993 (1957), p. 114– escribió:
«Ningún dios le ha ordenado ser su portavoz ante los hombres. Su misión se reduce a buscar
con los hombres, como un hombre más. Le incumbe interrogar implacablemente, sacar a los
hombres de todos sus refugios. No debe exigir una creencia en algo determinado ni tampoco en
él, pero sí que se piense, se interrogue y critique».
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recluido por brujo»19. Y ante tales circunstancias, dado que por las mismas razones que
Atenas le condena, probablemente también será castigado lejos de ella, de poco o nada
le serviría escapar. «¿Y si haces eso –le preguntan las leyes–, te valdrá la pena vivir?»20
Con lo cual, Sócrates, al elegir la muerte en vez del destierro, demuestra hasta
qué punto es fiel a un modo de concebir la filosofía en cuyo centro se halla la necesidad acuciante de dialogar (*4"8X(,4<). Lo que expone magistralmente cuando, al
entender que después de morir es posible que vaya al Hades, presume que se reunirá
con Orfeo, Museo, Homero o Hesíodo, y asegura que estará dispuesto a morir muchas
veces, siempre que pueda pasar «el tiempo examinando e investigando a los de allí,
como ahora a los de aquí, para ver quién de ellos es sabio, y quién cree serlo y no lo
es». «Dialogar con ellos –confiesa–, estar en su compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad». Al menos, «los de allí no condenan a muerte por esto»21.
Deslumbra en este ideal una lección moral similar a la dejada por Ulises, cuando
al elegir entre ser eximido de la vejez o partir hacia su patria en la abrupta Ítaca,
rechazó la inmortalidad que le prometía la ninfa Calipso, divina entre diosas, si con
ella se quedaba. Así, como Ulises, el fértil en ingenios, Sócrates desdeñó la muerte y,
más que nada en el mundo, temió persistir en una existencia que sin el aliento de la
filosofía hubiera sido vana. Quizás por esto, Platón nos cuenta que Sócrates, poco
antes de que el veneno llevara el frío a su pecho, se dirigió a Critón con estas palabras,
que fueron las últimas: «Le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo
descuides»22. Conviene notar que Asclepio era el dios de la medicina, al que se hacían
ofrendas por la salud recuperada, y de quien se creía que siempre curaba una enfermedad, como tal vez sea la vida, después de un sueño.
19
Platón, Menón, 80b, vol. II, cit., p. 300. A. Tovar –op. cit., pp. 61 y 71– entiende que la
originalidad heroica de Sócrates «consistía en permanecer fiel a sí mismo, quedándose sobre el
suelo en que misteriosa, casi visiblemente, arraigaba su persona». «No podía huir de Atenas, ni
siquiera condenado a muerte, pues su elemento era la ciudad, y huir a Tesalia, como le proponían
amigos suyos, era hundirse en la barbarie».
20
Platón, Critón, 53c, cit., p. 209. En opinión de D.D. Colson –«Crito 51a-c: To What Does
Socrates Owe Obedience?», Phronesis, vol. XXXIV/1, 1989, p. 37–, la posición social de
Sócrates en una ciudad bien gobernada «es importante no en sí misma, sino porque tiene un
impacto decisivo sobre la clase de vida que puede llevar ahí. Si la gente se le enfrenta como un
‘enemigo’, si ellos lo ‘miran con recelo’ y consideran sus intentos de discurso filosófico como
‘vergonzosos’, entonces no entrarán en conversación con él. Y si no entran en conversación con
él ¿qué clase de vida puede llevar?»
21
Platón, Apología de Sócrates, 41b-c, cit., p. 185. No le falta razón a D.D. Colson –art.cit., p.
52– cuando escribe al respecto que «Sócrates elige morir porque, bajo aquellas circunstancias,
la muerte paradójicamente ofrece la única posibilidad para la continuación de una vida
filosófica».
22
Platón, Fedón, 118b, cit., p. 141.
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