Edgardo Cozarinsky - Blues de una guerra olvidada

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Edgardo Cozarinsky
Blues de una guerra olvidada
De Blues, Editora Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2010.
Cuando empezó la guerra hacía ocho años que yo vivía en París sin
haber vuelto una sola vez a la Argentina, ni siquiera para una visita.
No era un exiliado político, pero había sentido, aun antes del
comienzo oficial del régimen militar, que los dementes guerrilleros,
las fuerzas parapoliciales que estaban ocupándose de asesinarlos, el
regreso de Perón, acompañado por una zombi que se pretendía doble
de Eva y un brujo estafador, todo formaba parte de un grotesco ensayo
general de una previsible matanza en la que yo no tenía ningún papel
asignado, salvo, tal vez, el de la víctima equivocada.
La guerra me pareció inmediatamente una nueva, ampulosa versión de
la Copa Mundial de Fútbol de 1978, un evento masivo destinado a
drogar a la gente hasta sumirla en una euforia triunfalista. Sólo que
esta vez la sangre no correría entre bastidores, todas las víctimas
serían inocentes, y si por algún milagro la Argentina llegaba a triunfar,
temía que el general borracho que encabezaba la Junta fuese coronado
como Leopoldo I por aclamación popular...
Invadido por tan lúgubres pensamientos, llamé por teléfono a mi
madre para asegurarle que no tenía nada que temer, que viviendo en
Buenos Aires, a unos dos mil kilómetros al norte de las islas, la guerra
no la afectaría. No imaginaba que del otro lado de la línea iba a
contestarme una señora mayor llena de energía, diciéndome lo
ocupada que estaba organizando con otras amigas viudas una rifa a
beneficio "de nuestros soldados". Se llevaría a cabo en un salón de té
que yo recordaba, el Queen Bess de la avenida Santa Fe. Cuando me
atreví a señalarle que me parecía un poco ridículo que montaran el
evento en ese lugar, pensó que me refería a su reducida capacidad y
me explicó que habían intentado contratar el Saint James o el King
George, pero que estos ofrecían condiciones menos favorables...
***
En mayo de 1985, tres años después de la guerra, volví a Buenos
Aires por primera vez en más de once años. Me sorprendieron los
rastros más triviales de una exaltación patriótica ya evaporada, una
emoción repudiada particularmente por aquellos que habían estado
más embriagados con ella, como si la mayoría quisiera desechar, junto
con aquel incómodo recuerdo, su propia pasividad, acaso inevitable,
ante el régimen militar que había desatado la guerra.
Un puesto de diarios llevaba el nombre argentino de las islas. La
enorme y bien surtida Farmacia Franco-Inglesa de mi infancia se
había convertido en La Franco. (Más tarde recobró su nombre
original.) La sucursal porteña de Harrods, que poco después cerraría
sus puertas, aún declaraba, en un letrero descolorido y olvidado en el
rincón de una vidriera, que el capital de la tienda era 100% argentino.
La torre de reloj frente a la estación de trenes de Retiro, que durante
años fue conocida familiarmente como Torre de los Ingleses, también
había sido rebautizada. Tal vez reflejase la interminable decadencia
del propio sistema ferroviario creado por los británicos, desde aquel
borroso día de 1947 en que Perón, asomándose a su balcón favorito en
mangas de camisa para anunciar su nacionalización, había declarado
con voz quebrada ante una multitud de fans boquiabiertos: "¡Ahora los
ferrocarriles son nuestros!"
Cuando era chico, en la mesa familiar de mi nada pretencioso hogar
de clase media había porcelana y cubiertos ingleses que mis padres
habían comprado en Wright's, una tienda que aún existe en la Avenida
de Mayo. Cada jueves mi padre solía llevarme a ver el estreno de una
nueva película distribuida por J. Arthur Rank; prefería las comedias
Ealing y desechaba los aparatosos melodramas Gainsborough como
"cosas de mujeres". Estos no eran ejemplos de anglofilia. El servicio
de mesa tenía un precio razonable y las películas eran populares. Tenía
cinco años cuando me llevaron a los festejos por la liberación de París
en Plaza Francia, y me dieron una diminuta bandera inglesa junto a
una bandera francesa tricolor no menos diminuta, y me ordenaron que
las agitara.
En la Argentina, el sentimiento antibritánico no era frecuente, aun
dentro del grupo de intelectuales vinculados con la extrema derecha
católica y nacionalista. Algunos de ellos produjeron las denuncias
mejor documentadas sobre el imperialismo británico en la Argentina
durante el siglo XIX, pero cuando revelaban la historia secreta de los
contratos ferroviarios o el monopolio de los frigoríficos, hombres
como Raúl Scalabrini Ortiz (cuyo apellido reemplazó, hace unos
treinta años, el de Canning en una calle de Buenos Aires) o Julio
Irazusta (educado en Oxford, capaz de hablar un inglés perfecto, no
sólo de escribir un español sutil, rico en matices) no apuntaban su
furia contra la "pérfida Albión" sino contra los argentinos que habían
sometido la economía del incipiente país a los intereses británicos.
Eran fieles lectores de Santo Tomás de Aquino y de Charles Maurras,
traducían a Hilaire Belloc; sus enemigos librepensadores y liberales,
que habían abierto la Argentina a la inmigración europea desde la
década de 1880, se habían nutrido de Rousseau y de Voltaire, y solían
oponerse a los argumentos, por lo demás impecables, de sus
adversarios señalando que si la Argentina hubiera esperado que los
tradicionalistas hispánicos construyeran ferrocarriles o encontraran
mercados extranjeros para la carne que producía el país, los nativos
aún estarían pastoreando (¿contentos? ¿somnolientos?) en los prados
de algún limbo agrario.
Lo cierto es que, como siempre, allí donde las armas fracasan triunfan
los negocios. La versión más común reza más o menos así: una vez
que las invasiones inglesas de 1806 y 1807 fueron repelidas por
civiles más que por un ejército autóctono pobremente equipado, Gran
Bretaña apostó rápidamente por que las colonias del Río de la Plata se
independizasen de una España debilitada, con el fin de asignarles
subrepticiamente el papel de socias minoritarias de la Commonwealth.
(Hoy, por supuesto, ambos libretos —la reacción beata y la
modernidad anticuada— están desacreditados por igual; la Argentina
se desintegra velozmente bajo el peso de una delincuencia política y
una corrupción generalizada que, por más flagrantes que sean en la
actualidad, tienen raíces más antiguas y profundas de lo que suponen
quienes recurren para explicarlas al servicial demonio de un régimen
militar criminal.)
Pero las islas... Tengo la impresión de que jamás se hablaba de ellas.
Eran un ardid ocasional en arengas populistas, se invocaban
retóricamente los derechos "inalienables" que la Argentina tenía sobre
ellas, pero sin detenerse demasiado, como si los polemistas no
quisieran rebajarse a semejantes nimiedades. Durante la guerra me
contaron que Borges había comentado sarcásticamente: "Esta es la
lucha de dos pelados por un peine"; en aquella ocasión también
recordé que, muchos años antes, cuando había sacado el tema delante
de mi padre, este había buscado en un atlas la superficie de las islas, la
dividió por la cantidad de habitantes que tenía la Argentina en ese
momento y concluyó melancólicamente: "Ni siquiera hay tierra
suficiente para construirse un ranchito. Podemos darnos el lujo de
regalarle al rey de Inglaterra la parte que nos toca".
***
En París, en abril o mayo de 1982, la cobertura de la guerra era
mínima. Me había acostumbrado a sintonizar la BBC al levantarme
cada mañana para escuchar las primeras noticias del día. Una mañana,
mientras me afeitaba, esperando distraídamente que empezara el
noticiero, de pronto advertí que había estado escuchando a medias un
absurdo programa cultural: "Why esperanto?" Los argumentos a favor
y en contra del idioma artificial eran examinados con ese enfoque
sensato, equilibrado, que quienes no son ingleses suelen asociar con
Inglaterra. Me invadieron sensaciones contradictorias: todo lo que oía
me parecía ridículo y al mismo tiempo me sentía agradecido que
estuviesen transmitiendo semejante disparate; me hubiera gustado que
en la Argentina se pudiesen oír voces tan moderadas y civilizadas en
lugar de marchas militares y vetustos locutores oficiales vociferando
proclamas patrióticas. Me sentía confundido, tal vez hasta un poco
culpable.
Las noticias de aquel día han desaparecido de mi memoria; sin
embargo, la cómica experiencia de estar recibiendo "del enemigo"
información sobre lo que sucedía en mi país aún no me ha
abandonado. En aquel momento un pomposo intelectual francés
sostuvo que esa era una guerra entre una democracia con varios siglos
de antigüedad y una dictadura advenediza. Hubo marxistas fieles al
manual "tercermundista" que la consideraron una lucha
antiimperialista, en la que poco importaba que los "luchadores por la
liberación" no fuesen los correctos.
Todos esos libretos me excluían, sin que yo lo lamentara.
***
En los diarios del escritor franco-norteamericano Julien Green hay una
mención a la guerra, que no suscita en él ninguna opinión
sociopolítica, sólo lástima por la pérdida de tantas vidas jóvenes. Me
pregunto si es necesario ser homosexual (permítanme desechar la
palabra "gay" al referirme a un hombre que murió en 1998, a los 98
años de edad) para hacer un comentario tan modesto y sensato, para
desconfiar de las mayúsculas con que la Historia parece estar
condenada a escribirse. En todo caso, el destino de los chicos que la
Junta envió a pelear en las islas es una herida en la conciencia
nacional, si es que esta existe, que se niega a cicatrizar, aunque
muchos crean haberla cerrado inmediatamente después de la caída del
régimen militar con libros políticamente correctos, uno de los cuales
se convirtió en un best-seller, y películas y "especiales" de televisión.
Hace algunos veranos, en un modesto aeropuerto en la provincia de
Buenos Aires descubrí un tableau d'honneur con fotografías de
miembros de la Fuerza Aérea que habían muerto "por la patria": no se
identificaba la guerra, sólo se daban las fechas. La parte inferior del
cuadro estaba dedicada a los soldados rasos, y era obviamente la más
poblada. Las caras, como suele ocurrir con estos recordatorios,
parecían extrañamente ajenas a la condición de víctimas, sólo la
certidumbre que yo tenía de su destino volvía conmovedores, más allá
de toda palabra, a esos ojos sonrientes, esperanzados.
La mayor parte de esos chicos eran pobres, se habían criado en el
campo, en las cálidas provincias del norte, no tenían entrenamiento
militar y estaban mal equipados para combatir en el frío glacial del
Atlántico Sur. Cuando después de la guerra un oficial argentino
declaró en una entrevista que los soldados británicos tenían
calefacción a transistores en las casacas de sus uniformes, algo "a lo
que nosotros no teníamos acceso", eligió ignorar que esas prendas se
hallaban en venta desde hacía años en las tiendas de Buenos Aires
especializadas en artículos para la caza. Se difundieron casos de
soldados violados por los gurkhas, pero nunca se había publicado una
sola palabra sobre abusos similares infligidos a conscriptos por sus
superiores mientras cumplían con el servicio militar obligatorio.
Hoy el servicio militar obligatorio ya no existe, fue derogado luego
del escándalo desatado por la investigación del caso de un soldado
asesinado por sus superiores en un regimiento del sur, un crimen
encubierto con la complicidad de médicos y oficiales. Pero
recientemente se confirmó que durante años la Policía de la provincia
de Buenos Aires ha estado asesinando a adolescentes, supuestos
criminales y sospechosos que, por su edad, corrían peligro de ser
tratados con indulgencia en los juzgados. Todos esos jóvenes
provienen de las villas miseria cada vez más populosas, barriadas
surgidas en los suburbios de la capital hace medio siglo, durante un
período de rápida industrialización, a las que ahora se han sumado los
sobrevivientes de una clase media empobrecida, decretada caduca por
tantos comercios cerrados y fabricas clausuradas.
Todos los regímenes, en todos los países, siempre han estado
dispuestos a sacrificar a la juventud. Esta certidumbre no atenúa la
atrocidad de los hechos. En mis íntimos sueños punitorios me veo
matando (con mis propias manos, desde luego) a alguno de los
operadores financieros que hicieron fortuna durante el régimen militar
y dejando junto al cadáver una tarjeta con la inscripción: "de un
soldado desconocido". Pero los operadores financieros, tanto aquellos
como los que vinieron después, siguieron haciendo fortunas durante la
fláccida democracia que siguió a la dictadura, y los chicos, lo
sabemos, continúan siendo asesinados aunque ninguna guerra haya
sido declarada. ¿Sólo violencia ayuda allí donde violencia reina?
***
Hacia fines del siglo XX, el clima de escepticismo y autoironía de
Buenos Aires se convirtió para mí en un grato alivio de la asfixiante
afectación de París, y mis visitas a la ciudad donde nací empezaron a
hacerse cada vez más frecuentes. Durante uno de esos viajes me enteré
de que a las prostitutas les habían asignado una zona franca, un sector
que los nostálgicos de cierta edad denominan "zona roja" aunque su
emplazamiento coincida con un barrio hoy aburguesado, donde hasta
no hace mucho abundaban casas ruinosas y pintorescas, invadidas en
años recientes por arquitectos, directivos de agencias de publicidad y
psicoanalistas, y donde se apiñan los restaurantes de moda. (Estos
bourgeois-bohémes fueron los primeros en manifestar su indignación
contra esos huéspedes indeseables, cuando la cotización de sus
propiedades recicladas empezó a derrumbarse.) Las prostitutas que
dominan la zona son en la jerga porteña "travas", travestidos que
rápidamente echaron con puños y navajas a las pocas mujeres que se
atrevieron a pisar su territorio.
Una calurosa noche de enero le pedí a un taxista que me llevara a dar
una vuelta por el barrio para hacerme una idea de la escena. Luego de
admirar una serie de exuberantes amazonas que exhibían nalgas y
pezones enmarcados por el corte astuto de sus prendas de cuero y
látex, meneándose lentamente sobre tacos de veinte centímetros,
sacudiendo frondosas pelucas y arrojando besos con labios brillantes,
rebosantes de colágeno, a los autos que pasaban, descubrí en una
esquina a una adusta cuarentona vestida con un tailleur estilo Chanel,
zapatos cómodos y el pelo batido con fijador, aferrada a una cartera de
falso cocodrilo. Al observarla mejor descubrí que también era una
"trava", pero esta, a diferencia de sus compañeros, parecía haber
hecho su propia investigación de mercado e intentado un estilo
realmente diferente. Después de pasar por segunda vez frente a él, y
provocar su mirada severa, junté coraje y le pregunté desde el taxi:
"¿A quién elegiste como modelo?". La respuesta llegó con la
velocidad de un relámpago, en una profunda voz de contralto: "¡Por
treinta dólares te podes culear a la Thatcher!".
Aquella noche tuve la sensación de que había visto los últimos
vestigios de la guerra.
(Traducción del inglés por Ernesto Montequin)
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