DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A EL SEMBRADOR SALIÓ A SEMBRAR Por Alfonso Martínez Sanz Lecturas: Isaías 55, 10-11; Romanos 8, 18-23; Mateo 13, 1-23 1. Recorriendo las tierras de España este domingo, es fácil encontrar muestras claras de que es la época de la recolección. Los agricultores, después de muchas fatigas y no pocas preocupaciones, están recogiendo los frutos de la cosecha del año en curso. Seguro que los resultados estarán siendo buenos para unos y peores para otros. Pero están recogiendo su cosecha, que es el final de un ciclo. Del arte de recolectar tienen experiencia especial quienes viven –quizá mejor, vivían- en las zonas rurales. Sabían perfectamente qué es alzar la tierra, qué es binar, qué es sembrar o qué es cosechar. Es posible que los que viven en ciudad no lo tengan tan claro. Puede afirmarse, sin embargo, que Jesús sí conocía perfectamente lo relacionado con las tareas del campo. Los muchos detalles que de ello aparecen en los evangelios son prueba evidente de lo dicho. Un ejemplo es el evangelio de hoy: salió un sembrador a sembrar… 2. Con este evangelio están en línea la primera lectura, que hemos escuchado, y el salmo responsorial, que hemos recitado. Los tres textos bíblicos nos hablan de sembrar, de salir al campo y, después de haberlo preparado con la debida labranza, esparcir a voleo la semilla abundante y generosa para poder recoger los frutos necesarios para la vida. No es posible cosechar sin sembrar, y no hay siembra si no se lanza la simiente debidamente repartida sobre la tierra. Dios es el sembrador que ha lanzado al mundo la divina semilla de la Palabra de Dios, de la redención operada por su Hijo Jesucristo, del Evangelio del Reino. Esa semilla es universal, para todos lo campos o parcelas. Y cada hombre es una parcela que, si recibe con buenas disposiciones la semilla divina, producirá frutos abundantes de santidad y buenas obras, necesarios para esta vida y para poder entrar en la vida eterna. 3. Son encantadoras estas palabras del salmo referidas a Dios: Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. Es verdad que el fruto depende, en gran medida, de la calidad de la tierra, pero no depende menos del cómo la cuide el agricultor. Nosotros somos la tierra, cada uno somos una parcela, y cuando nos esforzamos por ser tierra buena, el Señor nos cuida, nos riega, nos enriquece con su ayuda. El fruto es nada más, y nada menos, que la fidelidad cristiana, la santificación personal y el trabajar por extender el Reino de Dios en este mundo. No lo olvidemos nunca que hay que ser tierra buena, que hay que recibir la Palabra de Dios y la salvación que Cristo nos ganó con rectitud, con el compromiso de luchar en contra de las malas hierbas, que son las pasiones, las tentaciones, los pecados y la falta de entrega a la propia vocación. Es imprescindible, además, practicar la humildad de volver a comenzar, cuando se haya fallado, y emplear los buenos abonos de una intensa formación cristiana, de la oración personal y comunitaria, de la frecuencia de de los sacramentos y de la devoción profunda a la Santísima Virgen. Los abrojos y las zarzas de la mala tierra -todo lo que impide dar frutos de santidad cristiana- siempre han de ser cortados y eliminados con una buena confesión. Como todos sabemos que estas malas hierbas nacen y crecen con frecuencia, dada nuestra debilidad y falta de constancia, nuestras confesiones han de ser frecuentes, además de llenas de dolor. Y esto es válido para todos los bautizados sin excepción. Todos sabemos que también los Papas se confiesan. Prueba de ello es cuando, en la jornada que organizó el Vaticano llamada 24 horas para el Señor (28-29 marzo 2014), había confesores en la Basílica de San Pedro y estaba programado que el Papa Francisco asistiera para también confesar a algunos fieles. Sin embargo, sorprendió que, en el momento en el que el Ceremonieri le llevaba al confesionario desde el cual administraría el citado sacramento, el Papa vio al fondo a un sacerdote en el confesionario de al lado, hizo una seña al ceremonieri, se dirigió hacia al confesor, se arrodilló y se confesó. Y, una vez que se levantó, se dirigió al confesionario que le tenían designado. 4. Dios está sembrando en el mundo la divina simiente por medio de su Iglesia, que recibió de Cristo la misión de evangelizar, de sembrar el Evangelio, por el mundo entero. En estos más de veinte siglos, cuánta siembra ha hecho la Iglesia y, por otra parte, cuántos frutos se han cosechado, frutos variadísimos y de la mayor calidad: baste recodar, sólo a modo de ejemplo, la gran cantidad de santos y de santas que ha habido, y, en esta crisis actual, la atención por medio de Cáritas a tantos hermanos necesitados. Es verdad que Dios siembra por medio de la Iglesia, pero es igualmente verdad que cada uno de nosotros somos Iglesia por el bautismo, lo cual quiere decir que cada bautizado ha de ejercer de sembrador. La vocación cristiana, además de ser una llamada a la santidad personal, es igualmente una llamada al apostolado en medio del mundo, a ser apóstoles y testigos de Cristo, a ser sembradores de la doctrina enseñada por Jesús, en la familia, en la fábrica o la universidad, en los negocios y también el los tiempos de ocio. Todos hemos de preguntarnos hoy: ¿soy buen sembrador? ¿Sé superar las dificultades que en nuestra sociedad se encuentran para sembrar el Evangelio? ¿Soy consciente de que Dios está a mi lado para que sea un buen sembrador? 5. La Virgen, como ocurrió en los primeros tiempos de la evangelización ayudando a los primeros cristianos, nos ayuda a los cristianos en estos tiempos de la nueva evangelización, para que seamos buenos sembradores del Evangelio de Jesús.