Prólogo - Hydra Social Media

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Prólogo
6 de noviembre de 2009, 14:32.
Estimado Juan Manuel López Iturriaga: Le escribo estas líneas para hacerle una propuesta: escribir un libro en nuestra editorial. Desde hace varios
años sigo con atención sus diversas actividades [...]. Creo que podría escribir un ensayo breve, ameno e intuitivo orientado hacia el gran público
más que interesante [...]. Si tiene interés por esta propuesta [...]
Javier B.
A
sí, de repente, cuando mi única preocupación consistía en decidir qué, cuándo y dónde iba a aplacar el enorme agujero que
sentía en mi estómago, mi sistema nervioso sufrió una sacudida.
Llevo unos años fantaseando con escribir un libro. Uno con gran
éxito de crítica y público, por supuesto. Soy como Norma Duval,
que cuando le preguntaron qué tipo de programa de televisión le
gustaría presentar, contestó que uno de máxima audiencia. ¡Nos
ha jodido! Pero lo había aplazado una y mil veces con diferentes
evasivas. No es el momento, no tengo tiempo, necesito retirarme
a Menorca para poder hacerlo con tranquilidad y unas cuantas excusas más.
El correo de Javier B. me enfrentaba con la cruda realidad: se me
habían terminado las excusas y había llegado el momento de tirar-
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se de cabeza. Mi memoria trajo a primer plano, vete tú a saber por
qué, el recuerdo de una noche discotequera de los ochenta en
Pachá. Después de darle la charla a una chica durante un buen
rato intentando ser simpático sin dejar de ser interesante, inteligente sin tener que ser pedante, reírle todos los chistes sin parecer
medio tonto y, sobre todo, después de imaginar una y mil veces la
increíble noche que íbamos a pasar si ella quería, va y me suelta
sin previo aviso y cogiéndome desprevenido: «¿Nos vamos a mi
casa?». «¡Por supuesto!», contesté de forma casi automática como
si fuera lo más normal del mundo. En cuanto se dio la vuelta para
dirigirnos al guardarropa, dejé durante un par de segundos que
mi cuerpo se liberase de su habitual timidez para acompañar el
September de Earth, Wind and Fire que, como todas las noches (al
menos las que yo estuve allí, que no fueron ni muchas ni pocas)
llenaba la pista de baile. «¡Por supuesto!», le dije a la pantalla del
ordenador en cuanto leí el mensaje. Pero, como entonces, sin darme tiempo a disfrutar del momento de euforia, se me despertó el
alien. Mal asunto.
Todos tenemos un alien instalado en nuestro cerebro y conviene
que esté calladito, pues es un poco hijoputa. Cuando hace acto de
presencia, tiene la capacidad de alimentarse de nuestras inseguridades, miedos u obsesiones para hacernos la vida todo lo complicada que pueda a base de soltar pensamientos pesimistas o
directamente negativos. «La chica te ha invitado a su casa, ¿y si la
cagas ahora?, ¿vas a estar a la altura de las circunstancias? ¿Y si no
es tan guapa a la luz del día? ¿Qué estarán pensando ahora tus
amigos? ¿Y si vive muy lejos? ¿O si resulta que es una asesina en
serie? ¿Un libro? ¿Vas a ser capaz? ¿A quién va a interesar?».
Así habla, queridos lectores y a partir de ahora amigos, el alien.
Siempre conviene tenerlo adormecido, pero cuando eres deportista su control se vuelve crucial. En mi primera temporada en el
Cajabilbao después de doce en el Real Madrid, tuvimos que jugar
una eliminatoria final con el Oximesa para poder mantenernos
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entre los ocho mejores equipos de la liga. La serie llegó al quinto
y definitivo partido en Bilbao. A falta de seis segundos nos metieron una canasta que nos ponía a los pies de los caballos. Perdiendo por un punto, me pasaron la pelota desde la línea de
fondo y me fui con más corazón que inteligencia a intentar llegar
a la otra canasta. Iba tan ciego que seguramente me habría pasado de largo, pero por fortuna a un jugador del equipo granadino
se le ocurrió intentar quitarme el balón. Chocamos y le pitaron falta personal. Dos segundos. Dos tiros libres. Peor aún. Uno más
uno. Si fallaba el primero, no habría segundo.
Desde que los árbitros pitaron la falta hasta que me coloqué en la
línea para tirar el primero, debieron de pasar no más de dos minutos. Una eternidad si tienes que soportar los asaltos de tu alien:
—Buah, la vas a fallar, seguro.
—Déjame en paz.
—También es mala suerte que te toque justo a ti.
—¿Pero te quieres callar?
—Anda, que vaya colofón para la temporada. Se gastan una pasta
en fichajes y ha sido un desastre.
—Aahhh, no oigo nada, aahhh.
—Y tú no has estado muy fino que se diga. Como la cagues, igual
ni cumples el año que viene de contrato.
—Tú puedes Juanma, eres bueno, has ganado copas de Europa y
unas cuantas medallas.
—Ya, pero eso fue hace mucho tiempo. Como la falles, vaya veranito te espera.
Llego a la línea. Mi alien hace un último intento desesperado:
—Mira, mira a tu padre y a tus hermanos en primera fila. Tienen
una cara de miedo que no pueden más. No confían en ti. Vaya
disgusto les vas a dar.
Un golpe bajo. Como Rambo, no siento las piernas. El miedo ya es
infinito, temo no llegar ni a tocar el aro, pero justo cuando me
dan el balón, se hace el silencio. En el pabellón y también en mi
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cabeza. Con la mente suficientemente en blanco meto el primero.
Asegurada la prórroga, el segundo es pan comido, pues del miedo
a fallar paso a la convicción de que voy a ser el héroe del día. Ganamos y todo el pabellón corea mi nombre. Al día siguiente mi
alien fue despedido y reemplazado por otro.
El correo de Javier B. me sorprendió, halagó e ilusionó lo suficiente para que me encuentre al fin tecleando sin parar, soportando
alguna que otra embestida alienígena (y las que te rondaré) pero
decidido a cumplir mi misión. No va a ser fácil, pues a los obstáculos que cualquiera se puede imaginar ante una empresa de este
tipo se van sumando otros inesperados.
Esta misma mañana, lo que son las casualidades de la vida, andaba escuchando la radio mientras me lavaba los dientes. Entrevistaban a un escritor sobre su nuevo trabajo, que el autor calificaba
como un libro para el fin de semana. La respuesta me pareció muy
ilustrativa. Si existen libros para pensar, reír, llorar, aterrorizar,
recordar, descubrir, informar, perder el tiempo, obsesionar, quedar bonito en la estantería, presumir de erudición y hasta, como
dijeron una vez los Gomaespuma, servir de calzo si la mesa del
comedor baila un poco, también los habrá para días laborables, fines de semana o fiestas de guardar, por lo que celebro la originalidad de la idea. Mientras me enjuagaba me imaginé sentado en
un estudio de la Cadena Ser entrevistado por Carles Francino.
Todo iba bien, a todos les había encantado, Javier Rioyo incluido,
hasta que Francino me pregunta: «Oye Juanma, tu libro, ¿para
qué día de la semana es?
Por ahora no tengo respuesta. Tampoco un par de frases o tres
que contesten al famoso: ¿De qué va? Ni siquiera un claro objetivo en el estilo de escritura o en los lectores a los que pretendo
dirigirme. Como para poder precisar que un miércoles después de
currar, cenar y acostar a los niños no es buen momento para su
lectura y sin embargo entra mejor el domingo escuchando músi-
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ca clásica o durante el verano con el mar de fondo. Lo único que
puedo decir es que mi única pretensión por el momento se centra
en pasar mis cintas VHS a soporte digital. Buena parte de mi vida
se encuentra grabada en ese soporte antiguo y ya en desuso. Partidos de baloncesto, programas de televisión, grabaciones caseras de
experiencias más personales. Con el paso de los años, las cintas se
van degradando y pierden calidad, color y definición, por lo que
la excusa del libro me viene perfecta para convertir todos esos impagables documentos en unos y ceros, más manejables y que nunca se convierten en doses y treses. La memoria es como los VHS,
se estropea. Los libros, en cambio, una vez escritos ahí quedan.
Sin modificación alguna, sin correr peligro de alzhéimer ni demencia senil.
Del material de estos recuerdos no diré que es la pura y única verdad, pues eso solo lo puede afirmar gente iluminada de la que tanto abunda en los micrófonos hoy en día, pero intentaré que al
menos sea mi verdad. Le preguntaban a Federico Fellini si todo lo
que se contaba sobre él era cierto. «Lo importante no es que sea
verdad o no, sino que la historia sea interesante», contestó. Como
personaje público desde los diecisiete años, se han contado unas
cuantas cosas sobre mí. Algunas ciertas, como mi elevado coeficiente intelectual, y otras no, como que estuve liado con Fernando Martín, mito por excelencia del baloncesto español. Como a
Fellini, las mentiras no me molestaban más o menos en razón de
su veracidad, sino de su interés. Intentaré cuadrar el círculo y conjugar las dos condiciones, veracidad e interés, y si alguno de los
nombrados tiene otra versión de lo acontecido, que entienda que
realidad hay una y visiones sobre ella tantas como observadores.
Antes de comenzar la crónica de los hechos acaecidos en mi vida,
que afortunadamente son muchos y variados, algunos de dominio
público y otros no tanto, un detalle de cierto calado. He llegado a
los cincuenta. Mucha gente me dice que no le dé importancia.
Pero, ¿cómo no le voy a dar importancia? ¡Todo el mundo le da
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importancia! Tanta, que es capaz de hacer un montón de tonterías
para sobrellevarlo. La llegada de los hombres a los cincuenta es
uno de los mayores generadores de chorradas por los que pasa el
ser humano en su vida. Después de darle muchas vueltas, he decidido que la mejor forma de ahuyentar mis neuras, miedos y agobios, que son muchos, es mirar hacia atrás para impulsarme hacia
delante. Revitalizarme con el recuerdo de personas, vivencias y
personajes que se han cruzado en mi camino. Y de paso sacar a la
luz algunos de mis fantasmas favoritos. Que pasen de mi cabeza al
papel, donde pierden mucho. Dentro de nosotros los miedos son
poderosos, nos manejan y son capaces de acojonarnos, pero al
escribirlos, al verbalizarlos, pierden mucho poder. Ahí fuera, en
las líneas de una página, dejan de ser arrogantes y engreídos, no
son casi nada.
Hace poco un amigo (cincuenta y pocos) me contaba que, en mitad de una discusión, su suegro (ochenta y tantos) valoró de esta
forma su opinión: «Eso lo dices desde la ingenuidad de tus cincuenta años». ¡Ingenuidad a los cincuenta! ¡Trágate esa! Mi desconcierto inicial dio paso al entendimiento. Con las décadas pasa
como con los cursos cuando estabas en el colegio. Tu mundo limitaba por arriba con los mayores y por abajo con los pequeños. Y
cada grupo contaba con unas señas de identidad que no cambiaban con el paso del tiempo, al ser independientes del curso y la
edad. Los mayores, por definición, eran engreídos, abusones,
malhablados y secretamente envidiados. Los pequeños, por su
parte, no pasaban de ser unos seres minúsculos, que desconocían
los secretos de la vida, a los que no había que acercarse salvo para
quitarles la pelota en el patio. Esta percepción no cambia con el
tiempo. Solo varía el tamaño de los grupos (se reduce el de los mayores y se agranda el de los pequeños) pero no sus cualidades.
Como afirmaba con su frase el suegro de mi amigo, la ingenuidad
es cualidad de los «pequeños». Y cuando tienes ochenta y tantos,
uno de cincuenta, a pesar de peinar canas, tener varios hijos y ha-
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ber recorrido más de la mitad de su camino vital, no deja de ser
un pequeño. Hay cosas que no cambian nunca.
Con los ingenuos cincuenta recién cumplidos, el alien a cuestas,
sin saber qué día de la semana será el mejor para leer esto y con la
única idea preconcebida de dejar a salvo del deterioro de mi memoria unos cuantos pasajes de mi vida, es hora de empezar a contar historias. Antes de que se me olvide.
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