EL ENFOquE DE GéNERO - Facultad de Derecho

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Pautassi, Laura, La igualdad en espera: el enfoque de género, ps. 279-298
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La igualdad en espera: el enfoque de género
Laura Pautassi*
Resumen: Las diversas medidas implementadas en los últimos años en América Latina
con el objetivo de garantizar la igualdad entre varones y mujeres han operado sobre un
concepto de igualdad meramente formal lo que revela su marcada insuficiencia para
alcanzar la igualdad material. La falta de acceso al ejercicio pleno de los derechos de
ciudadanía por parte de las mujeres obliga a repensar el funcionamiento de las estructuras de poder asimétricas desde un enfoque de género.
El artículo se divide en tres partes: la primera, analiza los principales tratados internacionales que han sido ratificados por la Argentina y que gozan de jerarquía constitucional, analizando el impacto de los mismos en las políticas públicas. La segunda, aborda
la interrelación entre el mundo de lo público y de lo privado. Finalmente, se presentan
propuestas de políticas públicas tendientes a alcanzar la igualdad material, a partir de
la implementación de la transversalización como eje central de las políticas públicas
respetuosas de la equidad social y de género.
Palabras clave: Enfoque de género – Ciudadanía – Derechos económicos, sociales y
culturales – Igualdad de oportunidades – Transversalización
Abstract: The diverse measures implemented in Latin America in recent years aimed
at guaranteeing equality between men and women have worked on a purely formal
concept of equality, revealing its failure to reach material equality. Lack of access to
full exercise of citizenship rights on behalf of women forces us to rethink how asymmetric power structures work bearing in mind a gender perspective.
This article is structured in three sections: the first analyses the main international treaties ratified by Argentina and which were granted constitutional hierarchy, evaluating
their impact on public policies. The second deals with the interrelation between public
and private spheres. Finally, the author presents proposals of public policies tending
to attain material equality by implementing mainstreaming as a central axis of public
policies mindful of social and gender equality.
*
Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET),
Investigadora permanente del Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Ambrosio L.
Gioja, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires. Directora del Proyecto UBACYT MS 10 “Políticas sociales, enfoque de derechos y marginación social en Argentina (2003 - 2009).
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Key words: Gender approach – Citzenship – Economic, Social and Cultural Rights –
Equal opportunities – Mainstreaming
Uno de los ámbitos en el cual se han concentrado mayor cantidad de esfuerzos,
reformas constitucionales y legislativas, planes y plataformas de acción, medidas de
acción positiva tanto a nivel internacional como regional, ha sido en torno a garantizar la igualdad entre mujeres y varones. Sin embargo y tal como analizaré a lo largo
del presente trabajo, este reconocimiento de la igualdad entre los sexos fue quedando
anclado a garantías de igualdad formal con escasos avances en materia de igualdad
material. La sola conceptualización de la igualdad como fundante del conjunto de los
derechos humanos fundamentales, y por ende del acceso al ejercicio de la ciudadanía, desnudó los límites que la incorporación de la igualdad de oportunidades entre
mujeres y varones no resulta suficiente para lograr su materialización en la realidad.
Estos límites se hacen visibles debido a la falta de acceso efectivo de las mujeres al ejercicio pleno de los derechos de ciudadanía que se constatan a partir de evidencia empírica irrefutable, que da cuenta de diversas exclusiones –en el empleo, en
la participación política, en la división sexual del trabajo, en el ejercicio de derechos
reproductivos, en la educación, en la persistencia de la violencia doméstica–; y por
las demandas para que se logre la pretendida universalidad desde un enfoque de
género, es decir, a partir de deconstruir el concepto identificando la presencia de una
estructura de poder asimétrica que otorga distintos valores, lugares, capacidades a
mujeres y varones, de modo que la promoción de la igualdad no implique únicamente una equiparación de derechos y oportunidades entre ambos sexos sino que la
misma se integre dentro de un proceso de revisión de las estructuras de poder que
han provocado situaciones de asimetría y de desigualdad entre ambos sexos.
Pero, ¿qué define el género? El género como categoría del campo de las ciencias sociales es una de las contribuciones teóricas más significativas del feminismo
contemporáneo. El concepto de género define aquello que ya formaba parte de la
vida cotidiana y comienza de este modo una amplia producción de teorías e investigaciones que reconstruyen las historias de las diversas formas de ser mujer y de ser
varón. Este marco teórico inédito promovió un conjunto de ideas, metodologías y
técnicas que permitieron cuestionar y analizar las formas en que los grupos sociales
han construido y asignado papeles para las mujeres y para los varones, las actividades que desarrollan, los espacios que habitan, los rasgos que los definen y el poder
que detentan. En conjunto, estas ideas y técnicas proponen una nueva mirada a la
realidad, definida como “enfoque de género”, que se instituye como un prisma que
permite desentrañar aquellos aspectos que de otra manera permanecerían invisibles.1
1. Si bien el género en los primeros años se utilizó para enfrentar el “determinismo biológico”,
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No basta saber qué hacen y qué tienen las mujeres y los varones de un grupo
social determinado, sino que resulta imprescindible comprender el significado de
esta división, las formas en que culturalmente se legitima, las vivencias que produce
y las identidades que construye. Por ello el análisis comprende dimensiones que
aluden tanto al trasfondo cultural de las relaciones de género como a su carácter
político (Pautassi, 2007a). Transformar dichas relaciones significa cuestionar y replantear poderes, tanto en la vida cotidiana como en las esferas más amplias de la
sociedad, incluyendo especialmente la política y la economía. En rigor, el enfoque
de género da cuenta de la presencia de una estructura de poder asimétrica que asigna
valores, posiciones, hábitos, diferenciales a cada uno de los sexos y por ende estructura un sistema de relaciones de poder conforme a ello, el cual se ha conformado
como una lógica cultural, social, económica y política omnipresente en todas las
esferas de las relaciones sociales.
Durante siglos la diferencia sexual fue utilizada como el fundamento para que
mujeres y varones tuviéramos destinos “por naturaleza” diferenciados, necesidades
y habilidades dispares. De este modo, “la desigualdad social, política y económica
de las mujeres en relación con los hombres se justificó como resultado inevitable de
su asimetría sexual” (Lamas, 2002). La sexualidad biológica se va transformando
en productos de la actividad humana, dando cuenta del hecho que las formas de ser
mujer y de ser varón son una construcción social histórica y, por lo tanto, cambiante,
diferente en cada grupo social y en cada momento histórico.
La construcción de esta noción, que hoy parece elemental y obvia, requirió
el derrumbamiento de la creencia de que las diferencias entre mujeres y varones
eran naturales y que era inamovible lo “propio” de cada sexo. El hecho genérico
es dinámico y dialéctico. El ser mujer o ser varón se transforma aun dentro de un
tipo de organización genérica dada, por lo mismo, el contenido de ser mujer no es
obligatorio y no está naturalmente determinado sino estructurado desde la historia y
las relaciones de poder, y por lo tanto es modificable (Pautassi, 2007a).
Aceptar que el sujeto no está dado, sino que es construido en sistemas de
significados y representaciones culturales, implica aceptar que cada persona está
encarnada en un cuerpo sexuado, que adoptará características propias de cada etapa
del ciclo vital, las que a su vez se caracterizarán por rasgos biológicos y por construcciones genéricas. Allí comienza a operar las asimetrías de poder que construyen
en la actualidad el concepto ocupa un lugar central en los debates sobre lenguaje, literatura,
historia, arte, educación, política, sociología, psicología, ciencia, medicina, geografía, hábitat,
derecho, trabajo y economía. En las ciencias sociales la temática de género ha sido convalidada,
en los últimos treinta años, como “conocimiento válido”, y con entidad propia, posteriormente se
incorpora en la economía y es aún más reciente en las denominadas ciencias duras, BENERÍA
(1994). Para un estado del arte de la incorporación en el ámbito del derecho, ver el volumen 3 de
2005 de la Revista Academia de la Universidad de Buenos Aires.
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relaciones entre las personas a partir de ciertas características, expectativas, capacidades y oportunidades particulares (dependiendo de su sexo biológico) así como
la apropiación que cada persona hace de éstas (identificación). En otros términos,
“lo invariable no es el sexo sino la diferencia sexual” (Lamas, 2002) a partir de lo
cual se establecen numerosas y complejas interrelaciones e interacciones humanas
donde lo biológico, lo psíquico y lo social se entrelazan.
Efectivamente, debido a que las diferencias biológicas –en toda su amplitud
y asumiendo la duplicidad biológica básica del sujeto– por sí solas no provocan determinados comportamientos, sino aquello que produce un tratamiento diferencial
entre ambos sexos es la concepción acerca de las capacidades y potencialidades de
uno y otro sexo, devaluando las de uno y sobrevaluando las de otros, o simplemente
asignándoles competencias a unos y negándoselas a otros. Este tratamiento se tradujo históricamente en diversas asimetrías en los derechos, en el acceso a recursos,
al poder y en los comportamientos sociales, políticos y económicos. Por ende, lejos
se encuentra de garantizar esferas de igualdad.
A continuación busco dar cuenta de cómo un supuesto ciertamente igualitario
como el hecho de garantizar la igualdad de oportunidades y de trato entre mujeres y
varones ha desembarcado en los hechos en una compleja trama de asimetrías, discriminaciones y desigualdades que lejos parecen estar de superarse. La Argentina es
lamentablemente un ejemplo ilustrativo al respecto, en donde conviven importantes
avances legislativos, como la recientemente sancionada ley de reconocimiento del
matrimonio igualitario2, con normativas impregnadas de sesgos de género y relaciones sociales que contribuyen fuertemente a ello. En la primera parte del artículo
analizo la evolución de los tratados y compromisos internacionales de corte igualitario, con especial énfasis en la incorporación de los mismos en las políticas públicas en Argentina, como también en la legislación, para en un segundo momento,
analizar los límites que la disposición actual entre lo público y privado atenta contra
el desarrollo de la autonomía de las mujeres. Finalmente dejo planteado algunos interrogantes en relación con escenarios posibles en pos de un ejercicio efectivamente
igualitario entre diversas identidades sexuales.
I. Enfoque y compromisos internacionales
Siguiendo el argumento desarrollado, precisamente el enfoque de género ha
permitido constatar que si bien la igualdad es una precondición para el ejercicio de
la ciudadanía, las desigualdades económicas, políticas y sociales se retroalimentan
e impiden el ejercicio de los derechos ciudadanos. Por lo tanto, la presencia de cual-
2. Ley 26618 sancionada en octubre de 2010.
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quier tipo de asimetría –desde las más visibles en el ámbito de acceso a los puestos
de conducción, la toma de decisión o debido a la continuidad de los modelos sexistas de reparto del trabajo que ha llevado al aumento de la carga total de trabajo de
las mujeres (trabajo productivo y de cuidado) hasta las asimetrías producidas en el
marco de programas sociales asistenciales3 consolidan modelos en donde difícilmente se pueda acceder al ejercicio de una ciudadanía en condiciones de plenitud.
Del mismo modo, el género, además de ser uno de los más poderosos principios de diferenciación social que existe es al mismo tiempo un brutal productor
de desigualdades y discriminaciones (Lamas, 2009). Y así podríamos continuar la
lista de situaciones que van consolidando estas asimetrías que se traducen en una
discriminación social y por lo tanto cercioran el principio de igualdad.
El propio reconocimiento del conjunto de derechos humanos, especialmente
en el caso de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC), como inherentes a la calidad humana y la ciudadanía como estatus y que tiene como elemento
fundante a la igualdad, fueron los hitos que permitieron el posterior reconocimiento
de las necesidades y demandas de aquellos que si bien se encuentran formalmente
incluidos, están excluidos de su materialización (exclusión de facto). La respuesta a
los límites del ideal de universalidad de los derechos humanos es el proceso que se
inicia a partir de la cual la única forma de garantizar su universalidad es a partir de
la particularidad en su consagración legal (Rico y Marco, 2010).
Por caso, la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres (CEDAW)4 marcó un hito fundamental en la conceptualización de la igualdad y la no discriminación y tuvo una notable influencia en las
legislaciones en América Latina, especialmente en las reformas constitucionales de
las últimas décadas. Incorpora la noción de discriminación al considerar que: “toda
distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por
resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer,
independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la
mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural, civil o en cualquier otra esfera” (art. 1 CEDAW).
3. Cabe mencionar que el clientelismo político, como práctica habitual en los programas sociales
asistenciales constituye una violación del principio de igualdad de oportunidades y de trato entre
las personas.
4. La CEDAW fue aprobada en 1979 y entró en vigencia durante la Década de la Mujer de las
Naciones Unidas (1975-1985) como respuesta a la evidencia de prácticas discriminatorias contra
las mujeres, poniendo énfasis en la regulación de las relaciones entre varones y mujeres en el
mundo de lo público y desde esta visión, propone pautas para la igualdad en todos los campos,
incluyendo la esfera económica en general y en el empleo en particular. Ha sido ratificada por
todos los países de América Latina.
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De esta forma, es la primera convención internacional que, a diferencia de
otros tratados de derechos humanos, no se erige como neutral en términos de género
sino que promueve la creación de medidas de acción afirmativa para aumentar las
oportunidades de participación económica, social, cultural, civil y política de las
mujeres. Asimismo establece que los derechos de las trabajadoras deben ser protegidos de potenciales discriminaciones originadas por matrimonio y/o maternidad de
las mujeres, y los Estados deben tomar medidas adecuadas para prohibir y sancionar
este tipo de prácticas discriminatorias, a la vez que deben proteger la maternidad a
través de licencias remuneradas, prevención de ejecutar trabajos que puedan perjudicar a la trabajadora durante el embarazo, prestación de servicios de cuidado
infantil y otras medidas que permitan combinar las responsabilidades laborales y
familiares de los padres (art. 11-2). Es importante notar que la CEDAW no se refiere
en este acápite a la doble responsabilidad de “la madre” sino que alude a “los padres”, dando por sentado que varones y mujeres deben compartir la responsabilidad
de la esfera doméstica y de crianza tanto como la esfera económica y productiva
(Pautassi, Faur y Gherardi, 2004).
También la Convención es sumamente relevante por su definición de discriminación indirecta, al incorporar la idea de discriminación “por resultado”, lo cual ha
sido más frecuente que se utilice en denuncias, demandas judiciales o impugnaciones normativas que para ser incorporado en el núcleo central de la política pública.
Al respecto, cabe dar cuenta de la alarmante situación que se vive en la provincia
de Jujuy (Argentina), en donde a la fecha no se ha sancionado una ley de cupo que
garantice la presencia de un mínimo numero de mujeres en el poder legislativo
provincial y en los legislativos municipales (los consejos deliberantes) cuando en
la mayoría de las provincias existe ley de cupo pero que además surge de la propia
Constitución nacional de 1994, que en su art. 37 establece: “La igualdad real de
oportunidades entre varones y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios se garantizará por acciones positivas en la regulación de los partidos políticos
y en el régimen electoral”. En el caso de la provincia de Jujuy, durante más de 15
años el Poder Legislativo se resistió a considerar el tratamiento de una ley de cupo,
situación que fue denunciada a través de una acción de amparo presentada por un
grupo de mujeres buscando que se condene a los poderes públicos de la provincia
a arbitrar las medidas que sean necesarias para hacer efectivos los derechos a una
igualitaria participación de las mujeres en los cargos electivos en todo el territorio
provincial, estableciendo en las normas que rigen el proceso electoral el sistema
denominado de cupos o cuotas.5
5. Se trata del caso Zigarán, María Inés, Sandoval Patricia y otros c/Estado Provincial s/acción de
amparo. Expediente 206.443/09 reseñado en el Informe sombra CEDAW, en ELA et al (2010).
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Tal como se denuncia en el informe sombra presentado ante el Comité de la
CEDAW por un grupo de organizaciones de la sociedad civil (ELA et al, 2010) en
mayo de 2010 se hizo lugar a la acción de amparo y el tribunal decidió: “condenar
al Poder Ejecutivo y Legislativo de la provincia para que den cumplimiento con el
mandato constitucional del art. 37 último párrafo, y disposición transitoria segunda
de la Constitución de la Nación, sancionando y promulgando la ley reglamentaria
allí prevista, en el plazo de tres meses, bajo apercibimiento de aplicar sanciones
conminatorias”. Consecuencia de esta sentencia, un grupo de legisladores provinciales pertenecientes a la coalición gobernante, impulsaron un juicio político en
contra de los magistrados que firmaron la sentencia, como medida a partir de su
desacuerdo con la sentencia por ellos establecida, dando cuenta de la falta de institucionalidad absoluta y de la utilización de vías –en este caso si llega a prosperar
el jury de enjuiciamiento– contraria a los principios de independencia del poder
judicial y tutela judicial efectiva, (ELA et al, 2010). Claramente se trata de un caso
de discriminación directa, indirecta e institucional6 y donde se pone a la luz los mecanismos que operan debido a las asimetrías de poder existentes.
Retomando la evolución que han tenido los tratados internacionales, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó en 1999 el Protocolo Facultativo a la
Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la
Mujer. Este protocolo ha sido firmado hasta el momento por 79 Estados y ratificado
por 100 Estados, entre ellos Argentina, lo cual tiene un importante impacto en tanto
coloca a la CEDAW en igualdad de condiciones respecto de otros instrumentos
internacionales debido a que establece procedimientos para las denuncias al Comité
para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, así como para las investigaciones sobre violaciones graves o sistemáticas cometidas por un Estado Parte y
que pudieran ser iniciadas por el Comité. De tal modo, el mismo refuerza los mecanismos internacionales de control y seguimiento de la CEDAW, y a la vez permite
fortalecer el conocimiento y la aplicación de sus postulados por parte de personas,
grupos de personas y Estados.7
6. MCCRUDDEN (1982) identifica como discriminación institucional a aquellas prácticas o
comportamientos tan institucionalizados que el individuo que las cumple ya no se encuentra en
la necesidad de ejercer una elección para actuar de una manera discriminatoria. El individuo sólo
debe cumplir con las normas, las reglas y procedimientos institucionalmente aplicables “toman las
decisiones” y discriminan en nombre del individuo.
7. En cuanto a los procedimientos para hacer una presentación ante el Comité, el Protocolo
Facultativo establece que las comunicaciones pueden ser presentadas por “personas o grupos de
personas que se hallen bajo la jurisdicción del Estado Parte” (Art. 2). Pueden hacerlo a título
personal, alegando la violación de un derecho propio o en representación de una tercera persona,
con su consentimiento. Al existir un mecanismo de seguimiento a nivel internacional, y en la
medida en que los Estados ratifican su adhesión a este instrumento, se ven en la obligación de
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Por lo mismo, debe recordarse que no solamente la CEDAW aborda cuestiones de discriminación, sino que varios de estos instrumentos internacionales contemplan la igualdad y la equidad entre mujeres y varones. En primer término, hay
que destacar el avance en materia de estándares de Derechos Económicos, Sociales
y Culturales, surgidos principalmente del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales –órgano de aplicación del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC)–, y los relatores especiales de las Naciones
Unidas, a partir de la interpretación realizada de los tratados internacionales de
derechos humanos en esta materia. De la misma manera, se puede mencionar la
progresiva interpretación que hizo el Comité de Derechos Humanos con relación al
derecho de las mujeres a no sufrir discriminación en el marco del Pacto de Derechos
Civiles y Políticos.
Así lo señala concretamente el PIDESC como también el Protocolo de San
Salvador, que es el protocolo específico en materia de DESC del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que afirman que “Los Estados Partes en el presente
Protocolo se comprometen a garantizar el ejercicio de los derechos que en el se
enuncian, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social” (art. 2.2, PIDESC,
y art. 3, Protocolo de San Salvador).
Y sin duda la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993
fue sumamente relevante no solo al establecer, en su artículo quinto, que “todos los
derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los derechos humanos
en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a
todos el mismo peso. Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades
nacionales y regionales, así como los diversos patrimonios históricos, culturales y
religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos
y las libertades fundamentales”; sino que además el art. 18 esta íntegramente dedicado a garantizar que “Los derechos humanos de las mujeres y de la niña son parte
inalienable, integrante e indivisible de los derechos humanos universales. La participación plena e igualitaria de las mujeres en la vida política, civil, económica,
social y cultural en los planos nacional, regional e internacional, y la erradicación
de toda forma de discriminación por razón de sexo son objetivos prioritarios de
la comunidad internacional. La violencia de género y todas las formas de acoso y
explotación sexuales, incluidas las derivadas de prejuicios culturales y el tráfico
acelerar las reformas legales e institucionales que tiendan a la eliminación de cualquier tipo de
discriminación basado en el género.
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internacional, son incompatibles con la dignidad y el valor de la persona humana,
y deben ser eliminadas. Esto puede lograrse con medidas legislativas y con actividades nacionales y la cooperación internacional en esferas tales como el desarrollo
económico y social, la educación, la maternidad y el cuidado de la salud, y apoyo
social. Los derechos humanos de la mujer deben formar parte integrante de las
actividades de las Naciones Unidas los derechos humanos, incluida la promoción
de todos los instrumentos de derechos humanos relativos a las mujeres”. Es decir,
establece en la universalidad la especificidad de la protección y garantía de los derechos de las mujeres.
Dentro del Sistema Interamericano, cabe señalar que la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, –Convención de Belem do Pará (1994)– establece que toda forma de violencia ejercida
contra la mujer impide y anula el conjunto de derechos civiles, políticos y sociales
(art. 5), al mismo tiempo que establece que “el derecho de toda mujer a una vida
libre de violencia incluye, entre otros: a) el derecho de la mujer de ser libre de toda
forma de discriminación; b) el derecho de la mujer de ser valorada y educada libre
de patrones estereotipados de comportamientos y prácticas sociales y culturales
basadas en conceptos de inferioridad o subordinación”(art. 6). A ello se suma que
la Convención incluye el compromiso de los Estados no solo de no discriminar sino
también de aplicar medidas y políticas públicas que busquen erradicar la violencia
contra las mujeres.
En síntesis, el principio de igualdad y no discriminación ha sido interpretado
por los órganos del sistema de Derechos Humanos como un principio absoluto, que
no admite excepciones, y por lo tanto, aquellas normas, políticas o programas que
establecen distinciones arbitrarias fundadas en categorías tales como el sexo, raza,
religión, idioma, opinión política o posición económica del individuo, deben interpretarse con los alcances descriptos respecto de las normas y medidas regresivas
en materia de derechos sociales. Es decir, la ley, programa o política en cuestión se
presume inválida, y es el Estado quien debe demostrar la necesidad y racionalidad
de tal distinción.
II. Enfoque e institucionalidad: reduciendo brechas
Nuevamente, la amplitud de situaciones que pueden ser discriminatorias, por
acción u omisión del Estado, es prácticamente infinita, en tanto comprende desde
situaciones de discriminación por raza hasta los criterios de asignación del gasto
público social al interior de un Estado o la falta de enfoque de género en los presupuestos estatales. De allí su necesario tratamiento como eje transversal a toda acción de monitoreo y cumplimento de los derechos sociales y los límites que pueden
presentarse en el proceso de verificación de cumplimiento (CIDH, 2008).
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Y si de acciones transversales se trata, no es menor el avance que significó la
IV Conferencia Mundial de la Mujer en Beijing que en 1995 estableció en su plataforma de acción que “los gobiernos y otros actores tienen que apoyar una política
activa y visible que integre de manera coherente una perspectiva de género en todos
los programas y en todas las políticas. De esta manera, se podrán analizar las posibles repercusiones de las decisiones sobre mujeres y hombres antes de las tomas de
éstas”. Este compromiso en pos de la transversalidad fue firmado por 189 estados
del mundo, y se comenzó a impulsar el programa de gender mainstreaming, buscando que el mismo se integre en la “corriente principal del desarrollo” y entendido
como “proceso de examinar las implicancias para mujeres y hombres de cualquier
tipo de acción pública planificada, incluyendo legislación, políticas y programas, en
cualquier área. Asimismo, es una herramienta para hacer de los intereses y necesidades de hombres y mujeres una dimensión integrada en el diseño, implementación,
monitoreo y evaluación de políticas y programas en todos los ámbitos políticos,
sociales y económicos” (Naciones Unidas, 1997).
La recomendación de su implementación por parte de los gobiernos del mundo forma parte de la Plataforma de Acción de Beijing que señala: “el Mecanismo
nacional para el avance de la mujer es la unidad central coordinadora de políticas
dentro del gobierno. Su principal tarea es apoyar la transversalización gubernamental de una perspectiva de igualdad de género en todas las áreas de política”
(párrafo 201). El otro gran aporte de esta conferencia es que establece un concepto
innovador para el discurso de la igualdad que es el empoderamiento (Empowerment), entendido como una noción que tiene en cuenta las dificultades de erradicar
las discriminaciones y que reenvía a una dinámica de acceso de las mujeres al poder, a los recursos y a los procesos de toma de decisión y verdadero ejercicio de la
autonomía8. De este modo se produce un salto conceptual del discurso asociado al
hecho que las mujeres ya no son simples víctimas de discriminación sino que se
transforman en actoras de su propia historia (Marques Pereira, 2007).
El compromiso en pos de la transversalidad también fue asumido explícitamente por los Estados en América Latina y el Caribe y ha quedado reflejado en las
diversas conferencias regionales de la Mujer.9 En cada uno de los países, la trans-
8. El concepto de empoderamiento ha sido desarrollada ampliamente por la teoría feminista,
relacionándolo con una nueva concepción del poder, basado en relaciones sociales más democráticas
y en el impulso del poder compartido entre varones y mujeres. Se promueve explícitamente que el
empoderamiento se convierta en un poder sustentable y que las relaciones entre varones y mujeres
permitan integrar lo micro y lo macro, lo privado y lo publico, lo productivo y lo reproductivo,
lo local y lo global. A su vez, el empoderamiento de las mujeres implica una alteración radical de
los procesos y estructuras que reproducen la posición subordinada de las mujeres como género,
Pautassi (2010).
9. Se trata de las once Conferencias que se han celebrado en la región, desde el año 1977 a la
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versalidad ha sido un mandato directo hacia los mecanismos para el adelanto de la
mujer –desde Ministerios a Oficinas de la Mujer– que en muchos casos, definen su
accionar a partir de planes nacionales para la igualdad de oportunidades y de trato.
El efecto que han tenido ha sido variado en toda la región, ya que entre otros factores ha influido el grado de participación y concertación política y social que se logró
en el proceso de la elaboración del plan nacional, además del grado de organización
y conciencia ciudadana que pueda exigir la adopción de políticas y de resultados
concretos en materia de equidad de género, como en algunos casos el rol que desempeñan las organizaciones de mujeres.
En una evaluación de la experiencia de las oficinas de adelanto de la mujer
en América Latina se concluye que las mismas no han podido desarrollar fuertes
redes de apoyo a lo largo del espectro político, lo cual las hace vulnerables a los
cambios políticos. Otro de los obstáculos es la falta de compromiso de funcionarios
gubernamentales y legisladores ya que el género se considera como “no relevante”
en áreas como macroeconomía, gasto público, empleo, seguridad social, defensa
(Daeren: 2001). Agregan las evaluaciones que la dificultad no se encuentra solo en
la instancia para impulsar el proceso transversal, sino que además, a pesar de que
contiene ciertas reglas y metodologías explícitas, no se logra captar su significado
vinculado a la idea de “acciones integrales y transversales” en todos los ámbitos de
intervención del Estado: normativo, legislativo, políticas públicas, Poder Judicial,
producción económica, entre otros.
En el caso argentino podemos señalar que el proceso de transversalidad de
género lejos está de cumplirse, no solo por la falta de incorporación del mismo en
la corriente central del desarrollo sino por la baja institucionalidad que el mismo
presenta en Argentina. El organismo encargado a nivel nacional de llevar a cabo el
proceso es el Consejo Nacional de la Mujer, que ha ido perdiendo jerarquía institucional, presupuestaria y temática. En el informe sombra presentado ante el Comité
fecha, cuya Secretaria Ejecutiva está bajo responsabilidad de la División de Asuntos de Género
de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), y la última se celebró
en Brasilia en julio 2010, la cual tuvo como lema ¿qué Estado para que igualdad? (CEPAL,
2010) y en el Consenso que firmaron los países miembros se destacó la importancia de redistribuir
la carga total de trabajo de la sociedad (esto es el trabajo remunerado y no remunerado) entre
hombres y mujeres y también entre Estado y mercado; y en el punto 3 del Consenso asumen como
compromiso “ampliar la participación de las mujeres en los procesos de toma de decisiones y en
las esferas de poder” buscando aumentar los “espacios de participación igualitaria de las mujeres
en la formulación e implementación de las políticas en todos los ámbitos del poder público, y
adoptar todas las medidas que sean necesarias, incluidos cambios a nivel legislativo y políticas
afirmativas, para asegurar la paridad, la inclusión y la alternancia étnica y racial en todos los
poderes del Estado, en los regímenes especiales y autónomos, en los ámbitos nacional y local y en
las instituciones privadas, a fin de fortalecer las democracias de América Latina y el Caribe, con
una perspectiva étnico-racial” (http://www.eclac.cl).
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de la CEDAW por organizaciones de la sociedad civil (ELA et al, 2010) se señala
que el organismo también “carece de un fuerte liderazgo a nivel nacional, así como
de recursos humanos y económicos suficientes para llevar adelante políticas concretas, ya que no son destinatarios de fondos suficientes del Estado nacional” para la
ejecución de diversos programas y acciones al respecto. Mucho menos los habilita
para iniciar un proceso de tamaña complejidad como instalar el enfoque de género
en todos los ámbitos de producción política, legislativa y, claro está, judicial.10 Hasta ahora su labor se ha concentrado en acciones aisladas, principalmente en relación
con salud sexual y reproductiva y violencia doméstica. Si bien al ser Argentina un
Estado federal, todas las provincias cuentan con algún mecanismo al respecto –en
general denominado como área de la mujer– y del mismo modo a nivel municipal o
local, las situaciones se repiten en las demás jurisdicciones. Inclusive más, en aquellas áreas que se ha concentrado el accionar del Consejo –violencia y salud sexual
y reproductiva (SSR)– no ha impulsado por ejemplo el desarrollo de sistemas de
recolección de información y producción, contado solo con datos y estadísticas por
jurisdicciones –la más desarrollada y casi única es la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires– y el resto del país se desconoce absolutamente la situación al respecto. En
el caso de SSR, donde la transversalidad con otros ministerios como salud es un
imperativo, tampoco se ha alcanzado, mostrando acciones desarrolladas por una u
otra dependencia con escasa articulación entre ambas, y a la vez con las instancias
provinciales y locales.
Lo anterior da cuenta de una falta de voluntad política para efectivamente
instalar el enfoque de género en todos los ámbitos de intervención del Estado. Si
bien el proceso de transversalización demanda capacidad técnica y recursos –que no
se ha desarrollado en Argentina– el segundo requisito fundamental para impulsar el
proceso es la voluntad política. Sin decisión política, que se ha manifestado en la ratificación de los Pactos Internacionales analizados, en la firma de los Consensos en
el marco de las conferencias regionales de la mujer, pero a la hora de la traducción
doméstica de estos compromisos, queda en evidencia la ausencia de su ingreso en
la agenda pública. Como señala Montaño (2010) el factor determinante en las políticas de igualdad es la voluntad política y requiere que el Estado tenga un enfoque
multidimensional en el que se combinen aspectos como gobernanza, democracia y
la capacidad de ejecución de políticas públicas. Nuevamente Argentina se encuentra
lejos de estar reconsiderando estos aspectos y de promover acciones institucionales
para incorporar el enfoque de género en el conjunto del accionar del Estado.
10. En un análisis de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de Argentina se
verifica que el máximo tribunal “no ha optado por realizar un desarrollo sustantivo de las cláusulas
de igualdad y no discriminación respecto de cuestiones de género” (Rodríguez, 2007: 276). Para
una mayor conocimiento de las sentencias judiciales y género, ver el Observatorio de Sentencias
Judiciales de ELA (www. Ela.org.ar).
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En contrapartida, los logros alcanzados, tanto a nivel de Pactos y Tratados
internacionales como los avances en los países han sido promovidos fuertemente
por el accionar de los movimientos de mujeres. En toda América Latina la lucha y
demandas de las mujeres han significado un factor fundamental en muchas de las
reformas alcanzadas, ya se trate de reclamos por violación de derechos humanos
como en términos de SSR, violencia doméstica y visibilización en general de las
demandas de género. Asimismo los movimientos de mujeres han permitido a sus
integrantes la construcción de una identidad colectiva y adquirir una visibilidad en
el espacio público traducido en nuevas formas de ejercicio de la ciudadanía, en especial a partir de politizar lo corporal, a hacer público lo privado o más aún, a politizar lo social, cuestionado la calidad democrática y el propio principio de igualdad
y libertad (Marques Pereira, 2007).
III. Público y privado: la cuestión olvidada
Como hemos visto precedentemente, la adopción de Pactos y tratados internacionales, y en el caso argentino su posterior incorporación con jerarquía constitucional, no fueron suficientes para iniciar sistemáticamente acciones y adoptar medidas
tendientes a alcanzar la igualdad material entre mujeres y varones.
De este modo, las iniciativas gubernamentales para asegurar la igualdad y la
no discriminación que busquen garantizar la autonomía para las mujeres, tanto en
el plano físico, económico y político, han resultado de carácter residual, inclusive
en el caso de algunas acciones positivas sumamente innovadoras, como la Ley de
Cupo en el ámbito legislativo que se sancionó en 1991 (Ley 24.012), por la cual
Argentina se convirtió en el primer país de la región en aplicar por ley un sistema
de cuotas que garantiza la participación de las mujeres en el Congreso Nacional.
Esta ley y su decreto reglamentario que cumple ya veinte años, establecieron que
se deben incorporar como mínimo un 30% de mujeres en las listas de candidatos
a cargos electivos de diputados, senadores y constituyentes nacionales. El impacto
de esta acción positiva fue más que importante: un 5,4% de mujeres sobre el total
ocupaba la Cámara de Diputados antes de la sanción de la norma y en marzo del
2010 la representación alcanzaba al 38.5% de mujeres (ELA et al, 2010). En el caso
del Senado, antes de la ley solo existía un 8% de mujeres en el total de senadores,
mientras que en la actualidad representan el 36%. Si bien el avance es claro, trasluce
que el 30% que se concibió como un piso terminó conformando un techo que impide que se sobrepase el 40% de representación femenina (ELA; 2009). Actualmente
sólo hay una mujer como vicepresidenta segunda de la Cámara de Diputados, mientras que no hay ninguna mujer entre las autoridades del Senado. Esta situación se
replica en las provincias, con agravantes que en muchas de ellas, la incorporación
de más mujeres a las legislaturas provinciales se ha visto frustrada en los hechos
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por la operación de las normas sobre sistemas electorales, que son definidas localmente. En consecuencia, los últimos resultados electorales dan cuenta que menos
mujeres integran los poderes legislativos provinciales, y el aumento que se verifica
de diecinueve legisladoras en algunas cámaras respecto al año 2004, es anulado por
la pérdida de treinta y dos mujeres en otras cámaras, dejando un balance negativo,
(ELA et al, 2010).
En rigor, la incorporación de mujeres en los cargos públicos y de toma de
decisión da cuenta de la enorme dificultad que encuentran las mujeres para lograr
su inserción en ámbitos de toma de decisión política, situación que se replica en
los casos del Poder Ejecutivo y Judicial –que en general no cuentan con normas de
cupo– con importantes disparidades según jurisdicciones. Ahora bien ¿qué factores
impiden que las mujeres participen en el mundo público? ¿Estas barreras se relacionan con las propias mujeres, con un desinterés de ellas mismas por lo público y lo
político por que son menos “aptas” o se relacionan con problemas de la estructura
de poder asimétrica que impide su desarrollo autónomo?
El impulso de políticas que efectivamente habiliten a las mujeres para un acceso al mundo público, tanto en relación con el ejercicio de cargos representativos
como para su ingreso al trabajo productivo remunerado solo se logrará si se reconocen –social y políticamente– las barreras que enfrentan por su condición de género
y que las mismas constituyen un atentado al principio de igualdad. La experiencia
recorrida una vez más nos enseña que no es suficiente con un importante avance en
la aceptación de la participación de las mujeres en cargos de decisión, que varias
mujeres lleguen a la presidencia de los países de la región, las leyes de cupo, el acceso masivo al mercado de trabajo, los mayores niveles educativos alcanzados, sino
que es necesario adoptar medidas que transformen las asimetrías de género.
Y en estas asimetrías es fundamental el reconocimiento de la íntima relación
entre el mundo público y privado, recuperando la histórica consigna del feminismo
“lo privado es público, lo personal es político”. Nuevamente, estas demandas y la
politización de la vida cotidiana no garantiza en sí misma una transformación de las
relaciones sociales de género. Marques Pereira (2007) señala que el riesgo es que
la valorización social que representa la participación femenina puede constituir una
proyección de su rol doméstico que impide la individuación, acentuando la tensión
entre igualdad y diferencia, en tanto si se revindica el acceso al espacio público en
nombre de la igualdad, las mujeres adquieren una ciudadanía que las asimila a los
varones y que en definitiva universaliza lo masculino; o la otra situación es que el
acceso al espacio público y político es reivindicado en nombre de la diferencia y las
mujeres adquieren una ciudadanía de segunda clase. Esta tensión ha caracterizado
el desarrollo histórico de la ciudadanía y persiste en la actualidad, especialmente en
América Latina.
En este sentido, resulta crucial ampliar el principio de igualdad de oportunidades más allá de lo formal o de acciones positivas o de las garantías de acceso
de las mujeres al mercado laboral –medidas todas muy necesarias por cierto– pero
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además es fundamental reconocer la íntima relación que tiene este acceso –y la trayectoria posterior, sea esta política, educativa o laboral– con el mundo privado de
la reproducción y del cuidado. Si no se formaliza este reconocimiento difícilmente
se produzca la transformación en las relaciones de género. Nuevamente no es que
las mujeres no quieran ingresar a la política o desempeñar una trayectoria laboral
competitiva y exitosa, o sean menos “aptas” que los varones, sino que el mundo de
la reproducción sigue asignado casi exclusivamente a las mujeres sin un involucramiento de los varones en las obligaciones y tareas de cuidado de los miembros
dependientes del hogar, como también de todo lo atinente a lo reproductivo. Y ello
amparado por legislaciones laborales impregnadas con sesgos de género en donde
las políticas de conciliación del trabajo con responsabilidades familiares son reconocidas solo para mujeres.11
Este es un tema de especial centralidad, no solo porque ha estado históricamente invisibilizado lo atinente a la economía del cuidado o el trabajo reproductivo,
que comprende todas aquellas actividades no remuneradas realizadas en el hogar
y que podrían ser asumidas por alguna persona distinta de aquella que habitualmente lo realiza en su calidad de miembro de la familia. Este trabajo, que históricamente ha permanecido invisible y devaluado, se denomina trabajo reproductivo
por la similitud que tienen estas actividades con las tareas destinadas a garantizar
la reproducción social, que comprenden desde la tareas específicas vinculadas a la
maternidad y paternidad, los cuidados que se les imparten a los miembros del grupo
familiar a lo largo del ciclo de vida, el cuidado de enfermos y todo lo vinculado con
las personas adultas mayores, como también las tareas relacionadas a la limpieza
del hogar, el suministro de alimentos, la elaboración del alimento del hogar.12
Esto significa que el sesgo de género se expresa tanto en términos cuantitativos (por ejemplo en las diferencias salariales entre hombres y mujeres) como en
términos cualitativos (por ejemplo entre el trabajo remunerado que es reconocido
como productivo y el trabajo no remunerado que no lo es). La relación entre el
trabajo productivo y el reproductivo es un delicado equilibrio que no puede ser
regulado a través de contratos individuales y relaciones monetarias (Elson, 1992).
11. Por caso solo reconocen licencias parentales en el momento del nacimiento del hijo/a y
restringidas a dos o tres días según los países, pocas de ellas se aplican en caso de adopción, o la
obligatoriedad de guarderías empieza a correr para los empleadores a partir de una cantidad de
trabajadoras mujeres, asumiendo que los hijos/as son solo de las trabajadoras. Al respecto, ver el
análisis de la legislación laboral en seis países de América Latina desde una perspectiva de género,
desarrollado en PAUTASSI et al (2004).
12. Quienes se dedican al cuidado al interior de sus hogares aun aparecen en las estadísticas como
población económicamente “inactiva” o la conocida figura de la “ama de casa”, razón por la cual
las cuentas nacionales no contemplan todavía el aporte de este trabajo, y lo más importante, el
mismo sigue siendo responsabilidad casi exclusiva de las mujeres, (PAUTASSI, 2007a).
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Estos comportamientos políticos, económicos y sociales diferenciados, esperados dentro de determinado patrón cultural, reafirman la desigualdad que produce
esta estructura de poder y reproducen –a su vez– la estructuración económica desigual con claras consecuencias tanto en términos de empleo remunerado como en el
ingreso, en el sistema productivo y en los mercados. Las fronteras entre lo público
(las relaciones económicas, el mercado, la política) y lo privado (el ámbito doméstico) se refuerzan o resignifican de acuerdo a los contextos. A su vez, las relaciones
de género estructuran la economía, pero también la división sexual del trabajo al
interior del hogar, reforzando las asimetrías señaladas.
En la actualidad ya se ha alcanzado consenso en considerar que estas tareas
de cuidado, crianza y actividades domésticas en general, desarrolladas al interior
de los hogares, constituyen un trabajo generador de valor, pasible de ser medido
y contabilizado; y que a su vez produce un conjunto de bienes y servicios denominados economía del cuidado (Rodríguez Enríquez, 2005). El punto que aún no
logra discutirse en el ámbito de la política pública –y al interior de muchos hogares
y arreglos familiares– es precisamente su redistribución y su incorporación en las
cuentas nacionales y por ende un aumento de la inversión estatal.
Estas situaciones que provocan enormes tensiones, las que se hicieron aún
mas visibles a partir de la incorporación masiva de las mujeres en el mercado de
trabajo remunerado en América Latina a partir de mediados de los años ochenta; no
se solucionan solamente con dotar de mejores servicios y dispositivos para que las
mujeres puedan “conciliar” su vida familiar con las responsabilidades de trabajo
productivo, sino que se deben considerar las responsabilidades de los varones, del
Estado y de los empresarios en este ámbito.
En consecuencia, el tema central pasa a ser el de la redistribución y reconocimiento (Fraser, 2007) de las tareas de cuidado entre todos los miembros de la
sociedad, de modo de romper con el supuesto que las encargadas “naturales” son
las mujeres. O por lo mismo, y en tanto las principales medidas de conciliación
trabajo-familia se encuentran solo garantizadas para asalariados formales, es decir,
el acceso se encuentra condicionado a la inserción asalariada formal, excluyendo de
este modo a quienes no tienen un contrato de trabajo registrado, situación que afecta aproximadamente al 45% de las mujeres en América Latina, a lo cual se suman
diversas situaciones de discriminación laboral, particularmente la discriminación
salarial que se ubica en una brecha cercana a un 30%; y aún más alarmante es el
hecho que en América Latina, en zonas urbanas la población masculina sin ingresos
es del 22% mientras que la femenina es del 43%, dando cuenta de la falta de autonomía económica de las mujeres (CEPAL, 2009).
En otros términos, la mayor participación laboral de las mujeres no garantiza automáticamente mayores niveles de igualdad, sino aún mas grave, en muchos
países de la región, una alta tasa de participación laboral femenina se acompaña de
altos niveles de inequidad y discriminación de género. En rigor, el empleo femenino
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no asegura en si mismo la autonomía económica para las mujeres sino que ésta dependerá del ejercicio de los derechos del trabajo, de la distribución del tiempo y del
empoderamiento de las mujeres en el interior de sus hogares para operar sobre la división sexual del trabajo; y de la disponibilidad de servicios de cuidado, todo lo cual
repercutirá en sus derechos económicos, sociales y culturales (Rico y Marco, 2010).
De allí que operativizando la plataforma de acción de Beijing, en una combinación de empoderamiento de mujeres y varones, sumado a un enfoque transversal,
se impone el reconocimiento del cuidado como un derecho propio, no asociado a
ninguna categoría laboral (asalariado formal) ni restringida a las mujeres. Se trata
del “derecho a cuidar, a ser cuidado y a cuidarse” que tiene su correlato en la obligación de cuidar; y por lo tanto implica un conjunto de obligaciones negativas, características de los derechos económicos, sociales y culturales, como no entorpecer
los servicios de guarderías infantiles, no impedir el acceso de un adulto mayor al
sistema de salud; pero principalmente incluye obligaciones positivas, que se enrolan en proveer los medios para poder cuidar, en garantizar que el cuidado se lleve
adelante en condiciones de igualdad y sin discriminación y que no solo se concedan
para un grupo reducido –por caso vinculado al empleo asalariado formal– sino que
sean garantizados a todas las ciudadanas y los ciudadanos (Pautassi, 2007).
IV. La igualdad en la agenda pública.
A lo largo del artículo he buscado identificar los límites que las acciones igualitarias han tenido en América Latina, y en particular en Argentina, tanto en relación
a promover el aumento de la autonomía de las mujeres, particularmente en el caso
de la autonomía económica, como también a partir del análisis en un plano estrictamente normativo, donde se ha identificado un núcleo central de obligaciones jurídicas de los Estados que se encuentran pendientes de cumplimiento. Entre otros, no
ha ingresado como premisa de una política igualitaria el desarrollo de mecanismos
que articulen las demandas productivas, las obligaciones jurídicas y la provisión
extendida, adecuada y accesible de servicios de cuidado para varones y mujeres.
Del mismo modo, ¿cuál es la razón que medidas de acción positiva como la
ley de cupo se hayan transformado en el límite de representación femenina? Es
posible que una de las respuestas a la inercia en el cambio de las relaciones sociales
de género imperantes sea la ausencia de una política de reconocimiento o política
cultural que impacte en los diversos órdenes simbólicos. Si bien el impulso de un
proceso de cambio cultural y simbólico no ha sido estimulado desde el Estado, y la
mayor cantidad de acciones al respecto se han desarrollado desde los movimientos
de mujeres, especialmente el feminismo ha realizado aportes sumamente valiosos
al respecto. Sin embargo, aun no se ha internalizado que el enfoque de género no es
un enfoque para las mujeres, si bien son quienes luchan principalmente para su in-
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corporación en todas las esferas de actuación del Estado, sino que beneficia a todos
y a todas. Es un enfoque para la democracia y para la sociedad.
En rigor, la igualdad de género es un indicador de cuán democrático es un
sistema político (Montaño, 2010). La evidencia empírica indica además que son
necesarias políticas públicas de mayor envergadura y con objetivos más amplios
que la mera búsqueda de igualdad de oportunidades entre mujeres y varones en el
ámbito público. En este sentido cabe discutir la posibilidad de implementar nuevas
medidas y políticas en América Latina, que sean superadoras de la segmentación
de género del mercado laboral, la ausencia de involucramiento de los varones en
las tareas de cuidado, la distribución del tiempo, las asimetrías de clase y género,
el clientelismo político y el asistencialismo estatal como límites del ejercicio de la
autonomía; la ausencia de información y de datos desagregados por sexo y género
como violatorios del derecho al acceso a la información pública, nuevas formas de
estimulo para la participación política, la paridad como objetivo de política, entre
otros tantos temas que integran una agenda en pro de la igualdad de género.
Tal como señala la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de
Naciones Unidas (2010) no se puede obviar que una agenda de igualdad no puede ni
debe reducirse a enunciar o postular objetivos a alcanzar, sino que claramente debe
partir por reconocer las transformaciones que han operado en términos sociales,
familiares, de división sexual del trabajo y de participación política.
La operatividad del principio de igualdad, siempre considerando que se alcanza a partir de la sumatoria de igualdad formal y material, da cuenta de la necesidad
de incorporar las dimensiones señaladas, las que a su vez incluyen una variedad y
diversidad de elementos que trascienden las meras fórmulas igualitarias. A su vez,
este principio es rector en materia de diseño de toda política o legislación respetuosa de los derechos humanos, por lo que contiene un aspecto transversal aplicable a
todos los niveles del Estado, que incluye la división de poderes y que se debe incorporar, no como sumatoria de acciones y planes de igualdad, sino como un principio
intrínseco al desarrollo de la función pública.
Solo en la medida que el Estado decida liderar el proceso de transversalización, con una resguardada participación de las organizaciones de mujeres, pero también de otros colectivos o sectores hoy discriminados, y un compromiso ciudadano
será posible alcanzarlo y aproximar medidas igualitarias. De lo contrario, se seguirán ensayando medidas antidiscriminatorias pero sin encarar el núcleo duro de producción de desigualdad. En rigor, el enfoque de género constituye una herramienta
sumamente útil para poder expandir las acciones para la satisfacción de derechos a
través de las políticas públicas, y como toda política igualitaria no solo beneficia a
las mujeres sino al conjunto de la sociedad. El tiempo de espera ha concluido.
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