EL BARCO EN QUE VIAJAS Ensayo, 2007 (Fragmento) I Siempre hay un barco. En aquellos años el viaje guardaba en su lentitud una serie de gestos, de palabras repetidas, de invocaciones. El barco aparece mencionado en las crónicas, en los diarios, en las novelas, en el anecdotario, en los ensayos que describen la ruta a través del Océano. El barco era un espacio intermedio, un no-lugar donde el viaje comenzaba a desplegar sus paisajes y sus vértigos. Las personas se reconocían en ese territorio incierto de las aguas; pensando quizás en esa frase de los pueblos marineros que divide los seres humanos en tres tipos: los vivos: los muertos y los que están en el mar. Siempre hay un barco, siempre el viaje se inicia en ese punto donde no se está vivo ni muerto. El viajero está en un espacio líquido, flota en la contradicción de habitar un lugar ajeno, un lugar que no es sólido y que esconde la hondura. Por eso una de las primeras menciones que realiza Rómulo Gallegos sobre su viaje a España en 1926 es aquel barco, aquel barco inundado de sacerdotes y monjas donde el escritor venezolano se siente como en un convento. También es en un barco donde Rafael Bolívar Coronado comienza a proferir insultos contra el General Juan Vicente Gómez sellando su destino de exiliado perpetuo, y de igual manera son los barcos figura central en la evocación de otro viajero que habitará muchos años en Madrid: Pedro Emilio Coll, quien en su Sueño de una Noche de Lluvia afirma: Cada vez que llueve y la calle se convierte en un río, me vuelvo a ver de niño, echando en el arroyo barquichuelos de papel. Mis primeros viajes ideales los hice en esas embarcaciones que van ciudad abajo arrastradas por las corrientes... Barcos para la escritura. Barco transmutado en ficción, como ese trasatlántico Manuel Arnús, en el que Teresa de la Parra ubica el viaje de su María Eugenia Alonso, y que puede ser una evocación de ese primer barco con el que la escritora se trasladó para vivir en España a principios del siglo XX. O ese otro barco, el Antonio López, buque español que llevó al destierro a Rufino Blanco Fombona durante 1910 en un trayecto que finalizó en Barcelona, y que es apenas una seca, una áspera mención dentro los diarios del autor caraqueño. El barco en ellos era estación indispensable del viaje. Punto para la escritura. El barco no era tan sólo un medio (como son nuestros modernos, anónimos aviones), sino que era el lugar nombrado al que siempre se le dota de una referencia más o menos concreta. Lugar de transición que sólo podía ocurrir en un espacio protegido. El barco se abrazaba en torno a la voz y a la persona que luego devolvería ese gesto a través de la escritura. Aquellos viajeros guardaban en su memoria los nombres de sus barcos. Los saboreaban en un lento gesto, como se guardan los más remotos sabores encontrados en alguna distante, olvidada ciudad. Los repetían, una y otra vez, como un susurro, como un conjuro. Por esa razón coincidimos con Cirlot cuando afirma que el barco es: "Como el carro o la casa, símbolo del cuerpo o vehículo de la existencia". El barco era en aquellos escritores esa casa transitoria, ese otro cuerpo, que permitía adecuar el espíritu a la evidencia de nuevos paisajes, de nuevas voces. Gracias a su protección, a su abrigo, era posible merecer las sorpresas, las euforias y los encuentros y desencuentros que acompañan el viaje; y es que afirma Andrés Trapiello al referirse a la constitución del viaje, que dentro de éste resulta: tan importante lo que nos llevemos, proyección de la necesidad y costumbre queridas, como lo que nos traigamos, y para unas y otras cosas debe tenerse previsto un sitio...Las cosas que nos llevamos también son de naturaleza distinta de las que nos traemos. Esa es una razón de los viajes. Nadie se iría lejos para traerse lo que tiene al lado. Traemos con nosotros lo que no encontraremos nunca en nuestra ciudad, aquello que en cierto modo nos va a hacer diferentes. El viaje requiere entonces de una cierta preparación interior, pues debemos ir cargados de nosotros mismos, y a un mismo tiempo, debemos permanecer vacíos para poder incorporar a nosotros aquello que vayamos encontrando. Esa doble actitud requiere de una preparación que es la que encontraban aquellos escritores en la lentitud de su desplazamiento, refugiados en esos barcos que atravesaban el océano durante días y días. Lograr la plenitud y a un mismo tiempo construir el vacío dentro de sí mismos era un ejercicio que lograba su despliegue en ese trayecto: horas muertas en esa nada esencial, rodeados de agua, de espuma, de olores yodados. Horas para las dudas, para la euforia y la tristeza, para permanecer en silencio. Instantes para construir un cuerpo interior en el que se estableciera un equilibrio entre lo que ellos portaban desde sus vidas y sus ciudades, y los espacios que se iban desocupando para recibir nuevas imágenes, nuevos objetos, nuevas experiencias. Se trataba para estos viajeros de desarrollar un equilibrio de sus principios receptivos y sus principios expulsivos que les permitiese desarrollar un cuerpo volcado hacia el afuera, un cuerpo capaz de penetrar, de avanzar hacia lo externo, y a un mismo tiempo, un cuerpo receptivo, capaz de albergar dentro de sí lo que lo invadiese desde su espacio circundante. Para crear este nuevo cuerpo el barco era necesario. Barco como una placenta, barco en medio de esa humedad marina que remite a lo materno y que permite la elaboración de esa nueva corporeidad que necesita el viajero. Barco para la transformación y el renacimiento en medio de las aguas como puede uno leer en Juan Ramón Jiménez: “Por el mar este/ he salido a otro cielo más vacío/ e ilimitado como el mar, con otro/ nombre que todavía/ no es mío...” Porque aquellos escritores renacían en sus barcos, y para renacer resulta indispensable la calma, las pausas, las aproximaciones paulatinas y sobre todo, la lentitud. II Pero antes de aproximarnos a ese concepto del viaje, de la lentitud con que éste se emprendía, quizás debamos detenernos en los escenarios que a uno y otro lado del océano se desplegaban como punto de inicio y punto de llegada. En su volumen Motivos y Letras de España, Rufino Blanco Fombona subrayaba tajantemente que: "De haber permanecido en mi país de origen, la política, la sífilis y el aguardiente me hubieran liquidado" (frase extraída de sus diarios). Transcurre el año 1930 cuando este título aparece publicado en Madrid. Blanco Fombona continúa padeciendo su exilio y en su voz parecen congregarse la realidad de los dos países, el contraste de dos realidades antagónicas. Por un lado, permanecía la dictadura gomecista, con su estela de torturas, corrupción, y atraso social; y por el otro, resplandecía la luminosidad de una España que en su aspecto cultural vivía uno de sus momentos más destacados, pero que además había sido generosa en su acogida al autor caraqueño pues sus intelectuales postularon a Blanco Fombona al Premio Nobel en 1928. Basta leer la copiosa escritura de Blanco Fombona para saber que su mirada gusta de tonalidades extremas. Si bien esta dicotomía encuentra justificaciones en la realidad, la visión del escritor venezolano se centra demasiado en sí misma; soslaya circunstancias sociales y culturales más complejas. Para percatarnos de este hecho tan sólo basta advertir una realidad: la literatura venezolana de aquel momento no llegó a ser borrada por los estragos del alcoholismo, la política y las enfermedades, tal y como podría uno deducir de las afirmaciones de Blanco Fombona. Y sin embargo, su obra, y la obra de autores como Pedro Emilio Coll, Teresa de la Parra, Rómulo Gallegos, Uslar Pietri, Rafael Bolívar Coronado, Andrés Eloy Blanco, Miguel Otero Silva, o Fernando Paz Castillo, recibió en mayor o menor medida, el peso de la realidad española de aquellos años. Es posible afirmar que sin ese contacto habrían adquirido otro carácter, otra proyección, otros rumbos más lúcidos o más extraviados. Por eso uno quiere leer en algunos de ellos ese matiz azaroso, esa huella visible, ese rasguño, esa insinuación que aquella España dejó en sus existencias, en sus textos, en ese territorio difuso en el que vida y literatura se borran, se intercalan, se mezclan y se suplantan una a la otra. - VENEZUELA En 1914 Venezuela permanece hundida por la dictadura de Juan Vicente Gómez, autócrata rural que desarrolla salvajes persecuciones contra sus enemigos políticos; que emplea indescriptibles métodos de torturas para acallar la disidencia; y que ha iniciado un curioso proceso de "profesionalización" de las instituciones armadas. Si bien el siglo XIX venezolano condensa el sometido por las castas militares y los caudillos, fuerzas armadas son grupos humanos reunidos que ven en la guerra una forma de ascenso aventureros. triste espectáculo de un país hasta la dictadura gomecista las en salvajes reclutas, multitudes social, familias o conjuntos de La reiterada necesidad de invocar un orden perdido, de refundar un país, lleva cada tantos años al desarrollo de conflictos armados que paradójicamente prolongan la situación de miseria y desorden que atenaza a Venezuela. Los nombres de los caudillos se encadenan en una larga pesadilla: José Antonio Páez; José Gregorio Monagas; José Tadeo Monagas; Antonio Guzmán Blanco; Cipriano Castro, casi siempre militares (o más bien hombres en armas) que han llegado o se han sostenido en el poder gracias a la fuerza de los sables. Todos ellos invocan la salvación del país y para realizar esa salvación destruyen y arrasan el mismo territorio que pretenden reivindicar. Por eso no resultan extrañas las feroces palabras que Blanco Fombona les dedica en su diario durante 1902: El militar es entre nosotros- república cesarista- el elemento más despreciable. El militar- no importa su graduación- está a dos pasos del bandolero. El elemento militar busca la sombra del gobierno. Como el gobierno mal puede cobijarlos a todos, los despechados con cualquier pretexto, encienden la guerra civil. Por eso resulta comprensible que aquel espacio rural, despoblado, fuese poco apetecible para muchas corrientes migratorias que preferían destinos más prometedores como Argentina. El fragor político y la inestabilidad de esa Venezuela anterior a Gómez explica medidas como las desarrolladas por Guzmán Blanco quien entre 1874 y 1877 otorgó primas especiales a los canarios que desearan establecerse en el país, con lo que pudo atraer a un significativo grupo de quince mil isleños. Pero a pesar de estos desplazamientos poblacionales en 1891 el país continuaba siendo básicamente la reunión de apenas cuatro ciudades con poblaciones que superaban los 20 000 habitantes: Caracas; Valencia; Maracaibo y Barquisimeto. Pese a todo este entramado de circunstancias, es en este lapso cuando se va gestando y configurando el rostro vacilante, contradictorio y mestizo de la nación. Medidas como la reorganización de la Universidad; la abolición de la esclavitud; y las diversas tentativas modernizadoras de Guzmán Blanco por crear una nación laica, recorrida por carreteras que permitan las comunicaciones, y sustentada en una educación primaria, universal, gratuita y obligatoria; empiezan a condensar el cuerpo de una identidad parpadeante, algo inasible, pero efectiva a la hora de trazar una delimitación cultural que unificara los diversos sectores agrupados bajo el jovencísimo nombre de un país llamado Venezuela. Pero es la figura patriarcal, mitificada e hiperbolizada del Libertador Simón Bolívar la que comienza a funcionar como elemento aglutinador de la nacionalidad, sólo que en términos muy curiosos, porque más que enmarcada en una historia nacional, esta pasa a formar parte de una especie de teología patriotera en la que algunos elementos judeo-cristianos son trasplantados de manera mecánica al discurso nacionalista, dando pie a la idea de un país que más que territorio, nación o patria, se convierte en "pueblo elegido" a la espera del retorno de un Bolívar que opere como su Mesías salvador1. Voces lúcidas como las de Germán Carrera Damas o Luis Castro Leyva advirtieron sobre este fenómeno reaccionario y paralizante, pues esa figura destacable del Libertador Simón Bolívar, susceptible de admiración, de estudio y de análisis crítico, se convirtió en la explicación unívoca del país. Su principio y su fin, su totalidad y su parcialidad. Tal y cómo refiere Carrera Damas: No importa que a nuestro alrededor no haya sino miseria, atraso, escasez, estamos llamados a un futuro de grandeza porque liberamos tantos pueblos... y porque en definitiva tuvimos a Bolívar. Es decir, seremos grandes y la seguridad de que lo seremos está en que ya lo hemos sido...el presente se convierte en un lamentable `valle de lágrimas´ transitorio y por lo mismo llevadero y soportable. Eso explica la continuidad, y el éxito de un discurso que enmascara el horror del presente y pospone a una atemporalidad casi mítica, el momento de las transformaciones y el desarrollo nacional. Pero lo más evidente es que la reivindicación infinita de un militar exitoso como Bolívar (del que no pueden valorarse logros como hombre de estado), pareció justificar desde siempre la supremacía de castas militaristas que pretendían identificarse con su figura. Por eso es común que diversos autores reseñen la curiosidad que significó el que José Antonio Páez se empeñase en regresar el cadáver de Bolívar a Venezuela en 1842, cuando en los años finales del Libertador había sido su adversario político. No sólo el militar llanero sufrió esta conversión frente a la osamenta bolivariana. Las estatuas de Bolívar comenzaron a proliferar en Venezuela y en el resto de los países por él independizados; muchas veces acompañadas de discursos laudatorios que pronunciaban los enemigos más feroces de su persona, como ocurrió en el Perú con San Román o con Castilla. Y el hilo que vincula estos discursos es la manera en que sus autores terminaban fundiendo su figura personal a la del inmortal Bolívar, a la del Dios Bolívar. V.S Naipul afirma con su ferocidad habitual que en Latinoamérica no existe estudio de la historia, sino construcciones hagiográficas, y que cada país ha construido su propio santoral "histórico" para rendirle culto. En Venezuela, Bolívar se convirtió con el tiempo en la deidad superior de estos rituales, y según Ángel Ziemns, la dictadura del General Juan Vicente Gómez exacerbó esta situación y comenzó a desarrollar una nítida identificación entre esa fuerza armada que comenzaba a adquirir una fisonomía profesional, y la figura de la gesta independentista encabezada por Bolívar. El panorama se ofrece con nitidez. Las fuerzas militares gomecistas se convirtieron en las herederas directas de la guerra de independencia. Eran su duplicación. Por lo tanto, al haber hecho posible la existencia del país, debían ser obedecidas y justificadas ciegamente en cualquiera de sus gestos; especialmente en aquellos vinculados con el General Gómez, que de alguna manera se convertía en el nuevo "padre de la patria" y ejercía como tutor y responsable absoluto de la totalidad de sus ciudadanos. Una nacionalidad basada en estas premisas remite a una visión infantil de la existencia. Al referirse a los países comunistas, Jung explicaba en Acercamiento al inconsciente, una serie de conceptos fácilmente trasladables a la Venezuela de aquellos años (y quizás a la de estos en los que escribimos estas notas), mediante los cuales se nos habla de un colectivo sumergido en un mito: Es el sueño arquetípico, consagrado por el tiempo de una Edad de Oro (o Paraíso), donde todo se provee en abundancia a todo el mundo, y un jefe grande, justo y sabio gobierna el jardín de infancia de la humanidad. El jefe justo, inabarcable, y de infinita sabiduría es Bolívar, y debido a su ausencia, Bolívar se encarnaba en el caudillo de turno que a su vez era el intérprete de las palabras y los actos sagrados que emanaban de la biografía bolivariana. Juan Vicente Gómez procuró por todos los medios fundirse en esta dinámica. Infinidad de homenajes y recordatorios patrios sirvieron en aquella época para reavivar esta identificación. Así como Bolívar había afirmado en plena guerra de independencia que el ejército venezolano era el propio pueblo, ahora no resultaba difícil acotar que al ser ese ejército y su líder los que ejercían el mando, el pueblo y el propio Bolívar dirigían la nación y la aproximaban a su Edad de Oro. En 1914, el año cuando Blanco Fombona se traslada desde Francia a España para fijar su residencia, ya Juan Vicente Gómez ha dejado muy claras en Venezuela sus intenciones de envejecer aferrado al mando. Parafraseando a Manuel Caballero podemos decir que en 1913 acababa el período presidencial gomecista, pero desde ese instante, el tachirense muestra sus intenciones de retener el poder a cualquier costo. Utilizando como excusa una supuesta invasión castrista, suspende las garantías constitucionales y se aferra a la presidencia. Al año siguiente, estalla la Primera Guerra Mundial y la neutralidad de la dictadura gomecista impide que los exiliados políticos obtengan respaldos significativos en el exterior para intentar un derrocamiento. El paisaje de aquella Venezuela aplastada bajo el cuerpo de Gómez se hace aún más claro a partir de aquel momento. El tirano llegó desde Los Andes para echar raíces en el poder. Frente a esta evidencia y a la prolongación de la dictadura hasta el año 35, los creadores venezolanos adoptaron (o ya habían adoptado) diversas posturas. Entrega y colaboración desmedida con el régimen como puede apreciarse en Manuel Díaz Rodríguez, José Gil Fortoul, o Pedro Emilio Coll; oposición radical, como se manifiesta en José Rafael Pocaterra y Rufino Blanco Fombona; o abierta simpatía, como puede apreciarse en Gallegos y su carta del 19 de enero de 1927 donde le agradece a Gómez su apoyo para un desplazamiento a Europa y le ruega que le acepte un pequeño obsequio que le ha traído desde ese viaje; o en Teresa de la Parra, quien le escribe al dictador el 27 de diciembre de 1924: Como le he dicho ya otras veces tiene ud en mí, como escritor y como simple mujer una amiga sincera y decidida. Ojalá tuviese algún día la ocasión de demostrarle de manera evidente mi adhesión y simpatía. No deja de ser destacable que en Las Luces del Gomecismo, Yolanda Segnini afirma que el oscurantismo y el aislacionismo derivado del gobierno de Gómez no tuvieron un carácter tan definitivo como ha intentado dibujar la historiografía tradicional. Para ella, la élite ilustrada tenía acceso a los principales centros de la cultura mundial, y podía expresar y divulgar sus ideas, siempre y cuando no las trasladase al plano de la acción concreta. Pero más allá de estas precisiones, no podemos negar que las evidencias de terror y barbarie vividas por toda persona que cruzaba esa frontera entre la palabra y el gesto resultan abundantes y profusamente conocidas, y explican el deseo de algunos artistas de separarse de aquella realidad hostil. En comparación con la Europa de aquellos años, Venezuela era bajo la bota gomecista una tierra baldía. Al punto que muchos de los intelectuales simpatizantes con el régimen no perdieron oportunidad de desplazarse hacia los centros urbanos de aquel continente para desarrollar su obra en un clima más favorable. En 1946, tiempo después de desaparecido el gomecismo, Pedro Emilio Coll realizaba un análisis vigente para aquellos años y dolorosamente actual en estos principios del siglo XXI: “Creo, que en realidad no existe entre nosotros la carrera literaria...Esporádicamente y con excepciones somos escritores o funcionarios públicos, con más o menos éxito”. Parece evidente que pensar en la creación literaria como una forma de vida, como una profesión, resultaba una desgarradora imposibilidad, sobre todo en aquellos años, en aquel clima controlado por una dictadura que mostraba indiferencia por las expresiones culturales hasta el instante en que pudiese sentir que le eran adversas o que podía utilizarlas en su beneficio. No resulta muy complicado imaginar a ciertos escritores girando en torno al gomecismo, por rechazo, por afinidad, por interés o por ética. El odio o la proximidad funcionaban como energías igualadoras: todo nombraba al régimen, todo lo señalaba, todo conducía hacia él o contra él. Nota del fragmento 1.- Una muy divulgada melodía del cantautor Alí Primera, todavía afirmaba a finales del siglo XX: "Si Jesucristo sacó/ los mercaderes del templo/ Bolívar también volvió/ para salvar a su pueblo/ La patria es una mujer y él regresó para amarla/ contra los que se desvelan/ tan sólo por disfrutarla/ y en vez de darle cariño/ lo que hacen es manosearla". También de esas fechas es una canción muy popular del grupo Un Solo pueblo que explicaba: "Cuando Bolívar nació/ Venezuela pegó un grito/ diciendo que había nacido/ un segundo Jesucristo"…