Josep Quetglas, “Elogio de Ariadna”, en Pasado a limpio I. Pre- Textos 2002, pp. 163-165 3. Tercer escrito: Elogio de Ariadna “Desde siempre, ellos han querido hacernos creer que Dédalo, el constructor, fue el primer arquitecto –y que su obra, el Laberinto, fue la primera arquitectura. Dédalo: el buen profesional, eficaz y sobrio, que no hace preguntas sino que da respuestas, el artífice indispensable en toda sociedad bien ordenada, desde la Cnosos de Minos a la Barcelona de Porcioles y Maragall. Nos mentían. Nunca pudo ser Dédalo el primer arquitecto, porque su laberinto no era arquitectura. Para funcionar, para engañar al incauto, aquella fabrica prodigiosa, aquella implacable máquina de desorientar debía perder su apariencia, desvanecerse, renunciar a dejarse reconocer, no debía tener forma. ¿Y quién es capaz de llamar “arquitectura” a lo que no tiene forma? Ahí no hay trayecto, ni dirección, no hay adentrase o estar saliendo. Ni siquiera volver a pasar por el mismo sitio llega a reconocerse como repetición y tampoco puede medirse así el tamaño, el ritmo del lugar. Todo es indefinible vaguedad, que acompaña los pasos, siempre iguales, del desorientado. En tal continuidad no hay arquitectura. ¿Cuándo aparece la arquitectura? Cuando entre tanta indiferencia, se distingue una forma. Cuando en el laberinto, se fija una dirección, un trayecto: cuando Ariadna tiende el cordel con el que señalará el camino. Es entonces cuando cada cosa pasa a tener nombre y posición: tú eres la entrada y tú el camino, tu la trampa y tú la salida, tú el centro y tú la orilla. Nombre, es decir, identidad propia, diferencia, relaciones mutuas, forma. Es Ariadna y no Dédalo, el primer arquitecto. El arquitecto no es quien construye, sino quien identifica la forma. La arquitectura aparece con el mismo gesto que dota de sentido al edificio, que lo interpreta. La forma es el resultado de la interpretación o, mejor, existe en ella –no previa a ella, sino como su simultánea condición y resultado, como su otro nombre. Forma e interpretación son sinónimos, y hay un tercer término también equivalente: arquitectura. Con otra característica, inmediatamente advertirle. En el mismo momento que Ariadna dota de forma al laberinto, describiéndolo, lo destruye –lo desarma, lo desarticula, lo vuelve inefectivo como trampa embaucadora, revela sus mecanismos de sugestión. La arquitectura solo puede ser, pues, deconstructiva. Gombrich lo explicó bien con una formula más concentrada, pero exacta: No se puede padecer una ilusión y analizarla. Pero es que “no se puede” lo que está por comprobar, no por escrupulosidad científica sino por gusto, por sentirse prendido y saliendo de la ilusión. Hay que despojar, sin embargo, de todo envoltorio heroico a la tarea deconstructiva de Ariadna. No se trata de adoptar el papel de un Odiseo atado al palo de la nave, para escuchar pero no ceder al canto de sirenas. Se trata de trabajar como un carnicero, como un trinchador, con la exacta cerebrabilidad de quien localiza con precisión las articulaciones que sostienen las partes, los papeles, y aplica con el gesto más económico para cortarlas. Se debe padecer una ilusión y analizarla, porque el análisis no es simple refutación de la ilusión –lo que reforzaría la ilusión, lo que aseguraría el temor del análisis por padecer una ilusión-, sino desarticulación de la ilusión desde su interior, por obra del análisis, estallido. SOLÍTA SEÑORA, APARECE OTRA VEZ ENTRE NOSOTROS, TRAENOS TU CORDEL, ENSEÑANOS COMO CAEN LAS CIUDADES MÁS PERFECTAS, ENSANCHA NUESTRO ASCO Y NUESTRA ASTUCIA, DIRIGE NEUSTRAS MANOS, TRAE TU CORDEL…”