No más romances. Burguesía y relato Los problemas de la burguesía y la pequeña burguesía son mucho menos importantes históricamente que los del proletariado. La mayoría de los melodramas se centran en una problemática que interesa a la burguesía. Un hecho que es mentiroso y mistificado. Hay que ir a la búsqueda de los melodramas que vive el proletariado, no los que gustan a la burguesía y con los que se excita imaginándose de vivirlos. R.W. Fassbinder. I Tratado notable de amor, Veneris tribunal, Tratado de Arnalte y Lucenda, Proceso de cartas de amor. Es algo que no deja de sorprenderme. Al final de la Edad Media el embrión de lo que llamamos historia de amor, ambiguamente llamado “ficción sentimental”, dio lugar a obras tituladas de un modo poco romántico o novelesco: “sermones”, “tratados”, “procesos”, “debates”. Estas denominaciones revelan las adversidades que tuvo la peripecia amorosa para emanciparse como género independiente, pues debía inscribirse en otro género ya legitimado. La nueva “ficción sentimental” brindaba una mezcla de elementos procedentes de los libros de caballerías y de la visión del amor cortés que encontramos en la lírica de los siglos XIV y XV, pero en un nuevo contexto. La baja Edad Media supone un florecimiento de las ciudades que llegará a su esplendor, precisamente, en los siglos asociados al llamado Renacimiento. Nace así la primera burguesía, y con ella los ideales guerreros medievales entran en crisis y son sustituidos por otros de naturaleza cortesana. Básicamente, el guerrero es reemplazado por el cortesano. De hecho, si nos fijamos en el nacimiento la ficción amorosa española ­aunque supongo que esto pasa en toda literatura nacional­, los autores de referencia de este género son cortesanos: Rodríguez de Padrón, Pedro Manuel de Urrea, Juan de Flores y un largo etcétera. Hay muchos intentos de clasificar las historias de amor en el plano literario, analizando y extrayendo sus atributos de género. Normalmente se tienen en cuenta los aspectos emocionales de la relación amorosa; el contraste entre el gran subjetivismo del protagonista y los análisis sociológicos del entorno; la divinización de la amada, el marcado idealismo, etc. En lo que me voy a fijar yo es en su temporalidad y procesualidad, aspectos que creo posibles sólo gracias a la substitución de la figura del guerrero por la del cortesano. Y condiciones indispensables para que la historia de amor se configure tal y como nosotros la conocemos. II Otra de esas características de la primera novela sentimental apuntada por sus estudiosos es que los personajes no evolucionan. Pero rápidamente se citan excepciones. No encontramos sólo estereotipos sino también personajes que cambian en el terreno psicológico. Esto se intensificará con el paso del tiempo. La peripecia amorosa se desarrollará de tal modo que los protagonistas no serán los mismos al final que al comienzo de ésta. Tal evolución, que no tiene por qué ser positiva, es algo que marcará a la historia de amor en adelante, al menos en sus ejemplos más conseguidos. La marquesa de O. (1805) de Heinrich von Kleist es un buen ejemplo. La protagonista que da nombre a esta narración corta se enamora del coronel ruso que invade su aldea junto a un pequeño ejército. Le amará, dejará de amarle y volverá a amarle de nuevo a lo largo del cuento pues, tal como ella misma declara, pasa de verlo “como un ángel” a verlo “como un demonio”. La evolución y el cambio constante, casi psicótico, del sentimiento amoroso en los protagonistas es un recurso común en Kleist, llevado al paroxismo en Pentesilea (1807), otra historia de amor con un marcado análisis psicológico de los amantes. Alessandro Baricco muestra en Seda (1996) a un Hervé Joncour que también cambia de rumbo por lo que respecta a su enamoramiento con una misteriosa oriental a quien conoce en sus viajes a Japón. Al final entiende que su lugar es el pueblo de Lavilledieu donde vive apaciblemente con su mujer de toda la vida. Heathcliff y Catherine, en Cumbres borrascosas (1847), también pasan por todo un calvario de transformaciones a lo largo de treinta años. Así, desde la famosa declaración de Catherine, “I am Heathcliff”, con la que declara su pasión, se llegará a una tortuosa relación de envidia y rencor entre los dos. El Werther (1774) de Goethe es otro caso donde, por el subjetivismo omnipresente, encontramos varias transformaciones y cambios de parecer. Precisamente la inestabilidad de Werther es relatada a partir de las transformaciones de su deseo: del enamoramiento por Charlotte pasa a querer olvidarla para luego desearla de nuevo y finalmente aplacar las tribulaciones de ese amor no correspondido, para suicidarse en un estado de ánimo más sereno. Este cambio o evolución necesarios no tienen por qué ser de todo el carácter. Pueden ser cambios de opinión, de voluntad, o una simple huella de que la historia (de amor) ha sufrido un desarrollo. Y que el orígen de tal cambio es la relación misma entre los amantes y lo que se genera a su alrededor. Hasta cierto punto es normal que las primeras ficciones sentimentales adolecieran de tal desarrollo. No hay precedentes, por ejemplo, de un relato amoroso desarrollado de manera autónoma ­con sus cambios y transformaciones­ en la Antigüedad. Busquemos en la tragedia. Incluso aquellos títulos donde es una relación sentimental la que desencadena la trama, como Alcestis o Hipólito (Eurípides, V a.C.), no podemos considerar que sean una historia de amor. En primer lugar porque no hay ese cambio al que nos hemos referido. La curiosidad por relatar un enamoramiento, pongamos por caso, una transformación inicial que dé origen a la historia de amor que sufrirá un desarrollo, es totalmente ausente en la Grecia clásica. Alcestis, quien da la vida para que su amado Admeto no muera, pide que éste no se case de nuevo. Admeto se muestra conforme. El amor es aquí principio de fidelidad caballeresca, pero es una relación ya dada. No hay enamoramiento y la obra se centra en el gesto heroico de la protagonista. La peripecia amorosa no genera un relato autónomo. En el caso de Hipólito, hijo de Teseo, encontramos a un casto enemigo de las pasiones mundanas que ha enamorado a Fedra, su madrastra, una mujer apasionada, ardiente, tempestuosa pero que no para de maldecir esos sentimientos de los que es víctima. Como en Alcestis, el enamoramiento es dado, es un punto de partida que no merece la pena analizar ­de hecho, no es algo ni que compita a los protagonistas, pues es una artimaña de Afrodita, quien actúa sobre Fedra­. El amor es aquí un pretexto para centrarse en el aspecto didáctico y todo lo que a éste le interesa: la desmesura, la virtud, etc. La peripecia amorosa es pues un mero trámite para pasar a lo que realmente importa, a saber, la relación trágica entre hombres, dioses y el sinfín de errores que median entre ellos. Por eso ninguno de los personajes sufre ninguna transformación a lo largo de la tragedia por la irrupción de ese amor. Fedra desde el primer momento desea morir por la pasión inapropiada que siente hacia el hijo de su marido, e Hipólito juzga implacable el amor que Fedra siente por él con la facilidad de quién juzga asuntos ajenos. Su carácter es el mismo durante toda la trama. No, en la Antigüedad greco­latina no hay cambio ni transformación en la historia de amor, porque precisamente no hay tal historia de amor. La presencia de un enamoramiento y de cambios y vaivenes del amor es más visible, pero aún sin explotar, en obras como Las Metamorfosis (8 d.C.) de Ovidio, autor de gran influencia para la posterior “ficción sentimental”. También es célebre el inicio de la Eneida (I a.C.), con la historia de amor entre Eneas y Dido, pero su presencia no convierte a la obra de Virgilio en una historia de amor. Y aunque sí leemos la narración del enamoramiento, de nuevo es una artimaña de Venus y Cupido. Otro recurso para exponer el desamparo de los mortales respecto a los caprichos de los dioses. Pero además la historia no tiene un desarrollo exclusivo: Dido y Eneas se conocen en el libro I pero los dos capítulos siguientes sirven para que Eneas narre sus tribulaciones y se exponga así el orígen del viaje del héroe. El relato amoroso no es autónomo. El enamoramiento de Eneas y Dido, consumado en el libro IV es mermado por la intervención de Júpiter y Mercurio, los artífices de que Eneas quiera dejar a un lado su relación con Dido y seguir su marcha hacia la fundación de Roma. De nuevo, la historia de amor se subordina a una didáctica: la victoria del deber y el control de las pasiones (Eneas) por encima del furor y la pasión (Dido). III Bien ¿Qué diferencía a los Werther, Heathcliff o Hervé Joncour; de Alcestis, Fedra y Dido? Lo ya dicho anteriormente, el reemplazo del guerrero por el cortesano. En la Antigüedad no encontramos la transformación y el cambio que buscamos porque no repercutían en el enamorado, sino en el guerrero. La transformación es el gran valor de un paso iniciático. Un momento liminar que sirve como ritual de paso a la vida adulta. La literatura clásica expone el paso iniciático por excelencia, el del héroe, que madura en su periplo contra los dioses y el mundo. El viaje será el símbolo tradicional de este ritual iniciático, como un simbólico paso por el laberinto. Los ejemplos son inagotables: el viaje de Guilgamesh, las pruebas de Hércules, la guerra de Troya, la vuelta de Odiseo a Ítaca, la comentada Eneida, etcétera. El valor de ese paso iniciático es el mismo que tiene el abandono de la virginidad. La impericia del guerrero inexperto o de quien no ha pasado por el trance amoroso es un estado liminal que ha de ser dejado atrás. Pero por qué cobra tanta importancia la figura del enamorado como para apoderarse de este esquema? Con la progresiva aparición del emparejamiento por libre elección a causa del amor ­afección no siempre valorada y para nada decisiva a la hora de contraer matrimonio­, el ámbito amoroso pasa a ser aquél donde se produce una mayor psicologización y personalización, mucho más que en la guerra. Esta nueva consideración del amor como ámbito privilegiado de análisis psicológico se debe, en parte, gracias a la utilidad que tienen las pasiones con el ascenso de la burguesía, mientras que en la Antigüedad, en la Edad Media y durante la Contrarreforma, éstas eran condenadas. Ahora la pulsión sentimental es un distintivo de pureza en la voluntad y el enamorado pasa a ser, por esta razón, héroe. Un individuo que puede prometer. La pasión amorosa puede ser el lugar donde buscar las virtudes que antes eran, precisamente, del guerrero, del hombre público que es capaz de reprimirlas pues no cede ante caprichos personales, privados. Podemos decir, entonces, que en la figura del enamorado el héroe se privatiza. Además, el enamoramiento legitima la experiencia carnal de los amantes. La sublimación del amor en forma de acto caballeroso permite al hombre dejar atrás la simple atracción carnal para dotar a su contacto con el otro de una profundidad adulta e incluso moral. Este escenario incluye algo que será fundamental no sólo para el amor, sino para su “narratividad”, su capacidad para ser relatado: que el amor como pasión sea motor de perseverancia y resistencia, de superación de adversidades, crea un interés por la procesualidad y la secuencia de la dialéctica amorosa. Una una atención por la temporalidad del amor. Me explico. La conmoción que mueve las acciones del enamorado, para llegar al grado de transcendencia con el que ser apreciada, debe ser tan fuerte que reserva al ser amado toda exclusividad. Ello exige que cada relación amorosa plantee un nuevo comienzo, de ahí que cada historia de amor sea concebida, en efecto, como “una historia de amor”, narración que tiene principio, nudo y desenlace. Abandono del estado pre­iniciático / proceso de transformación /estado post­iniciático. Hay una restricción temática para poder abordar una mínima psicologización. Un mínimo subjetivismo. Elaborar un relato amoroso implica abandonar el gran friso de la epopeya (relato público, didáctico, mítico) y focalizar exclusivamente el relato en un nuevo comienzo (relato privado). IV La procesualidad de la historia de amor no puede renunciar de este carácter único. Ni nosotros mismos podemos escapar a la sensación de que algo falla cuando en un relato se pervierte este “nuevo comienzo”. Las hazañas de Don Juan pueden encerrar muchas historias de amor pero ningún relato sobre este mito universal es una historia de amor. Curiosamente, es el mismo Kierkegaard quien pone el ejemplo de Don Giovanni como muestra de la necesidad de dejar atrás toda relación parcial, y centrarse en otra nueva para llevar hasta las últimas consecuencias la vida estética, donde todo debe ser un nuevo comienzo, efervescencia, burbuja de champán. Cada historia de amor debe ser una nueva historia, tratada aparte. No pueden relatarse un abanico de romances: la historia de amor debe ser un relato nuevo que encierre en él toda la peripecia, sus cambios y sus evoluciones. Debe ser único, aunque luego esta exclusividad se traicione. Tal necesidad puede experimentarse de una manera muy gráfica si observamos los protocolos que utilizó Marina Abramovic en The Artist is Present, su famosa performance para el MoMA de Nueva York. Estaríamos ante algo totalmente distinto si la artista serbia uniera a todos sus seguidores en un gran círculo, o abarrotados como el público de un concierto, y estableciera esa particular relación con ellos pasando delante de todos como hacen las estrellas del rock. En cambio, lo que hace es tener contacto visual uno por uno, como si cada uno de ellos fuera el único que existiera. Cada uno es un nuevo comienzo. Novedad es lo que surge en la vida de Hervé Joncour gracias a su relación con la mujer oriental de quien se enamora. Novedad es el coronel ruso para la Marquesa de O. Y con estas relaciones se cierra el relato. La historia de amor única es la medida ideal para contar ese proceso iniciático. El caso de Seda es ejemplar: una vez aparece la mujer de Joncour para clausurar la historia de amor que ha vivido su marido, el relato podría seguir, dando forma a la historia de amor entre los dos. Pero entonces Seda ya no sería una historia de amor. Seda acaba cuando la que era la nueva historia de amor de Joncour también acaba. No digo que en esta arquetípica historia de amor no quepan las tramas secundarias. La cuestión es si la peripecia central ­siendo ésta la peripecia amorosa­ se desarrolla como una de las confrontaciones entre Marina Abramovic y sus seguidores. Aunque sea por un momento, sólo existe esa. En ese privatissimum se cimienta el héroe burgués. Por eso Abramovic mantiene una apasionada y única vivencia con cada uno de los visitantes a solas, y no una confrontación comunitaria con todos a la vez, una confrontación “pública”. Es en el paso del héroe civil al héroe enamorado, apasionado, que se da esa sublimación de lo privado, y ahí es donde cobra sentido la cita de Fassbinder que encabeza este texto. Los problemas de la burguesía siempre son problemas privados. Es decir, los suyos, los de la burguesía. Incluso el modelo burgués de hombre comprometido ­pongamos por caso, el Bruto de Los Miserables de Hugo; o el bandido Karl, de Schiller­, son hombres políticos porque son apasionados ­y enamorados­. No por ser modelos de virtud y contención personal. El reto, a partir de aquí, sería el de pensar una historia de amor que conserve esas características irrenunciables y que al mismo tiempo abandonara la concepción burguesa del relato. ¿Pero, es eso posible? Puede existir una historia de amor sin procesualidad, sin transformación, sin relato? Si las historias de amor tal y como las conocemos deben su orígen y estructura al imaginario de una clase social, la burguesía ¿cómo sería la estructura y el desarrollo de una historia de amor no burguesa o, más aún, anti­burguesa? ¿Incluso podríamos preguntarlo de una forma más retórica: cómo sería una historia de amor anti­historia­de­amor? La atomización del discurso único por parte del montaje cinematográfico era lo que seducía a Walter Benjamin. El estandarte de un modo revolucionario, no burgués, de relatar. Por eso miraba ilusionado el cince y la Unión Soviética. Hacer volar la exclusividad, la univocidad. Y la privacidad, claro. Cortar en pedazos la peripecia amorosa. Una historia de amor sin relato. Quizá sea imposible. Una historia de amor es un melodrama con el que la burguesía gusta de excitarse y de imaginar que vive. Quizás por eso Eisenstein no relataba historias de amor. Ya era hora de preocuparse de los problemas del proletariado. Barcelona 1 de agosto de 2014 Bibliografía Backhtine, M.; Esthetique et théorie du roman. Paris: Gallimard, 1978. Luhmann, Niklas; El amor como pasión: la codificación de la intimidad. Traducción de Joaquín Adsuar Ortega. Barcelona: Península, 1985. Mª Pilar Martínez Latre; “La evolución genérica de la ficción sentimental española: un replanteamiento”. En Berceo, nº117; Logroño: Instituto de Estudios Riojanos, 1989; pp. 7­22. Rougedemont, Denis. El amor y occidente. Antoni Vicens. Barcelona: Kairós, 1979. Simon Goldhill, «Character and Action, Representation and Reading: Greek Tragedy and its Critics», en: Ch. Pelling (ed.), Characterization and Individuality in Greek Literature, Oxford: Clarendon Press, 1990, pp. 102­105.