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La ratita presumida
Ilustraciones: Fino Lorenzo
EllagoEdiciones
Había una vez una ratita muy presumida, que todos los días,
muy de mañana, barría cantarina la entrada de su casa:
—¡Al pasar la barca… me dijo el barquero…! –y así,
barre que te barre, canta que te canta, la ratita, que era muy
dispuesta, tenía la casa limpia como una patena.
Una mañana, mientras barría, reparó en algo que refulgía en
el suelo:
—¡Oh…! ¿Qué será eso que brilla? ¡Ay…! ¡Una
moneda de oro! ¡Una moneda de oro! –dijo, saltando de
alegría.
Después de dar una docena de brincos –y algo cansada–, la
ratita se sentó en las escaleras y se puso a pensar en lo que haría
con ella:
—¿Compraré bombones? No, que los dientes estropearé.
¿Compraré piñones? No, que los dientes me afearán. No
necesito una falda, ni un sombrero, ni… –decía la ratita,
indecisa.
Después de mucho cavilar –ya le dolía la cabeza–, la ratita
exclamó feliz:
—¡Ya sé! Compraré el lazo más bonito del mundo para mi
rabito.
Y dicho y hecho. La ratita corrió tanto que llegó en un instante
al mercado.
—¿Cuál es el lazo más bonito que tienes? –le preguntó a la
tendera, que tenía sobre el mostrador lazos grandes y pequeños,
de colores discretos y llamativos.
—Tengo muchos, guapa. ¿Qué te parece este?
—¡Ay, no, es muy pequeño!
—¿Y este otro?
—Tiene muchos adornos.
—¿Y aquel?
—¡Ay, no, que es de una tela muy tiesa!
—¡Vaya! Y aquel verde, ¿no te gusta más?
—Mmmmm –dijo, poco convencida.
La ratita, que era muy presumida y andaba siempre muy
elegante, no quería comprar cualquier lazo y no pararía hasta
conseguir el mejor: un verdadero lazo de órdago.
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