Confieso Que La He Querido - Escuela Freudiana de Buenos Aires

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"Confieso Que La He Querido"
(*)vii Jornadas Escuela Sigmund Freud Rosario. "acto AnalÍtico. PosiciÓn Del Analista". 4 Y 5 Agosto De 2000
Cristina Saenz
¿Cómo interviene un analista frente a lo real de la enfermedad orgánica?, qué análisis es
posible cuando no se sabe del tiempo que uno dispone, a qué apuntan las intervenciones del
analista.
Bendita conjunción o disyunción entre la medicina y el psicoanálisis, cuando el ser médico
también afecta la subjetividad del analista, cuando ahí no puede jugar al muerto, cuando
dispone de esa batería significante que también le hace leer lo que ese cuerpo muestra ante
lo renegatorio del saber y del discurso médico.
Será justamente no renegar del decir del analizante?. Escuchar ahí lo que el sujeto nos dice y
no es escuchado en ese decir, sino que es arrasado, colocado como puro objeto de la
medicina, como puro objeto cuerpo, desenlazado de los otros dos registros.
Qué lugar somos llamados a ocupar?.
Consulta cuando el diagnóstico de cáncer arrasa con su subjetividad. Ella sabe de cuidar al
otro, pero no ser ella la cuidada, la que quiebre, "¿por qué a mí me pasa esto?", es la primera
pregunta que no puede hacer pasar, aunque la respuesta sea, "por qué no a Ud".
Si bien, apresuradamente lo podemos leer del lado del narcisismo, escuchando un poco más,
no sólo de eso se trata, se trata de duelos, se trata del significante cáncer que algo a ella le
dice de lo no dicho hasta ahora.
De cáncer se está muriendo su madre. De cáncer murió su padre, hace treinta años atrás,
cuando ella aún era muy joven, padre que no pudo cubrir su puro dolor de existir con el velo
que anuda nuestro cuerpo, padre que mostró la obscenidad de su terror a la muerte, padre
que demandó lo indemandable, padre que suplicó, aferrándose a sus manos, que no lo dejara
morir. Ningún goce se ahorró este padre en una mostración imposible de tolerar, visión
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horrenda, que los años no pudieron tramitar.
Actual, como todo trauma, reaparece esta visión horrorosa de un real que como el sol no
puede mirarse de frente.
Cómo respondía?. Aterrada. Atada a la tierra sin poder caminar.
Su madre, que yacía en la cama desde hacía ya varios meses, se iba muriendo
despaciosamente, aceptando sin queja, su final, y viviendo la vida que le iba quedando, aún
en el simple placer de esa Sta. Rita que le pidió e hizo plantar, justo ahí, frente a su ventana,
para poder regocijarse con los primeros brotes, los primeros pimpollos, el color de la primera
flor que se abría a la vida. Pero no le bastaba. Identificarse a esa madre no cubría el
sujetamiento al goce de este padre, a quien sostenía, ni vivo, ni muerto, pura presencia,
mirada, foto en la mesita de luz, siempre con una flor, con un rezo, un beso, una despedida
todas las noches, así desde hacía 30 años.
El camino de la quimioterapia fue el camino de este duelo, día a día el hospital olía a su padre
enfermo, puro casual que fuera el mismo hospital?, entraba a encontrar ahí, ese lugar aún no
perdido, entraba a encontrar ahí el camino hacia la vida. Entonces, por qué suplicaba que no
la sometieran más al tratamiento, qué suplicaba, qué la atormentaba. Seguramente no eran
las náuseas, ni la diarrea, ni ese olor a las drogas que impregnan el cuerpo todo, ¿era un
súplica al padre?, soltame, déjame vivir, o la imposibilidad de soltarse y dejarse vivir. La vida y
la muerte desenlazadas.
Me enfrentaba con su mirada y con su palabra, "ud. no sabe lo que es esto, ud. no sabe de mi
sufrimiento", "no, no sé, pero sí sé que es contra su enfermedad y no contra ud.", sosteniendo,
sin pausa y sin piedad, piedad que la situaba como objeto, sosteniendo el camino que como
sujeto debía recorrer.
Entre la quimioterapia y el duelo por su padre, y la enfermedad de su madre, a quien no podía
pensar como una madre atravesada por la muerte, se fue abriendo el recorrido de su historia,
de sus síntomas.
Síntomas que la habían anudado de alguna manera pero que ante la mirada médica la
situaban en un exceso que la hacía caer en el común lugar de loca histérica, resistente al
análisis, resistente al tratamiento que la medicina le proponía, y ella decía bien, "pero si yo
vengo, pero si yo voy a hacerme el tratamiento", es cierto, lo único que podía hacer era
quejarse, resistirse, allí, algo de su subjetividad rescataba, "lo último que uno puede perder es
su derecho al pataleo. Quién nos puede quitar ese derecho".
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Venía y pataleaba. Construía un lugar donde su reclamo era escuchado. También tenía que
escuchar el reclamo de su marido, de sus hijas, quienes le demandaban no quejarse, no
angustiarse, sufrir pasivamente su dolor.
Darle curso a su decir, velar su dolor, no hacer mostración, al modo de su padre de lo
imposible de mostrar, no demandar lo imposible de ser demandado, cubrir su cuerpo con un
velo, sus palabras, su angustia, hasta dónde decir, hasta dónde llorar, hasta dónde suplicar,
qué suplicar.
Pedía amor, comprensión, ella seguramente hubiera cuidado a su marido sin queja, pero él se
quería ir, ella percibía bien que todos se querían alejar de su cáncer. Ella, ¿era culpable de
esa enfermedad?. Tramitación en la aceptación de ese real, para ella, para su marido, para
sus hijas, a quienes escuché más de una vez, intentando separar el eterno reproche hacia esa
madre, que las había sujetado con su depresión, sus fobias y sus miedos, de lo actual,
mientras también despejaba, diferenciando, la separación por un viaje, con la separación que
la muerte de los seres queridos nos confronta.
Sus hijas no habían sido perdidas y entregadas a la vida, habían sido reemplazadas por sus
nietas, a quienes cuidaba con devoción y amor maternal, pero "son mías, no me las pueden
quitar". "No, no son suyas, no son parte de su cuerpo, déjelas volar, crecer, no las ate
aferrándose a ellas como su padre hizo con ud., deje morir a su padre, deje vivir a sus hijas y
nietas, viva ud., basta con ese altar a los muertos y a la muerte".
"Ud. me va a sacar mal hablada, beoda, y salidora".
Y si, descubrió que la comida no mata, que un anís, como decía mi abuela, puede ayudar a la
digestión, y que podía animarse a caminar sola, a buscar esas medialunas de Nuria que la
tentaban.
Gran reproche. "¡Mire lo que me pasó por hacerle caso a ud.!", así entró con su brazo
entablillado, salir le hizo dar el mal paso, para poder luego continuar diciendo que siempre se
cayó, en cada mudanza, que la alejaba de su familia de origen, caía, se caía, la inestabilidad,
el vértigo, le movía el piso, y caía.
Una vez más cayó. Cuando la tentación, desde una vidriera, la llamó, y ella acudió a la cita,
tropezó y cayó. Pero pudo. Pudo llamar a gritos a un taxista para que la auxiliara, al
encargado del edificio para que avisara a su marido, pedir que la trasladaran al hospital. A
pesar de ella, pudo.
Si bien, no puedo dejar de decir que casi me sentí culpable de su caída, habré dado un paso
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más largo del que ella podía dar?. Casi, casi, me convence. A gritos pedía, suplicaba, que le
dejaran seguir siendo un objeto inerme, inerte, imposibilitado, muerta en vida, sin poder
entregarse a la vida.
Ahí, entre la muerte y la vida se debatía la dirección de la cura.
Yo también me debatía, entre el inconsciente y la enfermedad, cuánto era de su estructura,
cuánto de su cáncer. Quién era yo, médica o psicoanalista. Qué interpretar. Qué acotar del
goce médico. Cuánto era de su sufrimiento, cuánto de su imposibilidad de sufrir, de perder.
Cuánto era por lo no perdido, cuánto era por lo perdido. Esos vértigos de antaño, ahora
actualizados, cuánto eran de lo orgánico, cuánto expresión de un sufrimiento psíquico. Dónde
estaba el límite, dónde estaba mi límite como analista, dónde mi acto.
Mientras me debatía, no dejaba de hablar con el traumatólogo, qué pasaba con el dolor, era
pura vivencia de dolor?, iba por el lado del psicoanálisis, iba por el lado de la medicina. Cada
vez más imposibilitada, cada vez más dependiente, qué hacer.
Venía sufriendo por el dolor que les causaba a sus nietas.
"Vamos a hacer un acuerdo, vamos a llorar su muerte cuando Ud. esté muerta, en su velorio
lloramos las dos, ahora, no". "No está muerto quien pelea".
Fue un intento, absurdo, paradojal, de no llorar una muerte anticipada, donde como cuerpo
mortífero, mortificado, se ofrecía a mi mirada.
El dolor fue in crescendo.
Ante un nueva salida, partida de viaje, vuelve a caer. Fractura su otro brazo. Dolor que la
comienza a petrificar. Cada vez puede menos. Más inmovilizada. Y ante su inmovilidad más
sometida a la violencia de un maltrato de años, sin palabras, sólo podía quejarse un poco,
muy poco, su marido e hijas le gritaban cada vez más, hasta dónde ella ejercía una crueldad
melancólica, hasta dónde no era alojada en su sufrimiento.
Cómo intervenir. Alojando su decir. Su dolor. Sólo eso. Respetando su derecho a patalear. Su
derecho a reclamar. Su implicancia. Ella había educado así a sus hijas, siempre dispuesta a
escuchar y a responder frente a todo reclamo, nadie estaba preparado para un cambio de
lugares, ni ella ni los demás.
Las partidas fueron siendo menos dolorosas. Se asombraba que podía despedir cuando
partían de viaje, aunque seguía sintiendo el terror a cualquier accidente que suponía poder
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evitar si estaba atenta con la mirada, comprendía que ni ella podía evitar lo azaroso, lo
imprevisto, ese imprevisible que se había empeñado en controlar a través de las comidas que
evitaba como si siempre hubiera estado enferma, del no salir, del control obsesivo de la
limpieza, de las fechas de vencimiento en los envases, del no haber tomado nunca alcohol.
Todo lo real pulsional había sido envasado, controlado, domeñado.
También murió su madre, a quien lloró, autentificando su derecho a sufrir, a llorar la muerte de
sus seres queridos, a duelar su casa infantil.
Mientras construíamos también su infancia. Su abnegado y sacrificado padre, trabajador rural
sufriente, que partía con su vianda, fue recuperando la imagen de aquel que también pudo
comprar una casa, alimentar, criar y educar a sus hijos. Pero claro, padre que la retenía a su
lado, imposibilitando la salida. Pero se enamoró y se casó. El día de su boda también se
despidió de la cosmética, la prohibición de adornar su cuerpo cayó sobre ella, no hubo más
lápiz labial, ni pintura de uñas, ni teñido de su cabello.
Ante cada queja, ante cada reclamo, la amenaza del abandono la retenía. Hasta que pudo
comenzar a pedir, a reclamar. A aceptar ser cuidada, y a hablar, en lugar de mirar, con mirada
de desamparo, soportando ese lugar sufriente.
Pero el dolor fue in crescendo.
Cuando comenzaba a recuperar sus brazos, perdió las fuerzas, "las piernas no me responden,
no me obedecen". Aterrada, temblaba ante cada marco de cada puerta que indicaba un salir o
un entrar.
"Como con brea los pies me quedan pegados al suelo".
La escuchaba mientras recordaba la frase de Lacan, aterrada, atada a la tierra. Pero también
escuchaba "las piernas no me obedecen". También escuchaba de su vértigo, de su mareo, de
su inestabilidad. ¿Y si tenía algo orgánico?.
Los médicos la mandaban a mi consultorio mientras le interpretaban su resistencia y su
rechazo, pero era cierto lo que ella decía, "yo vengo, hablo", y hasta dónde podía, escuchaba.
Y hasta se reía cuando me rebotaba una intervención. Se reía y me miraba con gesto
cómplice y pícaro.
La mirada la sostenía cuando sus piernas no la sostenían, cuando entraba al consultorio del
brazo de su marido, cuando quedaba atrapada en el marco de la puerta, la mirada era un
puente que la ayudaba a entrar, mirada que buscaba con desesperación, mientras la
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acompañaba a su asiento, y escuchaba esa verdad de su imposibilidad, esa verdad de sus
ganas de caminar, su quiero pero no puedo, "no me responden".
Fue entonces que comencé a llamar al neurólogo, "no tiene nada orgánico, vértigos histéricos,
paciente fóbica", es cierto, su fobia la acompañaba desde siempre, estaba aterrada, pero,
¿hasta el punto de no poder caminar?.
Seguí insistiendo, "hágase escuchar, quéjese más fuerte, no acepte el maltrato, ud. se siente
mal", su insistencia y la mía, posibilitó un estudio más detallado. Se confirmó un diagnóstico,
presentaba un edema cerebral con las cavidades tres veces más grandes que su tamaño
natural, y un neurinoma del VIII par que determina, como síntoma, que "las piernas no
responden al mandato que envía el cerebro".
"Las piernas no me responden", decía sin cesar.
Yo también desoía la voz superyoica que me ordenaba olvidarme que era médica, mientras
me preguntaba qué estaba haciendo, cuál era mi lugar.
La desprolijidad iba in crescendo.
Hacía tiempo que no podía concurrir al consultorio, dos, tres veces por semana iba a la casa.
El marido, las hijas, las nietas, poblaban el espacio, mientras ella con la mirada me reclamaba
su espacio, ser escuchada, mientras el marido se quejaba de su necedad, de su rechazo a ser
operada nuevamente, ahora de la cabeza. Tenía miedo, todos tenemos miedo a una
neurocirugía. Y recorrimos esos miedos, la acompañé al hospital, estuve con ella la noche
anterior a la intervención, tomadas de la mano, mirándonos, casi sin hablar, sentía que mi
presencia le hacía falta. Y yo, sólo eso le podía dar.
Además venían mis vacaciones, tenía que anunciarle mi partida. Mientras me decía que
descansara, que disfrutara, también me pedía que no la dejara, en un decir sin palabras que
ella sabía yo entendía. Qué hacer. Y bueno, inventé.
Una semana después de la operación, partí de vacaciones, le dejé a mi secretaria quien la
llamaba por teléfono, y me mandaba un mail a través del cual nos comunicábamos. Hasta que
llegó uno donde me decía que estaba caminando sóla, sin ayuda.
Caminando sóla, entró a mi consultorio a mi regreso, las dos nos abrazamos emocionadas,
todavía recuerdo la piel erizada de sus brazos. Sus ojos radiantes.
A los cuatro días me llama su hija para decirme que no podía venir porque tenía una
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trombosis en las piernas. Fui nuevamente a su casa. Estaba en cama, sus dos piernas
hinchadas, edematizadas, no tenía apetito, "Tengo miedo que este sea mi final", no le
respondí, me quedé a su lado. En silencio comió un trozo de manzana, mientras nos
mirábamos.
Por qué me mira, me preguntó, estoy esperando si me quiere decir algo más.
No volví a verla. Una hora antes de su entierro me avisaron que había fallecido por una
trombosis metastásica.
No pude llorar con ella en su velorio como habíamos acordado.
Solo puedo decir. Confieso que la he querido.
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