EL SOL Y YO (Un cuento con sabor a nostalgia) Alguna vez

Anuncio
EL SOL Y YO
(Un cuento con sabor a nostalgia)
Alguna vez descubrí que el Sol estaba allí, aunque ya ambos habíamos estado en
el mismo mundo desde mucho antes, yo desde hace varias décadas y él, según los
expertos, desde hace unos 5 mil millones de años. Y desde el primer contacto
visual que tuve con él me fascinó.
Al principio, no me acerqué mucho a él o más bien a sus efectos; no sabía lo
cálidas, reconfortantes y agradables que podrían ser las caricias de sus rayos.
Pero menos sabía que esos mismos rayos que comienzan acariciando podrían
provocar daños muy probablemente irreversibles, como quemaduras, cáncer de
piel o heridas en el alma. Sí claro, el eterno problema de no saber cuándo se
cruza el justo medio de las cosas y de ser benéficas pasan a ser dañinas. Toda
una hormesis.
Por lo tanto, ignorante o inconsciente de todas estas características contrapuestas
finalmente me acerqué después de un tiempo de descubrirlo y lo primerísimo que
recibí, vaya, casi toda una impronta indeleble, fue lo cálido, reconfortante y
agradable de las caricias de sus rayos. Durante un tiempo razonable, pero que a
mí nunca me fue suficiente, disfruté como algo novedoso de esos beneficios. Por
supuesto para mí fue casi una tregua que Dios me concedía en el camino de mi
vida al conocer algo que, al menos en mi historia, era nuevo y verdaderamente
inédito.
Pero como las improntas también son negativas, aunque no en sí mismas, sino
según las circunstancias, también ocurrió que la emoción misma de la novedosa
sensación de las caricias de sus rayos, comenzó a tener visos de que algo no
andaba bien. Comencé a notar unas manchas extrañas en su superficie y después
sabría yo, por la autorizada opinión de los expertos, que eran explosiones en su
superficie y que cuando éstas ocurrían, se despedían altos niveles de
radioactividad, sí, esa misma que podría provocar quemaduras, cáncer de piel o
heridas en el alma. Sin embargo, yo no podía hacer nada por evitar esa actividad
dañina en su superficie pues era algo que casi desde que comenzó su historia, ya
poseía y que fue desarrollando en el transcurso de sus años.
Opté por evitarlo, pues ya comenzaba a tener en la piel algunas huellas de sus
quemaduras. Fue difícil, pues la cálida suavidad de sus primeros rayos sobre mí
me había despertado las más puras y verdaderas sensaciones de bienestar y de
placer. Por lo tanto, haciéndome el ofendido, busqué que el Sol se mudara a otro
espacio en donde al menos no estuviera yo bajo el efecto de sus rayos suaves ni
de sus quemaduras hirientes. Sin embargo, siguió estando ahí cerca, pues no
logré que se fuera más lejos. Casi olvidé que mucha de la luz que recibía yo
durante el día era producto de él mismo. Sin embargo, la relativa distancia física
que puse de por medio me ayudó mucho a dejar de depender del brillo de sus
rayos. Y así funcionó un buen tiempo. Había días completos que no lo veía,
aunque quizá él sí me veía sin que yo me diera cuenta. Y otros, yo llegaba a
observarlo sin que él se diera cuenta.
Después de un corto tiempo y cuando ya lo sentía muy lejano y casi había
cauterizado con el fuego del tiempo las heridas que llegó a provocarme con sus
rayos, pasé unos días de mucho frío al grado de sentir dolor en los huesos y no
poder caminar. Y fue entonces cuando sucedió: una mañana, de manera
totalmente inesperada, recibí brevemente un rayo de su luz, de su calor, de su
tibieza, de su suavidad, de su calidez, de su generosidad. Fue breve, pero él no
tiene idea de cómo le agradecí ese contacto. Volvió a ocurrir lo mismo una vez
más y yo, al ver que no se había olvidado de mí, me sentí reconfortado en el
alma, más que en la piel y en los huesos.
Pero el tiempo que estuvimos distanciados había hecho estragos. Ya no sería
posible estar otra vez en contacto, pues él –ahora lo sabía yo con claridad- era tan
benéfico como dañino y yo debía buscar otras formas de obtener calor, de tal
modo que no fuera mayor el daño que el beneficio.
Hasta la fecha, pienso en lo tibio de sus rayos más de lo que él se imagina. Hay
días en que prácticamente no pienso en él –lo reconozco-, pero hay otros días en
que, ya sea porque lo veo de lejos o porque sé que anda por ahí cerca, pienso
mucho en él, con una nostalgia serena que aun ahora se debate entre el gozoso
placer de sus rayos tibios y suaves, y la dolorosa sensación del daño potencial
que contienen esos mismos rayos, junto con la impotencia que sentí muchas
veces de no poder hacer nada por ayudarlo para que dejara de hacer daño a
quienes tenían contacto con él. Llegué demasiado tarde a su existencia.
Ahora lo veo de vez en cuando. Todavía a veces lo sorprendo mirándome de
reojo, aunque ya no siento mucho la tibieza de sus rayos; es probable que ya se
esté olvidando de mí. A veces es él el que me sorprende mirándolo y yo finjo que
no lo veo o que no me importa verlo. Sin embargo, me dejó unas marcas
mayormente benéficas que dañinas y sigo recordándolo con la todavía facilidad
de saberlo ahí, cerca de mí. Sólo necesito dar unos pasos, y sé que puedo
encontrarlo para seguir sintiendo el placer de verlo y disfrutar su presencia,
aunque sea de lejos. Y él… creo que él también sabe que estoy ahí y sabe que
dejé de necesitar sus rayos suaves, pero lo sigo apreciando, más que a muchos
otros regalos de la naturaleza aunque siempre tenga el potencial riesgo de
provocar quemaduras, cáncer de piel o heridas en el alma.
Lee todo en: Poema EL SOL Y YO (Relato con sabor a nostalgia), de Cisne
Negro, en Poemas del Alma http://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrarpoema-402989#ixzz4FcJXPXEd
Descargar