El imperio de la ley

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El imperio de la ley
Iñaki Egaña
Nuestro sistema solar se encuentra en un borde de la galaxia que llaman Vía Láctea, junto a
otras 400.000 millones de estrellas. El Universo al que tenemos acceso alberga a 100.000
millones de galaxias. Multipliquen. Números extraordinarios que provocan vértigo. En el planeta
Tierra, recordando que entre sus eras geológicas la nuestra es la que nos ha tocado en suerte,
la estadística nos señala que, siendo animales vivos, lo razonable habría estado en nuestra
especificidad, coleópteros. Es decir, por lógica, no debería estar redactando un artículo de
opinión, sino enroscando bolas. Los escarabajos son mayoría, 375.000 especies distintas, 66
veces más especies que las de todos los mamíferos juntos.
Y sin embargo, germinamos sapiens. La norma señala, nuevamente, que mi lugar de
nacimiento debería haber sido China, cuyos habitantes son casi el 19% de la población
mundial. Al menos en este siglo XXI. Si no chino, sí al menos asiático. Pero no es así.
Rompiendo la lógica estadística, el que escribe estas líneas tiene documento de identidad
español, aunque su voluntad sea otra. España, como Francia, no dan en absoluto
trascendencia a la voluntad de sus vecinos, ciudadanos o pueblo, según el discurso, sino que
integran su nacionalidad en el imaginario de un territorio. Nacer dentro de las fronteras de ese
territorio es la cualidad indispensable.
Esta nacionalidad recibe el nombre de esencialista. Algo así como una ley natural, alejada de
cualquier «veleidad» razonable. Sabemos que la fe, la condición, la religión, la nación esencial,
no son susceptibles de debate, no tienen que ver con la democracia, puesto que están por
encima de ella. Las líneas rojas a las que aluden las fuerzas reaccionarias, aquellas que han
construido su nación sobre la fuerza y la conquista.
Este esencialismo inexplicable en un universo abarrotado de galaxias, esa trascendencia a un
pedazo de tierra dominado por los escarabajos, ese mesianismo sobre España y Francia,
conceptos que en realidad son criminales (¿cuántos “El Corazón de las Tinieblas” de Conrad
podríamos replicar desde la cercanía?), tienen un recorrido argumental que me sorprende al
estirar la cuerda.
Los nacionalismos son perniciosos, provocan la división de la clase obrera, son excluyentes,
germen de xenofobias, se nutren de fábulas históricas, edifican una mitología atrasada,
renuevan el mito de la tribu, alientan las fronteras… ¡Cuántos relatos interesados! ¿Se refieren
al nacionalismo español? ¿Al de Rajoy, Sánchez o Monedero? ¿Al francés? ¿Al de Hollande,
Le Pen o Laurent?
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El imperio de la ley
Iñaki Egaña
Catalunya ha dado luz verde a la composición del Parlamento que, según parece, guiará a sus
vecinos hacia una república independiente. En el plazo de 18 meses. Es la voluntad de los
grupos políticos que defienden la independencia, mayoritarios, ante la imposibilidad de
numerarse por medio de un referéndum.
El esencialismo español se ha enrocado en los argumentos que han conformado su naturaleza
histórica. A los catalanes no les asiste derecho alguno. La voluntad política, el deseo de una
mayoría, el derecho a decidir… son descartados de manera irracional. La patria no está en
discusión. Si uno llega al mundo en el que ahora llaman antropoceno y tiene la «fortuna» de
hacerlo en forma de mono ilustrado entre Pirineos y Gibraltar, su destino está decidido:
español. Y para avalar esta ley natural, nada que ver con el contrato humano, la única razón
que discurren unos y otros es la de hacer valer el «Imperio de la Ley». ¡Cuánta bestia con
corbata! La vía de desanexión catalana es tratada como un «desafío». La justicia como un
imperio.
«El Imperio de la Ley», frase que ya de entrada apuntala una palabra que nos acerca al
colonialismo, a la imposición, al sombreado castrense de las cuestiones jurídicas, apareció
recientemente con la firma del hoy rey emérito, el Borbón de safaris y orgías haciendo honor a
su apellido. La constitución española vigente ya alumbraba en el preámbulo que su objetivo es
«consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la
voluntad popular». Así, escrito como está, da un poco de miedo.
Ante ese nacionalismo esencialista que ya no tiene a Dios, al Cid Campeador, a Viriato o a la
raza de Paco Gento, Mariano Haro y Perico Delgado para vindicar, el argumento contra esa
nación por voluntad que reclama Catalunya, o en nuestro caso Euskal Herria, es la Ley, su
cumplimiento. Su imperio. ¿Qué ley va a construir un sistema cuyo sostén se encuentra
precisamente en el no reconocimiento del otro, en la negación de la alteridad? Se trata de una
ley antidemocrática, que las hay por doquier como la historia cercana y reciente nos ha
demostrado de sobra. El Imperio de la ley es el imperio de la corrección (corrupción) o, lo que
es lo mismo, el uso de la norma como pretexto para determinar una situación política, para
generar salidas antidemocráticas en una confrontación política perfectamente legítima.
Estamos en 2016, en el borde de una galaxia que nuestros antepasados pensaban leche
derramada de Hera, dando gracias a la madre naturaleza por no haber sido escarabajos y por
disfrutar de la vida con conciencia. Hasta ahí. Porque en esa conciencia, lo inescrutable
gobernado por la imposición de fuerza (militar) sigue siendo el quid de la cuestión.
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El imperio de la ley
Iñaki Egaña
El Imperio de la ley, por muchas vueltas que le den los juristas, las webs sobre derecho, las
interpretaciones académicas, sigue siendo el imperio del más fuerte. No me voy a ir al
Pleistoceno, sino a unas décadas más atrás para comprender hasta qué punto España es
rehén de su naturaleza. De su naturaleza antidemocrática, esencialista.
El Ejército español, que se creó tal y como lo conocemos en la actualidad al término de la
Segunda Guerra Carlista, tenía ya entonces como «primera y más importante misión la de
sostener la independencia de la Patria y defenderla de enemigos interiores y exteriores.» En su
reorganización de 1889, su finalidad primordial sería la de mantener la «integridad de la
Patria». Después de la guerra civil, la Ley orgánica del Estado español señalaba, en su artículo
37, que las fuerzas armadas eran «la garantía de la unidad de la patria y la integridad de sus
territorios.»
Ya en julio de 1936 Franco, Sanjurjo y Mola, los jefes de la rebelión militar, habían dicho:
«España es una unidad. Toda conspiración contra esta unidad será rechazada. El separatismo
es un crimen que jamás tendrá perdón.» La Constitución española de 1978 volvió a recordar el
papel del Ejército como garante de la «unidad española».
Hoy, esa Constitución, que explícitamente cita al «Imperio de la ley», es la excusa para
mantener ideas medievales. Hoy, esa Constitución, que mantiene en lo esencial las mismas
frases y apartados sobre el «enemigo interior» que tomó fuerza con la independencia de las
penúltimas colonias españolas, es la misma carta sagrada que hace unas décadas adoraban
los sacerdotes del nacional-catolicismo. No dejo de maravillarme cuando en televisión, en
revistas especializadas, en equipos punteros de investigación, en esa modernidad que nos
acerca a la sustitución de la inteligencia simiesca por la artificial, encuentro trazas de
científicos, de grandes hombres y mujeres que leen la vida en clave que hace unos años
habríamos supuesto de ciencia-ficción. Literatos que conmueven, activistas comprometidos.
Españoles y franceses a los que admiro profundamente.
Y que, sin embargo, cuando la galaxia se difunde, cuando la tierra se hace seca, avanzan
discursos tan rancios, tan pegados a una ley natural que no encuentro por ningún lado, que, al
parecer, ni existe. Entonces toda mi admiración se desmorona. Son las hijas y los hijos del
misterio evolutivo. Una parte de su cerebro aún defiende lo indefendible. Porque únicamente
hay una respuesta. Que la voluntad es la clave, que la decisión es nuestra y que la esencia
desapareció hace ya décadas en un vaso de disolvente lácteo.
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Iñaki Egaña
Naiz
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