INTRODUCCIÓN

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INTRODUCCIÓN
La revolución que estalló en Francia, a finales del siglo XVIII, ha atraído la atención de los historiadores
desde el primer momento y no se ha debilitado con el paso de los años. Es uno de los hechos de la historia que
más tinta ha hecho correr, debido a sus características y repercusiones. Sin embargo, como afirman Godechot
y Palmer, no es un hecho aislado, sino una revolución más en el seno de las revoluciones atlánticas, iniciadas
con la independencia de las trece colonias americanas. Aunque, eso sí, la Revolución Francesa es la más
completa e importante dentro de esa cadena de revoluciones, siendo considerada como modelo de revolución
política, que transformó no sólo las instituciones francesas, sino que también contribuyó a modificar las
europeas.
Aunque las causas que generaron la Revolución fueron diversas y complejas, éstas son algunas de las más
influyentes: la incapacidad de las clases gobernantes nobleza, clero y burguesía para hacer frente a los
problemas de Estado, la indecisión de la monarquía, los excesivos impuestos que recaían sobre el
campesinado, el empobrecimiento de los trabajadores, la agitación intelectual alentada por el Siglo de las
Luces y, como ya se ha apuntado, el ejemplo de la guerra de la Independencia estadounidense. Sin embargo
contamos con teorías que dejan a un lado la relevancia de la lucha de clases y recalcan los factores políticos,
culturales e ideológicos que intervinieron en el origen y desarrollo de este acontecimiento.
ORÍGENES DE LA REVOLUCIÓN
Se han dado las más diversas interpretaciones acerca de sus orígenes y significado, aunque pueden sintetizarse
en tres: Los historiadores que consideran la Ilustración como el elemento desencadenante de la revolución; los
que presentan a ésta como una consecuencia directa del desfase de la evolución de las estructuras económicas
y la organización socio−política; y los que dan una explicación pluralista. Siguiendo esta última tendencia,
podemos decir que la revolución francesa fue el resultado de:
− Una preparación ideológica. A lo largo del siglo XVIII las ideas de la Ilustración fueron penetrando en
algunas capas de la sociedad francesa, lentamente hasta 1770, más rápido a partir de esta fecha, no porque se
hubieran derogado las leyes que obstaculizaban la difusión de las obras subversivas, sino porque la policía y
las autoridades se mostraron menos rígidas en el cumplimiento de su deber. El pensamiento de los filósofos
ilustrados no sólo se conoció de una manera directa con la lectura de sus obras, privilegio éste de las clases
más ricas, sino también a través de las discusiones, análisis, a veces deformantes, que se hicieron de ellas en
los cafés, los clubes, las sociedades literarias y en las academias. De una forma u otra, las demoledoras críticas
a la Iglesia de Voltaire, las teorías políticas de Montesquieu, Rosseau y Raynal, o los reproches de Sièyes a la
estructura social, entre otros, cada vez encontraron más adeptos entre la nobleza, la burguesía comerciante y
financiera, y en algunos sectores eclesiásticos, especialmente entre el clero regular. Igualmente influyó en
ellos la revolución americana: la estancia de Franklin en París, los voluntarios franceses que fueron a
Norteamérica y la declaración de independencia fueron algunos factores que contribuyeron difundir el ideal
revolucionario.
− Una estructura anacrónica social, con fuertes desequilibrios. La sociedad francesa estaba jerarquizada y
dividida en los tres estamentos tradicionales. El clero era el primer estamento, tanto por la riqueza territorial
como por su organización política. Poseía numerosos inmuebles urbanos y el 10% de las superficies agrícolas,
proporción importante si se tiene en cuenta que únicamente representaba el 0,5% de la población. Cobraba el
diezmo, que recaía sobre todas las tierras y que, aunque variaba según las regiones y las recolecciones, según
Labrousse, equivalía al 7,5% de la cosecha bruta. A esto hay que añadir, los derechos señoriales que percibía
de los señoríos eclesiásticos; lo que significaba que disponía de una gran parte de la cosecha negociable,
beneficiándose de la continua subida de precios a lo largo del siglo. En cambio, tenía total inmunidad fiscal y
se limitaba a votar una contribución voluntaria para subvenir a las cargas del Estado, el don gratuito. Esta
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enorme riqueza estaba en manos del alto clero; los párrocos vivían prácticamente en la miseria. A finales del
siglo XVIII atravesaba una fuerte crisis, debida a la falta de vocación y a la relajación de costumbres,
particularmente el clero regular.
La nobleza era el otro estamento privilegiado. Estaba dividida en diferentes categorías: nobleza de la corte,
nobleza provinciana y nobleza de toga. Tenía numerosos privilegios honoríficos, económicos y una amplia
inmunidad fiscal. Representaba menos del 2% de la población sin embargo poseía un 25% de las tierras y la
mayor parte de los señoríos.
El tercer estado representaba a la inmensa mayoría de la nación. Existía una gran diversidad social, que iba
desde la alta burguesía hasta los campesinos y los obreros de las ciudades. Lo único que les unía era su
oposición a los privilegios de la aristocracia y la reivindicación de igualdad civil. La burguesía era el grupo
más influyente y poderoso del estado llano. Se encontraba en pleno ascenso social y se había enriquecido por
el auge del comercio y de la actividad manufacturera. Pretende también el poder político, pero encuentra que
la aristocracia le cierra el paso a todos los altos cargos del gobierno y de la administración. Los obreros
formaban en las ciudades una gran masa popular que veía como su poder adquisitivo se desmoronaba
rápidamente por la inflación. Sus iras se dirigirán contra la aristocracia, los acaparadores y contra la política
del gobierno.
Los campesinos constituían la principal fuerza productiva del país. De los 26 millones de habitantes que
contaba Francia en vísperas de la revolución, 20 eran campesinos. Su propiedad rústica significaba el 35% del
total. La mayor parte de los labriegos tenían que cultivar las tierras de la nobleza, de la iglesia y de la
burguesía.
Hay que tener en cuenta que un gran número de los agricultores propietarios de tierras tenían que vender su
trabajo porque los rendimientos agrícolas eran muy bajos. Sobre los campesinos recaía un enorme peso fiscal.
Eran los únicos que tenían que pagar todos los impuestos reales, tanto directos como indirectos, pero además
tenían que abonar el diezmo a la Iglesia y los derechos señoriales. El señor en su feudo tenía una serie de
privilegios: unos eran puramente honoríficos, otros afectaban a las personas que allí vivían, otros pesaban
sobre las tierras; eran los censos o rentas que los campesinos debían pagar anualmente en dinero o especie.
Tenía determinados monopolios, como el de caza y pesca. Podía imponer tributos eventuales que recaían
sobre las transmisiones hereditarias y sobre las enajenaciones. La hostilidad al régimen señorial y el deseo de
poseer tierras serán los motores que moverán a los campesinos a participar activamente en el proceso
revolucionario.
• Una crisis política e institucional. A finales del siglo XVIII la debilidad de la monarquía y la crisis
del Estado francés eran evidentes. El rey tenía un carácter divino y absoluto. Gobernaba sin los
Estados Generales, que no se habían reunido desde 1614. La administración central se caracterizaba
por el desorden. No existía un consejo de ministros que unificara la acción gubernamental. La
división provincial era muy desigual. Las circunscripciones judiciales, militares, financieras y
religiosas se superponían y se obstruían unas a otras. Las leyes eran diferentes según las regiones, el
estamento social e incluso según la profesión del encausado. A la mayor parte de los cargos judiciales
se accedía por compra o por herencia. El sistema fiscal era injusto y desigual. Los impuestos directos
recaían en los plebeyos. El clero tenía total inmunidad fiscal. La nobleza e incluso algunos sectores de
la burguesía estaban exentos de buena parte de ellos. Los impuestos indirectos afectaban también a los
más pobres.
• Una grave crisis económica y grave déficit económico del Estado. En 1787 se inició una crisis cíclica
que alcanzó su cenit en 1789 y que atacó a una economía muy debilitada por crisis anteriores. En
1788 la producción de cereales se vio seriamente afectada por las condiciones meteorológicas.
También fue mala la cosecha de 1789. El precio del trigo y del centeno experimentó un fuerte
incremento. Se produjo una verdadera crisis de subsistencias. El poder adquisitivo de las clases
populares se contrajo bruscamente, afectando a la industria y al comercio exterior de cereales. A esto
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hay que añadir el grave déficit económico del Estado francés. El problema era crónico, pero ahora se
veía agravado por su participación en la guerra de independencia norteamericana.
CAUSAS HISTÓRICAS DE LA REVOLUCIÓN
A partir del 1784 el Estado francés había sufrido periódicas crisis económicas motivadas por las largas guerras
emprendidas durante el reinado de Luis XIV, la mala administración de los asuntos nacionales en el reinado
de Luis XV, las cuantiosas pérdidas que acarreó la Guerra Francesa e India (1754−1763) y el aumento de la
deuda generado por los préstamos a las colonias británicas de Norteamérica durante la guerra de la
Independencia estadounidense (1775−1783). Los defensores de la aplicación de reformas fiscales, sociales y
políticas comenzaron a reclamar con insistencia la satisfacción de sus reivindicaciones durante el reinado de
Luis XVI. En agosto de 1774, el rey nombró controlador general de Finanzas a Anne Robert Jacques Turgot,
un hombre de ideas liberales que instituyó una política rigurosa en lo referente a los gastos del Estado. No
obstante, la mayor parte de su política restrictiva fue abandonada al cabo de dos años y Turgot se vio obligado
a dimitir por las presiones de los sectores reaccionarios de la nobleza y el clero, apoyados por la reina, María
Antonieta de Austria. Su sucesor, el financiero y político Jacques Necker tampoco consiguió realizar grandes
cambios antes de abandonar su cargo en 1781, debido asimismo a la oposición de los grupos reaccionarios.
Sin embargo, fue aclamado por el pueblo por hacer público un extracto de las finanzas reales en el que se
podía apreciar el gravoso coste que suponían para el Estado los estamentos privilegiados. La crisis empeoró
durante los años siguientes. El pueblo exigía la convocatoria de los Estados Generales (una asamblea formada
por representantes del clero, la nobleza y el tercer estado), cuya última reunión se había producido en 1614, y
el rey Luis XVI accedió finalmente a celebrar unas elecciones nacionales en 1788. La censura quedó abolida
durante la campaña y multitud de escritos que recogían las ideas de la Ilustración circularon por toda Francia.
Necker, a quien el monarca había vuelto a nombrar interventor general de Finanzas en 1788, estaba de
acuerdo con Luis XVI en que el número de representantes del tercer estado (el pueblo) en los Estados
Generales fuera igual al del primer estado (el clero) y el segundo estado (la nobleza) juntos, pero ninguno de
los dos llegó a establecer un método de votación.
A pesar de que los tres estados estaban de acuerdo en que la estabilidad de la nación requería una
transformación fundamental de la situación, los antagonismos estamentales imposibilitaron la unidad de
acción en los Estados Generales, que se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Las delegaciones que
representaban a los estamentos privilegiados de la sociedad francesa se enfrentaron inmediatamente a la
cámara rechazando los nuevos métodos de votación presentados. El objetivo de tales propuestas era conseguir
el voto por individuo y no por estamento, con lo que el tercer estado, que disponía del mayor número de
representantes, podría controlar los Estados Generales. Las discusiones relativas al procedimiento se
prolongaron durante seis semanas, hasta que el grupo dirigido por Emmanuel Joseph Sieyès y el conde de
Mirabeau se constituyó en Asamblea Nacional el 17 de junio. Este abierto desafío al gobierno monárquico,
que había apoyado al clero y la nobleza, fue seguido de la aprobación de una medida que otorgaba únicamente
a la Asamblea Nacional el poder de legislar en materia fiscal. Luis XVI se apresuró a privar a la Asamblea de
su sala de reuniones como represalia. Ésta respondió realizando el 20 de junio el denominado Juramento del
Juego de la Pelota, por el que se comprometía a no disolverse hasta que se hubiera redactado una constitución
para Francia. En ese momento, las profundas disensiones existentes en los dos estamentos superiores
provocaron una ruptura en sus filas, y numerosos representantes del bajo clero y algunos nobles liberales
abandonaron sus respectivos estamentos para integrarse en la Asamblea Nacional.
CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Europa era a finales del siglo XVIII un continente en el que se detectaban ciertos síntomas de cambio en sus
estructuras sociales, políticas y económicas. Su población había aumentado considerablemente a lo largo de
toda la centuria y ese crecimiento, que había sido debido más a la disminución de la mortalidad que al
aumento de la natalidad, podía estimarse en alrededor de 60.000.000 de almas. Ese crecimiento contrastaba
con la relativa estabilidad demográfica que se había registrado en los siglos anteriores. La revolución
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demográfica del siglo XVIII favoreció el rejuvenecimiento de la población europea, que imprimió un mayor
dinamismo al proceso histórico y contribuyó, junto con otros factores económicos e ideológicos, al progresivo
deterioro de las estructuras sociales que habían permanecido casi invariables en el curso de las últimas
centurias. Estas estructuras estaban basadas originariamente en un sistema funcional mediante el cual cada
grupo social cumplía con una misión determinada y, al mismo tiempo, se les reconocía jurídicamente unos
privilegios determinados. De esta forma, el conjunto social se hallaba dividido en tres órdenes, cada uno de
los cuales tenía unos deberes que cumplir y al mismo tiempo podía disfrutar de unos derechos. El primero de
estos órdenes o estamentos era el eclesiástico. Sus miembros pertenecían a una institución −la Iglesia− cuya
finalidad era la de iluminar a los fieles en el camino de la salvación eterna. Instruían al conjunto de la
sociedad, no solamente en el terreno de la espiritualidad, sino que también ejercían una labor semejante en el
terreno de la cultura y de las ciencias. Durante la Edad Media, la Iglesia fue el único estamento docente y a
pesar de la secularización de la enseñanza que comenzó a registrarse a partir del Renacimiento, los
eclesiásticos continuaron desempeñando una importante labor en la transmisión de la cultura desde los centros
de primeras letras hasta las Universidades y otros centros de enseñanza superior. A cambio de esta dedicación
a la sociedad en el aspecto educativo, la Iglesia era sostenida por la propia sociedad. Eso quería decir que a la
Iglesia se le reconocía una serie de privilegios entre los que no era el menos importante el estar exenta del
pago de impuestos. La nobleza constituía, después del clero, el segundo orden del Estado durante el Antiguo
Régimen. La nobleza era originariamente el brazo armado de la sociedad, por cuanto tenía como función su
defensa frente a los enemigos interiores y exteriores. Tenía la obligación de servir al monarca cada vez que
éste reclamase sus servicios y debía colaborar en el mantenimiento de la integridad del reino. Como
compensación a este tutelaje, la nobleza recibía por parte de los miembros del conjunto social una parte de sus
frutos y de su trabajo así como el reconocimiento por la Corona de una serie de exenciones y privilegios, entre
los cuales estaba también el de no pagar impuestos. El tercer estamento era el más complejo y heterogéneo
por ser aquel que integraba a todo el resto de la sociedad y estaba formado por su inmensa mayor parte. La
mayoría de sus miembros eran campesinos, aunque también formaban parte de este grupo los artesanos, los
comerciantes y todos aquellos que desempeñaban alguna actividad laboral. El estado llano −o el tiers état,
como se le denominaba en Francia durante el Antiguo Régimen− tenía el derecho a ser defendido por la
nobleza y a ser instruido por el clero, pero a cambio tenía que sostener a ambos con su trabajo, con sus
prestaciones y, sobre todo, con sus impuestos. Esta organización de la sociedad respondía a unas necesidades
que había que atender en un determinado momento histórico que se remonta a la época medieval.
Posteriormente, con el transcurso del tiempo, esa división de funciones, que no tenía por qué implicar ningún
elemento de jerarquización, fue tergiversándose de tal manera que los dos primeros estamentos fueron
perdiendo su noción de servicio, aunque, eso sí, se las arreglaron para retener sus privilegios y exenciones.
Así pues, cuando llegamos al siglo XVIII, nos encontramos con dos estamentos sociales privilegiados,
destacados en la parte superior de la pirámide social −la nobleza y el clero− que siguen sin pagar impuestos,
mientras que el pueblo −que ya no es defendido ni instruido por ambos− sigue sosteniendo en exclusiva con
sus contribuciones los gastos del Estado y realizando una serie de prestaciones a sus señores seglares y
eclesiásticos. Sin embargo, no hay que pensar que en la Europa del Antiguo Régimen no existía una
homogeneidad en las estructuras sociales. La diversidad era importante en las distintas zonas del continente,
de acuerdo con la evolución de su respectivo proceso histórico. Los países occidentales, romanizados desde el
siglo I de nuestra era, presentan una sociedad más evolucionada que aquellos situados al este del río Elba, que
no tuvieron contacto con la civilización latina y con el cristianismo hasta los siglos IX o X. En la Europa
occidental, el sistema feudal sólo significaba que el señor tenía un dominio eminente sobre las tierras por el
que recibía una serie de prestaciones por parte de los campesinos. No existía la servidumbre, salvo en lugares
muy localizados y el labrador disfrutaba de una libertad que le permitía disponer de la tierra para legarla,
venderla o repartirla a su antojo, sólo con pagar unos derechos de cambio de propiedad al señor. Sin embargo,
al otro lado del Elba, el régimen agrario presentaba unas características bien diferentes y por consiguiente
también la estructura social era distinta. La tierra pertenecía al señor, y éste no sólo tenía la propiedad
eminente, sino la propiedad efectiva. La servidumbre del campesino se hallaba generalizada y en Rusia, por
ejemplo, todo campesino podía considerarse un siervo en el siglo XVIII, y una cosa parecida ocurría en
Polonia, en Prusia y en Hungría. El campesino no podía disponer de la tierra y los señores tenían un poder casi
absoluto. Así pues, mientras que al oeste del Elba existía una compleja sociedad cuyos intereses se hallaban
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perfectamente entrelazados, lo que permitía una cierta movilidad, en la Europa oriental la sociedad era
completamente cerrada y los señores ejercían un dominio sobre los siervos campesinos sin que existiese
ninguna clase intermedia. En lo que se refiere a los sistemas políticos, predominaban en la última fase del
Antiguo Régimen las monarquías absolutas. El soberano, que poseía su poder por derecho divino, acumulaba
en su persona la potestad de hacer las leyes, de aplicarlas y de determinar si esas leyes habían sido, o no,
cumplidas. Es cierto que la complejidad de los Estados modernos les había obligado, cada vez más, a delegar
estos poderes en una compleja maquinaria burocratizada cuyo funcionamiento les apartaba progresivamente
de su ejercicio real. Pero eso no significaba una renuncia a su soberanía, más bien por el contrario podría
decirse que en el siglo XVIII se reforzó el poder absoluto de las monarquías, respaldadas por las corrientes de
pensamiento de la época representadas por los "philosophes". Voltaire proponía como ejemplo a los reyes la
monarquía absoluta −aunque ilustrada− de Luis XIV. La característica de la política económica imperante
durante el Antiguo Régimen era el intervencionismo del Estado mediante la creación de monopolios, la
imposición de tasas de precios y salarios y el excesivo reglamentismo sobre todos los mecanismos de
producción, comercialización y venta en cada país, así como de los flujos de importaciones−exportaciones
con otras naciones del mundo. El aumento demográfico del siglo XVIII y la necesidad de encontrar más
medios para alimentar a los nuevos consumidores, obligaron a remover obstáculos, como las formas
estancadas de la propiedad o los modos corporativos de trabajo, que rompían las viejas formas que habían
prevalecido en la economía durante siglos. La presión ejercida por el fenómeno del aumento demográfico dio
origen en muchos países a medidas tendentes a sacar mejor provecho de tierras que, en manos de propietarios
negligentes o incapaces, daban menor rendimiento del debido. Eran propietarios de grandes extensiones de
tierras que no tenían el capital necesario para poner en cultivo nuevas parcelas o para modernizar sus
explotaciones. Además, con frecuencia, no podían enajenar una parte de sus propiedades para cultivar mejor
el resto, porque se trataba de tierras amortizadas o de manos muertas. Durante la segunda mitad del siglo
XVIII se dio en países como Francia, Italia o España, una verdadera lucha por la desamortización de tierras
pertenecientes fundamentalmente a la Iglesia. La extensión de los cultivos y, sobre todo, las nuevas técnicas,
tuvieron una gran repercusión en el ritmo de vida de los campesinos. Toda esta gran revolución agrícola fue
impulsada por los teóricos, que tanto en Inglaterra (Backewell, Townsend, Young), como en Francia
(Quesnay, Dupont de Nemours), Italia (Genovesi, Galiani, Verri) o España (Campomanes, Jovellanos),
contribuyeron a difundir la idea de la necesidad de tomar medidas para mejorar la producción mediante la
ruptura de los viejos esquemas económicos. Por otra parte, la presión demográfica no sólo fue uno de los
factores que determinó la revolución agraria, sino que fue también el origen de una revolución industrial que
comenzó en el siglo XVIII y que continuó durante el siglo XIX. La revolución industrial fue más
consecuencia de las necesidades de los hombres que de los avances de las ciencias, pero su aparición se debió
a la confluencia de esos dos fenómenos distintos. Así pues, a partir de 1760, sobre todo en Inglaterra, pero
también en Francia, en los Países Bajos y en los países alemanes y austríacos, se produjo un gran avance de la
industria, especialmente de la textil y la metalúrgica. La invención de los telares mecánicos como la spinning
jenny (1765), la water −frame (1768) y la mule jenny (1779) y de la máquina de vapor (1784) tuvieron gran
incidencia en la producción y contribuyeron a cambiar la vida del hombre en aquellos países del mundo
occidental donde esos inventos pudieron ser aplicados entre los últimos años del siglo XVIII y comienzos del
XIX.
LA SOCIEDAD DEL SIGLO XVIII EN FRANCIA
La sociedad francesa respondía en 1789, al menos desde el punto de vista jurídico, a la estructura tradicional
del Antiguo Régimen, en el sentido de que era una sociedad esencialmente aristocrática en la que el privilegio
del nacimiento y la propiedad agrícola constituían su pilar básico y su fundamento. En la cúspide de la
pirámide social se hallaba la nobleza. Su número podría calcularse en esta época en unos 350.000 individuos,
es decir, aproximadamente el 1,5 por 100 del total de la población francesa. Todos los nobles poseían
privilegios honoríficos, económicos y fiscales, y en su conjunto poseían la quinta parte de las tierras del reino.
Ahora bien, la nobleza no constituía un orden social homogéneo ya que existían notables diferencias entre los
distintos grupos que la integraban. Entre ellos, destacaba la nobleza de Corte, alrededor de 4.000 personas que
vivían en Versalles junto al rey y disfrutaban de un tren de vida y de un lujo que no siempre respondía a su
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verdadera situación económica. Algunos de estos nobles comenzaron un acercamiento a la burguesía de las
finanzas y de los negocios con el objeto de buscar un camino que les permitiese salir de sus dificultades. La
nobleza provinciana era distinta, pues solía vivir entre sus campesinos y los derechos feudales que recibían de
éstos eran su principal sostén. Sin embargo, como estos derechos se hacían efectivos en metálico y en unas
cantidades que habían sido pactadas hacía mucho tiempo, significaban ya muy poco en 1789 a causa de la
depreciación del valor del dinero y del aumento del coste de la vida. Por esa razón sus dificultades
económicas eran aún más graves que las de la nobleza cortesana. Numéricamente eran el grupo más
importante, pero su influencia era muy inferior a la de la gran nobleza. Por otra parte, existía una "nobleza de
toga", salida en el siglo XVI de la alta burguesía y que ya en el XVIII tendía a confundirse con la nobleza de
espada. Ocupaba los cargos burocráticos y administrativos y sus puestos se transmitían de padres a hijos. Si en
su composición el orden social nobiliario presentaba notables diferencias, también existía una variedad en
cuanto a su mentalidad y a sus intereses. La nobleza de Corte, influenciada por las ideas de la Ilustración, era
la principal beneficiaria de los abusos de la Monarquía y sin embargo criticaba al sistema sin darse cuenta que
cualquier cambio redundaría en su propio perjuicio. Por su parte, la nobleza provinciana era completamente
reaccionaria, pero se oponía al absolutismo. El orden social más antiguamente constituido era el clero. Su
número ascendía a unas 120.000 personas, es decir, aproximadamente el 0,5 por 100 de la población. Su base
económica residía en la percepción del diezmo y en sus propiedades rurales y urbanas. En total, se estima que
la Iglesia poseía un 10 por 100 del total de las tierras en Francia. El "alto clero", compuesto por los obispos,
arzobispos, canónigos y otras dignidades, se reclutaba exclusivamente entre la nobleza y su forma de vida no
tenía nada que envidiarle a ésta. También, por su mentalidad, estaban estrechamente unidos al sistema social
del Antiguo Régimen. Por el contrario, el "bajo clero" procedía de las capas inferiores de la sociedad y su
penuria económica era también comparable a la de los seglares de su mismo estrato social. Por su situación
fueron fácilmente ganados por las ideas reformistas y muchos de ellos se convirtieron en portadores de las
aspiraciones populares. El clero regular estaba integrado por unos 25.000 religiosos y unas 40.000 religiosas.
A finales del siglo XVIII este sector del clero atravesaba por una grave crisis a causa de su decadencia moral y
de la relajación de su disciplina, y era muy criticado por las abundantes riquezas que administraba. La
población francesa no integrada ni en la nobleza ni en el orden eclesiástico formaba parte del Tercer Estado.
Era el grupo social más heterogéneo de todos y representaba la inmensa mayoría de la nación, es decir, más de
24.000.000 de personas a finales del Antiguo Régimen. Comprendía a las clases populares campesinas y
urbanas, a la pequeña y mediana burguesía, compuestas por los artesanos y comerciantes, así como a muchos
de los profesionales liberales: abogados, notarios, médicos, profesores. En el estrato superior de este grupo, se
situaba la alta burguesía de las finanzas y el gran comercio. Lo que unía a los diversos elementos del Tercer
Estado era la oposición a los privilegiados y la reivindicación de la igualdad civil. Era una auténtica nación en
sí mismo. Las ciudades eran el dominio de la burguesía y representaban el símbolo de la expansión y del
fortalecimiento de este grupo, cuyo único límite lo constituía la barrera del nacimiento. Las riquezas y las
formas de vida de la gran burguesía de negocios eran equiparables y a veces superiores− a las de la gran
nobleza, con la que había, incluso, establecido lazos familiares en su afán por ascender a lo más alto de la
cúspide social. Sus negocios financieros en la capital o el floreciente comercio mantenido a través de los
puertos marítimos de Burdeos, Nantes o La Rochelle, con las islas del Caribe, les proporcionaba cuantiosos
beneficios que empleaban en la compra de tierras o en la financiación de la industria naciente. Muy distinta
era la pequeña burguesía de los artesanos, que constituía alrededor de los dos tercios de los efectivos de la
burguesía en general. Sin embargo, el sentimiento colectivo de frustración social y su repulsa a la
discriminación contribuyeron a unir a grupos tan diversos. Esta categoría social estaba ligada a las formas
tradicionales de la economía, al pequeño comercio y a la artesanía, caracterizados por la dispersión de los
capitales así como de la mano de obra esparcida en pequeños talleres. Estos artesanos eran generalmente
hostiles a la organización capitalista de la producción; eran partidarios, no de la libertad económica como la
burguesía de negocios, sino de la reglamentación, que emanaba de los distintos gremios y corporaciones. Por
debajo de la pequeña burguesía estaban las llamadas clases populares urbanas, las cuales, a pesar de vender su
fuerza de trabajo por un pequeño salario no constituían un verdadero proletariado urbano en el sentido
marxista. La diversidad de condiciones en que se desenvolvía este grupo social les impedía llegar a alcanzar
un verdadero sentimiento de clase. Sus condiciones de vida eran difíciles y constituían un verdadero
termómetro por su sensibilidad ante cualquier crisis de subsistencia o ante la alteración del nivel de los
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precios. Por esa razón, afirma François Furet que sus reacciones colectivas eran más de consumidores que de
productores. Es decir, que era más fácil que se manifestasen por una subida del precio de pan que por una
reivindicación de tipo salarial. Su situación se agravó especialmente en el siglo XVIII a causa del crecimiento
de la población y el aumento de los precios. El asalariado de clientela constituía probablemente el más
importante de las clases populares urbanas: jardineros, cargadores de agua, de madera, recaderos, etc., a los
que se añadía el personal doméstico de la aristocracia o de la burguesía, particularmente numeroso en algunos
barrios de París, como el "faubourg Saint Germain".Los campesinos constituían en Francia más de las tres
cuartas partes de la población total del reino. Al ser un país esencialmente rural, la producción agrícola
dominaba la vida económica, de ahí la importancia de la cuestión campesina en el proceso de la Revolución.
Los campesinos constituían una población de carácter conservador, apegada a las tradiciones y a las creencias
religiosas, así como a las costumbres ancestrales que habían ido transmitiéndose de generación en generación.
La condición del campesino era muy variable y dependía de la situación jurídica en la que se encontraba y de
su relación con la tierra que cultivaba. En cuanto a la situación jurídica, había siervos y había campesinos
libres. Sobre los primeros pesaba la "mainmorte", que les obligaba a estar sujetos al señor y a pagarle
derechos importantes. Entre los campesinos libres había propietarios de pequeñas explotaciones familiares,
dueños de la tierra y del producto de la tierra que cultivaban y por lo tanto susceptibles de afrontar sin
dificultad las alzas de precios de los productos e incluso de beneficiarse de ellas. Estos labradores, como se les
llamaba en el Antiguo Régimen, eran campesinos relativamente acomodados −una auténtica burguesía
campesina−, algunos de los cuales se enriquecieron con la coyuntura del siglo. Existían también los
arrendatarios, que eran dueños del producto que cultivaban, pero no de la tierra. Tenían que pagar el arriendo
y además los impuestos civiles y eclesiásticos. Sus estrecheces económicas les llevaba a veces a
complementar sus ingresos con un trabajo salarial que realizaban en su propia casa o en el pueblo vecino. Por
último, había una legión de jornaleros y braceros agrícolas, que constituían un verdadero proletariado
agrícola. Esa proletarización de las masas campesinas se efectuó, según Albert Soboul, a finales del siglo
XVIII, como consecuencia de la reacción señorial y de la agravación de las cargas señoriales y reales. Al no
ser dueños, ni del producto de la tierra ni de la tierra misma, su capacidad para defenderse ante el alza de
precios era muy escasa, de tal forma que su situación era muy difícil. Las cargas que pesaban sobre el
campesinado eran importantes. Los impuestos que pagaba a la Corona eran la talla, un impuesto que se
repartía por cabezas; la gabela, un impuesto indirecto, y además, la obligación de alojar tropas, construir
carreteras y atender a los transportes militares. A la Iglesia había que pagarle el diezmo sobre las cosechas y
sobre los ganados. Y por último, los derechos señoriales, los más gravosos de todos y los más impopulares,
que consistían en los derechos exclusivos de caza y de pesca, de peaje, de servicios personales, así como los
derechos reales sobre las tierras. Así pues, en estos años finales del siglo XVIII la sociedad caminaba hacia
una nueva estructura, aunque se hallaba constreñida en las formas del Antiguo Régimen: la burguesía poseía
las riquezas, pero era la nobleza la que detentaba los privilegios; el campesinado era el grupo más numeroso
de la sociedad, pero era el que, en su mayor parte, vivía en las peores condiciones de pobreza; el alto clero era
poderoso y la Iglesia poseía una gran cantidad de tierras, pero muchos eclesiásticos se desenvolvían con
dificultades. Estos contrastes provocaban grandes tensiones y elevaban la temperatura social a un grado que
hacía prever el estallido.
LA MONARQUÍA EN FRANCIA
La Monarquía del Antiguo Régimen en Francia era una Monarquía absoluta. Eso quería decir que el rey era el
único que detentaba la soberanía. "El poder soberano reside únicamente en mi persona", había declarado Luis
XV en 1766. El Rey no debía dar cuenta a nadie de su actuación, excepto a Dios. En él residían el poder
legislativo, el ejecutivo y el judicial, aunque la complejidad de la tarea de gobierno había dado lugar a la
creación de un complicado aparato burocrático y administrativo manejado por una pléyade de funcionarios de
distinto niveles que también dependían en último término del monarca. A la cabeza de esta maquinaria se
hallaban el canciller de Francia, que era el guardián del Sello; el intendente general de Hacienda y los
secretarios de Guerra, Marina, Asuntos Exteriores y el de la Casa del rey. Existía también un Consejo
Supremo, del que formaban parte personajes de la alta nobleza, que tenía carácter deliberativo. Este Consejo
debía estar presidido por el rey en persona, pero éste fue adoptando la costumbre de ausentarse de sus
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reuniones, con lo que sus atribuciones fueron quedando cada vez más en manos de los principales ministros, y
no era infrecuente el choque entre éstos y los consejeros. Elemento clave en la gobernación del reino era la
figura del intendente. Francia se dividía en treinta y dos intendencias desde la época de Luis XIV. Los
intendentes eran los representantes reales en cada una de estas circunscripciones administrativas, y muchos de
estos cargos fueron copados por la nobleza. En general, el sistema había demostrado ser eficaz para el control
de la administración provincial y su creación había constituido un paso importante para la modernización de la
administración francesa. Tanto es así que el modelo, con sus naturales variantes, fue exportado a países como
España. Con todo, la administración territorial tropezaba con los obstáculos que representaban las múltiples
jurisdicciones exentas y leyes especiales que existían todavía en Francia. En efecto, algunos territorios
conservaban formas de gobierno distintas, como en el Languedoc, donde gobernaban los obispos, o en
Bretaña, donde lo hacía su nobleza. En otros lugares, como en Lyon o en Marsella, las corporaciones o las
asociaciones de comerciantes constituían un poder semi−independiente en virtud de sus estatutos especiales.
Además, desde su creación, los intendentes habían ido convirtiéndose más en defensores de los intereses
locales que en representantes del poder real que los había nombrado. Sin embargo ese cambio no había sido
acompañado por un aumento de la estima de sus gobernados. La justicia estaba en manos de los trece
Parlamentos, que tenían además competencias sobre otros asuntos, como era el de registrar o detener las
órdenes reales. El más importante de todos era el Parlamento de París, que se componía de una Gran Cámara
asistida por otras de información y de demanda. Estaban integradas por lo que podríamos denominar como
oligarquía judicial, es decir, un cuerpo de altos funcionarios que conseguían sus cargos con carácter
hereditario y disfrutaban de ciertos privilegios aun sin pertenecer a la nobleza de sangre. Aunque los
Parlamentos detentaban su poder en virtud de la delegación real y por consiguiente eran −al menos
teóricamente− instrumentos del absolutismo regio, la venalidad de los oficios y la propiedad de los cargos, les
habían llevado a convertirse en elementos de oposición a la Monarquía. Los Parlamentos habían sido
suprimidos durante el reinado de Luis XV a causa de los muchos problemas que habían planteado, pero fueron
restablecidos a comienzos del reinado de Luis XVI para complacer a la nobleza. La medida, que suscitó
manifestaciones de júbilo, condenaba sin embargo cualquier tentativa de reforma del régimen. La arrogancia
de los Parlamentos frente al poder real, sería por otra parte una de las causas de la crisis de la Monarquía. A la
cabeza de toda aquella organización se hallaba desde 1774 el monarca Luis XVI. Era nieto de Luis XV y
había accedido al trono cuando sólo tenía veinte años. Por sus rasgos físicos −nariz gruesa, complexión
voluminosa y rostro inexpresivo− y por sus aficiones −ejercicios al aire libre y pasión por la caza− podría
decirse que era un típico Borbón. Sin embargo carecía de la prestancia real de Luis XIV y de Luis XV. En un
principio se consagró a sus deberes con una gran dedicación, pero su ingenuidad y sus escrúpulos de
conciencia contribuyeron a hacer más dubitativa todavía su débil voluntad y a dejarse influir por el ambiente
que le rodeaba. Mostró una especial inclinación por las intrigas palaciegas, por los informes secretos y por los
chismes cortesanos, lo que le fue restando cada vez más el respeto de sus súbditos. Su esposa, María
Antonieta, era hija de la Emperatriz de Austria, María Teresa, y aunque más tarde dio prueba de un carácter
fuerte, ofreció la imagen en un principio de una joven frívola y caprichosa. En realidad, su vida conyugal fue
bastante desgraciada y eso la llevó a encerrarse en un círculo de amigos, del que quedaron excluidos muchos
personajes de la Corte. Esa situación contribuyó a crearle un clima de rechazo y de impopularidad que quedó
reflejado en el apodo de "La austriaca" con el que se la conocía. Sus problemas sentimentales le hicieron
adoptar una conducta reaccionaria e intransigente en el ejercicio del poder que detentaba. En Versalles,
rodeando a la pareja real, existía toda una cohorte de príncipes y princesas de sangre real y una numerosa
pléyade de nobles aduladores e inútiles cuyo sostenimiento suponía la duodécima parte de las rentas del reino.
El esplendor y el lujo de la Corte de Versalles concitó la crítica popular, que fue movilizándose en contra suya
a medida que la crisis económica iba agudizándose.
REVUELTAS DE LOS PRIVILEGIADOS.
Más que la crisis económica general, la causa a la que tradicionalmente han achacado los historiadores el
estallido de la Revolución es la crisis de las finanzas. Las finanzas francesas se hallaban en una situación
crítica desde el final del reinado de Luis XV, y se habían agravado como consecuencia de la guerra de los
Siete Años. Los intentos que se hicieron para racionalizar el sistema de tributos sobre la base de una
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simplificación de la multiplicidad de tipos impositivos existentes, fracasaron por la oposición de las clases
privilegiadas que temían perder sus exenciones. El ministro Turgot, que presentó un proyecto de reforma de la
Hacienda en esta línea, fue destituido a causa de las presiones que recibió el rey por parte de la nobleza y del
clero. Cuando Francia decidió intervenir en la guerra de la independencia de los Estados Unidos de América,
tuvo que recurrir a nuevos empréstitos para atender a los elevados gastos que se requerían. El ministro Necker
presentó al monarca en el año 1781 un presupuesto −el primero que se publicó en Francia− en que se recogían
los ingresos y los gastos. Este presupuesto no era real, puesto que omitía los gastos de la guerra y evaluaba de
una forma demasiado optimista los ingresos del Estado. No obstante, revelaba la enorme cuantía de los gastos
cortesanos, lo que levantó las críticas de la pequeña nobleza y de la burguesía. La reina, molesta por estas
críticas, consiguió que el monarca destituyese a Necker. El ministro Calonne intentó también desde 1783
hacer frente a la crisis, pero no había más remedio que aplicar las reformas o seguir pidiendo préstamos.
Comenzó practicando una política de recurso sistemático al crédito, pero el crecimiento desorbitado de la
deuda le obligó a optar por las reformas. En 1786 presentó a Luis XVI un proyecto basado en la igualdad de
los ciudadanos ante los impuestos. Proponía la supresión de una serie de impuestos indirectos para reforzar los
impuestos directos. El reparto de éstos sería confiado a unas asambleas provinciales elegidas por los
propietarios, sin distinción de estamentos. Asimismo, contemplaba la confiscación de los derechos señoriales
de la Iglesia para amortizar la deuda del clero y un nuevo impuesto: el subsidio territorial, proporcional al
impuesto del suelo y aplicable a todas las propiedades, sin distinción. Aunque estas medidas significaban
lanzar un cable a la antigua aristocracia por cuanto ésta mantendría la mayoría de sus exenciones, los notables,
reunidos en Versalles en una Asamblea compuesta por 144 personalidades designadas por el rey, volvieron a
rechazarlas en febrero de 1787. Para el historiador Jacques Godechot, ésta es la verdadera fecha de comienzo
de la Revolución francesa, por cuanto simboliza el comienzo de la revuelta de los privilegiados. Ante este
fracaso, el monarca reemplazó a Calonne por el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne. A pesar de que
Brienne era uno de los notables más señalados, no tuvo más remedio que sostener algunas de las medidas
propuestas por Calonne, como la subvención territorial, para restaurar el estado de las finanzas. Los notables,
por boca de uno de sus miembros más destacados, La Fayette, respondieron que solamente los representantes
auténticos de la nación tenían poder para aprobar una tal reforma en el sistema de los impuestos y reclamaron
la convocatoria de una reunión de los Estados Generales. Brienne creyó entonces, en una medida desesperada,
que lo mejor era dirigirse a los Parlamentos. Pero el de París, que seguía siendo el más poderoso de todos,
aunque aceptó algunos puntos secundarios de la reforma, rechazó de plano el subsidio territorial y pidió
también la reunión de los Estados Generales. El gobierno quiso suprimir de nuevo los Parlamentos, pero no
sólo tropezó con su resistencia, sino que éstos lanzaron una especie de manifiesto a la nación en contra de la
Monarquía (3 de mayo de 1788). Luis XVI comprendió entonces el error que había cometido a comienzos de
su reinado restableciendo su existencia. Ahora resultaba ya difícil llevar a cabo de nuevo su supresión y la
resistencia se extendió por toda Francia y especialmente en el Delfinado. En julio de 1788, los representantes
de los tres estamentos se reunieron en el castillo de Vizille e hicieron un llamamiento a todas las provincias
invitándolas a rechazar el pago de los impuestos hasta que el rey no convocase los Estados Generales. Luis
XVI no tuvo más remedio que capitular, y el 8 de agosto convocó a los Estados Generales para el 1 de mayo
siguiente. Loménie de Brienne, como consecuencia de su fracaso, fue reemplazado por Necker, el cual volvía
al gobierno como triunfador. Los Estados Generales, que reunían a los representantes de los tres estamentos
de la sociedad francesa, no se habían convocado desde hacía más de siglo y medio. Por esa razón, el rey pidió
que se estudiase la forma en que debía organizarse aquella asamblea para satisfacer las aspiraciones de los
grupos representados en ella. Se abrieron numerosos debates y discusiones sobre el sistema de elección que
debía aplicarse y sobre el reparto de los escaños. El Tercer Estado reclamaba un gran cuidado en la decisión
sobre estas cuestiones ya que era consciente de que se trataba de una ocasión para disfrutar de lo que hasta
entonces no se le había reconocido: una forma legal de expresión. No quería que los Estados Generales se
reuniesen en cámaras separadas, ni que cada una de ellas votase como una unidad, ya que de esa forma la suya
siempre sería superada por la suma de las de los estamentos privilegiados. Éstos, por el contrario, pretendían
la reunión y la votación por separado y alegaban los precedentes históricos y especialmente el de 1641,
cuando se habían reunido por última vez. Se lanzaron panfletos y se editaron pasquines políticos a favor de
una y otra opción y Necker no sabía qué decisión tomar. Fue el Parlamento de París el que en el mes de
septiembre decidió que los Estados Generales debían reunirse y votar por separado, en las tres cámaras
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tradicionales.
REUNIÓN DE LOS ESTADOS GENERALES
La Monarquía francesa, al borde de la bancarrota y arrinconada por la aristocracia, pensaba encontrar un
medio de salvación en la convocatoria de los Estados Generales. Desde que éstos fueron anunciados, el
partido nacional tomó la cabeza en la lucha contra los privilegiados. El partido nacional estaba formado por
hombres salidos de la burguesía, entre los que había juristas, escribanos, hombres de negocios y banqueros. A
su lado se alinearon los aristócratas que habían aceptado las nuevas ideas, como el marqués de Lafayette, y el
duque de la Rochefoucault, que reivindicaban la igualdad civil, jurídica y fiscal.El reglamento que establecía
la forma en la que debían llevarse a cabo las elecciones a los Estados Generales se publicó el 24 de enero de
1789 y en él se concedía doble representación al "tiers état" para equipararlo numéricamente a los
representantes de los otros dos estamentos. Para ser elector sólo se exigía tener veinticinco años y estar
inscrito en el censo de contribuyentes, de tal forma que se trataba de aplicar un sufragio casi universal. Los
nobles se reunirían en la capital de cada circunscripción electoral −la bailía− para elegir los diputados del
estamento, y lo mismo harían los miembros del estamento eclesiástico. Sin embargo, en lo que concierne al
Tercer Estado las elecciones serían algo más complicadas, pues a causa del elevado número de votantes las
elecciones se efectuarían en dos o tres grados. A pesar de que la mayoría de electores del estado llano eran
artesanos y campesinos, al ser éstos poco instruidos y la mayoría analfabetos, prefirieron elegir como
representantes a los burgueses. Así pues, ningún campesino ni artesano acudió a Versalles como representante
del Tercer Estado.Al mismo tiempo que los electores designaban a sus diputados, debían redactar unos
cuadernos de quejas (cahiers de doléances) con el objeto de que cada comunidad expresase sus
reivindicaciones y facilitase la tarea a cada diputado. Los cuadernos de quejas deberían constituir, pues, un
cuadro muy completo de la situación de Francia en aquellos momentos. Sin embargo, hay que tener en cuenta
una serie de matizaciones que los especialistas han destacado en torno a la autenticidad del contenido de esta
documentación. En primer lugar, algunos de estos cuadernos estaban inspirados en unos modelos redactados
con antelación para que en ellos se expusiesen, no los problemas locales, sino las grandes cuestiones que se
debatían en aquellos momentos a escala nacional, tales como la abolición de los privilegios y la igualdad de
todos los ciudadanos ante los impuestos. Por otra parte, no conviene olvidar que los numerosos cuadernos
redactados por el Tercer Estado expresaban, más que la opinión de los campesinos y artesanos, la opinión de
la burguesía. Es más, la mayor parte de ellos hacen gala de un lenguaje jurista impropio de los elementos
integrantes de las capas más bajas de la sociedad. Al lado de ellos, sin embargo, también pueden encontrarse
algunas de las quejas que los campesinos habían formulado en las asambleas primarias sobre la supresión del
odiado impuesto de la corvée, o el reparto de las rentas de la Iglesia. En lo que todos coincidían era en el
"reconocimiento y el amor de sus súbditos por la persona sagrada del rey". Ahora bien, con todas las
matizaciones que se quieran, el conjunto de estos cuadernos constituye un testimonio colectivo de calidad
excepcional. El proceso electoral dio lugar también a la aparición de numerosos panfletos y libelos que
tuvieron una difusión muy variable. El más conocido de todos, el del abate Sièyes, titulado Qu´est−ce que le
Tiers Etat?, tuvo una difusión nacional y de él se vendieron 30.000 ejemplares. Asimismo, proliferaron los
clubs en los que se debatían los grandes problemas políticos y se difundían consignas para encauzar las
elecciones en un determinado sentido. Los más conocidos fueron el Club de Valois, que se reunía en el Palais
Royal, bajo la presidencia del duque de Orleans y al que asistían Condorcet, La Rochefoucauld, Sieyès y
Montmorency, y la Sociedad de los Treinta, que agrupaba a todo la nobleza liberal, encabezada por Lafayette
y Talleyrand.El 5 de mayo de 1789 el rey abrió solemnemente en Versalles los Estados Generales,
compuestos por 1.139 diputados (270 de la nobleza, 291 del clero y 578 del Tercer Estado). La primera
cuestión que se planteó fue de procedimiento, pues había de determinarse si los poderes de los diputados se
verificarían por estamentos o en asamblea plenaria. En otras palabras: si se votaría por órdenes o
individualmente. El Tercer Estado invitó el 10 de junio a los otros estamentos a que se le unieran, pues era
muy consciente de que nada serviría haber aumentado el número de sus representantes si seguía disponiendo
de un solo voto frente a los otros dos órdenes. La respuesta fue escasa y sólo algunos eclesiásticos
abandonaron su estamento. No obstante, el 17 de junio los diputados presentes decidieron constituirse en
Asamblea Nacional y dos días más tarde el estamento eclesiástico en pleno decidió unirse al Tercer Estado. La
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respuesta del rey fue la de cerrar la sala de reuniones para impedir la entrada de los diputados. Éstos,
indignados, se dirigieron entonces encabezados por Mirabeau y Sieyès a un edificio público que se utilizaba
como frontón para el juego de pelota (salle du Jeu de Pomme). Allí se reunieron y juraron no separarse hasta
que hubiesen dado una Constitución a Francia. Mientras tanto, Luis XVI había preparado una sesión real con
los Estados para el día 23 de junio en la que ofreció la aceptación del consentimiento del impuesto y de los
empréstitos; garantizaba la libertad individual y la de prensa; prometía la descentralización administrativa
mediante el desarrollo de los estados provinciales y proclamaba su deseo de proceder a la reforma general del
Estado. Pero nada dijo sobre la igualdad fiscal, sobre la posibilidad de acceso de todos a la función pública, ni
del voto por cabeza en los futuros Estados Generales. En definitiva, lo que la Monarquía hacía era aceptar sólo
las reformas propuestas por la aristocracia, pero se negaba a admitir la igualdad de derechos. Al terminar la
sesión real, cuando el monarca pidió a la asamblea que se disolviese, el Tercer Estado se negó a ello alegando
que únicamente se retirarían por la fuerza de las bayonetas. La mayor parte del clero y algunos nobles se les
unieron, y el 27 de junio el rey invitó a los más recalcitrantes a que hiciesen lo mismo, con lo que de alguna
forma estaba sancionando la constitución de la Asamblea Nacional. El 7 de julio, la nueva Asamblea presidida
por el arzobispo de Vienne, Le Franc de Pompignan, y compuesta por miembros de los tres estamentos, tomó
la decisión de preparar una Constitución y una Declaración de Derechos. Se trataba de una decisión
trascendental, puesto que ello suponía que la autoridad del rey quedaría por debajo de las leyes y de esa forma
se consumaba una auténtica revolución jurídica que acababa con el principio político fundamental que había
sido el sustento del poder de la Monarquía absoluto durante el Antiguo Régimen. Parece ser que no fue tanto
el rey como la Corte que le rodeaba, en la que destacaban la reina, el conde de Artois, los príncipes de Conde
y Conti, entre otros, los que no se mostraron dispuestos a aceptar esta revolución pacífica. Necker fue
destituido el día 11 y hubo movimiento de tropas que se dirigieron a París y a Versalles, hasta sumar un total
de 20.000 hombres al mando del mariscal De Broglie. En la capital de Francia el ambiente estaba crispado por
la decepción que había provocado la reunión de los Estados Generales, de la que se había esperado más, y por
la presencia de estas tropas que contribuyeron a aumentar la carestía que ya se padecía en los alimentos de
primera necesidad. La idea del complot aristocrático en estas circunstancias movilizó a la población parisina,
que el día 12 se reunió en torno al Palais Royal, donde se encontraba el palacio del duque de Orleans, que sin
duda fue uno de los instigadores de la revuelta. Allí fue arengada por el abogado Camille Desmoulins y los
manifestantes se repartieron por los barrios. Se produjo el saqueo de las oficinas de los impuestos y se
buscaron armas por todas partes. El arsenal de los Inválidos fue asaltado y se recogieron 28.000 fusiles. Sin
duda, la Revolución había comenzado y el pueblo en armas se disponía a llevar a cabo de forma violenta lo
que no había podido conseguir la revolución pacífica. Los parisinos, temerosos de que la artillería real los
bombardease desde la Bastilla o desde las alturas de Montmartre, llenaron de barricadas las calles y
comenzaron a buscar armas desesperadamente. El 14 de julio se produjo el asalto a la Bastilla, donde se había
almacenado toda la pólvora existente en la capital.
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La toma de la Bastilla, el 14 de Julio de 1789 es el hecho más representativo de la Revolución Francesa, es
por ello que se ha representado desde su acontecimiento en numerosas ocasiones.
Aquel episodio se convertiría para siempre en el símbolo de la violencia revolucionaria y en la señal de
partida de unos acontecimientos que iban a mantener en vilo al país durante varios años. En realidad, aquella
fortaleza, que era no solamente un arsenal, sino una prisión del Estado y guardaba con su majestuosa
presencia el barrio de San Antonio, contaba en aquellos momentos con una exigua guarnición: un centenar
escaso de hombres, la mayoría de ellos inválidos. Un malentendido provocó la descarga de los defensores
sobre la multitud cuando se estaban llevando a cabo negociaciones. La muchedumbre consiguió asaltar el
castillo y en el altercado se produjeron varias muertes, entre ellas la de su alcaide Launay. Las tropas reales no
se movieron, puesto que sus oficiales temían que los soldados se unieran al motín. Se formó una
municipalidad revolucionaria, se creó una Guardia Nacional, a cuyo mando se pondría La Fayette, y se adoptó
una escarapela con los colores rojo y azul de París, a los que se añadió el blanco real. El rey, ante la marcha de
los acontecimientos dudaba entre marcharse a Metz para ponerse bajo la protección de las tropas más fieles o
quedarse. Optó finalmente por esto último, lo que significaba ceder a la presión de los revolucionarios. El
mismo acudió a la Asamblea para anunciar la retirada de las tropas y el día 16 volvió a llamar a Necker. La
entrada en París de Luis XVI en medio de una gran masa popular y escoltado por la Guardia Nacional
significaba la aceptación de la Revolución por parte de la Monarquía. El ejemplo de París fue seguido en casi
todas las ciudades del país, en las que se estableció una nueva organización municipal, y una milicia que
recibió también, como en la capital, el nombre de Guardia Nacional. Esta simultaneidad de la revolución ha
hecho pensar a algunos en la idea de un complot tramado, bien por el duque de Orleans, bien por los masones,
o bien por los mismos aristócratas. Pero en realidad, lo que ocurrió es que desde 1788 se habían establecido
relaciones entre las ciudades y el sistema electoral en varios grados había contribuido a dar cohesión a la
burguesía, proporcionándole al mismo tiempo la fuerza política de la que carecía con anterioridad. En el
campo, el miedo se extendió por todas partes y afectó a todas las regiones. Fue "la Grande Peur" que provocó
el asalto de los campesinos a los castillos y la quema de los archivos en los que se custodiaban los títulos de
propiedad señorial de la tierra. Todo ello no significaba más que el deseo del mundo campesino de abolir el
régimen feudal que tanto le oprimía. Hasta esos momentos, la Revolución había sido esencialmente una
revolución burguesa, una revolución jurídica. Los diputados querían redactar una Constitución en la que se
recogiesen los derechos fundamentales a la libertad individual, a la igualdad y también a la propiedad. Ahora
bien, al ser también los derechos feudales una forma de propiedad, la Asamblea sintió la necesidad de hacer
algunas concesiones a los campesinos, para evitar que no sólo los derechos feudales, sino la misma propiedad
burguesa fuesen cuestionadas. Así, el 4 de agosto, bajo la influencia de Thiers, el grupo de los privilegiados
aceptó el sacrificio de decretar la abolición del régimen feudal, la igualdad ante los impuestos y la supresión
de los diezmos. Sin embargo, a la hora de redactar esos decretos se dejó bien claro que esos derechos no se
abolían pura y simplemente, sino que deberían ser redimidos por los arrendatarios siguiendo unos coeficientes
establecidos por la Asamblea que representaban en su conjunto unas veinte veces el total anual de esos
derechos. El campesinado se sintió decepcionado. No obstante, las medidas, que fueron difundidas por medio
de numerosos panfletos y periódicos, sirvieron para apaciguar a las turbas campesinas y se consiguió
restablecer un relativo orden. De esta forma, la Asamblea se dispuso a reemprender su tarea con una cierta
tranquilidad.
LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE
En julio de 1789 se encargó a una comisión de la Asamblea Constituyente la preparación de un borrador
sobre los principios fundamentales en los que debía basarse la Constitución. Esa comisión, después de
amplios debates en los que se cuestionó su oportunidad, decidió encabezar la Constitución con una
declaración de derechos. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano se terminó el 26 de
agosto y con ella se puede decir que quedaron codificadas las ideas fundamentales de la filosofía política
del siglo XVIII. La influencia en ese texto del ejemplo americano es reconocida por todos los tratadistas.
El hecho de que fuera La Fayette, uno de los héroes de la independencia americana, el primero que
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propusiese un proyecto, resulta significativo. Otros participantes en la Guerra de la Independencia
norteamericana, como Mathieu de Montmorency, intervinieron fervientemente en la defensa del
proyecto. Sin embargo, a pesar de esta influencia la declaración francesa es de carácter más universalista
que la norteamericana y sus redactores la aprobaron con el propósito de que pudiese ser aplicada a todos
los tiempos, a todos los países y a todos los regímenes. La Declaración de los derechos del hombre
contiene una serie de artículos sin un orden preciso, lo cual refleja la enorme cantidad de proyectos y la
amalgama de enmiendas a que dio lugar la aprobación del texto definitivo. Pero por encima de todo,
destaca la defensa de la libertad, descrita como "el derecho a hacer todo lo que no moleste a los demás".
El documento establece con claridad las bases jurídicas de la libertad individual. Sin embargo, aunque se
describen con detalle la libertad de opinión y la libertad de prensa, nada se dice de la libertad de cultos, ni
de asociación, ni de enseñanza. En cuanto a la igualdad, el primer artículo especifica que "todos los
hombres nacen iguales" y más adelante, en el artículo 6 se precisa que la ley es igual para todos. También
se establece expresamente la igualdad judicial y la igualdad fiscal. Entre los derechos naturales
imprescriptibles se menciona el derecho de propiedad y al final se repite que la propiedad es "sagrada e
inviolable".La Declaración de derechos define la soberanía, que reside −según se dice− en la Nación.
Establece también el principio de la separación de poderes y aparece la idea de que el poder legislativo
emana de todos los ciudadanos que lo expresan directamente o a través de sus representantes. En
definitiva, el texto aprobado el 26 de agosto puso las bases del Derecho público francés y constituye, en
razón de su exaltación de los derechos del individuo, el primer documento solemne del liberalismo
político. Se trata, como afirma Godechot, de la obra de una clase, la burguesía, aunque también es
producto de las circunstancias. Al mismo tiempo que condena al Antiguo Régimen, debía constituir la
base del nuevo orden. Pronto se convirtió en el dogma de la revolución y de la libertad. Por eso el gran
historiador Michelet la calificó de "credo de la nueva era".Luis XVI consideraba la Declaración como un
texto revolucionario y se negó a sancionarlo, como tampoco sancionó otros decretos aprobados el 4 de
agosto. Sólo una nueva revuelta popular podía obligar al rey a asumir estos documentos, y la revuelta se
produjo, alentada por la escasez de alimentos y por el alza de precios. El 5 de octubre, una manifestación
de mujeres seguida por la Guardia Nacional se presentó en Versalles, arrancó al rey la sanción de los
decretos y al día siguiente obligó a la familia real a trasladarse a París. La Asamblea la siguió a la capital
e hizo suya la teoría de Sieyès sobre el poder constituyente: es decir, que la Asamblea estaba por encima
del rey y que por consiguiente éste no podía rechazar las disposiciones constitucionales. Durante los dos
años siguientes, la Asamblea iba a disfrutar de unos verdaderos poderes dictatoriales e iba a gobernar
soberanamente en Francia mediante la elaboración de todo un nuevo régimen. Sobre todos estos
acontecimientos actuaba el peso de la crisis financiera, que había sido en realidad el objeto de la reunión
de los Estados Generales. Hubo que abandonar los debates constituyentes para abordar el problema
económico. Desde mayo de 1789 existía la conciencia de que era necesario vender los bienes del clero
para poder amortizar la deuda y así se manifestó en la Asamblea Constituyente el 6 de agosto. Después
de largas discusiones, Mirabeau propuso la fórmula para llevar a cabo la operación: había que
nacionalizar los bienes de la Iglesia a cambio de que el Estado corriese con los gastos de sostenimiento
del culto y del clero, de tal manera que se eliminasen la escandalosas diferencias entre los medios de que
disfrutaban los obispos y los de los simples curas. Otros diputados propusieron que se les quitasen sus
bienes a los eclesiásticos para que éstos desapareciesen como orden. En todo caso, se justificaba la
desposesión con el argumento de que la Iglesia no tenía la propiedad de esos bienes, sino solamente su
usufructo para cumplir sus tareas tradicionales de asistencia y de educación. Finalmente el 2 de
noviembre fueron nacionalizados los bienes de la Iglesia. Con la garantía de su valor fue lanzada una
emisión de papel moneda, los asignados (assignats), que servirían para pagar la deuda del Estado. Con
esos asignados podrían comprarse bienes nacionales y a medida que fuese recuperándolos, el Estado
debería quemarlos. La venta de los bienes nacionales no comenzó hasta el mes de mayo de 1790 y se
dieron facilidades de pago a los compradores, de tal manera que sólo debían hacer efectiva en el
momento de la compra del 12 al 15 por 100 del valor total y el resto podían pagarlo en doce años al 5 por
100 de interés.
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El propósito de la Asamblea, al establecer esta forma de pago, era el de dar facilidades a los campesinos
para acceder a la propiedad de estos bienes. Pero el problema era que muchos campesinos no disponían ni
siquiera de esa cantidad que había que pagar al contado, ya que habían gastado todos sus ahorros en la
compra de subsistencias en la difícil primavera de 1789.En realidad, los que más se aprovecharon de esta
operación fueron los campesinos ya propietarios, los burgueses, los nobles e incluso algunos
eclesiásticos. Sólo mediante la formación de algunos grupos pudieron los campesinos pobres hacerse con
la propiedad de algunos de estos bienes. Como consecuencia de la venta de los bienes nacionales, la
estructura de la propiedad de la tierra se modificó sustancialmente, aunque fue la propiedad burguesa la
que más se incrementó. Los pequeños campesinos y los jornaleros no disminuyeron apenas en número en
los años sucesivos. Por otra parte, la incautación de los bienes eclesiásticos contribuyó a deteriorar las
relaciones de la Iglesia con la Revolución. En realidad, muchos eclesiásticos habían mostrado su apoyo al
cambio de régimen y se habían sumado al estado llano cuando se planteó el asunto de la reunión de los
tres órdenes en una sola cámara. A su vez, la Asamblea había mostrado su confesionalidad católica. Sin
embargo, las relaciones fueron enfriándose y, además de la nacionalización de los bienes de la Iglesia,
contribuyeron a ello la supresión de los diezmos y una política regalista que tenía como propósito la
creación de una iglesia nacional. Sin embargo, la ruptura definitiva no sobrevendría hasta el 13 de febrero
de 1790, cuando se aprobó la ley de reforma religiosa que determinaba la supresión de los votos
canónicos, la supresión de las órdenes mendicantes y de aquellos conventos que tuviesen menos de veinte
profesos. Meses más tarde, el conflicto adquirió su auténtica dimensión cuando la Asamblea
Constituyente votó el 12 de julio de ese año la Constitución civil del clero, que fue promulgada el 24 de
agosto. En ella se adscribía la organización eclesiástica a las circunscripciones administrativas, de tal
forma que habría un obispado por departamento. Los obispos y los curas serían elegidos como los demás
funcionarios y todos ellos quedaban sometidos a la jurisdicción civil. Tanto unos como otros, debían
prestar juramento de ser fieles a la nación, a la ley y al rey, y mantener con todas sus fuerzas la
Constitución. La Constitución civil del clero fue bien acogida por la mayor parte del clero bajo, pero fue
rechazada por los obispos. No obstante, todos esperaban el pronunciamiento del Papa Pío VI que tardó
ocho meses en hacer conocer su sentencia negativa. Luis XVI, que hubiese deseado conocer antes esta
decisión, no pudo evitar la presión a la que estaba sometido y no tuvo más remedio que sancionarla sin
conocer el criterio de Roma. De esta forma, a partir del verano de 1790, todo el clero se vio obligado a
prestar el juramento. Desde ese momento, se produce en Francia la existencia de dos tipos de clérigos: los
juramentados y los refractarios (se calcula que estos últimos constituían el 45 por 100). Parece ser que la
situación económica era determinante a la hora de aceptar, o no, la Constitución, aunque el entorno social
y religioso influyó también en cada caso. Lo cierto es que la Constituyente contribuyó a acentuar la
división que ya existía en la sociedad francesa. El mismo monarca, profundamente católico y fiel a la
Santa Sede, se negó a aceptar un capellán que no fuese refractario. El pueblo parisino, furioso ante esta
actitud, trató de disuadirlo, pero Luis XVI, que no estaba dispuesto a ceder en este terreno, tomó la
decisión de huir de París para reunirse con el ejército de Lorena en el mes de junio de 1791. Fuese esa la
verdadera causa de su huida, o el temor a ver cada vez más limitado su poder en general, lo cierto es que
a los pocos días −el 21 de ese mes− fue arrestado en Varennes y devuelto a París. La Constitución fue
votada el 3 de septiembre de 1791 y promulgada oficialmente el 14 de dicho mes. Con la Declaración de
los derechos del hombre como preámbulo, consagraba el principio de la soberanía nacional y aseguraba
el dominio de la burguesía. Se respetaba a la Monarquía como sistema político, pero se restringían las
prerrogativas del rey, que quedaba supeditado a la Constitución. Dentro del esquema de la división de
poderes, el rey disponía del poder ejecutivo y se le ofrecían medios para ejercerlo: nombraba y destituía a
sus ministros, que no debían ser miembros de la Asamblea; conservaba un poder importante en la
diplomacia y en el ejército. Se le reconocía el derecho al veto suspensivo, por el que podía retrasar
durante cuatro años la aplicación de un decreto votado por la Asamblea, mientras que la sanción real
transformaba un decreto en una ley aplicable inmediatamente. El poder legislativo residía en una Cámara
única la Asamblea Legislativa− cuyos miembros debían ser renovados mediante elección cada dos años.
Sólo aquellos ciudadanos que reunían una serie de requisitos, como el de pagar un impuesto directo
equivalente como mínimo a tres días de jornal, podían ejercer el derecho al voto, y solamente los
contribuyentes por un importe mínimo de un marco de plata podían ser elegidos diputados. En lo que
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respecta al poder judicial, se reconocía su independencia y se establecía el Tribunal Supremo como
institución con la más alta responsabilidad en la administración de justicia. La Asamblea Constituyente
elaboró también una legislación económica basada en el principio de la libertad: libertad de comercio,
libertad de propiedad, libertad de cultivos, libertad de producción y libertad de trabajo. De esa forma se
cambiaba totalmente el orden económico tradicional. La producción capitalista había nacido y había
comenzado a desarrollarse en el cuadro del régimen todavía feudal de la propiedad: el cuadro estaba
ahora roto. La burguesía constituyente aceleraba la evolución liberando la economía. En cuanto a la
administración, se tendió a la descentralización. El poder central perderá importancia frente a las
autoridades locales, ahora bajo la influencia de la burguesía. El rey poseería el derecho a suspenderlas,
pero la Asamblea podía restablecerlas en sus puestos. Ahora bien, ni el rey ni la Asamblea tenían los
medios para hacer pagar el impuesto a los ciudadanos o hacer respetar las leyes. La crisis política se
agravaba y la descentralización administrativa puso en serio peligro la unidad de la nación. En todas
partes los poderes estaban en manos de los cuerpos elegidos: si caían en manos de los adversarios del
nuevo orden, la Revolución se vería seriamente comprometida. Para defenderla, hubo que volver más
tarde a la centralización. La reforma de la administración judicial fue efectuada con el mismo espíritu de
la reforma administrativa. Las numerosas jurisdicciones especializadas del Antiguo Régimen fueron
abolidas y en su lugar se creó una nueva jerarquía de tribunales emanados de la soberanía nacional,
iguales para todos y destinados a salvaguardar la libertad individual. La obra legislativa de la Asamblea
Constituyente fue, pues, inmensa. Abarcaba todos los dominios: político, administrativo, religioso y
económico y judicial. Francia, como nación, era regenerada y se ponían los fundamentos de una nueva
sociedad. Herederos de la Razón y de la Ilustración, los diputados habían construido todo un armazón
para esa nueva sociedad, lógico, claro y uniforme. Pero, hijos también de la burguesía, le habían
inculcado los principios de libertad e igualdad solemnemente proclamados en el sentido de los intereses
de su clase y al hacerlo, descontentaban a las clases populares, por un lado, y a la aristocracia y antiguos
privilegiados, por otra. Así pues, al edificar la nueva nación sobre la estrecha base de la burguesía
censitaria la Asamblea Constituyente llevaba su obra a múltiples contradicciones. La liberalización de la
economía, por ejemplo, con la desaparición de los mecanismos protectores de los artesanos que hasta
entonces se habían sentido seguros dentro de los gremios, o de las tasas del grano que protegían a los
consumidores de los abusos de precios, provocó la hostilidad de las clases populares, tanto en el campo
como en la ciudad. En realidad, se había concebido una patria en los limites estrechos de los intereses de
una clase: la burguesía, pues hasta se había excluido a las masas de la vida política mediante el
establecimiento de un sistema de sufragio censitario. Al mismo tiempo que la Asamblea Constituyente
desarrollaba su labor legislativa, se iban perfilando los distintos grupos en la vida política francesa. Por
una parte estaban aquellos que habían defendido la limitación del poder real y un cuerpo legislativo de
una sola cámara frente a los elementos aristócratas, más conservadores: eran los patriotas. Su verdadero
núcleo era la burguesía, pero entre sus filas había nombres ilustres procedentes de la aristocracia, como
La Fayette, La Rochefoucauld, Montmorency, Talleyrand o Mirabeau. Se sentaban a la izquierda del
presidente de la Asamblea y de ahí que comenzase a surgir la denominación para expresar su tendencia
política. La Sociedad de los Amigos de la Constitución, que había sido fundada por los diputados
bretones en Versalles en 1789, parece que fue uno de los focos de sus reuniones. Sin embargo, no
alcanzaría verdadera resonancia hasta finales de ese año, cuando la Sociedad se instaló en la rue Saint
Honoré, en el convento de los jacobinos. El famoso Club de los jacobinos, que acogía a lo más selecto de
la burguesía revolucionaria, acabó por controlar a las sociedades del mismo tipo que se habían ido creado
por toda Francia. No hay que pensar, sin embargo, que este grupo era compacto. En él había diferencias
entre los más radicales, encabezados por una élite procedente del antiguo Tercer Estado y entre los que
podían contarse los abogados y hombres de leyes como Lanjuinais, Merlin de Douai o Le Chapelet, y los
más moderados o constitucionales que reunían en su seno a la fracción más aristocrática de los antiguos
privilegiados, entre los que se encontraba La Fayette.Opuestos a los patriotas estaban los aristócratas
conservadores, o los negros como también se les llamaba, entre los que a su vez había numerosos
elementos de origen plebeyo, como el abate Maury, que fue el que dirigió todos los debates
parlamentarios de este grupo. Rechazaban en bloque la Revolución y por eso libraron una dura batalla en
defensa de las prerrogativas reales y los privilegios del Antiguo Régimen. Se acomodaban a la derecha en
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relación con la tribuna del presidente. No están claros sus lugares de reunión, pero sí se sabe que en abril
de 1790 fundaron en la rue Royale el Salón Francés, que terminó convirtiéndose en un foco de
insurrección monárquica. Un tanto al margen de estos grupos se hallaban, por un lado, el petit peuple −en
expresión de Marat, el periodista amigo del pueblo−, que había vivido la Revolución hasta esos
momentos como un espectador activo, pero sin un papel definido en el proceso de cambio legislativo que
se había llevado a cabo en la Asamblea, y la oposición contrarrevolucionaria. Ésta se hallaba integrada
por los aristócratas y el clero que no habían admitido las reformas y habían abandonado Francia. En 1789
se habían producido dos oleadas de emigración. La primera de ellas a raíz de los sucesos del 14 de julio y
con motivo de la Grande Peur, y que se había dirigido preferentemente a Italia, donde comenzó a intrigar
recabando ayuda de los gobiernos extranjeros. El Conde de Artois, el Príncipe de Condé, los Polignac y
el Duque de Borbón, fueron los integrantes más destacados de esta primera oleada. La segunda oleada de
emigración había tenido lugar después de los sucesos de octubre y estaba integrada por los grupos
monárquicos que habían tentado una solución de compromiso, como el mismo Mounier, que había sido
uno de los elementos más destacados en la defensa del establecimiento en Francia de una monarquía a la
inglesa.
DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE EN LA CONSTITUCIÓN DE 1789
Art.. 1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo
pueden basarse en la utilidad común.
Art. 2. La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión.
Art. 3. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ninguna corporación ni individuo
pueden ejercer autoridad que no emane expresamente de ella.
Art. 4. La libertad consiste en poder hacer lo que no daña a otro; de modo que el ejercicio de los derechos
naturales de cada uno no encuentra más límites que los necesarios para asegurar a los demás miembros de
la sociedad el goce de estos mismos derechos.
Art .6. La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho a participar,
personalmente o por medio de sus representantes, en su formación. Debe ser la misma para todos, tanto
cuando protege como cuando castiga.
EL DESLIZAMIENTO DE LA REVOLUCIÓN
F. Furet y D. Richet han calificado de año feliz, a ese periodo en el que se estableció un compromiso entre la
Revolución y la Monarquía, entre la aristocracia y las reformas, y en el que los acontecimientos parece que
tomaron un ritmo pausado frente a los furores de los primeros momentos. Así lo describen estos autores: "En
julio de 1790 había pasado el peligro y los resortes se aflojaron. La satisfacción de la tarea realizada, el gusto
natural por el orden, la normalización de la alimentación popular, todo hacía esperar un clima de estabilidad y
de paz. A la Asamblea le incumbía seguir trabajando en la calma de sus comisiones, para construir, sobre los
escombros del Antiguo Régimen, aquella hermosa morada del mañana, con la que soñaba el Tercer Estado:
una vivienda clara, de amplias habitaciones, en donde cada cual hallaría el sitio que le reservaban su talento,
su fortuna y, más de cuanto suele generalmente creerse, el prestigio de la tradición. Para el país legal, para sus
representantes, la Revolución había, terminado".Se esté de acuerdo o no con esta interpretación, pues algunos
como M. Vovelle creen que éste fue precisamente un periodo de maduración del proceso revolucionario, lo
cierto es que a partir de los meses de junio y julio de 1791 se inició una aceleración del ritmo de los
acontecimientos, unos lo llaman sobrerrevolución, y otros hablan de "glissement" de la revolución.El
detonante de este proceso fue la huida del rey a Varennes. El intento de fuga desató las iras del pueblo, que se
sintió traicionado por el monarca y se lanzó a la destrucción de estatuas de Luis XVI y de flores de lis.
Algunos se inclinaron decididamente por la República y, especialmente, el club de "los cordeliers", que
habían tomado el nombre del cordón del hábito de los frailes del convento de San Francisco donde se reunían,
pedían claramente su proclamación. Sin embargo, la cuestión del régimen político era secundaria para otros,
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como el mismo Robespierre, quien creía que lo primero que había que hacer era prepararse contra una posible
contraofensiva revolucionaria y, desde luego, castigar al rey. Robespierre (1758−1794) llegó a alcanzar en
esta etapa un destacado protagonismo. Era miembro de una antigua familia de abogados de Arrás y había
participado activamente en la agitación prerrevolucionaria. Había sido diputado en los Estados Generales
donde destacó por sus discursos precisos, lógicos y contundentes. Desde 1791 expresaba sus ideas a través de
la prensa o en los clubs jacobinos. El regreso del rey a París el día 25 de junio fue presenciado por una
multitud expectante y aquel mismo día la Asamblea decidió suspenderlo e iniciar una investigación sobre su
huida. La Fayette pretendía que el monarca "había sido raptado por los enemigos de la Revolución" y, en
efecto, el informe de la comisión encargada de llevar a cabo la investigación dictaminó, el 15 de julio, que el
rey era inocente. Dos días más tarde, el 17, los clubs populares convocaron a los parisienses para firmar una
petición en favor de la proclamación de la República depositada en el altar de la Patria, en el Campo de Marte.
Al final de la jornada, la Guardia Nacional mandada por La Fayette, que había sido hostigada por los
manifestantes, abrió fuego contra la multitud sin previo aviso y provocó unas quince víctimas. Era la primera
vez que la milicia revolucionaria disparaba contra el pueblo. A partir de ese momento, en París se pusieron en
marcha una serie de medidas de fuerza, como la proclamación de la ley marcial, el arresto de los jefes
populares y la clausura del club de los "cordeliers". Los jacobinos, por su parte, se dividieron y la mayoría de
los diputados se integraron en el nuevo club de los "fuldenses". La Asamblea Constituyente decidió
restablecer al rey, que juró la Constitución el 14 de diciembre de 1791, y convocar una nueva Asamblea,
según estaba previsto. En definitiva, los sucesos que tuvieron lugar en los meses de junio y julio de 1791
acentuaron las divisiones en Francia y llevaron a la burguesía a defender el nuevo régimen frente a la
revolución popular y a la contrarrevolución. La nueva Asamblea se reunió a comienzos de octubre de 1791.
Estaba compuesta por 745 diputados, en su mayor parte nuevos e inexpertos en la lucha política que se había
abierto con la Revolución, ya que se había entendido que los diputados de la Constituyente no podían ser
reelegidos. En su conjunto, la Asamblea Legislativa presentaba un carácter más revolucionario que la
Constituyente, pues había desaparecido la antigua derecha, que ahora estaba formada por los fuldenses,
procedentes de la escisión de los jacobinos y que estaba integrada por unos 250 diputados, influidos por La
Fayette. En el otro extremo, es decir en la izquierda, se situaban los jacobinos, que no pasaban de 150
diputados, entre los que se hallaban los representantes de la región de la Gironda, llamados a jugar un papel de
primera importancia. Este grupo de los "girondinos", en el que llegaron a integrarse otros diputados que no
representaban a aquella región, como Brissot y el mismo Condorcet, acabó siendo el de mayor fuerza en la
Legislativa. Sin embargo, la influencia de esta fracción procedía de Robespierre, que aunque no era diputado,
enviaba sus consignas por intermedio del club. Por último, en el centro, unos 350 diputados muy vinculados a
la Constitución y a la Revolución, pero que se inclinaban, según los periodos, a la derecha o a la izquierda.
Los debates de la Asamblea Legislativa se caracterizaron por una retórica violenta y unos discursos tan
grandilocuentes como faltos de contenido. Además, desde las tribunas del público, una constante algarabía
acompañaba a las discusiones de los políticos, hasta el punto que a veces éstos tenían dificultades para hacerse
oír. Por otra parte, el descontento popular comenzó a crecer de nuevo como consecuencia de la mala cosecha
del año 1791 y el consecuente alza de precios. Se hicieron frecuentes las insurrecciones, los casos de tiendas
asaltadas y de mercados saqueados; por todas partes se reivindicaba la tasación de los precios de las
mercancías, los propietarios eran sometidos a requisas forzadas y las autoridades, permanecían inertes o se
mostraban impotentes ante tantos desmanes. En parte como consecuencia de esa radicalización de los
acontecimientos, en la primavera de 1792 comenzó a surgir en París el movimiento "sans−culotte". Los
sans−culotte, cuyo nombre tiene su origen en que era gente que no vestía el calzón corto, distintivo de los
varones de clase distinguida, no era un grupo social homogéneo y, en general, puede decirse que era muy
representativo del pueblo parisiense. No eran, desde luego, grupos marginales, como creyeron Taine y los
historiadores conservadores del siglo XIX, pues entre ellos había tenderos, artesanos y hasta rentistas. Sea
cual fuere su extracción social, el sans−culotte es un personaje que se hallaba ligado a las diferentes secciones
de París −que habían sustituido a los distritos− y que participa habitualmente en las agitaciones de masas
promovidas por los jacobinos. Impusieron un lenguaje particular en el que se practicaba el tuteo y pusieron de
moda vocablos como ciudadano. Los sans−culotte irán cobrando importancia hasta acabar por jugar un papel
esencial en el verano de 1792.
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EUROPA ANTE LA REVOLUCIÓN
La Revolución francesa no puede entenderse cabalmente si no se tiene en cuenta la actitud que,
simultáneamente a los acontecimientos que con tanta intensidad se producían en el interior de sus fronteras,
adoptaron las demás potencias europeas. Como tampoco puede entenderse la historia de Europa sin conocer el
impacto que produjo en ella la Revolución. En efecto, sobre todo a partir de 1792, Francia se mantuvo en un
conflicto bélico ininterrumpido con las principales naciones del continente que no finalizaría hasta 1815. No
puede decirse que la Revolución fuese mal acogida desde el momento de su estallido en 1789, pues la
aristocracia europea sólo vio en ella al principio una lucha contra el absolutismo centralizador, y en los
ambientes intelectuales no se disimularon las simpatías por la plasmación de las ideas de los philosophes. Se
dice que el filósofo Kant, que era un hombre de costumbres rigurosamente metódicas, cuando se enteró el 14
de julio del asalto a la Bastilla, cambió excepcionalmente el itinerario que solía seguir desde su casa a la
Universidad en Königsberg. Por su parte, los campesinos de otros países europeos acogieron con grandes
expectativas la supresión de los derechos feudales y hubo hasta alguna manifestación al grito de "Queremos
hacer lo mismo que los franceses". Los hombres de Estado de las principales potencias, por último,
consideraban que lo que ocurría no era más que un signo de debilidad de Francia y eso, naturalmente, les
complacía. Sin embargo, estas impresiones se modificaron rápidamente a medida que la revolución fue
radicalizándose. Las sublevaciones populares y las presiones ejercidas sobre Luis XVI comenzaron a inquietar
a los monarcas europeos. Las nacionalizaciones de los bienes eclesiásticos hicieron cambiar de actitud a
muchos clérigos y nobles que hasta entonces se habían mostrado admiradores de la Revolución o simples
espectadores indiferentes. Pero quien mejor expuso los peligros que podrían derivarse del curso de los
acontecimientos en Francia fue el inglés Burke en su obra Reflexiones sobre la Revolución francesa,
publicada en noviembre de 1790 y que, según Furet y Richet, iba a convertirse pronto en el breviario de la
contrarrevolución. Quienes antes sintieron el peligro del contagio revolucionario fueron los príncipes cercanos
a la frontera francesa, sobre todo a causa de la influencia de la emigración de los realistas, los cuales
contribuyeron a cambiar la postura favorable a la Revolución que en un principio habían sostenido. Ésta fue la
actitud de Renania. Desde el último tercio del siglo XVIII, los arzobispos electores de Tréveris, Maguncia y
Colonia habían entrado en conflicto con la Santa Sede, cuya autoridad ya casi no reconocían. La Revolución
frenó este intento de episcopalianismo nacional e hizo entrar a estos príncipes alemanes en el campo de los
enemigos del liberalismo, del que hasta entonces habían sido fervientes defensores. En otros lugares se
tomaron también medidas antiliberales. Sin embargo, Francia se consideraba en esos momentos un país
pacífico y en un decreto promulgado el 22 de mayo de 1790 se decía textualmente que "La Nación francesa
renuncia a emprender ninguna guerra para efectuar conquistas y jamás empleará sus fuerzas contra la libertad
de ningún pueblo". Pero de ese decreto se desprendía también la idea de que los pueblos debían disponer de
sus propios destinos. Ese principio había nacido en la Fiesta de la Federación y referido a Avignon y a La
Alsacia, como Merlin de Douai lo había señalado ante la Asamblea francesa: La Alsacia era francesa, no
porque los tratados de Westfalia la habían adscrito a Francia, sino porque los alsacianos habían mostrado su
voluntad de pertenecer a Francia. La proclamación de este principio iba a tener unas importantes
consecuencias, pues se trataba de una ruptura con el Derecho internacional público tradicional. Pero, además,
podía acrecentar igualmente la agitación en los países vecinos de lengua francesa, como Bélgica, Suiza,
Saboya, y llevar a los franceses a sostener guerras revolucionarias fuera de Francia. La guerra comenzó por la
frontera del Rin, precisamente por los territorios que habían acogido a mayor número de emigrados franceses,
y entre ellos a los mismos hermanos del rey, los condes de Artois y de Provenza. Los nobles alemanes que
poseían señoríos en La Alsacia y se vieron afectados por las medidas que suprimían los derechos señoriales,
hicieron causa común con los exiliados. Sin embargo, ni José II de Austria ni su sucesor Leopoldo II se
mostraron muy dispuestos a entrar en un conflicto con la Francia revolucionaria hasta que se produjo el
intento de fuga de Luis XVI en Varennes. Fue entonces cuando la posibilidad de destronamiento del rey
francés provocó la inquietud del monarca austriaco, quien en su declaración de Padua (5 de julio de 1791)
invitaba a los monarcas europeos a "poner término a los peligrosos excesos de la Revolución francesa". En la
Declaración de Pillnitz firmada conjuntamente con el rey de Prusia el 27 de agosto siguiente se especificaba
que los dos soberanos se sentirían directamente afectados por todo lo que pudiese sucederle al rey de Francia.
Esta declaración, aunque estaba redactada en términos relativamente moderados, fue considerada como una
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provocación por los revolucionarios, especialmente por los girondinos que veían en ella un magnífico pretexto
para extender la revolución fuera de Francia. En marzo de 1792 murió Leopoldo II y le sucedió Francisco II
que a la sazón contaba veinticuatro años de edad. El nuevo emperador se mostró pronto como un encarnizado
enemigo de la Revolución, más decidido y belicista que su antecesor, dispuesto a obligar a Francia a
restablecer los derechos de los príncipes alemanes en Alsacia. La guerra era inevitable. Excepto Prusia, las
demás naciones europeas mostraron una actitud tibia. Catalina de Rusia ofreció 15.000 hombres, aunque sólo
después de la pacificación de Polonia. España, Inglaterra y Holanda tardarían todavía un año en declarar
abiertamente la guerra a Francia. España no se decidiría hasta la ejecución de Luis XVI, Holanda no lo haría
hasta ver amenazadas sus fronteras y en cuanto a Inglaterra no intervendría en el conflicto hasta que no
consideró que sus intereses particulares se encontraban en peligro. De los estados alemanes, solamente Hesse
y Maguncia ofrecerían un contingente armado. El duque de Brunswick, general en jefe de las tropas
austroprusianas, lanzó en Coblenza un manifiesto el 27 de julio de 1792 en el que declaraba categóricamente
que sus ejércitos estaban dispuestos a intervenir en Francia para suprimir la anarquía y para restablecer la
autoridad del monarca. Esta declaración no hizo más que excitar los ánimos de los revolucionarios que
suplieron las carencias de su ejército con entusiasmo. Los aliados habían tomado la ofensiva y habían
atravesado la frontera francesa por dos frentes: en el Norte, el duque de Sajonia−Teschen, al frente de 4.000
emigrados franceses, había conseguido llegar hasta Lille; en el Noroeste, el mismo Brunswick, al frente del
ejército principal compuesto por 75.000 hombres, había marchado a lo largo del río Mosela y había tomado
Verdún. La caída de Verdún, que era la fortaleza que defendía París, así como las derrotas iniciales no podían
tener otra explicación para los patriotas franceses que no fuera el resultado de una serie de traiciones. El
miedo desatado en la capital y en las provincias se transmitió a los ejércitos. El general Dumouriez, que se
hallaba desde el principio al mando de las tropas francesas, reunió a sus hombres a espaldas del ejército
prusiano y provocó un enfrentamiento en Valmy que, como ya se ha visto más atrás, se saldó con una rotunda
victoria de los franceses.No obstante, la retirada en Valmy de los ejércitos prusianos no se debía sólo al
empuje de los franceses, sino a la preocupación que el rey de Prusia sentía ante los acontecimientos que se
estaban produciendo en Polonia. El rey de Polonia, Estanislao II Poniatowski, había llevado a cabo el 3 de
mayo de 1791 un verdadero golpe de Estado al promulgar una nueva Constitución destinada a transformar el
sistema político para darle un aire más moderno y satisfacer así los deseos de una nobleza y una burguesía
reformistas. Rusia, Austria y Prusia creyeron que eso podía ser el preludio de una nueva revolución y
decidieron intervenir para aniquilar el peligro jacobino. Este asunto retuvo a los ejércitos de estos países en el
Este y contribuyó a reducir la presión sobre Francia. Las tropas revolucionarias ocuparon los Países Bajos
austriacos (batalla de Jemmapes) y la mayor parte de los territorios situados a la orilla izquierda del Rin, y en
el sur, los reinos sardos de Saboya y el condado de Niza.A finales de 1792 los girondinos hicieron aprobar en
la Convención una declaración en la que se ofrecía ayuda a los pueblos que quieran recobrar su libertad. Con
ello Francia amenazaba con extenderse hasta sus fronteras naturales y ese fue el acicate que llevó a las
naciones europeas a formar la Primera Coalición entre febrero y marzo de 1793. Además de Austria, Prusia,
Rusia y Cerdeña, entraron en la coalición España, Inglaterra, Portugal y la mayor parte de los estados
alemanes e italianos. Sólo quedaban al margen del conflicto en Europa, Suiza, los Estados escandinavos y
Turquía.La crisis por la que en aquellos momentos atravesaba el ejército francés, especialmente por la falta de
efectivos, fue el motivo por el que sufrió una serie de reveses frente a las tropas de la coalición. En diciembre
de 1792, el ejército del Rin había iniciado una retirada en el Sarre, perseguido por los austriacos. En marzo del
año siguiente, Dumouriez fue derrotado en Neerwinden (18 de marzo) y acto seguido tuvo lugar su defección.
La situación en la primavera de 1793 era alarmante y la amenaza se extendía a todas sus fronteras: en el norte
los ingleses sitiaban Dunkerque; en el nordeste, los austriacos después de haberse apoderado de Condé y de
Valenciennes, sitiaron Le Quesnoy y Maubeuge; en el este los prusianos avanzaban por el Sarre y sitiaban
Landau; en el sureste los sardos recuperaban Saboya, y en el sur los españoles traspasaban la frontera de los
Pirineos.La Convención tuvo que realizar un extraordinario esfuerzo para superar aquellos difíciles
momentos, pero en el otoño comenzaron a verse sus resultados. Las levas de soldados permitieron reforzar los
ejércitos, que ahora iban al frente mejor pertrechados. Los ingleses fueron derrotados en Hondschoote (5 y 6
de septiembre de 1793) y se vieron obligados a levantar el sitio de Dunkerque. Los austriacos fueron vencidos
en Wattignies (15 y 16 de octubre) y fueron rechazados en Maubeuge y Valenciennes. Los prusianos
sufrieron, la derrota de Geisberg el 26 de diciembre y los españoles habían detenido su avance. De esta
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manera, en poco tiempo fueron liberadas las fronteras francesas de la presión a la que habían sido sometidas
por parte de los aliados.La contraofensiva francesa en el norte les permitió recuperar Bélgica mediante la
victoria de Fleurus, el 26 de junio de 1794, y las Provincias Unidas en el invierno de ese año. En la frontera
del Rin también se recuperaron los territorios situados en su margen izquierda, excepto Maguncia. En España,
los ejércitos republicanos atravesaron por dos puntos diferentes la frontera de los Pirineos. Estas derrotas
provocaron la ruptura de la Coalición, en la que existían graves disensiones, sobre todo entre Prusia, Austria y
Rusia, con motivo del reparto de Polonia.A finales de 1792, Rusia y Prusia se habían repartido una gran
extensión de Polonia y habían dejado al margen a Austria, que se había sentido defraudada. La revuelta de los
patriotas polacos en 1794, que intentaron establecer una república a semejanza de la de Francia y expulsar a
los ocupantes de su suelo, fue el pretexto que Austria utilizó para intervenir junto con Rusia. Los rebeldes
fueron sometidos y Varsovia fue ocupada el 6 de noviembre. Prusia tuvo que volver su atención hacia el este y
se vio obligada a firmar la paz con Francia el 6 de abril de 1795 en Basilea, mediante la cual reconocía a la
República francesa y aceptaba la neutralización de los territorios del norte de Alemania. Las Provincias
Unidas, que se habían transformado en la República Bátava, firmaron la paz el 6 de mayo en virtud de la cual
cedían a Francia el Flandes holandés, Maestricht y Venloo y se comprometían a pagar una indemnización de
100.000.000 de florines. En cuanto a España, mediante la paz de Basilea firmada el 22 de julio se
comprometía a ceder a Francia la mitad de la isla de Santo Domingo a cambio de la retirada de sus tropas al
sur de los Pirineos. En virtud del tratado de San Ildefonso, firmado poco después, la España borbónica iba a
sellar una alianza con la Francia republicana y regicida, pero la hostilidad contra Gran Bretaña, su enemiga
tradicional en el Atlántico, hizo viable esta componenda. Por su parte, Polonia no tenía más remedio que
aceptar el tercer reparto de su territorio el 24 de octubre de 1795.
LA REACCIÓN TERMIDORIANA Y EL DIRECTORIO.
El 9 de Termidor ponía fin a la fase exaltada de la Revolución y daba el poder a los moderados, que iniciaron
una reacción contra la política montañesa, desmontando el gobierno revolucionario: desapareció la
preeminencia del Comité de Salud Pública, se reorganizó y depuró el Tribunal revolucionario, se clausuraron
los clubes jacobinos, se eliminaron a los sans−culottes de las secciones de la Comuna de París y se liberó a
los sospechosos. Asimismo fueron procesados los antiguos miembros de los Comités y aquellos comisionados
que se habían distinguido por su celo terrorista y en el sudeste del país se inició lo que se ha llamado Terror
blanco.
Los termidorianos, pertenecientes a la burguesía, suprimieron las leyes económicas, como la del maximum, y
las leyes sociales aprobadas por los robespierristas. Se privatizaron algunas de las fábricas nacionalizadas y se
liberalizó el comercio. Todas estas disposiciones citaron una gravísima crisis económica, provocadas por el
hundimiento del asignado (en julio se cotizaba a un 3 por ciento de su valor nominal). El proceso inflacionario
se vio además favorecido por la deficiente cosecha de cereales. Los mercados urbanos quedaron
desabastecidos por la resistencia de los campesinos a vender si no se les pagaba en metálico. La pequeña
burguesía y los obreros de las ciudades fueron los más afectados. Los antiguos jacobinos explotaron la
coyuntura económica y el malestar social para lanzar al pueblo parisino contra la Convención en abril y mayo
de 1795 (Germinal y Pradial del año III). Pero la guardia nacional y el ejército restablecieron drásticamente el
orden. Los diputados montañeses comprometidos fueron arrestados y se acentuó el Terror blanco.
La Convención termidoriana culminó su obra política con una reforma constitucional. La Constitución del año
III (1795) era de carácter moderado y pretendía evitar cualquier tipo de radicalismo revolucionario. El poder
legislativo se lo repartían dos cámaras: el Consejo de los Ancianos y el Consejo de los Quinientos. Estas
cámaras se encargaban de elegir el poder ejecutivo, llamado Directorio y confiado a 5 miembros. El poder
judicial continuaba en manos de jueces de elección popular. En cuanto al régimen electoral, se abandonó el
sufragio universal y se estableció de nuevo el sistema censitario, aunque algo más amplio que el de 1791.
También se volvió a la descentralización administrativa, pero no se alcanzaron las cotas de la primera
constitución.
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Los termidorianos supieron aprovecharse de la dislocación de la primera Coalición (producida entre otras
razones por la crisis de Polonia que significó el tercer y definitivo reparto de este país) y firmaron la paz por
separado en 1795 con Toscana, Prusia (Tratado de Basilea), Holanda (Paz de La Haya) y España (Paz de
Basilea). Antes de disolverse en octubre de 1795, la Convención tuvo que enfrentarse a una insurrección
monárquica que se produjo en París el 13 de Vendimiario del año IV (5−X−1795) y que fue sofocada por el
joven general Bonarparte con la ayuda de los sans−culottes.
El gobierno del Directorio, que abarca de octubre de 1795 a noviembre de 1799, se caracteriza por su
inestabilidad y por sus bandazos políticos a la izquierda y a la derecha. Las razones de la fragilidad y de la
transitoriedad del régimen hay que buscarlas en la agudización de la crisis económica y financiera, la falta de
apoyo social y la inmoralidad des sus políticos que sólo buscan perpetuarse en el poder. Unicmanete podrá
mantenerse recurriendo al ejército, del que también dependerá económicament, y que al final será quien acaba
derrocándole.
La crisis económica y financiera fue uno de los principales problemas del Directorio. En febrero de 1796 el
asignado llegó al máximo de su depreciación. Su valor llega a ser inferior al del papel que estaba impreso. Un
mes más tarde fue sustituido por una nueva moneda fiduciaria, el mandato territorial, pero también fracasó
por falta de crédito y en noviembre de este mismo año tuvo que ser retirado de la circulación. La
administración, sin recursos, quedó prácticamente paralizada. A partir de este momento dependió en gran
parte del botín que enviaban los generales, fruto de sus conquistas. Por otra parte, la inflación redujo a la
miseria más absoluta a las clases populares. Esta situación fue aprovechada por Babeuf, que reclamaba la
abolición de la propiedad privada y la colectivización de la tierra, para fraguar una conspiración a fin de
derrocar el Gobierno y el edificio social existente, y crear la República de los Iguales. El complot, al que se
sumaron numerosos jacobinos, fue descubierto a tiempo y Babeuf fue condenado a muerte.
La represión antijacobina que siguió la conjura de Babeuf empujó al Directorio hacia los moderados,
circunstancia que fue aprovechada por los monárquicos, quienes en las elecciones del año V (1797)
obtuvieron una aplastante victoria, llegando a colocar en el ejecutivo a uno de sus correligionarios. Entonces
los republicanos del Directorio, con la ayuda de las tropas enviadas por Bonaparte, dieron un golpe de Estado
el 18 de Fructidor (4−IX−1797), desembarazándose de los diputados derechistas. La represión subsiguiente
representó un nuevo bandazo de la política del gobierno, ahora, hacia la izquierda, que propició, a su vez, el
triunfo de los jacobinos en las elecciones del año VI. El Directorio volvió a dar otro golpe de Estado el 22 de
Floreal (11−V−98), revisando las elecciones y eliminando a la mayor parte de los jacobinos electos.
En el exterior el régimen directorial practicó una política agresiva y de conquista, motivada en gran modo por
la crisis financiera. La campaña de Italia de 1796 y 1797, dirigida por el general Bonaparte, constituyó un
éxito rotundo. Todos los Estados italianos y la propia Austria (tratado de Campoformio) tuvieron que
renunciar. Es el encumbramiento del joven general corso, que cada vez actúa más independientemente sin
consultar a París, organizando Repúblicas hermanas a su antojo con los territorios conquistados (República
Cisalpina y Ligur). La continuación de esta política expansiva en 1798 y 1799, con la creación de nuevas
Repúblicas satélites (la Helvética, la Romana, la Toscana y la Partenopea) y la expedición de Napoleón a
Egipto originó una segunda Coalición europea contra la Francia revolucionaria. En 1799 los ejércitos
franceses eran vencidos en Italia y Alemania. Estas derrotas avivaron y generalizaron la oposición interior
contra el Directoria. No es de extrañar que las elecciones del año VII fueran totalmente adversas al ejecutivo y
las cámaras legislativas obligaron el 30 Pradial (18−VI−1799) a dimitir a los tres directores más
comprometidos en la violación constitucional de Floreal anterior. Aunque en el exterior se logró conjurar el
peligro de invasión de las tropas aliadas, en el interior la situación era muy precaria. El 18 de Brumario del
año VIII (9−XI−1799) Napoleón, que acababa de regresar de Egipto, apoyado por los conservadores, dio un
nuevo golpe de Estado que puso fin al régimen directorial.
Calendario Revolucionario o Republicano Francés
21
Nombre
Significado
Desde el...
Hasta el...
Vendimiario
(de la vendimia)
22 de septiembre
21 de octubre
Brumario
(de las brumas)
22 de octubre
20 de noviembre
Frimario
( de las escarchas)
21 de noviembre
20 de diciembre
Nivoso
(de las nieves)
21 de diciembre
19 de enero
Pluvioso
(de las lluvias)
20 de enero
18 de febrero
Ventoso
(de los vientos)
19 de febrero
20 de marzo
Germinal
(de las semillas)
21 de marzo
19 de abril
Floreal
(de las flores)
20 de abril
19 de mayo
Pradial
(de los prados)
20 de mayo
18 de junio
Mesidor
( de la recolección)
19 de junio
18 de julio
Termidor
(del calor)
19 de julio
17 de agosto
Fructidor
(de los frutos)
18 de agosto
16 de septiembre
Este calendario fue aprobado por la Convención Francesa el 5 de octubre de 1793.
Cada mes tenía 30 días. A los 5 sobrantes se los denominaban "epagómenos" según unos
o "sansculótidos" según otros y se dedicaban a fiestas.
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