Leer Cuento

Anuncio
¿TE ACUERDAS…?
Por Roberto
Te miro dormir. Tu cara plácida, las mejillas un poco hundidas, la
piel tan blanca. Has adelgazado, te has arrugado, así de sopetón.
No has tenido un envejecimiento paulatino. De parecer casi una
niña, te has convertido en una viejita con rasgos infantiles.
Tus párpados caen relajados.
¿Sueñas? ¿Te estará permitido
soñar? Si lo pienso, imagino tu cerebro llenándose de imágenes y
colores, de historias que sólo tú puedes ver, mientras tus ojos están
cerrados.
Al abrirlos, se levanta la tela de los párpados y las
pestañas lo borran todo. Nada queda de lo soñado. Todo se borra
con el pincel mágico de tus pestañas. Pero las sensaciones, lo que
has sentido cuando sueñas, ¿permanece? Pienso que eso es lo
que produce la inquietud de alguno de tus despertares o la paz que
refleja a veces tu mirada cuando despiertas y me sonríes.
Puede que nunca haya habido un principio. Quizás traías algo en
tus genes que condicionó todo el proceso.
Cada elección
equivocada, cada decisión en que te mostraste diferente, las dudas,
los pequeños olvidos intrascendentes (a todos nos pasa, me decías,
ya te tocará a ti), pudieron ser avisos tempranos de lo que vendría.
Así como las termitas habitan en el interior de la madera y horadan
silenciosas hasta que el piso se hunde o las patas de los muebles
quedan cojas, algo oculto en lo más profundo de tu corteza
cerebral,
fue
conexiones
tejiendo
entre
tus
ovillos,
neuronas
anudando,
hasta
enmarañando
cortarlas,
las
dejándolas
inservibles. Así también, como las termitas, que sólo se dejan ver a
través del aserrín polvoriento esparcido por el suelo, ese algo daba
sus señales a través de pequeñas, y a veces no tan pequeñas
confusiones, que me hacían gracia, porque me parecías más
humana, menos perfecta, y te imaginaba con tu pelo rubio
enmarañado al viento, suelto y joven, libre, como eras antes, sin las
ataduras del cómo debe ser que te imponías.
¿En qué momento logré cruzar esa fina línea que separa la
incertidumbre de la certeza? Me costó tanto asumirlo. Siempre
creemos que algo hará que los hechos cambien, por muy
establecidos y claros que estén, hasta que un irremediable y
certero rayo nos cae en la cabeza golpeándonos con su luz
cegadora. Dejé pasar mucho tiempo sin querer entender, pensando
que con los años (ni siquiera eres una vieja) empezabas a
confundirte. “Se te están desordenando las neuronas”, te dije un
día bromeando, después que guardaste mis calcetines en uno de
los cajones de la cocina. Me hizo gracia, tú, tan ordenada, que todo
lo hacías bien, confundirte de esa forma. Te reíste conmigo y me
dijiste algo como “estoy cada día más bruta, no te burles de mí”.
Me hacía gracia, hasta ese día que te busqué como un loco bajo la
lluvia. Viajábamos, de paso por Madrid. Te quedaste sentada en
un banco frente a la laguna del Parque del Retiro, mirando los
cisnes. Tengo sed me dijiste y te dejé sola mientras compraba dos
coca-cola.
Estaba pagando cuando el cielo se abrió en un
estruendo y la lluvia se desató sobre la gente que paseaba. Corrí
hacia ti y ya no estabas. Pensé que te habrías refugiado en un café
cercano junto a tantas otras personas que corrieron hacia allí. Te
busqué entre las mesas y los pasillos.
alcanzaba mi mirada.
Te busqué hasta donde
Caminé de un lado para otro sin querer
alejarme demasiado. ¿Cómo estabas vestida? ¿De qué color era tu
blusa? La lluvia chorreaba por mi pelo, nublaba mi vista. Recordé
que me preguntaste si llevar o no una chaqueta. El sol brillaba al
salir del hotel, pero el tiempo era inestable esa primavera en
Madrid. Te decidiste por una chaqueta liviana azul, la blusa…, ¿de
qué color?
Se detuvo la lluvia, el parque se llenó otra vez de gente que
paseaba sin prisa y tú… Te busqué como un loco. Hasta que te
divisé a lo lejos caminando lento, te llamé, te grité, corrí a tu lado.
Llevabas la chaqueta colgando en una mano y la blusa mojada que
se te pegaba al cuerpo. Te tomé de un brazo para detenerte y me
miraste: los ojos vidriosos, inexpresivos. Intentaste librarte de mí
con un gesto brusco.
Te nombré, mírame te dije, tus mejillas
chorreando agua, o lágrimas…, no lo sé, unos segundos, una
eternidad, y te refugiaste entre mis brazos.
¿Dónde estabas?,
preguntaste después. Te busqué, te busqué como un loco y supe
que…
Te miro dormir y me gusta lo que siento al mirarte. Me vuelven las
ganas de protegerte como si fueras una niña, mi niña. A veces,
muchas más veces de lo que quisiera, te observo con impaciencia.
Te veo escarbar los cajones buscando algo que ni tú misma sabes
que buscas. O caminando a tientas de una pieza a otra sin rumbo.
Sacando la ropa del closet, para ordenarla me dices, y después la
dejas arrugada sobre la cama. Quieres hacerlo todo, todo lo que
antes hacías, pero empiezas y lo olvidas. Te dedicas a otra cosa:
buscar en los cajones, limpiar con un paño sucio la superficie de la
cómoda, abrir un libro y cerrarlo, dar un mordisco a una fruta y
dejarla en cualquier parte olvidada.
Temo esta impaciencia que tantas veces me consume.
Me
arrepiento y me culpo por sentir lo que siento. Es razonable, es
cierto. Es razonable y es humano. Quizás inevitable. Entonces te
miro intentando verte como antes te veía, para que nunca se me
olvide que a pesar de todo, sigues estando ahí, la Magdalena de
siempre, atrapada en esta envoltura que me impacienta.
Una
envoltura que hace que tu vida se fragmente en trozos, como si
fuera una caja llena de fotografías dispersas y desordenadas, que
no se unen, que no cuentan ninguna historia.
Te pregunto algo banal, como si ya comiste, como si tienes sueño o
qué te gustaría hacer, a ver si logro tender un puente para
alcanzarte. A veces me miras y no respondes. Otras veces, sí, me
contestas, ya comí. Y qué comiste, continúo, pero tu pensamiento
ya está en otra parte y las palabras flotan inconclusas y sin sentido.
¿Te acuerdas…?, te pregunto, intentando retomar un diálogo, te
acuerdas cuando…, y me encuentro con tu mirada tan lejana que
me asusta.
Te acuerdas…, te digo y me arrepiento antes de
terminar de pronunciar esas palabras que te ofenden, sin querer
ofenderte, sin la fuerza de las palabras que ofenden, pero lo digo,
sin querer decirlo, por costumbre de preguntarte si te acuerdas, de
mí, de nosotros, de lo que hemos vivido algún día.
acuerdas…?, pregunto y no respondes.
¿Te
Te miro y tus ojos no
devuelven mi mirada. Son como espejos rotos incrustados en tu
rostro inexpresivo. Te quiero, te digo entonces, y lo digo de veras,
sin esperar que lo entiendas, ni siquiera que me escuches, pero
sorpresivamente, como si mis palabras pulsaran algún recóndito
espacio entre las aristas de tu memoria, me sonríes, entreabres tus
labios en una sonrisa infantil y tierna, como si te alegraran mis
palabras, como si supieras que lo digo de veras, y los espejos de
tus ojos por un instante me reflejan y devuelven engrandecido mi te
quiero. Como si lo entendieras, como si te acordaras del significado
de esas dos simples palabras. Como si de verdad supieras que
aunque tú no sepas quién soy ni me recuerdes, estaré a tu lado
cuidándote hasta siempre.
Descargar