Reflexiones para el diálogo fe-ciencia en el ámbito de la práctica

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REFLEXIONES PARA EL DIÁLOGO FE-CIENCIA
EN EL ÁMBITO DE LA PRÁCTICA DOCENTE
Alberto Serrano Peris
Universidad Católica de Valencia ‘San Vicente Mártir’
La relación entre fe religiosa y conocimiento científico ha mostrado desde el comienzo mismo de la época moderna numerosos puntos de fricción,
aunque ciertamente este fenómeno no es en modo alguno exclusivo de la
modernidad. Los problemas planteados por la recepción del corpus filosófico
aristotélico por parte de la sociedad cristiana del siglo XIII constituyen una
buena prueba a este respecto. Sin duda, sus causas son múltiples y complejas
pero entre ellas podemos destacar como más relevantes la inadecuada comprensión del alcance y significado del conocimiento científico, tanto por parte
del público en general como de los propios hombres de ciencia, así como
también el rechazo del pensamiento teológico a los resultados de la actividad
científica cuando éstos suponían una contradicción con el sentido literal de la
revelación cristiana.
La orientación adoptada por la filosofía moderna a partir de la revolución
científica de los siglos XVI y XVII y el establecimiento del método experimental como paradigma del saber contribuyeron a la transformación de las
concepciones del mundo y del hombre vigentes hasta ese momento. La naturaleza, en su sentido más amplio, aparecía ahora ante la mirada del hombre
como un orden regulado por leyes que la ciencia podía descubrir para someterla a su dominio, sin que ello supusiera, en sus inicios, una contradicción
con los contenidos de la fe y, por tanto, una renuncia a toda referencia a Dios
como causa última de dicho orden natural. Piénsese, por ejemplo, en la obra
de Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, personajes que unían a su condición de grandes científicos la de hombres de inequívoca fe religiosa. Si bien
es cierto que la visión heliocéntrica del universo respaldada por estos autores
planteaba una aparente contradicción con los datos aportados sobre la constitución del mundo por las Sagradas Escrituras, la cuestión tenía, sin embargo,
un alcance mucho mayor en la medida en que suponía una revisión radical de
la física y la cosmología aristotélicas, paradigma científico al que mostraban
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su adhesión la práctica totalidad de los filósofos naturales de la época. Con el
transcurso del tiempo, la falta de una adecuada comprensión del sentido del
relato bíblico por parte de las instituciones religiosas, sobre todo en aquellos
pasajes relacionados con la descripción de los orígenes, formación y funcionamiento del cosmos, junto con una progresiva secularización de la misma
ciencia a partir de la Ilustración europea, contribuyeron a la formación de
una profunda brecha entre los contenidos de la revelación y los resultados de
la ciencia, hasta el punto de presentar la fe y el conocimiento científico como
dos saberes antitéticos.
Sin duda esta oposición resultó gravemente perjudicial para la posición de
las creencias religiosas, no sólo entre los científicos sino en el contexto más
amplio de la sociedad en su conjunto, pues todo avance de la ciencia, todo
nuevo descubrimiento, toda nueva teoría que explicara satisfactoriamente un
determinado campo de fenómenos naturales, era presentaba e interpretada
por muchos como un nuevo retroceso de la fe. Son muchas las teorías que
a lo largo de la época moderna han presentado el devenir histórico como un
progreso continuo que tiene lugar en una sucesión de etapas que han llevado
a la humanidad desde una fase religiosa y precientífica a la definitiva etapa
científica positiva (Aguste Comte, por ejemplo). De esta manera, el camino
de la ciencia aparece en la mentalidad moderna como la máxima expresión del
progreso humano, al tiempo que la fe religiosa es concebida como un orden
de creencias sin fundamento racional y desprovisto de capacidad para ofrecer
al hombre un saber seguro y concluyente sobre el mundo que habita y sobre
su misma existencia personal.
A pesar de que esta aparente oposición entre fe y ciencia está ya superada
en muchos sentidos, es importante constatar que los términos del conflicto se
mantienen todavía planteados en diversos campos, de modo especial en el de
las ciencias biomédicas y sus más importantes desarrollos como las técnicas de
reproducción artificial, la ingeniería genética, la investigación y manipulación
de embriones, la manipulación genética de alimentos y la clonación, entre
otros. Indudablemente estos desarrollos abren enormes posibilidades para la
mejora de la vida humana en ciertos aspectos, en especial en orden a la resolución de problemas que hasta el momento la medicina no ha podido abordar
de forma satisfactoria. Sin embargo, es necesario alejarnos de toda actitud
cienticista acrítica que pudiera conducirnos a considerar de forma favorable
todo proyecto emprendido por la ciencia prescindiendo de cualquier clase de
valoración ética, política o social. Para que la ciencia sea verdaderamente un
saber al servicio del hombre es indispensable que esté sujeta a principios éticos
indeclinables, fundados en el valor y la dignidad de la persona humana. Este
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postulado axiológico implica reconocer, en contra de lo que sostienen hoy
en día muchos científicos y centros de investigación, que la ciencia no puede
constituirse en un fin absoluto y que su actividad y sus realizaciones deben
estar orientadas hacia fines socialmente establecidos y éticamente fundados.
No es posible ignorar que la investigación científica actual tiene siempre
un promotor, cuya iniciativa está determinada normalmente por sus propios
intereses corporativos, un beneficiario potencial, cuyas expectativas sobre los
resultados de la ciencia es necesario igualmente tener en cuenta, así como un
conjunto de medios y fines cuya licitud ética y social es indispensable considerar. Desde esta perspectiva, por tanto, será necesario analizar, respecto a cualquier línea de investigación científica como por ejemplo la investigación con
células madre embrionarias, quién la promueve y con qué propósitos, quién
se va a beneficiar de sus resultados, y, en última instancia aunque no menos
importante, con qué medios y para qué fines. Incorporar estos elementos de
evaluación ética en el proceso de aprendizaje de las ciencias que tiene lugar
en el ámbito de la escuela nos parece un aspecto de fundamental importancia
para desarrollar en nuestros alumnos el sentido crítico que, de acuerdo con los
programas curriculares establecidos por las autoridades educativas, constituye
un objetivo de primera importancia en todo proceso de educación integral.
La oposición que desde la Iglesia Católica se ha manifestado en relación
con algunos de los campos de investigación biomédica actual no está motivada por un rechazo al avance de la ciencia, como a menudo se afirma desde
diferentes instancias, y mucho menos todavía por una falta de sensibilidad
hacia el sufrimiento o hacia los problemas de diversa naturaleza que padecen
algunos colectivos de personas. Por el contrario, partiendo de una afirmación
inequívoca del carácter positivo del saber humano en cualquiera de sus manifestaciones, las declaraciones recientes del Magisterio han estado dirigidas a
definir las bases éticas sobre las que la actividad científica debe apoyarse para
no perder su plena dimensión humana.
Por esta razón su perspectiva ha sido manifiestamente totalizadora, al poner de relieve la necesidad de considerar todos los aspectos que integran el
proceso investigador, desde los fines de la actividad científica hasta los medios
y recursos empleados. Porque hay cuestiones que son absolutamente indeclinables. ¿Quién ha establecido los fines a los que debe aplicarse la ciencia?
¿Quién y en base a qué motivos ha definido las prioridades entre las diferentes áreas de investigación? ¿Es éticamente aceptable que se empleen ingentes
recursos económicos en la investigación militar, por ejemplo, cuando existen
problemas que afectan a la salud y a las posibilidades de subsistencia de millones de personas (considérense las hambrunas y las pandemias que afectan a
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numerosos países del Tercer Mundo) que están pendientes de resolver? ¿Es lícito investigar con células madre de origen embrionario, cuando su obtención
requiere la destrucción de vida humana incipiente? ¿Por qué no se desarrollan
líneas de investigación cuyo origen (médula ósea, cordón umbilical, etc.) no
plantee problemas éticos de tal naturaleza?
La perspectiva del Magisterio sobre la relación entre fe y ciencia está expresada de forma inequívoca en la encíclica Fides et Ratio (FeR), del papa Juan
Pablo II. El documento parte en su Introducción, bajo el título “Conócete a
ti mismo”, de la vocación natural del hombre al conocimiento de la verdad
sobre sí mismo y la realidad que lo rodea. Este deseo, afirma el papa, le lleva a
indagar sobre el ser y la causa de todo lo que existe y, de forma especial, sobre
la razón de su propia existencia y el sentido de la misma. A la vez destaca la
importancia histórica de la filosofía como permanente esfuerzo de la reflexión
humana en busca de la verdad, empeñada en esclarecer el sentido y la realidad
del ser. La cuestión del sentido de la vida ha sido esencial para el quehacer filosófico de todos los tiempos y constituye un afán humano irrenunciable. De
tal modo realza la importancia de la indagación humana sobre estas cuestiones fundamentales que, afirma FeR, la Iglesia reconoce el papel desempeñado
por la razón humana y, en concreto, por la filosofía para conocer las verdades
fundamentales relacionadas con la existencia del hombre, además de ser una
ayuda indispensable para la inteligencia de la fe y la difusión del evangelio.
Por tanto, desde la óptica cristiana, en ningún caso cabe plantear las relaciones entre fe y ciencia o fe y cultura en términos antitéticos sino que, por
el contrario, ambos modos del saber humano deben concebirse como esferas
complementarias que se requieren mutuamente la una a la otra. Como ha
sido reconocido por una amplia diversidad de autores, la tesis del conflicto
ha sido el resultado de la particular interpretación que el pensamiento racionalista ilustrado realizó de estas dos esferas del saber, atribuyendo a la razón
humana la condición de única potencia de conocimiento verdadero cuyos
límites infranqueables debían quedar circunscritos al campo de los fenómenos
empíricos y negando a la fe toda capacidad propositiva sobre el orden del
mundo. Una de las críticas que el documento papal dirige a la filosofía moderna es, precisamente, la de haber adoptado esta perspectiva marcadamente
reduccionista sobre el estatuto de la razón humana y su capacidad para el conocimiento de la verdad. En efecto, a pesar de sus importantes realizaciones,
el pensamiento filosófico moderno ha seguido una orientación equivocada en
algunos aspectos fundamentales: con el afán de alcanzar una certeza indubitable, se ha conformado con saberes parciales y provisionales y ha renunciado a
realizar preguntas fundamentales sobre el sentido y el fundamento último de
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la existencia. Su consecuencia ha sido que hoy asistamos a una auténtica crisis
de la verdad y de la razón.
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre
razón y revelación, la encíclica señala que existen dos órdenes de conocimiento
estrechamente vinculados entre sí, el conocimiento de razón y el conocimiento de fe, y que éste último es auténtico y verdadero saber aunque se distinga
del primero por su origen y método propios. Aquél es conocimiento de evidencia, basado en la observación y la experimentación, mientras que éste es
un conocimiento de creencia, basado en la confianza que otorgamos a Aquél
que sabemos que no puede engañarse ni engañarnos. Ambos permiten alcanzar la verdad en su plenitud. El conocimiento natural permite alcanzar un
saber sobre la realidad de la naturaleza creada, pero, sin embargo, es incapaz
de enunciar verdad alguna en relación con las cuestiones fundamentales que
sobre el sentido y el fin del ser se plantea inevitablemente todo hombre. Este
es el campo propio del conocimiento de fe cuya fuente es la revelación que
Dios ha hecho de sí mismo a los hombres, la cual no sólo no se opone sino que
complementa al conocimiento natural para la consecución de la verdad total.
Fe y ciencia se exigen, se requieren, se necesitan mutuamente.
En su primer capítulo, “La revelación de la sabiduría de Dios”, FeR afirma
que la cuestión acerca del origen y del sentido es objeto de conocimiento por
la Revelación, que culmina cualquier verdad conocida por la razón sobre la
misma. Es evidente que esta postura se opone a la epistemología racionalista
ilustrada, la cual niega todo conocimiento que no proceda de la razón humana
y muestre sus credenciales mediante los procesos de contrastación empírica
que caracterizan a las ciencias experimentales. Sin embargo, remitiéndose a las
enseñanzas del CV I, FeR señala:
Hay un doble orden de conocimiento, distinto por su principio y por su objeto. Por su principio, porque en uno conocemos por la razón natural y en el
otro por fe divina; por su objeto porque aparte de las cosas que la razón natural
puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios que de no haber sido
revelados no podríamos tener noticia de ellos.
Desde esta perspectiva, la encíclica hace hincapié en que el mundo y la
historia son realidades que deben ser investigadas con los medios propios de
la razón pero sin que la fe sea extraña a este proceso. Ésta no interviene para
limitar la actividad de la razón sino para hacer comprender al hombre la presencia de Dios en todo lo creado y en todo lo que acontece. La fe permite
penetrar la realidad y hacer posible que la mente descubra en la sucesión de los
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acontecimientos la presencia operante de la providencia. Éste es el principio
fundamental que debe regir la enseñanza de las ciencias de la naturaleza desde
una posición consistente con la fe cristiana.
A partir de estos presupuestos que establecen la necesaria conexión recíproca entre fe y ciencia, la enseñanza de las diversas disciplinas que integran
el ámbito de las Ciencias de la Naturaleza requiere precisar algunas cuestiones
importantes. Estas cuestiones están relacionadas con la definición del espacio
propio que corresponde a ambos modos de conocimiento y su papel al servicio de la verdad completa sobre la existencia humana y el mundo (la diaconía
de la verdad, a la que alude FeR). En concreto:
1. Es necesario desarrollar en nuestros alumnos un sentido inequívocamente positivo con respecto a la ciencia y su contribución al servicio
de la humanidad. Pero, al mismo tiempo, es igualmente necesario despertar en ellos una actitud crítica frente al cienticismo que postula que
la ciencia es el único modo válido de conocimiento y que cualquier
otra forma de saber carece de objetividad y validez universal, y que el
desarrollo de la ciencia, por su supuesta contribución al bienestar de
la humanidad, es autónomo y no debe estar sujeto a instancias de orden ético o político superiores (es decir, que los objetivos del quehacer
científico y los medios empleados por la ciencia deben ser establecidos
desde la propia ciencia, y no desde una instancia externa a ella).
2. La aparente contradicción entre los contenidos de la revelación cristiana y los resultados de la ciencia se diluye delimitando los espacios
propios de cada una de ellas. La moderna crítica histórica y la teoría
de los géneros literarios, por ejemplo, han puesto de manifiesto que
los primeros capítulos del Génesis, donde se hacen afirmaciones fundamentales sobre el origen del hombre y del universo, no son textos
históricos en sentido estricto, es decir, no pretenden describir desde un
punto de vista histórico cómo tuvo lugar la creación del hombre y del
mundo, sino expresar ciertas verdades fundamentales sobre los orígenes
empleando un ropaje literario que fuera comprensible para el hombre
de entonces.
Estas verdades son perfectamente compatibles con las teorías científicas actuales, como la teoría darwiniana de la evolución de las especies
(como afirma la encíclica Humani Generis, del papa Pío XII) o la teoría
cosmológica actual, las cuales, por otra parte, nada puede decir en relación con dichas verdades fundamentales. Éstas son: Que existe un Dios
personal y trascendente, que ha creado todo lo que existe a partir de la
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nada (verdadera revolución conceptual, pues la creación ex nihilo es una
idea desconocida para la filosofía y las religiones del mundo antiguo,
salvo para la tradición judeo-cristiana, donde nació), y que ha creado
también al hombre a su imagen y semejanza para mantener una relación
de amistad con Él; que el mal tiene su origen en la absolutización de la
autonomía moral del hombre, es decir, cuando éste, en el ejercicio de
su condición natural como ser que puede autodeterminarse a sí mismo,
decide separarse de Dios y establecer autónomamente los contenidos
del bien y del mal, etc. Estas afirmaciones constituyen respuestas a las
cuestiones esenciales relacionadas con el origen y el destino del hombre
y del mundo, con el sentido del mal en sus diversas manifestaciones y
con el sufrimiento humano.
Es importante poner de relieve que éstos son los contenidos de la Revelación de Dios, y no el ropaje literario con los que se han comunicado
(la creación realizada en siete días, el hombre formado a partir del barro, la mujer creada de una costilla del varon, etc.), que, en definitiva,
constituyen aspectos formales que no pretenden otra cosa que hacer
comprensible dichos contenidos a los hombres de aquella época, en
consonancia con el estado de la ciencia de entonces, empleando para
ello recursos y figuras literarias coincidentes con los relatos sobre los
orígenes elaborados por otras culturas coetáneas (babilónicos y asirios,
principalmente: epopeyas de Gilgamesh, Atra-hasis, etc.). Por ejemplo,
es evidente que la intención del autor sagrado que expresó el hecho de
la creación de Eva a partir de una costilla de Adán no era la de informarnos sobre una circunstancia histórica, ni menos todavía, como se
ha afirmado en muchas ocasiones, señalar la subordinación de la mujer
al varón, sino justamente todo lo contrario, presentar a la mujer en el
designio creacional de Dios como igual en dignidad al varón, porque
ambos comparten una misma naturaleza, lo cual, por cierto, está en absoluto contraste con el carácter de las relaciones entre hombre y mujer
en el mundo antiguo.
3. La ciencia debe reconocer sus propios límites y respetar el espacio que
corresponde al conocimiento que proporciona la fe sobre cuestiones
acerca de las cuales nada puede decir. Estos límites son frecuentemente traspasados por los científicos, cuando, abandonando sus principios
positivistas, afirman que no existe nada más allá de lo que nos muestra
la ciencia y la evidencia empírica. Por citar un sencillo ejemplo, recuerdo haber leído hace cierto tiempo unas declaraciones de Arsuaga, el
director del que en la actualidad es el centro de investigación arqueo-
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lógica más importante del mundo, Atapuerca, en las que afirmaba que
lo que hay que tener claro es que la evolución no se propone nada, no es
nadie, no responde a ningún plan, a ningún propósito, no se dirige a ninguna parte. Afirmaciones de esta naturaleza alcanzan normalmente una
amplia difusión, por lo que resulta oportuno destacarlas y comentarlas
críticamente, mostrando a los alumnos que dichas afirmaciones no son
ciencia, no son epistéme sino doxa, es decir, la interpretación particular
que un científico ha hecho de los datos de la ciencia. Porque aquí nos
encontramos con la cuestión relevante, sobre la que muchas veces se
apoya la pretendida contradicción entre ciencia y fe: es indispensable
distinguir los datos de la ciencia de sus interpretaciones, que a menudo
se presentan como resultados de la ciencia y en realidad sólo constituyen opiniones personales que en absoluto tienen el carácter de conocimiento científico.
Afirmar que la verdad última del hombre y del universo está informada por la teoría evolutiva, o, dicho de otra manera, que la evolución
explica todo lo concerniente a la vida, y que, por consiguiente, no es
posible hablar de una voluntad divina creadora ni de una realidad que
se encuentre más allá de la naturaleza, es “hacer metafísica”, en el peor
sentido de la expresión, y situarse en una posición muy distante de
la objetividad y el rigor científicos. En el ámbito de las ciencias de la
naturaleza la obra de J. Monod El azar y la necesidad ha ejercido una
enorme influencia no sólo entre los especialistas sino también en la
opinión pública en la medida en que sus postulados han penetrado por
diversas vías en la conciencia social, mostrando esta misma disposición
a, bajo la apariencia del conocimiento científico, presentar al lector
unas conclusiones que “no son ciencia”, es decir, no son más que doxa
y tienen muy poco de epistème. Por ejemplo, la genética y la biología
molecular modernas pueden haber puesto de manifiesto que los seres
vivos evolucionan no porque se adapten a las condiciones del entorno
(teoría lamarckiana) sino porque sufren mutaciones genéticas en sus
estructuras cromosómicas cuyas causas últimas son desconocidas.
En el contexto de la investigación científica, cuando un fenómeno no
obedece a causas que se puedan determinar, se dice que está regido por
el azar. Esta afirmación, como hipótesis provisional, es aceptable. Pero
del hecho de que no podamos establecer las causas que explican ciertos
cambios producidos en el genoma de las diferentes especies no se puede deducir que la aparición y la evolución de la vida sobre el universo
se encuentre regida por el azar. Es importante que nuestros alumnos
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aprendan que afirmaciones de esta clase no son científicas en ningún
sentido, y que es necesario discernir lo que constituye el verdadero conocimiento científico de lo que no es más que mera opinión, aunque
ésta esté formulada por una persona que se dedica profesionalmente a
hacer ciencia.
4. Esto nos conduce a la siguiente conclusión: el hombre es un ser racional abierto al misterio de la vida, de la existencia. La ciencia es el fruto
de la indagación y la búsqueda racional llevada a cabo por el hombre
a lo largo de los siglos para penetrar cada vez más profundamente este
misterio, pero no es el único camino válido. La ciencia tiene su propio
método de aproximación a la realidad y, de acuerdo con él, nos brinda
un conocimiento de la misma que, siendo absolutamente fundamental, no agota la totalidad del ser, de la realidad, porque la ciencia nos
explica cómo son las cosas pero no por qué son y para qué. Como hemos
señalado ya, la ciencia no se ocupa de cuestiones de sentido o de significado, cuestiones que son indeclinables para la conciencia humana.
Para dar respuesta a estas cuestiones sobre el sentido y el fin del hombre
y del universo Dios se ha revelado a sí mismo, mostrándonos contenidos de verdad que no se oponen a los datos de la ciencia ni pretenden
suplantarla. Por tanto, la afirmación inequívoca de la importancia y el
valor de la ciencia es perfectamente compatible con la afirmación de la
dimensión trascendente de la persona y del mundo.
5. En la línea de lo señalado en el punto anterior, será también necesario
reclamar de la ciencia su renuncia a constituirse como la única forma
de saber racional. El moderno método científico, perfectamente válido
para el conocimiento del mundo como realidad física, no constituye
una adecuada vía de acceso a determinadas esferas de la realidad humana –la moralidad, la afectividad, el sentido de la existencia humana, la
apertura a la trascendencia y la cuestión del mal, entre otros–, lo que
implica la necesidad de reconocer la validez de otras formas de saber
cuya racionalidad no se puede poner en discusión porque no se sustenta
sobre los principios de la metodología científico-natural. La filosofía de
la ciencia del siglo XX, en autores como Karl Popper, Thomas Kuhn,
Imre Lakatos o Paul Feyerabend, representa en gran medida la superación de este enfoque sobre el estatuto epistemológico de las ciencias
experimentales.
6. Por último, es necesario también destacar la importancia de que la
ciencia, para constituir verdaderamente una actividad al servicio del
hombre, no puede desarrollarse autónomamente, prescindiendo del
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contexto axiológico y normativo propio de la cultura de la que forma
parte. Los objetivos de la ciencia y los medios que utiliza no deben ser
establecidos por ésta de forma independiente sino que requieren de
una sanción social. Es curioso que en una época como la nuestra, en
la que se afirma que todo debe ser objeto de consenso entre las partes
interesadas, a la vez se postule que la ciencia no debe consensuar sus
objetivos y medios con ninguna otra instancia externa a ella misma.
Este es un ámbito de reflexión especialmente importante. ¿Debe tener
la investigación científica algún límite? ¿Debe existir algún principio
normativo al que la ciencia someta sus investigaciones y aplicaciones?
En el campo de las ciencias biomédicas, ¿qué desarrollos científicos son
éticamente admisibles? Por ejemplo, ¿es éticamente aceptable que se
puedan seleccionar las características genéticas de un niño para satisfacer los deseos de los padres? ¿Sería admisible clonar a un individuo
para, cuando el embrión se encuentra en la fase de blastocisto y sus
células son totipotentes, disponer de materia prima con la que elaborar
tejidos compatibles con los que garantizar la provisión de órganos en
previsión de futuras enfermedades?
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