La ciudad y el pilar de sal y s - Gore Vidal

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Jim Willard ha vivido una breve e
intensa experiencia amorosa con su
mejor amigo, Bob Ford. Separados
por la distancia, Jim no dudará en ir
a buscarlo para poder revivir así su
idilio, ese secreto que lo hace
diferente a los demás y donde nada
ni nadie tienen cabida.
La trasgresión que supuso esta
novela, al plantear de una forma
cruda y sin paliativos la aventura
amorosa entre dos hombres,
determinó la vida de Gore Vidal: de
joven promesa política pasó a ser un
escritor censurado por la crítica,
aunque no por el público, que
convirtió su libro en un éxito de
ventas.
Sin duda, se trata de una obra
emblemática
para
toda
una
generación
que,
gracias
a
contribuciones como la de Gore
Vidal, pudo finalmente reafirmarse y
exigir un espacio de libertad que
hasta entonces le estaba vedado.
Asimismo, se incluye también la
única colección de cuentos de Gore
Vidal, recopilando de este modo y
por primera vez toda su obra erótica
de juventud.
Gore Vidal
La ciudad y el
pilar de sal y
siete relatos de
juventud
ePub r1.0
Titivillus 09.03.15
Título original: The City and the Pillar
and Seven Early Stories
Gore Vidal, 1948
Traducción: Richard Guggenheimer
Retoque de cubierta: Piolin
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A la memoria de J. T.
Su mujer miró hacia atrás y se
volvió pilar de sal.
Génesis, 19:26
Prefacio
Se ha explotado mucho —incluso
por el propio santo— la anécdota sobre
el robo de unas peras perpetrado por
Agustín en una huerta milanesa.
Supuestamente jamás volvió a traficar
con mercancía robada, y mucho menos a
saborearla, y una vez que este delito de
juventud («un asunto raro», como lo
descalificaría desdeñosamente el jurista
americano Oliver Wendell Holmes hijo)
quedó en el olvido, emprendió el
camino hacia la santidad. Lo cierto es
que todos hemos robado peras alguna
vez; el misterio está en el hecho de que
solo unos pocos luzcamos esa aura.
Supongo que en la vida de ciertas
personas notables surge de repente el
momento de la elección: ¿debo casarme
o quemarme?, ¿robar o dar a los demás?
Cerrar la puerta a una vida que hemos
anhelado, al tiempo que de modo
deliberado abrimos otra al infortunio y
al dolor porque… El «porqué» es la
verdadera historia que raras veces se
cuenta.
En la actualidad hay dos biógrafos
trabajando en mi historia sagrada, y el
hecho de que estén intentando buscarle
un sentido a mi vida ha despertado mi
curiosidad sobre el cómo y el porqué de
muchas cosas que he hecho y de tantas
otras que he dejado sin hacer. Como
resultado de ello he comenzado a
escribir lo que aseguré que nunca
llegaría a escribir: unas memorias («Yo
no soy mi propio tema», solía decir con
un aire de fría superioridad). Ahora me
tambaleo sin orden ni concierto por los
recuerdos de mi propia juventud, época
en la que me sucedió prácticamente todo
aquello que pudiese tener algún interés
en mi vida, más bien al comienzo que al
final de esta, ya que me forzaron a
tragar, como si dijéramos, el servicio
militar durante la segunda guerra
mundial. Al recordar sus desagradables
días de vida pública, mi padre me
confesó en cierta ocasión que siempre
que se veía obligado a tomar una
decisión crítica tomaba invariablemente
la equivocada. Le dije que se debería
convertir en un Churchill y escribir
sobre su propia vida y relatar las
famosas victorias que había puesto en
marcha en Galípoli, o en «el punto débil
del dragón» del Tercer Reich. Pero mi
padre no era ni escritor ni político, y
había sido educado para decir la
verdad. Yo, por el contrario, fui educado
por un abuelo entregado a la política, en
Washington, DC, y deseaba convertirme
en político a mi vez. Desgraciadamente
fui diseñado por la naturaleza para ser
escritor. No tuve elección. Las peras
habrían de convertirse en mi dieta, ya
fuesen robadas o cultivadas por mí.
Nunca hubo un tiempo en el que no
crease frases con el propósito de dar
coherencia a las experiencias por mí
vividas y convertirlas en «reales».
Por último, el novelista debe contar
siempre la verdad según él la entiende,
mientras que el político no debe
descubrir nunca su juego. Aquellos que
han hecho ambas cosas forman una lista
verdaderamente corta. El hecho de que
yo jamás llegase ni tan siquiera a la
candidatura de esa lista estaba ligado a
una decisión que tomé a los veinte años
de edad, la cual transformó mi vida de
modo radical.
Con diecinueve años, y recién salido
del ejército, escribí una novela llamada
Williwaw
(1946):
recibió
el
reconocimiento de ser —al menos
cronológicamente— la primera de las
novelas sobre aquella guerra. Al año
siguiente escribí la no tan admirada In a
Yellow Wood (1947). Entretanto mi
abuelo me estaba arreglando una carrera
política en Nuevo México; el
gobernador de este Estado era un
protegido del viejo. Así sucede, lo crean
o no, en la mayor democracia que el
mundo haya conocido jamás, en el hogar
de la libertad y del valor: las elecciones
se pueden apañar calladamente, como a
Joe Kennedy le gustaba explicar.
Para ser alguien con tan solo veinte
años me encontraba bien situado,
gracias a dos novelas publicadas y a la
habilidad política de mi abuelo.
También me hallaba situado en el
mismísimo centro de una encrucijada
bastante similar a aquella en que se
encontró Edipo. Estaba trabajando en La
ciudad y el pilar de sal; si la publicaba,
giraba hacia la derecha para acabar
maldecido en Tebas. Si no, giraba hacia
la izquierda para acabar en la sagrada
Delfos. El honor me exigía que tomase
el camino de Tebas. Alguien ha escrito
que por entonces yo era demasiado
estúpido para saber lo que hacía, pero
en lo concerniente a estos temas siempre
he sido muy prudente. Sabía que mi
descripción de una aventura amorosa
entre dos chicos típicamente americanos
y «normales», del tipo al que
pertenecían aquellos con quienes había
pasado tres años en el ejército durante
la guerra, pondría en tela de juicio todas
las supersticiones sexuales de mi patria,
la cual me temo tenía más que ver con
Beocia que con Atenas o con la
embrujada Tebas. Hasta entonces las
novelas americanas que tocaban el tema
de la «inversión» sexual trataban o bien
sobre travestidos o bien sobre
introvertidos solitarios que acababan
siendo desgraciados en su matrimonio y
suspiraban por los chicos de la Marina.
Yo rompí ese molde. Mis amantes eran
dos atletas tan atraídos por todo lo
masculino que en el caso de uno de ellos
—Jim Willard— lo femenino era
simplemente irrelevante en cuanto a su
pasión por unirse a su otra mitad, Bob
Ford. Por desgracia para Jim, Bob tenía
otros planes sexuales que incluían a las
mujeres y el matrimonio.
Entregué el manuscrito a E. P.
Dutton, mis editores de Nueva York. Les
pareció una porquería. Un viejo redactor
dijo: «Nunca te perdonarán este libro.
Dentro de veinte años seguirán
atacándote por su causa». Respondí con
un incómodo silbido en la oscuridad:
«Si cualquiera de mis libros es
recordado en el año 1968, ¿no sería eso
la verdadera fama?».
Para tristeza de mi abuelo, el 10 de
enero de 1948 se publicó La ciudad y el
pilar de sal. El escándalo fue el menor
de los efectos que el libro causó. ¿Cómo
podía nuestro joven novelista de la
guerra…? En una o dos semanas se
convirtió en un éxito de ventas en
Estados Unidos y en todos los lugares
donde pudo ser publicado, lo cual no
formaba un atlas muy completo en
aquellos tiempos. El editor inglés John
Lehmann estaba muy nervioso. En sus
memorias, The Whispering Gallery,
escribe: «Había ciertos pasajes en La
ciudad y el pilar de sal —un libro
triste, casi trágico, una proeza notable en
un campo tan difícil para un hombre tan
joven— que parecieron a mis
distribuidores e impresores de una
excesiva franqueza. Tuve una discusión
amistosa con Gore para que suavizase el
tono de la obra y eliminase estos
pasajes. Las ironías del tiempo y el
gusto: en el clima de principios de los
sesenta no harían pestañear a nadie».
Pero hace tan solo veinte años el libro
le fue confiscado a Dennis Altman a su
llegada al aeropuerto de Sidney, en
Australia. Altman recusó la ley sobre
obscenidad bajo la que el libro había
sido confiscado. El juez dictaminó que
desde el punto de vista legal el libro era
obsceno, pero en un renombrado obiter
dicta declaró que aquella ley le parecía
absurda: con el tiempo fue cambiada.
Pero hay ejemplares del libro que
incluso hoy en día arden de cuando en
cuando en las pampas y playas de
Argentina y otros países devotos.
Mientras escribo estas líneas me llegan
noticias de que el libro aparecerá por
fin en Rusia, donde un grupo teatral de
Moscú está adaptándolo para la escena.
¿Qué pensaban mis colegas de todo
esto? Me temo que poco. Los escritores
maricas estaban aterrados, y los otros se
alegraron de que un competidor se
hubiese autoeliminado tan limpiamente.
Envié copias del libro a dos famosos
escritores, a la caza de un respaldo,
como es habitual entre los noveles. El
primero fue Thomas Mann; el segundo,
Christopher Isherwood, quien lo recibió
con entusiasmo. Nos convertimos en
amigos para toda la vida. A través de
Joseph Breitbach me enteré de que
André Gide tenía intención de escribir
un comentario, pero cuando por fin
llegué a conocerlo me habló tan solo de
un trabajo pornográfico deliciosamente
ilustrado que le había enviado un cura
inglés de Hampshire.
Con catorce años leí los libros de
José de Thomas Mann, y me di cuenta de
que la «novela de ideas» (aún no
disponemos de un término apropiado en
inglés para este tipo de libro ni para este
género) podía funcionar si se situaba la
narrativa en el contexto histórico. Más
adelante me sorprendió la utilización del
diálogo en La montaña mágica, y en
particular los debates entre Settembrini
y Naphta, rivalizando sutilmente entre
ellos por obtener los favores del
aburrido pero sexualmente atractivo
Hans Castorp. Más tarde se escucharían
quejas relativas a que el Jim Willard de
mi novela La ciudad y el pilar de sal
también era un hombre aburrido. La
verdad es que hice de Jim Willard un
hombre al estilo de Hans Castorp: ¿qué
otra cosa podría haber sido alguien tan
joven y abandonado a su suerte en un
mundo —la Ciudad— que era en sí
mismo el centro de interés? Pero revestí
a Jim de algo de lo que Hans carecía:
una pasión romántica por Bob Ford que
acabó por excluir de su vida cualquier
otra cosa, incluso en cierto sentido la
vida misma. Recibí una nota cortés y
superficial
de
Thomas
Mann,
agradeciéndome mi «noble obra». Mi
nombre venía mal deletreado.
Reflexionando sobre la América de
los años cuarenta, Stephen Spender se
lamentaba del mecanismo que conducía
al éxito literario, observando con dureza
que «uno no tiene más que seguir la
fulminante trayectoria meteórica de los
señores Truman Capote y Gore Vidal
para darse cuenta de la rapidez y
efectividad con que funciona este
mecanismo transformador, debilitante y
desintegrador». Luego pasaba a
caracterizar La ciudad y el pilar de sal
como una confesión sexual, obviamente
del género autobiográfico más carente
de arte. Transformado, debilitado y
desintegrado como me encontraba, me
sentí halagado por esta descripción. El
señor Spender me había hecho un
excelente cumplido: a pesar de que soy
el menos autobiográfico de los
novelistas, había logrado trazar el
personaje de Jim Willard de modo tan
convincente que hasta el día de hoy los
viejos pederastas siguen firmemente
convencidos de que en tiempos fui un
prostituto y un excelente jugador de
tenis. Pero desgraciadamente la verdad
era muy diferente. El libro era todo un
alarde de imaginación. Jim Willard y yo
teníamos en común el lugar geográfico,
pero poco más. También he de decir que
en aras de la verosimilitud decidí relatar
la historia con una prosa apagada e
insulsa que evocase los documentos
sociológicos de James T. Farrell. No
debía haber ni asomo de sofisticación en
el estilo. Quería que la prosa fuese
sencilla y dura.
En abril de 1993, en la universidad
estatal de Nueva York, en la ciudad de
Albany, los académicos realizaron una
docena de proyectos sobre La ciudad y
el pilar de sal. El libro no ha dejado de
publicarse durante casi medio siglo,
algo que no hubiese creído posible en
1948, cuando The New York Times se
negó a anunciarlo y cuando ningún
periódico o revista de gran tirada se
prestó a comentar este o ningún otro
libro mío durante seis años. En opinión
de la revista Life, la nación más grande
del país (sic), como solía decir Spiro
Agnew, se había vuelto marica con
aquel joven oficial de segunda que
habían retratado hacía tan solo un año
frente al barco en el que servía. No he
leído ninguno de los trabajos realizados
en Albany. En primer lugar, nunca es
bueno leer sobre uno mismo, sobre todo
acerca de una persona de veintiún años
que se ha automoldeado con fidelidad
quizá excesiva a la figura de Billy el
Niño. Puede que me matasen en la
última toma, pero antes iba a llevarme
por delante a un montón de tipos que
estaban pidiendo una buena lección.
A algunos el final les pareció
«melodramático» (Jim estrangula a Bob
tras un frustrado encuentro sexual).
Cuando le recordé a cierto crítico que la
muerte como desenlace está en la
naturaleza de la tragedia romántica, me
dijo que una historia tan sórdida sobre
maricones jamás podría ser considerada
trágica al estilo de, digamos, una
conmovedora historia de amor fatal
entre una pareja de contrariados
adolescentes heterosexuales en la
antigua Verona. Mi intención era que Jim
Willard demostrase la falacia de tal
romanticismo. De tanto mirar atrás
quedó destruido, un cándido Humbert
Humbert tratando de recrear un idilio
que jamás existió realmente, excepto en
su propia imaginación. A pesar del
título, en ningún momento de la narrativa
se hizo esto evidente. Y naturalmente
que el desenlace no era satisfactorio.
Por aquel entonces la opinión general
era que los editores me habían forzado a
añadir un final aleccionador, del mismo
modo que el código del cine solía
empeñarse en que la maldad había de
ser castigada. Esto no era cierto. Mi
intención siempre fue la de conferir un
desenlace atroz a la obra, aunque no en
la medida en que acabé por hacerlo. De
modo que para la nueva edición de 1965
modifiqué
el
último
capítulo
considerablemente. De hecho revisé la
totalidad del libro (mi deseo de imitar el
estilo de Farrell tuvo quizá demasiado
éxito), aunque no cambié ni el punto de
vista ni las relaciones esenciales. Jim
quedó como era. Había desarrollado su
propia vida fuera de mis crudas páginas.
Claude J. Summers escribió hace poco
que entre los personajes
solamente Jim Willard nos
conmueve y es capaz de atraer
nuestro continuo interés gracias
en gran medida a que en él se
combinan rasgos inesperados.
Apático y vulgar, posee sin
embargo una vida interior bien
desarrollada y poco común.
Paralizado por sus propias
ilusiones
románticas,
es
sorprendentemente consciente de
las ilusiones de los demás. A
pesar del tratamiento de caso
clínico que recibe en la novela,
conserva su esencial misterio.
Como ha comentado Robert
Kiernan (Gore Vidal), Jim
Willard es todos los hombres sin
dejar de ser el extraño…[1] El
efecto final es paradójico pero
acertado, pues determina que en
un último análisis no podemos
ser condescendientes con Jim
Willard ni simpatizar del todo
con él, ni tan siquiera pretender
que lo comprendemos. Mucho
más allá del típico personaje de
ficción, Jim Willard simplemente
existe, no como sujeto de un
manifiesto, no como ilustración
de una tesis, sino sencillamente
como él mismo.
No hace mucho recibí una llamada
del biógrafo de Thomas Mann. Me
preguntó si tenía conocimiento del
efecto que mi libro le había producido.
Apunté con sorna que al menos hacia el
final de sus días puede que hubiese
aprendido a deletrear mi nombre. «Pero
no leyó el libro hasta 1950, y mientras
lo leía lo comentaba en sus diarios.
Acaban de ser publicados en Alemania.
Consígalos». He leído, no sin cierta
sorpresa, el efecto que tuvo sobre el
viejo maestro de setenta y cinco años su
admirador de veintiuno. Mann se
encontraba en California a causa de la
guerra.
Miércoles 22, XI, 50
[…] He comenzado la lectura de la
novela homoerótica La ciudad y el pilar
de sal de Vidal. Aquel día en la cabaña
junto al río y la escena lúdico-amorosa
entre Jim y Bob son realmente geniales.
Dejé de leer muy tarde. Noche muy
calurosa.
Jueves 23, XI, 50
[…] Continué con La ciudad y el
pilar de sal. Interesante, sí. Un
importante documento humano de una
veracidad excelente y esclarecedora. Lo
sexual, las aventuras con los diversos
hombres, es algo que aún no podemos
entender. ¿Cómo puede uno acostarse
con hombres? [Mann utiliza la palabra
Herren, que no significa «hombres»,
sino «caballeros». ¿Es este un Mann
satírico? ¿Una pregunta retórica que
aparenta escándalo?]
Sábado 25 por la noche, XI, 50
[…] En mayo de 1943 volví a mirar
los papeles de Felix Krull de manera
fugaz para retomar Fausto. Debo hacer
un esfuerzo para comenzar de nuevo,
aunque sea para mantenerme ocupado,
tener algo que hacer. No tengo nada más,
ninguna idea para una historia; ningún
tema para una novela… ¿Me sería
posible comenzar [Felix Krull] de
nuevo? ¿Hay bastante mundo y suficiente
gente,
suficientes
conocimientos
disponibles? La novela homosexual me
interesa en buena medida por la
experiencia que ofrece del mundo y los
viajes. ¿He recogido en mi aislamiento
suficiente experiencia sobre los seres
humanos, la suficiente para una novela
satírico-social?
Domingo 26, XI, 50
Ocupado en los papeles de [Krull],
confusos.
Leo un poco más de la novela de
Vidal.
Miércoles 29, XI, 50
[…] Los papeles de Krull (sobre su
encarcelamiento). Siempre con dudas.
Me pregunto si esta música marcada por
un «tema anhelante» es apropiada para
mis años […]. Terminé la novela de
Vidal, emocionado, aunque hay mucho
de imperfecto y desagradable en ella.
Por ejemplo, que Jim lleve a Bob a un
bar de mariquitas de Nueva York.
Me agrada saber que Mann no
encontró «melodramático» el final
aunque, ¿qué tema puede resultar más
«anhelantemente» melodramático que
Liebestod? En cualquier caso, aquel
joven novelista que tomó lo que a todo
el mundo le pareció el camino
equivocado en Trivium se ve ahora
honrado en su propia vejez por el autor
a quien en cierto sentido había tomado
como modelo. En cuanto a la sorpresa
que Mann muestra ante cómo pueden
acostarse los hombres entre ellos,
tengamos en cuenta que está escribiendo
un diario personal —el más público de
los actos que un maestro alemán pueda
llevar a cabo—, y a pesar de que a
menudo hace referencia a su propia
«inversión» sexual y a sus pasiones por
tal o cual joven, no parece tomar el
camino de Tebas, como hice yo, sino
(con muchas miradas hacia atrás) la
carretera de Delfos, y me siento
debidamente asombrado y satisfecho de
que mientras me leía se sintiese
inspirado, motivado —sea cual fuere el
verbo— a retomar su obra más juvenil y
encantadora, Felix Krull.
Algunos de mis relatos poseen casi
la despreocupación del Thomas Mann
más tardío. Uno de ellos, «Las damas de
la biblioteca», es una variación
inconsciente sobre Muerte en Venecia.
Tres variaciones sobre un mismo tema:
el Hans Castorp de Mann; luego el mío,
Jim Willard; después una versión más
ligera, más allegro, de Jim, con el
disfraz de un personaje al que Mann,
muy apropiadamente, llama Felix: el
término latino de «feliz».
La ciudad y el pilar
de sal
Capítulo 1
El momento era extraño. En el bar
no había nada sólido, y las cosas se
fusionaban unas con otras. El tiempo se
había detenido.
Estaba sentado solo ante su mesa
escuchando la música que salía de una
caja luminosa de plástico rojo.
Recordaba parte de aquella música de
haberla oído en otros locales. Pero ya
no podía entender la letra. Solo hacer
vagas
asociaciones
mientras
se
emborrachaba al son de la música.
Su vaso de whisky con agua y hielo
se había derramado, y la mesa
presentaba ahora un aspecto interesante:
islas, ríos y algunos lagos convertían la
mesa en un continente. Con el dedo trazó
dibujos sobre la madera. De un lago
hizo un círculo; del círculo sacó dos
ríos; inundó y destruyó una isla, creando
un mar. Había tantas cosas que se podían
hacer con whisky y agua sobre una
mesa…
La gramola dejó de sonar.
Esperó largo rato a que volviese a
ponerse en marcha. Le dio un trago al
whisky para que la espera no se hiciese
tan larga. Tras una eternidad en la que
procuró no pensar en nada, la música
volvió a sonar. Era una canción que
recordaba, y se permitió retroceder a
aquel emotivo momento cuando…
¿cuándo? Hizo un esfuerzo para recordar
el momento y el lugar, pero era
demasiado tarde. Tan solo logró el
recuerdo de una emoción agradable.
Estaba borracho.
El tiempo se derrumbó. Pasaron
años hasta que logró volver a llevarse la
bebida a los labios. Con las piernas
adormecidas y los codos en el aire
parecía estar apoyado en una nube y en
la música de la gramola. Se preguntó
por un momento dónde se hallaba. Miró
a su alrededor sin encontrar ninguna
pista. Solo un bar en una ciudad. ¿Qué
ciudad?
Trazó una nueva isla sobre la mesa.
La mesa era su hogar y sintió un gran
afecto por la oscura madera rayada, por
la penumbra protectora de aquel
compartimiento, por la lámpara que no
funcionaba porque carecía de bombilla.
Deseaba quedarse allí para siempre. Era
su hogar. Pero se le acabó la bebida y se
sintió perdido. Tendría que pedir otra,
pero ¿cómo? Se concentró y se puso a
pensar. Pasó un rato largo sin moverse,
con el vaso vacío frente a él.
Por fin tomó una decisión. Se
levantaría e iría a hablar con el hombre
que había tras la barra. Era un largo
viaje pero se sentía preparado.
Se levantó y sintió un mareo; se
volvió a sentar, terriblemente cansado.
Un hombre con delantal blanco se
acercó a la mesa; seguro que sabía algo
sobre bebidas.
—¿Quiere algo?
Sí, eso era lo que quería, algo.
Sacudió la cabeza y dijo muy despacio,
de modo que sus palabras fuesen
inteligibles:
—Quiero whisky, agua, bourbon,
agua…, lo que estaba bebiendo.
El hombre lo miró desconfiado.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
No sabía la respuesta. Tendría que
actuar con astucia.
—Llevo aquí una hora —dijo
cautelosamente.
—Bueno, no se desmaye ni vomite.
La gente no tiene ninguna consideración
con los demás cuando hacen esas cosas
para que otros tengan que limpiarlas.
Intentó decir que él sí tenía
consideración con los demás, pero le fue
imposible. Ya no podía hablar. Quería
volver a casa, a su mesa.
—Estoy bien —dijo, y el hombre lo
dejó solo.
Pero la superficie de la mesa ya no
era su hogar. Aquella intimidad se había
disipado a causa del hombre del
delantal. Ríos, lagos, islas, ya nada le
era familiar. Se veía perdido en un
nuevo país. No le quedaba nada que
hacer más que fijarse en las demás
personas del bar. Ahora que había
perdido su mundo privado deseaba ver
qué era lo que habían encontrado los
demás, si es que habían encontrado algo.
La barra estaba al otro lado; tras ella
dos hombres con delantal iban y venían
lentamente. Cuatro, cinco, había seis
personas ante la barra. Trató de
contarlas pero no pudo. Siempre que
intentaba contar o leer en un sueño, todo
se diluía. Esto era como un sueño. ¿Lo
era?
Una mujer que llevaba un vestido
verde se encontraba muy cerca de él;
enormes nalgas, vestido ajustado. Estaba
con un hombre de traje oscuro. Era una
puta. Bueno, bueno…
Se preguntó quién habría en las otras
mesas. Se hallaba en el centro de una
larga fila, pero no sabía nada de la gente
que las ocupaba. Una idea triste, a cuya
salud bebió.
Entonces se levantó. Con paso
vacilante, pero con la expresión
perfectamente serena, se dirigió hacia la
parte trasera del bar.
El servicio de caballeros estaba
sucio, así que aspiró profundamente
antes de entrar para no tener que
respirar. Se vio reflejado en un espejo
resquebrajado que colgaba en lo alto de
la pared. Cabello rubio, ojos
blanquecinos inyectados en sangre que
lo miraban fija, demencialmente. Sí, era
otra persona, pero ¿quién? Aguantó la
respiración hasta volver al bar.
Se percató de la poca luz que había.
Unas cuantas bombillas con la pantalla
contra la pared y nada más, excepto la
gramola, que no solo daba luz sino que
emitía maravillosos colores. Sangre
roja, sol amarillo, hierba verde, cielo
azul. Se quedó junto a ella, acariciando
la suave superficie de plástico. Aquí era
adonde él pertenecía, junto a la luz y el
color.
Sintió un mareo. Le dolía la cabeza y
no podía ver con claridad. El estómago
se le contrajo y le entraron náuseas.
Puso la cabeza entre sus manos y
lentamente arrojó de sí aquel mareo.
Pero con ese acto hizo que los recuerdos
regresasen, y no era eso lo que quería.
Volvió a su mesa deprisa, se sentó,
colocó las manos sobre la mesa y miró
al frente. Su memoria comenzó a
funcionar. Existía un ayer y un anteayer,
y veinticinco años de vida antes de
encontrar aquel bar.
—Aquí tiene su copa.
El hombre lo miró fijamente.
—¿Se encuentra bien? Si no, será
mejor que se largue. No queremos a
nadie vomitando aquí.
—Estoy bien.
—Vaya si ha bebido usted esta
noche…
El hombre se marchó.
Había bebido demasiado. Era más
de la una y llevaba en el bar desde las
nueve. Borracho como estaba, quería
estarlo más, sin memoria, sin miedo.
—¿Estás solo?
La voz de una mujer. Permaneció
con los ojos cerrados durante bastante
tiempo, con la esperanza de que, si no
podía verla, ella tampoco podría verlo a
él. Algo muy sencillo de desear, pero no
funcionó. Abrió los ojos.
—Sí, claro —dijo. Era la mujer del
vestido verde.
Llevaba el pelo teñido de rojo
oscuro y la cara blanca de maquillaje.
También estaba borracha. Se inclinó,
vacilante, sobre la mesa y pudo ver
entre sus pechos.
—¿Me puedo sentar?
Él lanzó un gruñido; se sentó frente a
él.
—Ha sido un verano infernal, ¿no
crees?
Quería conversación. Él la miró,
dudando si podría asimilarla al mundo
de aquella mesa. No las tenía todas
consigo. Por un lado ella abarcaba
demasiado, y era muy complicada.
—Desde luego —respondió.
—No eres muy hablador, ¿eh?
—Supongo que no.
La intimidad de aquel refugio había
quedado totalmente destruida. Preguntó,
sin importarle, cómo se llamaba.
Ella sonrió, viendo que había
logrado atraer su atención.
—Estelle. Bonito nombre, ¿no? Mi
madre nos dio a todos nombres así. Tuve
una hermana que se llamaba Anthea, y
mi hermano se llama Drake. Creo que
Drake es un nombre muy bonito para un
hombre, ¿verdad? ¿Tú cómo te llamas?
—Willard —dijo sorprendido de
darle su verdadero nombre—. Jim
Willard.
—Suena bien. Muy inglés. Creo que
los nombres ingleses son muy hermosos.
Yo soy de origen español. ¡Qué sed
tengo! Llamaré al camarero.
El camarero, que parecía conocerla,
le trajo una copa.
—Justo lo que me mandó el médico.
Le sonrió y tocó su pie con el suyo
bajo la mesa. Él retiró ambos pies y los
mantuvo bajo la silla.
Ella no se sintió molesta. Bebió con
avidez.
—¿Eres de Nueva York?
Él sacudió la cabeza y se refrescó el
índice en el vaso medio vacío.
—Tu acento parece sureño ¿Eres del
sur?
—Claro —dijo sacando el dedo del
vaso—. Del sur.
—Debe de ser bonito aquello.
Siempre he querido ir a Miami pero
nunca veo el momento de escapar de
esta ciudad. Todos mis amigos están
aquí y no podría realmente dejarlos. Una
vez tuve un amigo, un hombre —dijo con
una sonrisa confidencial—, y siempre
iba a Florida en invierno. Tenía un
equipaje elegantísimo. Me invitó a ir
con él y casi fui una vez.
Hizo una pausa.
—Ya hace diez años de eso.
Parecía triste; él no sintió la menor
compasión.
—Aunque debe de hacer un calor
horrible ahí en verano. De hecho hace
tanto calor aquí mismo que a veces
pienso que me voy a morir. ¿Estuviste en
la guerra?
Él bostezó, aburrido.
—Fui soldado.
—Seguro que estás guapo de
uniforme. Pero me alegro de que por fin
se haya acabado, la guerra, quiero decir.
Él hizo círculos en la mesa con el
vaso, escuchando el agradable sonido
que este hacía contra las grietas. Ella lo
observaba. Deseaba que lo dejase en
paz.
—¿Por qué estás en Nueva York? —
preguntó ella—. ¿Y por qué te estás
emborrachando? Lo tienes todo y aun así
estás aquí solo y emborrachándote.
Ojalá yo pudiese ser como tú. Joven y
guapa. Ojalá…
Comenzó a llorar calladamente.
—Lo tengo todo. Todo, Anthea —
dijo él con un suspiro.
Ella se sonó con un kleenex.
—Ese es el nombre de mi hermana:
Anthea. Yo soy Estelle.
—Y tienes un hermano que se llama
Drake.
Ella lo miró sorprendida.
—Sí. ¿Cómo lo has sabido?
De repente se vio en peligro de
verse envuelto en la vida de aquella
mujer, de tener
que escuchar
confesiones, nombres que para él no
tenían ningún significado. Cerró los ojos
intentando hacerla desaparecer.
Ella dejó de llorar y sacó un espejito
del bolso. Se empolvó las bolsas de los
ojos con delicadeza, guardó el espejo y
sonrió.
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—Lo que estoy haciendo. Beber.
—No, tonto, digo después. ¿Estás en
algún hotel?
—Estoy aquí mismo.
—Pero no puedes. Cierra a las
cuatro.
Alarma. No había pensado en lo que
iba a hacer después de las cuatro. La
culpa era de ella. Él había estado
escuchando música tranquilamente hasta
que ella llegó y lo cambió todo. Había
sido un error.
Ella lo amenazaba con la realidad.
Debía ser destruida.
—Me voy a casa solo. Cuando voy a
casa, me voy solo.
—Ah —dijo ella pensativa,
buscando la forma de hacerle daño—.
Veo que no soy lo suficientemente buena
para ti.
—Nadie lo es.
Se sentía mortalmente aburrido con
ella y pensar en el sexo le daba náuseas.
—Discúlpame
—dijo
Estelle,
hermana de Anthea y Drake. Se levantó,
se arregló los pechos y regresó a la
barra.
Ahora que estaba solo se sentía bien,
con tres vasos en la mesa: dos vacíos y
otro medio lleno con carmín en el borde.
Hizo un triángulo con ellos, y luego trató
de formar un cuadrado sin éxito. Lo
venció el desconsuelo. Por fortuna la
realidad comenzó a alejarse de nuevo. Y
Jim Willard se quedó en su mesa, en su
sitio, en su bar, haciendo lagos, ríos,
islas. Era todo lo que deseaba. Estar
solo, sin memoria, allí sentado. Poco a
poco los bordes del miedo se fueron
olvidó por completo cómo había
comenzado aquello.
Capítulo 2
I
Los ejercicios celebrados con
motivo de la graduación tuvieron lugar
en el día más caluroso y florido de la
primavera. Chicos y chicas, padres y
profesores abandonaron como una
tromba de agua el viejo edificio de
estilo georgiano. Apartándose de
aquella multitud, Jim Willard se detuvo
un momento en el escalón superior y
buscó a Bob Ford. Pero no pudo
encontrarlo entre aquella muchedumbre
de muchachos de chaqueta oscura y
pantalón blanco, chicas de blanco y
padres con sombrero de paja (la moda
de Virginia aquel año). Muchos de ellos
fumaban puros, lo cual indicaba que se
trataba de políticos. La ciudad era
capital de condado, rica en funcionarios,
entre ellos el padre de Jim, secretario de
los juzgados.
Un chico golpeó de broma el brazo
de Jim en su carrera. Jim se volvió
esperando que fuese Bob. Pero vio que
era otro. Sonrió, le devolvió el golpe e
intercambió divertidos insultos con él,
seguro de sí mismo, consciente de que
era el campeón de tenis del colegio y de
que todos los deportistas eran
admirados, especialmente los tímidos y
recatados como él.
Por fin apareció Bob Ford.
—Este año yo, el próximo tú.
—Ojalá me hubiese graduado yo.
—Me siento como si me hubieran
abierto la puerta de la cárcel para
conocer el largo y ancho mundo. ¿Qué
pinta tenía sobre el estrado con ese saco
negro de patatas?
—Magnífica.
—Y que lo digas —rio Bob entre
dientes—. Bueno, vamos a jugar antes
de que se vaya la luz.
Atravesando la muchedumbre se
dirigieron a los vestuarios. En el camino
una docena de chicas saludaron a Bob,
quien les devolvió el saludo con soltura.
Era alto, de ojos azules y cabello rojo y
rizado. Se lo conocía como «el amante»,
una expresión más inocente de lo que
parecía, y que se refería a poco más que
unos cuantos besos. La mayoría de las
chicas encontraban a Bob irresistible,
pero a los chicos no les caía tan bien,
posiblemente porque a las chicas sí. Jim
era su único amigo.
Al entrar en la penumbra de los
vestuarios, Bob miró a su alrededor con
cierta satisfacción nostálgica.
—Supongo que esta será la última
vez que entro aquí.
—Bueno, todavía nos dejarán usar
las pistas de tenis durante el verano.
—No es eso lo que quería decir.
Bob se quitó la chaqueta y la colgó
con cuidado. Luego se quitó la corbata.
Eran sus mejores ropas y las trataba con
cuidado.
—¿Qué quieres decir? —dijo Jim,
extrañado.
Pero Bob se limitó a mantener su
aire de misterio.
Recorrieron en silencio
los
ochocientos metros que los separaban de
las pistas de tenis. Se conocían de toda
la vida, pero hasta este último año no
habían intimado. Estuvieron juntos en el
equipo de béisbol y habían jugado al
tenis, aunque Jim siempre ganaba para
disgusto de Bob. Por aquel entonces Jim
era el mejor jugador del distrito, y uno
de los mejores de todo el estado. Los
juegos habían significado mucho para
ambos, especialmente para Jim, a quien
le resultaba difícil hablar con Bob.
Darle a una pelota blanca que iba y
venía sobre una red representaba al
menos una forma de comunicación mejor
que el silencio, o incluso que escuchar
alguno de los monólogos de Bob.
Tenían las pistas de tenis
enteramente a su disposición. Bob hizo
girar la raqueta y a Jim le tocó el sol de
frente. Comenzaron la partida. Era
estupendo darle a la pelota con
suavidad, haciendo que rozase la red.
Jim jugó lo mejor que sabía, vagamente
consciente de que este era un ritual
necesario, ejecutado por última vez.
Jugaron mientras el sol se ponía y
las sombras de los altos árboles se
alargaban oscureciendo la pista. Se
levantó una brisa fresca. Tras el tercer
set lo dejaron. Jim había ganado dos.
—Buen juego —dijo Bob, y le dio la
mano como si estuviesen en un torneo.
Luego se tumbaron sobre la hierba junto
a la pista y aspiraron profundamente,
agotados pero cómodos.
El crepúsculo trajo el final del día.
Los pájaros giraban alrededor de los
árboles con gran alboroto, preparándose
para la noche.
—Se está haciendo tarde. —Bob se
incorporó, sacudiéndose las ramas y las
hojas que se le habían pegado a la
espalda.
—Aún hay luz —dijo Jim, que no
quería irse.
—A mí también me da pena irme —
dijo Bob mirando a su alrededor con
aquella misteriosa tristeza.
—¿De qué estás hablando? Te has
pasado el día soltando indirectas. ¿Qué
te traes entre manos?
Entonces Jim lo comprendió.
—No irás a alistarte en un barco,
¿verdad? Eso dijiste el año pasado.
—La curiosidad mató al gato —dijo
Bob con una sonrisita.
—Vale —dijo Jim, molesto.
Bob se arrepintió de haber hablado
así.
—Mira, no puedo decirte nada
ahora. Sea lo que sea, te lo diré antes
del lunes. Te lo prometo.
Jim se encogió de hombros.
—Es asunto tuyo.
—Tengo que vestirme —dijo Bob
poniéndose en pie—. Voy a llevar a
Sally Mergendahl al baile de esta noche
—añadió guiñando un ojo—. Y pienso
darme un gustazo.
—¿Por qué no? Todo el mundo se lo
ha dado ya —replicó Jim, a quien Sally
no le hacía ninguna gracia. Se trataba de
una chica morena y agresiva que había
ido detrás de Bob todo el curso. Pero se
suponía que lo que Bob hiciese no era
asunto suyo.
Caminando bajo la luz azul del
crepúsculo, Bob preguntó de repente:
—¿Qué vas a hacer el fin de
semana?
—Nada. ¿Por qué?
—¿Por qué no lo pasamos en la
cabaña?
—Estupendo. ¿Por qué no?
Jim se cuidó de no mostrarse
demasiado contento, traía mala suerte.
La cabaña había pertenecido a un
antiguo esclavo muerto recientemente.
Ahora estaba deshabitada, en medio de
un bosque próximo al río Potomac. Ya
habían pasado una noche allí antes, y
Bob había llevado chicas a la cabaña en
más de una ocasión. Jim nunca estuvo
seguro de lo que allí ocurría porque las
historias de Bob variaban cada vez que
las contaba.
—Muy bien —dijo Bob—. Nos
veremos en tu casa mañana por la
mañana.
Un conserje malhumorado les abrió
los vestuarios.
II
El desayuno fue desagradable, como
de costumbre, quizá porque era la única
comida que los Willard llevaban a cabo
en familia.
El señor Willard se hallaba ya a la
cabecera de la mesa cuando entró Jim.
Era un hombre pequeño, delgado, gris,
que intentaba parecer alto e imponente.
La familia opinaba que no le habría sido
difícil ser elegido gobernador, pero por
una u otra razón se había visto forzado a
permitir que hombres de menos valía
marchasen a Richmond mientras él
permanecía en los juzgados, un destino
amargo.
La señora Willard también era
pequeña y gris pero con tendencia a la
gordura. Tras veintitrés años bajo el
régimen espartano de su marido había
adquirido la mirada sumisa del mártir.
Llevaba un delantal blanco que no le
favorecía; estaba preparando el
desayuno en la cocina, echando de vez
en cuando una ojeada al comedor para
ver si ya habían bajado sus tres hijos.
Jim, el mayor de los hijos varones,
fue el primero en aparecer. Dado que
este era un día especial se sentía
contento de estar vivo.
—Buenas, padre.
Su padre se quedó mirándolo como
si no lograse reconocerlo. Luego le dio
los buenos días y se puso a leer el
periódico, ajeno a todo. Rehuía
conversar con sus hijos, especialmente
con Jim, que había cometido el error de
ser alto y apuesto en lugar del hijo
pequeño y potencialmente gris que
debería haber tenido el señor Willard.
—¡Qué pronto has bajado hoy! —
dijo la señora Willard trayéndole el
desayuno.
—Es que hace un día espléndido.
—No creo que las ocho menos
cuarto sea tan temprano —dijo el padre,
parapetado tras el Richmond Times.
El señor Willard se había criado en
una granja y una de las razones del éxito
de su vida estribaba en levantarse «al
romper el alba».
—Jim, ¿no has oído ningún ruido
extraño esta noche?
Al igual que Juana de Arco su madre
siempre estaba escuchando ruidos
extraños.
—No.
—Qué raro. Habría jurado que
alguien trataba de entrar por la ventana;
alguien que daba una especie de
golpecitos…
—¿Sería mucho pedir un poco más
de café? —dijo el señor Willard
bajando el periódico y alzando la
barbilla.
—Naturalmente que no, querido.
Jim comenzó a tomarse los cereales.
El señor Willard volvió a enderezar su
periódico.
—Buenos días. —Carrie acababa de
bajar. Tenía un año más que Jim y era
bonita aunque algo pálida, condición
que al no ser de su agrado paliaba
pintarrajeándose
la
cara
con
atrevimiento y fantasía, lo que a veces le
daba un aspecto de furcia que ponía
furioso a su padre. Hacía ya un año que
había acabado el bachillerato superior,
con diecisiete años, algo que la familia
hacía pesar sobre Jim. Ahora ayudaba a
su madre en la casa al tiempo que
alentaba el cortejo de un joven corredor
de fincas con el que esperaba casarse
tan pronto como «hubiese ahorrado
algún dinerito».
—Buenos días, Carrie —dijo el
señor Willard mirando a su hija con fría
aprobación. De todos sus hijos solo ella
le agradaba, y ella lo tenía por un gran
hombre.
—Carrie, ¿quieres venir y ayudarme
con el desayuno?
—Sí, madre. ¿Qué tal la ceremonia
de graduación, Jim?
—Bien.
—Ojalá hubiese podido ir pero, no
sé por qué, estoy siempre tan ocupada,
sin un momento…
—Claro, claro.
Carrie fue a ayudar a su madre, y
Jim las oyó discutir en voz baja; siempre
discutían. Por fin bajó John. Tenía
catorce años y era un chico nervioso y
delgado, potencialmente gris excepto
por sus ojos negros.
—Hola —dijo dejándose caer sobre
la silla.
—Me alegro de tenerte con nosotros
—dijo su padre llevando adelante la
batalla.
—Hoy es sábado. La gente se
levanta tarde.
John era un hábil guerrero
doméstico, un maestro de la artillería.
—Naturalmente —dijo el señor
Willard mirando a John y luego su
periódico, de algún modo extraño,
satisfecho de lo que veía.
Carrie trajo más café para su padre y
se sentó junto a Jim.
—¿Cuándo comienzas a trabajar en
el almacén, Jimmy?
—El lunes por la mañana.
Deseaba que dejase de llamarle
Jimmy.
—Eso está bien. Supongo que es
algo aburrido, pero también supongo que
hay que estar «calificado» para realizar
un trabajo más especializado, como por
ejemplo de mecanógrafo en una oficina.
No le contestó. Ni su padre ni Carrie
podrían irritarlo hoy. Iba a encontrarse
con Bob. El mundo era perfecto.
—Oye, hoy hay partido de béisbol
en el colegio. ¿Juegas tú? —dijo John
golpeándose la mano con el puño en una
imitación muy conseguida.
—No, me voy a la cabaña todo el fin
de semana.
El señor Willard atacó de nuevo.
—¿Y con quién, si no es preguntar
demasiado?
—Con Bob Ford. Madre dijo que le
parecía bien.
—¿Conque
sí?
Me
resulta
asombroso que quieras dormir fuera de
tu propia casa, que hemos procurado
hacer lo más cómoda posible con gran
esfuerzo por nuestra parte…
Su padre desplegó lentamente el
estandarte familiar y cargó. Jim se negó
a defenderse; solo se prometió a sí
mismo que un día le arrojaría el plato a
aquel viejo amargado con el que se veía
forzado a convivir. Entretanto se quedó
simplemente contemplando su arma
futura mientras su padre le explicaba
que la familia era una Unidad, y que él
tenía una Deuda con todos ellos, y lo
difícil que le había resultado al señor
Willard conseguir el Dinero para
mantenerlos a todos, y que aunque no
eran ricos eran Respetables, y que el
hecho de que Jim saliese por ahí con el
hijo del borracho del pueblo no les
hacía ningún bien.
Mientras su marido soltaba aquella
parrafada, la señora Willard se sentó a
la mesa con una expresión de dolor y
recato en su rostro. Cuando el señor
Willard terminó dijo:
—Bueno, creo que el chico de Ford
es un buen muchacho y saca buenas
notas, y su madre fue amiga nuestra a
pesar de lo que pensemos del padre. Así
que no veo nada malo en que se vea con
Jim.
—A mí no me importa. Solo que
pensé que a ti sí te importaría que tu hijo
se viese expuesto a ese tipo de
compañías. Pero viendo que no es así no
tengo nada más que añadir.
Tras avergonzar a su hijo y
contrariar a su mujer, el señor Willard
se comió sus huevos fritos con placer
desacostumbrado.
La señora Willard dijo algo
conciliador, y Jim deseó que su padre
fuese como el de Bob, un borracho
indiferente.
—¿Cuándo te vas a la cabaña? —
preguntó su madre en voz baja para no
molestar a su marido.
—Después de desayunar.
—¿Y qué vais a comer?
—Bob va a traer cosas de la tienda
donde trabaja.
—Qué bien —dijo ella, que estaba
claramente pensando en otra cosa; le
costaba un gran esfuerzo concentrarse
durante mucho tiempo.
Carrie y su hermano pequeño
comenzaron a discutir y la familia acabó
pronto el desayuno. Entonces se levantó
el señor Willard e hizo saber que tenía
asuntos que resolver en los juzgados, lo
cual no era cierto, pues los juzgados
cerraban los sábados. Pero su mujer no
lo contradijo, y el señor Willard se
despidió con un ligero movimiento de
cabeza, se colocó su sombrero de paja,
abrió la puerta y salió a disfrutar del
soleado día.
La señora Willard se quedó
mirándolo durante un instante con un
rostro que no denotaba expresión alguna.
Luego se dio la vuelta y dijo:
—Carrie, ayúdame a limpiar.
Chicos, arreglad vuestra habitación.
El cuarto de los chicos era pequeño
y con poca luz. Las dos camas, muy
juntas entre dos mesas de estudio,
atestaban la habitación. Las paredes
estaban cubiertas de fotos de jugadores
de béisbol y de tenis, ídolos de la
infancia de Jim.
John carecía de ídolos. Era un
muchacho vehemente y estudioso y
quería ser congresista, lo cual era del
agrado de su padre, quien le daba
frecuentes charlas sobre cómo tener
éxito en la política. Jim no tenía ningún
proyecto para el futuro. Parecía algo tan
lejano…
Jim hizo la cama a toda prisa; a John
le llevó más tiempo.
—¿Qué vais a hacer tú y Bob en el
río?
—No lo sé —dijo Jim estirando el
edredón—. Pescar, holgazanear.
—Parece una pérdida de tiempo.
John hablaba como su padre.
—Qué pena —replicó Jim en tono
de burla y abriendo el armario. Cogió
dos mantas, su contribución al fin de
semana.
John miraba a su hermano desde su
cama.
—Bob
ve
mucho
a
Sally
Mergendahl, ¿no?
—Supongo. Sally ve a mucha gente.
—Eso es lo que quiero decir.
John puso cara de complicidad, y
Jim se rio.
—Eres muy joven para saber esas
cosas.
—Y una mierda. —John demostró su
virilidad con una palabrota.
—Ya eres todo un conquistador y
sabes lo que hacen todas las chicas.
John se enfadó.
—Pues es más de lo que tú haces, y
eso que eres mayor que yo. Nunca sales
con chicas. Oí que Sally dijo una vez
que para ella eras el chico más guapo
del colegio y que no entendía cómo no
salías más, que creía que les tenías
miedo a las chicas.
Jim se ruborizó.
—Solo dice tonterías. Yo no le tengo
miedo a nadie. Además, yo me muevo
por el otro lado de la ciudad.
—¿De veras?
John le prestó atención y Jim se
alegró de haberle mentido.
—Pues claro —dijo adoptando un
aire de misterio—. Bob y yo vamos por
ahí muy a menudo. Todo el equipo de
béisbol. No nos interesan las chicas
cursis.
—Supongo.
—Además, Sally no es tan fácil
como dicen.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—Seguro que fue Bob el que te dijo
eso de ella.
Jim arregló su mesa de estudio sin
hacer caso de su hermano. Se sentía
incómodo y no sabía por qué. No era
frecuente que su hermano lograse
irritarlo.
Jim se miró en el espejo polvoriento
que colgaba sobre su mesa, dudando si
afeitarse o no como hacía todas las
semanas. Decidió que podía esperar
hasta la vuelta. Distraído, se pasó la
mano por el pelo corto y rubio, contento
de que ya fuese verano, la época del
pelo corto. ¿Era guapo? Sus rasgos eran
bastante corrientes, pensó; solo su
cuerpo le resultaba atractivo, producto
de mucho ejercicio.
—¿Cuándo llega Bob? —preguntó
John, que estaba sentado en la cama
jugando con la raqueta de su hermano.
—Ahora mismo.
—Se debe de estar bien en la
cabaña. Yo solo estuve una vez.
Supongo que cualquiera puede ir.
—Claro que sí.
—Dicen que el propietario del
terreno vive en Nueva York y que nunca
viene. Esta tarde voy a jugar al béisbol y
luego voy a una reunión del Partido
Demócrata en la farmacia.
La mente de John era rápida y
desordenada.
—Debe de ser divertido.
Jim guardó su raqueta en el armario.
Luego cogió las dos mantas y bajó.
Carrie estaba en el cuarto de estar,
limpiando el polvo con desgana.
—Ah, Jim, aquí estás.
—¿Me busca alguien?
—No, solo digo que aquí estás.
Dejó el plumero, contenta de tener
una excusa para no trabajar.
—¿Vas a ir al baile del colegio esta
noche?
Jim negó con la cabeza.
—Ah, es verdad, tú y Bob vais a la
cabaña. Seguro que Sally estará celosa
de ti por no dejar que Bob vaya al baile.
Jim no permitió que su rostro
cambiase de expresión.
—Fue
idea
de
él
—dijo
tranquilamente—. Quizá más tarde
descubras por qué.
Era obvio que el misterio estaba a la
orden del día en la familia.
Carrie asintió.
—Creo que lo sé. He oído rumores
de que Bob se marcha. Sally dijo algo
sobre ello no hace mucho.
—Quizá se vaya, quizá no.
A Jim le sorprendió que Carrie y
Sally supiesen aquello. Se preguntó a
cuánta gente más se lo habría contado
Bob.
Carrie bostezó y siguió quitando el
polvo. Con las mantas bajo el brazo Jim
se dirigió a la cocina. Su madre aún
estaba recogiendo los restos del
desayuno.
—Asegúrate de que estás de vuelta
el domingo por la noche. Tu abuelo va a
venir y tu padre quiere que estés aquí.
¿Son esas mantas las buenas?
—No, son viejas.
Jim vio a través de la ventana que
Bob llegaba con una gran bolsa de
papel.
—Bueno, me voy ya.
—¡Lleva botas de agua!
El sol apretaba con fuerza pero
soplaba una brisa agradable. Era un día
azul y verde y muy luminoso. Jim
Willard había quedado con Bob y tenían
todo el fin de semana por delante. Era
feliz.
III
Desde el borde del acantilado
contemplaron el río, embarrado por las
lluvias de la primavera y fragoroso al
chocar contra las rocas. Era una caída
pronunciada desde la cima de la pared
de piedra cubierta de laurel y parras
silvestres.
—Arriba debe de estar todo
inundado. Nuestro viejo río parece
peligroso —dijo Bob.
—Quizá veamos una casa bajar
flotando.
Bob soltó una risita.
—O un retrete.
Jim se sentó sobre una roca, arrancó
un pedazo de hierba y masticó el blanco
y dulce tallo. Bob se puso en cuclillas
junto a él. Escucharon el estruendo del
río, el croar de las ranas y el susurro de
las hojas nuevas y brillantes agitadas
por la brisa.
—¿Qué tal Sally?
Bob soltó un gruñido.
—Una calientapollas, como todas.
Te pone cachondo para que pienses «ya
la tengo en el bote», y cuando estás bien
caliente se asusta: «¿Qué me estás
haciendo? ¡Para! ¡Para ahora mismo!».
Bob suspiró, asqueado.
—Te pone tan caliente que podrías
tirarte a una mula, si se estuviese quieta,
claro.
Bob meditó sobre las mulas. Luego
dijo:
—¿Por qué no viniste al baile de
anoche? Un montón de chicas
preguntaron por ti.
—No sé. No me gusta bailar,
supongo. No sé.
—Eres demasiado tímido.
Bob se arremangó el pantalón y se
sacudió de encima una hormiga negra
que le subía por la pantorrilla. Jim se
fijó en lo blanca que era su piel, como el
mármol, incluso al sol.
Para romper el silencio arrojaron
piedras sobre el acantilado. El ruido de
las piedras al chocar entre sí les
gustaba.
—¡Vamos! —gritó Bob, y bajaron
con cuidado por el acantilado,
agarrándose a los arbustos y buscando
en la roca agujeros donde meter los
pies.
El sol brillaba bajo un cielo pálido.
Los halcones planeaban sobre los
pajaritos que atravesaban los árboles
como ráfagas. Serpientes, lagartos,
conejos, todos buscaban refugio
precipitadamente al oír el ruidoso
descenso de los muchachos. Por fin
llegaron a la fangosa orilla del río. Altas
rocas negras sobresalían de la arena.
Saltaron de roca en roca sin tocar tierra
ni una sola vez, apoyándose tan solo en
las reliquias de una era glaciar.
Poco después del mediodía llegaron
a la cabaña del esclavo, una casita
pequeña con tejas de madera en muy mal
estado. El interior olía a yeso podrido y
a casa vieja. Periódicos amarillentos y
latas oxidadas estaban esparcidos por el
tosco suelo de madera. Sobre el hogar
de piedra había cenizas recientes:
vagabundos y parejas iban por allí.
Bob dejó en el suelo la bolsa de
papel que llevaba mientras Jim tendía
las mantas sobre la parte más limpia del
suelo.
—No ha cambiado mucho —dijo
Bob mirando al techo. El cielo brillaba
a través de los agujeros.
—Esperemos que no llueva.
Cerca de la cabaña había una poza
bastante grande rodeada de sauces y
llena de lirios de agua. Jim se sentó
sobre la orilla cubierta de musgo
mientras Bob se desnudaba y arrojaba la
ropa contra un árbol cercano, los
pantalones colgando como una bandera
de una rama y los calcetines como
pendones de otra. Luego se estiró, feliz,
flexionando sus largos músculos y
admirando su reflejo en el agua. Aunque
delgado, era de constitución fuerte, y
Jim lo admiraba sin envidia. Cuando
Bob hablaba de alguien bien constituido
siempre parecía envidiarlo, pero cuando
Jim miraba a Bob sentía que miraba a un
hermano ideal, un gemelo, y se
contentaba con eso. No se le podía
ocurrir que faltaba algo. Le parecía
suficiente que jugaran juntos al tenis y
que Bob le hablase sin parar de las
chicas que le gustaban.
Bob metió un pie en el agua para ver
cómo estaba.
—Está buena, realmente buena,
métete —dijo. Con las manos en las
rodillas se inclinó hacia delante y
estudió su reflejo en el agua. Mientras se
desnudaba, Jim trató de fijar la imagen
de Bob para siempre, como si esta fuese
la última vez que se verían. Lo grabó en
su mente detalle a detalle: hombros
anchos, caderas estrechas, piernas
delgadas, sexo curvado.
Una vez desnudo, Jim fue a reunirse
con Bob en la orilla. La cálida brisa
sobre su piel lo hizo sentirse libre y
curiosamente poderoso, como un
soñador que es consciente de que está
soñando.
Bob lo miró, pensativo.
—Estás muy moreno. Sin embargo,
yo estoy blanquísimo. ¡Eh! —dijo
señalando el agua.
Bajo la oscura superficie verde, Jim
pudo distinguir la lenta y brusca silueta
de un barbo. De repente cayó al agua y
sintió su acometida en los oídos. Bob lo
había empujado. Jim subió sofocado a la
superficie. Con un rápido movimiento
agarró a Bob por la pierna y lo metió en
el agua. Forcejearon dando vueltas y
levantando un montón de espuma.
Mientras luchaban Jim disfrutaba del
contacto físico. Y en apariencia también
Bob. No pararon hasta estar exhaustos.
El resto del día lo pasaron nadando,
cazando ranas, tomando el sol…
Hablaron poco. No descansaron hasta
que comenzó a anochecer.
—¡Qué bien se está aquí! Creo que
no hay un lugar tan bonito y tranquilo
como este —dijo Bob estirándose y
dándose palmaditas en el vientre liso
mientras bostezaba.
Jim le dio la razón, sintiendo una paz
total. Se fijó en que la barriga de Bob se
estremeció con la regularidad del pulso.
Miró la suya: el mismo fenómeno. Antes
de que pudiese comentarlo vio que una
garrapata subía hacia su vello púbico.
La aplastó entre sus dedos.
—Tengo una garrapata.
Bob dio un salto. Las garrapatas
daban fiebre, así que se examinaron bien
aunque no encontraron nada. Se
vistieron.
El aire tenía el color del oro. Incluso
las grises paredes de la cabaña parecían
de oro bajo la última luz del sol. Tenían
hambre. Jim hizo un fuego mientras Bob
freía hamburguesas en una vieja sartén.
Todo lo hacía con facilidad y eficiencia.
En casa cocinaba para su padre.
Cenaron sentados sobre un tronco
mirando al río. El sol se había ido. Las
luciérnagas pasaban como flechas
amarillas entre las sombras verdes del
bosque.
—Voy a echar esto de menos —dijo
Bob.
Jim lo miró. No se oía ningún ruido
en medio de aquel silencio excepto el de
la corriente del río.
—Mi hermana comentó que Sally
dijo que te ibas a marchar después de
graduarte. Le dije que no sabía nada de
esto. ¿Te vas a marchar?
Bob asintió limpiándose las manos
en los pantalones.
—El lunes, en la línea de autobuses
de la Old Dominion.
—¿Adónde irás?
—Al mar.
—Como siempre lo hemos hablado.
—Como siempre lo hemos hablado.
Te aseguro que estoy hasta las narices de
este pueblo. El viejo y yo nos llevamos
fatal y Dios sabe que no hay nada que
hacer por aquí. Así que me largo. Sabes
que nunca he salido de este condado,
excepto para ir a Washington. Quiero
ver mundo.
Jim asintió.
—Yo también, pero pensé que
primero iríamos a la universidad y luego
los dos…, bueno, que te irías de viaje.
Bob atrapó una luciérnaga y dejó
que subiera por su pulgar y escapase.
—La universidad es muy dura.
Tendría que pagármela, y eso significa
conseguir un trabajo, lo cual quiere
decir que nunca podría divertirme.
Además no hay nada que puedan
enseñarme que yo quiera saber. Solo
quiero viajar y estar siempre de juerga.
—Yo también.
Jim deseó poder decir lo que quería
decir.
—Pero mi padre quiere que vaya a
la universidad y supongo que tendré que
ir. Es solo que esperaba que pudiéramos
ir juntos, ya sabes, como dobles en los
partidos de tenis. Podríamos llegar a ser
campeones del estado. Todo el mundo lo
dice.
Bob sacudió la cabeza estirándose.
—Tengo que ponerme en marcha. No
sé por qué, pero tengo que hacerlo.
—A veces siento lo mismo —dijo
Jim sentándose
junto
a
Bob.
Contemplaron el río y el cielo, que se
oscurecía.
—Me pregunto cómo será Nueva
York —dijo por fin Bob.
—Grande, supongo.
—Como Washington. Esa sí que es
una ciudad grande.
Bob se tumbó de lado mirando a
Jim.
—¿Por qué no te vienes conmigo?
Podemos embarcar como grumetes,
incluso como marineros de cubierta.
Jim agradeció a Bob que hubiera
dicho eso, pero era prudente por
naturaleza.
—Creo que debo esperar al próximo
año, cuando obtenga mi diploma; eso es
importante. Claro que mi viejo quiere
que vaya a la universidad. Dice que
debería…
—¿Por qué le haces caso a ese
cabrón?
Jim se mostró sorprendido, aunque
le gustó.
—Bueno, no es que realmente le
haga caso; de hecho, preferiría no
volver a verlo.
Con sorprendente facilidad borró a
su padre del mapa.
—Pero incluso así tengo miedo a
irme de ese modo.
—No sé de qué —dijo Bob
flexionando los músculos de su brazo
derecho—. Un tipo como tú, con cerebro
y buena constitución, puede hacer casi
todo lo que le plazca. Conocí a esos tíos
que eran marineros de Norfolk, y me
dijeron que no tenía ningún truco:
trabajo fácil, y cuando llegas a puerto te
lo pasas bomba todo el rato, que es lo
que yo quiero. Estoy harto de estar
colgado en este pueblo, trabajando en
tiendas, saliendo con chicas decentes.
Solo que no son tan decentes, sino que
tienen miedo a que las dejen preñadas.
Furioso, dio un puñetazo contra el
suelo.
—¡Como Sally! Te hace todo lo que
quieras menos lo que necesitas. Y eso
me pone furioso. Ella me pone furioso.
¡Todas las chicas de por aquí me ponen
furioso! —dijo golpeando de nuevo la
tierra oscura.
—Sé lo que quieres decir —dijo
Jim, que no sabía lo que quería decir—.
Pero ¿no tienes miedo a pillar algo de
alguien que conozcas en Nueva York?
Bob se rio.
—Venga, hombre, ya tengo cuidado.
Se tumbó de espaldas.
Jim observó las luciérnagas que
despegaban de la hierba. Ya era de
noche.
—¿Sabes?, ojalá pudiese ir contigo
al norte. Me gustaría ver Nueva York y
hacer lo que me diera la gana por una
vez en mi vida.
—¿Y por qué no lo haces?
—Ya te lo he dicho; tengo miedo de
dejar mi casa y mi familia. No es que me
gusten demasiado pero…
Su voz se hizo insegura.
—Bueno, si quieres puedes venir
conmigo.
—El año que viene, después de la
graduación, iré.
—Si puedes encontrarme. No sé
dónde estaré para entonces. Soy un bala
perdida.
—No te preocupes, te encontraré.
De todos modos nos escribiremos.
Después bajaron hasta la estrecha
playa llena de rocas. Bob gateó hasta
una roca plana y Jim se sentó junto a él.
El río hacía remolinos a su alrededor en
la profunda noche azul.
Una a una fueron apareciendo
enormes estrellas. Jim se sentía
completamente satisfecho, pues la
soledad ya no le corroía las entrañas
como un afilado cuchillo. Siempre pensó
en la infelicidad como la «enfermedad
del alquitrán». Cuando el asfalto se
derretía en verano solía masticar el
alquitrán y ponerse enfermo. De algún
modo extraño, siempre había asociado
la «enfermedad del alquitrán» con la
soledad. Ya no.
Bob se quitó los zapatos y los
calcetines y se refrescó los pies en el
agua. Jim hizo lo mismo.
—Echaré esto de menos —dijo Bob
por
duodécima
vez,
pasando
distraídamente el brazo por los hombros
de Jim.
Se quedaron muy quietos. A Jim se
le hizo insoportable el peso del brazo de
Bob sobre sus hombros; maravilloso,
pero insoportable. Sin embargo, no se
atrevía a moverse, por miedo a que el
otro retirase el brazo. Bob se puso en
pie de repente.
—Encendamos fuego.
Con una
actividad
frenética
prepararon la hoguera frente a la
cabaña. Bob sacó fuera las mantas y las
extendió sobre el suelo.
—Ya está —dijo contemplando la
fogata.
Durante unos momentos ambos se
quedaron
hipnotizados
por
las
temblorosas llamas, poseídos por su
propio sueño privado. El de Bob acabó
antes. Se volvió hacia Jim.
—Venga, vamos a pelear —dijo,
amenazador.
Chocaron, forcejearon, se cayeron.
A empujones y tirones lucharon por
mantenerse en pie. Ninguno caía, pues
Jim, aunque más fuerte, no permitiría
que Bob perdiese o ganase. Por fin lo
dejaron. Exhaustos y sudorosos, se
dejaron caer sobre la manta.
Bob se quitó la camisa y Jim hizo lo
mismo. Así estaba mejor. Jim se limpió
el sudor de la cara; Bob se estiró sobre
la manta, utilizando su camiseta como
almohada. La luz de las llamas brillaba
sobre sus cuerpos blancos. Jim se tumbó
junto a Bob.
—Hace demasiado calor para estar
luchando —dijo.
Bob soltó una carcajada y de repente
lo agarró. Se aferraron el uno al otro.
Jim era abrumadoramente consciente del
cuerpo de Bob. Durante un instante
hicieron como que luchaban. Después
ambos se detuvieron. Sin embargo,
siguieron agarrados, como esperando
una señal para separarse o continuar.
Pasó un buen rato y ninguno se movió.
Sus suaves pechos se tocaban,
mezclando su sudor, jadeando al
unísono.
Bob se apartó bruscamente. Por un
momento sus ojos se encontraron y se
enfrentaron. Entonces, deliberadamente,
con solemnidad, Bob cerró los ojos y
Jim lo palpó, como había hecho tantas
veces en sueños, sin palabras, sin pensar
en nada, sin miedo. Cuando los ojos se
cierran comienza el mundo verdadero.
Cuando sus rostros se encontraron
Bob tembló, y con un suspiro apretó a
Jim con todas sus fuerzas entre sus
brazos. Ahora estaban completos, el uno
se convirtió en el otro y sus cuerpos
chocaron con una violencia primitiva, de
igual a igual, de mitad a mitad, como el
metal con el imán, formando un conjunto
completo.
Así se unieron. Los ojos cerrados
firmemente ante un mundo irrelevante.
Un repentino y cálido viento agitó las
ramas de los árboles, esparció las
cenizas de la hoguera y arrojó sus
sombras sobre el suelo.
Pero el viento cesó. El fuego se
transformó en ascuas. Los árboles
callaron. Ningún cometa surcaba el
hermoso cielo negro, y aquel momento
acabó. Murió en el rápido latido de un
corazón doble.
Sus ojos se abrieron de nuevo. Dos
cuerpos frente a frente en el lugar en que
un universo había estado vivo. La
estrella estalló y se consumió,
arrojándolos en una espiral hacia la
tierra, lo mezquino, la separación, la
noche y los árboles y la lumbre del
fuego: todo inferior a lo que acababan
de poseer. Se separaron, jadeantes. Jim
sintió ahora el calor del fuego en sus
pies y las piedras y ramas bajo la manta.
Miró a Bob sin estar seguro de lo que
vería.
Bob, ensimismado, tenía la mirada
perdida en el fuego, pero reaccionó al
ver que Jim lo miraba.
—Menudo lío —dijo, y todo se
desvaneció.
—Seguro que sí —dijo Jim con la
cabeza baja, sin querer darle
importancia.
Bob se levantó; las llamas se
reflejaban sobre su cuerpo.
—Vamos a lavarnos.
Pálidos como fantasmas nocturnos se
dirigieron a la poza. A través de los
árboles podían vislumbrar las llamas
vacilantes de la hoguera; las ranas
croaban, los insectos zumbaban, el río
tronaba. Se zambulleron en las aguas
tranquilas y oscuras. Permanecieron así
hasta que regresaron junto al fuego, en
un silencio que Bob rompió diciendo
con brusquedad:
—¿Sabes?, eso que hemos hecho es
una chiquillada estúpida.
—Supongo que tienes razón —
respondió Jim. Y, tras un momento de
silencio, añadió—: Pero me ha gustado.
Ahora que había hecho realidad su
sueño secreto se sentía lleno de valor.
—¿Y a ti? —preguntó.
Bob frunció el ceño sin retirar la
vista del fuego.
—Bueno, no ha sido lo mismo que
con una chica. Y no creo que esté bien.
—¿Por qué no?
—Pues porque se supone que los
chicos no hacen esas cosas entre ellos.
No es natural.
—Supongo que no.
Jim contempló el cuerpo de Bob
coloreado por el fuego: un cuerpo
esbelto y musculoso. Se armó de valor y
rodeó la cintura de Bob con su brazo.
Excitados de nuevo, se abrazaron
dejándose caer sobre la manta.
Jim se levantó antes del amanecer.
El cielo estaba gris y las estrellas se
desvanecían. El fuego estaba casi
apagado. Tocó a Bob en el brazo y
observó cómo se despertaba. Se
miraron. Bob sonrió y Jim dijo:
—¿Sigues decidido a irte el lunes?
Bob asintió.
—Me escribirás, ¿no? Me gustaría
coger tu mismo barco el año que viene.
—Claro, te escribiré.
—Me gustaría que no te fueras…, ya
sabes, después de esto. Bob rio, y lo
agarró por el cuello.
—¡Qué demonios! Tenemos todo el
domingo.
Y Jim se sintió satisfecho y feliz de
tener todo el domingo junto a ese sueño
consciente.
Capítulo 3
I
Bob escribió desde Nueva York:
había pasado apuros, pero parecía que
por fin podría zarpar en la American
Export Line. Mientras tanto se lo estaba
pasando de miedo y había conocido a un
montón de chicas, ja, ja. Jim le
respondió enseguida, pero la carta le fue
devuelta: «Destinatario desconocido».
No hubo una segunda carta. Jim se sintió
dolido, pero no del todo sorprendido.
Bob no era muy bueno escribiendo
cartas, especialmente ahora que se veía
absorbido por esa nueva vida que pronto
compartirían, pues Jim ya tenía decidido
que en cuanto acabase la secundaria se
haría a la mar junto a Bob.
En el día más florido y caluroso de
junio del año siguiente, Jim se graduó y
comenzó una batalla de dos semanas
contra su padre. La ganó. Pasaría el
verano en Nueva York y trabajaría,
quedando sobreentendido que en otoño
regresaría a Virginia e iría a la
universidad. Y, naturalmente, tendría que
trabajar para costearse los estudios,
pero no cualquier padre daría esa
oportunidad a su hijo. De modo que una
mañana en que el sol brillaba Jim se
despidió de su madre con un beso, le dio
la mano a su padre, dijo un adiós
despreocupado a sus hermanos y subió
en un autocar rumbo a Nueva York con
setenta y cinco dólares en el bolsillo,
una cantidad más que suficiente, según
sus cálculos, hasta que pudiese
encontrar a Bob.
Nueva York era una ciudad calurosa,
gris y sucia. A Jim le pareció increíble
(¿de dónde venía toda esa gente?
¿Adónde iba con tanta prisa?) y
sofocante en verano. Pero no estaba allí
para hacer turismo, sino en busca de
algo mágico. Tras alquilar una
habitación en un albergue del YMCA se
dirigió a la Oficina del Marinero, donde
le dijeron que no constaba ningún Bob
Ford en sus archivos. Por un instante
sintió pánico, pero uno de los veteranos
le aclaró que a menudo los marineros se
embarcaban con los papeles de otro, y
que de todos modos lo mejor que podía
hacer era solicitar litera como grumete.
Tarde o temprano Bob y él terminarían
por encontrarse. Se sorprendería de lo
pequeño que era el mar y de cómo los
caminos siempre se entrecruzaban.
Pusieron a Jim en la lista de espera, que
podría ser larga. Mientras le arreglaban
los papeles se dedicó a visitar los bares,
se emborrachó dos veces (lo cual le
desagradó), vio docenas de películas y
se convirtió en un espectador intrigado
de la vida de la calle. Justo cuando se le
había acabado el dinero lo embarcaron
en un buque de carga.
El mar le resultó una experiencia
sorprendente.
Le
llevó
tiempo
acostumbrarse
a
las
constantes
vibraciones de las máquinas bajo los
escotillones de acero, el vaivén del
barco a toda velocidad contra el viento,
el encierro en el camarote de proa con
una treintena de extraños soeces, aunque
amables en su mayor parte; terminó por
gustarle aquella vida. En Panamá le
dijeron que un marinero llamado Bob
Ford había pasado recientemente por
aquel puerto, rumbo a San Francisco. La
suerte de Jim mejoraba. Se trasladó a
otro buque de carga que iba a Seattle y
hacía escala en San Francisco. Ni rastro
de Bob. Desconsolado, deambuló por la
ciudad de bar en bar esperando
encontrarlo. En cierta ocasión creyó
verlo al final de la barra de un bar. Se
acercó a él con el corazón latiéndole
apresuradamente, pero aquel hombre se
volvió y resultó no ser más que otro
extraño.
Jim se inscribió como grumete en la
Alaska Line y pasó el resto del año
navegando. Completamente absorto en
su nueva vida, ni tan siquiera escribió a
sus padres. Solo la ausencia de Bob
ensombreció aquellos días a bordo
durante el primer invierno nevado de su
libertad.
El día de Navidad el barco pasaba
junto a la costa sudeste de Alaska,
rumbo a Seattle. Los picos de las
montañas surgían del agua oscura. El
mar estaba revuelto y comenzaba a
levantarse un fuerte viento. Los
pasajeros que no se habían mareado se
encontraban desayunando en el comedor
alrededor de mesas redondas, contando
chistes envalentonados sobre el vaivén
del barco y los camaradas caídos,
mientras los chicos iban y venían a toda
prisa entre las cocinas y el salón,
cargando con enormes bandejas de
porcelana.
Solo uno de los pasajeros a los que
atendía Jim había ido a desayunar. Era
una mujer regordeta y jovial de cutis
basto.
—Buenos días, Jim —dijo con
vivacidad—. Un tiempo horrible,
¿verdad? Supongo que todos los
marineros de agua dulce estarán
vomitando.
—Sí, señora.
Jim comenzó a retirar el servicio.
—En cambio yo nunca me he sentido
mejor.
Aspiró el aire denso del comedor.
—Este tiempo me gusta —dijo,
dándose una palmadita y mirándolo de
reojo mientras Jim retiraba la bandeja.
—¿Cuándo vas a arreglar la portilla
de mi camarote? Tiene algo suelto y no
para de hacer ruido.
—Procuraré hacerlo cuando haga su
habitación.
—Muy bien —dijo la mujer
levantándose de la mesa. Se balanceaba
ligeramente al caminar sobre lo que ella
llamaba sus «piernas marinas».
Jim se llevó la bandeja a la cocina.
El desayuno había terminado. El
camarero le dijo que podía marcharse.
Silbando, bajó la escalera y llegó a un
pequeño compartimiento de popa en el
que encontró a Collins, un joven de
veinte años bajito y de cabello rizado y
oscuro, ojos azules y con un amor a sí
mismo
que
era
pasmosamente
contagioso. En su brazo izquierdo
llevaba un intrincado tatuaje azul que le
comprometía de por vida a una tal Anna,
una chica de su lejano pasado, de
cuando tenía dieciséis años y vivía en
Oregón, antes de ser marinero. Estaba
sentado sobre una caja, fumando.
—¿Qué hay, muchacho?
Jim masculló algo y se sentó sobre
otra caja. Sacó un pitillo del bolsillo de
la camisa de Collins y lo encendió con
sus propias cerillas.
—Otro par de días y luego… —dijo
Collins haciendo girar las órbitas de sus
ojos y realizando gestos obscenos—. No
puedo esperar a llegar a Seattle. Eh,
¿cuál es el plan para hoy? Hoy es
Navidad.
—Ya, yo también tengo un
calendario —dijo Jim secamente.
—Me pregunto si nos darán de
beber. Es la primera Navidad que paso
en el mar. En algunos barcos, sobre todo
los extranjeros, dan licor a sus hombres.
Jim soltó el humo de su cigarrillo
con aire de tristeza.
—No creo que nos den alcohol —
dijo contemplando cómo se desvanecía
el humo—. Pero los pasajeros nos darán
alguna cosilla.
—Eso espero —bostezó Collins—.
A propósito, ¿cómo te va con la cerdita?
A los compañeros les gustaba
tomarle el pelo a Jim a costa de la mujer
gordita, cuyo interés por él no era
ningún secreto.
—La mantengo en suspense —dijo
Jim, riendo.
—Me pregunto si tendrá dinero.
Puede que pilles alguna calderilla.
Collins hablaba en serio y Jim se
sintió asqueado, pero no dejó que el otro
se percatase de ello, pues Collins era su
mejor amigo a bordo. Jim tampoco
estaba seguro de si Collins realmente
hacía las cosas que decía.
—No tengo tanta hambre —dijo Jim.
Collins se encogió de hombros.
—Yo en cambio siempre necesito
dinero. Todo el tiempo, y ahora que
vamos a Seattle necesitaré mucho más
de lo que tengo. Bueno, quizá algún
ricachón se muera y me lo deje todo.
Collins era en esencia un
ladronzuelo, pero era buena política
hacerse el tonto con los compañeros de
barco. Y Collins era su guía, además de
amigo. Había hecho más llevadera la
vida de Jim a bordo, enseñándole
diversos modos de evitar el trabajo y
los lugares donde esconderse, como
ahora.
Jim estiró los brazos.
—Tengo que empezar a hacer las
camas.
—Hay tiempo de sobra. El jefe no te
buscará todavía.
Collins aplastó la colilla y encendió
otro cigarrillo. Jim acabó el suyo. No le
gustaba fumar, pero era importante tener
las manos ocupadas a bordo cuando no
había nada que hacer, y durante aquellos
meses en el mar hubo días interminables
en los que no había nada que hacer más
que escuchar a los marineros hablar de
mujeres y de oficiales, de buenos y
malos puertos. Y cuando cada uno había
dicho lo que tenía que decir, volvía a
repetirlo hasta que ya nadie lo
escuchaba. Algunas veces Jim podía
mantener una conversación con Collins
sin acordarse al final de nada de lo que
habían hablado. Fueron días de gran
soledad.
De repente se dio cuenta de que
Collins estaba hablando. ¿El tema?
Aguardó hasta que oyó la palabra
Seattle.
—Te enseñaré la ciudad. La conozco
como la palma de mi mano. Te
presentaré a las chicas que conozco,
suecas, noruegas…, ya sabes, rubias. —
Sus ojos brillaban—. Les gustarás. Yo
les gustaba cuando tenía tu edad. Todas
solían alborotarse conmigo; jugaban a
los dados para ver cuál salía conmigo;
tenía algo, supongo. A ti te pasará lo
mismo, porque les gustan los jovencitos.
Jim iba a hacerle preguntas pero
llegó el encargado, un escocés alto y
enjuto sin sentido del humor.
—Willard, Collins, ¿por qué no
estáis trabajando?
Salieron pitando.
En cubierta el viento era frío y
cortante Jim entrecerró los ojos mientras
se dirigía al camarote de su rolliza
admiradora.
Dio unos golpecitos en la puerta.
—Entra.
Llevaba una bata rosa que la hacía
parecer más gorda de lo que en realidad
era. Se estaba haciendo las uñas. Había
un fuerte olor a perfume de gardenia y a
sal.
—Hoy llegas tarde, ¿eh?
Jim murmuró, asintiendo. Sacó la
escoba del armario y comenzó a barrer
deprisa, muy concentrado en lo que
hacía mientras ella miraba.
—¿Has trabajado mucho tiempo en
barcos?
—No, señora —dijo sin dejar de
barrer.
—Eso pensé. No eres muy mayor,
¿verdad?
—Veintiuno —dijo mintiendo.
—Vaya, no me lo imaginaba.
Pareces bastante más joven.
Ojalá se callase. Pero ella continuó.
—¿De dónde eres?
—Virginia.
—No me digas. Yo tengo parientes
en Washington, D. C. Sabrás dónde está
eso, ¿no?
Aquella mujer lo divertía y lo
irritaba. Era evidente que pensaba que
era un simplón. Decidió hacer el papel
que a ella le gustaba. Con un ligero
movimiento de cabeza abrió la puerta
del camarote y sacó el polvo con la
escoba.
—¿Dónde aprendiste a barrer tan
bien?
La lujuria atizaba su inventiva sin
cesar.
—Creo que es algo natural en mí —
dijo con la boca medio abierta como un
idiota cazando moscas.
—¿De veras? —dijo ella sin
percatarse de que él estaba actuando—.
Seguro que en tu casa no hacías esto.
Él respondió que claro que sí y se
puso a hacer la cama, sacudiendo la
ceniza de los cigarrillos. Ella seguía con
su charla.
—Mis amigos de Washington dicen
que Virginia es preciosa. Una vez fui a
visitar la cordillera del Blue Ridge.
Sabrás dónde está…
Esta vez dijo que no con expresión
perpleja. Ella lo informó.
—Pasé por todas esas cavernas bajo
las montañas y eran muy interesantes,
con todas esas cosas de piedra
creciendo hacia abajo y otras hacia
arriba. ¿Vive tu madre? ¿Tu familia vive
en Virginia?
Respondió a estas preguntas.
—Vaya, pero si tu madre debe de ser
tan mayor como yo —dijo la mujer
rolliza haciéndole el primer pase.
—Supongo que lo es —concedió
con aplomo, ganando el primer round
por puntos.
—Oh…
Se quedó callada. Él se movió más
deprisa: había otros camarotes por
hacer.
—Es mi primer viaje a Alaska —
continuó ella—. Tengo parientes en
Anchorage. Lo conoces, ¿no?
Él asintió.
—Es una zona muy civilizada para
ser Alaska, ¿no crees? Quiero decir que
siempre pensé en Alaska como en un
lugar parecido al polo Norte, todo lleno
de nieve y hielo. Pero Anchorage es
como un pueblecito cualquiera y tiene
árboles y salones de belleza, igual que
en Estados Unidos. A Estados Unidos lo
llaman «el exterior». ¿No te parece una
manera graciosa de referirse al resto del
mundo? ¿El exterior? Disfruté mucho
con mi visita a mis parientes y demás.
Pero tú has viajado mucho para ser tan
joven, ¿no es cierto? Apuesto a que has
tenido experiencias muy interesantes.
—No tantas.
Acabó de hacer su cama. Viendo que
se marchaba, ella le dijo:
—¿No me vas a arreglar la portilla?
No deja de hacer ruido y no me deja
dormir.
Jim vio que había un tornillo suelto
en la portilla. Lo ajustó con la uña del
pulgar.
—No creo que vuelva a molestarla
—dijo.
Ella se levantó, cerrando la bata de
seda alrededor de su cuello y
acercándose a la portilla.
—¡Qué chico tan listo! Estuve
intentando arreglarla toda la noche y me
fue imposible.
Él se dirigió hacia la puerta.
Ella volvió a hablarle, deprisa,
como si con su palabrería desease evitar
que se marchase.
—Mi marido era un manitas. Ahora
está muerto, claro. Murió en 1930, pero
tengo un hijo. Es mucho más joven que
tú. Acaba de entrar en la universidad.
Jim se sintió como si lo empujasen
hacia el borde de un acantilado. Tenía un
hijo de su misma edad y estaba
intentando seducirlo. De repente lo
invadió la nostalgia, se sintió perdido,
quería huir, desaparecer. Cuando abrió
la puerta ella seguía hablando. Salió a la
húmeda y brillante cubierta.
Pero no tuvo oportunidad de estar
solo aquella noche. Había una fiesta
para los pasajeros y un montón de
trabajo para los grumetes.
El salón estaba decorado con acebo
artificial y ramas de pino que el
encargado había tenido el detalle de
traer desde Anchorage. El último
pasajero abandonó el salón a las dos de
la madrugada. El encargado, sudando y
con el rostro enrojecido, felicitó a los
grumetes y les deseó feliz Navidad,
diciéndoles que podían celebrar su
propia fiesta en el salón.
Cansados como estaban, lograron
beber hasta los codos. Jim bebió
cerveza, y Collins whisky de una botella
que le había regalado una joven
pasajera. Algunos comenzaron a cantar y
todos acabaron a voz en grito para
demostrar lo bien que se lo estaban
pasando. Cuanta más cerveza bebía Jim
más afecto sentía por sus compañeros.
Navegarían juntos para siempre entre
Seattle y Anchorage hasta que el barco
se hundiese o él muriese. Las lágrimas
asomaron a sus ojos al pensar en esta
camaradería tan hermosa.
Collins ya estaba borracho.
—Vamos, chico, no te pongas tan
triste —dijo.
A Jim le molestó aquello.
—Estoy bien, no estoy triste.
Pero entonces se puso triste de
verdad.
—Es solo que la Navidad pasada no
pensé que estaría tan lejos esta Navidad,
cuando hace un año estaba en casa.
No estaba seguro de que eso tuviera
algún sentido, pero tenía que soltarlo.
—Bueno
—dijo
Collins,
alegremente—, te puedo decir que jamás
pensé que me embarcaría cuando vivía
en Oregón. Mi viejo estaba en el
negocio de la madera, a las afueras de
Eugene. Quería que entrase en el
negocio también, pero yo quería ver
mundo y así lo hice. Aunque puede que
algún día vuelva, quizá. Sentaré la
cabeza. Formaré una familia.
Su voz se fue apagando, aburrido de
lo que contaba. Entonces se levantó con
dificultad y ambos abandonaron juntos
el salón. Era una noche fría y despejada.
Las nubes habían desaparecido y más
allá de las aguas negras y movedizas se
vislumbraban las montañas de Alaska
bajo la luz de las estrellas.
Aspiró el aire frío con regocijo.
—Menuda noche —dijo. Pero a
Collins solo le preocupaba mantener el
equilibrio cuando se dirigían hacia el
camarote de proa.
En el camarote, de forma triangular,
estaban las literas. Del techo colgaban
unas bombillas desnudas. Dominaba el
olor penetrante de demasiados hombres
apiñados en un espacio tan reducido.
Jim dormía en la cama de arriba;
Collins, en la de abajo. Soltando un
quejido para mostrar lo cansado que
estaba, se sentó sobre su cama.
—Estoy derrengado.
Se quitó los zapatos y se tumbó.
—No puedo esperar a llegar a
Seattle. Nunca has estado, ¿verdad?
—De paso.
—Ya te llevaré a esos garitos que
me sé. Me conocen en todos los bares
del muelle. Y te conseguiré una chica;
una realmente buena. ¿Cómo te gustan?
Jim se sentía incómodo.
—No sé. Me gustan casi todas.
—Demonios, tienes que ser más
selectivo o vas a pillar algo malo. Yo
nunca me he contagiado… aún —dijo
tocando la madera de su cama—. Te
conseguiré una rubia, son las mejores.
Rubias naturales, claro. Suecas y eso.
¿Te gustan las rubias?
—Claro.
Collins se apoyó sobre el codo y
miró a Jim, despejándose de repente.
—Eh, seguro que eres virgen.
Jim se ruborizó y no se le ocurrió
qué contestar; aquel silencio lo decía
todo.
—Que me zurzan —dijo Collins,
encantado—.
Nunca
pensé
que
conocería a un tío que lo fuera. Bueno,
tendremos mucho cuidado con la chica
que elegimos. ¿Cómo es que has
esperado tanto? Tienes dieciocho años,
¿no?
Jim se sintió avergonzado. Se
maldijo a sí mismo por no haber
mentido como los demás hacían sobre
sus asuntos personales.
—Yo qué sé —dijo quitándole
importancia al asunto—. No era tan fácil
donde yo vivía.
—Conozco a la chica ideal para ti.
Se llama Myra. Es una profesional, pero
muy agradable, y limpia. Ni fuma ni
bebe, y se cuida mucho. No te pegará
una sífilis. Os presentaré.
—Eso me gustaría —dijo Jim,
excitado ante aquella idea tras toda la
cerveza que se había bebido. A veces
soñaba con chicas pero con más
frecuencia con Bob, lo cual le
inquietaba cuando pensaba en ello.
—Te enseñaré la ciudad —dijo
Collins desnudándose—. Nos lo
pasaremos bomba, sí, señor. Sé por
dónde moverme.
II
Ya era de noche cuando bajaron del
barco. Collins llevaba un traje a cuadros
rojos y Jim uno gris que le apretaba por
los hombros: aún estaba creciendo. Los
dos iban sin corbata.
Cogieron un tranvía hasta la zona de
los cines. Jim quería ver una película
pero Collins le dijo que no había tiempo
para eso.
—Primero vamos a buscar una
habitación.
—Creí que íbamos a ver a las chicas
de que me hablaste.
Collins hizo un aspaviento.
—¿Y cómo sé si están en la ciudad o
si no están ya comprometidas? Vamos a
tomar una habitación; así tendremos un
sitio adonde llevar a quien nos plazca.
—¿Conoces algún sitio así?
—Un montón.
Encontraron lo que buscaban no
lejos del puerto, en una calle de sucios
edificios de ladrillo rojo en la que había
montones de bares atiborrados de
marineros a la caza.
Un hombre calvo y arrugado estaba
sentado tras una mesa al final de una
larga y frágil escalera. Era el
propietario del Regent Hotel.
—Queremos una habitación para
esta noche —dijo Collins sacando
mandíbula para demostrar su decisión.
—¿Doble?
Collins asintió y Jim hizo lo mismo.
—Pagad por adelantado; dos dólares
por cabeza.
Pagaron.
—No quiero ruidos, ni bebida, ni
mujeres aquí. Ya conocéis la ley, chicos.
¿Sois de algún barco?
—Sí —dijo Collins con la
mandíbula aún tensa.
—Yo también fui marinero —dijo el
hombre, suavemente—. Pero lo dejé
hace tiempo.
Los condujo dos tramos de escalera
más arriba y a través de un pasillo
húmedo y oscuro hasta su pequeña
habitación.
Encendió la luz. Era un cuarto
limpio aunque la pintura de las paredes
se estaba desconchando. Un camastro de
hierro ocupaba el centro de la estancia.
La única ventana daba a otro edificio de
ladrillo rojo.
—Dejad la llave abajo cuando
salgáis —dijo el hombre mirando
satisfecho la habitación antes de
marcharse.
—¿Qué te parece? —dijo Collins
sentándose en la cama, que rechinó.
Jim se sentía deprimido. Aunque
había dormido en lugares peores, a
veces se preguntaba si volvería a dormir
algún día en un cuarto limpio y de
paredes familiares como el suyo de
Virginia.
—Vámonos —dijo dirigiéndose
hacia la puerta—. Tengo hambre.
—¡Y yo! —replicó Collins guiñando
un ojo para expresar de qué tenía
hambre.
Caminaron por las oscuras calles,
adoptando un aire duro cuando se
cruzaban con otros marineros y silbando
con descaro cuando alguna chica los
miraba. Era agradable estar en Seattle
en una noche clara de invierno como
aquella.
Se detuvieron ante un barrestaurante. Un letrero luminoso
anunciaba espaguetis.
—Aquí es —dijo Collins.
—¿Dónde están esas chicas? —
preguntó Jim.
—¿Dónde si no?
Entraron. El restaurante era grande
pero estaba medio vacío. Una camarera
morena los guio hasta una mesa.
—¿Qué tenemos para hoy, nena? —
dijo Collins con los ojos muy abiertos.
La camarera le entregó la carta.
—Esto es lo que tenemos —
respondió ásperamente, y se retiró.
—Zorra estrecha…
Jim vio que el encanto de Collins no
era irresistible.
—Las mujeres no deberían trabajar,
con la depresión y todo eso. Deberían
quedarse en casa —sentenció Collins.
Jim miró a su alrededor. Mesas y
asientos rojos, paredes marrones,
lámparas de pantalla amarilla…, una
caverna del infierno.
Tras los espaguetis, Collins soltó un
eructo y dijo:
—Nos quedaremos aquí un rato. En
la barra. Si no vemos nada interesante
nos vamos al Alhambra, una sala de
fiestas donde todo el mundo me conoce.
El bar estaba tranquilo. Pidieron
cerveza.
—Un sitio agradable —dijo Collins,
satisfecho de sí mismo.
Jim le dio la razón y añadió con
malicia:
—Claro que en Nueva York hay
cientos de sitios así.
Collins nunca había estado en la
costa este. Frunció el ceño, la mirada
clavada en su cerveza.
—Pues yo me quedo con el viejo
Seattle.
Echó un trago y añadió:
—Apuesto a que Hollywood le da
cien vueltas a Nueva York.
Collins sabía que Jim nunca había
estado en Hollywood.
—Sí —continuó, satisfecho de su
táctica—. Apuesto a que tienen más
chicas guapas, gente rara y mariquitas en
Los Ángeles que en ninguna otra ciudad.
—Puede ser.
Una chica se acercó a la barra.
Collins la vio primero y le dio a Jim con
el codo. Era delgada y de cabellos
castaños, ojos grises, rasgos acusados,
pechos prominentes. Tomó asiento junto
a la barra e insinuó una sonrisa con sus
labios rojos.
—¿Qué te parece eso? —murmuró
Collins.
—Es bonita.
—Y con clase —dijo Collins—.
Seguro que es secretaria.
El camarero parecía conocerla, pues
le dijo algo al oído y los dos rieron. Le
sirvió un trago y ella se quedó mirando
la puerta con el vaso en la mano.
—Allá
voy
—dijo
Collins
dirigiéndose a los servicios. Se detuvo
al final de la barra con pretendida cara
de perplejidad. Habló con ella. Jim no
pudo oír lo que decían pero vio que ella
ponía cara de extrañeza y luego sonreía.
Siguieron hablando unos momentos y
ella miró a Jim sonriendo de nuevo.
Collins le hizo a Jim un gesto para que
se acercase.
—Jim, te presento a Emily.
Se dieron la mano.
—Es un placer conocerte —dijo
Emily con voz profunda y educada.
Jim saludó en un murmullo.
—No le hagas caso. Es muy tímido.
Estamos en el mismo barco. Acabamos
de llegar.
Emily se mostró impresionada, como
se supone que debía estar.
—Deberíais celebrarlo.
—Eso vamos a hacer. Pero la noche
es joven, como suele decirse.
—Y nosotros también —dijo Emily
dando un sorbito a su bebida—. ¿Es esta
la primera vez que venís a Seattle?
Collins negó con la cabeza.
—He estado viniendo a Seattle casi
toda mi vida. Conozco esta vieja ciudad
como la palma de mi mano. De hecho
pensaba enseñarle a Jim algunos sitios.
—¿De dónde eres tú?
Cuando Jim respondió, ella soltó una
exclamación.
—¡Oh, un sureño! Me encantan los
sureños. Son tan educados… Así que
eres de Virginia.
Pronunció Virginia con acento del
sur.
—Pero no tienes mucho acento —
dijo volviendo a imitarlo.
Emily y Collins se rieron de su
habilidad para imitar acentos.
Jim sonrió.
—No, supongo que no.
—A propósito —dijo Emily
volviéndose hacia Collins—, ¿qué tipo
de sitios teníais planeado visitar esta
noche?
—Bueno, había pensado en ir al
Alhambra…
—¡Mi sitio favorito! Mi amiga y yo
vamos mucho por ahí. La gente es tan
agradable… No como esos brutos que
conoces en otros lugares.
—Ah, ¿vives con otra chica? —
Collins seguía husmeando.
—Sí, trabajamos en la misma oficina
y a veces salimos juntas. Esta noche
habíamos quedado. Van a venir a la
ciudad dos chicos que ella conoce, creo,
y los íbamos a traer aquí.
—Vaya, hombre —dijo Collins,
contrariado—. Y yo que esperaba que tu
amiga y tú pudierais venir conmigo y
con Jim. Es que las únicas chicas que
conozco aquí están fuera, por eso yo
pensé…
—Bueno —dijo Emily, pensativa—.
Podría llamarla y enterarme de si van a
venir por fin esta noche o no, y si no…
bueno, creo que se alegraría de venir
con nosotros.
Y Emily se fue a telefonear a su
amiga.
—¿Qué te ha parecido esta
operación? —preguntó Collins.
—Buena.
Jim estaba realmente sorprendido.
—¿Crees que su amiga vendrá de
verdad?
—¿Me estás tomando el pelo?
—Es guapa —dijo Jim mirándola a
través de la cabina telefónica.
Apreciaba su hermosura pero no se
sentía atraído por ella del modo en que
Collins lo estaba. Quería ponerse
cachondo con ella pero era inútil, al
menos estando sobrio. Era muy extraño.
Emily volvió junto a ellos sonriendo
con sus labios rojos.
—Mi amiga Anne nos espera en
unos minutos en el Alhambra. Dice que
nuestros dos amigos no van a venir
después de todo. Hay gente de la que no
se puede depender. Le dije que teníamos
suerte de que dos chicos tan agradables
nos invitasen nada más desembarcar. A
Anne le vuelve loca el mar. Una vez
hubo una fiesta de la oficina, un picnic
en el canal, y Anne se fue en un barco de
vela con uno de los compañeros y le
gustó tanto que no podían hacerla
volver.
—Supongo que Anne irá con Jim, si
te parece bien —dijo Collins guiñando
un ojo.
Emily soltó una carcajada y los dos
amigos observaron cómo se agitaban sus
pechos.
—Bueno, si os parece bien a
vosotros, a mí también.
Y miró a Collins con los labios
seductoramente entreabiertos. Luego se
volvió hacia Jim.
—Estoy segura de que Anne te
gustará. Es muy divertida.
El Alhambra era una gran sala de
fiestas situada en una bocacalle. Un
anuncio de neón se encendía
intermitentemente sobre la falsa puerta
árabe.
Estaba llena y oscura. Una pequeña
orquesta tocaba un swing.
Una mujer de cabellos grises con un
vestido de noche negro los acompañó a
la mesa. Collins la saludó con efusión.
Ella se quedó mirándolo secamente y se
fue.
—Una vieja amiga —dijo Collins—.
El año pasado vine mucho por aquí.
Siempre se acuerda de mí.
Se acercó un camarero, y tras una
pequeña discusión pidieron whisky.
Emily no dejaba de hablar por los
codos.
—Anne llegará en cualquier
momento. No conozco chica que se vista
tan rápido como ella. Y vivimos a unas
manzanas de aquí.
—¿Qué?
—A unas manzanas. Anne es una
chica tan lista… Incluso fue modelo.
—Debe de ser muy guapa —dijo Jim
pretendiendo estimularse.
Emily asintió.
—Anne es bonita. Es una de las
chicas con más gancho de la oficina.
Salimos todo el tiempo juntas con chicos
y estoy convencida de que el chico que
me toca a mí siempre desearía estar con
ella.
Esta era una oportunidad única para
que Collins protestase como cumplido.
Lo hizo y Emily continuó.
—Es más joven que yo. Tiene
veinte, y yo veintidós. ¿Qué edad tienes
tú, Colly?
—Veinticinco —mintió Collins, y
acercó su silla a la de ella.
Emily miró a Jim.
—Seguro que tú acabas de cumplir
los veinte —dijo con una sonrisita.
Jim asintió con seriedad.
—Así es.
Establecidas las falsas edades, la
noche se ponía en marcha.
Por fin llegó Anne. Era pequeña y
delgada y llevaba un vestido de color
marrón. Miró a su alrededor hasta que
encontró a Emily. Se acercó, presurosa,
sonriendo, posando. Emily hizo las
presentaciones y, como estaba algo
bebida, las volvió a hacer de nuevo.
Esto les hizo gracia.
Viendo a Anne reír, Jim reconoció
que era bonita de verdad, aunque más
cercana a los treinta que a los veinte, lo
que le daba exactamente igual.
—Así que tú eres Jim —dijo Anne
tras beberse una copa, cuando toda la
excitación de su entrada se había
desvanecido.
—Eso es. Emily nos ha contado un
montón de cosas sobre ti.
—Halagadoras, espero.
A veces Anne hablaba como una
actriz de cine inglesa. Al igual que su
amiga, disponía de un buen caudal de
charla intrascendente.
—Trabajamos en las oficinas de
unos grandes almacenes. Yo me dedico a
los archivos y Emily escribe a máquina
y cosas por el estilo. ¿Eres del sur?
Asintió y formó una frase graciosa
con el mismo acento sureño que imitó
Emily. Todos se rieron, y Emily y
Collins se levantaron y dijeron que iban
a bailar. Jim sacó a Anne y los cuatro se
dirigieron a la pista. Jim hacía esfuerzos
por bailar bien. Había que demostrar
tantas cosas aquella noche…
Anne se apretó contra él, su mejilla
contra la suya. Olía a maquillaje, jabón
y perfume. Jim la miró y vio que tenía
los ojos cerrados.
Collins se acercó con Emily.
—Eh, Jim —dijo.
Anne abrió los ojos y Jim se separó
unos centímetros de ella.
—¿Qué?
—Emily dice que por qué no vamos
a su casa un rato. Tienen bebidas y una
radio y podemos bailar más tranquilos
allí.
—Buena idea, Emily —dijo Anne,
muy contenta.
Volvieron a la mesa, pagaron la
cuenta, recogieron sus abrigos y se
fueron del Alhambra. Aunque hacía frío,
Jim estaba sudando a causa del whisky.
Llegaron a un edificio de
apartamentos de una bocacalle. Emily
abrió la puerta. Subieron las escaleras
limpias y enmoquetadas y Emily los
invitó a entrar. Había una cocina
pequeña, un cuarto de estar y un
dormitorio con, la puerta abierta. Jim
pudo ver dos camas.
—Ya estamos en casa —dijo Emily,
poniendo la radio. Anne se fue a la
cocina a buscar una botella de whisky y
unos vasos.
—Trae algo de hielo, Emily,
¿quieres?
Emily fue a la cocina con Collins
detrás. Anne colocó los vasos sobre la
mesa y Jim se quedó de pie junto a ella,
sintiéndose torpe e inseguro.
—Vamos a bailar —le dijo ella tras
colocar los vasos. Él la mantuvo alejada
pero ella se acercó. Jim estaba
incómodo. Deseaba con desesperación
dejarse llevar por la música, el whisky y
la chica, pero solo podía pensar en la
caspa del pelo de ella.
Oyó risas en la cocina. Luego
Collins y Emily entraron en el cuarto de
estar. Los dos venían sofocados y los
ojos de Collins estaban vidriosos. Emily
puso una cubitera sobre la mesa y
Collins una botella de soda.
—Vamos a tomarnos todos una copa
—dijo Emily.
Los cuatro bebieron. Collins
propuso que brindaran por Emily, y ella
que lo hiciesen por Collins. Jim y Anne
brindaron el uno por el otro. Jim estaba
ya bebido. No podía fijar la vista. De
repente todo era cálido, acogedor,
íntimo. Envalentonado, cogió a Anne por
la cintura y se sentaron en un sofá
mirando cómo bailaban sus amigos.
—Bailas muy bien —dijo Anne—.
Debes de haber ido a clases. Yo nunca
fui pero aprendí mucho de las chicas de
la academia. Fui a una escuela de
secretariado, y solíamos organizar
muchos bailes. Me gustaban tanto… Allí
fue donde aprendí a bailar.
Él deseaba hacerla hablar.
—¿Has vivido siempre en Seattle?
Por su expresión vio que era una
pregunta que no le gustaba.
—Sí, siempre he vivido aquí, pero
no me gusta. Quiero viajar, ¿sabes?
Siempre he querido viajar. Por eso os
envidio tanto: vais en barcos por todo el
mundo y viendo tantas cosas…
—¿Adónde te gustaría ir?
Jim la sujetaba con su brazo,
asombrado de su propio atrevimiento.
Ella se apretó contra él.
—A todas partes pero sobre todo al
sur de California. Quiero ir a
Hollywood. Creo que me gustaría
trabajar en el cine —dijo en voz baja,
como si se tratase de una confidencia.
—Como a mucha gente, supongo.
Jim había leído unas cuantas revistas
cinematográficas y había quedado
impresionado por las dificultades que
las estrellas de cine encontraban en su
camino.
—Ya lo sé —respondió Anne—.
Pero creo que yo soy diferente. No, de
veras. Hablo en serio. Creo que voy a
ser famosa. Incluso cuando era más
joven veía a gente como Jean Harlow en
la pantalla y sabía que ahí estaría yo
algún día. Pero por ahora tengo que
trabajar en una oficina y no sé cuándo
podré ir a Hollywood. Pero algún día
iré. Simplemente lo sé.
—Eres muy ambiciosa.
—¡Huy, mucho! Imagínate poder
llevar todos esos bonitos vestidos y que
hombres musculosos y elegantes me
inviten a cenar a restaurantes caros
rodeados de palmeras.
Su mirada se perdió en el vacío y su
boca se entreabrió ante el deseo de esa
otra vida.
Jim le susurró cosas agradables al
oído, consciente de que Collins y Emily
habían desaparecido. La puerta del
dormitorio aún estaba abierta y pudo ver
cómo Collins se acercaba en
calzoncillos a Emily, que estaba
completamente desnuda sobre una de las
camas. Emily soltó una risita y Jim
apartó la vista, ruborizado.
—¿Qué pasa?
Anne olvidó su visión de
Hollywood. Vio lo que ocurría en el
dormitorio. Su risita era el eco de la de
Emily.
—Solo se es joven una vez —dijo.
Jim la miró y vio que en sus ojos
había un brillo bestial. Había visto
aquella misma mirada en los ojos de
Collins y de Emily, pero no en los de
Bob. Sintió repugnancia. Pero Anne no
se percató de aquella reacción y le
acercó tanto su mejilla que él notó el
olor a whisky de su aliento.
—¡Cómo se lo están pasando! —
dijo, apretando su pecho contra Jim, que
pudo sentir cómo el corazón de Anne
latía aceleradamente—. Seguro que se
lo están pasando de miedo —repitió ella
—. Solo se es joven una vez, eso es lo
que yo digo.
Lo besó. Fue un beso húmedo, y su
lengua penetró la boca de Jim, quien se
apartó. Ella comenzó a llorar.
—Yo también estuve enamorada —
dijo malinterpretando la situación. Entre
pequeños sollozos teatrales le dijo que
comprendía cómo se sentía y que sabía
que lo que estaba haciendo era algo muy
feo, pero que se encontraba sola, sin
nadie que cuidase de ella, y Dios bien
sabía que solo se es joven una vez.
Jim hizo un esfuerzo y la besó con la
mente llena de recuerdos y miedos
medio olvidados. Trató de vencer el
hormigueo que sentía en el estómago.
Poco a poco sintió el deseo. Estaba
sorprendido pero contento. No tardaría
en hallarse preparado. Pero de repente
ella se levantó y dijo con viveza:
—Será mejor que me quite el
vestido. No me lo quiero arrugar.
Se dirigió al dormitorio. Él la siguió
y se quedó mirando a Emily y a Collins.
A ninguno de los dos parecía
importarles si eran observados o no. Se
hallaban ocupados en el intrincado acto
de convertirse en uno. Jim los miraba
fascinado. Emitían ruidos primitivos y
se retorcían ciegamente, según el ritual
instintivo de los sexos. Jim se asustó; no
estaba preparado para aquello.
Anne apareció posando para él sin
ropa. Sus ojos la contemplaron fijamente
y con fascinación. Nunca había visto una
mujer desnuda. Ella se acercó con los
brazos abiertos y él se echó hacia atrás
sin querer.
—Vamos, Jimmy —dijo ella con voz
aguda y artificial.
Entonces Jim la odió con todas sus
fuerzas. No era eso lo que buscaba.
—Tengo que irme —dijo.
Se fue hacia el cuarto de estar y ella
fue tras él. Se quedó mirándola y la
comparó con Bob: ella dejaba mucho
que desear. Dejó de importarle si era
diferente o no a los demás. Odiaba a esa
mujer y su cuerpo.
—¿Qué te ocurre? ¿Qué es lo que he
hecho mal?
—Tengo que irme.
No podía decir otra cosa. Ella se
puso a llorar. Él se marchó corriendo y
oyó que Collins le gritaba a Anne:
—Deja que ese marica se vaya. Yo
tengo para las dos.
Jim caminó durante largo rato bajo
la fría noche, preguntándose por qué
había fracasado tan estrepitosamente en
algo que deseaba hacer. Él no era lo que
Collins decía que era. De eso estaba
seguro. Pero ¿por qué? En el momento
en que lo que tenía que haber sucedido
estaba a punto de ocurrir, la imagen de
Bob se había interpuesto entre él y la
chica, convirtiendo aquel acto en algo
obsceno e imposible. ¿Qué debía hacer?
No deseaba arrojar de sí el fantasma de
Bob aunque pudiese, pero era consciente
de lo difícil que sería vivir en un mundo
de hombres y mujeres sin participar en
su necesario y ancestral dúo. ¿Podría
participar? Sí, se dijo a sí mismo, bajo
otras circunstancias. De todos modos
aquello que Collins le había gritado no
podía ser cierto. No podía serlo. Era
demasiado monstruoso. Sin embargo,
puesto que lo había dicho, no podría
volver a ver a Collins. Abandonaría el
barco. Pero ¿adónde ir? Sus ojos
contemplaron la oscuridad de la calle en
busca de alguna señal. Frente a él había
una sala de cine. La magia del ayer, con
Ronald Shaw, leyó sobre la cartelera
rodeada de bombillas apagadas. Se
acordó de Hollywood y de la monótona
voz de Anne soñando con el mundo del
cine. Eso lo decidió. Al menos llegaría
allí antes que ella. Siniestramente
satisfecho
por
aquella
pequeña
venganza, regresó al hotel.
El calvo propietario estaba aún
detrás de su mesa.
—Puedo ver que eres un marinero.
Yo también lo fui. Pero de eso hace
mucho tiempo. No, eso se acabó.
Jim intentó dormir y olvidar lo que
Collins le había llamado. Se durmió y lo
olvidó.
Capítulo 4
I
Otto Schilling era mitad austríaco,
mitad polaco. Era un hombre rubio con
un rostro rojizo lleno de arrugas,
producto del clima. Trabajaba como
monitor de tenis en el Garden Hotel de
Beverly Hills.
—Fuiste marinero, ¿no?
El acento de Otto era muy marcado,
aunque había pasado la mitad de su vida
en América.
—Sí, señor —respondió Jim,
nervioso. Necesitaba aquel trabajo.
—¿Cuándo dejaste el barco?
—En diciembre.
Otto miró pensativo hacia su reino a
través de la ventana. Se componía de las
ocho pistas de tenis situadas junto a la
piscina del hotel.
—Eso fue hace seis meses. ¿Has
estado aquí, en Los Ángeles, desde
entonces?
—Sí, señor.
—¿Haciendo qué…?
—Trabajando en un taller la mayor
parte del tiempo.
—Pero sabes jugar al tenis, ¿no?
—Sí, señor. Solía jugar en el
colegio.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—¿Crees que estás preparado para
echar una mano aquí? Limpiar las pistas,
recoger las pelotas, encordar las
raquetas… ¿Podrás?
—Sí, señor. Hablé con el chico que
trabajó aquí antes y me dijo en qué
consistía el trabajo. Sé que puedo
hacerlo.
Otto Schilling estuvo de acuerdo.
—Te pondré a prueba. Ese chico de
antes era un vago. Mejor que tú no lo
seas. Te doy veinticinco a la semana
pero te haré trabajar duro por todo ese
dinero. Si lo vales, me ayudas con las
clases. Quizá te deje dar lecciones a ti,
si juegas bien. ¿Juegas bien?
Sus grandes ojos azules se clavaron
en Jim.
—Era bastante bueno —respondió
Jim procurando parecer modesto.
Otto sacudió la cabeza, satisfecho.
No compartía la pasión de los
americanos por la modestia. Cuando
llegó a ser campeón de Austria algunos
lo acusaron de ser engreído. Pero ¿qué
había de malo en ello? Había sido un
gran jugador.
—Vivirás en el hotel. Ve a ver al
señor Kirkland, el encargado. Yo lo
llamo ahora. Empiezas por la mañana, a
las siete y media en punto. Yo te diré lo
que hay que hacer. Quizá juegue contigo
a ver qué tal lo haces. Vete ahora.
Jim le dio las gracias y salió. A su
derecha había una gran piscina rodeada
de arena de playa. Hombres y mujeres
de aspecto adinerado estaban sentados
bajo las sombrillas; un fotógrafo de aire
siniestro tomaba fotos de varias
jovencitas. Jim se preguntó si serían
estrellas de cine y, de ser así, de quiénes
se trataría. Pero todas parecían iguales:
dientes blanquísimos, pelo teñido de
platino, cuerpos morenos y delgados. No
reconocía a ninguna.
Jim subió al Garden Hotel, un gran
edificio irregular de estuco blanco entre
palmeras. Tras seis meses de incómodas
habitaciones se sintió encantado de
poder vivir allí, aunque solo fuese por
poco tiempo. Se había acostumbrado a
ser un ave de paso. Daba por sentado
que sus viajes no acabarían hasta que
encontrase a Bob. Luego planearían
algún modo de vida que compartir,
aunque cuál sería exactamente esa vida
prefería dejarlo en el aire. Mientras
tanto trabajaría en lo que pudiese y
viviría felizmente el presente. A
excepción de la imagen de Bob junto al
río en aquel día soleado, carecía de
historia. En su recuerdo su padre era un
borrón oscuro, su madre también; ambos
eran seres grises, insustanciales. El mar
era lo más oscuro e indefinido en su
memoria. Todo había sido olvidado,
excepto Collins y las dos chicas del
apartamento de Seattle. Solo aquella
noche quedó grabada en su mente. Hizo
un esfuerzo para no pensar en ello
mientras subía corriendo las escaleras
del Garden Hotel.
La oficina del señor Kirkland era
moderna y amplia, y parecía mucho más
lujosa de lo que en realidad era. Lo
mismo se podía decir del señor
Kirkland, un hombre bajito cuyo nombre
probablemente no fuese Kirkland.
Simulaba un acento inglés y su atuendo y
sus modales eran exquisitos y discretos,
si exceptuamos el gran anillo con
diamante que lucía en el meñique de su
mano izquierda, señal visible de su
rápido enriquecimiento y de un bienestar
al que no estaba acostumbrado.
—¿Willard? —dijo con voz aguda.
—Sí, señor. Me ha enviado el señor
Schilling.
—Creo que vas a trabajar en las
pistas.
El señor Kirkland dijo esto como
quien otorga un título.
—Ganarás veinticinco dólares a la
semana, bastante dinero para un
jovencito como tú, pero confío en que te
los ganes lo mejor posible.
A Jim este discurso ya le sonaba.
—Aquí, en el Garden Hotel, nos
gusta pensar que somos como una gran
familia, en la que cada uno ha de
desarrollar su papel, tanto yo —dijo
sonriendo entre dientes— como el
último. Mañana empiezas. Supongo que
le has dado tus referencias al señor
Schilling. Pídele al ama de llaves que te
dé una habitación en el ala de los
empleados.
El señor Kirkland hizo un gesto
dando por terminada la entrevista y Jim
se marchó.
El gran vestíbulo del hotel estaba
adornado
por
altas
columnas
rectangulares que pretendían sostener un
techo decorado con grandes rombos. La
moqueta era de un rojo imperial. Tras un
mostrador de contrachapado que imitaba
la caoba, el personal uniformado recibía
a los clientes con algo parecido a un
gesto de bienvenida. Botones de librea
aguardaban en un banco junto a la
entrada principal, dispuestos para cargar
con las maletas o para llevar algún
recado. Normalmente había mucho
movimiento en el vestíbulo, ya que
siempre había unos que llegaban y otros
que se marchaban. Jim se sintió
abrumado por tanta magnificencia, y el
aire despreocupado de los botones se le
antojó infinitamente sofisticado. Quizá
algún día él pudiese adoptar ese aire.
Cruzó el vestíbulo, consciente de la
vejez de su maleta. Se acercó a uno de
los botones y preguntó con cierta
inseguridad:
—¿Cómo puedo llegar al ala de los
empleados?
El jovencito lo miró con aburrida
displicencia. Bostezó y se estiró.
—Yo te llevaré.
Regresaron al jardín tropical que
daba nombre al hotel. Cegado por el
calor, Jim siguió a su guía a través de
aquella jungla artificial.
—¿Qué trabajo te han dado?
Jim se lo dijo.
—¡Al aire libre! ¿De dónde eres?
Jim quiso impresionarlo.
—De ningún sitio. He estado
navegando.
El jovencito se mostró respetuoso,
aunque curioso.
—¿Navegando por dónde?
—El Caribe, el Pacífico, el mar de
Bering, por todas partes; me he movido
mucho —dijo Jim, improvisando.
—Supongo que sí. ¿Y qué haces
aquí?
—Matar el tiempo. ¿Qué si no? —
respondió encogiéndose de hombros.
El jovencito sacudió la cabeza y se
rascó, intrigado, una de sus espinillas.
Instalaron a Jim en una habitación
que daba al aparcamiento. El ama de
llaves era una mujer agradable y el
jovencito prometió informarle sobre
todo lo que había que saber acerca del
hotel. Lo había conseguido. Ahora tenía
un pequeño sitio en el mundo de los
demás.
En el sur de California, septiembre
no se diferenciaba de ningún otro mes.
El tiempo era bueno y despejado, sin
lluvias. Según la prensa había guerra en
Europa, pero Jim no sabía de qué se
trataba. Al parecer había un hombre
llamado Hitler que era alemán. Tenía
bigote, y los cómicos lo imitaban
continuamente. En todas las fiestas había
siempre alguien que imitaba a Hitler
soltando un discurso. Además había un
inglés con un bigote más grande, y
también estaba Mussolini, pero este no
parecía formar parte de la guerra.
Durante un tiempo todo fue muy
emocionante y todos los días había
titulares sobre este asunto. Pero hacia
finales de septiembre Jim perdió el
interés al ver que no había habido
ninguna batalla. Además estaba ocupado
enseñando a jugar al tenis a hombres y
mujeres adinerados a los que tampoco
les importaba la guerra.
Jim le caía bien a Schilling, quien
tras jugar varias veces con él le permitió
enseñar por su cuenta. También lo animó
a presentarse a los torneos, pero Jim se
conformó con lo que tenía. Era una vida
fácil y sana. Ganó peso y su cuerpo se
endureció. Tenía éxito con la gente que
jugaba en las pistas, en especial con las
jovencitas, que coqueteaban con él. Se
mostraba cortés, aunque de un modo
evasivo, y ellas lo tomaban como una
prueba de sensibilidad, virtud que
sumaban a su atractivo físico.
Jim se acostumbró a ver famosos
actores y actrices jugando al tenis y
tomando el sol junto a la piscina. A
diario daba clases a una brillante actriz
ya mayor (cerca de los cuarenta) que
blasfemaba groseramente cuando no le
salían las jugadas. A Jim le causaba
impresión.
Su vida social también ganó en
soltura. Había asistido a varias fiestas
con los botones, la mayoría de los
cuales deseaban convertirse en actores.
Eso explicaba aquellos aires de
indiferencia con los que realizaban su
trabajo. Algunos de ellos se interesaron
por Jim al saber que él no deseaba
llegar a ser actor y porque parecía
admirarlos sinceramente. Esto no quiere
decir que Jim careciese del arte de lo
social. Más bien se sentía confundido
por sus nuevas compañías. A menudo su
conversación le resultaba enigmática y
se daba cuenta de que estaban
constantemente alertas. Se sentían
incómodos con los extraños y siempre
estaban peleándose entre ellos. Lo único
que tenían en común era su deseo de
instalarse en un mundo de lujo y
caprichos y no morir nunca.
Tenían muchos amigos ricos que
daban fiestas, la mayoría mujeres de
mediana edad, viudas o divorciadas, así
como hombres rollizos de hábitos
desagradables cuando bebían. Las
mujeres en particular se encapricharon
con Jim y a menudo le decían que era
una «verdadera persona», no como los
otros, sea lo que fuere lo que aquello
significase. Los hombres gorditos
también eran simpáticos con él, pero lo
dejaban al no encontrar en él respuesta a
su sugerente ritual de conversación, lo
cual era debido a su ignorancia de la
situación.
Otto Schilling puso a Jim en guardia
contra los botones. Le explicó que, dado
que no eran jovencitos normales,
tratarían de corromperlo. Otto fue
severo en esto y Jim se mostró tan
escandalizado e incrédulo (estaba
realmente sorprendido) que Otto le
ahorró los detalles de lo que quería
decir.
Jim atravesó varias fases en su
descubrimiento del hecho de que había
muchos hombres que se sentían atraídos
por otros hombres. Su primera reacción
fue de asco y sobresalto. Escudriñaba a
todo el mundo a fondo. ¿Era aquel uno
de ellos? Después de un tiempo fue
capaz de identificar a los más obvios
por su falta de naturalidad, lo tiesos que
iban, en especial cuando se movían con
el cuello y los hombros rígidos. Cuando
los chicos se acostumbraron a Jim
fueron más sinceros con él. Uno trató de
seducirlo. Jim lo rechazó violentamente,
sintiéndose
desconcertado.
Pero
continuó asistiendo a sus fiestas, aunque
fuese por darse el placer de negarse a
sus proposiciones.
Una tarde un botones llamado
Leaper entró en los vestuarios cuando
Jim estaba duchándose. Leaper se asomó
y lo saludó. Jim se estaba enjuagando
los ojos y le devolvió el saludo. Aunque
Leaper era uno de los que había
rechazado, tenían una buena relación.
—¿Quieres ir a una fiesta?
—¿Dónde? —dijo Jim cerrando el
grifo. Cogió la toalla y se dirigió al
vestuario. Mientras se secaba sabía que
estaba
siendo
examinado
con
apasionado interés. Esto, más que
irritarlo, lo divertía.
—En casa de Ronald Shaw, en
Beverly.
Jim estaba sorprendido.
—¿El actor?
—El mismo; dicen que entiende. —
Leaper hizo un gesto afeminado—. Le
pidió a un amigo mío que le encontrase
algunas bellezas, así que pensé en ti.
Claro que puede que tú seas el único tío
normal de la fiesta, pero nunca se sabe,
quizá haya alguna pelirroja por ahí
suelta.
Jim había adquirido una mítica
reputación sobre su gusto por las
pelirrojas. Leaper charlaba alegremente
sobre Ronald Shaw mientras Jim se
vestía.
—Las fiestas de Ronald Shaw son
toda una experiencia. Es una auténtica
estrella de cine y todas las mujeres lo
adoran. Tiene gracia, ¿no? Fíjate,
cuando yo trabajé con él en una película
de la Metro…
Como la mayoría de los botones,
Leaper había actuado de figurante en el
cine y hablaba a menudo de las estrellas
con las que había «trabajado».
—Unas girl scouts fueron en cierta
ocasión a entregarle un trofeo, y Ronald
dijo: «¿Queréis hacer el favor de
llevaros a estos monstruos pubescentes y
esparcirlos por el patio?». Claro que
todo eso se encubrió, como cuando un
marine de Pendleton le dio un puñetazo
en un bar de Santa Mónica. Te digo que
ese tío es demasiado.
—Es bastante joven, ¿no? —dijo
Jim haciéndose la raya frente al espejo.
—Unos treinta quizá. Nunca se sabe
con estos tíos. De todas formas estás
avisado: intentará ligar contigo, lo cual
supongo que no te importará nada.
—Que lo intente —dijo Jim sin
dejar de mirarse al espejo, consciente
de que su bronceado le hacía parecerse
a un nativo de los Mares del Sur de las
películas—. Claro que iré —añadió,
listo para la aventura.
II
Ronald Shaw era un hombre de
treinta y cinco años enormemente
apuesto, con rasgos tan corrientes que
resultaban
paradójicamente
excepcionales. Los rizos de su pelo
negro caían sobre su frente estrecha
dándole un aire que sus admiradores
calificaban de travieso, y sus detractores
de neandertalense. Con sus ojos azul
claro parecía un típico «irlandés negro»,
un tipo corriente entre los judíos. Su
verdadero nombre era George Cohen.
En un tiempo creyó que ser confundido
con George M. Cohan podría resultarle
beneficioso, pero no fue así, de modo
que adoptó el nombre de Ronald Shaw,
un apuesto y fogoso joven irlandés cuyas
películas daban mucho dinero. El
George Cohen de Baltimore había sido
pobre, pero ahora que Ronald Shaw era
rico ninguno de los dos volvería jamás a
la pobreza. Shaw tenía fama de ser
tacaño, excepto con su madre, que vivía
en Baltimore. Como sabía cualquier
lector de revistas cinematográficas, su
madre era su «chica favorita» y la razón
de que aún estuviese soltero, lo cual era
correcto, como avalaría cualquier
freudiano.
Aunque Shaw había sido una estrella
durante cinco años, jamás llegó a
comprarse una casa en Hollywood.
Prefería alquilar grandes mansiones
impersonales y dar fiestas para
jovencitos entre gruesas paredes y
sofisticados sistemas de seguridad. Era
su modo de ser discreto. Aun así, todo el
que pertenecía al mundo homosexual
sabía que era uno de ellos. Naturalmente
que había rumores sobre otros actores,
pero mientras que respecto a estos
siempre había alguna sombra de duda en
las mentes de los más apasionados
apologistas del vicio socrático, en el
caso de Shaw no había ninguna. Aquella
gran hermandad lo mencionaba con
orgullo,
envidia,
deseo.
Afortunadamente las mujeres de
América permanecían en la ignorancia
de su tendencia sexual, considerándolo
un objeto de deseo inalcanzable pero
útil como compañero de sueños, alguien
que cobraba vida en la pantalla con un
tamaño treinta veces mayor que el
natural.
Ronald Shaw había llegado a la
cima y, siendo como era humano, la
mayoría de las relaciones humanas le
resultaban decepcionantes. Sus parejas
sexuales eran escogidas basándose en
una combinación de belleza física y dura
masculinidad. Cada aventura comenzaba
como si la creación del mundo volviese
a tener lugar, y solía acabar en menos
tiempo del que le llevó al Creador
construir el firmamento. Nadie era del
agrado de Shaw por mucho tiempo. Si
un chico se enamoraba de él y olvidaba
su imagen de hombre-leyenda, Shaw se
sentía amenazado e insultado; pero si un
amante no cesaba de sentirse
deslumbrado por esa misma leyenda,
Shaw terminaba por aburrirse. No
obstante, era un hombre feliz, y de no
haber oído hablar del amor romántico
nunca se habría tomado un coito en
serio.
A Jim le impresionó la casa de
Shaw. Un decorador se encargó de ella
sin cobrarle nada, aunque por desgracia
el romance acabó antes de que pudiese
llegar a decorar los dormitorios. Pero el
piso inferior era la admiración de todos:
un exceso de estilo barroco español, con
un inmenso salón desde cuyas ventanas
se podía contemplar la rutilante ciudad
de Los Ángeles. Sobre una chimenea en
forma de caverna colgaba un retrato de
Ronald Shaw. El original de esta obra
de arte se encontraba en el centro de la
habitación dirigiendo la marcha de la
fiesta. Los invitados formaban un grupo
extraño: había tres veces más hombres
que mujeres. Jim reconoció a algunos
actores de segunda fila. Las mujeres
eran todas elegantes, con voces agudas,
grandes joyas, inmensos sombreros de
plumas. No eran lesbianas, según el
entendido Leaper informó a Jim.
Simplemente habían pasado la edad en
que podían atraer a hombres normales
pero, como aún ansiaban su atención, se
habían visto arrastradas al mundo de los
modistos y los peluqueros. Aquí eran
libres de cotillear, pretender enamorarse
y esquivar el aburrimiento, si no la
desesperación.
—¿No te parece estupendo? —
murmuró Leaper olvidándose en su
admiración de su papel de cicerone
sofisticado.
Jim asintió.
—¿Dónde está Ronald Shaw?
Leaper le señaló el centro de la sala.
Al principio Jim se sintió decepcionado.
Shaw era más pequeño de lo que él
había imaginado. Pero era apuesto, no
había duda de ello. A diferencia de los
demás, llevaba un traje oscuro, lo cual
confería dignidad a su delgada figura.
En aquel momento se encontraba
rodeado de mujeres. Los jóvenes eran
más circunspectos, y se mantenían en la
periferia, esperando.
—Será mejor que te lo presente —
dijo Leaper.
Se acercaron al grupo y aguardaron
hasta que Shaw terminó de contar una
historia. Entonces, mientras reían de
manera escandalosa, Leaper dijo
apresuradamente:
—¿Se acuerda de mí, señor Shaw?
Shaw se quedó en blanco, pero
Leaper continuó hablando.
—El señor Ridgeway me pidió que
viniese esta noche y he traído a este
amigo mío, Jim Willard. Tiene muchas
ganas de conocerlo.
Ronald Shaw sonrió a Jim.
—¿Qué tal estás? —dijo dándole su
mano dura y fría.
—Me… gustan sus películas —dijo
Jim.
Leaper estaba horrorizado. Jim
estaba totalmente fuera de lugar. Uno
debía mostrar indiferencia ante las
estrellas de cine. Pero la admiración
nunca ofendía a Ronald Shaw, quien
sonrió mostrando una blanquísima
dentadura.
—Eres muy amable. Vamos por una
copa para ti —dijo Shaw librándose de
las mujeres con elegancia. Ambos se
dirigieron a un extremo del salón.
Jim
se
sintió
terriblemente
avergonzado, consciente de que era el
blanco de casi todas las miradas. Pero
Shaw se mostraba sereno. Cogió una
copa de la bandeja de un camarero que
pasaba y se la ofreció a Jim:
—Espero que te gusten los martinis.
—Bueno, no bebo mucho.
—Yo tampoco.
Shaw hablaba con voz grave y en
tono confidencial, como si la única
compañía y opinión que le importasen
en el mundo fuesen las del deslumbrado
Jim. Y aunque hacía las preguntas de
costumbre, su cálida voz transformaba
aquellas familiares frases en algo
significativo, incluida la inevitable:
—¿Eres actor?
Jim le dijo sin pestañear a qué se
dedicaba.
—¡Un deportista! —sonrió Shaw—.
Bueno, pareces muy joven para ser
monitor.
Ahora estaban junto a uno de los
grandes ventanales. De reojo, Jim vio
que los invitados se aprestaban a
recuperar a Shaw. No tuvieron mucho
tiempo, pues Shaw se dio cuenta.
—¿Cómo dijiste que te llamabas?
Jim volvió a decirle su nombre.
—Tienes que venir a visitarme algún
día. ¿Cuándo estás libre? —preguntó
Shaw contemplando con aire pensativo
la ciudad.
—El jueves por la tarde no trabajo
—dijo Jim, sorprendido por la rapidez
de su propia respuesta.
—Entonces, ¿por qué no te pasas el
jueves? Si estoy rodando aún, puedes
nadar en mi piscina hasta que llegue.
Normalmente acabo a las cinco.
—Vendré encantado —dijo Jim
sintiendo que se le contraía el estómago
por el miedo y la expectación.
—Nos vemos el jueves.
Shaw, con un saludo cortés
calculado para despistar a sus invitados,
permitió que lo rodeasen los demás
jóvenes. Leaper se dirigió hacia Jim.
—Bueno, ya estás dentro —dijo con
un destello en los ojos—. Ha caído a tus
pies como una tonelada de…
—Cállate, ¿quieres? —dijo Jim
apartándose de él, enfadado.
—No intentes hacerte el tonto. Lo
has enganchado, todo el mundo lo ha
visto. Quieren saber quién eres. Les he
dicho que eres un tío completamente
normal, y eso los hace babear aún más.
Eres una bomba, chico. Fíjate en cómo
te observan todos.
Jimmy echó un vistazo a su
alrededor, pero no vio que nadie lo
mirase.
—¿Y de qué te habló Shaw?
—De nada.
—Ya, seguro. Bueno, será mejor que
esta vez no te cortes. El puede hacer
mucho por ti.
—Lo siento, pero no tengo intención
de meterme en la cama con él ni con
nadie.
El rostro de Leaper reflejó auténtica
sorpresa.
—Muy bien; puede que no seas
marica, pero esta es una excepción. Esto
es algo con lo que la gente sueña.
Podrías hacerte rico con él.
Jim se rio y se apartó de él.
Aparentaba estar relajado y cómodo,
pero no era así. Pronto habría de tomar
una decisión, el jueves para ser más
exactos. ¿Qué hacer? Pasó el resto de la
velada moviéndose mecánicamente entre
la gente, mientras el corazón le latía con
fuerza. Cuando llegó la hora de
despedirse, Shaw le sonrió con un
guiño. Jim se volvió, ruborizado. No
cruzó palabra con Leaper durante su
vuelta en autobús al hotel.
III
El mundo erótico de Jim Willard
tenía lugar casi exclusivamente en sus
sueños. Hasta el día que pasó con Bob
en el río, había soñado con mujeres
tanto como con hombres, y no parecía
fijar frontera alguna entre ambos sexos.
Pero desde entonces Bob se había
convertido en su constante ideal, y las
chicas no intervenían en aquel idilio
perfectamente masculino. Se daba cuenta
de que aquello con lo que soñaba no era
lo mismo con lo que soñaban los
hombres normales. Pero no veía la
conexión entre lo que él y Bob habían
hecho y lo que hacían sus nuevos
compañeros. Muchos de ellos se
comportaban como mujeres. A menudo,
después de estar entre ellos, se miraba
en el espejo para ver si había algún
rastro femenino en su rostro o en sus
modales, y descubría satisfecho que no.
Terminó por convencerse de que era
único. Solo él había hecho lo que había
hecho y se sentía de aquel modo. Incluso
aquellos elegantes jóvenes de melena
larga estaban de acuerdo en que lo más
probable era que no fuese uno de ellos.
Las mujeres esperaban de él que les
hiciese el amor, y cuando no lo hacía
(nunca sabía explicarse a sí mismo por
qué) sentían que era culpa de ellas, no
de él. Nadie sospechaba que todas las
noches soñaba con un chico alto a la
orilla de un río. Pero cuanto más y más
envuelto se veía Jim en el mundo de
Leaper, más fascinado se sentía por
aquellas historias de aventuras amorosas
entre ellos. No podía imaginarse a sí
mismo haciendo las cosas que ellos
decían que hacían. Y sin embargo quería
conocerlas, aunque solo fuese por el
morboso deseo de descubrir por qué lo
que para él había resultado tan natural y
satisfactorio podía ser corrompido tan
profundamente por aquellas extrañas
criaturas femeninas.
En tal estado de indecisión fue Jim a
ver a Ronald Shaw y, lo que había
sospechado que ocurriría, ocurrió. Se
dejó seducir, impresionado por su fama
y belleza. El acto le resultó familiar,
solo que esta vez se comportó de modo
pasivo, con demasiada timidez para ser
el agresor. Con Bob había tomado la
iniciativa, pero aquella había sido una
ocasión diferente y más importante.
La aventura había comenzado. Shaw
estaba enamorado, o al menos hablaba
de amor y de cómo pasarían el resto de
sus vidas juntos («como aquellos dos
griegos de la antigüedad, ya sabes,
Aquiles y ese otro, que fueron amantes
tan famosos»). No es que el caso fuese a
recibir ninguna publicidad. Hollywood
era un lugar despiadado y habrían de ser
extremadamente discretos. Pero los que
estaban enterados del asunto los
venerarían como a una pareja
deslumbrante, dos jóvenes perfectos que
representaban
sus
sueños
de
adolescentes tras las paredes de estuco
de la casa de Mulholland Drive.
Aunque Jim se sentía halagado por
las demostraciones amorosas de Shaw,
el cuerpo de aquel hombre mayor que él
no lo excitaba. Jim tenía cierta extraña
aversión a tocar a un hombre maduro,
por apuesto que fuese. Aparentemente
solo le atraían los de su edad. Pero
cuando cerraba los ojos disfrutaba,
porque pensaba en Bob. De este modo
comenzó su «relación», como gustaban
de llamarlo los que se habían
psicoanalizado. Para Jim era una nueva
experiencia, aunque no del todo
agradable.
Su primera refriega con el mundo
tuvo lugar cuando le comunicó a Otto
Schilling que se marchaba. Schilling se
mostró sorprendido.
—No lo entiendo. No entiendo por
qué quieres irte. ¿Te pagan más en otro
sitio?
Jim asintió.
Schilling le clavó la mirada.
—¿En dónde? ¿Cómo?
Jim se sentía incómodo.
—Bueno, verá, Ronald Shaw, el
actor, y otros quieren que enseñe en sus
pistas de tenis, sabe, y les dije que lo
haría.
—¿Dónde vivirás?
Jim sentía cómo el sudor le corría
por las sienes.
—En casa de Shaw.
Schilling sacudió
la
cabeza
preocupado y Jim se arrepintió de no
haberle mentido. Todo el mundo sabía lo
de Shaw. Jim se sintió avergonzado.
—No pensé que tú fueses así —dijo
Schilling, despacio—. Lo siento por ti.
No hay nada malo en ver a alguien como
Ronald Shaw; ni siquiera hay nada
demasiado malo en ser como él; pero
ser un mantenido, ah, eso sí es malo.
Jim se secó el sudor de la frente.
—¿Hay algo que quiera que haga
antes de irme?
—No
—respondió
Schilling
fatigosamente—, dile al señor Kirkland
que te vas. Eso es todo —añadió sin
mirarlo.
Jim se fue temblando a su habitación
y comenzó a hacer la maleta. Leaper
entró.
—¡Felicidades! La suerte del
principiante; no hay nada mejor.
—¿De qué estás hablando? —le
espetó Jim, guardando su ropa con furia.
—Venga ya…, es la comidilla del
barrio: ¡te vas a vivir con Ronald Shaw!
¿Qué tal se lo monta?
—No lo sé —dijo Jim sintiendo que
su fachada de persona normal se
derrumbaba.
—¿Y qué vas a ser? ¿Su cocinero?
—Voy a enseñarle a jugar al tenis.
Esto sonaba estúpido incluso para
sus propios oídos. Leaper le hizo un
gesto de desprecio, pero Jim se aferró
cerrilmente a su historia, explicándole
que Shaw iba a pagarle cincuenta
dólares a la semana, lo cual era verdad.
—Invítame alguna vez —dijo Leaper
—, podríamos jugar dobles.
Jim le lanzó una mirada feroz. Sin
embargo, había algo que le sorprendía
de todo aquello: Leaper, incluso
creyendo que Jim era heterosexual, daba
por bueno que cualquier chico normal se
fuese a vivir con un actor famoso si se le
presentaba la oportunidad. En el mundo
de Leaper todos los hombres eran
prostitutos, y todos los prostitutos
bisexuales.
Shaw estaba junto a la piscina
cuando llegó Jim. La piscina era como
el ombligo de una terraza, con
vestuarios a cada lado en forma de
pabellones medievales. Shaw saludó a
Jim con la mano al verlo llegar.
—¿Has
roto
con
ellos
definitivamente? —dijo Shaw en tono de
burla.
—Del todo. Le dije a Schilling que
iba a enseñaros a ti y a otra gente a jugar
al tenis.
—¿Me mencionaste a mí?
—Sí. Ojalá no lo hubiese hecho. Lo
siento. Porque se dio cuenta de lo que
pasaba. No dijo gran cosa, pero me sentí
como una mierda.
Shaw suspiró.
—No sé cómo demonios saben tanto
sobre mí. Es la cosa más antipática.
Al
igual
que
todos
los
homosexuales, a Shaw le sorprendía que
los demás viesen a través de su máscara.
—Supongo que es porque hay mucha
gente que me envidia a rabiar.
Shaw parecía sentirse triste y
orgulloso de eso.
—Como todos me conocen y gano
mucho dinero, creen que debo ser
inmensamente feliz, lo cual les molesta,
además de no ser cierto. Tiene gracia,
¿no? Tengo todo lo que siempre he
deseado y no soy…, bueno, es una
sensación horrible no tener a nadie a
quien sentirse unido. He intentado
convencer a mi madre de que se viniese
a vivir conmigo, pero no quiere dejar
Baltimore. Así que aquí me tienes,
completamente solo, como dice la
canción. Al menos hasta ahora.
Le dedicó una gran sonrisa, y Jim se
la devolvió a pesar suyo. No podía
evitar pensar que aquel hombre lo tenía
todo y que si aún no había encontrado a
quien amar era sin duda culpa suya.
Jim se desabrochó la camisa. Hacía
calor y el sol era agradable. Se sentó
intentando no moverse y procurando no
meditar sobre la triste vida de Shaw.
Pero este se empeñó en seguir hablando.
—¿Sabes? No creo que jamás haya
conocido a nadie como tú, tan natural
y… bueno, sin doblez. Tampoco pensé
que podría conseguirte. No pareces ese
tipo de persona.
A Jim le agradó oír esto, y la fe en
su
propia
virilidad
quedó
momentáneamente restituida. Shaw
sonrió con una mueca:
—Pero me alegro de que las cosas
salieran como han salido.
—Yo también —dijo Jim, sonriendo.
—Odio a esos otros, esos apestosos
mariquitas —dijo Shaw levantando un
hombro con un gesto curiosamente
afeminado, mofándose con ese simple
gesto de toda aquella legión.
—Algunos no son tan malos.
—No te estoy hablando de ellos
como personas —dijo Shaw—. Me
refiero a ellos como pareja sexual. Si a
un hombre le gustan los hombres, quiere
un hombre, y si le gustan las mujeres,
quiere una mujer. Pero ¿quién quiere a
un tío raro que no es ninguna de las dos
cosas? Para mí es un misterio.
Shaw bostezó.
—Quizá debería ver a un psicólogo
—añadió.
—¿Para qué? —preguntó Jim.
Shaw estudió sus bíceps con
detenimiento. Su imagen era su medio de
vida.
—No sé. A veces… —No continuó
con este pensamiento y sus brazos se
relajaron—. Pandilla de fantasmas, del
primero al último, contándote historias
que uno se sabe de memoria. No, lo que
importa es ser duro. Tienes que ser duro
en este mundo. No hay sitio para los
débiles, como solía decirme mamá.
Tenía razón. Así es como he llegado a
donde he llegado, con agallas y sin
sentir compasión de mí mismo.
Jim estaba impresionado por la
dureza de sus palabras. También le
recordaron su propia situación.
—Eso está muy bien para ti, ser duro
y todo eso. Tienes talento. Sabes lo que
quieres. Pero ¿y yo qué? Soy
simplemente un jugador de tenis algo
superior a la media. ¿Qué hago
entonces? El ser duro no va a ayudarme
a jugar mejor.
Shaw lo miró, haciendo un claro
esfuerzo por reflexionar sobre su caso.
—Bueno, no sé qué decirte.
Sus hermosos ojos enfocaron otra
perspectiva:
—¿Te gustaría… esto… actuar en el
cine?
Jim se encogió de hombros.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Bueno, eso no es lo que yo
llamaría una ambición desmedida. Hay
que desear esto hasta el punto que te
haga daño.
Y Shaw volvió al monólogo que más
satisfacción le producía, la crónica de
su propio ascenso en el mundo, sin
ayuda de nadie más que de mamá.
Dentro de su egotismo Shaw estaba
satisfecho, y Jim en absoluto se tomaba
a mal el encontrarse en la periferia de
aquella autocomplacencia. Jim aceptaba
a Shaw completamente y sin reservas.
Al fin y al cabo, aquella aventura no era
más que un alto en el largo camino hacia
Bob.
Cuando Shaw hubo terminado su
himno al éxito, Jim dijo con una
admiración que tenía algo de sincera:
—Supongo que yo no valgo para
eso. No hay nada en este mundo que
desee con tanta fuerza.
Shaw acarició el oscuro vello de su
propio pecho.
—Podríamos encontrarte algo como
figurante. Más adelante… ¿quién sabe?
—Quién sabe —repitió Jim
levantándose indolentemente.
Shaw lo miraba con placer y
excitación.
—Ponte el bañador —le dijo, y
llevó a Jim al pabellón medieval.
IV
Transcurrieron dos tranquilos meses.
Jim disfrutaba de la gran mansión y de
sus
habitaciones,
que
parecían
decorados de cine. Cuando Shaw se
encontraba en los estudios, Jim jugaba al
tenis con amigos que querían conocer al
nuevo amante de Shaw y al mismo
tiempo mejorar su tenis. A Jim le
agradaba y le sorprendía comprobar que
se había convertido en el centro de
atención, al menos en este reducido
mundo, y el interés que despertaba
compensaba en parte la vergüenza que
había sentido ante Schilling. Disfrutaba
con las fiestas de Shaw, y pronto
demostró ser útil. Aprendió a tratar a los
borrachos, a preparar combinados y a
seguirle la corriente a Shaw si este
deseaba contar alguna anécdota. Le
causaba impresión aquella gente tan
elegante que bebía tanto y no paraba de
hablar de su vida sexual. Su chocante
candidez le escandalizaba y le atraía a
un tiempo. Se sentían seguros, al menos
tras los gruesos muros de la mansión de
Shaw.
Jim descubrió que no solamente era
Shaw una compañía agradable, sino que
se podía aprender mucho de él. Le
enseñó el mundo secreto de Hollywood,
en donde, según decían, toda la gente
importante era homosexual y los pocos
que no lo eran estaban siempre
vigilados. Un grupo de mujeres actuaba
como escolta de aquella hermosa legión,
y a menudo eran solicitadas como
acompañantes ante el gran público. Se
las conocía como «barbudas», pero no
siempre eran de fiar. En cierta ocasión
una de ellas bebió demasiado e intentó
ponerse tierna con Shaw, y cuando este
la empujó lejos de él se puso a insultar a
todos los presentes. Se la llevaron y
nunca nadie volvió a saber de ella.
Con fines publicitarios, Shaw
aparecía con cierta frecuencia por las
salas de fiestas en compañía femenina, a
menudo actrices camino de la fama.
Lo hacía para agradar al jefe de los
estudios, un inquieto hombre de
negocios cuya pesadilla era que el
escándalo pudiese acabar con la carrera
de su propiedad más rentable.
A Jim le gustaba Shaw, aunque nunca
le creía cuando por la noche le decía
cuánto lo amaba. En primer lugar, aquel
discurso le salía con tanta facilidad que
hasta el inexperto Jim se daba cuenta de
que el actor estaba haciendo su papel.
Tampoco le importaba. No sentía amor
por Shaw ni pretendía sentirlo. La idea
de enamorarse de un hombre era para él
ridícula y antinatural; en todo caso, un
hombre podría encontrar su alma
gemela, como ocurrió con Bob, pero
aquello era poco corriente y además era
otra historia.
Shaw llevó a Jim a conocer los
estudios. Por lo general jamás se
dejaban ver juntos en público, pero
aquel día Shaw consideró que ya era
hora de que Jim lo viese trabajar.
Los estudios ocupaban un espacio
inmenso
de
blancos
escenarios
semejantes a monumentales garajes. Al
cruzar las puertas de los estudios en su
coche,
Shaw
fue
saludado
respetuosamente por el guarda, y una
manada de chicas se pusieron a chillar
pidiéndole un autógrafo.
Tras la valla había un mundo
diferente, poblado por figurantes en
trajes de época, ejecutivos, técnicos,
obreros. Se estaban produciendo veinte
películas simultáneamente. Aquí era lo
único que importaba del mundo.
Aparcaron frente a un búngalo
cubierto de hibiscos.
—Mi camerino —dijo Shaw
comenzando a ponerse muy profesional.
En el interior, un hombre calvo estaba
tumbado en un sofá.
—Chico, llegas tarde. Llevo aquí
una hora, como quedamos. Ya me he
leído el Variety, el Repórter e incluso el
guión.
—Lo siento, Cy.
Shaw presentó a Jim al hombre del
sofá.
—Cy está dirigiendo la película.
—Si eso es lo que llamas a lo que
hago en este miserable lugar —se quejó
Cy—. ¿Para qué dejaría Nueva York?
¿Por qué no me quedaría con el Group
Theater?
—Porque no te querían allí, pequeño
—respondió Shaw con una sonrisita
mientras se quitaba la chaqueta.
—Ahí lo tienes, gramo por gramo el
peor actor de toda América. Todo lo que
tiene es esa adorable sonrisa y esa
obscenidad de pectorales.
—¿Estás celoso, pequeño? —dijo
Shaw mientras se quedaba en
calzoncillos y tensaba sus famosos
pectorales.
Cy soltó un gruñido y puso cara de
asco cerrando los ojos.
—¡No puedo soportarlo! Ponte ese
disfraz de una vez, que los
maquilladores llevan esperándote desde
las siete —dijo mostrándole la puerta.
Shaw pasó a la habitación de al lado
dejándola entreabierta.
—Bueno, ¿cuál es la agenda para
hoy?
—Una nueva escena. Los guionistas
han estado dándole toda la noche. Han
escrito esta estupenda escena sobre un
menú del Cotton Club. Te encantará.
—¿Salgo en plan supervaliente?
—Pues claro que sí. Te han puesto
cara de duro, un esfínter apretado…,
todo.
—¿Un qué apretado?
—Te diré algo. Si alguna vez
educasen a uno de vosotros, pedazos de
brutos, se acabaría el sueño americano.
—¿Estás de acuerdo, chico? —Cy
clavó su mirada sobre Jim.
—Desde luego —dijo este.
—Desde luego —gesticuló Cy
imitándolo—, ¿para qué estoy yo aquí?
—preguntó al techo.
—Para ganar mil quinientos a la
semana —respondió Shaw desde la
habitación contigua—, lo cual no es
nada para un buen director, pero para
ti…
—¿Es esta mi recompensa por venir
a intentar ayudarte con la nueva y vital
escena de modo que cuando te enfrentes
a la cámara sepas lo que estás haciendo?
Sí, esta es mi recompensa, y te
atropellarás como siempre, y otro éxito
de
taquilla
caerá
sobre
los
desaprensivos espectadores americanos.
Supongo que tú también quieres ser
actor… —dijo clavando la mirada de
nuevo en Jim.
—Bueno…
—¡Bueno…, claro! En qué otro
lugar del mundo puede hacerse rico y
famoso un tipo sin talento ni cerebro
solo porque…
Shaw hizo su entrada vestido como
un personaje del siglo dieciocho.
—Solo porque soy un símbolo
sexual. Mira qué piernas tengo, y dime
si no se te cae la baba.
Shaw se dio palmaditas en el muslo
con evidente afecto.
—Esto es lo que quieren ver en la
oscuridad del cine, y yo lo tengo.
—Quédatelo, por favor.
Jim nunca había visto a un actor
maquillado y disfrazado. Se sentía
impresionado
por
aquella
transformación. Este no era el hombre
que él conocía, sino otra persona, un
extraño encantador. Como de costumbre,
Shaw se percató del efecto que causaba.
Sonrió a Jim con complicidad.
—¿Qué clase de película es? —le
preguntó este.
—Mierda —respondió Cy entre
dientes.
—Popular —corrigió Shaw—.
Ingresará cuatro millones solo a nivel
nacional. Es una versión de una novela
francesa de Dumas fils —añadió con
entonación histriónica muy apropiada
para informar a los entrevistadores en
los supermercados.
—Dumas fils era el Shaw de su
tiempo, que Dios lo ampare —dijo Cy
poniéndose en pie—. Así que vamos al
plato. La Zorra Divina nos está
esperando.
Shaw le explicó a Jim que la Zorra
Divina era su partenaire, una famosa
actriz cuya presencia en cualquier
película garantizaba el éxito. La
combinación de Shaw y esta dama era
una mezcla explosiva.
—¿Estará con resaca? —preguntó
Shaw saliendo a la calle.
—Al amanecer tenía los ojos como
dos rubíes —respondió Cy—, y su
aliento era como un viento de verano
sobre los Jersey Flats.
Shaw hizo una mueca de disgusto.
—¿Hay alguna escena de amor?
—Algo parecido. Aquí lo tienes,
recién salido del menú del Cotton Club.
Te va a encantar.
De camino a los estudios, Shaw leyó
con atención las dos páginas que Cy le
había entregado. Jim vio que todas
aquellas
personas
fantásticamente
ataviadas y que abarrotaban el plato
miraban a Shaw con envidia, y Jim se
sintió indirectamente orgulloso de ello.
Al llegar al escenario, Shaw le devolvió
el guión a Cy.
—Ya lo tengo —dijo Shaw.
—Querrás decir que ya te lo has
aprendido, que no es tenerlo
exactamente.
—Soy el más rápido en este
negocio. Tengo una memoria fotográfica
y puedo ver la página en mi cabeza
cuando estoy actuando —dijo Shaw a
Jim.
—Y eso es lo que comunica —dijo
Cy mofándose—. Te da hasta las faltas
mecanográficas.
Recuerda
cuando
dijiste: «Pero ¿dónde está tu madiro?».
—Corta el rollo —dijo Shaw. Y
toda aquella chacota se desvaneció
cuando Shaw puso un pie en el
escenario, en donde él era el rey.
La Zorra Divina estaba hermosísima,
apoyada sobre una tabla inclinada para
no aplastar su sobrecargado vestido. Al
ver a Shaw le gritó con su famosa voz
ronca:
—¡Qué pasa, Butch!
—¿Te has aprendido ya la nueva
escena? —replicó Shaw secamente.
—Es aún peor que la vieja —
respondió ella.
—Tiempo para los Oscars —dijo
Shaw.
—¿Para los Oscars? Tendremos
suerte de no acabar en la radio cuando
este fiasco salga a la calle.
Y arrojó el guión al suelo.
Cy fue hacia ellos.
—¿Listos, chicos?
Lo siguieron obedientemente hasta el
centro del escenario. Les dio
instrucciones en voz baja, al estilo de un
árbitro de boxeo antes del combate. Una
vez que estuvieron de acuerdo, Cy gritó:
—¡A vuestros sitios!
Los figurantes se colocaron en sus
puestos, algunos charlando en grupos de
tres o cuatro, otros listos para
desplazarse de un grupo a otro cuando la
acción comenzase. Sonó un timbre y Cy
gritó:
—¡A moverse, niños! ¡En marcha!
Se hizo el silencio. Cuando la
cámara fue hacia la protagonista, ella se
volvió sonriendo, y al ver a Shaw a su
izquierda adoptó una expresión de
sorpresa.
—¿Para qué has venido? —dijo con
voz clara y poniendo énfasis en aquella
pregunta vital.
—Sabías que vendría.
La voz de Shaw resonó cálidamente.
Jim casi ni la podía reconocer.
—Pero… mi marido…
—Ya me he ocupado de él. Coge tu
capa. ¡Rápido! Debemos salir esta
noche hacia Calais.
—¡Corten! —chilló Cy.
El ruido volvió a llenar la nave.
—Hagamos otra prueba. Shaw,
acuérdate de mantener bajo el hombro
izquierdo cuando te estén enfocando.
Querida, trata de mostrar sorpresa
cuando lo veas. Después de todo, tú
crees que tu marido lo tiene encerrado.
Vale, vamos allá.
Jim vio cómo ensayaban la escena
durante varias horas. Cuando terminó el
día se le habían quitado las ganas de ser
actor.
V
Llegó diciembre, y a Jim le resultó
difícil creer que ya era invierno, pues
continuaba luciendo el sol y los árboles
seguían verdes. Y podía jugar al tenis a
diario. Comenzó a ganar dinero y a
adquirir una buena reputación como
monitor. Cuando un fotógrafo vino a
sacar fotos de la casa de Shaw, también
le sacó a Jim. Estas fotos fueron
publicadas en una revista de cine. Como
resultado de ello, Jim recibió numerosas
ofertas para dar clases, que aceptó.
Rechazó de plano cualquier otro tipo de
oferta.
Aunque a Shaw no le importaba que
ganase dinero, no le gustaba que Jim
saliese de casa. Un día en que Jim no
regresó hasta después de la cena, Shaw
le echó en cara su ingratitud y su falta de
consideración. Se gritaron el uno al otro
y Jim subió a su cuarto, airado por verse
tratado como un objeto propiedad de
Shaw. Lo peor fue cuando Shaw entró en
su habitación para disculparse y para
hacer el amor y decirle a Jim lo grande
que era el amor que le reservaba pero
qué deprimente era saber que un
sentimiento tan profundo como el suyo
jamás sería correspondido. Jim no pudo
evitar pensar en que quizá Shaw tenía
mucho menos que dar de lo que él
mismo sospechaba.
Mientras Jim permanecía inmóvil en
la oscuridad con su brazo bajo la cabeza
de Shaw, se preguntaba si no debería al
menos hablar claro y decirle que
deseaba ser libre para ir donde quisiera
sin necesidad de dar excusas a un
amante del que no estaba enamorado.
Shaw adivinó su estado de ánimo.
—Siento estar tan celoso, Jimmy,
pero no puedo soportar que estés con
alguien más. Dependo mucho de ti
cuando me encuentro cansado y quiero
escapar de todos esos pelotas. Tú eres
diferente al resto. De veras. Cómo me
gustaría terminar con toda esta
superchería cualquiera de estos días.
Dejar esta ciudad de farsantes y
largarme al campo y comprarme una
finca quizá. Luego mamá podría venirse
a vivir con nosotros. Claro que
tendríamos que tener cuidado con ella
por allí, pero nos arreglaríamos. Sí, eso
me gustaría mucho. ¿Y a ti?
Jim se sentía incómodo, y el brazo
se le estaba quedando dormido bajo la
cabeza de Shaw; apretó el puño para
intentar restablecer la circulación.
—No sé, Ronnie. No sé si me
gustaría establecerme aún.
—Oh —suspiró Shaw con amargura
teatral—. Realmente te trae sin cuidado,
¿verdad? Siempre es lo mismo: hacia
arriba y hacia delante. Putas del mundo,
uníos. Gracias a mí ahora te puedes
ganar la vida dando clases de tenis, si es
eso lo que son. No soy nada para ti.
Shaw se fue hacia el otro lado de la
cama, y Jim se sintió aliviado al sentir
que la sangre le corría de nuevo por el
brazo.
—Eso no es cierto, Ronnie. Me
gustas mucho, pero no he tenido gran
experiencia en esta clase de cosas. Aún
estoy muy verde —nunca le había
hablado de Bob— y no creo que estés
siendo justo conmigo. No puedes
esperar que te entregue toda mi vida y
que después encuentres a otro que te
guste más que yo. ¿Qué sería de mí
entonces?
—¿Qué harías si me dejases? —
preguntó Shaw con voz ausente.
—Me gustaría montar una escuela de
tenis, no sé. Estoy ahorrando.
Jim se dio cuenta de que había
hablado demasiado; no quería que Shaw
se enterase de que estaba ahorrando a
conciencia; ya tenía tres mil dólares.
—¿No estarás pensando en serio en
irte?
—No hasta que tú quieras que me
vaya —contestó Jim intentando reparar
su error.
El día de Navidad, después del
desayuno, Shaw telefoneó a su madre y
habló con ella durante media hora, sin
importarle el coste. Luego colocó los
regalos junto al árbol. Para Jim, una
magnífica raqueta australiana. La
comida fue a la una, el momento cumbre
del día.
Shaw había invitado a una docena de
viejos amigos, hombres sin familia que
no tenían adonde ir en Navidad. Jim los
conocía a todos excepto a uno, un
hombre joven de cabello claro que
hablaba animadamente con Cy. A través
de la ventana, Jim vislumbró una
palmera. No, no era realmente Navidad,
pensó mientras saludaba a Cy, que
parecía un visir persa de una de sus
películas. Borracho y alegre, le presentó
al hombre de cabello claro.
—Jim Willard; este es el gran Paul
Sullivan.
Se estrecharon la mano y Jim se
preguntó por qué era grande Paul
Sullivan. Luego se disculpó y fue a
ayudar a Shaw a servir el ponche. Shaw
tenía la cara congestionada; estaba de
buen humor.
—Una fiesta estupenda, ¿eh, Jimmy?
Jim asintió.
—¿Quién es ese Sullivan? ¿Debería
conocerlo?
Shaw solía poner especial atención
en que Jim supiese quién era quién y a
qué se dedicaba, con el fin de que
pudiese darles el trato adecuado. Era el
procedimiento normal en Hollywood. En
la jerarquía del dinero, cada hombre era
tratado con la deferencia que este le
otorgaba.
—Es escritor; escribe libros. Vino
aquí para trabajar con Cy en una
película. Es uno de esos intelectuales, lo
cual quiere decir que es un plasta, y
siempre está echando pestes sobre
Hollywood. Estos tipos cogen el dinero
de nuestra industria y después se quejan.
Es típico de su clase.
Shaw cortó el pavo durante la
comida. Se sirvió champán. Los
invitados estaban contentos. A Jim la
conversación de estos personajes le
resultaba muy amena, aunque no
prestaba demasiada atención; hablaban
casi exclusivamente de cine: quién había
sido contratado para qué película y por
qué.
A su lado estaba sentado Sullivan.
Era un hombre callado de ojos oscuros y
nariz ligeramente respingona. Tenía la
boca demasiado grande y las orejas
también. Pero era atractivo.
—Es usted escritor, ¿verdad? —
preguntó Jim respetuosamente, tratando
de causarle una buena impresión.
Sullivan asintió.
—He venido aquí para trabajar en
una película, pero…
Su voz era débil y aniñada. Dejó la
frase a medio terminar deliberadamente.
—¿No le gusta trabajar para el cine?
Sullivan miró a Cy, sentado frente a
él.
—No —dijo en voz baja—, no me
gusta en absoluto. ¿Estás en el negocio?
Jim negó con la cabeza.
—Escribe libros, ¿verdad?
Sullivan asintió.
—¿Novelas?
—Novelas, poesía. No creo que
hayas leído ninguna de ellas —dijo con
tristeza, sin petulancia.
—No creo. No encuentro tiempo
para leer.
—¿Y quién lo encuentra en esta
maldita ciudad?
—Supongo que les gusta su trabajo
—dijo Jim con incertidumbre—. Casi
todo en lo que piensan es en películas.
—Ya lo sé.
Sullivan dio cuenta de una rama de
apio y Jim lo observó, preguntándose si
le caía bien. Casi toda la gente que
venía a ver a Shaw parecía igual.
Decían lo que pensaban de todo, incluso
de ellos mismos, y normalmente se
gustaban a sí mismos más de lo que
gustaban a los demás. Su inclinación
sexual era evidente. Sullivan, en
cambio, parecía perfectamente normal.
—¿Eres del este? —preguntó Jim.
—Sí, de New Hampshire, pero vivo
en Nueva York.
Sullivan le hizo numerosas preguntas
a Jim, y este respondió a casi todas ellas
con franqueza. Fue algo así como un
interrogatorio. Jim nunca había conocido
a nadie que hiciese tantas preguntas.
Cuando sirvieron el postre Jim le había
contado a Sullivan casi toda su vida. En
cuanto a Sullivan, tenía veintiocho años
(para Jim eso era ser viejo), se había
casado una vez y se había divorciado,
algo que explicaba por qué no era como
la mayoría de los jóvenes sensibles que
visitaban a Shaw. Jim se alegró en su
interior.
Acabada la comida, los invitados
fueron al salón. Como de costumbre,
varias
personas
se
congregaron
alrededor de Shaw. Sullivan se sentó a
solas junto a una ventana, sus grandes
manos jugueteando con una caja de
cerillas de plata. Jim se sentó a su lado.
—Bonito lugar —dijo Sullivan.
—¿Se refiere a esta casa o…?
—Todo. Es idílico. Como ir al cielo
antes de que te toque. Un clima perfecto,
un
paisaje
excepcional,
casas
fantásticas.
Y cuerpos bronceados de gente
guapa con dientes blanquísimos y
cabezas huecas.
—¿Como yo?
—Sí. ¡No! —rio Sullivan. De pronto
se había convertido en un chiquillo, y
Jim se sintió atrapado por él.
—Como nuestro anfitrión —dijo
Sullivan—. Lo siento, no debí haber
dicho eso. Vives con él, ¿no?
—Sí.
—Entonces debe de ser un buen tipo.
—Lo es —dijo Jim, consciente de
que debería decir algo más, pero
incapaz de hacerlo.
—¿Además das clases de tenis?
—Así es como me gano la vida.
Jim procuró no parecer un
mantenido. Pero era inútil. Su situación
resultaba evidente.
—¿Qué te gustaría llegar a hacer?
—Establecerme como monitor.
Comprar algunas pistas. Pero hace falta
dinero para eso.
—Y aparte de eso, ¿sabes lo que
quieres?
—No, no lo sé —dijo Jim.
—Ni yo —sonrió Sullivan, y a Jim
le recordó a Bob.
Se levantó para marcharse.
—¿Te gustaría jugar al tenis algún
día? —preguntó Jim con atrevimiento.
Concertaron la fecha y Sullivan se fue.
Entonces Jim se dio cuenta de que Shaw
había estado vigilándolos.
Capítulo 5
I
Jim y Sullivan se veían todos los
días a espaldas de Shaw, quien
sospechaba algo pero no estaba seguro
de lo que ocurría. Los amantes se
encontraban en el hotel de Sullivan a
mediodía, que era el único momento en
que este podía abandonar los estudios.
Jim, que solía ser el primero en llegar
después de sus clases de tenis, iba
directamente a la habitación y se lavaba.
Luego se tumbaba sobre la cama a
esperar a Sullivan, con el corazón
palpitándole, sorprendido de sentirse
excitado no solo por su relación sexual
con Sullivan, sino por su persona. Le
intrigaba que jamás hablase de aquella
aventura que mantenían, echando así por
tierra su teoría de que todos los
homosexuales hablaban sin parar del
amor, como Shaw. Aquella reticencia
resultó un alivio mientras duró. Pero al
final las palabras se hicieron necesarias.
El contrato de Sullivan con los estudios
tocaba a su fin y pronto se iría de
California. Eso quería decir que
deberían llegar a un entendimiento entre
ellos antes de que pudiesen forjar
planes, si es que se iban a forjar tales
planes.
—¿Cuántas veces has hecho esto? —
preguntó Sullivan bruscamente. Jim
dudó un instante antes de decirle la
verdad.
—Tres veces. Tres personas
diferentes.
—Lo suponía —dijo Sullivan
asintiendo.
—¿Cómo debo tomar eso? ¿Cómo un
halago o cómo un insulto?
—Es simplemente que no has
seguido la regla general. Lo supe desde
el primer momento. Y a Shaw le ocurrió
lo mismo. Supongo que por eso quería
que vivieses con él.
Era la primera vez que Sullivan
mencionaba a Shaw.
—¿Y se puede saber cuál es la regla
general?
Sullivan miraba el techo tumbado
sobre la cama.
—Comienza en el colegio. Eres algo
diferente a los demás, no mucho. A
veces eres tímido y algo frágil, o quizá
demasiado precoz, demasiado guapo, un
deportista enamorado de sí mismo.
Entonces comienzas a tener sueños
eróticos sobre otro chico y llegas a
hacerte su amigo, y si él es lo
suficientemente ambiguo y tú lo
suficientemente lanzado, os lo pasáis de
maravilla experimentando el uno con el
otro. Y así comienza todo. Después
conoces a otro chico, y otro y otro, y
según vas creciendo, si tienes una
personalidad dominante, te conviertes en
un cazador. Si eres pasivo, te conviertes
en una esposa. Si tu afeminamiento es
evidente, puede que te unas a un grupo
de otros como tú y que aceptes ser
clasificado y reconocido. Hay una
docena de tipos diferentes y muchas
variaciones, pero el principio suele ser
el mismo: ser diferente a los demás.
—Yo soy bastante corriente —dijo
Jim, casi creyendo en lo que decía.
—¿Tú crees? Quizá. De todos
modos empezaste tarde y no creo que te
hayas involucrado demasiado. No creo
que puedas llegar a amar a un hombre.
Así que espero que encuentres a la
mujer adecuada. —Sullivan se detuvo.
Jim no contestó. No le había contado
a Sullivan lo de Bob y, sin embargo,
Sullivan le había hecho ver que era
como los demás, con pocas variaciones
sobre la regla general. Con el
autoconocimiento llegó el miedo. Si
realmente era como los demás, ¿qué
clase de futuro le aguardaba? ¿Un
interminable vagar de un lado para otro,
promiscuidad, fracaso? No era posible.
Él era diferente. Bob era diferente. Al
fin y al cabo, ¿no había sido capaz de
engañar a todo el mundo, incluso a los
que eran como él, incluso a Sullivan?
Enterró aquella revelación no deseada
en la parte de su cerebro en la que los
recuerdos
desagradables
eran
desechados, y habiendo arrojado esta
verdad fuera de su conciencia se dio
cuenta de que se sentía herido por algo
que Sullivan le había dicho. ¿Era cierto
que carecía de sentimientos en sus
relaciones? Puede que con Shaw y
Sullivan fuese así, pero no con Bob.
Nadie pudo haberse sentido tan
desesperado y solo como él cuando Bob
se fue. Sí, era perfectamente capaz de
amar, al menos a alguien que pudiese
convertirse en su hermano. Y aunque
difícilmente podría ser Sullivan ese
ansiado gemelo, al menos poseía más
sabiduría que Shaw y era menos
exigente, y Jim se sentía cómodo con él,
e incluso le tenía afecto, aunque sin
llegar al enamoramiento.
—Creo que tienes muy mala suerte
—dijo Sullivan tumbándose boca abajo
—, atraes a todo el mundo, pero no
puedes hacer nada por evitarlo. Quizá
algún día encuentres alguna mujer que te
vaya, pero nunca un hombre. No eres
como el resto de nosotros, que buscamos
un espejo. En cierto modo es
emocionante, pero también es triste.
—No sé lo que quieres decir —dijo
Jim, que sabía exactamente lo que quería
decir, pero prefirió guardar su secreto:
el recuerdo de una cabaña junto al río.
Algún día volvería a vivir todo aquello,
y el círculo de su vida estaría completo.
Mientras tanto aprendería lo que era el
mundo y buscaría su propia satisfacción,
ocultando escrupulosamente su secreto
ante aquellos que deseaban lograr que él
los amase.
Llegó febrero. El contrato de
Sullivan no fue renovado. Unos días más
tarde se dio la coincidencia de que
Shaw tenía un nuevo muchacho. Jim
trató de evitar la obligada escena de la
separación, pero Shaw había esperado
durante dos meses ese momento, de
modo que la representó hasta el final.
Sabiendo lo que se le venía encima,
Jim hizo las maletas por la mañana e
intentó marcharse, pero Shaw insistió en
que celebrasen «la última cena», con
Jim en el papel de Judas. Así que Jim
accedió.
Shaw permaneció callado durante
casi toda la cena, con su corona de
espinas pesándole sobre las cejas. No
dijo nada hasta que llegaron al café.
Habló en voz baja, con pena más que
con rabia.
—Supongo que tú y Sullivan os iréis
de la ciudad.
Jim asintió, y Shaw sonrió
dulcemente.
—Es una verdadera pena, Jim.
Realmente contaba contigo. Realmente
creí que este era el auténtico, el grande,
el que duraría. En cierto modo soy un
ingenuo. Creí que tú eras diferente, y no
lo eras. No es que te culpe —se
apresuró a decir, ansioso por no parecer
injusto—. Sé que es duro vivir con
alguien como yo, con todo el mundo
tratando de separarnos. Sé, Dios lo
sabe, cuáles son las tentaciones en estos
casos. Solo una persona verdaderamente
fuerte lo resistiría, alguien con un
carácter muy fuerte, o alguien
enamorado. Tú no eras ninguna de las
dos cosas. No es que fuese culpa tuya,
no te lo echo en cara. ¿Cómo podría?
Como no deseaba ser interrumpido,
Shaw se cuidaba de ofrecer las dos
caras del asunto según iba exponiendo
su idea.
—Al fin y al cabo, el amor es algo
que pocas personas son capaces de
sentir. Tú eras demasiado joven, y yo
debí darme cuenta de ello. Tú solo
puedes amarte a ti mismo, y ahora que
has sacado lo mejor de nuestra relación
estás listo para irte con ese escritor, ese
inadaptado que es tan incapaz como tú
de sentir algo. Sí, he oído un montón de
cosas
sobre
Sullivan
—dijo
misteriosamente—. No te podrías creer
las cosas que he oído, claro está.
Deberás descubrirlas por ti mismo. Te
digo todo esto porque aún te aprecio
mucho, a pesar de lo que me has hecho,
y para demostrarte que no te guardo
rencor. En realidad me alegro, ya que he
conocido a Peter, quien se va a venir a
vivir conmigo.
Hizo una pausa, listo para escuchar
la defensa de Jim. Pero este no dijo
nada.
Simplemente
le
miraba
educadamente, preguntándose cuándo
podría irse en paz.
Decepcionado, Shaw trató de
caminar sobre las aguas.
—Estoy seguro de que Peter será
capaz de corresponderme con su afecto.
Al menos eso espero. Mi mala suerte ha
de acabar algún día. Oh, me molesta que
parezca que te estoy acusando, Jim; no
lo hago. Sé lo difícil que debe de haber
sido para ti. Nunca te importé realmente,
y al menos fuiste sincero. Nunca dijiste
que te importase. Pero como tampoco
dijiste nunca lo contrario me hice
ilusiones, e incluso a veces llegué a
creer que yo significaba algo para ti. Es
ahora que tengo a Peter a mi lado
cuando puedo reflexionar sobre lo que
hubo entre nosotros de un modo
objetivo, y con total discernimiento.
Ahora veo que no eras
lo
suficientemente maduro y probablemente
sea culpa mía, por intentar lograr lo
imposible.
Jim reconoció esta última frase. Era
de una de sus recientes películas. Las
frases de los guiones solían colarse en
su conversación.
—Espero
—continuó
Shaw
ofreciendo la otra mejilla— que
comprendas estas cosas sobre tu
carácter antes de que hieras a Sullivan
también. Admito que a mí me has hecho
daño, mucho daño, pero no te lo tengo
en cuenta. Y es esta virtud mía la que no
encontrarás en nadie jamás. Siempre
perdono. ¿Lo hará Sullivan?
Jim simuló estar interesado en esta
nueva pregunta, que sabía sería
respondida acto seguido. Así fue.
—Verás. Paul Sullivan es una
persona poco común. No hay duda sobre
eso. Lo llamaron por el esnobismo que
pudiese aportar, o eso creían ellos. Es
un intelectual, y supongo que en
Greenwich Village los izquierdistas lo
tendrán por algo maravilloso, aunque
nunca haya escrito un best seller o nada
que alguien haya leído. Yo por lo menos
no. Aunque también es verdad que no me
queda mucho tiempo para leer, pero al
menos he leído todos los clásicos:
Walter Scott, Dumas, Margaret Mitchell,
todos esos, y ellos sí que eran
populares…
Se detuvo, consciente de que estaba
dándole demasiada trascendencia a lo
popular.
—De todas formas, lo que importa
no es que sea o no un buen escritor, sino
que tenga capacidad para sentir, la
madurez para no tener en cuenta tus
imperfecciones. Tengo entendido que fue
bastante cruel con cierto chico. Pero
estoy seguro de que tú tendrás más
suerte. Quiero que seas feliz, de veras.
La radiante sonrisa de Shaw casi
logró encubrir el odio que había en su
mirada.
Se oyó un ruido en el salón, y un
muchacho moreno apareció en el umbral
de la puerta.
Shaw resucitó de entre los muertos.
—Entra, Peter, y tómate un café. Jim
ya se iba.
II
Sullivan fue la primera persona que
conoció Jim que encontraba un placer
siniestro en su propio dolor. Estaba
obsesionado por el fracaso, tanto en su
vida privada como profesional, y era
incapaz de desahogarse con escenas
como la de Shaw, así que su única
válvula de escape era escribir. Pero
incluso en su trabajo era tan puntilloso e
inhibido que todo lo que podía
comunicar era una ligera amargura, una
rabia casual contra un mundo que en
conjunto lo había tratado bien. Tuvo una
familia cariñosa en extremo, hasta que
abandonó el catolicismo a los dieciséis
años. Esto lo enfrentó a los suyos, pero
él no cedió. Incluso el sacerdote de la
familia lo dejó por imposible,
completamente perplejo por esta
inesperada apostasía. Nadie sospechó
que abandonaba la Iglesia a causa de su
homosexualidad. Trató de arrojar de sí
ese espíritu antinatural durante mucho
tiempo, exigiéndole airadamente a Dios
que lo librase de tan horrible
inclinación. Rezaba continuamente, pero
Dios le falló, y entonces se apoyó en
Satanás. Estudió brujería, celebró una
misa negra, trató de vender su alma al
diablo a cambio de que lo librase de la
lujuria. Pero al diablo no le fue útil
tampoco, así que Paul Sullivan
abandonó toda religión.
Durante cierto tiempo, Paul fue feliz.
Al menos mediante ese acto se demostró
a sí mismo que podía ser libre. Pero su
felicidad no duró mucho. Se enamoró de
un deportista del colegio y pasaron
meses hasta que reunió el valor para
hablarle. Hasta que lo hizo se tuvo que
conformar con sentarse cerca de él en
clase, verlo jugar al fútbol y esperar.
Una tarde en que todos se habían ido ya
a sus casas se encontraron frente al
colegio. El otro habló primero, y todo
vino rodado. A pesar de que Paul era
delgado y tímido, siempre había sido
aceptado como uno más del grupo. Era
admirado porque leía mucho, por lo que
un deportista no perdería categoría por
ser su amigo. Y así comenzó todo. Juntos
exploraron el sexo y Paul fue tan feliz
como jamás podría volver a serlo.
Incluso se alegró de que el cielo y el
infierno lo hubiesen abandonado.
Pero al año siguiente todo cambió.
Al deportista le gustaban las chicas, y a
ellas les gustaba él, de modo que olvidó
a Paul, lo cual causó un gran sufrimiento
a este. Se volvió más tímido, más
indiferente. No tenía amigos. Sus padres
se preocuparon por él. Su madre estaba
segura de que aquella infelicidad era
fruto de su rechazo a Dios y la Iglesia.
Él dejó que ella lo creyese, incapaz de
confesarle qué era lo que lo separaba de
los demás y le hacía sentirse
siniestramente superior al resto del
mundo heterosexual, aunque solo fuese
porque él poseía un secreto que los
demás no podían adivinar y una visión
de la vida de la que ellos carecían. Pero
al mismo tiempo se odiaba a sí mismo
por necesitar el cuerpo de otro hombre
para sentirse completo.
A las mujeres les gustaba Paul, en
especial a las mayores, que eran
amables con él, y como consecuencia
Paul aprendió bastante acerca de estas
en una época en la que sus compañeros
estaban descubriendo únicamente cómo
eran los cuerpos de las jovencitas. Pero
este conocimiento tenía su precio.
Imperceptiblemente, sus acompañantes
comenzaron a suponer que aquella
intimidad verbal podría conducir a algo
más. Cuando eso ocurrió, la huida fue la
solución.
A los diecisiete, Paul entró en
Harvard. Por primera vez en su vida se
vio rodeado de un entorno tolerante.
Pronto hizo amigos, todos los cuales
aspiraban a ser escritores. Alentado por
ellos, se concentró en la literatura.
Cuando su padre sugirió que podría
matricularse en Administración de
Empresas su reacción fue tan violenta
que nunca más se volvió a hablar de
ello.
Paul escribió su primera novela en
la universidad. Trataba de un joven que
deseaba ser novelista (Thomas Wolfe
estaba de moda ese año). La novela fue
rechazada por los editores que la
leyeron. También escribió poemas y
algunos fueron publicados en revistas de
poca monta. Convencido de que era un
poeta,
abandonó
Harvard
sin
licenciarse, marchó a Nueva York,
rompió todo tipo de comunicación con
su familia, trabajó en cualquier cosa y
escribió otra novela sobre un joven
amargado que trabajaba en cualquier
cosa en Nueva York. La prosa de la obra
era tosca; la política, marxista; su
rechazo al catolicismo, auténtico. Fue
publicada y consiguió cierta reputación
como joven que prometía y que vivía en
Nueva York con otros jóvenes que
prometían.
Cierto día, rebelándose contra su
propia naturaleza, se casó con una chica
de su edad. El matrimonio no fue
consumado. Le repugnaba el cuerpo de
las mujeres. Le gustaban sus rostros,
pero no sus cuerpos. Recordaba cómo
de niño vio a su madre desnudarse y el
horror que le produjo aquel cuerpo
flácido. A partir de entonces asoció a
todas las mujeres con su madre,
convirtiéndose no solo en tabú, sino en
algo antiestético. Su mujer lo abandonó
y el matrimonio fue anulado.
Paul tuvo numerosas aventuras,
algunas como desahogo físico, otras por
aburrimiento, unas cuantas por amor o lo
que él creía era amor. Todas acabaron
mal y nunca supo por qué exactamente.
Claro que aquellos hombres eran
normalmente simples tipos atléticos
bisexuales que preferían la seguridad de
una familia a los arriesgados placeres
homosexuales, de modo que terminó
yendo a esos bares en los que siempre
podría encontrar un muchacho dispuesto
a pasar la noche con él, como si
dijésemos,
a
sangre
fría,
insensiblemente, alguien que le hiciese
el daño al que ya estaba acostumbrado y
que secretamente necesitaba. Vivía solo
y veía a muy poca gente. Viajaba mucho
y escribía novelas. Ponía todo su ser en
ellas, pero aun así el resultado era
decepcionante. Sus libros recibían
buenas críticas, pero no entusiastas.
Hizo suficiente dinero como para vivir,
pero no era un autor de éxito.
Despreciaba sinceramente las malas
novelas que se vendían bien y, sin
embargo, envidiaba a sus autores,
condenados por la crítica pero ricos. No
obstante continuó escribiendo. No había
otra cosa que hacer, ninguna otra vida
para él más que aquella alternativa de
poner palabras sobre el papel.
Con
los
años
se
abrió
voluntariamente al sufrimiento y esto lo
satisfizo; incluso se hizo más fuerte.
Pero su amargura nunca lo abandonó, y
en su interior seguía siendo el mismo
muchacho rebelde que había celebrado
una misa negra. Estaba convencido en el
fondo de su alma de que el diablo le
otorgaría un día un amor que le
correspondiese sin reservas, fuese
hombre o mujer. Vendería su alma a
cambio de eso.
Después de un tiempo, Paul se
acostumbró de tal modo a su estado de
soledad que necesitó descubrir nuevas
formas de tortura más sutiles. Así que
decidió seguir a aquellas legendarias
almas
condenadas
que
habían
abandonado el arte para sufrir
acaudaladamente entre los naranjos de
California. Tras una ardua negociación
(nunca es fácil venderse), una
productora consintió en pagar el precio
que exigía su agente y se trasladó a
Hollywood, donde le entristeció
descubrir que realmente disfrutaba con
aquello. Pero por suerte conoció a Jim y
pudo comprobar que aún era un ser
vulnerable. Aquella aventura prometía
en sus infinitas posibilidades de fracaso.
Tras la ruptura con Shaw, Jim y
Sullivan viajaron a Nueva Orleans, en
donde se hospedaron en un gran hotel de
la parte moderna de la ciudad.
Disfrutaron del barrio francés, con sus
sucias y estrechas callejuelas, sus
edificios bajos, sus porches de hierro
forjado, sus altas ventanas con persianas
y, cómo no, sus mil bares y restaurantes,
en especial los de Bourbon Street, en los
que el jazz y el blues resonaban día y
noche llenos de tipos a la caza:
marineros y campesinos que buscaban
negritas que reían y los miraban
impúdicamente invitándolos a pasar un
buen rato.
A pesar del calor, la noche era
estimulante. Había tanta promesa en el
aire, tanto placer aguardando… Jim y
Sullivan recorrieron uno a uno los bares
como si fuesen las estaciones del vía
crucis, escuchando a los cantantes
negros y contemplando a las putas y sus
clientes. Era una forma agradable de
matar el tiempo, sin sentido de
culpabilidad ni de futuro.
Por las mañanas, Sullivan solía
trabajar en una novela (una historia de
amor no correspondido narrada con
cierta amargura), mientras Jim hacía
turismo. Por las tardes se iban a nadar al
YMCA.
Por las noches iban a bares de
maricas
simulando
ser
turistas
despistados, sin que nadie se lo tragase.
Un bar llamado Chenonceaux les
llamaba particularmente la atención.
Estaba situado en un extremo del barrio
francés, en una calle tranquila, y
ocupaba todo un edificio de piedra
cuyos muros estaban completamente
desconchados. Una chimenea ardía en un
extremo, y había velas y una gramola
con canciones populares lentas. Era tan
relajante que incluso los clientes más
ruidosos solían comportarse y hablar en
tono bajo, silenciando sus silbidos,
recatando sus movimientos.
Jim y Sullivan se sentaban siempre
junto al fuego, desde donde podían
observar hombres y mujeres que iban y
venían representando sus diversos
rituales de cortejo a beneficio de
extraños.
Sullivan
contemplaba
aquella
colección de especímenes y hablaba en
voz baja, diciendo cosas que no podría
decir en otro sitio, y Jim lo escuchaba
esperando como siempre aprender algo
nuevo sobre sí mismo. Pero Sullivan
solo hablaba de los otros.
Jim cumplió veinte años en marzo, y
se sorprendió meditando sobre todo lo
que había hecho y visto desde que se
había ido de Virginia; era como si
hubiese
estado
persiguiendo
experiencias extrañas con el fin de
poder contarlas de viejo, sentado en una
tienda de Virginia con otros viejos que
no podrían competir con él en aventuras.
No es que pudiese contarlo todo, por
supuesto. A veces se preguntaba si Bob
llevaría la misma vida que él. Esperaba
que no. Y, no obstante, si eran gemelos
auténticos, habría de ser así. No era
fácil de descifrar, pero algún día
conocería la respuesta. Mientras tanto se
entregaba a sus experiencias.
El dueño del Chenonceaux celebró
el cumpleaños de Jim. Era un hombre
gordo y maternal que había trabajado en
Nueva York como decorador, pero que
ahora se había «reformado». Aunque
solo los conocía por su nombre,
sospechaba que eran personas ricas o
importantes, o ambas cosas, pero era
demasiado
discreto
para
pedir
información si no se la ofrecían
voluntariamente. Además, estos dos
jóvenes eran tenidos en mucha
consideración por los demás clientes, y
eso era bueno para el negocio.
—¡Paul, Jimmy! ¿Cómo estáis? —
exclamó sonriendo a Jim, su preferido, y
Jim le devolvió la sonrisa. Le caía bien
el dueño, a pesar de sus modos
maternales.
—¿Qué vais a tomar?
Pidieron cerveza, y él en persona les
sirvió. Luego se sentó con ellos.
—¿Cuál es el cotilleo del día? —
preguntó Paul.
—Nunca lo adivinaríais. Aquel
muchacho alto y pálido que solía mirar
tanto a Jim…, bien, pues se ha largado
con
un
camionero
negro.
Es
graciosísimo verlos juntos a los dos.
Están muy compenetrados y creo que el
negro le pega al chico un día sí y otro
también. ¡Realmente divertido!
Reconocieron que sí lo era, y Jim
preguntó si había muchos negros de su
misma tendencia sexual; siempre había
supuesto lo contrario.
El dueño hizo girar las órbitas de
sus ojos.
—A mansalva. Supongo que ser
negro en América es suficiente para
volver neurótico a cualquiera, así que
este pequeño añadido no sorprende a
nadie. Y naturalmente muchos de ellos
son realmente primitivos, y a los
hombres primitivos no les importa lo
que hacen, siempre que se lo pasen bien.
—Todos deberíamos ser así —dijo
Sullivan.
El dueño se puso serio; cualquier
tipo de pensamiento le suponía un gran
esfuerzo.
—Pero debemos tener algún tipo de
convenciones, algún tipo de orden; si no,
todos iríamos por ahí como salvajes
sueltos, asesinando y todo lo demás.
—Me refería únicamente a los
tabúes sexuales, que no deberían ser
asunto de la ley.
—Quizá no deberían serlo, pero
ciertamente lo son. La de veces que me
han arrestado policías de paisano tras
hacerme todo tipo de proposiciones,
algo horrible. A veces te supone una
multa de cien dólares o más. Son unos
chorizos, especialmente aquí en Nueva
Orleans.
—¡Lo cual es una vergüenza!
Jim se dio cuenta de que Paul estaba
alterado.
—¿Por qué debemos escondernos?
Lo que hacemos es algo natural,
«normal», sea eso lo que sea. De
cualquier modo, lo que la gente haga por
su propia voluntad es asunto suyo y de
nadie más.
El hombre gordo sonrió.
—Pero ¿te atreves tú a decirle al
mundo lo que eres?
Paul suspiró y se miró las manos.
—No.
—Entonces, ¿qué podemos hacer, si
todos estamos tan asustados?
—Vivir con dignidad, supongo. Y
aprender a amarnos los unos a los otros
como dicen.
—Muy bien. Tengo que volver al
trabajo —dijo el dueño.
—¿Te importa de verdad? —
preguntó Jim—. ¿De veras te importan
tanto los demás?
—A veces. A veces me importan
mucho —respondió Paul encogiéndose
de hombros.
Se bebieron la cerveza y se pusieron
a mirar a la gente.
Las mujeres eran las más patéticas
en muchos sentidos. Había una vieja en
particular conocida como «el general».
Llevaba su cabello gris cortado como el
de un hombre, traje chaqueta y corbata
oscura. Le encantaban las chicas
bonitas, especialmente las tímidas y
dependientes.
—Ahí tienes a alguien sincero.
¿Quieres ser así? —dijo Jim señalando
al «general».
—Eso no es a lo que me refiero.
Solo pido un poco de sinceridad y
aceptación humanas. Por qué uno es
como es, es un misterio y no un asunto
de la ley.
Jim cambió de tema.
—¿Cuánto tiempo te piensas quedar
en Nueva Orleans?
—¿Por qué? ¿Te aburres?
—No, pero tengo que empezar a
trabajar en lo del tenis, ya te lo dije
antes.
—Relájate. Tienes toda una vida por
delante para eso. Guarda el dinero.
Pásatelo bien. Ten paciencia.
Jim se sintió aliviado de que ni él ni
Sullivan se hiciesen ilusiones de vivir
siempre juntos. Pero nunca se imaginó lo
mucho que le dolía a Sullivan su
indiferencia, ya que estaba casi
enamorado de él. Siendo como eran
incapaces de comprenderse mutuamente,
ambos podían mantener una imagen falsa
del otro, el comienzo corriente de todo
amor, si no de toda verdad.
Una lesbiana rubia se sentó con
ellos; se parecía al Apollo del
Belvedere en escayola, y estaba muy
solicitada.
—¿Qué pasa, chicos? ¿Hay una copa
para vuestra chica favorita?
La había.
III
Los días pasaban veloces y a Jim le
gustaba aquel modo de vida sin
proyectos. Era feliz al levantarse por la
mañana y al irse a la cama por la noche
pensando que habría otra mañana al día
siguiente. Era consciente de que vivía a
la deriva y no podía sentirse más
satisfecho.
Un buen día la guerra de Europa
atrajo la atención incluso de los clientes
del Chenonceaux. Discutieron sobre si
Inglaterra sería invadida o no, y todos
parecían
tener
algún
recuerdo
sentimental de Stratford o Marble Arch
o la Guardia de Knightsbridge. Poco a
poco se vieron absorbidos por aquel
pedazo de historia por el que atravesaba
su siglo.
A finales de mayo comenzaron a
aburrirse de Nueva Orleans. Jim
propuso ir a Nueva York para trabajar, y
Paul habló de ir a Sudamérica, aunque
no insistió en ello. Simplemente le hizo
saber que le gustaría continuar con él
más tiempo. Pero su destino les fue
impuesto de modo inesperado.
Una noche en que hablaban en el
Chenonceaux con su dueño, Jim se fijó
en una mujer que entraba sola en el bar.
Era morena, exótica, elegante, imposible
de clasificar. Pidió tímidamente una
copa. El dueño exclamó:
—¡Oh, Dios mío! —Parecía
contrariado—. Esta se ha equivocado de
bar. Se huele a un kilómetro.
Perderemos nuestra reputación si los
civiles comienzan a entrar aquí.
Se dirigió hacia la barra de mal
humor. Entonces Sullivan y la mujer se
reconocieron.
—¡Paul! —exclamó ella, y cogiendo
su copa se sentó con ellos.
Quienquiera que fuese, Paul estaba
encantado de verla. Cuando se la
presentó a Jim, ella sonrió mostrando un
interés carente de curiosidad, por lo
cual Jim se sintió agradecido.
Jim examinó su rostro mientras
hablaba:
cejas
finas
arqueadas
naturalmente, ojos color de avellana,
cabellos oscuros. Delgada y de figura
discreta, se movía como una bailarina.
Mencionó a Amelia, la exmujer de
Sullivan.
—¿Dónde está ahora? —preguntó
Paul.
—Todavía sigue en Nueva York,
creo.
El acento de María era indefinible,
delicado y nostálgico.
—¿Crees que volverá a casarse?
—Lo dudo. Pero ¿quién sabe?
Trabaja para una revista. La vi hace una
semana. Ha desarrollado una gran…
conciencia universal. No le interesa
nada algo tan insignificante como el
matrimonio entre dos seres humanos.
Solamente piensa en las masas y en el
espíritu de la historia. Ahora se ha
vuelto una furibunda antirrusa por el
apoyo de ese país a Hitler. Hace diez
meses era una estalinista. Me temo que
para ella se ha acabado la vida privada;
se ha entregado en cuerpo y alma a la
cosa pública, y es tremenda.
Jim escuchaba con interés. Sullivan
raramente mencionaba su breve vida de
casado.
—Pobre Amelia —dijo Sullivan—.
La vida no la ha tratado bien. ¿Gana
dinero?
—Me imagino que sí. En su mundo
es toda una autoridad.
—Y tú, ¿a qué te has dedicado?
—A nada, como siempre. Pero me
mantengo ocupada. Estuve en Francia
hasta el otoño. Después estalló la
guerra, volví a Nueva York y me
comporté como una buena chica.
—¿Sabes algo de Verlaine?
Se puso seria y comenzó a hacer
dibujitos en la mesa con sus largos
dedos.
—Creo que está en el ejército. No,
no sé nada de él. Hace años que no lo
veo.
—¿Aún pintas?
—No. ¿Qué tal en Hollywood?
—Fue estupendo —respondió Paul
con una mueca—. Hasta que me pidieron
que escribiera para ellos, y entonces,
claro, tuve que irme.
María soltó una carcajada.
—¿Aún vas de Don Quijote?
—Eso me temo.
Era evidente que a Sullivan le
encantaba que pensaran que era una
persona poco práctica pero de corazón
puro.
Guardaron silencio. Jim observó el
rostro suave y delicado de María
Verlaine, consciente de que cuanto más
la miraba más hermosa le parecía.
Entonces Sullivan le preguntó qué hacía
en Nueva Orleans.
—Estoy de paso.
—¿A algún sitio en particular?
—No. Aunque ahora me dirijo a
Yucatán.
—Qué lugar tan curioso.
—Tengo una razón. Mi padre murió
el invierno pasado y me dejó una
plantación en la que se cultiva como sea
que se llame eso con lo que se fabrican
cuerdas. Me han hecho una oferta para
comprar la propiedad y necesitan que
vaya.
—¿Es un lugar civilizado?
—No, pero está cerca de Mérida,
que es una verdadera ciudad.
Sullivan miró a Jim y vio que
observaba a María Verlaine. Frunció el
ceño, pero ninguno se dio cuenta.
—¿Y tú estás también de paso?
Sullivan se encogió de hombros.
—Sin destino conocido. Jim y yo
vamos simplemente a la deriva.
—Ya veo.
Y parecía que lo veía. Luego dijo:
—¿Por qué no seguís a la deriva
conmigo? Dicen que Mérida es un lugar
fascinante, plagado de ruinas, y si uno
llega a aburrirse de hacer turismo puede
volar a Ciudad de México. ¡Venga,
veníos! Me salvaréis la vida.
Así que decidieron viajar juntos.
Una vez en el hotel, Jim preguntó a
Sullivan sobre María. Sullivan parecía
más comunicativo de lo normal.
—Estuvo casada con un francés algo
vividor. Se divorciaron. Ha tenido
varias aventuras, normalmente con
artistas, y siempre le ha ido mal. Es una
especie de Isolda: se siente atraída por
hombres conflictivos, especialmente
homosexuales, y ellos también la
encuentran atractiva. ¿Tú no? Yo sí.
Incluso me acosté con ella hace años.
Jim se preguntó si sería verdad.
—Parece muy simpática —dijo con
cautela.
—Te gustará. Te lo aseguro.
Se metieron en la cama. Sullivan
estaba enormemente satisfecho consigo
mismo. Había puesto en peligro su
aventura con Jim. Le había presentado a
la única mujer que podría atraerlo.
Existía una oportunidad excelente para
perder a Jim, y ese pensamiento le
producía un placer amargo y profundo.
Sufriría, conocería el dolor. Con
paciencia y cuidado infinitos, se
concentró en la destrucción de su propia
felicidad.
Capítulo 6
I
Yucatán es una llanura de maleza
salvaje y campos de pita. Mérida, su
capital, está situada cerca del golfo de
México. Las plantaciones de pita rodean
la ciudad, y desde el aire se puede ver
las pirámides de Chichén Itzá y Uxmal,
las antiguas ciudades de los mayas. Pero
dejemos la guía turística.
En el trayecto del aeropuerto al hotel
el conductor les señaló la catedral, una
iglesia
barroca
de
paredes
resquebrajadas situada en una gran plaza
llena de árboles frondosos. Los nativos
se sentaban sobre bancos de piedra; eran
pequeños y morenos, y sus rostros tenían
más de indio que de español. Niños
andrajosos corrían por la plaza
limpiando zapatos y jugando a la
peonza.
El hotel fue en un tiempo mansión
privada. Consistía en un gran edificio
cuadrado de color rosa cuyo interior
olía como una vieja caja de puros
mohosa y rancia. Un bandolero alto y
con un espeso bigote les dio la
bienvenida. Era el encargado y había
conocido al padre de María. Los trató
como si perteneciesen a la realeza y les
enseñó sus habitaciones.
Jim y Sullivan se hospedaron en una
suite de tres habitaciones, con una
lámpara de cristal ahumado, suelos de
baldosas y dos camas inmensas con
mosquiteras.
—Ustedes gustar, ¿sí?
Sí, ellos gustar. Y les gustaba de
verdad. Jim incluso se acostumbró a
dormir a cualquier hora del día. En
cuanto a María, por fin había logrado
dejar un mundo que le aburría. Además
le gustaba la compañía de Jim,
consciente de que era inevitable el
coqueteo con él. Este a su vez se sentía
atraído por ella, pero no sabía a ciencia
cierta por qué. Era un juego nuevo, y
habría de aprender las reglas sobre la
marcha. Mientras tanto, ya habían
movido las primeras piezas.
Sullivan podía anticipar lo que
ocurriría. Era como un dios omnisciente,
había organizado una serie de
circunstancias y todo lo que necesitaba
hacer ahora era esperar la culminación
de su obra.
Tras la primera semana de turismo
obligado no salieron mucho. Por la
mañana llegaban hombres de negocios
para hablar con María, Sullivan leía, y
Jim se iba a nadar en los baños
termales. Era imposible llevar a cabo
nada que requiriese un esfuerzo mayor
con aquel calor tan sofocante.
Sullivan
comenzó
a
beber
demasiado. Jim se quedó sorprendido,
pues casi nunca había visto beber a
Sullivan. Ahora bebía con regularidad
durante todo el día, de manera que para
la cena ya estaba listo para irse a la
cama. Se disculpaba educadamente y,
temblando, insistía en que Jim hiciese
compañía a María.
Una noche, después de que Sullivan
se hubiera ido a la cama, Jim y María se
sentaron juntos en el patio. Una luna
creciente brillaba blanca y clara en el
cielo negro y la brisa agitaba las
frondosas palmeras. María adivinó el
estado de ánimo de Jim.
—Sé lo difícil que es. Paul es un
hombre extraño, amargado por todo.
Cuando hablas bien de otro escritor, le
duele, aunque este sea Shakespeare. Si
dices que te gusta la gente de cabello
oscuro, se siente herido porque su pelo
es claro. Y ahora se ha apartado
totalmente de la gente. No sé por qué
razón. En sus tiempos era diferente.
Estaba más… vivo. Creía que tenía el
don de la introspección en un grado
mayor que el de cualquier otra persona,
y él lo consideraba un don sagrado, que
lo es, aunque quizá aquel don nunca fue
tan grande como él pensaba.
—Pero es muy bueno, ¿no? —
preguntó Jim, deseoso de saber.
—Sí, lo es —dijo María
rápidamente—. Pero no lo suficiente, no
tanto como él desearía. Y creo que eso
le duele.
—¿Es tan importante ser un gran
escritor?
Ella sonrió.
—Es importante para quienes
piensan que es importante, para quienes
lo han dejado todo para llegar a ser
grandes.
—¿Y Paul ha dejado tanto?
—¿Quién sabe? ¿Es capaz de amar?
Era una pregunta directa y Jim se
sonrojó.
—No… no lo sé. Creo que sí.
Pero Jim no estaba seguro de saber
lo que era el amor. Suponía que debía de
ser algo como lo que sentía por Bob, una
emoción que se hacía más fuerte según
él se iba haciendo mayor, como si la
ausencia la preservase en estado puro de
alguna manera. Aquello que sentía
poseía la virtud de quedar inexpresado,
un secreto tan solo suyo. Sonrió con este
pensamiento y María le preguntó:
—¿Qué es lo que te parece tan
divertido?
—Estaba pensando en lo lejos que
estoy de Virginia, del pueblo en que
crecí. En lo diferente que es mi vida de
todos los que están allí.
—¿Te importa tanto ser diferente?
—dijo ella malinterpretándolo.
Era la primera vez que hacía una
referencia directa a su aventura con
Sullivan y él sintió que la odiaba por
mencionarlo. Lo irritaba sentirse
marcado.
—No soy tan diferente como crees.
—Lo siento —dijo ella al darse
cuenta de su error, y le tocó el brazo—.
He metido la pata.
Jim la perdonó, pero no del todo. En
su interior deseaba devolverle el daño,
arrojarla sobre la cama y poseerla
violentamente contra su voluntad, para
convencerse a sí mismo y a ella y a
todos que no era como los demás. Sintió
un bulto en la garganta y tuvo miedo,
incluso cuando siguieron frívolamente
hablando de otros asuntos.
Sullivan se
encontraba
leyendo
cuando Jim subió a la habitación.
Parecía un fantasma bajo la mosquitera.
—¿Te lo estás pasando bien?
—¿Qué quieres decir? —replicó
Jim, listo para la batalla.
—Con María, ya sabes lo que quiero
decir. Es muy atractiva, ¿no crees?
—Claro, claro.
Jim dejó la ropa en el suelo; era una
noche calurosa; de pronto le rindió el
cansancio.
—Espera a conocerla mejor: es una
amante increíble.
—Cierra el pico.
—Ya veremos. Eso es todo. Ya
veremos —sonrió, borracho.
Jim lo maldijo. Apagó la luz y se
metió en su cama. Tardó varias horas en
dormirse.
II
María Verlaine era una mujer
extraña y sutil, difícil de comprender.
Aunque tenía cuarenta años, parecía una
jovencita, delgada, soñadora, entregada
a la búsqueda de ese deseo de poseer lo
absoluto que obsesiona a los románticos
y confunde a los demás. Iba de aventura
en aventura atraída por lo sensible, lo
delicado, lo imposible. Su imaginación
era capaz de transformar al hombre más
corriente en un amante ideal, siempre y
cuando el momento fuese el adecuado y
estuviese interesado. Pero con el tiempo
la imaginación flaqueaba e intervenía la
realidad, y entonces el romance acababa
normalmente con la huida. Pero aun así
ella continuaba su búsqueda como un
caballero medieval que defendiera una
causa perdida. Al fin y al cabo, su mito
favorito era el de Don Quijote y la
búsqueda de lo imposible. Fiel a esta
idea, había hecho de ella su vida. Pero
según pasaba el tiempo se sentía
arrastrada cada vez más por hombres
más jóvenes que ella, por muchachos
cuya delicadeza era casi femenina. Un
adolescente a menudo era capaz de
corresponder con ternura y pasión,
además de creer en el amor. Aunque
siempre trazaba la raya ante los
homosexuales. Había vivido mucho
tiempo
en Europa.
Demasiados
coetáneos suyos se habían visto
atrapados por una legión de modistas y
decoradores, y se juró que a ella no le
ocurriría lo mismo, aunque la divertían,
le hacían reír y la consideraban su
confidente. Sin embargo, trataban de
volverla neutral en cuanto al sexo, no
por malicia, sino por convertirla en uno
de ellos. Afortunadamente, María poseía
talento para la retirada, y sabía cuándo
marcharse sin hacer daño. De modo que
le concedieron un visado temporal en su
mundo, y ella lo disfrutó en calidad de
turista.
Ahora se sentía atraída por Jim, lo
encontraba exótico. Nunca le habían
atraído los hombres corrientes, y menos
los muchachos. Le gustaba su físico;
siempre le habían gustado los dioses
nórdicos de ojos azules, cabello rubio,
tez pálida. La intrigaban. ¿Sentían algo
estos nórdicos plateados? ¿Eran
verdaderamente humanos? Pero más que
todo esto, se sentía conmovida por él.
Lo veía tan encerrado en sí mismo, tan
poco comunicativo, sin nada que ofrecer
más que su cuerpo, algo que utilizaba
casi como un sacrificio a algún dios
peligroso. Quería poseerlo. Si existía
algún misterio nórdico, ella quería
participar en él. Lo único que la frenaba
era Paul. A una señal de este, habría
abandonado. Pero la señal no llegó y lo
interpretó como una aprobación.
Una tarde María y Jim dieron un
paseo en coche de caballos hasta una
piscina en la que solían nadar. Sullivan
se quedó en el hotel.
—¿Cuánto crees que tardarás en
solucionar tus asuntos aquí? —preguntó
Jim.
—No lo sé. En realidad no lo sé.
Son tan lentos aquí. Unas semanas,
quizá. Debes de aburrirte muchísimo.
—No, no estoy aburrido. Al menos
aún no. Incluso me gusta el calor, pero
quisiera estar en Nueva York antes del
otoño.
—¿Para volver a jugar al tenis?
—Sí, me gusta trabajar.
—¿Vivirás con Paul en Nueva York?
—Quizá. Pero yo voy por mi cuenta.
—¿Qué hacías en Hollywood?
—Dar clases de tenis. Poca cosa.
—Debe
de
ser
interesante
Hollywood. Nunca me he quedado allí
mucho tiempo. ¿Conociste a…?
Dio varios nombres, y él iba
contestando «sí» o «no». Entonces, de
un modo sutil, fue mencionando nombres
de homosexuales. Él respondió que «sí»
a muchos de estos. Por fin hablaron de
Shaw.
—Lo conocí en Nueva York una vez.
Me pareció un hombrecillo muy
vanidoso —dijo ella.
—No es tan malo cuando lo conoces
—interpuso Jim con lealtad—. No es un
hombre muy feliz, Dios sabe por qué; lo
tiene todo.
—Excepto lo que desea.
—No creo que sepa lo que desea.
Como el resto de nosotros.
María se sintió sorprendida: había
infravalorado a Jim.
—Supongo que tienes razón. Poca
gente lo sabe. E incluso cuando lo sabe,
no es fácil encontrarlo.
—Yo creo que me gustaría tener
dinero. Al menos suficiente para vivir
—dijo Jim.
—¿Nada más?
—Bueno, hay otra cosa.
—¿Qué es?
—Es un secreto —dijo riendo.
Pasó el verano. El negocio de María
quedó cerrado, pero se quedaron.
Sullivan seguía bebiendo, y Jim y María
nadaban y contemplaban las ruinas. El
calor era casi sólido. El simple hecho
de cruzar una calle lo dejaba a uno
empapado de sudor. Pero se quedaron y
nadie habló de marcharse, ni tan
siquiera Jim.
Los tres esperaban.
Un día fueron a visitar las ruinas de
Chichén Itzá y se hospedaron en la
posada, donde conocieron a un
matrimonio de Seattle, los Johnson. Eran
jóvenes, alegres e inocentes. La señora
Johnson («Leo todo lo que cae en mis
manos») estaba encantada de conocer a
Sullivan. Había leído tan solo uno de
sus libros y había olvidado de qué
trataba. Aun así estaba emocionada de
conocer a un auténtico escritor.
Tras la cena se sentaron entre las
palmeras y la señora Johnson fue casi la
única que habló. Estaban todos
adormilados. María, con las manos en su
regazo, contemplaba las ruinas a lo
lejos: pirámides y edificios cuadrados
que parecían monstruosos bajo la luz de
las estrellas. Jim internaba ocultar sus
bostezos. Deseaba irse a la cama.
Sullivan absorbía el tequila y las
alabanzas de la señora Johnson.
—Qué envidia me dan ustedes los
escritores. Lo pasan muy bien yendo de
un lugar a otro. ¿Sabe?, yo también quise
ser escritora, alguien como Fannie
Hurst. Pero supongo que tenía cosas más
importantes que hacer —dijo mirando
cariñosamente a su marido.
—Sí, seguro que sí —replicó
Sullivan.
—¿Está usted casado, señor
Sullivan? Si no le importa la pregunta.
—Estoy divorciado.
—Oh, cuánto lo siento. Puede que
esto le sorprenda, pero yo no viví
realmente hasta que George y yo nos
casamos. Pero supongo que se casará
usted otra vez, señor Sullivan. Un
hombre tan distinguido como usted y aún
joven…
—No lo creo.
—¡Eso es lo que dicen todos!
La señora Johnson charlaba
alegremente sobre el matrimonio y sus
deliciosos placeres.
Jim siempre se sentía extrañamente
superior cuando se encontraba con gente
normal que suponía que todo el mundo
compartía sus gustos. Si supiesen…,
pensaba sonriendo en la oscuridad. Miró
a María, inmóvil como la estatua que
habían visto aquel día entre las ruinas,
una diosa con un cráneo como máscara.
Paul se había reído cuando vio la figura
de piedra; le parecía significativo que la
única diosa de la jerarquía maya fuese
la Muerte.
—¿Es usted escritora también,
señora Verlaine?
Los Johnson pensaban que estas tres
personas eran algo extrañas, viajando
juntas, pero que seguramente eran buena
gente. Y si no era así, resultaba incluso
más interesante.
—No —respondió María—. No soy
nada.
—Ah.
La señora Johnson se dirigió a Jim,
pero decidió no preguntarle; parecía
demasiado joven para haber hecho nada
de lo que valiese la pena hablar.
—¿No encuentra a los indios
encantadores, señor Sullivan?
—¿En qué sentido?
—Bueno, son tan sencillos, y al
mismo tiempo tan… inescrutables. Creo
que son felices a pesar de lo pobres que
son. Sería un error tratar de educarlos.
Se volverían simplemente desgraciados.
Habló un rato de los indios.
Entonces salió a relucir inevitablemente
el tema del cine.
La señora Johnson veía casi tantas
películas como libros leía. Lo que más
le gustaba era ver una película sacada
de un libro que hubiera leído. Se
acordaba de todos los personajes y le
disgustaban aquellas películas que no se
ajustaban al libro.
—Mi actor favorito, como es
natural, es Ronald Shaw. Tiene tanta
fuerza… Leí en una revista de cine, las
leo en la peluquería, siempre las tienen,
que se iba a casar con esa actriz
española, Carlota Repollo, que es un
año mayor que él. Una pena, ¿no creen?
Sullivan le lanzó una mirada a Jim, y
este se ruborizó. María también apreció
la gracia. Eran tres personas que
representaban una obra disfrazados ante
un público que jamás podría valorar la
calidad de su actuación.
—Me gustaría ver las ruinas —dijo
María de pronto.
—¿A la luz de las estrellas? —dijo
Sullivan en tono de burla—. Bueno, ¿y
por qué no? Llévala, Jim.
—Bueno… —dijo mirando a María.
—Creo que deberíamos ir todos —
dijo ella.
—No. Id vosotros dos. Vosotros sois
los románticos.
Los Johnson miraron al trío,
conscientes de que había un equívoco de
fondo. María y Jim se marcharon.
Escaparon del pequeño cuadrado de luz
eléctrica y penetraron en la oscuridad.
Las estrellas no hacían sombra sobre la
noche fría. Como espíritus incorpóreos
caminaron por una avenida de hierba
recién cortada y se sentaron sin decir
palabra sobre las ruinas de algún dios
olvidado.
Jim contempló
las
estrellas
brillantes y blancas bajo el cielo negro.
Aspiró profundamente. Olía a salvia y a
la seca piedra quemada por el sol.
Se volvió hacia María y vio que ella
estaba esperando. Se sorprendió de no
sentir miedo.
—Uno se siente como muerto aquí
—dijo ella, y su voz parecía remota
entre las ruinas.
—¿Muerto?
—De una manera agradable; como si
todo se hubiese acabado de modo
inevitable, como una de estas piedras:
ya no queda nada más.
—Si es que la muerte es eso.
—Debe de serlo.
Permanecieron largo tiempo en
silencio. Por fin María dijo:
—Hemos estado actuando.
—Sí.
—Y no hemos sido sinceros.
—¿Con Paul?
—Ni con Paul ni con nosotros
mismos.
Suspiró.
—Me gustaría conocer mejor a la
gente. Me gustaría poder entender por
qué las cosas son como son.
—Nadie lo sabe.
Jim se asombró de jugar el papel de
sabio.
—Yo no sé por qué hago lo que
hago, ni siquiera quién soy.
—Yo tampoco sé quién eres —dijo
ella.
Se miraron, sus rostros blancos e
indistintos bajo las estrellas.
—Soy yo mismo. Eso es todo:
limitado.
—¿Limitado? No lo creo. En
realidad eres todo, hombre, mujer y
niño. Puedes ser lo que te apetezca.
—¿Qué soy ahora mismo?
—Hasta hace unos momentos, un
niño.
—Y ahora, ¿qué soy?
—No sé.
Jim comenzó a temblar, a tener
esperanza. Podría ocurrir.
—¿Tienes miedo?
—No. Miedo no.
Y no lo tenía en aquel momento.
—¿Me podrías besar?
—Sí, podría —dijo. Y lo hizo. Besó
a la diosa de la Muerte.
A partir de ahí todo fue diferente;
diferente y lo mismo a un tiempo, pues
nada ocurrió en realidad. Jim fracasó.
No pudo realizar el acto. Y sin embargo
su relación con María se podía
considerar en cierto modo un romance.
Estaban juntos el mayor tiempo posible.
Eran confidentes. Pero cuando se trataba
del contacto físico —a excepción de
aquel primer beso—, Jim no podía
soportar la suavidad y blandura de una
mujer. María se sentía desconcertada.
Siendo Jim tan masculino y sintiéndose
atraído por ella, su reacción se le
antojaba ciertamente un misterio.
Parecía que no había nada que hacer,
excepto continuar como amantes sin
contacto físico. Sin embargo, para
Sullivan aquella era una aventura real, y
la agonía que le suponía le resultaba
exquisita.
Llegó noviembre y seguían en
Mérida. Jim y María pasaban casi todo
el tiempo juntos. Sullivan los dejaba
solos durante la mañana. Comenzaba a
beber después del desayuno; al
atardecer estaba alegre y era divertido,
pero al final de la cena se volvía pesado
y amargo. Sus vidas se habían detenido,
hasta que llegó diciembre. Cuando
Estados Unidos declaró la guerra a
Japón volvieron a formar parte del
mundo. Sullivan dejó de beber. Hicieron
planes tras la cena en el patio. Jim y
Sullivan estaban muy animados, como si
hubiesen vuelto a la vida. Pero María se
sentía triste.
—No me gusta pensar en ello.
Siempre ha habido guerra durante mi
vida, parece no haber escapatoria.
Sullivan daba vueltas por el jardín,
nervioso.
—Tendremos que regresar —le dijo
a Jim.
Jim asintió, atrapado por el drama
de lo nuevo.
—Quiero alistarme antes de que me
llamen —dijo sintiéndose satisfecho si
no por la idea, por lo menos por las
palabras.
—Es todo tan absurdo —dijo María
con vehemencia—. Si yo fuese un
hombre,
huiría,
me
escondería,
desertaría, me convertiría en traidor.
Sullivan sonrió.
—Hace cinco años yo habría hecho
lo mismo.
—Y ahora, ¿por qué no?
—Porque esto me da… algo que
hacer.
—¿Tú sientes lo mismo? —preguntó
ella volviéndose hacia Jim.
—Resuelve un montón de cosas.
—Quizá —dijo ella sin mucha
convicción.
—Deberíamos volver lo antes
posible —dijo Sullivan.
—¿Y qué harás? —preguntó María.
—Convertirme en soldado; o en
corresponsal de guerra. Lo que me
encarguen.
—Parece que nuestras vacaciones
aquí se han acabado. Lo he pasado bien
—dijo María.
—Yo
también
—dijo
Jim,
sintiéndose emocionado de repente,
como si la amenaza de la guerra y la
separación lo acercaran más a ella.
—Y yo también —afirmó Sullivan
mofándose de ellos—. He disfrutado
cada minuto de mi estancia aquí. Hemos
formado un trío interesante, ¿no os
parece?
—¿Lo crees de veras? —preguntó
María de modo cortante.
Decidieron regresar a Estados
Unidos vía Guatemala.
Viajaron cómodamente sobre nubes,
montañas y selva virgen. Era agradable
sobrevolar aquellas tierras abrasadoras
como si hubiesen dejado de ser criaturas
terrestres y ahora fuesen algo más que
humanos, sin ningún problema que no
pudiese ser resuelto por rígidas alas de
acero.
Jim se imaginó a sí mismo en las
fuerzas aéreas, sobrevolando continentes
y océanos, capaz de moverse a toda
velocidad sobre la tierra sin dejar
huella. Deseaba volar.
La ciudad de Guatemala fue un
alivio tras Yucatán. Era mucho más
fresca, con calles que parecían haber
sido fregadas recientemente; la gente era
alegre, el aire puro. Y por todos lados
se podían ver volcanes afilados cuyas
sombras
parecían venas
azules,
coronados por nubes cargadas de lluvia.
Una vez en el hotel, Sullivan envió
telegramas a varios amigos periodistas
que pudiesen ayudarlo a conseguir un
puesto como corresponsal. Restablecida
la comunicación con el mundo real, Jim
y Sullivan fueron a su habitación.
—Ya casi se ha acabado —dijo
Sullivan ante la ventana, contemplando
las montañas. Jim deshacía la maleta.
—¿El viaje?
—El viaje, claro.
—Sí —dijo Jim, que sabía a lo que
se refería—. Supongo que nos
separaremos al llegar a Nueva York.
—No creo que el ejército nos envíe
al frente juntos —replicó Sullivan con
una sonrisa.
—Todo se acaba. ¿Por qué será?
—¿De veras no lo sabes? ¿Seguro
que no? —dijo Sullivan con desdén.
—¿Y tú?
—Seguro que sí. Cuando te
enamoras de otra persona acabas
automáticamente con la relación
anterior, ¿no?
—¿Te refieres a María?
—Sí, me refiero a María.
—Es… un asunto muy complicado,
Paul. No es lo que parece.
Pero Jim no pudo contarle toda la
verdad, era demasiado humillante.
Por fortuna, Sullivan no estaba
interesado en los hechos; le bastaba su
intuición. Fueran cuales fueran los
detalles, el resultado sería el mismo.
—De todos modos siempre supe que
esto ocurriría. Yo dejé que ocurriese.
—¿Por qué?
Pero Sullivan jamás podría confesar
ante nadie por qué se veía forzado a
actuar así.
—Porque pensé que sería lo mejor
que te podría suceder. Es una mujer
maravillosa. Te puede sacar de este
mundo —respondió, consciente de que
no resultaba convincente.
—¿Y por qué habría de salir de este
mundo?
Por primera vez Jim admitía lo que
era.
—Porque nunca vas a encajar en
este tipo de relación, de modo que
cuanto antes encuentres tu camino hacia
algo diferente será mejor para ti.
—Puede ser.
Jim miró a Paul. Los círculos negros
que había bajo sus ojos habían
desaparecido. A Jim aún le parecía
atractivo, incluso ahora que todo había
terminado. Se hablaron con cariño. Pero
al fin y al cabo ambos habían sido tan
insinceros que ninguno lamentó aquel
final.
La última noche cenaron en un
restaurante recomendado para aquellos
que querían saborear la comida indígena
sin padecer diarrea. Las paredes del
local relumbraban con primitivas
escenas de volcanes, conquistadores,
flores, lagos. Una pequeña orquesta de
marimbas resonaba por todo el
restaurante, y las parejas de turistas
bailaban.
A lo largo de toda la cena, Jim actuó
como un niño recién salido del colegio,
alegre y atolondrado.
Bebieron vino chileno e incluso
María se sintió alegre. Pero al final de
la cena, cuando la música se volvió
melancólica y sentimental y todos habían
bebido demasiado vino, ellos también se
pusieron melancólicos. Pero era esa
clase de tristeza que está estrechamente
ligada a la felicidad. Cada uno de ellos
se sentía seguro en su propio fracaso, la
duda había desaparecido. Se habían
trazado las fronteras y se habían
aceptado.
—Qué triste —dijo María mientras
la orquesta tocaba La paloma—. Hemos
vivido juntos tanto tiempo… Y hemos
jugado a tantas cosas…
—Cierto —asintió Sullivan con
melancolía—. Pero también es un alivio
que las cosas se acaben.
—Algunas cosas —replicó María
jugando con el vaso de vino—. Pienso
que el amor es algo trágico siempre para
todo el mundo, siempre.
—Pero eso es lo que hace que la
vida sea interesante. ¿Cómo podemos
valorar nada hasta que no lo hemos
perdido?
—¿No hay luz sin oscuridad?
—Así es. Ni dolor sin placer.
—Qué forma tan curiosa de
expresarlo
—dijo
María,
casi
desvelando su secreto.
Sullivan se apresuró a añadir:
—Aun así, existen otras cosas en la
vida además de enamorarse. Mira a Jim.
El nunca se enamora, ¿o sí?
—Claro que sí. De lo que quiero.
Jim pensaba en Bob.
María le preguntó, perpleja:
—¿Y qué es lo que quieres?
Sullivan respondió por él.
—Lo que no puede tener. Como todo
el mundo. ¿Tú has encontrado alguna vez
lo que querías? —preguntó volviéndose
a María.
—Durante un tiempo, sí.
—Pero no por mucho tiempo.
—No, no por mucho tiempo. He
fracasado, como todos.
—¿Por qué?
—Supongo que quizá busco más de
lo que ningún hombre está dispuesto a
dar. Y a veces doy más de lo que ningún
hombre desea recibir.
—Así era Shaw —dijo Jim de
repente—. Quiero decir que él pensaba
que era así.
—Shaw era un imbécil —dijo
Sullivan.
—Todos lo somos finalmente —dijo
María con tristeza.
Los tres callaron. Las marimbas
seguían sonando. Bebieron más vino.
Sullivan se levantó para ir al servicio.
Era la primera vez que Jim se quedaba a
solas con María desde que llegaron a
Guatemala.
—Me marcho mañana —dijo ella.
—¿No vienes con nosotros?
—No. No soy lo suficientemente
fuerte. ¿Sabes?, a veces creo que hay un
dios, vengativo, justo, que castiga la
felicidad. Fui feliz contigo cuando
pensaba…
No pudo terminar.
—De todos modos, pasarán años
antes de que puedas amar a una mujer. Y
yo no tengo tiempo para esperar.
—Pero sabes lo que siento por ti.
—Sí —respondió ella, ya sin
emoción—. Sé lo que sientes. Me
vuelvo al hotel.
—¿Te veré antes de que te vayas?
—No.
—¿Y en Nueva York?
—Quizá.
—Entonces podré verte. Quiero
verte. No quiero perderte también a ti.
—Cuando me sienta más feliz, nos
veremos. Buenas noches, Jim.
—Buenas noches, María.
Ella salió aprisa del restaurante, con
el lazo negro de su vestido rozándole las
piernas.
Sullivan ya había vuelto.
—¿Dónde está María?
—Se ha ido al hotel. Estaba
cansada.
—¿Sí? Venga, tomemos otra copa.
Bebieron.
Aunque triste, Jim se sintió aliviado
de poner un punto final temporal a sus
emociones. Estas dos personas lo habían
agotado anímicamente. Ahora miraba
hacia la libertad. Absuelto por la
realidad de la guerra, aguardaba a entrar
en acción. Estaba impaciente por
comenzar su propia vida.
Capítulo 7
I
Jim y Sullivan llegaron a Nueva
York a mediados de diciembre. Sullivan
logró obtener un empleo casi
inmediatamente en una agencia de
noticias y Jim se alistó en el ejército.
Ninguno de los dos vio a María
Verlaine; había desaparecido.
Jim se dirigió a un centro de
reclutamiento de Maryland, donde lo
pusieron a trabajar cuidando las
calderas hasta que el ejército decidiese
qué hacer con él. El mal tiempo y la
tiranía mezquina lo mantuvieron tan
enojado que no tuvo tiempo para
autocompadecerse.
Pasó
aquellos
lóbregos días aguantándolo todo,
impasible, como si nadie más existiese.
Una tarde se levantó tras haber
pasado una noche de guardia en las
calderas. Se dirigió a la sala de recreo
de la compañía. Una docena de nuevos
reclutas contemplaban una partida de
billar entre dos veteranos. Jim se
decidió a romper su prolongado
silencio. Se volvió hacia el soldado que
había junto a él, un hombre de unos
cuarenta años con bigote y ojos tristes, a
todas luces un civil.
—¿Cuánto llevas aquí?
El hombre lo miró agradecido y algo
sorprendido.
—Casi un mes ya.
Su voz era educada, tan diferente de
los ladridos guturales de tantos de los
nuevos soldados reclutados en los
barrios bajos y en la América profunda.
—¿Y tú?
—Dos semanas. Me alisté en Nueva
York. ¿De dónde eres?
—De Ann Arbor, Michigan.
Trabajaba en la universidad.
—¿Eres profesor?
—Sí, de historia; profesor adjunto.
—¿Y qué es lo que haces aquí?
Pensé que a la gente como tú la cogían
como oficiales.
El profesor soltó una risa nerviosa.
—Yo también lo pensé, pero estaba
equivocado. En la era de los demócratas
solo los patanes como nuestro sargento
llegan a la cima.
—¿Te alistaste?
—Sí. Estoy casado y con dos hijos,
pero me alisté.
—¿Por qué?
—Se me ocurrió que podía ser útil.
Por primera vez desde que se había
alistado, Jim fue capaz de sentir
compasión por alguien. Esta prueba de
su buen carácter lo hizo sentirse bien.
—Mal negocio. ¿Qué crees que van
a hacer contigo?
—Me utilizarán como funcionario.
Ese parece ser mi destino.
—¿No llegarás a oficial?
—Puede.
Tengo
amigos
en
Washington, pero he perdido la fe en
todo este asunto. Claro que las cosas
eran peores en el ejército del Potomac.
La guerra civil —añadió como
disculpándose.
—También el combate es más duro
ahora.
Todos habían oído hablar del horror
de las batallas en Filipinas, donde las
tropas
americanas
habían
sido
derrotadas.
—Puede ser —dijo el profesor—,
pero me cuesta creerlo. Esto parece el
infierno en cierto modo, o una pesadilla
sin salida. Estamos gobernados por una
panda de locos.
Dos rubicundos muchachotes del
medio rural se acercaron. Eran torpes y
campechanos.
—Eh, profe, tienes cara de haberte
corrido. ¿Te están bajando la moral?
—¿Qué hay, chicos? No, aún no me
han bajado la moral. Estoy simplemente
adaptándome de la paz a la guerra a mi
propio ritmo.
Uno de los chicos soltó un chiste
sobre la palabra paz y el profesor rio tan
ruidosamente como ellos, dispuesto a
ser el blanco de sus burlas. A Jim le
entristeció ver cómo hacía de bufón. Era
importante seguir siendo uno mismo.
Aunque no podía admitir ante los demás
su condición de homosexual, se negó a
pretender que era como los demás.
Ahora le dolía ver cómo otro hombre
sacrificaba su orgullo, sobre todo
cuando no había necesidad.
El profesor siguió haciendo reír a
los muchachos, contándoles anécdotas
sobre sus tribulaciones pelando patatas
en la cocina durante veinticuatro horas.
De vez en cuando miraban a Jim para
ver si se reía. Jim no reaccionaba, y
ellos mostraron su desaprobación; pero
afortunadamente él era de mayor tamaño
que ellos.
El sargento, un hombre bajito de
unos cincuenta años, entró en la sala. Se
hizo el silencio, excepto por el clic de
las bolas de billar.
—Necesito dos hombres —dijo—,
dos voluntarios para limpiar la maldita
letrina. Algún hijo de puta la ha
ensuciado y necesito dos hombres.
De repente arremetió contra Jim y el
profesor.
—Vosotros dos —dijo.
—Sí,
mi
sargento.
Siempre
dispuesto a ofrecerme como voluntario
—dijo el profesor poniéndose en pie de
un salto.
Les llevó dos horas limpiar la
letrina, durante las cuales Jim aprendió
bastante sobre historia americana y la
tiranía de los ejércitos democráticos.
II
En febrero, Jim fue trasladado a
Georgia. Durante los siguientes tres
meses se zambulló en su adiestramiento.
La parte física de la vida del ejército lo
atraía; disfrutó con toda aquella
actividad,
aunque
las
pequeñas
humillaciones continuaban irritándolo.
En mayo fue enviado a las fuerzas
aéreas,
al
servicio
general
(denominación para los no calificados),
y embarcó hacia una base aérea de
Colorado, donde se le destinó al cuartel
general de una escuadra que a su vez
formaba parte de una comandancia de la
segunda fuerza aérea especializada en el
adiestramiento
de
pilotos
y
bombarderos. De los doscientos
hombres que componían su unidad, la
mayoría pertenecía al personal del
cuartel general. Mayores que el soldado
medio, los suboficiales vivían con sus
familias en Colorado Springs.
Jim y sus compañeros de infantería
fueron recibidos por el sargento, un
hombre alto y macilento que en su
tiempo
fue
vendedor
de
electrodomésticos.
Trató
de
intimidarlos.
—Ahora pertenecéis a las fuerzas
aéreas. Puede que hayáis oído que no
somos tan duros como otras unidades
del ejército, pero eso no es más que
mierda. ¿Me oís? ¿Oís lo que os digo?
Aquí tenemos disciplina, mucha
disciplina. Porque este es un cuartel
general clave, nunca lo olvidéis.
Nuestro general es un hombre duro. Así
que haced lo que se os manda y no habrá
problemas.
Pero las fuerzas aéreas no eran ni
por asomo tan duras como la infantería.
La disciplina era irregular. Los
empleados de oficina eran como los
empleados de oficina de todas partes, y
Jim los despreciaba. Aunque los
barracones de madera eran deprimentes
y la comida era una bazofia, la vida no
era del todo desagradable. Durante los
primeros meses, él y los demás soldados
no se mezclaron con los oficinistas;
mantuvieron su identidad con orgullo,
pero inevitablemente terminaron por ser
absorbidos.
Un día era igual a cualquier otro.
Por la mañana temprano un disco
tocando a diana sonaba por los
altavoces; los hombres se levantaban
bostezando y profiriendo maldiciones; el
sargento arremetía contra los barracones
a voz en grito. Luego corrían bajo el aire
helado hasta las letrinas a veinte metros
de distancia. Acto seguido desayunaban
en
el
comedor.
Jim
tragaba
mecánicamente
aquel
pringue,
inconsciente de lo que estaba comiendo.
Entonces el sargento asignaba a cada
hombre un trabajo generalmente duro,
como la construcción de barracones,
cargar los camiones de basura, reparar
las pistas de aterrizaje. Duro, pero no
demasiadas horas. Jim disponía de días
enteros para hacer lo que le apeteciese,
y solía ir a las pistas para ver cómo
despegaban y aterrizaban los B-17 y los
B-24. Era evidente que las tripulaciones
de los bombarderos disfrutaban con su
trabajo, a diferencia del resto de los
hombres, que se entregaban a tareas sin
sentido con total desgana. A Jim le
llamó la atención uno de los pilotos, un
jovial muchacho rubio que gozaba de
gran popularidad entre la tripulación.
Cantaba canciones populares con un
gran vozarrón apagado, le gustaban las
payasadas y todos reían sus bromas. En
cierta ocasión Jim se encontró frente a
frente con él y le hizo el saludo militar,
pero el piloto sonrió y le dio una
palmadita diciéndole «¡Qué hay!», como
haría un muchacho con otro. Jim se
sintió deslumbrado, pero eso fue todo:
los separaba el rango. Era una pena.
Jim no hizo amigos. Evitaba las
reuniones nocturnas de sus compañeros
en los barracones. Prefería ver películas
o leer. Leyó una novela de Sullivan, y le
pareció la obra de un completo extraño.
Sin duda lo era. A veces iba a Colorado
Springs y era consciente de la presencia
de aquellos soldados que no
disimulaban lo que buscaban. Pero Jim
los ignoró; no estaba interesado en el
sexo.
Un día Jim fue enviado a Servicios
Especiales como monitor de tenis. Su
vida mejoró. Se llevaba bien con el
capitán Banks, un jugador de fútbol que
había sido piloto, ahora destinado a
tierra por razones de salud. El capitán
Banks iba de un lado a otro de la oficina
medio dormido, firmando papeles, ajeno
a todo lo que hacía. Como tantos otros
oficiales de la base, había delegado toda
su autoridad en su sargento.
El sargento Kervinski era un hombre
delgado y moreno. Llevaba un anillo con
un diamante en el meñique, hablaba
atropelladamente y se sonrojaba a
menudo. La satisfacción que le produjo
el que Jim fuese asignado a su sección
era evidente incluso hasta para el ojo
más inocente. Problemas a la vista,
pensó Jim.
El cuerpo de Servicios Especiales
estaba formado por aquellos que se
ocupaban del teatro y la biblioteca,
organizaban
representaciones
y
programas de radio y publicaban el
periódico. Junto a estos polifacéticos
tipos había una media docena de tímidos
jóvenes que se encargaban de la
instrucción física. Pero dado que
cualquier esfuerzo por fomentar la
disciplina de grupo era saboteado por
los oficinistas, Jim tenía poco trabajo.
Casi nadie asistía a gimnasia, y los
monitores tenían todo el gimnasio para
ellos, lo cual les venía de perlas, ya que
todos eran culturistas empedernidos.
Aunque
aquella
vida
era
relativamente placentera, Jim deseaba
que lo enviasen al frente, a pesar de que
sabía que en los ejércitos modernos no
hay mucha acción excepto para las
tropas de primera línea y los pilotos de
combate. No obstante, le atraía la idea
del peligro. Quería desahogarse. Varios
de los reclutas de servicios generales
deseaban lo mismo, odiaban la rutina y
la inactividad; pero eran una minoría.
Cada oficinista del cuartel general tenía
un oficial amigo que evitaba que lo
enviasen al extranjero, y si lo hacían,
que fuese a un lugar relativamente
seguro, como Inglaterra. No eran héroes
y lo admitían con franqueza. Solo el
sargento Kervinski era diferente. Su
sueño era ser enviado a una isla
tranquila de arenas blancas y sin
mujeres. Cuando Jim pidió ser inscrito
en la lista de embarque para el frente,
Kervinski le habló de este paraíso,
añadiendo:
—Sé lo que quieres decir, de veras;
te pondré en la lista. Quizá
embarquemos juntos, a los Mares del
Sur. Venga, vamos a cenar.
Hicieron cola juntos para el rancho.
Se sentaron en uno de los largos bancos
de madera. Sobre la cabeza de
Kervinski colgaba un calendario con la
foto de una mujer de pechos enormes. Le
echó una mirada de desagrado. Luego se
volvió hacia Jim con intención de ver si
podía abordarlo.
—¡Vaya mujer!
—Vaya mujer
—repitió Jim
secamente.
—Supongo que nunca has tenido
tiempo de buscarte una mujer, una
esposa, quiero decir que con todo lo que
has viajado…
Sabía algo del historial de Jim.
—No, no he tenido tiempo.
Aquel acercamiento era aún más
deprimente a causa de la falta de
atractivo del sargento.
—Bueno, dicen que no hay nada
como una buena esposa. Pero no para
mí. Al fin y al cabo, ¡es mucho más
barato comprar la leche que mantener la
vaca!, ¿eh?
Jim soltó un gruñido.
—¿Cómo
es
Hollywood
en
realidad?
—preguntó
Kervinski
afanosamente.
—Como cualquier otro sitio.
Jim había mostrado a algunos
compañeros la revista de cine en la que
aparecía su foto. Esto les había
impresionado lo suficiente como para
retirarle la palabra. Había aprendido la
lección, y ya no volvió a mencionar ese
episodio de su vida.
—Tengo entendido —dijo Kervinski
sonrojándose— que conociste a Ronald
Shaw y a otros muchos actores. ¿Cómo
era él?
Todo aquel submundo sabía lo de
Shaw.
—No llegué a conocerlo bien. Solo
jugué unas cuantas veces con él al tenis
—respondió Jim evasivamente.
—Bueno, he oído un montón de
historias raras sobre él, pero no me las
puedo creer.
—¿Sí? ¿Qué clase de historias? —
dijo Jim maliciosamente.
El sargento se ruborizó.
—Ya sabes, historias del tipo que se
cuentan sobre la gente de Hollywood.
No veo cómo pueden ser ciertas.
—La gente habla mucho.
—A propósito —dijo Kervinski
examinando un trozo de repollo verde y
aguado—, creo que este mes se van a
entregar los galones.
—¿Ah, sí?
—Te he recomendado al capitán
para que te asciendan a soldado de
primera —dijo el sargento metiéndose
el repollo en la boca.
—Muchas gracias —dijo Jim
temiéndose lo peor.
Kervinski masticó, pensativo.
—Deberíamos salir a cenar alguna
noche. Conozco un restaurante estupendo
cerca del Broadmoor. Los solteros
deberíamos mantenernos unidos —dijo
con una risita.
—Me parece bien —replicó Jim,
con la esperanza de que cuando le dijese
que no Kervinski no se molestase
demasiado.
—Además conozco a unas cuantas
chicas. Son muy simpáticas y seguro que
te gustarán. ¿Conoces a alguna en la
ciudad?
Jim negó con la cabeza.
—¡Vaya, se puede decir que no les
has dado una oportunidad a estas chicas
de Colorado! ¿Dónde está esa famosa
caballerosidad de los del sur?
Jim se hizo el tonto sureño.
—Bueno, supongo que realmente no
salgo mucho.
—Entre nosotros, yo tampoco. Las
chicas de aquí no son ni la mitad de
guapas que las de casa —dijo guiñando
un ojo.
Jim se sintió asqueado. A pesar de
que en el ejército era imposible ser
sincero sobre este tipo de cosas, al
menos había formas más directas de
intentar seducir a alguien. A aquel paso,
al sargento le llevaría semanas soltar lo
que llevaba dentro, y quizá fuese mejor
así. Jim le prometió que cenaría con él
pronto. Luego se disculpó y fue hacia los
barracones, en donde encontró a un
grupo de soldados sentados sobre su
cama. La mayoría eran oficinistas de
mediana edad; había reunión. Aunque
Jim hizo un gesto amable, se fueron a
otras literas. Jim se quitó la camisa y se
tumbó en silencio. Los otros continuaron
hablando. Como siempre, la nota
dominante era la de una queja. Parecía
ser que todos estaban perdiendo un
montón de dinero en el ejército. Y,
naturalmente, todos los oficiales eran
injustos y todas las mujeres infieles.
Jim se estiró sobre la áspera manta
parduzca mirando los oscuros soportes
del tejado. Los barracones siempre
estaban en penumbra, y nunca había
suficiente luz o calor. Se volvió hacia la
estufa de carbón y se percató de la
presencia de alguien nuevo, un joven
cabo sentado junto a ella que escuchaba
educadamente a los otros. Era evidente
que sabía que para pertenecer al grupo
hay que escuchar muchos debates sobre
un número muy reducido de temas, y que
se debe aceptar como ley natural que,
cuando se saca a relucir una cuestión,
esta habrá de ser repetida hasta la
saciedad con casi las mismas palabras,
como si se tratase de un estribillo.
Uno de los sargentos de mayor
antigüedad (secretario del oficial de
personal) les estaba hablando del
general.
—Es realmente un caso para la
Sección Ocho. Sin ir más lejos, el otro
día entró en la oficina y me dijo:
«Sargento, ¿cuántos hombres tenemos en
Weatherley Field?». «Ninguno —
respondí yo—, se los han llevado a
todos a la sección de combate». No
sabía que una de sus compañías había
sido trasladada el día anterior. Pues
intentó justificarse diciendo que pensaba
que el traslado aún no había tenido
lugar. Pero eso os dará una idea de
cómo funciona su mente, si es que
funciona. Siempre está pensando en algo
para imponer la disciplina. Como si no
tuviésemos suficiente trabajo llevando
su sección para él. ¡No sabía nada del
traslado!
Los demás le dieron la razón en
cuanto a que el general era demasiado
duro y no muy inteligente. O como dijo
otro sargento cuyo pasado era un
misterio: «Me gustaría verlo en un
empleo de la vida civil. Seguro que no
ganaba ni treinta y cinco a la semana».
Todo
el
grupo
convino
solemnemente en que en la vida civil el
general sería inferior a ellos, incapaz de
ganar treinta y cinco a la semana.
Cambiaron de tema y se pusieron a
hablar de mujeres.
A algunos les gustaban rellenitas; a
otros, bajitas; a algunos, rubias; a otros,
morenas, y a unos cuantos, pelirrojas.
Pero todos estaban de acuerdo en que
les gustaban las mujeres, y al hablar de
ellas se les iluminaba la cara,
recordando a sus esposas, novias,
sueños. Jim se sentía perplejo: ¿tendrían
esos tipos realmente éxito con las
mujeres? Todos carecían de atractivo
físico. Eran o demasiado gordos o
demasiado delgados, y se preguntaba
cómo podía fijarse en ellos alguna
mujer. Y sin embargo no paraban de
hablar de sus conquistas, fanfarroneando
para impresionar a los otros fanfarrones,
como prueba de que lo que decían era
cierto. Aun así, la idea de unos
oficinistas enamorados le resultaba
desalentadora.
Entonces uno se puso a hablar de los
mariquitas. Por lo que Jim sabía, no
había ninguno en los barracones,
exceptuando quizá el que había iniciado
la conversación. Era un hombre pequeño
y gordito, con una voz sosa y
desagradable.
—El otro día se me acerca este
maricón en los lavabos de la sala de
cine y me pide que me vaya con él. ¡Yo!
Bueno, le dije al muy cabrón lo que
pensaba de él. Le dije que si no se
largaba echando leches le rompía el
cuello, eso es lo que le dije, ¡y vaya si
salió pitando!
Los otros asintieron muy serios, y
todos relataron una historia similar, y en
algunos casos el ofendido había llegado
a machacar al mariquita. Jim se aguantó
la risa: siempre era a los más feos y más
sospechosos a los que habían intentado
seducir.
Miró hacia donde estaba el joven
cabo. Era un muchacho moreno de ojos
grises, con un cuerpo pequeño y delgado
pero fuerte. Observándolo con los ojos
entrecerrados, Jim sintió deseo. Por
primera vez desde hacía meses tenía
necesidad
de
sexo.
Lo
violó
mentalmente, le hizo el amor, lo adoró;
serían como hermanos y nunca se
separarían.
—Esta ciudad está plagada de esos
malditos maricones —continuó el
soldado calvo—. Nunca puedes estar
seguro.
Pero, como se había iniciado otro
tema, nadie oyó esto excepto Jim. El
soldado lo miró buscando apoyo a su
afirmación:
—¿No es así?
—Así es —respondió Jim sin dejar
de mirar al joven cabo, que bostezaba
adormilado.
Jim no tardó en hacer amistad con el
cabo, que se llamaba Ken Woodrow y
era de Cleveland. Tenía veintiún años y
llevaba en el ejército año y medio.
Había estudiado secretariado y su
ambición era trabajar para algún
empresario importante, a ser posible en
el Medio Oeste, «en donde la gente es
auténtica». Ken le contó todo sobre su
vida, y Jim lo escuchaba con mucha
atención, como un enamorado, pensando
en la manera de llevárselo a la cama.
Desde aquel día con Bob nadie había
logrado excitarlo tanto. Pero con Bob
había tenido un sentido de identidad, de
gemelos que se complementaban. Con
Ken era pura lujuria. Debía poseerlo.
Se veían a diario. Ken parecía
serenamente consciente de lo que Jim
deseaba. Las preguntas intencionadas
siempre eran desviadas con respuestas
inocentes. Era desesperante. Mientras
tanto, Kervinski los espiaba y
sospechaba lo peor. Se sentía
especialmente enfurecido con Jim, que
seguía negándose a cenar con él.
No pudiendo soportar por más
tiempo aquella espera, Jim convenció a
Ken para ir a Colorado Springs. Era una
noche de noviembre. Tenían un pase
hasta el día siguiente y dormirían en un
hotel. Algo tendría que pasar.
Colorado Springs estaba a rebosar
de soldados. Llegaban no solo de la
base aérea, sino también de un
campamento de infantería cercano.
Abarrotaban las calles, los bares, los
cines, los billares, las boleras… en
busca de sexo y diversión.
Jim y Ken cenaron en un restaurante
italiano. En la mesa de al lado dos
bonitas chicas cenaban solas.
—¿Ves a esa chica que me está
mirando? —susurró Ken, encantado—.
¿Las invitamos a sentarse con nosotros?
—No, déjalo —dijo Jim como si le
aburriese solo pensarlo—. No tengo
ganas; he trabajado mucho; estoy
derrengado.
—Joder, nunca vas con chicas, ¿no?
—dijo Ken como si acabase de darse
cuenta de eso.
Jim había estado esperando esta
pregunta durante semanas, y tenía
preparada una mentira.
—Bueno, tengo una chica aquí en la
ciudad, y la veo con regularidad, a
solas.
Ken asintió como si supiese lo que
quería decir.
—Te entiendo. Te lo guardas para ti.
Suponía que debías de tener algún rollo
así, porque llevas tiempo aquí y no sería
natural que no tuvieses alguna nenita por
ahí.
Se comieron los espaguetis, y Ken
dijo:
—¿No tendrá alguna amiga tu chica?
Ya sabes a qué tipo de amiga me refiero.
—¿Quién?
—Tu chica de aquí…, que si no
tiene… amigas.
—No, no. No que yo sepa. Tendría
que preguntárselo. No sale mucho.
—Ya. ¿Dónde la conociste?
Jim odiaba tener que seguir
inventando.
—La conocí en el club de
voluntarios, pero ya te he dicho que no
sale mucho. Trabaja para la telefónica
—añadió en un intento de dar
verosimilitud a su historia.
—Ya —dijo Ken, y se quedó callado
unos instantes, jugando con el tenedor
entre sus largos dedos—. La semana
pasada conocí a una chica. Estaba
realmente buenísima, y tenía un
apartamento en Pikes Peak. Pero bebí
tanto que no puedo ni acordarme de
dónde quedaba; ni siquiera me dijo su
nombre, así que no sé cómo encontrarla.
Daría cualquier cosa por verla otra vez.
Es horrible estar en una ciudad llena de
soldados y no conocer a nadie.
—Sí, es realmente duro —dijo Jim
dándose cuenta de que no iba a ninguna
parte.
A cada paso, la normalidad sexual
de Ken quedaba más y más patente. Jim
sabía que Ken estaba comprometido con
una chica de Cleveland, y que en cuanto
acabase la guerra se casarían. Pero a
pesar del compromiso, a Ken le gustaba
hablar de otras chicas, y más de una vez
le confesó a Jim en plan serio que se
preguntaba a sí mismo si no sería un
caso de hipersexualidad, porque no
podía dejar de pensar en mujeres. Dado
que no había nada que indicase que Ken
pudiese sentirse interesado por los
hombres, la única esperanza que le
quedaba a Jim era la de confiar en la
ambigüedad de un joven a quien él le
caía bien.
—Bueno —dijo Ken por fin,
dirigiendo la vista a las dos chicas de al
lado—, será mejor que vayamos a
emborracharnos, si de verdad no quieres
que nos liguemos algo.
Fueron de bar en bar. Jim se cuidaba
de no beber demasiado y, por cada dos
copas de Ken, él se tomaba una. En
todos los bares, Ken siempre acababa
charlando con alguna chica, pero, como
Jim había dicho que estaba cansado,
Ken no quedaba con ninguna. Se iba a
comportar como un «buen colega» y se
iba a emborrachar.
Poco después de la medianoche, Ken
ya estaba completamente ebrio: no le
salían las palabras y tenía los ojos
vidriosos. Se apoyaba en la barra para
no caerse. Había llegado el momento.
—Sería mejor que nos quedásemos a
dormir —dijo Jim.
—Sí, claro…, buena idea —
barboteó Ken.
El aire de la noche era refrescante.
Jim ayudó a Ken a caminar. Se
hospedaron en un hotel frecuentado por
soldados de permiso.
—¿Cama doble o dos individuales?
—preguntó el recepcionista.
—¿Cuál es más barata? —preguntó
Jim, que ya lo sabía.
—La doble.
La habitación era como todas las
demás en este tipo de hoteles baratos.
—Mierda, qué borracho estoy —
dijo Ken mirándose en el espejo. Tenía
la cara roja, sudaba y el pelo le caía por
los ojos hinchados.
—Y yo —replicó Jim vigilándolo,
deseando que su amigo estuviese lo
bastante borracho como para poder
hacer con él lo que quería hacer.
—Mierda —repitió Ken sentándose
en la cama, que se hundía por el centro
—. Ojalá hubiese quedado con una
chica, quiero decir con una de esas
chicas que vimos, y que tú también
hubieses quedado. Sería estupendo, ¿no?
Cuatro en la cama. Una vez tuve un
amigo al que le gustaba hacer eso. Quiso
que nos acostásemos con dos chicas
todos juntos una vez, pero yo no quise, a
mí me gusta hacerlo en privado. No me
haría ninguna gracia que alguien me
mirase, ¿y a ti?
—Tampoco.
Ken se tumbó sobre la cama
completamente vestido y cerró los ojos.
Jim lo sacudió. Ken farfulló algo
incoherente. Jim le quitó los zapatos y
los calcetines sudados. Ken no se
movía. Pero cuando empezó a
desabrocharle el cinturón, Ken abrió los
ojos y sonrió como un monaguillo
corrompido.
—Esto sí que es un buen servicio —
dijo meneando los dedos de los pies.
—Creí que te habías desmayado.
Venga, desnúdate.
Se desnudaron y se quedaron en
calzoncillos. Ken se arrojó sobre la
cama.
—Qué bien se duerme cuando uno
está borracho —dijo, y volvió a cerrar
los ojos; parecía dormido.
Jim apagó la luz con el corazón
latiéndole
apresuradamente.
Era
consciente del calor del cuerpo de Ken
junto a él. Deslizó la mano lentamente
bajo la sábana hasta tocarle el muslo.
Permaneció quieto, con los dedos
apoyados sobre la carne firme de Ken.
Ken se apartó.
—¡Corta ese rollo! —dijo con voz
sobria y clara.
Jim sintió que las sienes le latían
con furia. La sangre se le subía a la
cabeza. Se dio la vuelta. Por la mañana
tendría resaca.
III
El invierno fue frío y desapacible.
La nieve iba y venía, pero el desierto
continuaba seco, y siempre había polvo
en el viento. Jim sentía frío casi todo el
tiempo. Pasaba todo el que podía al sol,
lejos del viento. Pero por la noche
siempre hacía frío.
Ni Ken ni Jim dieron muestras de
que algo desagradable había ocurrido
entre ellos, pero era evidente que Ken se
sentía avergonzado. Se evitaban
mutuamente y Jim sintió cómo le
desagradaba aquel muchacho que no
hacía mucho había llenado sus sueños
con tanta pasión. Fueron días de gran
soledad; no tenía amigos; incluso el
sargento Kervinski demostró ser poco
constante, pues se había buscado otro
monitor recién llegado.
Durante aquel crudo invierno Jim se
sometió a un duro autoanálisis. Se
obsesionaba consigo mismo y con su
vida, y se preguntaba qué era lo que lo
había convertido en lo que era.
Reflexionó sobre su infancia.
A Jim nunca le gustó su padre: aquel
recuerdo era más vívido que ningún
otro. Sus primeros recuerdos eran de
desolación y castigos injustos. A su
madre sí la quería, pero le parecía
extraño que no pudiese recordar su
rostro, aunque sí su voz suave, cansada,
de acento sureño. En los recovecos de
su memoria aún se acordaba de cuando
ella lo cogía en brazos, besándolo y
acariciándolo. Pero todo aquello
terminó al nacer su hermano, o así lo
suponía. Su madre nunca volvió a ser tan
cariñosa con él.
Los recuerdos del colegio eran muy
difusos. Le habían gustado las chicas. A
los catorce años le gustaba una
muchacha de grandes pechos llamada
Prudence. Se intercambiaban regalos en
el día de san Valentín, y los otros chicos
se reían de aquel romance. Había tenido
fantasías sexuales sobre Prudence, pero
cuando cumplió los quince desvió su
interés hacia el deporte y hacia Bob. A
partir de aquel entonces no existió nadie
en el mundo más que Bob.
Después llegó su experiencia del
mar. Aún le entraban escalofríos cuando
pensaba en aquella noche con Collins y
las dos chicas de Seattle. Ahora se
asombraba de lo poco que había
comprendido entonces. Sin embargo se
preguntaba qué habría ocurrido de haber
llevado a su fin natural aquella aventura.
Aún creía a medias que si alguna vez
tuviese una mujer podría comportarse
como un hombre normal. Esta esperanza
no parecía tener una base sólida, pero él
así lo creía.
El recuerdo de Shaw era agradable y
siempre que se acordaba de él le venía
una sonrisa a los labios, a pesar del
drama que le montó al separarse. Había
aprendido mucho de Shaw, y había
conocido a gente muy interesante gracias
a él, gente que aún podría resultarle de
alguna utilidad. También se compadeció
de Shaw, un sentimiento siempre
gratificante, puesto que quien es
compadecido
queda
siempre
empequeñecido.
Sullivan y María Verlaine se
hallaban aún demasiado próximos en el
tiempo como para poder ser sometidos a
análisis. Pero estaba seguro de que
habían sido importantes en su vida.
María le interesaba más; sabía que
nunca sería capaz de acostarse con ella,
aunque solo fuese porque habían
hablado demasiado de ello y las
palabras habían sustituido al acto en sí.
Sullivan también tenía tendencia a
desaparecer tras una cortina de
palabras, de emociones exhaustivamente
analizadas pero poco definidas.
En cuanto a Bob, había desaparecido
del mapa. Nadie sabía dónde se
encontraba, según la señora Willard, que
escribía a Jim muy de vez en cuando con
noticias sobre la enfermedad de su
padre, el matrimonio de su hermana
Carrie o el ingreso de John en la
universidad del Estado. No obstante,
Jim estaba convencido de que Bob
aparecería algún día y que reanudarían
aquello que habían comenzado junto al
río. Hasta que llegase ese momento, su
vida quedaba en suspenso, a la espera
del gran día.
Incapaz de soportar por más tiempo
aquel frío, Jim acudió a Kervinski. Lo
encontró en su mesa, rodeado de los
teatrales sargentos, jóvenes blandos que
conocían mil historias desagradables
sobre gente famosa.
—Y bien, Jim, ¿qué puedo hacer por
ti?
—Me preguntaba, mi sargento, si
hay alguna posibilidad de enviarme al
frente.
Kervinski suspiró.
—De veras, Jim, nunca sabes
cuándo te convienen las cosas. Según las
órdenes actuales, hasta abril no
embarcas. Pero ¿quién sabe? De todos
modos no hay nada que yo ni nadie
pueda hacer. Depende de Washington.
—Me preguntaba si podría ser útil
en una de las cuadrillas de bombarderos
que se están constituyendo.
—Podría ser. Pero no saldrán al
frente hasta la primavera. Pero ¿por qué
quieres irte?
—Hace un frío horrible. Me estoy
quedando congelado.
El sargento soltó una carcajada.
—Me temo que tendrás que
aguantarte como el resto de nosotros.
Vosotros los chicos del sur sois tan…
sensuales.
Los sargentos le rieron la broma. Y
ahí quedó todo.
Llegó la Navidad con una tempestad
de nieve que duró dos días. No se podía
ver más allá de unos metros; los
hombres se perdían yendo de un edificio
a otro; el día era como la noche. Cuando
cesó la tempestad, la base parecía un
paisaje lunar con montañas de nieve más
altas que los edificios, y con cráteres
que brillaban al sol.
En el club habían montado un árbol
de Navidad. Los soldados bebían
cerveza a su alrededor y hablaban con
nostalgia de otras Navidades. Jim,
aburrido, se acercó al piano, donde un
cabo intentaba tocar una melodía con un
dedo. Hasta que no estuvo junto al piano
no se dio cuenta de que el cabo en
cuestión era Ken.
—Hola —saludó Jim.
Era una situación incómoda.
—Hola. Vaya aburrimiento.
—Y no me gusta la cerveza.
—Ya lo recuerdo. ¿Has estado
ocupado? —preguntó Ken mientras
seguía su concierto de un solo dedo.
—Sí, en mantenerme caliente.
—Creía que una vez estuviste en
Alaska.
—Pero desde entonces he pasado
demasiado tiempo en el trópico. Odio el
frío.
—¿Por qué no pides el traslado a
Louisiana? Han inaugurado una nueva
base allí.
—¿Y cómo lo hago?
Ken tocaba el himno de los marines.
—Bueno, si quieres puedo hablarlo
con el sargento. Es buen amigo mío.
—Ojalá lo hicieses.
—Mañana mismo se lo preguntaré.
—Gracias.
Jim le estaba agradecido, pero
sospechaba de él. ¿Por qué estaba tan
dispuesto a ayudarlo? ¿Quería que se
marchase de Colorado?
Al día siguiente Jim se topó con
Kervinski en la biblioteca. El sargento
estaba leyendo una revista.
—Hola, Jim —dijo sonrojándose—,
supongo que hoy nos toca holgazanear a
los dos. A propósito, Ken me ha dicho
que te habló de Louisiana.
—Así es. No sabía que conociese a
Ken.
—Claro que sí —replicó, radiante,
el sargento—, de hecho, esta noche
vamos a cenar en la ciudad. ¿Por qué no
te vienes?
La invitación fue formulada de tal
modo que era evidente que lo último que
deseaba Kervinski era que Jim los
acompañase.
—No, gracias, esta noche no. Ese
Ken es un gran tipo.
—Eso creo. Me fijé en él cuando os
vi juntos a su llegada. Es un muchacho
tan franco…
—Sí, es buena persona —dijo Jim,
rabioso de repente.
Buscó la forma de herir a su sucesor.
Pero lo único que le salió fue:
—Creo que Ken va a casarse pronto.
Kervinski no se alteró.
—Sí, bueno, no creo que haya
ningún peligro inminente. Se lo está
pasando de miedo. Además, es más
barato comprar la leche que mantener la
vaca.
Jim le lanzó una mirada de odio,
pero el sargento no pareció darse
cuenta.
—Sabrás que vamos a enviar a unos
cuantos hombres a Louisiana.
Por fin Jim cogió la indirecta.
—Sí, Ken va a ver si puedo
inscribirme. ¿Cree usted que al capitán
Banks le parecerá bien?
—Pues claro que sí. Sentiremos
perderte, eso sí.
Jim se sentía desconcertado. Había
fracasado con Ken, pero Kervinski
había tenido éxito. No parecía posible y,
sin embargo, estaba claro que algo había
tenido lugar entre ellos, y los dos
deseaban librarse de Jim.
—Gracias —dijo Jim. Salió de la
biblioteca pensando en cometer un
asesinato.
Jim no fue trasladado a Louisiana. El
día de Año Nuevo pilló un resfriado.
Fue ingresado en el hospital con una
infección de estreptococos en la
garganta. Estuvo varios días delirando,
atormentado por los recuerdos, por
palabras y frases que se repetían
obsesivamente hasta que se retorcía
maldiciendo. Soñó con Bob, con un Bob
amenazante y sutilmente distorsionado
que se alejaba de él cuando intentaba
tocarlo. A veces el río se interponía
entre ellos, y cuando trataba de cruzarlo
a nado se veía arrojado contra las
afiladas rocas, con la risa burlona de
Bob resonando en sus oídos.
Luego oía la voz de Shaw que
hablaba y hablaba y hablaba de amor,
repitiendo siempre lo mismo con el
mismo tono, hasta que Jim sabía cómo
acabaría cada frase. No había modo de
acallar aquella voz; era algo
enloquecedor.
Después se vio inundado por
recuerdos de su madre acunándolo entre
sus brazos; su rostro no estaba arrugado
y gris, sino que era otra vez joven, como
cuando él era un niño y se sentía seguro.
Pero llegaba su padre, y él se escapaba
y su padre le pegaba mientras el río
retumbaba en sus oídos.
Sentía un dolor agudo en la garganta,
como si le hurgasen con la punta de un
cuchillo, lo que acentuaba sus
pesadillas. Permaneció en ese estado un
tiempo que se le antojó años. Pero al
tercer día le bajó la fiebre y las
pesadillas cesaron. Se despertó cansado
y débil. Lo peor había pasado.
Se encontró en una pequeña
habitación del hospital. Podía ver las
montañas nevadas a través de la
ventana. Estaba completamente solo, y
por un instante se preguntó si no sería la
última persona que quedaba en este
mundo. Pero unas voces a lo lejos lo
tranquilizaron y una enfermera entró en
la habitación.
—Veo que hoy nos encontramos
mejor.
Le tomó el pulso y le puso un
termómetro en la boca.
—¿Sabes? Has estado muy enfermo
durante unos días —dijo, como
acusándolo de algo mientras le retiraba
el termómetro—. Ya estás bien. Bueno,
te metimos bastante sulfa de todos
modos.
—¿Cuánto llevo aquí? —dijo con
voz débil. Le dolía al hablar.
—Este es tu tercer día, y procura no
hablar. El médico vendrá ahora.
Puso un vaso de agua sobre la
mesilla y se fue.
El doctor era un hombre jovial.
Examinó la garganta de Jim y parecía
satisfecho.
—Muy bien. Muy bien. En unas
semanas te daremos de alta.
Parecía ser que Jim había estado
muy cerca de la muerte, lo cual no lo
sorprendió, pues había habido momentos
que en su delirio no le habría importado
dejar este mundo.
—Pero ya ha pasado. Aunque puede
que pase mucho tiempo hasta que puedas
regresar al servicio activo.
Los días transcurrieron plácida y
rápidamente. Fue el período más
agradable de su experiencia militar. Leía
revistas o escuchaba la radio. Con el
tiempo fue trasladado a una sala con
otros veinte convalecientes. Se sentía
satisfecho con esta vida, hasta que
comenzaron a aparecer los dolores;
primero en la rodilla izquierda, luego en
el hombro izquierdo: una molestia
constante, como un diente podrido. Tras
una serie de pruebas el médico se sentó
en la cama de Jim y le habló en voz baja
mientras sus compañeros intentaban oír
lo que decía.
—¿Estás seguro de que nunca antes
has sentido estos dolores?
—No, señor, nunca.
Esta pregunta se la habían hecho ya
una docena de veces.
—Bueno, mucho me temo que
padeces lo que llamamos una artritis
reumatoide. La has contraído aquí, en el
ejército.
El
enfermero ya le había
comunicado el diagnóstico, por lo que
Jim estaba preparado para aquella
noticia. Pero fingió sentirse preocupado:
—¿Es grave, señor?
—No en esta fase, no. Te dolerá,
claro. Aunque no sabemos mucho sobre
artritis, seguro que la infección que
cogiste en la garganta tuvo algo que ver
con ella. Mientras tanto te enviarán a un
lugar seco y cálido. No te curarás, pero
te sentirás mejor. Puede incluso que te
den de baja y recibas una pensión,
porque los depósitos de calcio se
pueden detectar en las radiografías, y
todo ello ocurrió mientras servías a tu
país en tiempo de guerra. Así que te
espera una buena racha.
—¿Adónde me enviarán, señor?
—Al desierto de California, quizá
Arkansas, o Arizona. Ya te lo diremos.
El médico se puso en pie lentamente.
—Yo padezco lo mismo —dijo
riendo entre dientes—. Quizá me den de
baja a mí también.
Se marchó, y Jim pensó si habría
alguien en este mundo que le cayese
mejor que ese médico.
—¿Te van a enviar fuera? —
preguntó el soldado negro de la cama de
al lado.
Jim asintió, ocultando su inmensa
alegría.
—Tío, qué suerte tienes. Ya me
gustaría a mí que me mandasen a
cualquier sitio fuera de aquí.
—Mala suerte.
El negro le habló sobre la
intolerancia y la discriminación. Estaba
seguro de que aunque se estuviese
muriendo, los blancos no cuidarían de él
como es debido. Para ilustrar esto le
contó una larga historia sobre un
soldado negro que había acudido a un
médico del ejército en varias ocasiones
quejándose de dolor de espalda, y el
médico le dijo que no tenía nada. Un día
en que el soldado estaba sentado en la
sala de espera, oyó que el médico decía
claramente: «Bueno, que entre ese
negro». Los médicos blancos eran
racistas. Todo el mundo lo sabía. Pero
algún día…
Mientras el negro relataba las
miserias de su raza, Jim solo pensaba en
su propia felicidad. Hacía tiempo que ya
no quería que lo enviasen al frente. Por
lo que había oído, no era mucho más
emocionante que el servicio en Estados
Unidos, y ahora estaba impaciente por
dejar el ejército. No había sido de
ninguna utilidad para la guerra. Pronto
estaría libre. El conocimiento de su
inminente marcha le hizo pensar en
reanudar sus relaciones con aquellos
que habían significado algo para él. Le
pidió papel al soldado negro. Lenta y
laboriosamente, con su letra torpe e
infantil, comenzó a escribir cartas,
utilizándolas como una red para capturar
su propio pasado.
Capítulo 8
Ronald Shaw se encontraba cansado;
sentía un dolor en el duodeno y estaba
convencido de que lo causaba una
úlcera, si no el cáncer. Su muerte tuvo
lugar
ante
sus
propios
ojos,
maravillosamente
iluminada
y
fotografiada, con Brahms de fondo. El
cortejo fúnebre se fue disolviendo
lentamente a lo largo de Beverly Hills,
escoltado por muchachas que lloraban
desconsoladas con un álbum de
autógrafos en la mano.
Con lágrimas en los ojos, Shaw giró
hacia el verde oasis de Bel Air. Había
sido un día muy duro en los estudios. No
le gustaba el nuevo director y odiaba su
papel, que por primera vez en su carrera
era secundario, con una mujer de
protagonista.
Tenía
que
haberlo
rechazado, o al menos haber exigido que
lo revisasen, o haberse retirado de la
pantalla antes de morir a consecuencia
de un cáncer y del exceso de trabajo.
Aquel sol tan espléndido no hacía más
que empeorar las cosas. Le dolía la
cabeza e igual cogía una insolación.
Al menos la casa estaba fresca y
suspiró aliviado cuando el mayordomo
le abrió la puerta.
—¿Ha tenido un mal día, señor?
—Horrible.
Shaw cogió el correo y salió a la
piscina, en donde George tomaba el sol.
Era un marinero de Wisconsin, con el
cabello tan rubio que parecía blanco.
Llevaba una semana con Shaw, y al cabo
de otra se haría de nuevo a la mar. Y
luego, ¿qué?, se preguntó Shaw con
amargura.
—Hola, Ronnie.
El muchacho se apoyó sobre el
codo.
—¿Cómo va la salina?
—Fatal. El director es un judío sin
pizca de talento.
A Shaw le había dado recientemente
por hacer observaciones antisemitas, lo
cual divertía a quienes lo rodeaban, ya
que él era judío.
—Supongo que por aquí también
habrá gente despreciable —dijo George,
un joven alegre que creía todo lo que le
decían.
Shaw le alborotó el pelo
lánguidamente. Se habían conocido en
un bar de Hollywood. Shaw había
comenzado a frecuentar bares, un
pasatiempo
peligroso,
pero
se
encontraba aburrido e inquieto, así como
morbosamente consciente del paso del
tiempo, del hecho de que sus cabellos se
estaban tornando grises bajo el tinte, y
de que su estómago comenzaba a
causarle problemas, así como de que la
vida se acababa a pesar de que aún no
había cumplido los cuarenta. ¿Por qué?
Le habían sucedido muchas cosas, se
dijo a sí mismo. Su carrera lo había
consumido, y además no había sido
afortunado en el amor; había sido
traicionado y engañado.
George se tumbó al borde de la
piscina mientras Shaw veía el correo.
Abrió la carta de Jim. No reconoció la
letra. Al principio pensó que sería la
carta de alguna admiradora. Luego vio
que estaba firmada formalmente: «Jim
Willard». Se sintió halagado y contento
de recibir carta suya, pero se puso a la
defensiva: si lo que quería era dinero,
no se lo daría. Sería su venganza y una
buena lección para Jim, que había
abandonado a un auténtico ser humano
por un escritor ególatra. Shaw se sintió
algo decepcionado al comprobar que no
era más que una carta amistosa.
Jim le comunicaba que estaba en el
hospital del ejército, pero que ya se
encontraba bien. Esperaba que le llegase
pronto la baja y le gustaría volver a
verlo. A Shaw le causó extrañeza, pero
era propio de Jim ser tan directo. Shaw
sufrió un repentino ataque de recuerdo
sexual. Se dio cuenta de que George lo
miraba.
—¿Qué hay? ¿Carta de alguna
admiradora?
Shaw sonrió vagamente.
—No, es de un chico que conocí:
Jim Willard. Te enseñé una foto suya en
cierta ocasión.
—¿Qué fue de él?
—Se alistó en el ejército. Me
escribe a menudo. Supongo que aún está
enamorado de mí; al menos eso es lo
que dice. Pero yo ya no siento nada.
Tiene
gracia,
¿no?
—mintió
descaradamente.
George sacudió la cabeza. Shaw lo
envió al pabellón por unas bebidas. El
sol del atardecer brillaba sobre el rostro
de Shaw, y sintió el frescor de una brisa
con aroma a flores. Su infelicidad se
tornó en indiferencia, haciéndole
sentirse
mucho
mejor.
Estaba
completamente solo en el mundo. Este
pensamiento lo excitaba. Claro que tenía
a su madre, en Baltimore, y unos cuantos
amigos de los estudios, así como los
millones de espectadores para quienes
era un rostro familiar y que se sentirían
muy honrados con su amistad. Pero
habiendo conquistado el mundo, se
sentía muy solo, y se le ocurrió que
había algo espléndido en sentirse
prisionero de la fama. Dejó que la
melancolía se posase en sus ojos. Qué
desperdicio, pensó reflexionando sobre
la incapacidad de los demás para
corresponder al amor que él era capaz
de dar. Nadie podría igualar la
intensidad de sus sentimientos. El sol
poniente
le
daba
de
frente,
transformándolo en una figura trágica en
paz consigo misma.
George llegó con un par de vasos.
—Aquí tienes.
Shaw le dio las gracias.
—¿Estás bien, Ronnie?
—Sí, si. Gracias.
La ginebra estaba helada. De repente
sintió un espasmo recorriéndole el
estómago. Se asustó, pero eructó y se le
quitó el dolor: solo era gas.
El señor Willard se estaba
muriendo, y la señora Willard deseó que
fuese pronto. Por lo visto, años y años
de mal carácter le habían dañado el
hígado y debilitado el corazón. Los
médicos paliaban sus dolores con
grandes dosis de morfina. La señora
Willard puso mala cara al entrar en la
habitación: los medicamentos y la
enfermedad la impregnaban de hedor. El
señor Willard jadeaba ruidosamente.
Tenía la cara amarilla y flácida, y la
boca que, en un tiempo se dibujase tan
autoritaria, era ahora un colgajo. Sus
ojos eran como dos cristales de color
gris a causa de la morfina.
—¿Eres tú, Bess? —dijo con voz
ronca.
—Sí, querido. ¿Cómo te encuentras?
—inquirió
ella
ahuecándole
la
almohada.
—Mejor. El médico ha dicho que me
encontraba mejor.
El médico le había dicho la noche
anterior a la señora Willard que su
marido no viviría otra semana.
—Ya lo sé; a mí me dijo lo mismo.
—Pronto podré levantarme.
El señor Willard no quería
reconocer que iba a morir. Le preguntó a
su mujer por los juzgados.
—Van bien, querido. El señor
Perkins está haciendo tu trabajo hasta
que estés listo para volver.
—Perkins es un burro.
—Estoy segura de que hace lo que
puede. Al fin y al cabo, solo está
sustituyéndote por una temporada.
El señor Willard soltó un gruñido y
cerró los ojos. Su mujer miró aquel
rostro hundido sin sentir nada. Se
preguntó dónde estaría la póliza del
seguro. No había logrado encontrarla
por ninguna parte, aunque por supuesto
el testamento, que estaba en el despacho
de su abogado, lo revelaría. El señor
Willard parecía dormir.
Ella bajó las escaleras y recogió el
correo. Al agacharse se dio cuenta de
que cuanto más vieja se hacía más le
costaba doblarse. Pero se olvidó del
dolor: una de las cartas era de Jim.
La leyó detenidamente. Estaba en el
hospital. Esto la preocupó, pero luego le
decía que ya estaba bien y que pronto
dejaría el ejército. Prometía ir a verla
en cuanto le diesen la baja. El corazón
de la señora Willard latió con fuerza al
leerlo.
Pensó en este su hijo mayor y
analizó sus propios sentimientos tras una
separación tan larga y con tan pocas
noticias de él.
Ella no quiso verlo marchar. Había
llorado la noche que se fue, a pesar de
que era consciente de que su hijo jamás
podría vivir bajo el mismo techo que el
padre. La señora Willard había odiado a
su marido en silencio desde el día de la
boda. En las discusiones familiares ella
siempre estuvo de parte de Jim, y
deseaba decirle que ella se sentía como
él y que los dos debían soportar
estoicamente lo que no podía cambiarse.
Pero por desgracia nunca le habló con
franqueza, y por ello Jim se había
marchado de casa. Ahora era demasiado
tarde; Jim nunca volvería a pertenecerle.
Quería llorar, pero no podía.
Estaba sentada con la espalda rígida
y la carta entre sus manos,
preguntándose adonde había ido a parar
su vida. Pronto estaría sola, sin tan
siquiera un marido al que odiar durante
sus últimos años. ¿Adónde habían ido a
parar el tiempo y las promesas? Se
compadeció de sí misma, pero solo por
un momento. Después de todo, Carrie y
su marido vivían cerca de ella, y John
también lo haría cuando acabase la
carrera.
La idea de la vuelta de Jim le
levantó el ánimo. ¿Qué aspecto tendría
ahora que ya era todo un hombre? La
única pista que tenía era la fotografía de
aquella revista de cine que había
enseñado a todo el mundo y en la que
daba la impresión de que Jim era una
estrella de la pantalla, impresión que
nunca se molestó en rectificar.
La señora Willard se hizo ilusiones
sobre su futuro. Había varias chicas muy
agradables, alguna de las cuales podría
ser la mujer ideal para Jim, sin que le
importara compartirlo con su madre. Jim
podría trabajar como profesor de
gimnasia en su antiguo colegio. Ella
conocía a varios políticos que podrían
hacerlo posible. Sí, el futuro tal vez
deparara cosas buenas, pensó. Guardó la
carta y regresó a la habitación de su
marido; estaba despierto, con los ojos
clavados en el techo.
—Tengo una carta de Jim.
—¿Qué dice?
—Ha estado ingresado, nada serio;
cree que pronto le darán la baja, y
entonces vendrá a casa.
—Probablemente sin un duro —
replicó su marido poniendo mala cara.
Pero estaba demasiado débil para
mantener esa expresión mucho tiempo.
—¿A qué se va a dedicar? No puede
pasarse la vida sin hacer nada serio.
—Pensé que quizá podría conseguir
un trabajo en el colegio. Yo…, nosotros
le podríamos proporcionar algo, ¿no
crees? Seguro que el juez Claypoole
estaría contento de arreglarlo.
Las esqueléticas manos del señor
Willard estrujaron con torpeza las
sábanas de su cama.
—¿Cuántos años tiene Jim ahora?
—Veintidós en abril.
—Ha crecido —dijo el señor
Willard con expresión triste.
—Sí, ha crecido —dijo la señora
Willard con el rostro iluminado. Jim
cuidaría de ella.
—No sé para qué quiere estar
danzando por ahí siempre.
—Pero es una buena experiencia, y
ya sabes lo que dicen de los calaveras.
El señor Willard cerró los ojos. Le
cansaba hablar. Su mujer se fue a la
cocina. Carrie estaba allí.
—¿Cómo está?
—Le queda poco. Unos cuantos días
como máximo. Gracias a Dios no siente
dolor.
—Eso es algo por lo que dar las
gracias.
De todos ellos, Carrie era la única
que sentía de veras la muerte inminente
de su padre. Se habían tenido cariño.
Sin embargo, su dolor filial se veía
mitigado por su embarazo. Con
tendencia a la gordura, Carrie era ahora
una mujer rellenita y satisfecha, y no
quería parecer más de lo que era: un
ama de casa acomodada y amante de su
marido. Su madre le entregó la carta de
Jim y Carrie se puso muy contenta.
—¡Espero que vuelva y se quede a
vivir aquí con nosotros!
—Yo también.
—Me pregunto qué aspecto tendrá
ahora.
—Lo sabremos cuando lo veamos.
Ahora será mejor que entres a ver a tu
padre.
La señora Willard se puso a
preparar un caldo para su marido. Sería
un alivio para ella cuando este muriese.
Quizá su marido hubiese dejado la
póliza en manos de su amigo el juez
Claypoole. Aunque todo estaría
especificado en el testamento.
El aire de Londres era húmedo y
frío. Sullivan iba deprimido al pasar
frente al palacio de Saint James de
regreso a su hotel de Mount Street.
Había cenado con H. G. Wells, a
quien admiraba como personaje, ya que
no como escritor. Fue una velada
agradable. Wells estuvo muy animado,
aunque a Sullivan no le había hecho
gracia que el gran hombre de la
literatura no solo no hubiera leído ni uno
de sus libros, sino que ni tan siquiera
hubiese oído hablar de él. Claro que
Wells era un hombre muy mayor, pero
incluso así era desalentador, y Sullivan
se sintió de nuevo un escritor fracasado.
La noche era oscura, y el apagón la
tornó aún más oscura. Un viento frío
soplaba por las calles. Se abrochó la
gabardina hasta el cuello, tiritando. Se
bebería algo fuerte cuando llegase al bar
del hotel, aunque corriese el riesgo de
toparse con Amelia, que se encontraba
en Londres. Su exmujer se mostraba
insoportablemente animada, ansiosa por
olvidar el pasado, agresiva y bulliciosa.
Y allí estaba, delgada y desaliñada,
entronizada en la barra del hotel y
rodeada de corresponsales (ella misma
informaba sobre la guerra para una
revista izquierdista).
—¡Paul, querido, ven aquí!
Los demás corresponsales saludaron
a Sullivan respetuosamente. Al menos
sabían que era escritor. Sentían
admiración por los novelistas, aunque
no se tomaban el periodismo de Sullivan
muy en serio, y la verdad es que no
podía culparlos por ello.
Sullivan estrechó las manos de todos
los presentes, a quienes conocía en su
mayoría. Los que no eran estalinistas
eran criptotrotskistas. Sullivan era
apolítico, pero Amelia estaba totalmente
comprometida. Hablaba muy aprisa
manteniendo su liderazgo en el grupo.
—Paul es un encanto, de veras;
pienso que una debe ser amable con sus
exmaridos, ¿no os parece?
La pregunta era retórica y nadie
contestó.
—Creo
que
si
debemos
comportarnos como seres civilizados no
debemos guardar rencor cuando
fracasamos en el matrimonio o en
cualquier otra cosa, excepto quizá en la
política.
Estaba algo bebida.
—¿Os suena eso a ese viejo cínico y
encantador de La Rochefoucauld?
¡Como todo lo demás! —dijo riendo
alegremente.
—¿Dónde has estado esta tarde? —
preguntó a Sullivan.
—Cenando con H. G. Wells.
Sullivan había ganado ese round.
Todo el mundo comenzó a preguntarle
por Wells y Amelia dejó de ser el centro
de atención. Incluso cuando pidió a
gritos una copa para su exmarido, él
mantuvo la voz cantante.
—Estuvo muy amable. Hablamos de
literatura casi todo el tiempo. Había
leído uno de mis libros, y me sentí muy
halagado. No es que suponga que le
gustase, pero aun así…
—Aquí tienes tu copa, Paul —dijo
Amelia,
entregándole
el
vaso
violentamente.
Echó un trago, y Amelia aprovechó
ese momento de silencio.
—Creo que pasarán años antes de
que haya un gobierno laborista en
Inglaterra. La camarilla de Churchill y
Cliveden
está
demasiado
bien
atrincherada y, entre nosotros, no me
sorprendería nada que formasen una
especie de dictadura que jamás pudiese
ser derrocada sin una revolución, y ya
sabéis lo lentos que son estos ingleses
para organizar una revuelta contra nada.
Una nación de masoquistas.
A Paul le sorprendió que Amelia
fuera tomada en serio. No podía
criticarla; se había casado con ella. Pero
al principio ella era diferente: una chica
tranquila, reflexiva, que había estado
loca por él hasta que se hizo evidente
que la relación física entre ambos era
imposible. Ella se tornó agresiva y
masculina, todo por culpa de él, o al
menos por culpa de su forma de ser. Esta
mujer vocinglera era el resultado de
aquello. ¿Es que no había nada que le
saliese bien?
Sullivan terminó su copa y se puso
en pie.
—Si me disculpas, Amelia, tengo
que dejar la clase.
Aunque dijo esto en tono cordial, le
agradó comprobar que aún tenía poder
para herirla. Ella se quedó a mitad de
frase, como si alguien hubiese levantado
la aguja del tocadiscos. Paul dio las
buenas noches a los corresponsales y
abandonó el bar. Al llegar a recepción
pudo oír cómo Amelia reanudaba su
arenga.
Sullivan recogió el correo y subió en
el ascensor, esperando que no sonasen
las sirenas avisando de un ataque aéreo
durante la noche: quería dormir, estaba
agotado. Hasta que se metió en la cama
no se percató de la carta de Jim sobre la
mesilla. La leyó dos veces, sintiéndose
decepcionado y contento a la vez. Jim
iba a ser dado de baja y quería verlo de
nuevo. Eso era todo. Ninguna mención
de María. ¿Querría eso decir que
reanudarían su aventura, si es que se
trató de una aventura? Durante su
estancia en Inglaterra había pensado a
menudo en Jim, había soñado con él, lo
había deseado. ¿Podrían volver al
principio de su relación? Esa era la
cuestión.
Sullivan no se durmió hasta el
amanecer. Se pasó la noche pensando en
los libros que había escrito, y se sintió
deprimido. No había tenido éxito en
nada. No tenía amante ni familia, y H. G.
Wells jamás había oído hablar de él.
Pero cuando le fue entrando el sueño se
consoló a sí mismo. Después de todo
aún era joven y tenía tiempo de escribir
una obra maestra. Y de recuperar a Jim.
Lo primero que haría al día siguiente
sería enviarle a Wells una de sus
novelas, dedicada.
La carta de Jim entristeció a María
Verlaine, y la avergonzó un poco. Había
sido una tonta por enamorarse de un
niño incapaz de corresponderla. Se
merecía lo que había sufrido. Ahora
solo deseaba hombres normales y
relaciones sin complicación alguna.
A pesar de la austeridad impuesta
por la guerra, salía a menudo a cenar a
Nueva York, en donde ahora residía;
conocía a gente nueva, hacía el amor.
Siempre en constante movimiento, dejó
de considerarse una figura trágica. Esta
carta inesperada le trajo a la memoria
aquella temporada en Yucatán junto a un
muchacho y su amante. ¿Desearía verlo
de nuevo? Más bien no. Había llegado a
una edad en la que no le apetecía que le
recordasen sus viejos fracasos. Sin
embargo sentía pena por Jim. Además,
¿no era una prueba de su propio poder
femenino el que recurriese a ella de
nuevo? Sí, le escribiría. Se encontrarían
en Nueva York. Al fin y al cabo ella no
tenía nada que temer, nada que ganar. Lo
peor ya había pasado.
Todo el mundo comentaba lo apuesto
que estaba Bob Ford con su uniforme de
la marina mercante. Contramaestre de un
buque de la Liberty, lo tenían por el
joven de más éxito entre los que se
habían alistado de aquel pueblo. Claro
que la marina mercante no era
exactamente ni el ejército ni la marina,
pero no dejaba de tener su mérito llegar
a contramaestre con menos de
veinticinco años. Su regreso a casa fue
una especie de triunfo, aunque para ser
exactos no poseía casa alguna, ya que su
padre había sido internado en el
manicomio hacía un año, y la casa era
ahora una pensión.
Pero el nuevo propietario estaba
dispuesto a alquilarle su antigua
habitación a mitad de precio, y en ella
se hospedó durante sus dos semanas de
permiso, tiempo que empleó en cortejar
a Sally Mergendahl, la razón de su
regreso. Se habían carteado durante
cinco años, y en ese tiempo Sally se
había convertido en una hermosa mujer.
Ya no era una chica «de cascos ligeros».
De niña había decidido que de mayor se
casaría con Bob, y nunca hubo nada que
la hiciese cambiar de idea. Ahora
recibía el premio a su perseverancia.
Una noche en que Bob la acompañaba a
casa tras ver una película hablaron de
matrimonio.
—¿Estás realmente seguro de que
quieres casarte? ¿Podrías estar casado y
seguir siendo un marino?
Bob fijó sus ojos en ella. Estaban
bajo un olmo; la cara de Bob, en la
penumbra; la de ella recibía la luz de
una farola.
—Estoy seguro de que quiero
casarme contigo. Pero amo el mar, es
todo lo que conozco.
—He hablado con papá —dijo Sally
muy despacio—, y cree que te iría muy
bien en la compañía de seguros, la suya.
Dice que es una pena que alguien con tu
personalidad esté siempre navegando
cuando podrías trabajar con él
vendiendo seguros, como socio.
—¿Crees que me daría un empleo
después de la guerra?
Sally asintió. Ya había ganado la
batalla.
—Entonces, si te parece bien,
casémonos enseguida.
—Creo que esa sería una idea
estupenda —dijo Sally Mergendahl.
Se casaron un domingo. Las
campanas repicaron y la mayoría durmió
una hora más. Pero Bob madrugó. Se
afeitó cuidadosamente, se puso su
uniforme más impecable y bajó a
desayunar. Su patrona se hallaba en
éxtasis.
—¡Qué día tan maravilloso para una
boda! Aunque cualquier día es bueno
para casarse. Te he hecho tortitas. No
hay nada como un buen desayuno para
comenzar la jornada. A propósito, aquí
hay una carta para ti. Llegó el viernes,
pero con todo este trajín me olvidé de
dártela, lo siento. La enviaron
especificando «casa del señor Ford», tu
padre, así que debe de ser de alguien de
fuera. Bueno, que disfrutes del
desayuno. Te veré en la iglesia. ¡No me
perdería esto por nada del mundo!
Bob abrió la carta de Jim. Era una
sorpresa saber de él después de tantos
años. También se sintió algo culpable
por no haber respondido a sus primeras
cartas. Sally absorbía completamente el
escaso talento de Bob para la
correspondencia.
Era una carta más bien sencilla. Jim
dejaba el ejército y esperaba poder ver
pronto a Bob, quizá en Nueva York. Eso
era todo. Bob se sintió preocupado por
algo mientras arrugaba la carta.
Ceñudamente trató de recordar qué era,
pero tenía la mente en blanco. Tiró la
carta a la papelera y se prometió
contestar a Jim en cuanto volviese al
barco.
Capítulo 9
I
Jim
no
recibió
la
baja
inmediatamente. Primero lo enviaron a
un hospital del Valle de San Fernando,
en California, donde fue sometido a
tratamiento. Su artritis mejoró con aquel
clima cálido, pero como estaba
impaciente por dejar el ejército lo
ocultó a los médicos. Así que continuó
haciendo alarde de su cojera.
Jim visitaba Hollywood a menudo,
pero no fue a ver a Shaw, pues este no
había respondido a su carta. Supuso que
aún estaría con Peter y que no le
interesaría una reconciliación. Pero se
encontró con Cy —el director de cine—
en la barra de un bar, borracho,
demasiado pegado a un marinero.
Cuando Cy vio a Jim, gritó:
—¡Hombre, el chico del tenis! ¿Qué
hay de nuevo? ¿Todavía llevas ese
uniforme? ¿Has visto ya al novio de
América?
—No, aún no.
—¿Dónde te hospedas?
Jim le dijo dónde.
—¿En un hospital? ¿Qué pasa? ¿Has
pillado algo? ¿La terrible enfermedad
cuyo nombre ni se puede mencionar?
—No, artritis.
—¿Grave?
—No mucho.
—Bueno, bebamos algo.
—No bebo.
—Bueno, yo pediré una.
Pidió una ginebra.
—¿Y cómo es que aún no has ido a
ver a Shaw?
—Porque no creo que quiera verme;
¿tú qué crees?
Cy echó un trago y se limpió la boca
con su peluda pezuña.
—Bah, ya conoces a Shaw, es un
comediante. ¿Cómo se llamaba el que te
sustituyó? Se me ha olvidado.
—Peter, un actor.
—¡Ese! —exclamó Cy, radiante de
malicia—. Bueno, pues yo fui el
responsable de esa ruptura en cierto
modo. Le di un papel al chaval y resultó
ser bueno. Así que la productora le
ofreció un contrato temporal, lo firmó y
plantó a Shaw, que había sido quien me
pidió que le diese el papel. ¿No te
parece gracioso? Pero qué demonios…,
no culpo al chaval; ni tan siquiera era
marica. Ahora se ha arrejuntado con una
tía de Malibú. Acabo de verlos esta
tarde en la playa.
—¿Y con quién está ahora Shaw? —
preguntó Jim, a quien la historia de Peter
no le sorprendió en absoluto.
—Con todo el mundo y con nadie.
Va de bar en bar, y no te haces una idea
de lo preocupada que está la productora.
Ah, a propósito, se va a meter en la
marina. Eso sí que es gracioso.
—Creí que se le consideraba
demasiado imprescindible para dejarle
marchar…
Cy se rio de su ingenuidad.
—Tienes que ir a la guerra si
quieres hacer películas. Será enviado a
Honolulú y le sacaremos un montón de
fotos como si fuese uno más de los
chicos, y luego, si la marina no lo
encierra por violar al personal, volverá
a casa con un par de galones y un nuevo
contrato. Estos últimos meses le han
hecho trabajar duro, así que tendremos
suficientes películas suyas durante su
ausencia y los idiotas no tendrán ocasión
de olvidarlo.
—¿Cuándo se alista?
—Tan pronto como la marina reciba
el visto bueno de la revista Life.
—Buen negocio —dijo Jim.
El camarero fue hacia Jim con cara
de pocos amigos: no le caían bien los
clientes que no bebían.
—Bueno, ya nos veremos.
—¿Por qué no vienes a mi casa esta
noche?
—No, gracias.
—Como quieras.
La rutina del hospital resultó un
alivio tras su experiencia de Colorado, y
Jim disfrutó del lugar. Jugó al tenis por
primera vez desde hacía dos años. Ganó
peso, y su enfermedad no tardó en
convertirse en una pesadilla ya
olvidada, al igual que aquellas frías
mañanas del desierto de Colorado.
En abril su madre le escribió para
comunicarle que su padre había muerto.
Esta noticia no le produjo pesar alguno;
casi tuvo el efecto contrario: se había
quitado un peso de la mente y un odio
del corazón. Se sentó al sol y su mirada
se perdió más allá del campo de césped,
por donde iban y venían los pacientes
con batas marrones del ejército.
Bajo aquel sol la muerte parecía
algo imposible. Aun así Jim se preguntó
cómo sería. Él mismo había estado
cerca de ella, pero no recordaba nada.
Se puso a reflexionar sobre la muerte y
sobre su padre. No creía ni en el cielo ni
en el infierno. Era poco probable que
existiese un lugar al que fuera la gente
buena, sobre todo cuando nadie sabía
seguro qué era exactamente una persona
buena, menos aún en qué consistía aquel
lugar final. ¿Qué era lo que ocurría
entonces? La idea de la nada lo
aterrorizaba, y lo más probable era que
la muerte fuese eso: nada; ni tierra, ni
gente, ni luz, ni tiempo; nada. Jim miró
su mano. Era cuadrada y estaba
bronceada, cubierta por un fino vello
rubio. Intentó imaginar cómo sería su
mano cuando estuviese muerto: floja,
pálida, convirtiéndose en polvo. Se
quedó mirando largo tiempo aquella
mano que un día sin duda se convertiría
en polvo. La descomposición y la nada,
sí, aquello era lo que deparaba el futuro.
Un frío miedo animal le hizo
estremecerse. Tenía que haber algún
modo de engañar al polvo que tiraba de
los hombres, reclamando su vuelta como
un imán inexorable. Pero a pesar de los
esfuerzos de diez mil generaciones, el
imán seguía victorioso, y tarde o
temprano sus recuerdos quedarían
esparcidos por la tierra. Aunque ese
polvo suyo sería absorbido por otros
seres vivos, y en ese aspecto al menos
continuaría existiendo; pero estaba claro
que la combinación específica que era él
nunca volvería a existir.
El sol lo calentaba. La sangre corría
veloz por sus venas. Era consciente de
la plenitud de la vida. Existía en el
presente, y eso era suficiente. Quizá en
los años venideros adoptara una nueva
visión que en cierto modo lo ayudase a
desterrar de su mente la realidad de la
nada.
En mayo se presentó ante la junta
médica. Las radiografías mostraban
depósitos de calcio en su rodilla
izquierda, y la junta decidió que James
Willard fuese licenciado del ejército de
los Estados Unidos con una pensión por
incapacidad física. Jim estaba en
éxtasis. Recibió sus papeles en regla y
un billete para Nueva York. En el tren
leyó en un periódico que Ronald Shaw,
el actor, se había alistado en el ejército.
Alquiló una habitación en Charles
Street, en el Greenwich Village, y se
puso a buscar trabajo. Acabó por
encontrar lo que quería. Cerca del East
River había un terreno que había sido
transformado en pistas de tenis. Jim
conoció a Wilbur Gray, propietario junto
con Isaac Globe de dichas pistas. Con el
tiempo se construiría allí un edificio,
pero según el señor Globe las obras no
comenzarían hasta dentro de cinco años,
y mientras tanto se podía hacer un buen
negocio.
Jim visitaba las pistas a diario, e
hizo amistad con Gray y con Globe.
Propuso comprar una parte del negocio
y dar clases también. Tras muchas
reuniones y análisis de los libros de
contabilidad, los socios —que no sabían
nada sobre tenis— aceptaron a Jim —
que no sabía nada de negocios— como
socio.
Jim trabajó el resto del año dando
clases de tenis cuando hacía buen
tiempo, y, como en el verano y el otoño
de aquel año hubo muchos días de buen
tiempo, Jim pudo reunir bastante dinero.
Fuera del trabajo no veía mucho a sus
socios; ambos eran ejemplares padres
de familia a los que no les interesaba el
mundo exterior. A Jim tampoco cuando
estaba trabajando. No veía a nadie. Una
vez llamó al hotel de María Verlaine,
pero no estaba registrada.
Una tarde de invierno Jim se
encontró en la Quinta Avenida con el
teniente Shaw, que miraba con añoranza
un escaparate de juguetes para Navidad
en los almacenes Schwarz.
—¡Ronnie!
—¡Jim!
Se
estrecharon
la
mano
cordialmente. Shaw había estado en el
Atlántico, y se hallaba de permiso; se
hospedaba en el Harding Hotel. ¿Le
apetecía a Jim una cerveza? Sí.
La suite del Harding era inmensa,
con espejos rococó y muebles con
incrustaciones de oro. Shaw pidió una
botella de whisky y se quedaron
mirándose, sin saber cómo empezar. Por
fin Shaw dijo que había corrido mucha
agua bajo el puente desde la última vez
que se vieron. Jim asintió. Luego
permanecieron en silencio bastante rato,
hasta que Shaw dijo:
—¿Vives solo?
Jim dijo que sí.
—He trabajado muy duro todo el
verano; realmente no conozco a nadie
todavía.
—Se está mejor libre y sin
compromiso. Yo, por lo menos, lo
prefiero. Claro que es mejor tener una
relación, pero ¿cuánta gente es capaz de
tener sentimientos profundos? Casi
nadie.
Jim puso fin a aquella conocida
salmodia.
—¿Qué tal la marina?
Shaw se encogió de hombros.
—He tenido que andarme con
cuidado. Aunque siempre ha sido así. A
propósito, ¿qué vas a hacer esta noche?
Me han invitado a una fiesta de
maricones; muy cursi. Te llevaré. Puede
ser tu fiesta de inauguración en Nueva
York. Van a estar todos.
A Jim le sorprendió lo poco que le
importaban a Shaw las apariencias. En
los viejos tiempos jamás habría asistido
a una fiesta así. Pero ahora se mostraba
indiferente, incluso desafiante.
Nicholas J. Rolloson, heredero de
una gran fortuna, era quien daba la
fiesta. Rolly, como lo llamaban sus
amigos, tenía dos pasiones: el arte
moderno y todo lo militar, ambas
plenamente
representadas
en su
apartamento de Central Park, con
cuadros de Chagall y de Dufy, y
artillería móvil colgando del techo. Un
enorme desnudo de Henry Moore
dominaba un extremo del largo salón, en
donde una silla parecía un armadillo
destrozado. Una compañía de soldados y
marineros
desfilaba
por
estas
sorprendentes habitaciones asombrados
de aquella decoración, ya que no de
Rolly y sus amigos, a quienes parecían
conocer bien.
Cuando Shaw hizo su entrada se hizo
silencio. Aunque había muchos famosos
presentes
—pintores,
escritores,
compositores, deportistas, e incluso un
miembro del Congreso—, Shaw era la
estrella más rutilante. Todos los ojos
seguían cada uno de sus movimientos.
En este mundo era una leyenda, y eso le
hacía sentirse completamente feliz.
Rolly les dio la bienvenida,
entusiasmado. Llevaba una americana
color escarlata. Cuando se movía su
pecho bailaba bajo una camisa de seda
amarilla. Su apretón de manos era
húmedo.
—Queridos, qué ilusión que hayáis
venido. Temía tanto que no vinieseis,
Ronnie… Habría muerto del desengaño,
pero ahora la fiesta está completa,
absolutamente completa. Ven conmigo,
todo el mundo está loco por conocerte.
Se llevó a Shaw y Jim se quedó
solo. Un camarero le ofreció un martini.
Con el vaso en la mano se dio una vuelta
por la fiesta, muy interesado en los
militares del ejército de Rolloson.
Desde un rincón del comedor un
afeminado con peluca hizo señas a Jim.
—Ven aquí, muchachito. Únete a la
fiesta.
No tuvo más opción que sentarse en
el sofá, entre la peluca y un par de
gafotas. Frente a él se sentaba un hombre
de cabellos grises y un joven calvo.
Habían
estado
discutiendo
acaloradamente, y tanto el hombre
canoso como el gafotas se sentían
molestos por haber sido interrumpidos.
—Has venido con Shaw, ¿no? —
preguntó la peluca.
Jim dijo que sí.
—¿Eres actor?
—Tenista —respondió Jim poniendo
voz grave.
—¡Oh, qué emocionante! ¡Un
deportista! Me encantan los hombres
atléticos, teutónicos y primitivos, no
como
nosotros,
que
estamos
sencillamente frustrados e inhibidos por
una sociedad demasiado compleja para
comprenderla. Este joven es el
verdadero arquetipo, el patrón original
del que nosotros no somos más que
distorsiones neuróticas —dijo el gafotas
examinando a Jim como si se tratase de
un interesante experimento.
El hombre canoso protestó.
—¿Por qué hemos de ser el
resultado de una distorsión? Te dejas
influir por las apariencias. No
conocemos su realidad. Puede que él sea
el más neurótico de todos nosotros. A
propósito —dijo volviéndose hacia Jim
con una sonrisa—, no estamos hablando
de ti como persona, sino como símbolo.
No queremos ser impertinentes.
Entonces intervino el calvo:
—Pero hay algo cierto en esta teoría
teutónica. En Alemania, ¿no son los del
ejército, los deportistas, los hombres
más viriles homosexuales o al menos
bisexuales? Y Dios sabe que Alemania
es de lo más primitivo. Por otro lado, en
América y en Inglaterra encontramos que
el afeminamiento es uno de los signos
del homosexual, así como de la
neurosis.
—Hace cinco años podríamos haber
pensado que esto era cierto, pero ya no
estoy tan seguro. Claro que siempre ha
habido hombres de apariencia normal
que eran homosexuales, pero que nunca
o
rara
vez
practicaban
su
homosexualidad; mientras que el otro
tipo, el que llamáis teutónico, no era tan
evidente, y sabíamos muy poco de él,
pensando que estaba formado por
chaperos, ya sabéis, el camionero que
disfruta con ello pero aparenta que lo
que le gustan son las mujeres y el
dinero. Pero creo que la guerra ha
cambiado
muchas
cosas;
las
inhibiciones se han perdido; jóvenes de
todo tipo están probando cosas nuevas,
lejos del hogar y los tabúes conocidos
—dijo el gafotas.
—Todo el mundo es bisexual por
naturaleza.
La
sociedad,
el
condicionamiento, la buena o la mala
suerte, dependiendo de cómo nos
enseñaran a considerarla, fijan el
resultado. Nada es «lo correcto»; solo la
negación del instinto es lo equivocado
—dijo el canoso.
Shaw le hizo una seña a Jim para
que se le acercase. Jim se disculpó.
Shaw y Rolly estaban rodeados de
marineros que se sintieron celosos de
Jim.
—Me
parecía
que
estabas
aburriéndote con esos intelectuales.
—¿Quiénes son?
—Bueno, el hombre de pelo canoso
es profesor en el City College, y el de
gafas es periodista; seguro que
reconocerías su nombre si me acordase.
Y el otro es una auténtica zorra —dijo
Rolly acariciándose la lustrosa melena
—. Seguro que hablaban de política.
¡Vaya rollo! ¿Para qué preocuparse?
Que coman tarta y todo eso. Al fin y al
cabo, de verdad, ¿no es el vivir y el
dejar vivir la mejor política?
Jim le dio la razón. Rolly le pellizcó
el muslo. Los marineros se llevaron a
Shaw y Jim se vio acorralado.
—Tengo entendido que eres tenista.
Lo encuentro muy emocionante, ser
deportista y trabajar al aire libre.
Siempre he pensado que si pudiese
volver atrás, lo cual afortunadamente no
ha ocurrido, habría pasado más tiempo
al aire libre. Pero no hago nada de nada,
ya lo sabrás, ¿no? Espero que no me
odies por ello. Todo el mundo es tan
esnob hoy en día con eso del trabajo…
Son los comunistas, están por todas
partes, diciendo que la gente debe
«producir». Pues bien, lo que yo digo es
que debe haber alguien que sepa
apreciar lo que se produce. Y por eso yo
soy un miembro útil a la sociedad. Al fin
y al cabo hago que el dinero corra, y
otras personas se lo llevan, y realmente
creo que todo el mundo debería
pasárselo de miedo… Ah, ahí está ese
marinero tan chulo, ¿no te parece una
maravilla? Se lo tiraron cinco veces el
domingo pasado y así y todo fue a misa;
eso me dijo.
Jim examinó a dicha celebridad, que
más bien parecía un joven de aspecto
agotado en uniforme.
—Ah, cómo detesto a estos
mariquitas chillones —dijo Rolly,
jugando con su anillo de esmeraldas y
rubíes—. Siento una total debilidad por
los tipos duros. ¿Qué sentido tiene
comportarse como un mariquita si te
gustan los mariquitas? ¿Me entiendes?
Por suerte hoy en día todo el mundo es
gay, si sabes lo que quiero decir…,
literalmente todo el mundo. Era tan
diferente cuando yo era una niña… Sin
ir más lejos, hace unos días un amigo
mío…, bueno, llamarle amigo es un
poco demasiado, más bien es algo
siniestro, pero comoquiera que sea, este
conocido estaba manteniendo a Will
Jepson, ¡el boxeador! ¡Vamos, de
verdad, cuando las cosas llegan a ese
punto han llegado demasiado lejos!
Jim estaba de acuerdo en que las
cosas habían ido demasiado lejos. Rolly
le repugnaba, pero reconocía que solo
deseaba ser amable, y eso ya era
bastante.
—¡Cuánta gente hay aquí! Me gusta
que la gente se divierta. Quiero decir, la
gente adecuada que sabe apreciar este
tipo de cosas. ¿Sabes?, me he hecho
católico. Todo empezó con monseñor
Sheen, ¡esos ojos tan azules! Claro que
también es cierto que necesitaba de la
fe. Necesitaba saber adónde iré a parar
cuando me libre de esta envoltura
mortal, y la Iglesia católica es tan
hermosa, con esa pompa que tanto me
chifla. ¡Uno se siente tan seguro con
todos esos rituales y esos ropajes!… No
hay nada que se pueda comparar con
todo ello. Realmente disponen de los
ceremoniales más hermosos del mundo.
Una vez estuve en San Pedro por
Semana Santa, creo. El Santo Padre
entró sobre un trono dorado con una
triple tiara y los ropajes más blancos y
maravillosos que hayas visto jamás, y
los cardenales vestidos todos de rojo, y
el incienso y el mármol y las estatuas
doradas…, ¡algo delicioso! Bueno, el
caso es que en aquel momento me
convertí al catolicismo. Recurrí a Dario
Alarimo, un buen amigo mío
perteneciente a una antiquísima familia
napolitana. Su padre era duque, y él lo
habría sido también, pero creo que lo
mataron en la guerra por fascista, aunque
toda la gente bien era fascista en
aquellos días, a pesar de que todos nos
dábamos cuenta de que Mussolini no era
nada chic. ¿De qué estábamos hablando?
Ah, ya, de mi conversión al catolicismo.
Así que acudí a Dario y le dije: «Esto es
lo más espléndido que jamás haya
visto». Y él me dijo: «¿A que sí,
Rolly?». Todos mis amigos me llaman
Rolly; espero que tú también. Así que
me preparé para entrar en la Iglesia. ¡Mi
pobre cabeza! Era todo tan difícil de
aprender, tanto que memorizar…, pero
lo hice. No quiero parecer un criticón o
buscarle faltas a la Iglesia, pero si
abreviasen todo ese aprendizaje todo
sería más sencillo y captarían a mucha
gente estupenda, no es que quiera decir
que no tengan la gente más estupenda.
Buenas noches, Jimmy, Jack, Allen. ¿Os
lo estáis pasando bien? Como iba
diciendo, a excepción de lo terrible que
era tener que memorizar todo aquello, ha
sido todo muy emocionante. Me confieso
una vez al mes y voy a misa los
domingos por la mañana, a las diez, y
realmente creo que soy una especie de
converso modelo. Claro que puede que
pasen años antes de que muera; eso
espero. Pero cuando deje este mundo
quiero estar preparado. He comprado la
cripta más bonita de la iglesia de Saint
Agnes, en Detroit, donde mi familia
fabrica esos horribles automóviles, y
allí seré enterrado. Espero que el
cardenal celebre la misa en mi funeral.
Más le vale, teniendo en cuenta el
dineral que les dejo en mi testamento.
¿Ya te vas, Rudy? Gracias, buenas
noches. Tengo entendido que el papa
está considerando muy en serio
otorgarme una condecoración por mis
buenas obras. Les he dado una buena
suma, ¿sabes? Es el único modo de
vencer al comunismo. Espero ir al cielo
después de tantas buenas obras llevadas
a cabo en la tierra. Creo que el pecado
es algo terriblemente atroz, ¿tú no? Es
prácticamente imposible no pecar, pero
opino que son los pecados grandes los
que no se pueden perdonar, como
asesinar a la gente. Unas cuantas
mentiras, mentirijillas piadosas, y
alguna que otra infidelidad, ese es
realmente el alcance de mis pecados.
Tengo tanta esperanza en la vida
venidera… ¡La veo como una orgía de
colores! Y todos los ángeles con aspecto
de marinero. ¡Todo tan gay! La fiesta va
muy bien, ¿no crees?
Jim asintió, agotado por aquella
catarata de palabrería.
—Si me disculpas, he de patrullar un
poco; la labor de una anfitriona nunca
cesa. No te apetecería pasar la noche
aquí, ¿verdad?
Cuando Jim comenzó a disculparse,
Rolly soltó una risita.
—Ya casi nadie lo hace; es uno de
los horrores de la edad. Bueno, he
disfrutado inmensamente con esta
pequeña charla, y espero que te pases
alguna noche para que podamos cenar
tranquilamente juntos.
Rolloson le dio una palmadita en las
nalgas y se zambulló en su zoológico.
Jim encontró a Shaw borracho y
rodeado de marineros.
—Me voy a casa.
—Pero aún es pronto… Venga, lo
que te hace falta es un trago.
—Te llamaré dentro de uno o dos
días.
Jim se marchó. Se sintió aliviado al
respirar el aire fresco de la calle.
El invierno pasó rápidamente. Jim
veía a Shaw de vez en cuando, y Shaw
fue amable con él y lo hizo reír. Le
presentó a gente de dinero que no tenía
nada que hacer. En Nueva York había
muchos
mundos
diferentes
de
homosexuales, y todos tenían algún
conocimiento de los otros. Luego estaba
el semimundo, en donde los hetero y los
homo se mezclaban con un cierto grado
de franqueza, especialmente en los
círculos literarios y teatrales. Pero en la
alta sociedad los homosexuales llevaban
una máscara estilizada con el fin de
poder relacionarse de modo convincente
entre aquellas admiradoras que se
sentían atraídas por su capacidad de
comprensión y sus escasas exigencias.
De vez en cuando dos homosexuales
podían llegar a conocerse en las altas
esferas. Cuando esto ocurría se
reconocían de un solo vistazo y, al igual
que alegres conspiradores, analizaban el
efecto que el uno ejercía sobre el otro.
Era una especie de masonería.
Los homosexuales habían llegado a
Nueva York de todo el país. Aquí, entre
millones de personas indiferentes,
pasaban inadvertidos por el enemigo,
pero se conocían entre ellos. Aunque,
por cada uno que vivía abiertamente con
otro hombre, diez se casaban, tenían
hijos, vivían una vida corriente y
discreta y solo alguna que otra vez se
perdían por algún bar de ambiente o
alguna sauna, especialmente a las cinco
de la tarde, al salir de la oficina,
momento en que la necesidad es más
apremiante. A Jim le atraían esos tipos
masculinos y nerviosos tanto como le
desagradaban los que había conocido a
través de Shaw, a pesar de que aprendió
mucho
de
aquellos
atrevidos
homosexuales. Al igual que los músicos
de jazz y los drogadictos, hablaban en
clave. Las palabras «mariquita» y
«afeminado» eran de mal gusto.
Preferían llamarse «gays», mientras que
alguien realmente amanerado era una
«reina». Los tipos masculinos que se
ofrecían a los homosexuales declarando
su
heterosexualidad
eran
los
«chaperos», y normalmente cobraban
dinero. Se desconfiaba de ellos, pues
una parte del credo homosexual era que
los chaperos de este año son la
competencia del año que viene. La
mayoría de los amigos de Shaw
consideraban a Jim un chapero, además
de inaccesible.
Jim estuvo durante todo el invierno
en contacto con gente del mundo de
Rolloson. Aunque le repugnaban las
reinas, no tenía otros amigos. Los
encuentros furtivos con jóvenes casados
rara vez conducían a nada. Esperaba que
si mantenía contacto con las reinas
podría llegar a gustarle aquel mundo y
encontrarse a gusto en él. Pero no fue
posible, y cuando Shaw regresó al
servicio activo, Jim abandonó aquel
círculo, prefiriendo frecuentar los bares
en donde poder encontrar jóvenes de sus
propias tendencias.
Cierta tarde Jim telefoneó a María
por impulso, y para sorpresa suya la
encontró en el hotel. Lo invitó a visitarla
y le dio un abrazo nada más verlo.
—¡Qué bien te veo!
Lo condujo al cuarto de estar. Sus
ojos brillaban, y reía a menudo. Pero
Jim vio que el cigarrillo le temblaba en
las manos y que se encontraba
incómoda. Se preguntó porqué, pero ella
no le dio ninguna pista.
—¿Que dónde he estado? Veamos.
En todas partes. En ninguna parte. El
verano, en Maine. Después en Jamaica.
Pero Nueva York es donde tengo mi
base.
—No has sido feliz, ¿verdad? —
preguntó Jim directamente.
—¡Vaya pregunta! —replicó ella
riendo y sin mirarlo a los ojos—. Es
difícil saber lo que significa ser feliz.
¿La ausencia de dolor? En ese caso, sí
he sido feliz. No sufro dolor. No siento
nada.
Pero se burlaba de ella misma al
hablar.
—Entonces, ¿aún no has encontrado
lo que buscabas?
—No. Vivo en la superficie, al día.
De repente se puso seria.
—¿Lo encontrarás algún día?
—No lo sé. Quizá no. Ya no soy
joven. No voy a vivir siempre.
Simplemente sigo adelante, y espero.
—Me pregunto si existe algún
hombre que busque eso tan completo que
tú deseas. No creo que los hombres sean
capaces de tanto sentimiento, por eso es
por lo que tantos prefieren los hombres
a las mujeres.
Enseguida se arrepintió de haber
dicho esto. Pero estaba convencido de
que era verdad. María se rio.
—No nos das muchas esperanzas.
Uno debe ser lo que es. Además, a veces
he sido muy feliz.
—Quizá todos fuésemos más felices
con amigos y sin amantes.
María sonrió.
—Parece un desperdicio, ¿no?
Hablaron de otras cosas hasta que
comenzó a caer la tarde y Jim se levantó
para irse. María le había dicho que
esperaba a un amigo a las cinco.
—Nos veremos de nuevo. Pronto —
dijo ella.
—Pronto —repitió Jim.
No se abrazaron. Jim se dirigió a un
bar de Times Square frecuentado por
soldados
y marineros.
Observó
detenidamente a los clientes, como si
estuviese inspeccionando el campo de
batalla.
Entonces
seleccionó
su
objetivo: un alto teniente de anchas
espaldas, moreno, de ojos azules. Jim se
puso tras él y pidió una copa. Su pierna
tocó la del teniente, una pierna
musculosa que le devolvió el roce.
—¿Estás en el ejército? —preguntó
el teniente. Hablaba lentamente y su voz
profunda tenía el acento del Lejano
Oeste.
—Sí, estuve en el ejército.
—¿En qué cuerpo?
Intercambiaron información. El
teniente había estado en infantería
durante la invasión del norte de África.
Ahora estaba destinado en el sur como
instructor.
—¿Vives por aquí cerca?
—Tengo una habitación en el centro
—asintió Jim.
—Ojalá yo tuviese un sitio propio.
Tengo que dormir en el sofá, en casa de
un primo mío casado.
—Eso suena muy incómodo.
—Lo es.
—Podrías
quedarte
en
mi
habitación; es muy amplia —propuso
Jim haciendo como que lo estaba
meditando.
El teniente rechazó la oferta; no
podía aceptarla. Se tomaron otra copa y
se fueron cada uno a su casa.
II
En primavera regresó a su trabajo en
las pistas de tenis. Según sus socios,
podrían pasar diez años hasta que
construyeran sobre aquel terreno.
Mientras tanto, era una mina de oro, y
Jim trabajó muy duro e hizo dinero.
Nueva York estaba llena de soldados
que iban y venían. Jim se mudó a un
apartamento más grande dentro del
Village. Conocía a algunas personas,
pero no muy bien. Era más fácil tener
relaciones sexuales con un hombre que
hacerse su amigo.
Jim vio a María Verlaine un par de
veces, pero como era evidente que a ella
le resultaba doloroso dejó de llamarla.
Aquel verano regresó Sullivan, y
Jim fue a buscarlo al club. Se saludaron
de un modo áspero e informal. Sullivan
estaba más delgado, y en su pelo claro
se podían ver algunas canas. Vestía de
civil.
—Sí, ya he dejado de ser
corresponsal de guerra. Lo dejé antes de
que me echasen. No tengo ese toque
vulgar, a diferencia de mi angelical
mujer.
—¿Amelia?
—Sí. Ahora es una mujer de éxito.
Comenzó contándoles a las lectoras del
Ladies’ Home Journal lo que suponía
ser un ama de casa británica durante los
bombardeos, y ahora está metida en
política hasta el cuello. Todo el mundo
la cita. Hemos vuelto a la Edad Media.
Sullivan pidió otra copa y preguntó:
—¿Has visto a María?
—Unas cuantas veces. No muchas.
No está en la ciudad.
—Una pena. Quería verla. Es la
única mujer que llegó a gustarme como
persona. No te presiona en absoluto.
—Creo que se encuentra bien ahora
—dijo Jim, vacilante.
Sullivan calló.
—Está interesada en algún hombre,
no sé quién —siguió Jim testarudamente,
sin saber a ciencia cierta por qué le
mentía; solo sabía que no quería herir a
Sullivan de nuevo.
—Me alegro por ella. Se merece lo
mejor.
—¿Cómo va tu negocio? —preguntó
Sullivan cambiando de tema.
Jim se sintió orgulloso de contarle lo
bien que le iba. Presumir delante de los
amigos es sin duda uno de los pocos
placeres de la vida.
—Esa es una buena noticia. ¿Estás
solo? ¿Vives solo?
—Sí. Únicamente voy a bares. Me
gustan los desconocidos, supongo.
—Es mejor tener una sola persona,
¿no crees?
—Quizá para algunos. Pero no para
mí —mintió Jim—. A veces ni siquiera
sé sus nombres. A veces no cruzamos
más que unas pocas palabras. Todo
sucede de un modo tan natural, tan
sencillo…
—Suena como algo muy solitario.
—¿Y no es así todo en esta vida?
Sullivan miró alrededor del
anticuado bar con sus paredes forradas
de madera oscura. Unos miembros del
club bebían tranquilamente en la mesa
de un rincón.
—Has cambiado —dijo Sullivan
con indiferencia.
—Ya lo sé —respondió Jim con la
misma indiferencia—. Cuando estás a
punto de morir, cambias; cuando has
sido soldado, cambias; cuando te haces
mayor, cambias.
—Ahora pareces un poco más…
preciso.
—Sobre algunas cosas. Pero aún no
sé cómo conseguir lo que deseo.
Sullivan se rio.
—¿Y quién lo sabe? El cambio es
inherente a la vida.
—Pero eso no es cierto —replicó
Jim, enfrascado en sus pensamientos.
—¿Qué?
—Conocí a alguien en Virginia.
Alguien con quien crecí.
Era la primera vez que Jim
mencionaba a Bob. Se detuvo
inmediatamente.
—¿Quién era?
—Hace mucho tiempo de eso.
Jim calló. Sintió una sensación de
poder al pensar que un día podría
recobrar el pasado simplemente
volviendo a casa. Hizo una promesa.
Tan pronto como el verano acabase,
volvería a Virginia, junto a Bob, y
continuaría lo que comenzó aquel día
junto al río.
Jim se dio cuenta de que Sullivan
había hecho una pregunta y aguardaba
una respuesta.
—¿Qué? Lo siento.
Sullivan habló con torpeza.
—Decía que yo también me he
sentido solo, y que si quisieras,
podríamos… otra vez.
Jim se sintió halagado, aunque no
muy animado. Pero retomó su aventura
con Sullivan y, como ahora carecía de
gran importancia para los dos, su vida
fue esta vez más placentera que al
principio de su relación.
En junio fue publicada la nueva
novela de Paul. Sus editores dieron un
cóctel para celebrarlo. Era un día
caluroso. Jim se sentía aburrido e
incómodo, pero Sullivan, con su
inmaculado traje nuevo, era casi feliz.
El aire era asfixiante en la
habitación, todos hablaban en voz alta;
la flor y nata del mundo editorial
neoyorquino se emborrachaban juntos.
Jim iba de un grupo a otro, con los ojos
llorosos por el humo del tabaco.
Aquellas conversaciones lo dejaban
perplejo.
—Un resurgimiento de Henry James.
No durará. Son los ingleses, ¿sabéis?
Ellos son los responsables. Durante los
bombardeos la gente necesita consuelo,
así que leen a James y Trollope.
Retornan a un mundo dorado, seguro e
independiente, en el que no existen las
bombas.
—Supongo que habrá guerra en las
novelas. El verdadero horror de la
guerra son las novelas que se escriben
sobre ella. Pero no esperéis nada bueno
hasta dentro de por lo menos diez años.
Yo no publicaría una novela de guerra ni
por todo el oro del mundo. Claro que
Harry Brown es una excepción. Y John
Hersey.
—¿Carson McCullers? Sí. Y
Faulkner, naturalmente. Los agricultores
también. Parece que hay mucho escritor
del sur. Quizá la guerra civil es la causa.
Uno debe vivir la tragedia para crear
literatura. Además, a los sureños no se
les obliga a entrar en los negocios tan
pronto, eso es importante. Y hablan
tanto…
—¿Es el Partisan Review real y
verdaderamente trotskista?
—Los judíos no saben escribir
novelas. No, no es que sea antisemita.
Los judíos escriben excelentes críticas.
Pero no son creativos. Tiene algo que
ver con su educación talmúdica. Claro
que Proust era un genio, pero era medio
francés y un perfecto arribista.
—Henry Miller es casi tan aburrido
como Walt Whitman, y tiene mucho
menos talento.
—Me encantó Por quién doblan las
campanas. La leí dos veces.
Obscenidad pura, pero es una obra
hermosa, buena y auténtica.
—¿Scott Fitzgerald? No creo
conocerlo. ¿Está aquí? ¿Es escritor?
Un joven delgado y mal afeitado le
preguntó a Jim si escribía, y cuando Jim
le dijo que no el joven se sintió
aliviado.
—Demasiados
escritores
—
masculló, borracho.
—¿Qué piensas de Paul Sullivan? —
preguntó Jim con curiosidad. Pero no
logró entender la respuesta.
—Tampoco me gusta Aldous Huxley.
Sullivan estaba firmando un libro.
Jim se fue.
Fue un verano muy ajetreado. La
guerra continuaba. El trabajo de Jim era
duro, pero rentable. El señor Globe le
caía muy bien; no entendía nada de tenis.
—Estoy en esto por dinero, Jim. Yo
tenía una tienda de artículos de segunda
mano, y tuve que cerrar durante la
Depresión. Después trabajé en una
oficina hasta que me metí en este
negocio. Lo que yo digo es que se puede
hacer dinero fácil si te metes en
negocios por dinero, pero que a veces se
necesita ayuda. ¿Sabes por qué te
dejamos participar en el negocio?
Jim dijo que no, aunque era mentira.
—Porque tú no estás en esto
únicamente por dinero. Te gusta lo que
haces, y para hacer dinero siempre tiene
que haber alguien que entienda para
ayudar a los que están metidos solo por
dinero.
Aquel verano ganaron mucho, y Jim
estaba contento.
Cuando María Verlaine volvió a
Nueva York en el otoño, Jim y Sullivan
fueron a visitarla a su hotel. Se la veía
muy bien y Jim se lo dijo.
—He estado en Argentina.
—¿Eso es una respuesta? —preguntó
Sullivan, riendo.
—Creí que estabas en Canadá —
dijo Jim.
—Sí, a los dos. Os serviré una copa.
Pensé que podríamos cenar aquí en la
habitación.
Se movía con rapidez y elegancia.
—Es una historia muy sencilla y
sabida. Conocí a un argentino en
Canadá. Me invitó a Buenos Aires y fui.
—¿Crees que eso fue acertado? —
preguntó Sullivan, que parecía haberse
vuelto convencional de repente.
—¡Mi querido Paul! Es un poeta
rico, totalmente indiferente a lo que la
gente pueda pensar. De hecho, les dijo a
todos que yo era una famosa escritora
mexicana, y todos me adoraron. Fue
maravilloso.
—Y ahora, ¿qué?
—He vuelto, como podéis ver, y
pasaremos aquí el invierno.
—¿Pasaremos? —preguntó Jim.
—Sí; Carlos está conmigo. Pero en
una suite aparte. En Nueva York
debemos comportarnos hipócritamente.
No queremos corromper a los
anglosajones.
—¿Ha publicado en Estados
Unidos? —preguntó Paul.
—No; no creo que jamás haya
escrito nada.
—Pero dijiste que era poeta.
—Eso no quiere decir que tenga que
escribir poemas, ¿no? En realidad no
hace nada, y esa es su poesía, no hacer
nada, con imaginación, claro.
—¿Nos lo vas a presentar? —
preguntó Paul.
María intentó esquivar la pregunta.
—Claro. Pero hoy no. Quizá más
adelante. Pero cuéntame algo sobre tu
nuevo libro.
Jim se preguntaba por qué se sentía
traicionado en lugar de alegrarse por
María, quien parecía haber encontrado
lo que había estado buscando. Pero no
se alegraba. Estaba enfadado con ella y
consigo mismo por no haber sido capaz
de darle más que una amistad sincera,
algo que podría haber encontrado en
cualquier persona comprensiva. Se
sentía herido; era como si ella lo
hubiese abandonado.
Les trajeron la cena y Jim bebió un
borgoña de antes de la guerra con la
esperanza de emborracharse, aunque su
mente estaba demasiado concentrada en
su ira.
Paul relató su encuentro con Amelia
en Londres. María no pareció
sorprendida.
—Ya me temía que se convertiría en
una amazona.
—No me eches la culpa a mí.
—¡En absoluto! No fue culpa tuya, ni
de ella. Es este maldito país.
—¿Maldito? —dijo Jim saliendo de
su autocompasión. Nunca había oído
hablar a nadie de ese modo sobre el país
de Dios.
—María es una nazi. O una
comunista —dijo Paul en plan de broma.
—Los rusos son nuestros aliados.
Pero no soy política. Solo una mujer,
algo muy difícil en vuestro país. Cuando
no me encuentro con hombres a los que
han hecho daño me encuentro con
hombres que piensan que las mujeres
son solo una especie de alivio, como
una aspirina.
—Los que se hallan en estado latente
son muy malos amantes —dijo Sullivan
mofándose.
Nunca
se
sintió
impresionado por los himnos de María a
Afrodita.
—Exactamente. Todo en este país
está calculado para destruir a ambos
sexos. A los hombres se les dice que sus
deseos son sucios e indeseables. A las
mujeres, que son diosas y que los
hombres tienen suerte de poder
simplemente adorarlas a distancia.
—La culpa es de la publicidad.
Como las mujeres son las que más
compran, los publicitarios las halagan
más, les dicen que tienen mejor gusto
que los hombres, más sensibilidad, más
inteligencia, incluso más fuerza física
porque
viven más
años.
Los
publicitarios, como es lógico, son
hombres.
—Pues su responsabilidad es muy
grande.
—¿Y los europeos son mucho
mejores? —intervino Jim.
María se encogió de hombros.
—Al menos allí los hombres saben
quiénes y qué son, y por ahí empieza la
cordura.
Paul estuvo de acuerdo.
—Los americanos tienden a
representar varios papeles, con la
esperanza de dar con el apropiado.
—Cuando acabe la guerra, ¿volverás
a Europa? —preguntó Jim a María.
—Sí. ¡Para siempre!
—¿Con el argentino? —preguntó
Paul.
—¿Quién sabe? Yo vivo en el
presente —respondió ella sonriendo.
A Jim nunca antes le había parecido
tan adorable. Ella lo miró; había un
destello de cariño en sus ojos y por eso
Jim rehuyó su mirada, reflexionando
sobre su traición, maldiciendo su causa.
III
El nuevo libro de Sullivan no tuvo
éxito. Se dedicó a escribir artículos para
revistas y se preguntó si debería probar
suerte con el teatro. Jim vio que era fácil
llevarse bien con él. A veces uno de los
dos traía un extraño a casa y ninguno se
sentía celoso o envidioso. Desde el
punto de vista de Jim era una relación
ideal; solo la intensa experiencia que
había vivido con Bob podía resultar más
satisfactoria que su vida con Sullivan.
Jim veía a María Verlaine de vez en
cuando; el argentino nunca estaba. Su
vieja amistad continuó, pero era más
consciente que nunca de que no era
suficiente. Para él era insoportable que
ella fuese feliz y que la razón fuese otro
hombre.
Rolloson invitó a Jim y a Paul a su
fiesta de Nochevieja: «Un grupo muy
simpático, queridos, una pequeña
reunión». Era el mismo grupo que Jim
había conocido en su primera fiesta en
casa de Rolloson. Este llevaba un traje
gris claro ceñido por la cintura, una
camisa color malva con su monograma,
y una chalina color verde marino de
crespón de seda atada a su cuello
rosado. Los recibió en la puerta
perfumado de violetas.
—Qué ilusión me hace que haya
venido usted, señor Sullivan. ¿Puedo
llamarlo Paul? Paul, hay montones de
gente que se mueren por conocerlo, y
seguro que se encontrará con muchos
viejos amigos. Creo que literalmente
todo el mundo se encuentra aquí, y yo
que quería celebrar una fiesta íntima.
Ay, bueno.
Empujó a Sullivan hacia un grupo de
personas con aspecto de literatos, entre
los que se hallaba el profesor canoso
del City College. Luego se llevó a Jim y
lo presentó a varias personas sin parar
de hablar por los codos.
—Primero Shaw y ahora Sullivan.
Eres único. ¿Cómo lo haces? ¿O debería
preguntar qué es lo que tienes? —dijo
dándole un repentino tiento. Jim se
molestó sobremanera.
—Es solo que no conozco a nadie
más.
—Pero ¿dónde los conociste?
—En Hollywood. ¿Consiguió esa
cosa del papa, esa condecoración?
Rolly frunció el ceño.
—Ay, querido, la Iglesia está
preñada de política, totalmente preñada.
De hecho, no se te ocurra repetir nada
de esto a nadie, creo que probaré el
vedismo. He conocido al maestro indio
más maravilloso que te puedas imaginar.
Estará aquí esta noche, a menos que me
olvidase de… no, recuerdo que lo vi en
casa de los Van Vechten y que lo
invité…, ¿o fue al príncipe? Tengo aquí
también al más maravilloso príncipe
hindú. Te encantará. Se parece a Theda
Bara. Sé que está aquí porque me
acuerdo de que lo he felicitado por el
precioso turbante que lleva. Pero no
estoy seguro de si habrá venido el
maestro. Tiene millones de dólares en
rubíes y esmeraldas aquí mismo en
Nueva York; el príncipe, no el maestro.
Él creo que no tiene nada, pero posee
unos altos ideales. Lee a Gerald Heard
si no me crees. ¿Dónde está Shaw?
—¿Quién? Ah, Shaw; creo que está
en Hollywood. Lo han licenciado, o al
menos eso es lo que decía el periódico.
—¿El periódico? ¿No tienes noticias
suyas?
—No, no nos escribimos.
—¡Qué pena! Rompió tantos
corazones cuando estuvo aquí… Buenas
noches, Jack, Jimmy, Allen. Gracias por
venir. Es tremendamente apuesto, Shaw
quiero decir. Tiene un aura…
Rolly echó un vistazo a sus
invitados. Jim pudo ver que llevaba
maquillaje.
—Es muy gay, ¿no te parece? ¡Oh,
aquí viene sir Roger Beaston, el
perfecto camp! Discúlpame, por favor.
Rolly salió disparado para recibir a
un hombre diminuto y pálido de pelo
amarillo.
Jim encontró a Sullivan en el centro
de un grupo, no todos escritores. Bebían
champán y hablaban animadamente
sobre cierto rey europeo que se había
encaprichado de un nuevo muchacho, del
cual
se
comentaba
que
era
extraordinariamente
apuesto
y
encantador, a pesar de que había
comenzado su carrera como chapero en
Miami. Jim escuchaba, sin sorprenderse
ya de descubrir que personas de las que
no lo había sospechado resultaban ser
homosexuales. En un principio y por
norma jamás daba crédito a los rumores,
pero demasiado a menudo resultaban ser
verdaderos. Estaba claro que el mundo
no era lo que parecía y que cualquier
cosa podía ser cierta.
Jim se paseó entre la gente. En el
vestíbulo encontró un teléfono. Sin
pensárselo dos veces llamó a María.
Cuando esta respondió, Jim pudo
escuchar que había música y gente con
ella.
—¡Jim! ¿Dónde estás?
—En una fiesta muy aburrida.
—¡Pues vente para acá!
María llevaba un vestido de noche
plateado y una flor roja en el pelo. Le
brillaban los ojos y parecía estar
borracha, aunque nunca bebía. Era
simplemente que cuando se encontraba
en la compañía de aquellos a quienes
apreciaba se recargaba de energía y
entusiasmo. Se abrazaron, y María lo
presentó a una docena de hermosas
parejas, emigrantes europeos en su
mayoría. Le ofreció champán y se
sentaron frente a la falsa chimenea.
—¿Qué fiesta has dejado por mí?
—La de un hombre llamado
Rolloson.
—Hace veinte años que conozco a
Rolly. Es inofensivo, supongo, pero me
asusta. Es como verse a una misma en un
espejo distorsionado.
—Solo fuimos porque… bueno,
porque nos invitaron.
Jim se sentía incómodo porque
María no lo hubiera invitado a su fiesta
antes. Ella lo percibió.
—¿Sabes por qué no te invité?
—¿Carlos?
Ella asintió.
—¿Está aquí, en esta habitación?
—No, ha bajado para pedir más
champán. ¿No te dolerá conocerlo?
—Claro que no. Me gustaría.
Entonces comenzaron a sonar las
campanas, y por la radio escucharon el
alboroto de Times Square, y todo el
mundo dijo «¡Feliz Año Nuevo!».
Carlos había vuelto y besaba a María.
—Casi no llego.
—Jim, este es Carlos.
Se dieron la mano.
—Feliz Año Nuevo —dijo Carlos.
—Feliz Año Nuevo —dijo Jim.
A los pocos minutos se fue a casa.
Capítulo 10
I
Al llegar la primavera, Sullivan
recibió un adelanto de una editorial para
publicar un libro sobre África.
—Y eso significa seis meses
viajando con todos los gastos pagados.
Si no cojo este trabajo tendrás que
mantenerme.
—Si puedo evitarlo, mejor.
Jim se sentía culpable de alegrarse
de poder vivir solo de nuevo.
—Es curioso esto de los viajes:
cuando empiezas no puedes parar. Es
una forma de alcoholismo. Tengo
muchas ganas de ir.
—Yo también. Pero tengo trabajo.
—Y tienes que encontrar a algún
otro —dijo Paul categóricamente.
—No estoy exactamente buscando
—replicó Jim en tono cortante.
—Ya lo sé. Lo siento. De todos
modos hay algo que no funciona cuando
dos hombres viven juntos o un hombre y
una mujer, si nos ponemos en eso. A
menos que tengan hijos, no tiene sentido.
—Somos
demasiado
egoístas,
supongo.
—Y nos aislamos mucho unos de
otros. Quizá sea mejor así. No comulgo
con la visión romántica del amor que
tiene María. Ya nos afectamos unos a
otros bastante con el simple hecho de
existir. Cuando las estrellas se
entrecruzan, ¿o son los cometas?,
fragmentos de estas pasan brevemente
de una órbita a otra. En contadas
ocasiones hay una colisión completa,
pero lo más frecuente es que las dos
continúen su camino sin más,
intercambiándose a lo sumo una
partícula en ese encuentro.
Con esta metáfora celestial se
separaron.
Al día siguiente, como si lo celestial
interviniese de nuevo, Jim recibió carta
de su madre con un montón de noticias.
«Te acuerdas de Bob Ford, ¿verdad?
Era tan buen amigo tuyo en el colegio…
Pues está en la marina mercante y estuvo
aquí de permiso durante unos cuantos
días la semana pasada. Preguntó por ti, y
su mujer también. No sé si te he contado
que se casó con Sally Mergendahl el año
pasado y tienen una niña. Ya sabes que
ese trabajo en el colegio aún está
disponible, y si quieres regresar…».
Eso era lo que había. Bob había
vuelto, pero se había casado. Ni por un
instante se le ocurrió a Jim que Bob
pudiese ser diferente en ningún sentido a
como fue aquel día junto al río. Pero
había cambiado. Se había casado con
Sally. De repente sintió pánico. ¿Era
posible que hubiese estado esperando
años para reunirse con alguien a quien
solo le interesaban las mujeres? No.
Arrojó de sí ese pensamiento. Bob tenía
que ser bisexual, aunque solo fuese
porque nadie podría haber sido un
amante tan perfecto en aquella ocasión
única
y después
cambiar
tan
drásticamente. Jim se tranquilizó y,
como quiso creer que nada había
cambiado, nada cambió en su mente.
Hizo planes para volver a Virginia tan
pronto como pasase el verano y
reanudar su vida a partir del punto en
que la dejó aquella noche de verano
hacía ya siete años.
Shaw llegó a Nueva York para el
estreno de la película de otro actor y se
citaron en un restaurante en el que la
comida y el servicio eran malos, pero
donde los famosos iban no solo para
verse unos a otros, sino también para
contemplarse en los espejos que
decoraban el local.
Jim se sorprendió al ver que Shaw
tenía las sienes grises. Se dirigía con
rapidez inusitada hacia la madurez.
—Estás
muy guapo,
Jimmy,
realmente guapo. De todos mis alumnos,
tú eres con mucho el más apuesto.
—Eso es como ganar la Copa Davis.
Gracias. ¿Con quién vives ahora?
—Con nadie. Estuve con un perfecto
hijo de perra de Detroit, un
submarinista, imagínate, todo ese rollo
de los juegos olímpicos. Tenía una
constitución estupenda, pero era un
estúpido. Dios, no creo que haya
conocido jamás a nadie tan estúpido.
Todo lo que quería era beber cerveza y
pasarse las noches en los bares gays. Lo
eché con cajas destempladas. Tenía
mujer y dos hijos, así que creo que hice
lo correcto, ¿no te parece? Nadie quiere
destrozar un hogar. ¿Y qué hay de tu
vida?
—Trabajando.
—¿Y Sullivan?
—Se ha ido a África.
—Espero que se lo merienden. No
es más que un cabrón pretencioso. Leí
las críticas negativas de su libro. No es
que tenga importancia lo que digan los
críticos. Cuando vapulean mis películas,
hacen taquilla; y cuando las alaban son
un auténtico fracaso. Al fin y al cabo, el
espectáculo es el espectáculo.
Jim se percató de que todo el mundo
estaba pendiente de Shaw, pero esta vez
a Jim le desagradó llamar la atención, en
especial cuando se dio cuenta de la
presencia de varios de los invitados que
había conocido en la fiesta de Rolloson.
Todos iban acompañados de mujeres,
pues este era territorio enemigo.
—¿Estás trabajando en alguna
película?
—No. Es difícil acertar hoy en día.
Espero. La productora cree que la
guerra va a acabar y que recuperarán a
las viejas estrellas, y a nosotros, que
hemos estado vendiéndoles las entradas,
que nos parta un rayo. Bueno, ya se
darán cuenta. Gable no significa ya
nada.
Jim se preguntó si Shaw no estaría
ya acabado. Era un negocio muy duro,
como todo el mundo gustaba de decir.
—Ya volverán a mí. Pero será
demasiado tarde.
—¿Por qué?
Shaw miró a su alrededor y dijo en
un susurro:
—Dejo el cine. Me retiro.
—¿Y no vas a hacer nada?
—No exactamente. Trabajaré en el
teatro. Comienzo los ensayos en
septiembre.
—Eso es magnífico.
—Pero muy duro. Nunca he estado
sobre un escenario, pero tengo que
hacerlo.
—¿Cómo está tu madre?
—Sigue en Baltimore. Tiene gracia;
presume de mí, claro, pero a veces creo
que le disgusta mi éxito. ¡Imagínate a
una madre haciéndote la competencia!
Supongo que las personas son ante todo
personas. Bueno, está contenta de que
me vaya a casar.
—¿Casarte?
—Sí. Ha sido idea de la productora.
Piensan que mucha gente sospecha.
Quizá tengan razón.
—¿Quién es ella?
—Calla Petra, una actriz húngara. La
mantenía el director de la productora.
Una noche perdió cien mil dólares en
Las Vegas. Una auténtica zorra, pero no
me sacará un centavo. Aunque al
director sí. Hemos firmado un acuerdo
prematrimonial blindado. Yo no le daré
ningún dinero. De todos modos ella
necesita la publicidad tanto como yo.
—Parece un buen acuerdo.
—Es algo horrible —se quejó Shaw.
Se vieron a menudo durante aquel
verano. El día en que se estrenó la obra
teatral de Shaw, este anunció que dejaba
el cine; una semana más tarde la obra
fue retirada de la cartelera, y Shaw
regresó a Hollywood. Su boda con Calla
Petra fue la más brillante de la
temporada.
Después de que Shaw abandonara
Nueva York, Jim regresó a su vida de
bares. Le gustaba en particular uno de la
Octava Avenida en el que se reunían
hombres y mujeres; algunos de los
hombres estaban disponibles y otros no,
lo cual confería cierta emoción a las
negociaciones. Le gustaban sobre todo
los tímidos que a la mañana siguiente
decían: «¡Tío, qué trompa tenía
anoche!», pretendiendo no acordarse de
lo que habían hecho.
Una noche especialmente calurosa se
encontraba Jim en la barra acunando una
cerveza y observando a los clientes.
Casi se había decidido por un joven
marine de ojos azules y buena dentadura,
cuando escuchó que alguien le decía:
—¿No eres tú Willard?
Jim se dio la vuelta y vio a un
marinero gordo y calvo.
—Yo soy, ¿y tú eres…?
No se acordaba.
—Collins, Alaska. ¿Te acuerdas?
—Claro. Tómate un trago.
Collins se sentó junto a él.
—Ahora estoy en la marina. Fui
oficial subalterno, pero me arrestaron.
—¿Qué ocurrió?
—Me cogí un pedo y mandé a la
mierda a un comandante. Mi problema
de siempre. ¿Estuviste en el ejército?
—En infantería. Hace un año que me
licencié.
—¿Y qué haces ahora?
Jim se lo contó.
—Acuñando pasta —dijo Collins.
—Más o menos. ¿Vas a quedarte
mucho tiempo?
—No, embarcamos dentro de poco.
Estos son mis últimos días de libertad.
Chico, qué bien te lo has montado,
viviendo aquí y con tu propio negocio.
Ojalá estuviese en tu lugar.
—¿Qué vas a hacer cuando te
licencies?
—¿Licenciarme yo? Soy marinero.
No sé hacer otra cosa. Una vez intenté
trabajar en una tienda de máquinas, pero
no pude soportar estar tanto tiempo en el
mismo sitio. Así que lo dejé, abandoné a
mi mujer y volví al mar.
—¿Estás casado?
—Divorciado. La conocía desde
niño y ella siempre quiso casarse
conmigo. Pero yo no quería. Hasta que
una noche me emborraché y la dejé
preñada, y me dijo que teníamos que
casarnos. Nuestro hijo vive con ella en
Eugene, Oregón.
—Qué mala suerte —dijo Jim
tratando de mostrar conmiseración.
—Supongo que algunos tíos no están
hechos para ser padres de familia.
Ahora tengo una tía en Seattle que se
muere por casarse conmigo, pero le he
dicho que ya me la han jugado una vez y
no me la van a jugar más. ¿Tú no te has
casado?
—No, aún no.
—Eres más listo que yo. Pero seguro
que tienes una chica en Nueva York.
—Más o menos.
Collins dio un buen trago a su copa y
preguntó:
—¿Conoces a chicas aquí en Nueva
York?
—Solo una. La verdad es que he
estado trabajando mucho y…
—Sé lo que quieres decir. Oye,
¿adónde te largaste cuando abandonaste
el barco?
—A Los Ángeles.
—Tío, esa es mi ciudad. Totalmente
abierta, en donde todas las chicas
quieren pasárselo bien, como nosotros,
sin palabrería de matrimonio ni mierdas
por el estilo. ¿Viste alguna vez a las
estrellas de cine?
—A algunas.
—¿Como quién?
—Calla Petra.
—¡Venga ya! Esa tía está de miedo.
¿Has hablado con ella?
—Montones de veces.
—¡Venga ya! ¿Te la has tirado?
—No, solamente hemos jugado al
tenis.
—A mí sí que me gustaría jugar al
tenis con ella. Y a algunas cosas más.
Jim pidió otra cerveza. Normalmente
aguantaba una hora con una cerveza,
pero Collins lo ponía nervioso, y
terminó por beberse la segunda, algo
extraño en él.
—¿Te gusta la marina?
Collins se encogió de hombros.
—No saben nada sobre el mar. Ojalá
estuviese de nuevo en la marina
mercante.
—¿Y por qué no estás?
—Estaba en tierra con mi mujer y
me iban a llamar a filas. Así que para
librarme me metí en la marina. No
quería estar en infantería y tener que
caminar.
Jim echó un vistazo por el bar. El
marine se había marchado, y no había
nadie más que lo atrajese. En el extremo
opuesto de la barra un viejo intentaba
ligarse a un marinero, quien a su vez
intentaba ligarse a un soldado. Resultaba
cómico. Collins, a quien aquella
comedia le era totalmente ajena,
preguntó de repente:
—Oye, ¿por qué dejaste el barco
con tanta prisa?
Jim había estado esperando aquella
pregunta. Contestó muy despacio,
simulando serenidad.
—Quería conocer California y no
quería discutir con el jefe, así que me
escapé.
—Supuse que sería algo así. ¿Y por
qué te largaste del apartamento de
aquellas chicas? Eso es algo que nunca
he logrado entender.
—Simplemente no me gustaba la que
me tocó, eso es todo.
—Sí, estaba como un cencerro;
fuiste listo en marcharte cuando lo
hiciste.
—¿Y eso?
—Las dos tenían gonorrea. Y yo la
pillé y lo pasé fatal intentando curarme.
Los dos rieron, y Collins le contó a
Jim lo del hombre que cogió veinte
veces la gonorrea y le curaron todas
menos la primera. Por fin se dijeron
adiós y Jim se sintió aliviado de saber
que Collins pronto embarcaría y nunca
volverían a encontrarse.
II
Un día invernal de cielo gris, con
una neblina gélida colgando sobre la
ciudad, Jim puso rumbo a su casa para
pasar la Navidad. La señora Willard lo
aguardaba en el porche, y vio a su hijo
acercándose por el camino. A Jim le
sobresaltó el aspecto de su madre: el
pelo blanco, desaliñado como siempre;
la cara pálida y llena de arrugas. Se
había hecho vieja en su ausencia. Se
abrazaron y ella se aferró a él con todas
sus fuerzas, sin decir palabra, solo
abrazándolo. Luego entraron en la casa,
donde al menos nada había cambiado. El
recibidor estaba tan deprimente como
siempre, a pesar del árbol de Navidad
lleno de lucecitas de colores. Jim se
sintió raro, como desplazado en el
tiempo. Su madre y él se miraron sin
hablar, como dos extraños con un
recuerdo común.
—Cómo has crecido, Jim. Estás muy
cambiado.
—Todos lo estamos, supongo —dijo
él, incómodo.
—Te pareces más a mi familia. Ya
no te pareces nada a tu padre. Antes sí.
Jim contempló en el rostro de su
madre sus propios rasgos cargados de
años y sintió miedo de la edad y la
muerte.
—Tú no has cambiado mucho —
mintió Jim.
Ella soltó una risita.
—Sí que he cambiado. Ahora soy
una vieja. Pero no me importa. Si no se
es guapa, la edad te hace más atractiva,
al menos eso dicen: que te da carácter.
La miró a la luz del árbol de
Navidad, y vio que tenía razón: había
mejorado con la edad. Ahora tenía
rostro propio, algo de lo que antes
carecía.
—¿Te vas a casar, hijo?
Resultaba extraño oír el nombre de
«hijo» de nuevo.
—Algún día.
—Cuanto mayor me hago, más
convencida estoy de que la gente
debería casarse joven. A veces creo que
la razón por la que tu padre y yo no nos
lleváramos tan bien como tendría que
haber sido fue que nos casamos muy
tarde. Tú tienes la edad justa para sentar
cabeza.
—Puede.
—Hay muy buenas chicas por aquí.
Serían unas esposas excelentes. Ya las
conocerás. Deberías casarte con una
buena chica de aquí, y no con una de
esas de Nueva York, aunque no sea
asunto mío.
Jim sonrió. La gente de Nueva York
no estaba bien considerada en el sur.
Su madre le preguntó por su trabajo,
y él le contó todo. A ella le gustó.
—Me alegro de que hagas dinero.
Nadie de esta familia lo ha hecho nunca,
y ya era hora de que alguien lo hiciese.
Aunque el dinero no lo es todo,
¿verdad? Es decir, a veces el
matrimonio, formar una familia y
disfrutar de la vida es más importante,
¿no crees?
Tarde o temprano le propondría que
se quedase en casa para siempre.
—No lo sé, madre. No he pensado
mucho realmente en todo eso. Tengo un
buen negocio en Nueva York, y mientras
marche bien preferiría no dejarlo.
Viendo que su hijo se resistía,
cambió de tema.
—Tu hermano ya es alférez de las
fuerzas aéreas. Cualquier día de estos lo
enviarán al frente. No sé para qué,
porque la guerra está a punto de acabar,
según la prensa.
—¿Pasará aquí las Navidades?
—Sí, tiene unos días de permiso. Es
un chico muy inteligente.
Jim sospechó que quizá su hermano
no fuese tan del agrado de su madre.
Ella había cambiado sin duda alguna.
Todo era posible.
—¿Coges huéspedes?
Ella le había comentado algo en una
carta.
—Solo a una pareja casada. Los
conocerás en la cena. Carrie y su marido
también vendrán a cenar.
—¿Cómo está mi sobrino?
—Bien gordito. No puedo hacerme a
la idea de lo mucho que has cambiado,
hijo.
Guardaron silencio. Jim le dio una
patadita a su maleta, y su madre le dijo:
—Será mejor que subas tus cosas a
tu habitación.
—¿Cuál?
—Tu habitación de siempre.
—¿Duerme ahí John cuando viene de
permiso?
—Sí, nada ha cambiado. Trato de
que todo siga igual. Sé que es como
intentar vivir en el pasado, pero el
pasado era hermoso en cierto sentido.
Creo que el futuro puede ser aún mejor.
—Te refieres a la muerte de padre
—afirmó Jim bruscamente.
Ella asintió con serenidad.
—Sí. Siempre he creído que, si
haces un mal negocio, debes mantenerlo.
Pero que cuando se acaba es inútil
pretender que era lo mejor de este
mundo.
—¿Por qué te casaste con él?
—Dios mío, hijo, ¿por qué se casa
nadie con nadie? Si alguna vez lo supe,
lo he olvidado. Puede que porque me lo
pidiese, y yo no estaba demasiado
solicitada. Sube tus cosas y prepárate
para la cena.
Todo el mundo estaba sentado
cuando Jim bajó a cenar. Su madre lo
presentó a los huéspedes. Estrechó la
mano de su cuñado y besó a su hermana.
Carrie había ganado kilos, y sus pechos
y caderas parecían dispuestos a romper
la costura de su vestido. Estaba sin
maquillar; parecía cansada, pero de
buen humor. Era evidente que estaba
contenta con su marido, un tipo
bonachón que hacía todo lo que ella le
pedía.
—Bueno, madre; está tan guapo
como siempre —dijo Carrie mirando a
su hermano con admiración—. Desde
luego, le ha tocado toda la belleza que
hay en esta familia.
Su risa era como una explosión que
no cesó hasta que su marido le dijo lo
que ella quería oír: que ella también era
muy bonita.
Hablaron del trabajo de Jim y de si
era rentable, y le preguntaron que si
regresaba casa, como todos estaban
deseando, podría ganar aquí lo mismo
que en Nueva York. Y, como es natural,
Carrie tuvo que hacer la inevitable
pregunta:
—¿Cuándo te vas a casar, Jim?
—Cuando alguna chica me lo pida.
Todos rieron.
—Siempre fuiste tímido con las
chicas —dijo su hermana con la boca
llena—. Deberías sentar cabeza, en
serio. No hay nada mejor, ¿verdad,
cariño?
Su marido confirmó que no había
nada mejor. A Jim toda aquella
mascarada le resultaba deprimente.
Intentó cambiar de tema, sin resultado.
—Jim se casará cuando esté
preparado. Creo que ha tenido muy buen
sentido de no casarse mientras recorría
mundo —dijo su madre.
Hablaron del matrimonio, la vida
segura de quienes seguían un patrón
conocido, aportando experiencias muy
parecidas entre sí. Pero al tratar de
aconsejar a Jim ninguno sospechaba que
su sabiduría colectiva no era de utilidad
para él, que su patrón de vida era muy
diferente al de ellos. Esto lo entristeció
e irritó. Se estaba cansando de tanta
mentira necesaria. ¡Qué ganas tenía de
decirles lo que él era realmente! De
pronto se preguntó qué ocurriría si todos
los que eran como él se comportasen
con toda naturalidad y sinceridad. La
vida sería mejor para todos si el sexo se
considerase como algo natural, no algo
temible; si los hombres pudiesen amar a
otros hombres sin tapujos —como debía
ser—, así como amar a las mujeres con
la misma naturalidad, como también
debía ser. Pero mientras reflexionaba
sobre aquella libertad era consciente de
lo peligroso que resultaría ser sincero.
Y le faltó valor.
—A propósito, ¿sabes que Bob Ford
se casó con Sally Mergendahl? —dijo
Carrie.
—Madre me lo dijo. ¿Dónde está…
dónde están ahora?
—Ella vive aquí con su familia, y él
está en un barco, pero creo que vuelve
dentro de poco. Estará aquí para la
fiesta de Navidad que darán los
Mergendahl. Estás invitado. Y tienen una
niña preciosa, con el pelo rojo oscuro,
como el de Bob.
—Pero ¡bueno, Jim, jamás te habría
reconocido, tan crecido y todo! ¿Verdad,
querido?
—preguntó
la
señora
Mergendahl al señor Mergendahl, quien
convino en ello.
—Ahora es todo un hombre. Todos
lo son. Parece que fue ayer cuando
jugabas en todos esos torneos de tenis
del colegio. ¡Mírate ahora! ¡Y todos los
demás chicos del ejército, casados; y
nuestra niña ya una madre! —dijo la
señora Mergendahl guiñando un ojo a
Jim.
—Será mejor que lo dejes marchar,
cariño, para que pueda hablar con todas
las jovencitas que se mueren por
conocerlo. Y tenemos una buena
cosecha…
Jim se disculpó y entró en el
anticuado y concurrido salón. Carrie lo
cogió del brazo.
—Te voy a presentar a la gente.
Reconoció a muchos de los
presentes, a algunos del colegio, a otros
del pueblo. Todos se acordaban de él y
parecían realmente contentos por su
vuelta. Incluso le contaban cosas que él
ya había olvidado. Iba de grupo en
grupo como en un sueño, esperando
llegar al núcleo donde sabía que Bob
Ford debía de encontrarse.
Entonces vio a Sally Mergendahl —
ahora Sally Ford— y se separó de
Carrie para hablar con ella. Sally se
había convertido en una mujer alta y
elegante de cabello oscuro recogido en
trenzas sobre su cabeza. Se dieron la
mano con efusión, escudriñándose
mutuamente, buscando señales del paso
del tiempo.
—¡Felicidades! —dijo Jim.
—¿Por la niña o por casarme con
Bob?
—Por las dos cosas —respondió
Jim animadamente, aunque ella era su
rival.
—Eres muy amable, Jim. Siéntate
conmigo. Tenemos tantas cosas que
contarnos…
Se sentaron en un sofá de tejido de
crin vegetal. Su conversación se vio
continuamente interrumpida por recién
llegados que querían saludar a Jim.
—¿Ves lo popular que eres? De
verdad, tendrías que quedarte aquí con
todos nosotros.
—¿Alguien te ha dicho que no iba a
quedarme?
—Bueno, no exactamente, pero ya
sabes que por aquí todo el mundo se
entera de los asuntos de los demás. Nos
pasamos el tiempo cotilleando, aunque
nunca ocurre nada muy interesante. Nos
conocemos todos demasiado bien.
—¿Dónde está Bob?
—En Newport News, con su barco
—dijo ella con un mohín—, no llegará
hasta mañana. ¿Por qué no cenas con
nosotros cuando llegue? Nosotros tres
solos.
—Me gustaría. Bob es ahora
contramaestre, ¿no?
—Sí. Pero lo va a dejar cuando
acabe la guerra.
—¿Y eso? Si le encanta el mar.
—Pero papá lo necesita en su
compañía de seguros, y todos piensan
que Bob será un estupendo vendedor.
Papá dice que cuando él se jubile Bob
podrá quedarse con la empresa.
—Eso está bien.
Jim vio cómo colocaban el dulce
nudo alrededor de la reacia garganta de
Bob. Pero ¿sería realmente reacia?
¿Sería posible que hubiese cambiado?
Podía ser.
—Ya ha danzado suficientemente por
esos mundos. Al fin y al cabo el mundo
no es infinito, ¿y luego qué? De todos
modos, aquí están todos sus amigos y
dispone de un buen empleo. Creo que
podremos vivir muy bien. Me muero por
que veas al bebé.
—¿Es Bob un buen… padre?
—Bueno, no tiene mucha práctica.
Por ahora cree que un bebé es algo con
lo que jugar hasta que empieza a llorar,
y entonces quiere estrangularlo. Luego
dice que el bebé me importa más que él,
así que le digo que el bebé es como si
fuese él mismo, lo cual es cierto.
—¿Y él comprende eso?
—Bueno, sí, a veces. Ya sabes cómo
es.
—Ya no estoy muy seguro.
—Ha pasado mucho tiempo,
¿verdad? Y él ha cambiado, aunque
parece el mismo. Pero se ríe mucho más
que antes. De niño era más agrio. Y
además antes no hacía más que ir detrás
de las chicas. Aún recibe cartas de
chicas de todas partes del mundo. Él me
deja leerlas, y son realmente patéticas,
pero no soy celosa; no sé por qué no.
Supongo que será porque volvió a mí
cuando no tenía por qué.
Oyéndola hablar, Jim se preguntaba
si Bob se había sentido alguna vez
atraído por los hombres. Por lo que ella
contaba y lo que él sospechaba, no
parecía probable, lo que quería decir
que aquella experiencia entre ambos
había tenido un carácter único. Y
aquello significaba que Bob había hecho
el amor con él como señal de cariño, y
no por lujuria. El hecho de que ahora
prefiriese a las mujeres hacía que su
relación resultase aún más íntima y
excepcional.
Jim sabía que su vuelta jamás podría
romper el matrimonio de Bob. Aquel
sueño adolescente de embarcarse juntos
ya no era posible. Habían pasado
demasiadas cosas, y los dos formaban
ahora parte del mundo. Pero no había
razón para no continuar con su relación,
sobre todo si él decidía volver y aceptar
aquel trabajo en el colegio. El contacto
continuo haría el resto. Pensó en la vieja
cabaña junto al río. ¿Seguiría allí?
Sally continuaba hablando.
—No quiero parecer anticuada, y no
creo que lo sea. Pienso que un hombre
debe tener un montón de aventuras antes
de sentar la cabeza. Una vez le dije eso
a mi madre y creí que se moría. Dice
que nunca entenderá a esta nueva
generación.
—¿Cuándo crees que Bob dejará la
marina mercante?
—Cuando acabe la guerra. Eso dice.
Papá tiene un amigo en Washington que
puede arreglarlo si hay algún problema.
Jim, ¿te importa traerme un ponche?
Estoy seca.
Jim
atravesó
la
abarrotada
habitación, sonriendo a todo el mundo
que quería hablar con él. Le sorprendía
aquella popularidad. Si supieran… Al ir
a coger el ponche se encontró cara a
cara con su hermano.
John estaba alto y moreno, muy
elegante con su uniforme y a Jim le
desagradó, como de costumbre. Estaba
increíblemente seguro de sí mismo, y
todo el mundo decía que iba a «dejar
huella», y él se lo creía. La política
sería su vida.
—¿Qué hay, Jim? Ha pasado mucho
tiempo.
La voz de John era grave y bien
modulada; había bebido demasiado. Se
intercambiaron los saludos y cumplidos
de rigor.
—Es muy simpática, ¿verdad? —
dijo John señalando a Sally.
—Sí, me gusta.
—Qué pena que Bob se haya
perdido la fiesta. Debes de estar
deseando volver a verle.
Jim se preguntó si John sabía algo.
Su hermano era muy astuto, y seguro que
recordaba lo mucho que él y Bob se
veían cuando no eran más que dos
chiquillos. Pero ¿era eso suficiente para
levantar sus sospechas? ¿O hacía falta
ser diferente para reconocer a alguien
que era diferente? A Jim le hizo gracia
la idea. A veces se daba en familias,
decían. Estudió a su hermano.
—¿Qué ocurre?
—Nada…, nada. Estaba pensando.
Bueno, voy a llevarle a Sally su ponche.
—No la pilles bajo el muérdago —
bromeó John con su voz profunda.
—¿Cómo has tardado tanto? Creí
que me habías abandonado.
—Estaba hablando con mi hermano.
—Debe de ser estupendo volver a
casa.
Llegó el día de la cena con Bob y su
mujer. Jim estaba nervioso. Le gritó a su
madre cuando le dijo que llevase el
abrigo y perdió los estribos con su
hermano, cuya pluma le había manchado
de tinta la única camisa blanca que le
quedaba. Tras una buena bronca con
John, se largó.
Con el corazón latiéndole con
fuerza, Jim llamó a la casa de los
Mergendahl. Bob abrió la puerta.
Jim le estrechó la mano como
aturdido, sin encontrar las palabras.
—¿Cómo demonios estás? Entra y
tómate una copa. Los viejos están fuera
y Sally está arriba con la niña. Pero qué
alegría me da verte. Estás como
siempre. ¿Cómo te ha ido?
Cuando por fin le salieron las
palabras, la voz de Jim era ronca.
—Bien, me ha ido bien. A ti también
te veo muy bien.
Jim se dio cuenta de que se había
olvidado de cómo era Bob. Siempre
creyó que aquella imagen mental que
tenía de él era exacta, pero
probablemente
era
un
recuerdo
emocional más que real. Se había
olvidado de lo oscuro que era el cabello
rojo de Bob, y de sus pecas, y de que su
boca se curvaba en las esquinas, y de
que sus ojos eran azules como el océano
Ártico. Solo el cuerpo era como él lo
recordaba, alto y delgado, de pecho
fuerte. Tenía buen aspecto con aquel
uniforme.
Se sentaron frente a la chimenea y
Bob se olvidó de las bebidas. Él
también estaba repasando el inventario.
¿Se acordaba de todo?
—Desapareciste por completo —
dijo Bob rompiendo el silencio.
—¿Yo? ¡Tú! Te escribí y te escribí,
pero nunca te encontrabas donde
enviaba las cartas.
—Bueno, estaba siempre de un lado
para otro, como tú.
—Sí, es cierto.
—¿Has visto a Sally desde que
volviste?
—En la fiesta de Navidad.
—Es verdad, me había olvidado. Te
invitó a venir esta noche.
—Es una chica maravillosa —
afirmó Jim, queriendo que eso quedase
claro desde el principio.
—Y que lo digas. Me alegro de que
os caigáis bien. Realmente no la
conocías en la época del colegio, ¿no?
—No, pero recuerdo que solías
verla ya por entonces.
—Y tú, ¿cuándo vas a casarte?
Otra vez aquella pregunta.
—Esperaré algo más.
—¿Crees que volverás aquí para
quedarte a vivir?
—Puede que sí. Tú vivirás aquí,
¿no?
—Eso dicen. Parece ser que voy a
entrar en la compañía de seguros del
padre de Sally. Dicen que me irá muy
bien.
—Pero ¿prefieres el mar?
Bob se mostraba inquieto, cruzando
y volviendo a cruzar sus largas piernas.
—Bueno, llevo casi diez años en el
mar, y me he hecho con una buena
posición. Me costará hacer vida en
tierra. Pero si Sally lo quiere de ese
modo…
—Así lo quiere ella, pero ¿y tú?
—También —dijo Bob en tono
desafiante e irritado—. Bueno, no lo sé
—añadió, algo inseguro.
—No sé qué tiene de malo ser
marinero, sobre todo si ganas bastante
dinero. ¿Por qué no iba a gustarle eso a
Sally?
—Ya conoces a las mujeres. Quieren
que estés donde puedan verte todo el
tiempo. Dice que no se siente casada
cuando me voy.
—Así que te establecerás aquí.
—Sí, aquí —dijo sin mucho ánimo
—. Bah, me acostumbraré. Además, me
gusta la idea de ser un hombre de
familia.
—Supongo que yo también volveré
aquí, quizá.
—Eso sería estupendo; sería como
antes. Es curioso, conocía a casi todas
las chicas de por aquí, pero a pocos tíos
a excepción de ti. Estará bien poder
tener al menos un amigo aquí en el
pueblo. Para jugar al tenis.
—Sí.
—Pero tú eres demasiado bueno;
eres un profesional, y yo hace años que
no juego. Pero me gustará jugar de
nuevo, claro que sí.
Sintió nostalgia, y Jim experimentó
un instante de triunfo. Bob volvería a él
con la sencillez y naturalidad de la
primera vez.
—Lo pasamos muy bien de niños —
dijo Bob, distraído, mirando al fuego.
Jim también se quedó mirándolo. Sí,
así había sucedido: el fuego y el calor
de la hoguera. Iba a ocurrir de nuevo,
estaba seguro de ello.
—Lo pasamos bien —repitió Jim,
jurándose que no habría de ser el
primero en mencionar la cabaña.
—A veces desearía que hubiésemos
ido juntos a la universidad. Quizá
cometí un error al embarcarme, aunque
fue divertido. Tú te embarcaste porque
yo lo hice, ¿verdad?
—Fue una de las razones.
—¿Crees
que
cometí…
que
cometimos un error?
Jim clavó la mirada en el fuego. Por
fin dijo:
—No. Hicimos lo que se suponía
que debíamos hacer. Pienso que para ti
lo natural era ser marinero, y para mí ser
tenista. Nunca fuimos como los demás
de por aquí. No éramos dóciles ni
respetuosos. Por eso nos largamos, y
ellos odian eso. Solo que ahora hemos
vuelto.
Bob sonrió.
—Tú eres la única persona que
comprende por qué tenía que
embarcarme. Sí, hicimos lo correcto.
Pero ¿lo hacemos ahora volviendo?
¿Puedes volver a vivir en la misma casa,
con la misma gente, día tras día? ¿Es eso
posible?
—No lo sé. No puedo saberlo. Claro
que a mí me resulta más fácil. Puedo dar
clases de tenis, pero tú no puedes ser un
marinero en tierra. Supongo que debes
hacer lo que creas que debes hacer.
Mientras Jim decía esto tenía otra
cosa en la cabeza.
—No logro decidir qué hacer —
suspiró Bob.
Jim deseaba ayudarlo, pero no sabía
cómo.
—Espera. Espera a que ocurra algo.
Siempre ocurre algo.
Se mantuvieron en silencio frente al
fuego. Jim podía escuchar el sonido
ahogado de un bebé que lloraba en la
planta de arriba: el bebé de Bob.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó
Jim.
—Murió. El mes pasado.
—¿Lo viste antes de morir?
—No.
—¿Quiso verte él?
—Dicen que estaba loco. Llevaba
cinco años loco. No habría servido de
nada. Además, yo no quería verlo. No
me importaba que se muriese.
Dijo esto desapasionadamente, sin
amargura.
—¿Tienes novia, Jim?
—No.
—Muy propio de ti. Sigues siendo
un tímido. Pero deberías encontrar una.
Ir de flor en flor agota a un tío.
—Quizá encuentre a alguien cuando
vuelva aquí.
—Y entonces seremos dos hombres
casados. Vaya, nunca se nos ocurrió que
llegaríamos a tan viejos, ¿eh?
—No, nunca.
—Y en unos cuantos años seremos
hombres maduros, y luego viejos, y
luego estaremos muertos.
—Tétrico, ¿no?
Los dos rieron. Sally entró en la
habitación.
—Hola, Jim.
—¿Cómo está la niña? —preguntó
Bob.
—Dormida, gracias a Dios. ¡Bob!
No le has servido una copa a Jim.
—Perdona. ¿Qué quieres beber?
—Nada, gracias.
—Entonces vamos a cenar —dijo
Sally.
Fue una buena cena, y charlaron
sobre la gente del pueblo, sus familias, y
sobre la guerra en Alemania. En la
intimidad del comedor familiar Jim
sintió una gran paz. No tendría que dar
ningún paso. Todo estaba sucediendo
por sí solo. Bob pronto estaría con él. Y
fue Bob quien realizó la maniobra para
que sus vidas volviesen a cruzarse.
—Creo que estaré en Nueva York en
mayo. ¡Podemos vernos allí y corrernos
la última juerga antes de que se cierren
las puertas de la prisión!
Sally sonrió, benevolente.
—Eso sería estupendo. Te daré mi
dirección y me llamas en cuanto llegues
—dijo Jim.
III
Esa primavera Jim se mató a
trabajar para evitar pensar en Bob. Pero
le resultaba muy difícil. Para empeorar
las cosas mayo transcurrió sin que Bob
diese señales de vida. Por fin se decidió
a escribir a Sally, quien le dijo que Bob
seguía navegando, ¡qué pesadez! Pero al
menos la guerra había acabado y la
marina mercante no lo detendría mucho
más tiempo.
Bob se presentó en el apartamento
de Jim con un año de retraso, y se dieron
la mano como si se hubieran visto el día
anterior.
—Bonito sitio —dijo Bob al ver el
apartamento—. ¿No te dolerá dejar esto
para irte a Virginia?
—Aún no lo he dejado —replicó
Jim, sonriente.
Bob se sentó y estiró sus largas
piernas. Aún iba de uniforme.
—Bonito sitio —repitió.
—¿Cuándo dejarás tu trabajo en la
marina?
—Que me zurzan si lo sé. Ahora
tengo la oportunidad de llegar a capitán,
y eso a mi edad es todo un triunfo. No
me gusta tener que rechazar el ascenso.
—Pero ¿y Sally?
—Esa es la cuestión…, pero ¿y
Sally? No sé qué hacer. Quiere que
vuelva a casa.
—¿Y tú no quieres ir?
—No.
—Pues no vayas. Es tu vida. Si eres
feliz en el mar, quédate ahí. Sally no es
la primera mujer que se casa con un
marino.
—Sí, eso es lo que yo le dije, pero
está empeñada en que me quede con
ella. Y su familia también. A veces
pienso que es cosa de su familia más
que de Sally. Ella parece estar
suficientemente contenta con la niña. No
creo que me echase tanto de menos.
—Tendrás que decidir por ti mismo.
Jim prefería que Bob continuase
siendo marino. Aunque estaría separado
de él por largos períodos de tiempo,
también lo estaría de Sally.
—¿Qué tal si cenamos?
Fueron a un restaurante italiano y se
bebieron una botella de Chianti entre los
dos. El círculo no tardaría en cerrarse.
—¿Adónde te gustaría ir? —
preguntó Jim al final de la cena.
—Me da igual. A cualquier sitio
donde pueda emborracharme.
—Conozco un bar.
Era una noche calurosa. Pasearon
hasta el bar, uno de esos en los que los
hombres iban en busca de otros
hombres. Jim sentía curiosidad por ver
la reacción de Bob. Se sentaron y
pidieron whisky. Había suficientes
mujeres como para encubrir la
naturaleza del lugar.
—No hay muchas mujeres por aquí
—dijo Bob.
—No, no demasiadas. ¿Quieres una?
—Eh, que soy un hombre casado,
¿recuerdas? —rio Bob.
—Por eso te he traído aquí. Así no
te asaltará la tentación.
Bebieron y charlaron. Su vieja
amistad se reanudó, lo cual quiere decir
que Bob hablaba y Jim escuchaba y
esperaba. Bob le hablaba de la vida en
el mar mientras Jim observaba la
comedia que representaban en el bar. Un
piloto se hacía sitio junto a un marinero.
Charlaban, con las piernas muy juntas.
Luego salían juntos, con el rostro
sonrojado y los ojos luminosos. La
juventud que se sentía atraída por la
juventud; no como aquellos tristes
viejos, ansiosos pero sin atractivo, que
probaban con un muchacho, luego con
otro, inmunes al rechazo, en busca
siempre de un ejemplar excepcional al
que le atrajesen los viejos o el dinero.
—Qué gente tan rara hay aquí —dijo
Bob de repente mirando hacia la barra.
—Estamos en Nueva York.
Jim se asustó un poco. ¿Y si Bob se
pusiese nervioso? ¿Se habría arriesgado
demasiado?
—Supongo que Nueva York es así.
Lleno de mariquitas. Parecen estar por
todas partes. Incluso en el barco. Una
vez tuve un capitán que lo era, pero a mí
nunca me molestó. Le gustaban los
negros. Supongo que hay gente para
todo. ¿Quieres otro trago?
Pidieron otra ronda. Jim se sintió
aliviado por lo tolerante que se
mostraba Bob.
—¿Conoces a alguna chica? Solo
para hablar. Sally me mataría si hiciese
algo más. Por eso es por lo que solo me
he acostado con otra mujer desde que
me casé, lo creas o no, lo cual no es mal
Historial. No, solo quiero chicas como
compañía.
—Sí, pero a estas horas estarán
todas comprometidas.
—Sí, supongo que ya es tarde. Claro
que yo tengo algunos números de
teléfono. Quizá debería llamarlas.
Jim pensó que sería más acertado no
protestar.
—Vayamos a mi hotel, llamaré
desde allí —dijo Bob poniéndose en
pie.
Pagaron y se marcharon, seguidos
por miradas llenas de envidia.
Cruzaron Times Square. Hacía calor
y no soplaba brisa. Las calles estaban
abarrotadas de gente. Brillaban las
luces. El ambiente era de gran alborozo,
pues había acabado la guerra. El hotel
de Bob estaba en una bocacalle. Al
entrar en la habitación Jim se sintió
abrumado de repente por la realidad
física de Bob. Las ropas tiradas por el
suelo, una toalla mojada colgando de la
puerta del baño, las sábanas revueltas.
Entre el hedor del desinfectante y el
polvo, Jim sintió el olor de Bob, algo
erótico para él.
—Está todo un poco patas arriba.
No soy muy ordenado. Sally siempre se
pone enferma cuando lo tiro todo por
ahí.
Hizo varias llamadas. Nadie
contestó, y terminó por colgar y sonreír.
—Supongo que estaba escrito que
esta noche fuese un buen chico. Vamos a
emborracharnos. Para estar así, da igual
estar borrachos.
Sacó una botella de la maleta y llenó
dos vasos. Se bebió el suyo de un golpe.
Jim solo lo saboreó: tenía que
mantenerse despejado.
Bebieron bajo la bombilla desnuda;
el calor de la noche era asfixiante. Se
quitaron las camisas. El cuerpo de Bob
aún era fuerte y musculoso; su piel,
blanca y suave, sin pecas, a diferencia
de la de casi todos los pelirrojos.
El dúo comenzó pianissimo.
—¿Recuerdas la vieja cabaña del
esclavo? —comenzó Jim.
—Junto al río. Claro.
—Nos lo pasamos muy bien allí.
—Y que lo digas. Había un estanque
también, ¿no?, donde nos bañábamos.
—Así es. ¿Recuerdas la última vez
que estuvimos allí?
—No, creo que no.
¿Sería posible que lo hubiese
olvidado? Imposible.
—Seguro que te acuerdas. El fin de
semana antes de que te fueses al norte.
Justo después de graduarte.
—Sí, me acuerdo de algo —frunció
el ceño—. Creo que… tonteamos un
poco, ¿no?
Sí, se acordaba. Ahora volvería a
ocurrir.
—Sí. Fue divertido, ¿verdad? —dijo
Jim.
Bob rio entre dientes.
—Supongo que en el fondo éramos
un par de pequeños mariquitas.
—¿Alguna vez volviste a… bueno, a
hacer eso con alguien más?
—¿Con otro tío? ¡Claro que no! ¿Y
tú?
—No.
—Otra copa.
Al poco rato los dos estaban
borrachos, y Bob dijo que tenía sueño.
Jim dijo que él también, y que sería
mejor que se fuese a casa, pero Bob
insistió en que se quedase y pasase la
noche con él. Arrojaron la ropa al suelo
y se tumbaron en calzoncillos en la
deshecha cama. Bob, boca arriba,
completamente espatarrado, con el brazo
sobre la cara; parecía estar inconsciente.
Jim lo miró fijamente: ¿estaba realmente
dormido? Se atrevió a poner su mano
sobre el pecho de Bob. La piel era tan
suave como él la recordaba. Tocó
ligeramente el vello cobrizo de su
ombligo. Luego, con sumo cuidado,
como un cirujano en una delicada
operación,
le
desabrochó
los
calzoncillos. Bob se agitó ligeramente,
pero no se despertó. Jim le abrió
completamente los calzoncillos y vio el
espeso y rubio vello púbico del cual
entresalía la pálida presa. Su mano se
cerró lentamente alrededor del miembro.
La mantuvo así por lo que pareció una
eternidad, hasta que se dio cuenta de que
Bob estaba despierto y lo observaba. El
corazón de Jim se detuvo.
—¿Qué coño estás haciendo?
Le hablaba en tono duro. Jim había
enmudecido. Era evidente que el mundo
tocaba a su fin. La mano se le quedó
helada donde la tenía. Bob le dio un
empujón, pero Jim no podía moverse.
—Suéltame, maricón.
Era solo una pesadilla, se dijo Jim;
nada de esto podía estar sucediendo.
Pero cuando Bob le dio un puñetazo
reaccionó echándose hacia atrás. Bob se
puso en pie de un salto, tambaleándose
borracho, intentando abrocharse.
—¿Quieres largarte de aquí de una
vez?
Jim se tocó la cara. La cabeza aún le
retumbaba del golpe. ¿Tendría sangre?
—¡Lárgate, me oyes!
Bob se fue hacia él, amenazador, con
el puño cerrado. De repente Jim se
abalanzó sobre Bob, abrumado por la
rabia y el deseo. Forcejearon y cayeron
sobre la cama. Bob era fuerte, pero Jim
lo era aún más. Gruñendo y
retorciéndose se golpearon con brazos y
piernas, pero Bob no era rival para Jim,
y al final este lo colocó boca abajo con
el brazo doblado tras la espalda,
sudando y jadeando. Jim miró aquel
cuerpo indefenso, deseando cometer un
asesinato. Retorció más aquel brazo y
Bob gritó. ¿Qué hacer?, pensó Jim. El
alcohol no lo dejaba concentrarse. Miró
el cuerpo agotado que había bajo él, las
anchas espaldas, los calzoncillos
rasgados, las largas y musculosas
piernas. Como humillación final le bajó
los calzoncillos y dejó al desnudo las
duras y blancas nalgas.
—Dios mío, no; no lo hagas —
susurró Bob.
Una vez hubo acabado, Jim se tumbó
sobre el cuerpo inmóvil, jadeando y sin
emoción, consciente de que el hecho se
había consumado, el círculo se había
cerrado, y todo había terminado.
Jim se incorporó. Bob no se movía.
Permanecía boca abajo, hundida su cara
en la almohada mientras Jim se vestía.
Jim se acercó a la cama y contempló el
cuerpo que había amado con tanto
ahínco y durante tantos años. ¿Esto era
todo? Puso su mano sobre el hombro
sudoroso de Bob. Bob se apartó:
¿miedo?, ¿asco? Ya daba igual. Jim tocó
la almohada. Estaba húmeda. ¿Serían
lágrimas? Mejor. Sin decir palabra, Jim
se dirigió hacia la puerta y la abrió,
mirando a Bob una vez más. Apagó la
luz y cerró la puerta.
Salió del hotel sin importarle qué
dirección tomar. Vagó por las calles
durante mucho tiempo, hasta que llegó a
uno de los numerosos bares donde los
hombres buscan hombres. Entró
dispuesto a beber hasta que la pesadilla
terminase.
Capítulo 11
Era tarde, muy tarde. Había
comenzado a olvidar de nuevo. A duras
penas logró recordar lo que había
ocurrido. Ahora no sentía ningún
remordimiento. Nada. Bob se había
acabado y ya estaba.
Llamó al camarero.
—¿Otra?
Jim dijo que sí con la cabeza. Sentía
una pesadez enorme. Si la movía
demasiado se le podía caer.
—Otra.
Un hombrecillo con bigote y ojos
inquietos se acercó a Jim.
—¿Puedo sentarme? ¿Te puedo
invitar a una copa?
—Si quiere…
—Vaya calor que tenemos, ¿eh? Yo
soy de Detroit. ¿Y tú?
—Se me ha olvidado.
—No quería entrometerme en tus
asuntos.
—No importa.
Jim se alegraba de tener a alguien
enfrente. Alguien que quisiese hablar. El
sonido
de
las
palabras
era
tranquilizador si uno no prestaba
atención al significado.
—¿No te parece grande esta ciudad?
Llevo aquí dos semanas y creo que aún
no he visto nada. Es mucho más grande
que Detroit, y parece que aquí hay de
todo. Nunca he visto tanto de tanto.
¿Trabajas aquí, si no es una pregunta
demasiado personal?
—Sí.
Jim se preguntó cuánto tardaría el
camarero en traerle la copa. No podía
entrar en contacto con la realidad o la
irrealidad si no tenía otra copa. De
repente vio el vaso frente a él. Echó un
trago: frío, caliente, frío, caliente. Así es
como debía ser. Miró al hombrecillo.
Tenía la sensación de que le había hecho
una pregunta, pues estaba mirándolo
fijamente. No sabía si había oído la
pregunta y la había olvidado, o si no la
había oído.
—¿Decía algo?
—Preguntaba si vivías aquí.
—Sí.
Ahora la siguiente pregunta. Aquel
catecismo nunca cambiaba.
—¿Vives con tu familia?
—No.
—Entonces, ¿no estás casado?
—No.
Jim decidió jugar un rato. Hacer que
el hombre siguiera hablando y después
simular enfado y asustarlo. Sería
divertido.
—Bueno, yo tampoco. ¿Sabes? Yo
siempre digo que es más barato comprar
leche que mantener la vaca.
Hizo una pausa, esperando que el
otro se riese o le diese la razón. Pero
Jim no hizo ninguna de las dos cosas.
—Seguro que hay chicas muy guapas
por aquí —dijo el hombrecillo
guiñándole un ojo—. Seguro que tienes
una novia.
—No, no tengo —dijo Jim dándole
esperanzas.
—Qué raro, un chico joven como tú.
¿Estuviste en el ejército?
—Sí —respondió Jim, y echó otro
trago. Tenía una sensación agradable y
cálida en el estómago, pero las rodillas
estaban como desconectadas. Entonces
el hombrecillo lo tocó con el pie. Jim
levantó el suyo, y después de pensarlo
un minuto le dio un fuerte pisotón.
—¡Ay!
—Lo siento —dijo Jim, contento de
haberle hecho daño.
—Vaya si has bebido…
—¿Cómo lo sabe?
—Quiero decir que… bueno, que
parece que has bebido mucho.
El hombrecillo calló un instante,
algo nervioso. Luego añadió:
—A propósito, tengo una buena
botella de whisky en la habitación de mi
hotel. Si quieres…
—Estoy a gusto aquí.
—Solo pensaba que quizá te
apeteciese subir un rato, eso es todo.
Podríamos charlar amistosamente, y se
está mucho mejor allí que aquí.
Jim le lanzó una mirada feroz.
—¿Acaso se cree que soy un
chapero? ¿Que iré con un mariquita de
mierda como usted, eh? ¿O quiere
emborracharme por si soy un tío normal
para luego follarme?
El hombrecillo se levantó.
—Vaya, creo que has ido demasiado
lejos. Si no estuvieses bebido no me
dirías esas cosas tan horribles. Ni por
un momento se me había ocurrido hacer
nada de eso. Si me disculpas…
El hombre se fue y Jim comenzó a
reírse. Se rio a carcajadas durante un
rato y luego paró, sin saber si llorar,
sollozar o gritar. Pero el camarero lo
interrumpió diciéndole que era hora de
cerrar.
Jim salió tambaleándose al aire
húmedo de la madrugada. Aún estaba
oscuro. No había estrellas ni luna, solo
las farolas brillando en la oscuridad.
Entonces se sintió despejado.
Los bordes de los edificios se
hicieron visibles y afilados. Sabía
exactamente dónde estaba y quién era, y
no quedaba nada que hacer más que
seguir adelante como si nada hubiese
ocurrido. Pero cuando se hacía esta
promesa recordó la hoguera y el
estruendo del río. Ninguna visión
terminaba jamás sin otra nueva y
brillante, y para él no había nada nuevo.
Su amante y hermano había muerto, y
ahora solo quedaba el recuerdo de su
carne magullada, las sábanas enredadas,
la violencia. De repente le entró pánico
y quiso huir. Volvería al mar; se
cambiaría de nombre, de recuerdos, de
vida. Se dirigió hacia el oeste, hacia los
muelles. Sí, volvería a embarcarse,
viajaría a países extraños y conocería
gente nueva. Comenzaría otra vez.
Se encontraba en los muelles,
rodeado de mudos barcos. El aire era
fresco. Comenzaba a amanecer. A sus
pies el agua subía y bajaba con lentitud,
suavemente, como si se tratase de la
respiración de un inmenso monstruo.
Estaba de nuevo junto a un río,
consciente por fin de que el objetivo de
los ríos es desembocar en el mar. Nada
cambia jamás. Pero nada de lo que
existe puede volver a ser igual que
antes. Contempló fascinado el agua, que
se volvía fría y oscura contra la isla de
piedra. Pronto se iría de allí.
Siete relatos de
juventud
Para Howard Austen
From too much liberty,
my Lucio, liberty;
As surfeit is the father of
much fast,
So every scope by the
immoderate use
Turns to restraint. Our
natures do pursue,
Like rats that ravin
down their proper bane,
A thirsty evil, and when
we drink we die.[2]
WILLIAM
SHAKESPEARE,
Measure
for
Measure
Tres estratagemas
I
Llegué a Key West hace unos cuantos
días con suficiente dinero para una
semana. Raramente necesito más de una
semana, aunque esta vez me he
demorado más de lo normal, prestando
mayor atención al detalle, no haciendo
caso de los jóvenes y concentrando mi
atención en los hombres de más edad,
aquellos con los cuerpos menos firmes,
más ajados, con la peor dentadura.
Cuando miro a estos hombres, cuando
hablo con ellos, me resulta difícil creer
que en su día amasaron fortunas,
formaron familias, y no pocas veces
actuaron con generosidad y nobleza, ya
que en lo que a nosotros respecta
carecen de vergüenza y de moral. Por
supuesto que se me ha ocurrido que
puede que sean hombres sensatos a los
que no les importe nada; también existe
la posibilidad de que disfruten con su
propia degradación. De ser así los
compadezco, con lo que el juego resulta
aún más siniestro de lo que uno podría
suponer en un principio.
La playa de Key West arranca del
extremo sur de la avenida principal, y se
extiende a lo largo de unos cien metros
ribeteada de palmeras y casas de
veraneo, para terminar en un edificio de
cemento de color rosa, con un
restaurante con terraza. Cerca de esta
terraza, en la playa, conocí al señor
Royal.
Aquel día el cielo era de un azul
intenso, sin una sola nube; una brisa
cálida proveniente del sur sacudía las
copas de las palmeras. Era un día
luminoso, y durante un instante me
abatió la tristeza y quise ocultarme de
aquel sol, de las imágenes del mar
enmarcadas en blanco, todas ellas
asociadas a mi infancia, a ese tiempo
dichoso de fortificaciones de arena,
algas, conchas rosadas. Todos los
veranos de mi niñez transcurrieron en
una playa parecida a aquella, junto a mi
familia; una familia que desde entonces
se ha resquebrajado: unos murieron,
otros se casaron y otros —yo entre ellos
— se exiliaron a ciudades extranjeras…
—Veo que no llevas aquí mucho
tiempo.
Su voz era agradable, pero había en
ella una nota de insinuación —oh, sí, la
más ligera de las insinuaciones— de
algo distinto. Me puse en guardia al
instante. Le dije que acababa de llegar y
se presentó. Me dijo que se llamaba
George Royal e insistió demasiado
pronto en que lo llamase George; hasta
ahora no lo he hecho. Le dije que yo me
llamaba Michael.
—Sabía que no llevabas aquí mucho
tiempo —continuó, señalando la
blancura de mi piel hasta que por fin me
preguntó si me había dedicado alguna
vez al deporte (esa tradicional pregunta
tan nostálgica y viciosa a la vez), y
naturalmente yo respondí que sí. Le dije
que había jugado al fútbol en Princeton,
lo cual no era cierto; estuve en Princeton
durante un año, pero no jugué. Sin
embargo, aquella mentira le impresionó.
—Vamos a beber algo —dijo.
Cruzamos juntos la caliente playa de
arena blanca, abriéndonos camino entre
sombrillas de rayas chillonas, toallas
arrugadas, botes de crema y latas de
cerveza, todo lo cual me recordaba de
nuevo mi infancia. Pero con una
diferencia: la gente ha cambiado; se ha
vuelto hostil, o al menos peligrosamente
impersonal. Por supuesto que me doy
cuenta de que quizá sea yo el que ha
cambiado tanto que ahora pueda verlos
como realmente son, como han sido
siempre…, aunque desde luego siempre
existe la posibilidad de que lo que vi de
niño fuese la realidad, y que lo que
ahora veo sea una deformación mía;
pero sea como fuere, veo lo que veo:
hostilidad y peligro. Sé que esta ciudad
mía es exagerada, y que en el mundo hay
personas inofensivas; más importante
aún, hay mucha gente ingenua, por cuya
abundante y feliz existencia me
encuentro agradecido.
Aquel día los ingenuos habían
tomado posesión de la playa. Lo
observaban todo sentados bajo sus
sombrillas, contemplaban admirados a
los radiantes y fríos ángeles capaces —
pensaban ellos— de exorcizar la sombra
depravada del demonio del tiempo,
recreando la juventud y su sentido de
permanencia —o al menos la ilusión de
aquella— en sus carnes firmes. Supongo
que a estas alturas conozco los
corazones de estos ingenuos casi tan
bien como el mío propio, y a veces me
entra miedo cuando observo el modo en
que cortejan a esos ángeles traicioneros,
pues veo en ellos mi propia y final caída
de ángel amado a monstruo iluso. Yo
también llegaré a ser viejo. Me entró un
escalofrío al pasar por encima de las
ruinas de un castillo de arena: sí, la
playa había cambiado, y me pregunto:
¿volverá a cambiar de nuevo algún día?
Con una sensación de extraña
irrealidad seguí los pasos del cuerpo
ancho y tostado del señor Royal hasta la
terraza de cemento; allí, amparados por
las sombrillas, se sentaban hombres y
mujeres en bañador, bebiendo ron bajo
la intensa luz. En el bar sonaba una
gramola a todo volumen, y estoy seguro
de que nadie podía escuchar lo que yo
escuchaba tras la música, aquel suave
murmullo de la marea.
Eran personas económicamente
acomodadas, la mayoría de mediana
edad, y se me ocurrió que hombres y
mujeres, exceptuando las diferencias
más obvias, eran exactamente iguales:
de caderas anchas, pechos colgantes,
brazos y piernas delgados, débiles y de
venas azuladas. Pero las mujeres se
pintaban y se movían con mayor soltura.
Reían, bebían mucho, contaban chistes
verdes, apostaban, y en conjunto
soportaban aquellos días luminosos con
elegancia. Los hombres, no. Estaban más
callados, más alerta; aguardaban.
El señor Royal me observaba
esperando algo. Nos habíamos detenido
y me había hecho una pregunta que yo no
oí. Dado que nos hallábamos junto a una
mesa vacía, traté de adivinar qué había
dicho, asentí sonriendo y, habiendo
adivinado correctamente, nos sentamos.
Pidió ron para los dos.
—Vengo aquí todos los años —dijo
el señor Royal frotando sus pequeñas y
morenas manos: un diamante amarillo
relumbraba en su dedo soltando un
chorro de chispas luminosas, de rayos
de sol estrellados. Desvié la mirada. Él
entrelazó las manos y continuó hablando
mientras observaba por encima de mi
hombro a un grupo de marineros que
acababan de llegar a la playa y se
estaban desnudando entre gritos y
risitas, cual colegialas en un día de
excursión. No me gustan mucho los
marineros; no porque sean en cierto
sentido competidores, sino porque su
falta de orientación, de un plan
premeditado,
su
fundamental
irresponsabilidad, tienden a hacer de
ellos compañeros de juego poco
adecuados, y si se les toma en serio
pueden llegar a ser con frecuencia
verdaderamente peligrosos… Dicho de
otro modo, malgastan su belleza y sus
aptitudes.
A menudo he pensado medio en
serio que cuando sea viejo y esté fuera
de combate me gustaría abrir una
especie de escuela para jóvenes
varones, en donde les enseñaría a sacar
el mayor partido de ciertas situaciones
que de otro modo y debido a su
inexperiencia y vanidad desaprovechan
penosamente. Con frecuencia son
demasiado
agresivos,
demasiado
inflexibles. Aunque supongo que si
alguno de ellos tuviese el suficiente
sentido como para acudir a mis clases
sería lo bastante listo como para hacerse
cargo de sus asuntos sin mi consejo.
—La sucursal principal está en
Newton, pero tengo otra tienda en
Belmont —decía el señor Royal
enfocando de nuevo sus ojos sobre mí
mientras aclaraba esto.
—Eso suena muy interesante —dije.
Al principio uno no debe hablar
demasiado, pues hablar demuestra
carácter, y a menos que uno sea sencillo
e ingenuo y tentadoramente aniñado es
mejor no hablar, permanecer callado y
sonriente, enigmático, aguardando el
momento adecuado para adoptar la
personalidad que cuadre con la fantasía
del otro. Esto precisa de una gran
experiencia e intuición, ya que para
tener éxito uno debe poseer en primer
lugar ciertas dotes innatas de
adivinación, habilidad para identificarse
correctamente sin comprometerse; no es
fácil.
Mientras el señor Royal me hablaba,
yo mantenía la mirada fija en el
horizonte marino; contemplaba las
solemnes mudanzas de las gaviotas
contra el azul del cielo, recordaba que
no había visto pájaros en aquella isla, y
me preguntaba por qué. ¿Se los había
llevado algún huracán? ¿O nunca habían
existido? Contemplaba a las gaviotas y
escuchaba atentamente, aguardando una
señal, algún augurio. He sido estafado
en diversas ocasiones en el último
momento, sufriendo un martirio singular
que, a diferencia de los martirios
clásicos, persiste sin la esperanza de la
liberación, y que más de una vez ha
echado a pique mis planes. Sin embargo,
tengo la sensación de que esta vez todo
va a ir bien; he actuado con cautela y me
siento seguro del señor Royal, ya que no
de mí mismo, pues por desgracia sufro
de aflicción de los visionarios sin la
correspondiente visión compensadora.
—Tenía una casita aquí cuando aún
vivía la señora Royal, pero cuando
murió la vendí, y ahora tengo alquiladas
unas cuantas habitaciones en la Casa
Rosada. La conoces, ¿no? Un bonito
lugar. Me llevo bien con el encargado,
un viejo amigo mío.
Tres puntos: la señora Royal, su
muerte, las habitaciones de la Casa
Rosada… No, cuatro puntos: el
encargado amigo. El cuarto punto daba
significado a los otros tres.
Contemplé el rostro del señor Royal.
Me di cuenta de que sus ojos eran
oscuros y tenían aspecto oriental, con
los iris brillantes y negros engarzados en
el blanco amarillento de sus órbitas;
alrededor de los iris, pálidos círculos
como anillos de humo delataban su
edad.
—Pasé por delante esta mañana de
camino a la playa —dije.
—Pero ¿nunca has entrado?
—No, ya le he dicho que acabo de
llegar.
—Es cierto. Acabas de llegar.
—Aún no me he dado una vuelta por
ahí.
Eché un trago de ron. Hacía calor y
no corría la brisa. Me sentía incómodo y
deseé encontrarme nadando entre las
verdes aguas, o de vuelta en mi
habitación. El señor Royal me preguntó
dónde me hospedaba. Asintió con la
cabeza cuando se lo dije.
—Un sitio agradable —dijo, dando
a entender que sabía un par de cosas
sobre sitios agradables—. Pero tendrías
que hospedarte en la Casa Rosada; es el
único lugar que merece la pena en este
pueblo; el único lugar.
Sin decir palabra, con una mueca y
un ademán, le manifesté que no podía
permitirme un hotel tan caro, pero que a
pesar de ello eso no era importante para
mí, alguien de buena cuna. Con un tacto
exquisito
sonrió
tímidamente,
mostrándome un juego de hermosos
dientes blancos con encías bien
definidas, rosadas y traslúcidas; una
mancha de tabaco sobre uno de sus
incisivos daba un toque de autenticidad
a esta pieza de artesanía tan artera y
artificiosa a la vez.
Antes de que pudiésemos seguir
hablando con mayor franqueza, un
hombre de cabello largo, de un rubio
plateado, se acercó a nuestra mesa.
—Hola, George —dijo.
Era muy delgado, y a través de su
piel quemada por el sol se adivinaban
sus costillas, como las de un Cristo
descarnado tallado hasta en el más
morboso detalle en algún bosque de
Baviera. Bajo la piel de su pecho,
estirada sobre los huesos como la de un
tambor, podía detectar los latidos
acompasados de su corazón.
—Siéntate, siéntate —le dijo el
señor Royal—. No te he visto hoy por
ninguna parte. ¿Qué tal te fue anoche? Te
presentó a mi amigo. Es un muchacho
que acaba de llegar de la Universidad
de Princeton de vacaciones. También
juega al fútbol.
Así que de este modo me
presentaron a Joe.
—No me fue mal —dijo Joe
mirándome de reojo con curiosidad—.
Hoy me encuentro cansado.
Su cara estaba tan quemada por el
sol que no se sabía si era joven o viejo,
si estaba enfermo o sano.
—Joe pinta —dijo el señor Royal,
acercándonos con el dominio de un
titiritero.
—Estoy cansado —volvió a decir
Joe pestañeando bajo la luz. Vi que sus
labios temblaban—. ¿Me invitáis a una
copa?
Trajeron más ron. Yo había
comenzado a sudar y me sentía mejor.
No había desayunado y el ron estaba
haciendo su familiar y agradable efecto.
—Quise pintar esta mañana —dijo
Joe.
—¿Y por qué no lo hiciste? —
inquirió el señor Royal mirando
distraído hacia la playa: dos muchachos
peleaban cerca de allí. Pestañeó varias
veces, y antes de que Joe pudiese
contestar a su pregunta se levantó algo
indeciso y dijo—: Ahora mismo vuelvo;
tengo que hacer una llamada.
—¿Cuánto hace que lo conoces? —
me preguntó Joe siguiendo con la mirada
el aturdido avance del señor Royal a
través de la terraza.
—Acabo de llegar. Lo he conocido
hoy.
Sus cejas albinas se fruncieron sobre
su piel morena.
—Buen trabajo —dijo sonriendo. El
rostro le brillaba de sudor y sus labios
ya no temblaban.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué te parece?
—Acabo de conocerlo. Parece
buena persona.
—¿Qué te ha contado?
—Una tienda está en Belmont y la
otra en Newton.
—Entonces ya lo sabes todo. ¿Has
conocido a Hilda? ¿No? Bueno, ella es
la otra. Voy por otra copa. Ahora mismo
vuelvo.
—Sí, ya.
Joe acababa de irse cuando volvió
el señor Royal.
—Un chico agradable este Joe, me
cae bien…, aunque todo el mundo me
cae bien. Nunca he conocido a un
hombre que no me cayese bien.
—Es una buena actitud —dije yo.
Supongo que a lo largo de estos
últimos años he aprendido todas y cada
una de las afirmaciones neutrales de tipo
evasivo que puedan existir.
—Eso mismo pienso yo. La vida es
demasiado corta, ya sabes, y la verdad
es que aquí hay gente muy maja. Ya los
conocerás
a
todos…,
tipos
despreocupados, desde luego… si me
entiendes. Todo vale…, esa clase de
cosas. Espero que no te importe… ese
tipo de cosas, quiero decir.
—No me importa nada —dije
desplegándome de repente como una
bandera pirata, revelando con coraje
mis propias intenciones de pillaje sobre
aquellos mares pudientes. Se mostró
claramente satisfecho, listo para ser
abordado y hundido.
—Eres tan juicioso —exclamó con
admiración—. La vida es demasiado
corta como para no disfrutarla al
máximo.
Tras una pausa, añadió:
—A propósito, ¿por qué no te pasas
esta noche por la Casa Rosada y cenas
conmigo? Puede resultar divertido y…
Sus palabras se volvieron una
incoherente maraña de ingenua y
afectuosa camaradería.
—Creo que sí podré —dije
despacio. Al levantar la vista vi que Joe
se acercaba.
—Ah —dijo sentándose con
nosotros—. ¡Luchadores!
Los tres dirigimos la vista hacia los
dos jóvenes marineros que luchaban en
la playa, con sus cuerpos blancos
enrojecidos y arañados allá donde la
arena los había quemado.
—¿Te gusta la lucha? —me preguntó
Joe volviéndose hacia mí.
Le dije que no, y el señor Royal —
inmune a toda intención maliciosa— le
repitió que yo era jugador de fútbol.
—Eso ya lo veo —dijo Joe
jugueteando con dos pajitas. Iba a añadir
algo cuando yo le pregunté al señor
Royal por qué no había pájaros sobre la
isla, a excepción de unos cuantos
pelícanos y gaviotas.
II
Siempre he preferido la Casa
Rosada a los demás hoteles de Florida o
de cualquier otra parte, sencillamente
porque es el mejor hotel de Key West, y
Key West sigue siendo mi lugar favorito
en el mundo. Vine aquí por primera vez
el último invierno antes de casarme.
Hasta entonces siempre había ido a
Daytona Beach. pero seguí el consejo de
un íntimo amigo y vine a ver esto, y
debo admitir que valió la pena. Por
suerte, a mi mujer también le gustó, y
hasta su muerte pasamos aquí todos los
inviernos. Ni que decir tiene que la isla
era muy diferente en aquellos tiempos.
Para empezar había menos cubanos, y
según recuerdo las palmeras estaban
más erguidas, sin que los huracanes las
hubiesen inclinado.
Poco después de la guerra la señora
Royal murió en nuestra casa. La vendí
inmediatamente. Así de pronto no se me
ocurre ningún sitio mejor para morir: un
día despejado con la brisa del sur
soplando y el sol brillando… ¿qué
podría ser mejor que esto? Aunque
sufría dolores, y eso siempre es algo
terrible. Debe de ser algo espantoso
saber que uno no se va a recuperar
jamás, que el dolor irá cada vez a peor,
hasta que por fin, como cayendo desde
una gran altura, uno muere. Yo debería
vivir unos veinte años más, si no sufro
ningún accidente: toco madera. De todos
modos, si ese terror se hiciese
insoportable siempre podría hacerme de
la Ciencia Cristiana o algo así. Lo peor
de todo, por supuesto, es la conciencia
de que uno jamás volverá a ser joven
como Michael. Ya no puedo ni recordar
lo que era levantarse por la mañana sin
ardor en el corazón ni dolor en las
articulaciones, aunque mi artritis mejoró
cuando me sacaron todos los dientes.
Estoy seguro de que se dio cuenta de mi
dentadura esta mañana en la playa. Me
miró muy de cerca, pero supongo que
todo el mundo se da cuenta de que son
falsos. Supongo que con el tiempo me
acostumbraré a llevarlos.
Mientras me vestía en aquella
nuestra primera noche me preguntaba si
él llegaría a su hora, si vendría siquiera.
Mis manos temblaban mientras me hacía
el nudo de la corbata de color rojo
oscuro, muy discreta, nada chillona,
pues sabía de modo instintivo que él era
especial, no como el resto del oficio de
por aquí. También decidí no mostrarme
demasiado espontáneo. Con él sería
discreto
pero
simpático,
con
movimientos lentos y ademanes
cuidados, como si estuviese tratando con
un perro extraño, del tipo que no ladra.
Supongo que todos tenemos cierto ideal,
un fantasma con el que hemos soñado
pero que nunca hemos conocido. Desde
un principio Michael se correspondió
con ese sueño mío particular.
Mientras bajaba en el ascensor a las
cinco y media, media hora antes de
nuestra cita (podría ser que se hubiese
adelantado y estuviese en el bar), me
recordé a mí mismo que al fin y al cabo
yo era un hombre de mundo, y que no
había razón para que me mostrara
demasiado impresionado por este joven.
Pero lo estaba. No podía evitarlo.
Siempre he disfrutado de la terraza
de la Casa Rosada. La vista del mar tras
las palmeras es maravillosa al
anochecer. A mi espalda, las luces del
hotel se iban encendiendo, y camareros
de chaquetilla blanca iban y venían por
la terraza de ladrillo atendiendo a los
clientes, que disfrutaban plácidamente
de sus bebidas. Y allí estaba sobre las
palmeras como una gota de plata:
brillante estrella luminosa, estrella,
primera estrella que he visto esta
noche…, lo mismo, el mismo deseo,
siempre lo mismo.
—¿Le traigo algo, señor?
—Sí, un martini. Me lo tomaré aquí.
Me senté. Michael aún no había
llegado: podía ver el bar a través de una
ventana abierta, y no había nadie. Todo
el mundo estaba fuera, disfrutando del
aire fresco. Me estaba preguntando si
habría dejado algún mensaje para mí en
recepción cuando llegaron Joe y Hilda.
—Hola, George, estoy derrengado.
¿Te importa si nos sentamos? He estado
de bares con Joe por todo el pueblo. A
nuestra edad no se pueden hacer esas
cosas, ¿no te parece?
Hilda tiene sesenta y cinco años. A
los treinta y cinco quedó viuda y a los
treinta y siete se hizo rica con la Bolsa.
Que yo sepa aún tiene cada centavo que
hizo, pues rara vez paga una cuenta,
excepto, claro está, cuando se halla con
algún miembro de su cortejo de jóvenes
mariquitas, gente de paso en su mayoría
y tan semejantes unos a otros que
parecen intercambiables. Joe hace
tiempo que forma parte de ese cortejo.
Mientras Hilda me contaba cómo
había pasado el día le di un recado al
camarero, sonreí a Joe y miré la hora:
eran las seis menos cuarto. Faltaban
quince minutos. Fijé mi atención en
Hilda. Iba vestida de colores brillantes,
amarillo y verde, y su duro rostro
moreno también brillaba. Parecía uno de
los más amargos profetas del Viejo
Testamento. Hace veinte años que la
conozco, y hasta la muerte de mi mujer
fuimos de lo más discretos el uno con el
otro; pero desde entonces nos hemos
soltado la melena, como suele decirse, y
las horquillas han salido disparadas en
todas direcciones. Como yo había
sospechado, ella hacía tiempo que lo
sabía todo, y yo por supuesto también
sabía de sus propias andanzas, ya que se
daba la triste pero no extraña
coincidencia de que nuestros objetivos
solían coincidir, y éramos y seguimos
siendo más rivales que amigos, más
enemigos que aliados. No obstante,
siento cierto afecto por ella. Hemos
sobrevivido a las mismas guerras y
hemos conocido la misma época, y
cuando nos miramos el uno al otro solo
nosotros podemos ver el verdadero
rostro que hay tras las arrugas, el firme
dibujo de la mandíbula bajo la ajada
piel.
—Joe piensa que es un chico
terriblemente atractivo. ¿Cómo se
llama?
¿El nombre de quién? Las seis
menos cinco.
—Michael. Es de Princeton.
—¡Cuidado! Siempre hay algo raro
cuando salen con eso de la universidad.
Significa que van a la caza de algo
gordo.
—¿Y tú piensas que para mí se ha
abierto la veda?
—Sí. Y te veo montado ahora
mismo.
Se desternillaron de risa mientras yo
sonreía, sin molestarme en defenderlo.
¿Para qué? Hilda siempre sospecha lo
peor de cualquiera, y aunque raras veces
queda defraudada debo decir que se
equivoca con él: él es diferente… para
bien o para mal, no sabría decirlo, ni
aun ahora. Busco lo mejor en cada
persona, y él parece elegante y bien
educado, un hombre de mundo. No tiene
dinero, lo cual es siempre una suerte
para mí: no es peor ser amado por
dinero que por algo tan irreal y
transitorio como es la belleza. Uno tiene
que ser práctico; he descubierto que no
debemos considerar las razones por las
que uno recibe ciertas atenciones, sino
las
atenciones
en sí
mismas.
Naturalmente que hay ocasiones en que
es algo desesperante darse cuenta de que
el único atractivo que uno posee es su
cuenta
corriente,
no
llegar
a
experimentar nunca esa tenue respuesta
en el otro: esa identificación que si todo
marcha bien se convierte en amor, o eso
es al menos lo que cuentan. No puedo
saberlo, aunque por un instante o dos en
mi juventud intuí cómo podría ser. Ah,
Michael. Ya eran las seis.
—¿Esperas a alguien, George? No
dejas de mirar el reloj.
Asentí,
y
Joe
sonrió
desagradablemente; menos mal que no
me pidió que me explicase, pues Hilda
había comenzado a dar rienda suelta a
una de sus consabidas salmodias.
—He paseado durante toda la
mañana entre bellezas —dijo modulando
su fuerte y resonante voz, más apropiada
para la denuncia que para la charla
intrascendente—, y me he dado cuenta
de que los amaba a todos. ¿No resulta
trágico? ¡Me entra tal angustia cuando
recuerdo que tengo más de cincuenta
años y que no tengo tiempo para todos
ellos! —rio entre dientes de un modo
siniestro, Jeremías entre los cactus—.
Pero no me va tan mal, ¿verdad, Joe?
Hago lo que puedo.
—Y que lo digas —dijo Joe con
admiración, y me pregunté, como tantas
otras veces, por qué siempre se sienten
atraídos por este tipo de mujer. ¿Será
que alguna como ella les había hecho
hombres en su adolescencia?
—Hoy observé a uno de ellos
cambiándose en la carretera, tras unas
rocas. Joe y yo paseábamos en bicicleta
y nos habíamos detenido un momento en
la curva que hay más allá de las barcas.
¡Nunca había visto tanta belleza, nunca!
Quería ponerme a llorar.
—O a hacer otra cosa… —dije con
delicadeza.
Hilda habla siempre con demasiada
fogosidad, y sus historias me
avergüenzan, pues todas tratan de lo
mismo, historias de mirones. Sin
embargo, esta vez sacudió la cabeza: la
diosa triunfante, tijeras desvirgadoras en
mano; o quizá una guadaña sería algo
más apropiado, más griego.
—No, no era eso —dijo Hilda algo
cortante—. No me sentí así en absoluto.
—«Había un muchacho: lo conocéis
bien, vosotros, acantilados e islas de
Winander…».
—¿Es eso un poema? —preguntó
Hilda.
—Sí, eso es un poema —dijo Joe—,
mira, George, ahí está el muchacho en
persona.
—¿Es como el muchacho del
poema? —preguntó Hilda bizqueando.
—No, querida, el muchacho del
poema murió a los doce años. Venga,
vámonos. Quizá te veamos más tarde.
Asentí.
—Sí, claro, más tarde.
Joe se llevó a una reacia Hilda antes
de que Michael llegase.
—Espero no haber llegado tarde.
—No, has llegado justo a tiempo.
¿Quieres tomar algo?
Nos trajeron unas bebidas.
—Te veo un poco acalorado.
—Me he quemado un poco:
demasiado sol para ser el primer día.
Hablamos de la playa, del día, la
latitud, el tiempo y las causas de las
tormentas. De nuevo me percaté de sus
excelentes
modales:
vestía
una
americana de tweed, pantalones
cómodos y una corbata oscura de punto;
me alegré de no haberme puesto una
camisa abierta… Hasta el momento
todas mis intuiciones habían sido
correctas, y cuando por fin le dije que la
cena estaba preparada en mi suite, no se
sorprendió y señaló que era agradable
cenar en la intimidad.
Mi sala de estar es bastante amplia,
situada en una esquina, con altos
ventanales que dan a los jardines del
hotel y al mar.
—Es precioso cuando hay luna llena
—dije señalando los oscuros jardines y
el aún más oscurecido mar que se
adivinaba bajo la luz de las estrellas.
Luego encendí las velas que había
sobre la mesa y apagué la lámpara del
techo. Uno se vuelve un poco vanidoso,
como una mujer, cuando envejece:
morbosamente
consciente
de
la
iluminación, de la discordancia de
colores, de las sombras y de los ángulos
poco favorecedores. Una gran actriz me
dijo en cierta ocasión que la mejor
iluminación para una mujer de edad era
la luz directa sin sombras. Sin embargo,
para beneficiarse de ese tipo de
iluminación uno debe poseer una
estructura ósea facial muy buena; de lo
contrario, demasiada luz resulta algo
desastroso. Me temo que yo debo
conformarme con la luz de las velas. Y
«la estructura ósea» siempre me hace
pensar en una calavera sonriente.
Durante la cena hablamos, entre
otras cosas, de que aquello que los de
Florida llaman langosta no tiene nada
que ver con la langosta.
—Recuerdo un viaje que hice en
barco de vela a Maine hasta un lugar
llamado Camden, en donde nos
alimentábamos casi exclusivamente de
langosta. Solíamos cocinarlas a la
parrilla sobre la playa con las algas y
maderas flotantes que recogíamos.
Hablaba con espontaneidad, y su
precaución inicial había desaparecido.
Me habló de su vida con cierto detalle.
Y mientras lo escuchaba me encontraba
perplejo, como de costumbre, ya que mi
primer impulso es creerme todo lo que
me cuentan, y mi primera reacción no
creerme nada, por lo que me veo
eternamente condenado a balancearme
entre la confianza y la duda.
Su padre era un abogado de
Washington ya muerto. Tras licenciarse
en Princeton hacía cuatro años, Michael
marchó a Europa y trabajó para la
American Express. Dejó ese empleo y
volvió a casa; ahora no tiene ningún
trabajo.
Quiere
viajar.
Está
comprometido y va a casarse. Yo bebía
vino mientras lo escuchaba, y después
de un rato estaba algo confuso y tuve que
pedirle de vez en cuando que me
repitiese lo que decía para clarificar
algunos puntos oscuros. Pero cuando me
contaba lo de su futura boda me di
cuenta de que yo lo atraía, y
envalentonado por el vino discutí su
amor con él, revoloteando cada vez más
cerca de aquella revelación que con un
temblor interior casi no me atrevía a
anticipar.
—Solo tiene diecinueve años, pero
cuando acabe la universidad el año que
viene vamos a casarnos. Claro que está
el problema del dinero, pero estoy
seguro de que algo saldrá para entonces;
siempre sucede así. Su padre es uno de
los abogados más importantes de
Washington, así que seguro que podrá
colocarme. Creo que me gustaría entrar
en el cuerpo diplomático algún día.
—Estoy seguro de que te iría muy
bien.
Mientras hablaba advertí que se
había puesto rojo y que sus ojos
brillaban bajo la trémula luz de las
velas; entonces me di cuenta de repente
de que ante mis ojos se había
materializado mi adorada imagen, no ya
la imagen que embrujaba mis noches o
la expresión escurridiza que uno detecta
por un instante sobre el rostro de un
extraño; el parecido que desaparece tras
un detenido examen, como el doblón de
oro que uno encuentra en la playa en
sueños y se desvanece con el despertar,
cuando aún persiste su sensación en el
puño apretado, como burlándose de la
luz del día. Sabía al mirarlo que todos
los demás no habían sido sino copias en
el mejor de los casos. Aunque
naturalmente los acepté, pues soy un
hombre realista, creo, y nunca había
albergado realmente la esperanza de
encontrarme con mi fantasma, excepto en
ese febril espacio que hay entre el sueño
y el despertar, cuando degradantes y
maravillosas visiones me compensaban
por los días en que no tuve nada, en que
solo poseí una simple aproximación de
mi ideal. Lo contemplaba fascinado,
sentado frente a mí al otro lado de la
mesa.
III
Desde aquella noche con Michael he
aprendido mucho sobre la epilepsia.
Parece ser que Julio César y Mahoma,
entre otros personajes, la padecieron, y
hasta hace poco no se podía hacer
mucho. Según una enciclopedia médica
que encontré en el despacho del
director, tiene algo que ver con una
sobrecarga de electricidad nerviosa en
el cuerpo, algo así como un
cortocircuito, supongo. Aunque cada
caso es diferente, solo existen dos tipos
principales: la «gran crisis» y la
«pequeña crisis». La «pequeña» no es
especialmente molesta: a uno se le va la
cabeza durante uno o dos segundos y
nada más. Pero la «grande» es más
grave, y su contemplación muy
alarmante, como pude descubrir.
Al principio pensé que le había dado
un infarto. Un gran número de mis
coetáneos se están muriendo de infarto
hoy en día, y cuando alguien se desmaya
o se marea mi primer impulso es llamar
a un médico para que le inyecte
adrenalina, si no es demasiado tarde.
Pero entonces me di cuenta de que era
muy joven para sufrir un infarto, y por un
momento demencial se me ocurrió que
me estaba montando el número. Me
quedé
mirándolo,
impotente,
preguntándome qué hacer, cuando
comenzó a ahogarse; llamé al médico
del hotel, pues el muchacho parecía que
iba a morir estrangulado, lo cual podría
haber ocurrido, ya que se han conocido
casos de epilépticos que se han tragado
su propia lengua y han muerto.
Gracias a Dios, el médico actuó con
calma, entregándome una cuchara para
que sujetase la lengua de Michael
mientras él le inyectaba. En un instante
cesaron las convulsiones, y quedó
tendido en el suelo entre los platos
hechos añicos (en medio de aquel
tumulto la mesa había quedado patas
arriba). Pasados uno o dos minutos, el
médico lo puso en pie. «Le dejaremos
pasar la noche abajo —dijo—. Creo que
ya no habrá que preocuparse». Lo ayudé
a trasladar a Michael hasta el ascensor.
Michael estaba ya consciente, pero
demasiado agotado para decir nada de
modo inteligible.
Así pues, y al menos por el
momento,
el
fantasma
se
ha
desvanecido, oscurecido y distorsionado
por esa imagen entre los platos
estrellados sobre el suelo. Desde
entonces no he hablado con él, aunque lo
vi esta mañana en la playa. No cruzamos
palabra. Él se encontraba con un viejo
amigo mío, un tal Jim Howard. Jim es un
gran tipo, de mi edad, quizá un poco
mayor. Hubo un tiempo en que poseyó
una gran fortuna, pero ahora no tiene un
céntimo. Parece que se llevan muy bien,
y será interesante ver en qué acaba todo.
1950
El petirrojo
Cuando tenía nueve años yo era
mucho más duro que ahora. Disfrutaba
con todo tipo de cosas desagradables:
las peleas de los demás (fui espectador
a temprana edad), accidentes de
automóvil, historias de suicidios y un
peep-show en particular que tenía lugar
en un parque de atracciones cercano a
Washington en el que a través de
agujeros practicados sobre una alta
empalizada de imitación, uno podía ver
un enorme elefante de escayola
corneando a un hindú también de
escayola. Pero lo que más me gustaba
eran las revistas que vendían en las
tiendas, en cuyas cubiertas podían verse
fotos de chicas enredadas en telarañas
gigantes y en el interior las más
excitantes escenas de tortura. Solía
sentarme durante horas sobre el suelo de
baldosas de cierta tienda y estudiar
todas ellas detenidamente. A veces
incluso leía las historias. Me gustaba
mucho lo directas que eran, el estilo tan
natural. Hacía ya tiempo que me aburría
con las monótonas historietas para niños
de nueve años, y aún no había
descubierto los libros de Oz que, al
cumplir los diez, contribuyeron al ocaso
de mi época dura.
A los nueve tenía un amigo íntimo:
un chico delgado de cabellos pálidos,
ojos pálidos y piel pálida que se
llamaba Oliver. Supongo que hoy será
abogado o constructor. La mayoría de
los chicos de nuestro grupo de
Washington acaban siendo una cosa o la
otra. Que yo sepa ninguno ha llegado a
ser nada interesante, como estrella de
cine o artista, aunque algunos se han
divorciado una o dos veces y varios
muestran síntomas de alcoholismo.
A Oliver le encantaban la violencia
y la tortura tanto como a mí y era casi
tan duro como yo, lo que era ser
realmente duro. Nuestra conversación
era una mezcla de jerga gansteril y de
guardería
infantil.
Organizábamos
sociedades secretas, alentábamos la
guerra entre bandas del colegio, y a
veces incluso íbamos a robar a los
ultramarinos.
Todos teníamos mundos de ensueño
muy elaborados. Ahora puedo adivinar
cómo sería el de Oliver; en cuanto al
mío, lo recuerdo vívidamente: el clima,
el paisaje e incluso varios argumentos
de mi vida imaginaria, cuando tenía
nueve años y era un depravado. Sé que
poseía una gran fuerza física y que vivía
en un castillo, llevaba una capa y a
menudo una corona. No solamente era
más fuerte que los chicos de mi edad,
también era más fuerte que la gente
mayor: esa raza alienígena de voz
profunda y rostro duro. En mi mundo
ideaba toda suerte de torturas para mis
enemigos. La víctima más constante y
satisfactoria era la profesora, una mujer
informe de cabello corto gris y
desaliñado, con una horrible y escuálida
nariz de rosas membranas traslúcidas.
Casi siempre estaba resfriada, con una
calentura en el labio superior. Era una
mujer severa, maligna, y, cuando se
enfadaba, una bruja. Recibió su
recompensa en mi mundo.
Fue en una tarde clara y brillante de
mediados de octubre, poco después de
mi noveno cumpleaños, cuando Oliver y
yo vimos el petirrojo.
Primero permítanme que les diga
que nuestra escuela era lo que llaman
una escuela rural, a varios kilómetros de
la ciudad, con amplias y cuidadas zonas
verdes, en donde los chicos menos
imaginativos daban rienda suelta a su
violencia con el fútbol y las peleas.
Oliver y yo casi nunca nos uníamos a
ellos;
despreciábamos
aquella
simplicidad. A veces nos obligaban a
jugar, y entonces yo escogía una parte
del campo en la que poco me iba a
distraer de mis pensamientos, y allí me
quedaba, soñando de pie. En estos
sueños yo era el personaje, nunca el
espectador.
La escuela estaba en una gran casa
de campo de Virginia, a unos diez
minutos en autobús desde Washington.
La casa era del estilo que en el sur
llamamos georgiano, aunque en realidad
era una graciosa mezcla de estilos de
finales del diecinueve: ladrillo rojo,
altos ventanales en la planta baja, y en
su interior una escalera de caracol. Los
techos eran altos, con grietas en las
paredes, y uno podía sentir en cada
rincón la presencia de generaciones y
generaciones de vida feudal sureña. En
realidad, la casa era la reliquia de un
rico yanqui que marchó al sur durante
una administración republicana en el
poder, construyó esta casa, se imaginó
ser un caballero, la dejó a sus hijos,
murió, y estos, comportándose como
auténticos herederos, la vendieron sin
tardanza.
Pero para nosotros, sus sesenta
alumnos, el terreno era mucho más
interesante que la casa: suaves prados
desaparecían serpenteando por el
bosque, en donde se alzaban oscuros y
delgados árboles que con el otoño
lucían los colores del bufón, y entre los
que se podía entrever el lento fluir del
pardo
río
Potomac
rugiendo
incesantemente en la lejanía con un
sonido triste y solitario como el del mar.
El día del petirrojo era como
cualquier otro día de otoño. Cogí el
autobús de la escuela frente a mi casa y
charlé con Oliver durante el trayecto.
No tengo la menor idea de cuál podría
ser el tema de nuestras conversaciones a
los nueve años.
Supongo que hablábamos de los
profesores, los otros chicos, las
peculiaridades de nuestros padres.
Recuerdo que una vez me volví hacia él
y le dije con solemnidad (esto fue un
año más tarde, tras el divorcio de mi
madre): «Hemos luchado juntos contra
viento y marea mi madre y yo».
Recuerdo que cuando cumplí los diez
hablaba casi exclusivamente en clichés
altisonantes y había comenzado a
mostrar un talento alarmante para la
poesía didáctica. Pero en aquel día de
otoño, con nueve años, estuve más
espontáneo, más original y más
desesperado de lo que jamás he vuelto a
estar.
Llegamos a la escuela, entramos en
clase, y ya no recuerdo nada más.
Supongo que algo ocurriría en esas
clases, pero no recuerdo qué. Durante
los diez años que pasé en diferentes
escuelas, casi no recuerdo nada de lo
que ocurría en clase. Tengo un solo
recuerdo claro de mis primeros seis
años de colegial. Por algún motivo
construimos un modelo de la vía Apia
sobre un cartón, y dado que entre mis
numerosos talentos poseía el de
construir figuras, me pidieron que
hiciera las de ese lugar. Eran hermosos y
espléndidos romanos de acertadas
proporciones, ataviados con togas del
más blanco papel de seda, y todos
quedaron impresionados. Pero por
desgracia, no se mantenían en pie, y la
profesora, esa horrible mujer de
escuálidos labios, aplastó las piernas de
todos ellos hasta que quedaron como
gruesas
columnas,
arruinando
completamente la clásica simetría que
yo les había conferido. Al enterarme
monté tal exhibición de mi sensibilidad
ultrajada que la profesora tuvo que
llamar al director, quien trató de
apaciguarme proponiéndome que hiciese
más largas las togas con el fin de que
nadie pudiese ver las piernas. Y me
recordó que se me habían encargado
figuras (muy admirables las que había
realizado, por cierto) para ser montadas
en cuadrigas.
Aparte de este episodio, no recuerdo
nada de aquellos seis años de escuela,
aunque me acuerdo de las tardes
pasadas en el exterior, especialmente
esa tarde en particular del mes de
octubre. El cielo estaba apagado, con
grandes nubes blancas que se
desplazaban y cambiaban de forma tan
lentamente que uno se quedaba
hipnotizado contemplando cómo los
castillos se convertían en elefantes, los
elefantes en cisnes y los cisnes en
profesores. Aquel día, Oliver y yo nos
alejamos discretamente de nuestros
compañeros que jugaban.
Nos dirigimos aprisa hacia un
extremo del jardín, donde un risco
boscoso se asomaba casi verticalmente
al río que corría abajo. Ocultos a los
ojos de los demás por una hilera de
siemprevivas y con el río al fondo, nos
sentamos cómodamente sobre la hierba.
Yo comencé a inventarme una historia, y
Oliver me escuchaba con atención
halagadora.
Fue él quien primero advirtió la
presencia del petirrojo.
—Mira —dijo interrumpiéndome y
señalando algo sobre la hierba. Miré y
vi el pájaro. Tenía un ala rota y aleteaba
débilmente intentando volar aún. Nos
acercamos y lo examinamos con
cuidado, con precaución, temiendo algún
aguijonazo o mordedura inesperados o
algún contagio siniestro.
—¿Qué hacemos? —pregunté. Uno
siempre debía hacer algo con todo
aquello que se le cruzase en su camino.
Oliver sacudió la cabeza; no se le
ocurría nada.
—Está malherido.
Contemplamos al petirrojo, que
aleteaba en diminutos círculos caído en
el suelo. Piaba lánguidamente.
—Quizá deberíamos llevárnoslo a
casa.
Pero Oliver sacudió la cabeza.
—Está malherido. No vivirá mucho
y además no sabríamos qué hacer.
—Quizá vendría bien buscar agua de
hamamelis o algo —propuse yo; pero
dado que eso significaba acudir a la
autoridad escolar decidimos no curarlo.
He olvidado de quién nació la idea.
Espero que fuese de Oliver. Decidimos
eliminar el sufrimiento del petirrojo:
había que matarlo. La decisión fue
tomada sin problemas, pero llegado el
momento de la ejecución no solo no se
nos ocurrió nada, sino que nos
asustamos.
Acordándome de un cuadro que
había visto de san Esteban, propuse que
lo matásemos con una piedra. Oliver
cogió la primera piedra (estoy casi
seguro de que fue Oliver) y la dejó caer
directamente sobre la criatura, pero la
piedra cayó junto a esta, y el pájaro
agitó sofocado las alas. Entonces yo
cogí otra piedra y la dejé caer encima y
ahora, algo horrible, había sangre sobre
sus alas, que sacudía en medio del aire
luminoso, agitando las hojas muertas a
su alrededor.
Entonces nos asustamos y nos
enfadamos aún más y cogimos más
piedras y las arrojamos contra el
petirrojo con todas nuestras fuerzas,
cualquier cosa con tal de paralizar el
movimiento de aquellas alas y el sonido
de aquel dolor. Las piedras se
sucedieron unas a otras hasta que el
pájaro quedó cubierto, a excepción de
su cabeza… y todavía seguía con vida:
no quería morir. Oliver (ahora estoy
seguro de que fue Oliver) agarró por fin
una enorme piedra y la aplastó con todas
sus fuerzas contra el vértice de la
pirámide que habíamos formado, dando
por concluida la tumba. Luego
escuchamos con atención: ya no salía
ningún ruido del montón de piedras.
Nos quedamos allí un largo rato, sin
mirarnos a la cara, con la pila de
piedras entre nosotros. Ningún ruido
aparte de los gritos distantes de nuestros
compañeros que jugaban en el jardín. El
sol brillaba; nada había cambiado en el
mundo, pero de repente, sin decir
palabra y al unísono, nos pusimos a
llorar.
1948
Un momento de
laurel verde
Parece ser que mi despiste solo tiene
que ver con lugares: me resulta fácil
recordar
nombres
o
caras,
y
normalmente soy puntual, aunque en esto
también me he vuelto algo descuidado
en los últimos tiempos.
La semana pasada no solo llegué a
una cita a la hora equivocada, sino que
fui a una dirección equivocada,
experiencia nada agradable. Pero en esta
ocasión sabía que el edificio de
Hacienda se encontraba caminando de
frente, y me sentí aliviado al comprobar
que aún era capaz de encontrar mi
camino con tanta facilidad a través de
las calles de Washington, ciudad de la
que llevaba fuera muchos años.
Miles de personas abarrotaban las
aceras, pues era el día de la toma de
posesión del nuevo presidente y todos
estaban ansiosos por verlo marchar con
gran pompa hacia el Capitolio para la
ceremonia de investidura. El ánimo de
la multitud era el de un día de gala,
aunque el cielo estaba gris y presagiaba
lluvia. Logré cruzar la calle hasta el
Willard’s Hotel, no sin dificultad. En el
bordillo me topé con uno de los pilares
de alguna comunidad de la América
profunda arropado por el alcohol. En
una mano portaba una pequeña bandera,
y en la otra una botella de whisky sin
etiqueta (en aquel momento no adiviné
el significado de aquel detalle). «Las
cosas van a cambiar en esta ciudad.
Hágame caso». Se lo hice con cortesía;
tratando de evitar la botella que me
ofrecía, me dirigí tan rápidamente como
me fue posible hacia la puerta del hotel
y entré.
El Willard’s dispone de dos
vestíbulos: uno que da a la calle F, y
otro a Pennsylvania Avenue, paralelas
entre sí; los vestíbulos se comunican
mediante un pasillo alfombrado
decorado con espejos y mármoles donde
encontré un sofá en el que sentarme a
observar cómodamente a los cientos de
personas que entraban en la avenida
desde las calles contiguas, todos ellos
con prisas, todos ellos encantados.
Por lealtad a nuestra elegante
sociedad
de
Washington
me
autoconvencí de que estos ruidosos
transeúntes tenían que ser forasteros:
orondos hombres de negocios con gafas
de metal, tejanos con sombreros de
grandes alas y botas de vaquero, damas
neoyorquinas con pieles de zorro
plateado…, todos politizados y todos,
por una u otra razón, satisfechos con el
nuevo presidente. Algunos llevaban
petacas de whisky, las primeras que veía
desde niño en tiempos de la ley seca,
cuando era teóricamente una obligación.
Ahora parece ser que las petacas habían
vuelto, como dirían los publicistas. Un
personajillo político se sentó a mi lado,
con su huesuda nalga derecha asomando
junto a mi muslo mientras se estrujaba
para hacerse un sitio, meneándose para
hacerse aún más sitio, insensible a mi
malestar.
—Hay que ver lo que cansa estar de
pie —dijo con toda libertad, como
tropezándose con esta verdad de
perogrullo.
Le di la razón. Era sureño y se puso
a hablarme, yo asentía de vez en cuando,
prestándole una atención discreta,
haciendo como que buscaba a alguien,
con la esperanza de disculparme así por
el poco caso que le estaba haciendo.
Incluso fijé la mirada a lo lejos, como si
de pronto hubiese aparecido un rostro
familiar entre tanto desconocido. Y vi
uno. Vi a mi abuelo, con el pelo blanco y
el rostro rubicundo, que se aproximaba
junto a un colega de la política. Se
sonreía ante lo que este le decía. Cuando
pasaron frente a mí, oí a mi abuelo
decir:
—Sabe tan bien como tú lo que
opino del oro…
Cuando me levanté, para malestar
del sureño, el fantasma ya había
desaparecido. Mi estómago se contrajo
nerviosamente. Se trataba de otra
persona, claro está. Siempre he tenido la
costumbre de buscar parecidos con otras
personas. A menudo veo a un muchacho
y pienso: pero ¡si es fulano de tal; iba a
colegio conmigo! Luego me doy cuenta
de que esa persona ya debe de ser un
hombre hecho y derecho, y que ya no
tiene catorce años. No obstante, turbado
por esta visión de mi difunto abuelo, me
levanté y me fui al vestíbulo de
Pennsylvania Avenue. Allí, entre
palmeras y retratos del nuevo
presidente, había más políticos y
mirones celebrando ruidosamente el
gran momento con whisky y estruendosa
buena voluntad.
—Ven conmigo —me dijo una mujer
que estaba junto a mí.
Era rubia, bien vestida, algo bebida,
y hablaba en tono amistoso.
—Tenemos una suite arriba.
Estamos celebrándolo. Vamos a ver el
desfile… ¡Emily!
Emily se nos unió y subimos todos
juntos en el ascensor.
La suite se componía de dos
habitaciones que habían sido alquiladas
con semanas de antelación para este
acontecimiento. La fiesta ya había
comenzado: eran entre treinta y cuarenta
hombres y mujeres, jóvenes funcionarios
en su mayoría, aunque también había,
como pronto pude comprobar, algunos
nativos de Washington: parásitos del
negocio del gobierno.
Me sirvieron una copa de champán y
me dejaron solo. Mi anfitriona y Emily,
cogidas del brazo, se abrían paso entre
los corros de invitados hasta alcanzar el
centro de la fiesta. Mucho después de
que desapareciesen de mi vista aún
podía oír sus carcajadas.
Di una lenta vuelta por la habitación.
Era algo así como un baile, y deseé por
simple apariencia haber encontrado
pareja. Hay algo profundamente
negativo en quedarse fuera del grupo
cuando todos han llegado ya como
animales en un arca de Noé, de dos en
dos, y luego se van de dos en dos. A la
mente me vino la imagen de una
inundación.
Me bebí el champán, preguntándome
de modo ocioso por qué no conocía a
nadie en aquella fiesta. La ciudad ha
cambiado, pensé. Había pasado diez
años fuera, demasiado tiempo. Fui hasta
la ventana y contemplé el desfile, que
había comenzado. Los altavoces que
colgaban de todas las esquinas hacían
audible, aunque ininteligible, el discurso
de investidura. Algo había fallado en la
sincronización, y los altavoces se hacían
eco unos a otros desesperadamente,
provocando que la voz del presidente se
oyese de un modo confuso. Una mujer
que había a mi lado dijo:
—No se entiende nada.
La miré y vi sorprendido que era mi
madre.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le
pregunté.
—¿Que qué estoy…? —parecía
desconcertada—. Dorothy…, conoces a
Dorothy, ¿no? Me pidió…
Había demasiado ruido y no pude
oír el final de la frase.
—Pero creí que ibas a quedarte hoy
en casa.
Me miró de un modo extraño y me di
cuenta de que no me había oído. La
conversación se hizo imposible. La
gente nos empujaba, nos ofrecía copas,
la saludaba con entusiasmo. Mientras la
observaba admiré —como tantas veces
hice en el pasado— la cantidad de gente
que conocía. Era evidente que durante
los años que pasé fuera de Washington
un gran número de nuevas personas
habían llegado a la ciudad, y que ella las
conocía a todas.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —
preguntó con gran desenvoltura.
—Acabo de llegar hace unos
minutos.
—No, quiero decir que cuánto…
Un corpulento oficial de caballería
se interpuso entre nosotros. Aislado por
su enorme espalda uniformada, me
asomé a la ventana.
El cielo era gris. La noche
remoloneaba tras la cúpula del
Capitolio, en donde el presidente
acababa de terminar su discurso entre
aquella infrecuente resonancia. Bajo mi
ventana los soldados desfilaban, y la
multitud que flanqueaba ambos lados de
la avenida comentaba por lo bajo lo
ordenado de la marcha.
—¿Qué te parece? —preguntó mi
madre, alzando la voz sobre el ruido de
la habitación. El oficial de caballería se
había marchado.
—Igual que todos los que hemos
visto.
—Quise decir Washington.
Me quedé callado. Habíamos
discutido eso tantas veces…
—Bueno, ya sabes lo que pienso.
—¿Sí?
—Quiero decir que es tan aburrido
como siempre.
Luego creí oírle decir:
—¿Cuánto tiempo viviste aquí?
Pero había tal jaleo en la habitación
que no estoy seguro. Carraspeé; unos
hombres
nos
separaron.
Estaba
guapísima. Hacía años que no la había
visto con tan buen aspecto.
Pero en el exterior algo fuera de lo
corriente estaba sucediendo. El ruido de
la multitud aumentó de volumen, como
una radio que de pronto se sube o como
un terremoto que se avecina, lo cual se
puede oír minutos antes en zonas
sísmicas: un retumbar distante, mientras
la tierra ondea en círculos cada vez
mayores desde el revuelto epicentro.
Como respuesta a este repentino
estruendo, los presentes en la habitación
se abalanzaron hacia las ventanas,
asomándose justo cuando el presidente
pasaba bajo ellos en su coche
descapotable. Levantó su sombrero de
copa y lo agitó a modo de saludo. Luego
desapareció,
y
los
gritos
se
desvanecieron.
—¿Vas hacia casa? —le pregunté a
mi madre. Estábamos juntos de nuevo,
rodeados de oficiales de las fuerzas
aéreas.
Con una mueca de indecisión,
respondió:
—Supongo que te veré más tarde…,
alguna vez.
Antes de que yo pudiese responder,
un escuadrón de mujeres con gorros de
papel y soplando cornetas dividió la
habitación con la furia de su paso, y
escogí ese prudente momento para
abandonar la fiesta, librándome por los
pelos de un gorro que me ofrecían.
De regreso hacia el hotel me
pregunté por qué se encontraba mi
madre en aquella fiesta. Soy consciente
de que hoy en día conoce a mucha gente
que yo no conozco: gente que ha venido
a esta ciudad durante los años en que yo
he estado fuera, viajando cada vez más
lejos de Washington, sin arrepentimiento
ni
melancolía,
aunque
siempre
consciente de que la nostalgia podría
llegarme con el tiempo. La mía es una
familia sentimental y cada vez creo más
en la herencia del comportamiento.
Probablemente algún día me sentiré
profundamente conmovido al pensar en
la primavera (o el otoño) en Rock Creek
Park, donde transcurrió la mayor parte
de mi infancia en una casa de piedra
gris, sobre una colina, rodeada por un
jardín inclinado con arces y robles,
entre colinas bañadas por el Rock
Creek, un arroyo marrón oscuro
salpicado de rocas, cuyo curso luminoso
serpentea entre los verdes bosques.
Mientras caminaba medité sobre las
elecciones y la investidura, que para mí
significaban mucho menos de lo que
aparentaba
en
público.
Estoy
convencido de que los individuos tienen
poco que ver en los asuntos de estado,
que los gobiernos son en esencia
sistemas de archivo que con el tiempo se
deterioran por falta de espacio,
funcionarios, máquinas de escribir,
papel y —quizá— fe en el orden. Cada
vez encuentro más difícil tomarme en
serio los asuntos públicos: una
tendencia decididamente esquizoide,
como diría un psicólogo amigo mío,
situándome de modo figurado en una
chaqueta de goma gris, desconectado del
mundo exterior, contemplando sin placer
ni desaliento el interior de mi reino
privado, felicitándome a mí mismo por
haber escapado de un modo tan limpio y
definitivo.
Me encontraba ahora en las afueras
de Rock Creek Park. Obedeciendo a un
impulso entré en el parque y caminé
hacia Broad Branch Road, más allá de
Pierce’s Mili, llamado así en recuerdo
de aquel buen presidente que otorgase
un consulado a Hawthorne.
Caminando, cayó la noche. El
planeta Venus, un círculo de plata bajo
un cielo verde, atravesó la orilla del
crepúsculo mientras los fríos bosques se
oscurecían a mi alrededor y el sonido de
mis pasos acompasados golpeando el
pavimento en medio de aquel silencio
sonaba como los latidos de un
gigantesco corazón de piedra.
Por fin llegué hasta la colina; sobre
su cima, al final de una calzada
particular, se alzaba nuestra vieja casa,
una casa gris y sólida, propiedad ahora
de unos extraños. Me disponía a
continuar mi camino, cuando un
muchacho, proveniente del arroyo, cruzó
la carretera.
Era muy joven, con el pelo muy
rubio y ojos oscuros. Llevaba entre sus
brazos varias ramas de laurel. Al verme
se detuvo. Entonces, en un instante
mágico, las farolas se encendieron
señalando el final del día y arrojaron
una sombra sobre nuestros rostros.
—¿Vives aquí?
—Sí.
Su voz era aún la de un niño. Se
pasó las ramas de un brazo a otro de un
modo vacilante, indeciso entre quedarse
y charlar o marcharse a casa.
—Es la casa de mi abuelo —dijo.
—¿Has vivido mucho tiempo aquí?
—Casi toda mi vida. ¿Conoces a mi
abuelo?
Le respondí que no.
—Pero yo también vivía en esa
casa… cuando tenía tu edad. Mi abuelo
la construyó hace treinta años.
—No lo creo. El mío la construyó
hace mucho tiempo: cuando yo nací.
Sonreí sin llevarle la contraria.
—¿Qué edad tienes?
—Doce —dijo, avergonzado de no
ser mayor. Bajo aquella luz blanca su
pelo relumbraba como el metal.
Luego le hice las típicas preguntas
sobre el colegio. Los adultos y los niños
siempre se conocen como si fuesen
extranjeros, con un limitado vocabulario
común y una desconfianza mutua. Me
hubiese gustado hablarle de igual a
igual, pensé; mis ojos solo veían el
verde de las ramas, no el rubio plateado
o la piel morena. Había una franqueza en
él que es rara entre los niños, quienes
por lo general no son solamente
prudentes, sino incluso absolutamente
diplomáticos en su trato con la gente
mayor. Le hice preguntas de un modo
mecánico:
—¿Qué es lo que más te gusta del
colegio?
—Leer. Mi abuelo tiene una
biblioteca enorme…
—En el ático —dije yo, recordando
mi propia infancia.
—Sí, en el ático —repitió, pensativo
—. ¿Cómo lo has sabido?
—Nosotros también guardábamos
libros ahí, cientos de ellos.
—Igual que nosotros también. Me
gustan los de historia.
—Y las Las mil y una noches.
Parecía sorprendido.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
Moví la cabeza, mirándolo fijamente
por vez primera: un rostro moreno y
cuadrado rodeado de cabello plateado y
laurel verde; un rostro barbilampiño,
suave, sin la complejidad de las arrugas
ni de la piel seca ni de las venas rotas ni
del carácter, que una vez formado
corrompe el rostro como un veneno en la
sangre. La farola iluminaba directamente
sobre él, descubriendo el familiar
cráneo. Nos miramos y supe que debería
decir algo, hacer otra pregunta más, pero
no pude, de modo que así nos quedamos
hasta que por fin, para romper el
silencio, repetí:
—¿Te gusta el colegio?
—No. ¿Vives en Washington?
—Sí… cuando vivía allá arriba —
dije señalando la colina—. Antes de la
guerra.
—De eso hace mucho tiempo —dijo
el chico frunciendo el ceño, y recordé
que el tiempo depende de lo viejo que
uno sea: diez años, nada para mí a estas
alturas, era toda su vida.
—Sí, hace mucho tiempo.
Se apoyó en la otra pierna.
—¿Dónde vives?
—En Nueva York… a veces. ¿Lo
conoces?
—Sí, claro. No me gusta.
Sonreí, recordando el prejuicio que
tenía la gente de Washington sobre
Nueva York cuando yo era niño.
—¿Qué vas a hacer con esto? —le
pregunté tocando una rama de laurel—.
¿Coronas de laurel como hacían los
romanos?
Recordé una edición victoriana
ilustrada de Livio, en la que todos los
héroes llevaban el laurel de Apolo.
Me miró sorprendido; luego sonrió.
—Sí, a veces hago eso.
Nada ha cambiado, pensé; y
comenzó el terror.
—Tengo que irme —dijo saliéndose
del halo de luz eléctrica.
—Sí, es hora de cenar.
Desde lo alto de la colina la voz de
una mujer gritó un nombre que nos
sobresaltó a los dos.
—Tengo que irme. Adiós.
—Adiós.
Me quedé mirándolo mientras
trepaba por la colina y cruzaba el jardín
sin seguir la calzada. Seguí mirando
hasta que se abrió la puerta y lo rodeó
una luz amarilla. Alejándome por la
carretera entre las colinas oscuras de la
noche, me pregunté si alguna vez me
acordaría de un viejo encuentro con un
extraño que me hizo extrañas preguntas
sobre nuestra casa y sobre el laurel
verde que llevaba entre mis brazos.
1949
El trofeo Zenner
I
Tengo entendido que Sawyer se
marchó esta mañana temprano, antes de
que alguien tuviese la oportunidad de
hablar con él y de que se reuniese el
claustro.
El director utilizaba el tono solemne
que requería la situación.
—Así es, señor —respondió el
señor Beckman—. Y según su tutor se
dejó casi toda su ropa —añadió, como
si por el hecho de analizar
detenidamente cada detalle pudiese
evitar de algún modo la crisis. Llevaba
en el colegio menos de un año, y aunque
se había enfrentado a cierto número de
situaciones difíciles en otros colegios no
estaba preparado en absoluto para un
desastre de tales dimensiones.
Afortunadamente, el director era una
roca. En un período de veinte años se
había convertido en el colegio, o más
bien el colegio había sido remodelado a
su imagen y semejanza, para regocijo de
todos menos de la vieja guardia del
claustro de profesores. Cuando hablaba
era capaz de hacerlo con conocimiento y
autoridad absolutos; no solo podía citar
de cabo a rabo la constitución de
aquella centenaria academia, sino que
podía dar forma a convincentes
analogías entre el hoy y el ayer, este
siglo y el pasado. Al modo de un sabio
árabe, pensaba el señor Beckman,
mientras
el
rector
hacía
una
comparación inteligente y precisa entre
la presente crisis y otra acaecida en el
pasado.
Al estilo de los filósofos árabes,
agrupaba los datos más importantes para
luego presentar —haciendo uso de su
memoria, que no de su lógica— un
relevante texto antiguo que le daba la
solución, configurada a partir de aquel
precedente y de la sabiduría acumulada
a lo largo del tiempo por aquella vieja
institución.
Qué hombre tan eficiente, pensó el
señor Beckman asintiendo con un gesto
de
inteligencia,
sin
escucharlo,
demasiado absorto en su sincera
valoración de este espléndido ser
humano que le había salvado hacía un
año de Saint Timothy’s, donde no era
más que un profesor de historia mal
pagado, con un futuro sombrío y penoso
de
cenas
de
refectorio
(atún
escabechado, lechuga, patatas fritas y
guisantes
enlatados),
comestibles
gracias al uso frecuente y ritual de un
elegante molinillo de pimienta que le
habían regalado los padres de un alumno
atrasado con el que había hecho amistad.
Pero en la primavera su suerte dio un
vuelco: le habían ofrecido un empleo de
verano dando clases a un muchacho de
Oyster Bay. Aceptó el trabajo y disfrutó
del verano y de la compañía del tío del
muchacho, quien, por una coincidencia
afortunada, era el mismísimo director. Y
aquí me encuentro, pensó complaciente
el señor Beckman, cruzando sus piernas
e
inclinándose
hacia
delante,
sintonizando de nuevo, como si
dijéramos, con su jefe.
—Así que como puede ver usted,
señor Beckman, este desagradable
incidente no nos es en absoluto extraño.
Nos hemos enfrentado sin ambages a
estos casos en el pasado, y, ¡ay!, sin
duda habremos de hacerlo en el futuro
del mismo modo.
Hizo una pausa, permitiendo que
aquel epíteto clásico de lamento, aquella
estilizada expresión de dolor, reflejase
su actitud hacia no solo este caso de
perversidad en particular, sino hacia
todo desliz de tipo moral, dentro o fuera
del colegio.
—Comprendo lo que quiere decir,
señor. Incluso en Saint Timothy’s hubo
un caso similar…
—Lo sé, señor Beckman, lo sé —
interrumpió el rector—. Es el espectro
de todos los colegios y la ruina de
algunos; pero no del nuestro, señor
Beckman, no del nuestro.
El director sonrió con orgullo
fijando la vista en su propio retrato, que
colgaba sobre el hogar de la falsa
chimenea. Era un buen retrato, al estilo
de Sargent, idealizado pero reconocible.
El rector lo contempló como si buscase
sacar fuerzas de esta versión oficial de
sí mismo, de la seguridad de que aquella
obra colgaría generación tras generación
de la pared de la capilla del colegio
como símbolo decorativo del reinado
del trigésimo rector; el parecido
impresionaría a cualquiera que admirase
la disposición tan distinguida de sus
rasgos: una nariz fuerte y grande, una
boca firme y sin labios, las cejas
blancas, y una cabeza con todo su pelo.
Era desde todos los aspectos el rostro
de un hombre poderoso (que el cuerpo
fuese pequeño y gordo carecía de
importancia, ya que se hallaba cubierto
por la toga académica). Reconfortado
por la visión de su propia posteridad, el
director volvió a su irritante problema,
o como enseguida se verá, al irritante
problema del señor Beckman.
—Ya ha visto usted, señor, la
rapidez con que el colegio ha actuado.
El
señor
Beckman
asintió,
preguntándose si alguien desde el doctor
Johnson había alcanzado tal destreza en
convertir el normalmente respetuoso
señor
en
un
diminutivo
tan
condescendiente.
—Siempre hemos actuado con
diligencia en estos asuntos. Tuvimos
noticia de esta… revelación tan solo
anoche. A las diez de esta mañana el
claustro, al menos la mayoría del
claustro, se había reunido y había
tomado una decisión. Eso es actuar con
prontitud. Incluso usted debe admitirlo.
El señor Beckman admitió que, en
efecto, aquello era actuar con prontitud:
el «incluso usted» era el chistecito del
director, pues le agradaba pretender que
el señor Beckman era un intruso
arrogante y un crítico, un espía de las
academias eclesiásticas, ansioso de
encontrar algún fallo en esta severa
institución protestante.
—Parece ser que Sawyer ha
preferido marcharse antes de que se le
comunicase lo inevitable. Una huida
cobarde, aunque sensata al fin y al cabo,
ya que no podría caber ni un ápice de
duda en su mente sobre cuál habría de
ser nuestra decisión; su marcha nos ha
ahorrado una vergüenza segura. Ya he
escrito a sus padres.
Hizo una pausa, como esperando una
palabra de aprobación por parte del
señor Beckman que no llegó, pues este
se hallaba analizando el retrato,
preguntándose lo que dirían las futuras
generaciones al verlo: «¿Quién era ese
mono?». Aquel pensamiento irreverente
lo divirtió, y se enfrentó al original del
retrato con una sonrisa que el director
interpretó como un aplauso a su
proceder. Con una brusca reverencia
encaminada a aceptar y silenciar
simultáneamente la ovación de su
público, el director prosiguió.
—Creo que he presentado el caso
con bastante imparcialidad. Pienso que
los hechos hablan por sí mismos, como
sucede siempre con los hechos, y que no
estaría justificado por mi parte realizar
más comentarios. Aquí acaba mi
responsabilidad en este asunto y
comienza la de ellos. Sawyer ha dejado
de ser uno de los nuestros. Sin
embargo, Flynn presenta un problema
más difícil de resolver.
—¿Lo dice porque él no se ha
marchado?
El rector sacudió la cabeza; parecía
algo angustiado, pensó el señor
Beckman.
—No, aunque reconozco que nos
habría ayudado mucho que se hubiese
marchado con el otro. Pero ese no es el
problema.
—¿El trofeo?
—Exactamente. El premio Carl F.
Zenner a la deportividad, nuestra más
alta distinción. Fue, si bien lo recuerda,
una designación de lo más popular.
—Naturalmente
que
sí.
Los
muchachos lo aclamaron durante horas
en la capilla. Pensé que nunca iban a
parar.
El director asintió, apenado.
—Afortunadamente el trofeo no se
entrega hasta la ceremonia de
graduación; tenemos al menos una
semana para considerar qué debemos
hacer. Está claro que Flynn ya no podrá
recibirlo. Ojalá no lo hubiésemos
anunciado con tanta antelación…, pero
ya está hecho, y lo hecho, hecho está, así
que tendremos que arreglárnoslas como
podamos. Yo estoy a favor de entregar el
premio a otro alumno, pero el profesor
de gimnasia me ha dicho que Flynn era
la única opción posible, nuestro mejor
atleta.
Se detuvo un instante.
—¿Recuerda el día en que jugó
contra Exeter? ¡Fabuloso! Un muchacho
muy apuesto, además. Pero me temo que
nunca llegué a conocerlo bien.
El director era bajo todos los
aspectos el jefe moderno de una gran
institución:
distante,
majestuoso,
preocupado únicamente por las teorías
más abstractas de la educación, así
como por la inexorable y casi mística
búsqueda de dotaciones para la escuela.
Había conocido a muy pocos de sus
jóvenes pupilos. Sea como fuere, al
cabo de treinta años un muchacho tiende
a parecerse a cualquier otro.
—Sí, era un buen atleta —reconoció
el señor Beckman, y se preguntó cómo
podría salvar a su jefe de aquel dilema.
El problema era en parte suyo, ya que el
muchacho estaba bajo su tutela. Todos
los alumnos disponían de un tutor oficial
entre los miembros del claustro. Sin
embargo, los deberes de estos tutores no
estaban bien definidos. Se les suponía
responsables de la evolución académica
de los pupilos a su cargo, pero en
realidad no eran más que policías
encargados de mantener el orden en los
dormitorios. Flynn había sido uno de los
pupilos del señor Beckman, y hasta
entonces había sido la estrella de su
grupo. Era el mejor atleta que había
dado el colegio en los últimos diez
años. De hecho, era tan popular que el
señor Beckman se había comportado de
un modo algo retraído con él, por lo que
no había llegado a conocerlo bien.
—No debemos permitir que los
alumnos sepan nada de esto —dijo el
director de repente, mirando al señor
Beckman como si fuese sospechoso de
frivolidad y chismorreo.
—Estoy totalmente de acuerdo,
señor, pero me temo que tarde o
temprano lo sabrán. Quiero decir que
Flynn no es un alumno corriente. Es uno
de los héroes del colegio. Cuando los
demás muchachos descubran que no se
va a graduar comenzarán a hacerse
preguntas.
—Soy consciente de que habrá
comentarios, pero no veo la razón por la
que haya que revelar la verdadera razón
de su separación de este centro.
El verbo operativo confundió al
señor Beckman, hasta que recordó que
el rector había sido coronel en
Washington durante un año o dos de la
guerra, y que aún era capaz de componer
una frase militar frente a los mejores y
más jóvenes miembros del claustro que
también habían prestado servicio en la
guerra.
—Pero ¿qué es lo que vamos a
contarles? —insistió el señor Beckman
—. Alguna excusa habremos de darles.
—Bajo ninguna circunstancia jamás
tendremos que dar excusa alguna, señor
Beckman —dijo el rector en un tono de
despiadada frialdad—. Además, solo
falta una semana para el día de la
graduación, y estoy seguro de que si
todos mantenemos un discreto silencio,
este asunto pronto será olvidado. Como
ya he dicho, la única complicación se
refiere al trofeo Zenner. En este
momento me siento tentado de no
otorgarlo este año, aunque como es
lógico tendremos que esperar al
resultado de las averiguaciones del
comité del claustro. De todos modos,
eso nada tiene que ver con el asunto
específico de la expulsión de Flynn, una
desagradable tarea que ha de realizar el
decano, como marca la tradición. En su
ausencia —y está ausente—, este triste
deber ha de ser cumplido por el tutor a
quien corresponda.
—¿No por el director?
—Nunca por el director —dijo el
funcionario apilando un montón de
papeles como para parapetarse con
mayor seguridad ante la sórdida vida de
la escuela.
—Ya veo. Supongo que no hay
ninguna posibilidad de que permanezca
en el colegio. O sea, de que se gradúe la
semana que viene.
Pensó que su deber era hacer esta
sugerencia.
—¡Desde luego que no! ¿Cómo
puede usted sugerir tal cosa después de
lo ocurrido? Había dos testigos, y los
dos eran miembros del claustro. De
haber habido solamente un testigo quizá
habríamos podido…
El director meditó, esperando alguna
idea sin ningún resultado. Retomó
rápidamente su posición inicial,
observando que el aspecto moral del
hecho estaba perfectamente claro, que el
crimen y el castigo eran bien conocidos,
y que esta discusión no habría tenido
lugar de no haber sido por el maldito
trofeo.
—No, el chico ha sido expulsado y
ya está hecho. Ya he escrito a sus
padres.
—¿Les ha contado lo ocurrido? ¿En
detalle?
—Lo he hecho —respondió el rector
con firmeza—. Después de todo es su
hijo y tienen que conocer todo el asunto.
No estaría cumpliendo con mi deber si
no se lo hubiera contado.
—Muy duro para el chico, ¿no cree?
—¿Lo está usted defendiendo?
El rector redujo la momentánea
deslealtad del señor Beckman a total
sumisión con una sola mirada de sus
ojos de ágata, aquellos ojos que habían
sofocado tantas revueltas estudiantiles
en el pasado, que habían intimidado al
claustro y arrebatado dotaciones a los
más crueles millonarios.
—No, señor…, solo pensé que…
Asunto concluido, pensó el señor
Beckman con tristeza, mascullando sus
palabras para volver a ganarse el favor
del director.
—Muy
bien
—dijo
este
levantándose y dando por finalizada la
entrevista—. Hable con él. Comuníquele
que el claustro ha decidido su expulsión
por unanimidad y que el trofeo Zenner le
será otorgado a otro. Puede mencionar
asimismo la pena que me ha producido
enterarme de sus… actividades, y que
no lo condeno demasiado; más bien lo
compadezco. Es una terrible desventaja
no ser capaz de distinguir entre el bien y
el mal en tales asuntos.
—Se lo diré, señor.
—Estupendo. ¿Qué clase de joven es
realmente? Lo he visto jugar muchas
veces, claro, un auténtico campeón, pero
nunca llegué a conocerlo. Las pocas
veces que hablé con él parecía un
muchacho perfectamente… adaptado. Y
viene de buena familia. Es extraño que
sea un atleta tan consumado, pensándolo
bien.
—Sí, un magnífico atleta —repitió
el señor Beckman.
Este parecía que iba a ser el epitafio
de Flynn; trató de traducirlo al latín,
pero no pudo, incapaz de recordar cómo
se decía atleta.
—¿Nunca notó nada raro en él,
cualquier pista que pudiese explicar en
retrospectiva lo ocurrido?
—No, señor. Siento decirle que no
noté nada en absoluto.
—Bueno, no es culpa suya ni del
colegio. Estas cosas pasan —suspiró el
director—. Pásese por mi despacho a
eso de las cinco, si no le causa molestia.
II
Aquella mañana había un cielo
luminoso y despejado, y los débiles ojos
del señor Beckman se humedecieron al
cruzar el césped del patio, un espacio de
un verde intenso bajo la solemne luz del
mediodía. Los estudiantes lo saludaron
educadamente y él les respondió
distraído, sin verlos, intentando adaptar
sus ojos a la luz del día. Cruzó torpe
pero certeramente el jardín hasta llegar
a la biblioteca, donde pestañeó unos
instantes, hasta percatarse por fin de que
hacía un día espléndido y de que el
colegio estaba precioso. Los edificios
principales rodeaban el gran campo de
césped, cruzado por numerosos caminos
de gravilla, trazados con gran
ingenuidad geométrica para permitir el
paso a los estudiantes, cosa que el
arquitecto supuso erróneamente que
harían. El de la Dirección era el más
hermoso y antiguo de los edificios, casi
tan antiguo como para convertirse
realmente en aquello de lo que era
copia: una casa colonial de ladrillo rojo
con una torre y una campana que irritaba
sobremanera al señor Beckman. Sonaba
a menos cinco y en punto, desde por la
mañana hasta la última clase de la tarde.
Oyó la campana. Eran las once.
Disponía exactamente de una hora para
«separar» a Flynn del colegio al que
había contribuido a dar un brillo tan
espectacular. Una cálida brisa agitó las
lilas, y de repente se sintió asustado por
lo que tenía que hacer. No estaba
preparado para enfrentarse a lo
misterioso. Desde siempre había
escogido
aquello
que
le
era
imperturbablemente familiar, y nunca
antes se había aventurado en el
peligroso interior de otra vida. Ahora,
en cuestión de minutos, habría de
saquear un templo, sembrar tierra
extranjera con sal y violar un misterio.
Con los ojos entrecerrados por el fulgor
del sol, el señor Beckman se encaminó
hacia los dormitorios de ladrillo rosa de
los mayores, en donde Flynn y él mismo
vivían. Una vez en el interior del
edificio cruzó el pasillo, que olía a cera;
tenía la lengua seca, las manos frías, y
sentía un pánico casi fuera de control.
Se detuvo ante el dormitorio de Flynn.
Llamó suavemente. Al no obtener
respuesta giró el pomo y abrió, rezando
para que el muchacho no estuviese.
Pero allí estaba, sentado al borde de
su cama, con la maleta abierta en el
suelo, frente a él. Se levantó al ver
entrar al señor Beckman.
—¿Estoy expulsado? —preguntó.
—Sí.
Eso sí que fue rápido. Por un
instante el señor Beckman pensó en salir
corriendo.
—Me lo imaginé.
El chico volvió a sentarse en la
cama. El señor Beckman se preguntaba
qué debería decir a continuación. Como
no se le ocurría nada, se sentó junto a la
mesa de estudio que había ante la
ventana y adoptó una digna expresión de
simpatía. El muchacho continuó
haciendo la maleta. Un largo momento
de silencio tensó al máximo los nervios
del señor Beckman. Finalmente, lo
rompió.
—El director quiere que te diga lo
mucho que siente lo que ha ocurrido.
—Bueno, dígale que yo también lo
siento —dijo Flynn alzando la vista.
Para sorpresa del señor Beckman, en
los labios de Flynn había una mueca
sonriente. Observó con asombro que el
muchacho no estaba en absoluto
nervioso. Lo estudió detenidamente. A
sus dieciocho años, Flynn era un hombre
de constitución bien formada, de estatura
media, musculoso, pero sin llegar a la
corpulencia de los otros atletas; su cara
pecosa era agradable y bastante madura,
con ojos azul oscuro; su cabello, de
ningún color específico, estaba cortado
al cepillo. Durante el invierno lo había
llevado más largo, y el señor Beckman
recordó que lo tenía muy rizado, como
la cabeza del joven Dioniso.
Echó un vistazo a la habitación, a los
banderines que había en las paredes y al
calendario de chicas semidesnudas, una
para cada mes del año. En una esquina
se amontonaba el equipo de deporte:
casco de fútbol, hombreras, jerséis
sudados, pantalones cortos, una raqueta
de tenis: las herramientas de una carrera
profesional, más que los juguetes de un
muchacho lleno de energías. No, nunca
podría haberlo adivinado, nunca.
Hubo otra larga pausa, pero esta vez
el señor Beckman estaba más relajado, a
pesar de que se sentía cada vez menos
seguro.
—Supongo que ahora irás a la
universidad.
—Sí, supongo que sí. Tengo las
notas que necesito, y la universidad de
mi ciudad quiere que juegue para ellos.
No tendré problemas para entrar, ¿no?
—No, no. Ninguno, seguro.
—Ellos no piensan crearme
problemas, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir con «ellos»?
—El colegio. No van a escribir a la
universidad o algo de eso, ¿no?
—¡No, por Dios!
El señor Beckman se sintió aliviado
de tener alguna buena noticia, por muy
negativa que fuese.
—A excepción de tu expulsión, no
van a hacer nada. Claro que…
Se detuvo al darse cuenta de que el
chico parecía de muy mal humor.
—¿Claro que qué?
—Han escrito a tus padres.
—¿Les han escrito qué?
—Todo… todo el asunto. Es una
cuestión de rutina, entiéndelo. El
director redactó él mismo la carta, hoy,
esta mañana —añadió con precisión,
dirigiendo la atención, como hacía
siempre en una crisis, al detalle
accidental del asunto, con la esperanza
de poder evitar aún involucrarse en él.
Pero fue inútil.
—¡Maldita sea! —exclamó Flynn
poniéndose en pie y apretando sus
enormes, eficientes y peligrosos puños.
El señor Beckman tembló—. Así que fue
y lo contó todo, ¿eh?
Dio un puñetazo a la cama y los
muelles crujieron. Era todo muy
dramático y el señor Beckman se
incorporó en su silla, alzando una mano
como para defenderse.
—Debes recordar —dijo con voz
temblorosa— que el director se ha
limitado a cumplir con su deber. Te
pillaron, ¿sabes?, y fuiste expulsado.
¿No crees que tus padres merecen algún
tipo de explicación?
—No, no lo creo. No de ese modo.
Ya es bastante que te echen sin
necesidad de que ese estúpido cabrón
vaya y les preocupe aún más. No es
modo de vengarse de mí; yo me gano la
vida. Puedo ir a cualquier colegio con
una beca. O puedo convertirme
enjugador profesional mañana mismo y
ganar diez veces lo que gana ese
imbécil. Pero lo que me gustaría saber
es por qué alguien que ni siquiera me
conoce tiene que tomarse la molestia de
armar tal jaleo en mi familia.
—Estoy seguro de que no se trata de
una persecución deliberada —dijo el
señor Beckman fríamente—, y debiste
haber pensado en todo eso cuando…
cuando hiciste lo que hiciste. Existen
ciertas normas de conducta, ¿sabes?, que
deben ser cumplidas, y es obvio que tú
te olvidaste de…
—¡Cállese de una vez!
El señor Beckman sintió un mareo
como si fuese a desmayarse; se levantó
con gran esfuerzo y dijo, vacilante:
—Si vas a adoptar ese tono
conmigo, Flynn, no veo ninguna razón
para…
—Lo siento. No era mi intención.
Vamos, siéntese.
El señor Beckman se sentó,
desconsolado, viendo desvanecerse su
autoridad. Ya no era dueño del rumbo
que habría de tomar la conversación, y
en realidad se sentía aliviado de que la
iniciativa hubiese dejado de ser suya.
—Se da cuenta de cómo me siento,
¿verdad?
—Sí, así es —respondió el señor
Beckman.
Así era en efecto, para su
desconsuelo. No solo simpatizaba con el
muchacho: estaba de su lado,
irremediablemente identificado con el
otro. Se estremeció pensando en el
encuentro entre los padres y el hijo, y
trató de pensar qué sucedería. ¿Sufriría
la madre un ataque al corazón?
¿Lloraría?
—Si hay algo que yo pueda hacer…
Flynn sonrió.
—No, no creo que se pueda hacer
nada, gracias. Supongo que era mucho
esperar que… quiero decir, que lo
mantuviesen en secreto. Pero ¿qué
pasará con el resto del colegio? ¿Va el
director a hablar en la capilla contando
toda la historia?
—No, no. Su intención es no hablar
de esto a los alumnos. Ha dado
instrucciones al claustro para que lo
mantengan en total secreto.
—Esa es una buena noticia, pero
supondrá usted que los demás se
preguntarán por qué Sawyer y yo no nos
hemos graduado, por qué nos fuimos una
semana antes de la ceremonia de
graduación.
Hizo una pausa.
—¿Qué van a hacer con el trofeo?
—No lo sé. Como no te lo pueden
entregar a ti, se encuentran en un
atolladero. Si se lo conceden a otro, eso
atraerá la atención sobre el hecho de tu
expulsión. Tengo el presentimiento de
que no se lo van a conceder a nadie este
año.
El señor Beckman soltó una risita,
cerrando filas contra el colegio que
hasta hacía una hora había admirado
tanto y al servicio del cual había
deseado ponerse con tanta sinceridad.
—Supongo que ese es ahora un
problema de ellos —dijo Flynn—.
¿Están muy escandalizados?
—¿Quiénes?
—El claustro, ya sabe, todos los que
me conocían, como los entrenadores con
los que entrené. ¿Qué dijeron?
—Nadie comentó gran cosa. Creo
que estaban todos sorprendidos. Quiero
decir que tú eras la última persona sobre
la que habrían sospechado… algo así.
Me temo que a mí también me extrañó
bastante
—añadió
tímidamente,
esperando la reacción del muchacho.
Pero Flynn se limitó a resoplar. Se
asomó a la ventana, contemplando la
torre del edificio de la Dirección,
ladrillo rojo bajo cielo azul. Por fin
dijo:
—Supongo que debe de ser un
defecto mío, señor Beckman, porque me
es totalmente imposible comprender qué
le importa a nadie lo que yo haga.
Esto no era en absoluto lo que el
señor Beckman esperaba; identificado
como se hallaba con Flynn, aún le era
difícil aceptar la curiosa amoralidad de
aquella actitud. Decidió emplear la
firmeza.
—Debes darte cuenta —dijo con
toda la dulzura posible— que todos nos
guiamos por un sistema de conducta
concebido y perfeccionado durante
siglos y siglos. De ser destruido este
sistema o cualquier parte de él, toda la
compleja estructura de la civilización se
derrumbaría.
Pero mientras decía estas palabras
tan convencionales, era consciente de su
irrelevancia, al menos en este caso, y
notó desapasionadamente que Flynn no
lo escuchaba. Estaba inclinado sobre su
equipo de deporte, arrojando los
artículos que no quería a un lejano
rincón de la habitación. El señor
Beckman disfrutaba viéndolo en
movimiento pues nunca adoptaba
ninguna actitud fea o afectada.
—Así que, como podrás ver —
terminó diciendo a espaldas del
muchacho—, cuando uno hace algo tan
básicamente malo como lo que tú has
hecho se encuentra a la mayoría de la
sociedad organizada contra él para
castigarlo.
—Puede ser.
Flynn se enderezó, sosteniendo su
armadura, sus armas en las manos.
—Pero sigo sin ver por qué lo que
yo quiera hacer tiene que importarle a
nadie. Al fin y al cabo a nadie le afecta,
¿no?
Arrojó su equipo ruidosamente en el
interior de la maleta. Luego se sentó de
nuevo sobre la cama mirando al señor
Beckman.
—¿Sabe? Me gustaría ponerles las
manos encima a esos dos —dijo
bruscamente y de mal humor.
—Solo cumplían con su deber.
Tenían que denunciarte.
—Supongo que debería haberme
dado cuenta de que sospechaban algo
cuando los vi la noche pasada antes de
subir al cuarto de Sawyer. Estaban
dando vueltas por la sala de descanso,
cuchicheando. Sawyer pensó que ocurría
algo, pero yo le dije que qué más daba.
—Y os pillaron.
—Sí.
Se sonrojó y apartó la mirada. Por
primera vez parecía un niño. El señor
Beckman se compadeció.
—Creo que Sawyer se ha vuelto a su
casa —dijo lentamente para permitir que
el chico recuperase la compostura.
Flynn sacudió la cabeza.
—No,
está
en
la
cantina
esperándome. Me imaginé que querrían
interrogarnos y pensé que sería mejor
que fuese yo el que hablase. Lleva allí
desde primera hora de la mañana.
—¿Qué clase de chico es Sawyer?
No creo haberlo visto por aquí.
Flynn lo miró con sorpresa.
—Claro que lo ha visto. Está en el
equipo de atletismo. Es el corredor más
rápido que tenemos.
—Ah, ya, claro.
El señor Beckman no había asistido
a ninguna competición de atletismo. Tras
los partidos de fútbol y béisbol, no tenía
mucho interés por las competiciones de
natación, atletismo o del renombrado
equipo de baloncesto del colegio.
—Es demasiado bajo para jugar al
fútbol, y no tiene el carácter apropiado
para
eso
—dijo
Flynn
con
profesionalidad—.
Estalla
con
demasiada facilidad, y no funciona bien
en equipo…
—Ya veo. ¿Y habéis sido amigos
durante mucho tiempo?
—Sí —dijo Flynn, y cerró la maleta
de golpe.
—¿Adónde piensas ir ahora? —
preguntó
el
señor
Beckman,
ambiguamente interesado en continuar la
entrevista.
—De vuelta a casa, y no va a ser
muy divertido. Espero que mi madre no
tenga una recaída o algo parecido.
—¿Adónde irá Sawyer?
—Irá conmigo a la universidad. Él
también tiene un diploma para entrar. No
tendrá ningún problema.
—De modo que no estás muy
desanimado realmente por todo esto…
—¿Por qué iba a estarlo? No me
hace gracia lo que ha ocurrido, pero
tampoco veo que pueda hacer ya nada
para remediarlo.
—Eres muy sensato. Me temo que de
estar en tu lugar yo estaría bastante
molesto.
—Pero usted no habría estado en mi
lugar, señor Beckman, ¿o sí? —dijo
Flynn sonriendo.
—No, no, supongo que no —
respondió el señor Beckman, consciente
de que había sido abandonado hacía
mucho tiempo y que ahora no podría
recurrir a nadie ni tenía a nadie en quién
confiar.
Se dio cuenta de que estaba bastante
solo, y odió a Flynn por recordarle el
largo y tedioso camino que tenía ante sí,
recorriendo un interminable pasillo que
olía a tiza, en el que cada paso adelante
lo alejaría más y más de aquel designio
vislumbrado por tan corto espacio de
tiempo en un día de color malva.
Sonó la campana. Se levantó. Era
hora de ir a clase.
—Supongo que saldrás para Boston
en el próximo tren…
—Sí —asintió Flynn—. Primero
tengo que devolver unos libros a la
biblioteca; luego recogeré a Sawyer en
la cantina. Después nos iremos.
—Bien, buena suerte.
El señor Beckman vaciló.
—No estoy muy seguro de que nada
de esto tenga mayor importancia después
de todo —dijo en un último esfuerzo por
consolarse a sí mismo, así como al otro.
—No, yo tampoco —dijo Flynn
suavemente—. Ha sido usted muy
comprensivo en todo este asunto…
—No
tiene
importancia.
A
propósito, si quieres puedo devolver
esos libros a la biblioteca yo mismo.
—Muchas gracias.
Flynn cogió tres libros de su mesa
de estudio y se los entregó.
El señor Beckman dudó un instante.
—¿Vendrás a Boston alguna vez?
Quiero decir que si vendrás a menudo a
la ciudad cuando comiences la
universidad…
—Claro, supongo que sí. Le avisaré
y podremos vernos algún fin de semana.
—Me gustaría. Bueno, adiós.
Se dieron la mano y el señor
Beckman salió de la habitación; ya
llegaba tarde para su clase. Una vez
fuera echó un vistazo a los títulos de los
libros que llevaba: uno era un volumen
de documentos históricos (lectura
obligada), y otro un relato de misterio.
El tercero era un tomo de Keats. Cegado
por la luz del sol, cruzó el patio,
consciente de que ya no podía hacer
nada más.
1950
Erlinda y el señor
Coffin
Soy una señora de mediana edad y
he residido durante unos años en Key
West, Florida, en una casa que se halla a
un tiro de piedra de la estación naval a
la que los presidentes suelen venir de
visita.
Antes de relatar lo más fielmente
posible lo ocurrido en Theater-in-theEgg, creo que primero debería contarles
algo sobre mí y la situación a la que la
providencia ha creído oportuno
reducirme. Procedo de una familia de
Carolina no demasiado agraciada con
los bienes de este mundo, pero cuyo
linaje —si me es permitido presumir
con toda modestia— es de lo más alto.
Hay un dicho referido a que ninguna
legislatura llegó jamás a ser convocada
sin la presencia de un Slocum, el
apellido de mi familia, en la cámara
baja, lo cual habrán de reconocer que es
una alta distinción, y me ha ayudado
mucho en mi viudez.
En tiempos pasados mis actividades
sociales en esta ciudad-isla fueron
múltiples, pero a partir de 1929 me
moderé, renunciando a todos mis altos
cargos en las diversas organizaciones
que abundan en nuestra ciudad, y
traspasándoselos a una tal Marina
Henderson, esposa de nuestro magnate
de la industria de las gambas. Marina es
un puntal de la cultura que tener en
cuenta por estos lares, no ya porque
disponga de abundantes medios, sino
porque nuestro famoso Theater-in-theEgg es la criatura de su fecunda
imaginación; ella es la directora general,
estrella y alguna vez autora. Sus
producciones
han
obtenido
habitualmente una buena acogida, ya que
las ganancias son destinadas a obras de
caridad. Luego está la poco ortodoxa
disposición del interior del teatro, que
ha
dado
origen a
numerosos
comentarios, ya que la acción se
desarrolla sobre un escenario en forma
ovalada («la yema»), alrededor del cual
el público se sienta inquieto en sillas
plegables. No hay ningún telón, claro
está, de modo que los actores se ven
forzados a entrar y salir a toda prisa
desde el vestíbulo a «la yema»,
atravesando el pasillo a gran velocidad.
Marina y yo somos buenas amigas;
sin embargo, ya no nos reunimos tan a
menudo como antes: ahora ella frecuenta
un grupo mucho más activo que yo, y en
invierno va en busca de aquellos
residentes que comparten sus avanzadas
opiniones, mientras que yo me ciño al
pequeño círculo que conozco desde,
¡Dios mío!, 1910, cuando llegué a Key
West desde Carolina del Sur
acompañada de mi nuevo marido, el
señor Bellamy Craig, quien había
aceptado
un
cargo
de
cierta
responsabilidad en un banco que habría
de quebrar en 1929, el año de su
fallecimiento. Aunque desde luego, nada
hacía presagiar que algo pudiera
empañar nuestra felicidad cuando
partimos con todo nuestro equipaje
rumbo a Key West.
Huelga decir que el señor Craig era
en todos los sentidos un perfecto
caballero y un marido devoto, y aunque
nuestra unión nunca fue bendecida con la
llegada de un retoño, logramos no
obstante formar un hogar feliz que habría
de acabar demasiado pronto, como les
he hecho saber, pues cuando en 1929
pasó mi marido a mejor vida solo
disponía yo de unos mínimos ingresos,
una miseria proveniente de mi abuela
materna de Carolina, así como de la
casa. Por desgracia, el señor Craig se
vio forzado poco antes de su muerte a
desechar su póliza de seguros, de modo
que ni tan siquiera me pude agarrar a ese
clavo cuando me llegó la hora.
Reflexioné sobre si
debería
dedicarme a los negocios y abrir un
refinado establecimiento que sirviese
comidas o buscar un empleo en alguna
empresa estable. Sin embargo, no
permanecí mucho tiempo en la duda
sobre el rumbo que tomar, pues no
hallándome deseosa de vivir en ninguna
otra parte que en mi propia casa, decidí
con cierto éxito, al menos en cuanto al
aspecto
económico
se
refiere,
reorganizarla con el fin de que ello
pudiese permitirme ciertos ingresos a
través de la desagradable pero necesaria
servidumbre de ofrecer alojamiento en
régimen de alquiler.
Dado que la casa dispone de un
holgado espacio, no me ha ido mal en el
transcurso de los años, y con el tiempo
me he adaptado a esta humillante
situación. También me mantenía en mi
interior el vívido recuerdo de mi abuela
Arabella Stuart Slocum, de Wayne
County, quien tras disfrutar de una gran
fortuna se vio reducida a la penuria
como consecuencia de la guerra y,
viuda, fue capaz de mantener a sus hijos
lavando ropa para particulares. Les
confesaré que a veces, por la noche, me
sentaba sola en mi habitación, prestando
oído a la pesada respiración de mis
huéspedes, y me veía a mí misma como
una moderna Arabella, viviendo como
ella frente a la adversidad, pero aun así
inspirada por los altos ideales que tanto
ella como nosotros los Slocum hemos
venerado desde tiempo inmemorial en
Wayne County.
Y aun así, a pesar de tanto
infortunio, puedo decir que siempre salí
airosa, que en veinte años como patrona
jamás hube de enfrentarme a nada
reprensible,
que
fui
sumamente
afortunada en la selección de mis
huéspedes, reclutándolos como lo hice
entre las filas de aquellos que habían
alcanzado «la edad de la discreción»,
como solíamos decir. Pero ahora, ¡ay de
mí!, he de referirme a todo esto en
tiempo pasado.
Hace tres meses, una mañana de
domingo a última hora me encontraba en
la salita tratando de afinar el piano con
muy poco éxito. Solía ser una experta,
pero el oído ya me traiciona. Confieso
que me encontraba bajo los efectos de
cierta frustración cuando el timbre de la
puerta me interrumpió. Me apresuré a
abrir, esperando como estaba a ciertos
parientes de mi difunto marido que
habían prometido comer conmigo aquel
día. Pero no eran ellos: en su lugar, un
alto caballero delgado de mediana edad,
con el tipo de pantalones que se estilan
en las Bermudas, apareció en el umbral
de mi puerta y rogó le permitiese la
entrada.
Lo guie hasta la salita, como era mi
costumbre, y nos sentamos en dos
elegantes sillas victorianas que la
abuela Craig me había dejado en su
testamento. Le pregunté que en qué
podía serle útil y me confió que se
rumoreaba que yo acomodaba huéspedes
en mi casa. Le dije que lo habían
informado correctamente y que, por
casualidad, me quedaba una habitación
desocupada, la cual me pidió que le
enseñase.
La habitación le agradó, y aunque
sea yo misma quien lo diga, se encuentra
finamente amueblada con copias
originales de los estilos Chippendale y
Regency, adquiridas hace ya muchos
años en la cúspide de nuestra
prosperidad. El señor Craig y yo
amueblamos nuestro nido con piezas que
además de útiles eran decorativas. La
habitación tiene dos grandes ventanas:
una al sur y la otra al oeste. Desde la
ventana del sur se disfruta de una buena
vista del océano, tan solo parcialmente
oculta por una estructura de estuco rosa
llamada el New Arcadia Motel.
—La encuentro muy apropiada —
dijo el señor Coffin (no tardó en
confiarme su nombre). Pero entonces se
detuvo, y no me atreví a encontrarme
con su mirada, pues pensé que estaba a
punto de mencionar la raíz de todo mal y
yo me encontraba incómoda como
siempre frente a este tema, ya que nunca
he sido capaz de representar el papel de
mujer de negocios sin cierto embarazo,
causándome una angustia que a menudo
salta a la vista de la persona con la que
he de tratar, haciéndonos sentir a ambos
incómodos en extremo. Pero no era de
dinero de lo que deseaba hablar. ¡Si al
menos hubiese sido eso!… Si tan solo
nos hubiésemos limitado a esa relación
entre nosotros… «Reclamar el pasado,
ordenar al tiempo que regrese», como
dijo el poeta. Pero no podía ser, y los
deseos no pueden cambiar el pasado.
Entonces habló de ella.
—Debo decirle, señora Craig, que
no estoy solo.
¿Era su acento inglés lo que me daba
una sensación de falsa seguridad, lo que
creaba un paraíso para ilusos en el que
habría de morar, dichosa, hasta el
brusco despertar? No podría decirlo.
Baste con decir que confié en él.
—¿Que no está solo? —pregunté—.
¿Viaja con alguien? ¿Un caballero?
—No, señora Craig, una señorita
que se halla bajo mi tutela…, la señorita
López.
—Me temo, señor Coffin, que en
este momento solo tengo esta habitación
libre.
—Oh, ella puede quedarse conmigo
en esta habitación, señora Craig. Solo
tiene ocho años.
Los dos soltamos una carcajada, y
mis sospechas se desvanecieron al
instante. Me preguntó si podía
conseguirle una camita y le respondí
que, desde luego, no había ningún
problema. Entonces él, considerando
correcto el precio de la habitación a
partir de la información expuesta en la
puerta, me adelantó una semana de
alquiler, mostrando tal delicadeza de
sentimientos en esta coyuntura que no
pude sino sentirme inclinada a su favor.
Nos despedimos en esta excelente
atmósfera y procedí a ordenar a mi
criada que colocase una camita en la
habitación y no dejase una mota de
polvo en ella. Incluso hice que le
trajesen las mejores toallas, tras lo cual
me dirigí a cenar con mis primos
políticos, que habían llegado entretanto
hambrientos como lobos.
No conocí a la pupila del señor
Coffin hasta la mañana siguiente. Estaba
sentada en la salita de estar hojeando un
viejo número del Vogue.
—Buenos días —dijo al verme
entrar, levantándose y haciéndome una
pequeña reverencia, con mucha gracia,
debo decir.
—Soy Erlinda López, la pupila del
señor Coffin.
—Yo soy la señora de Bellamy
Craig, tu patrona —respondí con igual
ceremonia.
—¿Le importa si echo un vistazo a
sus revistas?
—Naturalmente que no —dije,
conteniendo todo el tiempo mi sorpresa
por sus buenas maneras y sus modales
de adulto, así como por el hecho de que
la piel de la señorita López poseía un
inconfundible matiz oscuro, es decir, que
era de un moreno decididamente latino.
Debo aclarar que, aunque soy una mujer
típica de mi edad y clase social, no
tengo grandes prejuicios en cuanto a
razas se refiere. Nuestra familia, incluso
en los tiempos en que poseía esclavos,
siempre fue buena con ellos. Recuerdo
cierta ocasión, siendo niña, en que se me
escapó la palabra prohibida negrucho;
me sometieron a un lavado de boca a
conciencia con una pastilla de jabón
duro. Pero al fin y al cabo no dejo de ser
una mujer sureña y no me place recibir
gente de color en mi propia casa;
llámenlo intolerancia, ser anticuada o lo
que quieran, yo soy como soy.
¡Imagínense por tanto los pensamientos
que cruzaron mi alarmado cerebro! ¿Que
debía hacer? Habiendo aceptado una
semana de alquiler, ¿no me hallaba
moralmente obligada a permitir que el
señor Coffin y su pupila permaneciesen
en mi casa al menos hasta que terminase
la semana? Angustiada por esta
indecisión, me dirigí a hablar
directamente con el señor Coffin, quien
me recibió con cordialidad.
—¿Ha conocido ya a Erlinda, señora
Craig?
—Desde luego que sí, señor Coffin.
—La considero muy inteligente.
Habla francés, español e inglés con
fluidez, y puede leer italiano.
—Estoy segura de que es una niña
con mucho talento, pero de veras, señor
Coffin…
—¿De veras qué, señora Craig?
—Quiero decir que no soy ciega.
¿Cómo puede ser su pupila? Es… ¡de
color!
Lo había soltado, y me sentí
aliviada: la sartén estaba en el fuego y
no había vuelta atrás.
—Hay mucha gente así, señora
Craig.
—Soy consciente de ello, señor
Coffin, pero no había supuesto que su
pupila fuese uno de ellos.
—Entonces, señora Craig, si ello
ofende su sensibilidad, buscaremos
alojamiento en otro lugar.
¿Qué demencial impulso me hizo
rechazar este gesto suyo? ¿Qué ráfaga de
nobleza obliga salió de mi interior
haciendo que de repente me negase a
contemplar
tan
siquiera
tal
eventualidad? No puedo saberlo; baste
con decir que acabé por pedirle que
permaneciese con su pupila todo el
tiempo que lo desease bajo mi techo,
como huésped.
Debo confesar que transcurrida la
primera semana me encontraba más bien
satisfecha con mi temeraria decisión,
pues aunque no había mencionado a mis
amistades el hecho de que albergaba a
una persona de color en mi casa,
descubrí que Erlinda poseía un gran
encanto y personalidad. Pasaba en su
compañía al menos una hora diaria, al
principio por sentido del deber, pero
más adelante por el verdadero placer
que me producía su conversación, que al
pensarlo ahora (me refiero al placer)
hace que mis mejillas se ruboricen de
vergüenza.
Durante estas charlas me dijo que
era huérfana, como había sospechado, y
que había viajado por toda Europa y
Latinoamérica, pasando inviernos en
Amalfi y veranos en Venecia y demás.
No es que ni por un momento me creyese
sus historias, pero resultaban tan
encantadoras e indicaban tal caudal de
información que me agradaba mucho
escuchar sus descripciones del Lido y
sus declamaciones poéticas de Dante en
un italiano impecable, o así lo suponía
yo, pues jamás he estudiado otras
lenguas. Pero me tragaba sus historias
con la proverbial pizca de sal, y de vez
en cuando charlaba con el señor Coffin,
entresacando de sus confesiones todo lo
que podía sobre la verdad de Erlinda sin
que pareciese que estaba cotilleando.
Era la hija de un púgil cubano que
había realizado numerosas giras
europeas llevando consigo a Erlinda,
regalándola con toda suerte de lujos y
contratando tutores para su educación
con especial interés por los idiomas, la
literatura universal y normas de
conducta. Su madre había fallecido
pocos meses después del parto. Por lo
visto, el señor Coffin conocía al púgil
desde hacía bastante tiempo y, dado que
el señor Coffin era inglés, la amistad
entre ellos se hizo posible. Por lo que
pude deducir estaban muy unidos, y,
puesto que el señor Coffin era un
hombre acomodado, viajaron juntos por
toda Europa. Finalmente, el señor Coffin
se hizo responsable de la educación de
Erlinda.
Esta idílica existencia había
acabado bruscamente hacía un año,
cuando López murió en el cuadrilátero a
manos de un siciliano llamado Balbo. Al
parecer, este Balbo no era un verdadero
deportista, y poco antes de la pelea se
las había ingeniado para introducir un
pedazo de tubería de plomo en su guante
derecho, pudiendo así aplastar el cráneo
de López en el primer asalto. Huelga
decir que el escándalo consiguiente
resultó ser considerable. Balbo fue
declarado campeón de los pesos medios
de Sicilia, y el señor Coffin, tras
protestar ante las autoridades, que no le
prestaron ninguna atención, se marchó
llevándose consigo a Erlinda.
Mis amigos pueden testificar sobre
el hecho de que me conmuevo con
facilidad ante una historia de infortunio;
durante un tiempo me compadecí de esta
huerfanita. La instruí en secciones de la
Biblia, libro que nunca había estudiado
(creo que el señor Coffin era un
librepensador), y ella me enseñó el
álbum de recortes que ella y el señor
Coffin habían conservado sobre la
trayectoria pugilística de su padre, un
hombre realmente apuesto si uno puede
fiarse de la fotografía.
Por consiguiente, cuando una nueva
semana dio fin y el período prueba,
como si dijéramos, se había cumplido,
prorrogué el período de hospitalidad
indefinidamente; pronto fue tomando
forma un esquema de vida: el señor
Coffin pasaba la mayor parte del tiempo
buscando conchas (era coleccionista, y
algunos expertos me han asegurado que
había descubierto un nuevo tipo de
concha de labios rosados) y Erlinda
permanecía en casa leyendo, tocando el
piano o charlando conmigo sobre esto y
lo de más allá. Se ganó mi corazón, y no
solo el mío sino el de mis amigos, que
no tardaron en descubrir —como suele
suceder con los amigos— la extraña
pareja que albergaba bajo mi techo.
Pero el tiempo demostró que mis
temores carecían de fundamento, con
algo de sorpresa por mi parte, ya que las
damas pertenecientes a mi círculo no
destacan por su alto grado de tolerancia.
Sin embargo, se sintieron hechizadas por
la conversación y el desparpajo de
Erlinda, en especial Marina Henderson,
quien no solo se sintió atraída al instante
por Erlinda, sino que para asombro mío
declaró haber descubierto en la niña
cualidades histriónicas del más alto
nivel.
—Fíjate en lo que te digo, Louise
Craig —me dijo una tarde cuando
estábamos en la salita aguardando que
volviese Erlinda, que había subido por
uno de sus álbumes—. Esa niña llegará
a ser una actriz excelente. ¿Has
escuchado su voz?
—Dado que he estado en su
constante compañía durante casi tres
semanas, difícilmente podría no haberla
escuchado —respondí con cierta
aspereza.
—Me refiero al timbre. La inflexión
de su voz…, ¡es como el terciopelo, te
lo aseguro!
—Pero ¿cómo podría llegar a
convertirse en actriz en este país
cuando…, bueno, digamos que las
oportunidades que se le ofrecen a
alguien de sus… características se
limitan a breves apariciones como
criada?
—Esa no es la cuestión —dijo
Marina, y siguió con su parrafada como
siempre que se encaprichaba con algo
nuevo, ignorando cualquier obstáculo,
arriesgándose al desastre con gran
despliegue de euforia y decisiones
equivocadas.
—Podría ser que la niña no tuviese
la menor intención de explotar su talento
dramático —sugerí, deseando de un
modo inconsciente evitar aquel desastre.
—Tonterías
—dijo
Marina,
contemplándose en el ladeado espejo
Victoriano que colgaba sobre la
chimenea y admirando sus increíbles
cabellos rojos, que cambian de tono de
una estación para otra, de una década
para otra, como las hojas en el otoño.
—Hablaré con ella sobre el asunto
esta misma tarde —añadió.
—Entonces, ¿ya tienes alguna idea
en tu mente? ¿Algún papel?
—Lo
tengo
—dijo
Marina
socarronamente.
—¿No será…?
—¡Lo es!
No hace falta decir que me
sorprendió. Nuestra ciudad-isla llevaba
ya varios meses sobre ascuas por los
rumores que corrían sobre la última
obra de Marina, una adaptación de ese
excelente clásico llamado Camille,
escrito en verso libre y que contiene sin
duda el mejor papel de la historia para
cualquier actriz, el del personaje que da
título a la obra. La competencia para
obtener este personaje había sido dura,
pero las exigencias del papel eran tan
grandes que Marina había vacilado en
concedérselo a ninguna de las estrellas
habituales, incluida ella misma.
—Pero ¡esto no puede salir bien! —
exclamé.
Mis objeciones fueron interrumpidas
por la aparición de Erlinda, y cuando
volví a hablar todo había sido ya
decidido y a Erlinda López se le había
asignado el papel estelar en la obra
producida por Marina Henderson,
basada en la novela de Dumas y en la
película de miss Zoë Akins.
Ahora que lo pienso, resulta curioso
que todo el mundo aceptase como algo
natural que Erlinda interpretase a una
mujer adulta caucasiana de la ciudad de
París cuya vida privada no fue lo que
debería haber sido. Solo puedo decir a
este respecto que aquellos que la oyeron
ensayar el papel —yo entre ellos— se
quedaron absolutamente pasmados por
la emoción que puso en estas frases
escabrosas,
así
como
por
la
estremecedora cualidad de su voz,
«dorada», según palabras del señor
Hamish, el periodista. El que tuviese tan
solo ocho años y no sobrepasase el
metro de estatura no inquietó a nadie,
pues, como dijo Marina, es la presencia
lo que cuenta sobre el escenario, incluso
en el Theater-in-the-Egg: el maquillaje y
la iluminación harían el resto. La única
dificultad, a nuestro entender, consistía
en el espinoso problema de su raza,
pero, como esta es una comunidad
pequeña con ciertos árbitros sociales
reconocidos, las buenas formas evitan
que la mayoría cuestione demasiado las
decisiones de sus líderes, y, dado que
Marina ocupa una posición de peculiar
eminencia entre nosotros, no hubo que
yo sepa queja alguna sobre su atrevida
elección. La misma Marina, con mucho
nuestra
actriz
más
consumada,
ciertamente la más infatigable, se asignó
el papel secundario de Cecile, la
confidente de Camille. Conociendo a
Marina como yo la conozco, me quedé
algo sorprendida de que permitiese que
el papel estelar fuese a parar a otra
persona, pero recordando que también
era directora y autora comprendí que se
habría visto obligada a abarcar
demasiado de haberse impuesto una
tarea tan ardua.
No estoy enterada con exactitud de
lo que ocurrió durante los ensayos.
Nunca fui invitada a presenciarlos, y
aunque yo consideraba tener alguna
relación con esta producción, puesto que
yo fui quien descubrió a Erlinda, no
puse ningún reparo ni busqué interferir
en modo alguno. Sin embargo, oí decir
que Erlinda estaba magnífica.
Cierta tarde me hallaba en la salita
con el señor Coffin, cosiendo un encaje
para el vestido que Erlinda habría de
llevar en la primera escena, cuando
Erlinda irrumpió en la habitación.
—¿Qué ocurre, mi niña? —pregunté,
y ella corrió a hundir su cabeza en el
regazo de su tutor con grandes sollozos
que sacudían su cuerpecito.
—¡Marina!
—se
quejó
ahogadamente—. ¡Marina Henderson es
una…!
Aunque escandalizada por esta cruel
observación de la niña, no pude sino
estar de acuerdo en el fondo de mi
corazón en que había algo de cierto en la
devastadora evaluación del carácter de
mi amiga. No obstante, me veía en el
deber de defenderla, y lo hice lo mejor
que
pude,
relatando
episodios
pertinentes de su vida que pudiesen
justificar mi defensa. Pero antes de que
pudiese llegar a la interesantísima
historia de cómo consiguió casarse con
el señor Henderson fui interrumpida por
una andanada de insultos contra mi más
antigua amiga, un ataque inspirado,
como salió a relucir, por una discusión
que habían tenido acerca de la
interpretación realizada por Erlinda, y
que acabó con la decisión de Marina de
asumir el papel de Camille, obligando a
Erlinda a la terrible alternativa de
retirarse de la obra o aceptar el papel de
Cecile, hasta ahora interpretado por la
misma Marina.
Ni que decir tiene que todos
estuvimos
alborotados
durante
veinticuatro horas. Erlinda no quería
comer ni beber. Según el señor Coffin,
no hizo más que dar vueltas por la
habitación toda la noche, o al menos
seguía dando vueltas cuando él se
deslizaba ya en los brazos de Morfeo.
Cuando el señor Coffin se despertó por
la mañana temprano la vio sentada junto
a la ventana, ojerosa y exhausta, con su
cama aún hecha.
Aconsejé precaución, conocedora de
la influencia que Marina ejerce sobre
esta ciudad, y mi consejo fue aceptado.
Erlinda, con el corazón roto y el paso
orgulloso, volvió al escenario en el
papel de Cecile. De haber podido
anticipar el fruto de mi consejo me
habría arrancado la lengua de raíz antes
que aconsejarla como lo hice. Pero lo
hecho, hecho está. En mi propia defensa
solo puedo decir que lo hice por
ignorancia y no por malicia.
La noche del estreno reunió a la flor
y nata de la sociedad de Key West.
También asistió parte de la comitiva del
presidente, así como un auténtico
dramaturgo de Nueva York. Puede que
hayan
oído
muchas
versiones
contradictorias sobre aquella noche.
Ahora todo el mundo en Florida dice
haberse hallado presente allí entonces, y
de escuchar las historias que cuentan
algunos se diría que se hallaban a cien
kilómetros del teatro. Sea como fuere,
yo sí que estuve allí, con mi malla
blanca sobre un fondo verde azulado, y
mi abanico de airón de imitación que he
conservado durante veinte años, un
regalo de aniversario del señor Craig.
El señor Coffin y yo nos sentamos
juntos, los dos excitadísimos por el tan
esperado debut de nuestra joven estrella.
El público también parecía presentir que
algo extraordinario iba a suceder, pues
cuando Erlinda hizo su aparición en la
mitad de la primera escena con un
vestido de tul color orquídea, rompió en
un aplauso ensordecedor.
Cuando volvimos a sentarnos para el
quinto y último acto éramos conscientes
de que Erlinda había triunfado. ¡Ni en el
cine he visto jamás una actuación tal o
escuchado una voz tan maravillosa! La
pobre Marina parecía una mujerona de
Memphis en comparación, y era
evidente para todo el que la conocía que
estaba encolerizada por el hecho de que
alguien destacase más que ella misma en
su propia producción.
En el acto final del Camille de
Marina hay una escena llena de emoción
y belleza en la que Camille está echada
en una chaise longue, vestida con un
vaporoso salto de cama de rayón blanco.
Junto a ella hay una mesa con un
candelabro de plata de seis velas
encendidas, un jarrón de camelias de
papel y algunos kleenex. La escena
comienza más o menos de este modo:
«Oh, ¿no va a venir nunca? Dime, dulce
Cecile, ¿no ves aproximarse su carruaje
desde la ventana?». Cecile (Erlinda)
hace como que mira por la ventana y
responde: «No hay nadie en la calle más
que un viejecito vendiendo los
periódicos de la tarde». Como pueden
ver, el lenguaje es poético y de lo mejor
que Marina ha escrito hasta la fecha.
Luego hay una escena, el gran momento
de la obra, en que Camille (ese no es el
verdadero nombre del personaje, creo
entender, pero Marina la llama así para
no confundir al público), tras un ataque
de tos bastante realista se apoya sobre
su codo y exclama: «¡Cecile! Se hace de
noche. No ha venido. Enciende más
velas, ¿me oyes? ¡Necesito más luz!».
Y entonces sucedió. Erlinda cogió el
candelabro y lo mantuvo en alto por un
instante con un esfuerzo sobrehumano,
siendo como era más grande que ella.
Luego apuntó y lo arrojó contra Marina,
quien se vio instantáneamente envuelta
en llamas. En el teatro se desató el
infierno. Marina, como una columna de
fuego, salió disparada por el pasillo
hacia la oscuridad de la noche. En la
calle fue frenada por dos policías que
lograron
apagar
sus
llamas,
trasladándola al hospital en el que ahora
reside y en el que está siendo sometida a
su vigésimo cuarto injerto de piel.
Erlinda permaneció sobre el
escenario el tiempo suficiente como
para ofrecer su interpretación de la gran
escena de Camille, algo espléndido
según testimonio de los que se hallaban
lo bastante cerca como para oírla. Una
vez acabada la escena, abandonó el
teatro. Antes de que el señor Coffin o yo
pudiésemos darle alcance fue arrestada
por asalto con agresión y encarcelada.
Pero mi historia no finaliza aquí. De
haber sido esto todo, podría haber
dicho: lo pasado, pasado está. El
malvado en este caso era solo una niña,
y es cierto que Marina le hizo daño. Sin
embargo, durante la investigación que
siguió se hizo saber a un público
escandalizado que Erlinda había
contraído matrimonio con el señor
Coffin hacía tan solo unos meses por la
Iglesia Eritrea Reformada de Cuba, y
que el examen médico había demostrado
que Erlinda tenía en realidad cuarenta y
un años y era una enana, madre, que no
hija, del pugilista López. Hasta la fecha
las circunstancias legales concomitantes
no han sido desenmarañadas a plena
satisfacción del tribunal.
Por fortuna logré tomarme entonces
unas vacaciones, de las que tenía gran
necesidad. Me marché a Carolina, donde
permanecí en la casa de unos parientes
de Wayne County hasta que la situación
en Key West se hubiese calmado algo.
Ahora visito a Marina con
frecuencia; comienza a recobrar más o
menos su antigua fisonomía, a pesar de
que ha perdido su pelo y sus cejas de
modo definitivo y de que habrá de llevar
una peluca cuando se levante de su lecho
de dolor. En presencia mía solamente
hizo referencia a Erlinda en una ocasión,
y fue poco después de mi regreso.
Señaló que la elección de la niña para el
papel de Camille fue un error dado su
temperamento, y que si pudiese regresar
al pasado, la despediría de todos
modos.
1951
Páginas de un diario
abandonado
I
30 de abril de 1948
Tras lo acontecido anoche estaba
seguro de que no querrían volver a
verme, pero evidentemente me he
equivocado, porque esta mañana he
recibido una llamada de Steven (le gusta
escribirlo así, con v), preguntándome si
me gustaría asistir a una fiesta en el
apartamento de Elliott Magren en la rue
du Bac. Debería de haber dicho que no,
pero no lo he hecho. Tiene gracia:
cuando me decido a no hacer algo,
siempre acabo haciéndolo, como
conocer a Magren, como volver a ver a
toda esta gente, especialmente tras lo de
anoche. Bueno, supongo que es una
experiencia más. ¿Qué fue lo que
escribió Pascal? No recuerdo lo que
Pascal escribió…, otro signo de
debilidad. Debería mirarlo, ya que no lo
recuerdo; tengo el libro sobre la mesa,
pero solo de pensar que tengo que
hojear todas esas páginas ya me
desanimo, así que mejor lo olvido.
De todos modos, ahora que estoy en
París debo aprender a adaptarme; creo
que después de todo me he comportado
bastante bien hasta anoche en el bar,
cuando mandé a todo el mundo a paseo.
No se me había ocurrido que volvería a
ver a Steven, por eso me ha sorprendido
tanto recibir su llamada esta mañana.
¿Guarda alguna esperanza después de lo
que le dije? No lo creo. He sido
despiadadamente sincero con él. Le he
dicho que no me interesa; que no me
importa lo que hagan los demás, etc.,
siempre y cuando me dejen en paz; que
voy a casarme en otoño nada más volver
a Estados Unidos (ESCRIBIR A HELEN), y
que no me van esas historias, nunca me
fueron y nunca me irán. También le he
dicho sin dejar lugar a dudas que es muy
embarazoso para un hombre adulto que
lo traten como a una niña tonta rodeada
por una pandilla de degenerados
donjuanes cuarentones que tratan de
clavarle las garras. El caso es que le
solté una buena antes de marcharme.
Luego me sentí como un estúpido, pero
estaba contento de dejar todo claro con
respecto a mí de una vez por todas.
Ahora sabemos el lugar de cada uno, y
si están dispuestos a aceptarme con mis
propias condiciones, como soy, entonces
no hay razón para no verlos de vez en
cuando. Esa es la razón por la que he
aceptado conocer a Magren, quien
parece alguien muy interesante a juzgar
por lo que cuenta todo el mundo, y todo
el mundo habla mucho de él al menos en
esos círculos, que deben de ser los más
amplios y activos de París esta
primavera. Bueno, no debo quejarme,
esta es la vida bohemia que deseaba
conocer. Pero no hay muchas chicas
entre ellos, por razones bastante obvias.
Exceptuando a Hilda Devendorf, la
empleada de American Express que
conocí ayer, no he hablado con ninguna
chica americana en las tres semanas que
llevo aquí.
Hoy: tras la llamada de Steven he
trabajado durante dos horas y media en
el tema de Nerón y las guerras civiles. A
veces desearía haber escogido un tema
más corto para el doctorado; no es que
no me agrade esa época, pero tener que
aprender alemán para leer un montón de
libros basados todos ellos en fuentes
disponibles para cualquiera es algo
deprimente. Podría hacerlo todo a partir
de Tácito, pero eso sería hacer trampa:
ninguna bibliografía ni notas a pie de
página, ninguna disputa académica que
registrar y analizar. Aunque el día estaba
nublado, he dado un largo paseo
cruzando el río hacia las Tullerías y sus
preciosos jardines. Justo cuando me
disponía a regresar a casa por la rue de
l’Université comenzó a llover y me
mojé. En recepción, madame Revenel
me dijo que Hilda había llamado. Le
devolví la llamada y me dijo que se
marcha a Deauville el viernes para
visitar a unos amigos propietarios de un
hotel, y que por qué no voy yo también.
Le he dicho que quizá y he apuntado la
dirección. Es una chica muy simpática;
íbamos juntos al colegio en Toledo, pero
le perdí la pista cuando entré en la
Universidad de Columbia.
He cenado en el comedor (ternera,
patatas fritas, ensalada y algo como una
empanada, pero muy bueno; me gusta
cómo cocina madame Revenel). No ha
parado de hablarme durante la cena, a
toda prisa, lo cual me ha venido bien,
porque cuanto más deprisa va, menos
oportunidad tiene uno de traducir en su
cabeza. En el comedor solo nos han
acompañado el profesor de Harvard y su
mujer, quienes leían mientras comían. Se
dice que él es alguien importante en la
Facultad de Lengua y Literatura Inglesas,
pero nunca he oído hablar de él… Así
es París: todo el mundo es alguien
importante, solo que nadie ha oído
hablar de ellos. El profesor de Harvard
estaba leyendo un cuento de misterio, y
su mujer una biografía de Alexander
Pope.
Llegué a la rue du Bac a eso de las
diez y media. Steven abrió la puerta a
voz en grito: «¡El hermoso Peter!». Lo
que me esperaba. El caso es que me metí
corriendo en la habitación; si están
borrachos lo más probable es que
intenten besarte, y no tenía sentido
volver a empezar con mal pie… Pero
afortunadamente no lo intentó. Me guio a
través del piso, cuatro grandes
habitaciones que daban una a la otra,
aquí y allá una vieja silla contra la
pared; ese era todo el mobiliario que vi
hasta llegar a la habitación del fondo, en
donde Elliott Magren se hallaba
tumbado sobre una gran cama cubierta
por un dosel raído, completamente
vestido y apoyado sobre varias
almohadas. Todas las pantallas de las
lámparas eran rojas. Sobre la cama
colgaba un cuadro que mostraba a un
hombre desnudo, obra de un famoso
pintor del que nunca había oído hablar
(¡enterarme de quién es Berenson!).
Había una docena de hombres en el
dormitorio, la mayoría de mediana edad,
con trajes ajustados y caros. Reconocí a
uno o dos de ellos de la noche pasada.
Se limitaron a saludarme con la cabeza.
Steven me presentó a Elliott, quien no se
movió de la cama cuando me dio la
mano, sino que tiró de mí. Tiene una
fuerza sorprendente para lo pálido y
delgado que está. Le dijo a Steven que
me preparara una copa. Luego me miró
con aire grave durante unos momentos y
me preguntó si quería fumar opio. Le
respondí que no tomaba drogas y no dijo
nada, algo inusual: por regla general te
sueltan una charla sobre lo bueno que es
para uno, o se ponen a la defensiva
contra lo que consideran censura moral.
Personalmente no me importa lo que
hagan los demás. De hecho, creo que
todo esto es muy interesante, y me
pregunto lo que dirían mis compañeros
de Toledo si me viesen en un piso de
París con un prostituto que se droga. Me
vinieron a la memoria aquellos
universitarios que le enviaron a T. S.
Eliot el disco de «Has recorrido un
largo camino desde Saint Louis».
Antes de relatar lo que ha ocurrido
será mejor que escriba lo que sé de
Magren, ya que es una leyenda en
Europa, al menos en estos círculos. En
primer lugar, no es muy apuesto. No sé
lo que me esperaba, pero supongo que
algo lleno de glamour, como una
estrella de cine. Mide un metro setenta y
cinco aproximadamente y pesa unos
setenta y dos kilos. Su pelo lacio y negro
cuelga sobre su frente, y sus ojos son
negros. Los lados de su cara son
desiguales, como los de Oscar Wilde,
aunque el efecto no resulta tan chocante
como sucede con el rostro de Wilde a
juzgar por sus fotografías. Su palidez es
extrema debido a la droga. Su voz es
profunda, y conserva su acento sureño.
No tiene ese falso acento inglés que
tantos americanos adoptan después de
vivir cinco minutos en París. Nació en
Galveston, Texas, hace unos treinta y
seis años. A los dieciséis se lo ligó un
barón alemán cuando estaba en la playa
y se lo llevó a Berlín con él. (Siempre
me pregunto sobre los detalles de estas
historias: ¿qué dirían sus padres al ver
que un extraño se llevaba a su hijo?;
¿montaron una escena?; ¿sabían lo que
estaba ocurriendo?). Después Elliott
pasó varios años en Berlín en la década
de los veinte, en los buenos tiempos, o
en lo que esta gente recuerda ahora
como los buenos tiempos. Creo entender
que los chicos alemanes eran muy
cariñosos: todo ello resulta bastante
repugnante. Luego, Elliott se peleó con
el barón y se fue, a pie y sin dinero, con
tan solo la ropa que llevaba puesta,
desde Berlín hasta Munich. A las afueras
de Munich se detuvo ante él un coche
impresionante, cuyo chófer le dijo que al
propietario del vehículo le gustaría
llevarlo. Este resultó ser un rico
armador egipcio, viejo y gordísimo. Se
había fijado en Elliott, y se lo llevó de
crucero en su yate por todo el
Mediterráneo. Pero Elliott no soportaba
al egipcio, y cuando el barco llegó a
Nápoles él y un marinero griego se
escaparon juntos del barco tras robarle
dos mil dólares de su camarote privado.
Se dirigieron a Capri, en donde se
instalaron en el hotel más caro, y se lo
pasaron en grande hasta que se acabó el
dinero y el marinero abandonó a Elliott
por una rica americana. Elliott estaba a
punto de ser encarcelado por no pagar la
cuenta del hotel cuando lord Glenellen,
que en ese momento se encontraba
firmando en el registro del hotel, le dijo
a la policía que lo dejasen marchar, que
él pagaría su cuenta. De nuevo me
pregunto cómo sabría Glenellen que
valdría la pena ayudar a aquel extraño.
Es decir, no se puede saber por su pinta
que Elliott es marica. ¿Y si no lo
hubiese sido? En fin, quizá aquel
soldado que conocí en Okinawa la
noche del huracán tenía razón: se
reconocen entre ellos, como los
masones. Glenellen se hizo cargo de
Elliott durante varios años. Marcharon
juntos a Inglaterra, y Elliott fue
ascendiendo
en
los
círculos
aristocráticos hasta que conoció al ya
fallecido rey Basil, quien por entonces
era príncipe. Basil se enamoró de Elliott
y este se fue a vivir con el príncipe hasta
que Basil heredó la corona. Después de
eso no se vieron mucho, pues estalló la
guerra y Elliott se fue a vivir a
California. Basil murió durante la
guerra, dejando a Elliott una pequeña
herencia, que es de lo que vive ahora.
Una vez en California, Elliott se interesó
por el vedanta e intentó dejar las drogas
y llevar una vida tranquila, ya que no
una vida normal. Dice la gente que
durante varios años le fue bien, pero que
cuando la guerra acabó no pudo resistir
la tentación de regresar a Europa. Ahora
no hace más que fumar opio, y su vida
cortesana ha quedado muy atrás. Me he
extendido demasiado, pero me alegro de
haberlo anotado todo, ya que me parece
una historia interesante y he oído tantos
retazos de ella desde que llegué aquí
que el simple hecho de anotarlos en mi
diario me ayuda a esclarecer muchas
cosas. Ya son más de las cuatro y tengo
resaca de la fiesta, pero voy a terminar
esto, simplemente por disciplina. Parece
que nunca soy capaz de acabar nada, lo
cual es una mala señal, Dios bien lo
sabe.
Mientras me hallaba sentado en la
cama junto a Elliott, Steven le trajo su
pipa de opio, una especie de trozo de
madera largo y pintado, con un cañón de
metal en su extremo. Elliott inhaló el
humo profundamente, manteniéndolo en
sus pulmones todo el tiempo que pudo.
Después lo exhaló; olía como a
medicina. Entonces habló. No logro
recordar una sola de sus palabras, pero
me daba cuenta de que esa era
probablemente la charla más brillante
que había escuchado jamás. Puede que
fuese fruto del decorado, decididamente
provocativo, o puede que yo hubiese
inhalado algo de aquel humo; el caso es
que me volví sumamente receptivo a sus
palabras,
escuchándolo
fascinado,
deseando que no parase de hablar.
Mientras hablaba mantenía los ojos
cerrados, y de repente me di cuenta de
por qué las pantallas de las lámparas
eran rojas: los drogadictos son
hipersensibles a la luz; si abría los ojos
los volvía a cerrar dolorosamente,
derramando lágrimas que brillaban
como pequeños rubíes líquidos bajo la
luz carmesí. Me habló de sí mismo,
pretendiendo ser un Cándido moderno,
sencillo y perplejo ante el mundo, pero
en realidad ha debido de haber sido muy
diferente, más artero y calculador. Luego
quiso saber cosas de mí. Yo no podía
estar seguro de si realmente le
interesaba, porque sus ojos permanecían
cerrados, y resulta extraño hablar con
alguien que no te mira. Le hablé de
Ohio, del colegio y la universidad, de
que ahora estudiaba en Columbia y
preparaba un doctorado en historia, del
hecho de que quiero dedicarme a la
enseñanza y casarme con Helen. Pero
mientras le hablaba no pude evitar
pensar lo aburrida que debía de
parecerle mi vida a Elliott, así que
abrevié. No podía competir con él, ni
buscaba hacerlo. Luego me preguntó si
me gustaría quedar con él alguna noche,
a solas, y le respondí que sí, pero que
—y esto fue totalmente espontáneo— me
iba a Deauville al día siguiente con una
chica. No estoy seguro de que lo oyese,
porque en aquel momento Steven tiró de
mí y quiso hacerme bailar con él. Yo me
negué y los demás rieron. Entonces
Elliott se quedó dormido, así que me
senté a charlar un rato con un decorador
de Nueva York, y como de costumbre me
he quedado impresionado de la cantidad
de cosas sobre las que entiende esta
gente: pintura, música, literatura,
arquitectura… ¿Dónde aprenden tanto?
Allí estaba yo, sentado como un perfecto
idiota, yo, casi un doctor, mientras me
daban cien vueltas en todo: Fragonard,
Boucher, Leonore Fini, Gropius,
Sacheverell Sitwell, Ronald Firbank,
Jean Genet, Jean Giono, Jean Cocteau, y
que el cuerpo de Jean Brown yace
moldeado a imagen y semejanza de
Robert Graves. Malditos sean todos.
Tengo una jaqueca terrible y ya ha
amanecido. Escribir a Helen, llamar a
Hilda sobre lo de Deauville, estudiar
alemán mañana durante dos horas en
lugar de solo una, darle duro al latín otra
vez, leer a Berenson, comprar un libro
sobre arte moderno (¿cuál?), leer a
Firbank…
II
21 de mayo de 1948
Otra pelea con Hilda. Esta vez por
la religión. Ella pertenece a la Ciencia
Cristiana. Todo empezó cuando me vio
tomarme dos aspirinas esta mañana por
la resaca de anoche. Me ha dado una
charla sobre esta religión y hemos
tenido una larga discusión en la playa
sobre Dios (un día maravilloso, poca
gente, no demasiado calor). Hilda, más
que nunca, parecía una gran foca dorada.
Es una chica simpática, pero como
muchos de los que van a Bennington
cree que debe estar continuamente alerta
sobre lo que la rodea. Creo que esta
noche dormiremos juntos. Tengo que
acordarme de comprar una crema para
el sol, cambiar dinero en el hotel,
acabar de leer a Berenson, ¡y estudiar la
gramática alemana! Mirar a ver si
venden algún Firbank en edición de
bolsillo.
22 de mayo de 1948
No tuve mucha suerte anoche. Hilda
no paró de hablar, y esto me frena, y
también su cuerpo es mucho más blando
de lo que parece: es como hundirse en
un colchón de plumas. No creo que tenga
huesos, solo una red de elásticos.
Bueno, quizá esta noche salga mejor.
Parecía satisfecha, pero creo que le
gusta más la idea de hacerlo que el
hecho en sí. Me dijo que tuvo su primera
aventura a los catorce años. Volvimos a
discutir sobre Dios. Le dije que la
evidencia es poco convincente, etc., y
ella me contestó que la evidencia no
tiene nada que ver con la fe. Me contó
una larga historia sobre cómo su madre
tuvo cáncer el año pasado pero no quiso
acudir al médico y el cáncer
desapareció. No tuve fuerzas para
decirle que los días de su madre están
desgraciadamente contados. Cenamos
espléndidamente junto al mar: langosta,
mejillones. Escribir a Helen.
24 de mayo de 1948
Me he peleado con Hilda, esta vez a
causa de Helen, a la que casi ni conoce.
Dijo que Helen le parecía una
pretenciosa. Le contesté que quién no lo
es. Dijo que mucha gente. Le dije que
me nombrase a alguien. Dijo que ella
misma. Entonces le hablé de todas las
cosas pretenciosas que había dicho
durante la última semana, empezando
por la importancia de la aristocracia y
acabando por la atonalidad. Entonces
ella me soltó todas las cosas
pretenciosas que yo había dicho, las
cuales o bien no recordaba haberlas
dicho o ella las había tergiversado. Me
enfadé tanto que me fui y no volví; mejor
así. El sexo con ella es el pasatiempo
más aburrido que yo pueda recordar. Me
he venido a mi cuarto y he leído a Tácito
en latín para practicar.
Mis quemaduras solares han
mejorado, pero creo que he pillado
algún problema de hígado. Espero que
no sea ictericia: un ardor justo en la
parte del hígado.
25 de mayo de 1948
Esta mañana Hilda ha estado
distante conmigo cuando nos hemos
encontrado en la playa. Nos sentamos a
un metro de distancia el uno del otro, y
no he dejado de pensar en lo gorda que
se pondrá en unos años y en que no
servirá más que para procrear. También
me he alegrado de esos partos
agonizantes, «sin dolor», que tendrá que
soportar a causa de su Ciencia Cristiana.
Estábamos
discutiendo
por
la
pronunciación de una palabra francesa
cuando apareció Elliott Magren, la
última persona que me hubiese
imaginado encontrar en la playa en una
mañana
tan
soleada.
Caminaba
despacio, con sus gafas de sol y su
bañador color carmesí. Me ha
sorprendido lo terso y joven que parece
su cuerpo, como el de un muchacho. No
sé lo que me había imaginado, algo
enjuto y ajado supongo, consumido por
las drogas. Se acercó a mí como si
hubiese esperado encontrarme justo
donde estaba. Nos dimos la mano y le
presenté a Hilda, que por suerte no lo
caló en absoluto. Ha estado tan
encantador como siempre. Parece ser
que ha tenido que venirse solo a
Deauville. Odia el sol pero le encanta la
playa. Respondiendo a la inevitable
pregunta de la dorada Hilda, no, no está
casado. Me han dado ganas de
contárselo todo, solo para ver su
reacción, para destruir por un instante
esa radiante complacencia suya; pero no
lo he hecho…
27 de mayo de 1948
Bueno, esta tarde Hilda decidió que
era hora de volver a París. Le he
llevado la bolsa hasta la estación y no
nos hemos peleado ni sola una vez.
Estaba pensativa, pero no le pregunté en
qué pensaba. No mencionó a Elliott y no
tengo ni idea de hasta qué punto
sospecha algo; de todos modos no es
asunto suyo ni mío. Pero creo que yo me
he escandalizado tanto como ella cuando
Elliott regresó al hotel con aquel
muchacho de catorce años. Estábamos
en la terraza tomando un café cuando
Elliott —que debía de haberse
levantado muy temprano— apareció con
el muchacho. Elliott incluso nos lo
presentó, y aquel diablillo no mostraba
ni pizca de vergüenza, quizá suponiendo
que nosotros también estábamos
interesados en él. Luego Elliott se lo
llevó a su habitación, y mientras Hilda y
yo guardábamos un silencio total se
podía escuchar la ronca risa del
muchacho en la habitación de Elliott, en
el primer piso. Poco después Hilda
decidió volver a París.
He escrito una larga carta a Helen,
he estudiado gramática latina. Le tengo
más miedo al latín que a otra cosa, tanto
en los exámenes escritos como en los
orales; no logro concentrarme, no puedo
recordar todos esos verbos irregulares.
Bueno, he llegado hasta aquí y creo que
saldré airoso.
28 de mayo de 1948
Esta mañana llamé a la puerta de
Elliott a eso de las once. Me había
pedido que lo recogiese de camino a la
playa. Cuando me gritó que entrase los
vi a los dos tirados en el suelo
completamente desnudos, montando un
juego de mecano. Estaban enfrascados
en la construcción de un intrincado
artilugio de ruedas y poleas, con las
instrucciones de montaje entre ellos. Me
disculpé atropelladamente, pero Elliott
me dijo que me quedara, que acabarían
en un momento. El muchacho, cuya piel
tenía el color de la terracota, me sonrió
con una traviesa mueca. Elliott, sin
recato alguno, se levantó y se puso un
bañador y una camisa. El muchacho se
vistió también, nos fuimos a la playa, y
una vez allí el chico se fue por su lado.
Le pregunté a Elliott a bocajarro si ese
tipo de cosas no era muy peligroso, y
dijo que seguramente sí, pero que la
vida era corta y él no le temía a nada
excepto a las drogas. Me dijo que se
había sometido a un tratamiento de
electrochoque poco antes de que yo lo
conociese. Ahora ha dejado por fin el
opio y espera que sea para siempre. Me
describió la terapia del electrochoque,
algo horrible. Parte de su memoria ha
quedado borrada; casi no recuerda nada
de su infancia, pero se mostraba
igualmente despreocupado por esto; al
fin y al cabo solo cree en el presente.
Cuando le pregunté si siempre iba con
niños dijo que sí y bromeó sobre el
hecho de que ya que ha perdido toda
memoria sobre su niñez tendrá que
revivir una nueva con algún muchacho.
29 de mayo de 1948
Tuve una extraña conversación con
Elliott la noche pasada. André se fue a
casa de su familia a las seis, y Elliott y
yo cenamos temprano en la terraza. Una
noche preciosa, con el mar verde bajo el
crepúsculo, la luna nueva. Mientras
comíamos lenguado fresco le conté a
Elliott todo sobre Jimmy, cosas que yo
mismo había olvidado, que quería
olvidar. Le conté cómo todo comenzó a
los doce años y había continuado sin
ninguna
premeditación
ni
reconocimiento, hasta que a los
dieciséis ingresé en infantería y él en la
marina y luego lo mataron enseguida.
Tras el ejército conocí a Helen y me
olvidé completamente de él. Su muerte,
al igual que el tratamiento por
electrochoque de Elliott, me la borraron
de la memoria mil días de verano
abandonado en una isla de coral. No
puedo comprender ahora por qué
demonios le he contado a Elliott lo de
Jimmy, no porque me dé vergüenza, sino
porque después de todo fue algo íntimo,
algo casi olvidado. Bueno, el caso es
que cuando acabé de contárselo me
senté en la oscuridad sin atreverme a
mirar a Elliott, temblando de frío,
sintiendo cómo nos abandonaba de
repente la calidez de la arena, y tuve
aquella horrible sensación de siempre
que me doy cuenta demasiado tarde de
que he hablado demasiado. Elliott me
hizo entonces un discurso incoherente
sobre la vida y el deber con uno mismo
y cómo el momento es todo lo que uno
tiene y lo deshonroso que es
autoengañarse. No creo que dijera nada
de utilidad o que fuese muy original,
pero escuchándolo en medio de la
oscuridad sus palabras adquirieron una
especial relevancia, y sentí que en cierto
modo estaba escuchando al oráculo…
1 de junio de 1948
Poco antes de la comida ha llegado
la policía y se ha llevado a Elliott. Por
suerte yo me encontraba en la playa y me
lo he perdido todo. El hotel está
alborotado y el director se comporta
como un demente. Parece ser que André
le robó la cámara a Elliott. Sus padres
se la encontraron y le preguntaron de
dónde la había sacado. No quiso
decirlo. Cuando le amenazaron, dijo que
Elliott se la había dado, y para hacer
aquello más verosímil contó que Elliott
trató de seducirlo. Todo este sórdido
asunto siguió su curso lógico: los padres
a la policía, la policía a Elliott, la
detención. Me quedé sentado en la
terraza preguntándome preocupado qué
hacer. Tuve —tengo— miedo. Llegó un
gendarme y me dijo que Elliott quería
verme en la cárcel. El gendarme quería
saber qué era lo que yo sabía del señor
Magren. La opinión que yo le merecía
estaba muy clara: otro pédéraste
américain. Con voz temblorosa y la
garganta seca le dije que casi no lo
conocía, que acababa de conocerlo, no
sabía nada de su vida privada. El
gendarme suspiró y cerró su cuaderno de
notas: los cargos contra Elliott eran très
graves, très graves, pero me permitirían
verlo
por
la
mañana.
Luego,
percatándose de mi nerviosismo y falta
de cooperación, me dio la dirección de
la prisión y se fue. Yo me dirigí
directamente a mi habitación e hice las
maletas. No me lo pensé dos veces. Lo
único que quería era escapar de
Deauville, de Elliott, del crimen… y era
un crimen sin duda. He llegado a París a
tiempo para cenar en el hotel.
4 de junio de 1948
Me he topado con Steven en el Café
Flore y le he preguntado si había alguna
noticia de Elliott. Steven se lo ha
tomado todo a broma: sí, Elliott llamó a
un amigo común que era abogado y todo
está resuelto. Se echó mano de bastante
dinero, se retiraron los cargos, y Elliott
se quedará en Deauville una semana
más, sin duda para estar cerca de André.
Aunque todo esto me ha sorprendido, me
sentí aliviado al oírlo. No estoy
orgulloso de mi cobardía, pero no
quería verme arrastrado a algo que casi
no entiendo.
Vi de lejos a Hilda con un chico de
la universidad; salían de una brasserie y
reían animadamente. Me escondí tras un
quiosco, pues no quería que Hilda me
viese. Escribir a Helen. Ir al médico por
lo de la cera en los oídos; también por
lo del hígado. Sacar entradas para el
ballet de Roland Petit.
26 de diciembre de 1953
¡Tengo una resaca de espanto! Cómo
odio las Navidades, especialmente esta.
Comencé ayer en el Caprice, en donde
la Dirección dio una fiesta. Estaba hasta
los topes. La nueva sala es realmente
impactante: paredes negras, maderas de
desecho pintadas de blanco sin llegar a
lo pretencioso, con un techo de estrellas
artificiales…, solo la tapicería es
realmente mauvais goût: una imitación
de terciopelo acolchado ¡color azafrán!
También es verdad que Piggy no tiene
ningún sentido del color, y nunca
entenderé cómo es que nunca nadie le ha
llamado la atención. Todas las viejas
caras de cansancio estaban allí. Todos
pensaban asistir al ballet, excepto yo, y
como de costumbre todos cotillearon
sobre quién iba a dormir con quién,
menudo rollo. ¿A quién le importa con
quién se acuesten los bailarines?
Aunque alguien dijo que Niellsen tenía
una aventura con el doctor Bruckner, lo
cual me sorprende, después del jaleo
que se armó en Fire Island el verano
pasado por lo mismo. En fin, bebí
demasiados martinis con vodka y, dicho
sea de paso, conocí a Robert
Gammadge, el dramaturgo inglés, nada
atractivo, aunque escribió una obra
espectacular para mí. Se lo considera
bastante monótono, pero hace montones
de dinero. Estaba con el horrible de
Dickie Mallory, cuya vida se centra en
conocer gente famosa, aunque sea la
equivocada. Huelga decir que se
encontraba en el séptimo cielo, pegado a
su dramaturgo. No puedo entender a la
gente como Dickie: ¿qué placer le sacan
a estar siempre en segundo plano?
Después del Caprice fui al nuevo
apartamento de Steven, junto al río, una
finca de alquiler reformada; resulta muy
alegre. La mesa de despacho estilo
Queen Anne que le vendí queda ideal en
su cuarto de estar. He de decir algo en
su favor: Steven es de las pocas
personas que posee el buen sentido de
dejar que un mueble de calidad
sencillamente caiga en una habitación.
Había bastantes invitados y bebimos
champán de Nueva York; se deja beber
cuando uno está saturado de vodka.
Como era de suponer, Steven me
arrastró a una esquina de la habitación
para preguntarme por Bob. Ojalá la
gente no fuese tan amable; no es que en
realidad lo sean, claro, pero creen que
tienen que pretender serlo, cuando lo
único que les mueve es la curiosidad.
Dije que Bob parecía estar bien cuando
lo vi el mes pasado. No quise entrar en
detalles, aunque Steven hizo lo que pudo
para sonsacarme toda la historia.
Afortunadamente
ya
he
logrado
controlarme y puedo hablar de nuestra
ruptura con bastante calma. Siempre le
digo a todo el mundo que espero que a
Bob le vaya bien en su nuevo negocio, y
que Sidney me cae muy bien. En
realidad creo que las cosas van mal, que
la tienda no vende nada y que Bob se ha
entregado de nuevo a la bebida, lo cual
quiere decir que está muy ocupado
pateándose las calles y metiéndose en
líos. Bueno, ya estoy fuera de ese asunto
y cualquier día de estos conoceré a
alguien, aunque es curioso lo difícil que
resulta conocer a gente verdaderamente
atractiva. Había un sueco muy agradable
en la fiesta de Steven, pero no me enteré
de su nombre, y de todos modos vive
con ese dependiente de los almacenes de
Madison Avenue. Después de casa de
Steven me fui al Village, en donde se
estaban corriendo una verdadera juerga
en un apartamento abarrotado de gente
con montones de caras nuevas. Ojalá no
hubiese bebido tanto, porque allí había
tipos realmente atractivos. Estaba listo
para irme a casa con uno de ellos
cuando su amigo intervino en el último
momento. Por un instante pareció que
iba a haber pelea, antes de que nos
separara el anfitrión. Creo que se dedica
a la publicidad. Así que me quedé solo
al final. Debo llamar al médico por las
pastillas para la hepatitis, escribir a
Leonore Fini, comprobar las facturas del
mes pasado (perdí el recibo del
Sheraton), llamar a la señora BlaineSmith por lo del sofá.
27 de diciembre de 1958
Por fin hoy he tomado el té con la
señora Blaine-Smith, una de las mujeres
más hermosas que jamás haya conocido,
tan chic y tan elegante. Verdaderamente
tengo una deuda con Steven por
presentármela: ella es quien maneja todo
el cotarro. Tenía unos siete invitados
para el té, muy en familia, y me llevé
una gran sorpresa y alegría cuando me
pidió que me quedase (supongo que sabe
algo sobre el descuento que le hice en
aquel sofá de Hepplewhite). Uno de sus
invitados era un conde italiano muy
simpático, aunque nada atractivo. Nos
sentamos juntos en un exquisito sofá
otomano de la biblioteca y charlamos
sobre Europa después de la guerra. ¡Qué
tiempos aquellos! Le dije que no había
vuelto desde 1948, pero aun así
conocíamos a mucha gente en común.
Entonces surgió como siempre el
nombre de Elliott Magren. Es como una
contraseña; si uno conoce a Elliott,
bueno, pues entiende, y el conde, claro
está, conocía a Elliott (como yo había
supuesto desde el primer momento), así
que intercambiamos datos sobre él,
evitando con prudencia el tema de las
drogas y de los niños, porque la señora
Blaine-Smith nunca hace alusión a este
tipo de cosas, aunque conoce a todo el
mundo y lo sabe todo. Un verdadero
alivio después de todas esas reuniones
con las que uno se topa. Como por
ejemplo Hilda, que se casó con el
diseñador más desquiciado de Los
Ángeles y da las fiestas más groseras,
con todo el mundo borracho desde por
la mañana hasta por la noche. Debo
dejar de beber tanto. Nada después de la
cena, ese es el secreto, en especial con
este hígado mío… Estábamos hablando
del apartamento de Elliott en la rue du
Bac y de ese maravilloso Tchelitchew
que cuelga sobre su cama cuando un
inglés de pequeña estatura, cuyo nombre
no se me quedó, se volvió y dijo:
«¿Saben ustedes que Elliott Magren
murió la semana pasada?». Me quedé
aturdido con aquella noticia, allí sentado
en la biblioteca de la señora BlaineSmith, tan lejos… El conde estaba aún
más afectado que yo (¿será uno de los
numerosos admiradores de Elliott?). No
pude evitar acordarme de aquel terrible
momento en Deauville cuando lo del
arresto de Elliott, y que yo tuve que
pagar su fianza y contratar a un abogado,
¡todo en francés! De repente todo
aquello volvió a mí de golpe. Aquel
verano, el romance con Hilda… y Helen
(acabo de recibir una tarjeta de Navidad
de ella, la primera noticia que tengo de
Helen en años: una foto de su marido y
tres espantosos niños, todos viviendo en
Toledo: bueno, supongo que será feliz).
Pero aquel fue un verano clave en mi
vida: la crisálida se había abierto por
fin, lo cual creo que me preparó para
toda la mala racha posterior, cuando me
suspendieron la tesis de mi doctorado y
tuve que ir a trabajar para Steven… y
ahora Elliott está muerto. Es difícil que
alguien a quien has conocido esté
realmente muerto, no como en la guerra,
en donde las ausencias repentinas al
pasar lista se dan por supuestas. El
inglés nos ha contado toda la historia.
Parece ser que Elliott fue arrestado en
una redada de drogadictos en la que
cogieron a varios famosos. Le ordenaron
que abandonase el país, de modo que
metió todo en dos taxis y se dirigió a la
gare Saint Lazare, donde tomó un tren
para Roma. Se instaló en un pequeño
apartamento junto a la vía Veneto. El
otoño pasado se sometió a otra serie de
sesiones de electrochoque a manos de un
matasanos que lo alejó de las drogas
pero que le hizo perder la memoria.
Aparte de esto gozaba de buena salud y
parecía tan joven como siempre, aunque
por alguna razón se había teñido el pelo
de rojo; ¡menudo loco! La semana
pasada se había citado con un amigo
para ir a la ópera. El amigo llegó, y la
puerta estaba abierta, pero ni rastro de
Elliott. El amigo se molestó bastante,
pues era normal que Elliott lo dejase a
uno plantado si de camino veía por la
calle a alguien que se le antojaba
apetecible. Recuerdo que Elliott me
había dicho en alguna ocasión que su
mayor placer era seguir a algún apuesto
extraño durante horas y horas por las
calles de la ciudad. No era tanto la
persecución como el identificarse con el
muchacho a quien seguía lo que le
interesaba: se transformaba en el otro,
imitando sus gestos, sus andares,
volviendo él mismo a ser joven,
absorbido por la vida de un muchacho.
Pero Elliott no había seguido a nadie
aquel día. Su amigo por fin lo encontró
en el baño, muerto boca abajo. La
autopsia descubrió que Elliott había
padecido una deformación coronaria, un
caso extremadamente raro, y podía
haber muerto tan repentinamente en
cualquier momento de su vida. Las
drogas, los electrochoques y demás no
habían contribuido en absoluto a su
muerte. Lo enterraron el día de Navidad
en el cementerio protestante, cerca de
Shelley, en buena compañía hasta el
final. No me lo puedo imaginar con el
pelo rojo. El conde me ha pedido que
cene con él mañana en el Colony (!). Le
he dicho que me encantará. Luego la
señora Blaine-Smith me ha contado la
historia más desoladora sobre la
duquesa de Windsor en Palm Beach.
Mirar lo de las esfinges de Helen
Gleason. Llamar a Bob para lo de las
llaves del trastero. Devolver Valmouth a
Steven. Enterarme del nombre del
conde antes de la cena de mañana.
1956
Las señoras de la
biblioteca
A Alice Bouverie
I
Raramente veía a su prima Sybil, y
siempre se encontraba incómodo en su
presencia, ya que ella representaba a la
Familia: una fuerza indefinida y ahora
agotada que había sufrido un proceso de
disolución desde sus días de
universidad, hacía ya unos veinte años,
algo que fue disminuyendo, no solo
como fuerza sino como realidad, hasta
ahora que ya solo quedaban ellos dos.
Ella vivía en Baltimore, y él en
Nueva York. Ninguno se había casado,
una clara indicación de que la naturaleza
había abandonado otro experimento más
de eugenesia. En otros tiempos había
intentado imaginarse a sí mismo como
padre de numerosos hijos en cuyas
venas su esencia se precipitase hacia el
futuro, asegurándole esa posteridad de
la sangre que tanto atrae a quienes ven
brevemente la eternidad en el hombre,
pero desafortunadamente ni la imagen
literal ni la metafísica llegaron jamás a
cuajar
adecuadamente
en
su
imaginación, y mucho menos en su vida.
Y ahora, ya cuarentón, daba por hecho
que las condiciones de su vida de
soltero estaban fijadas, y que el peligro
de un cambio serio de esta situación era
bastante remoto.
Sybil también había dejado pasar el
matrimonio, y aunque aún hacía
cariñosas alusiones a bodas, fiestas de
Navidad, huevos de pascua y funerales
—todas las entrañables actividades de
una vida familiar—, de hecho sus
relaciones humanas habían quedado
relegadas a recuerdos agradables y se
dedicaba por entero a sus perros y gatos.
Su trato con estas dependientes criaturas
no era muy diferente del que habría
disfrutado con los hijos que nunca dio a
luz, o del que mantuvo con la familia ya
fallecida. En cierto sentido todo venía a
ser lo mismo: daba fiestas de Navidad
para los perros y arreglaba bodas para
sus gatos y planeaba sus destinos con la
energía de una matriarca, seguramente
con mejor fortuna que la de la mayoría
de las matriarcas en el mundo de las
personas.
No tenemos nada en común, pensó
mientras la esperaba en la Union Station,
con la cúpula del Capitolio como un
postre elaborado enmarcado por la
puerta. Nunca habríamos llegado a
conocernos de no ser primos hermanos,
pero también es verdad que aún no nos
conocemos. Se humedeció un dedo e
intentó volver a fijar la punta de una
pegatina del Excelsior Hotel que
amenazaba con partirse como lo habían
hecho las del Continental, el París y El
Minzah de Tánger, dejando su maleta
hecha un mapa de jirones de papel de
colores brillantes sin ningún diseño
establecido, ninguno.
—Ah, ahí estás, Walter. Siento llegar
tarde. Aunque yo nunca llego tarde.
Trae, deja que mi mozo coja tu maleta;
el hombre es una joya.
La joya cogió su maleta, y de camino
hacia el tren ella le preguntó por Nueva
York, pero él no tenía ninguna intención
de hablarle de Nueva York, mientras que
ella, como él sabía, tenía toda la
intención de hablarle de Baltimore, de
los perros y los gatos, y luego, no mucho
más tarde, le hablaría de la Familia, de
esa raza de caballeros de Virginia, los
Bragnet, quienes a excepción de ellos
dos habían escogido desvanecerse
durante la primera mitad del siglo veinte
sin dejar ningún monumento que no fuese
la casa que construyeron cerca de
Winchester, hacía ya tantos y tantos
años, cuando el país era nuevo y rico y
sus manzanos eran aún retoños, sin
flores ni frutos ni historia. El nombre de
Bragnet en sus labios sonaba siempre
extraño y maravilloso, como si lo
pronunciase una sacerdotisa que
entonase el nombre secreto de una
divinidad; un nombre que podía hacer
reventar los árboles, aplastar las
piedras, separar a los amantes, hacer
que los gemelos naciesen pegados,
cuajar la nata, y lo que es mejor, recrear
en su memoria el recuerdo de la casa
común, con las agraciadas imágenes de
los Bragnet fallecidos años ha y que
ahora yacen en el cementerio episcopal
de Winchester.
Pero hoy no era la de siempre, pues
incluso tras tomar asiento en el tren y
haber colocado él las maletas sobre la
rejilla, no había pronunciado aún el
nombre mágico. Su intención era
desconcertarlo, se dijo, irritado, y la
única forma en que podía desquitarse
era no haciendo preguntas, pretender que
lo dejaba indiferente volver a
Winchester a petición de ella, tras veinte
años.
—He estado tan ocupada esta
semana en Washington —dijo Sybil—.
Hemos
tenido
unas
reuniones
verdaderamente productivas de la
Sociedad Canina… Bueno, ya sé lo que
opinas de nuestra labor. Me he dado por
vencida en mi intento de convertirte a
nuestra causa.
Rio a conciencia. Sus cabellos
grises conservaban algo de rubio, iba
desaliñada y era tan vieja como el
espléndido siglo que les había tocado
vivir, pero a diferencia del siglo carecía
de cicatrices. Sybil pertenecía a otra
época muy distinta, a un mundo de
apacible vida en el campo, en el que los
perros eran importantes y los caballos
estaban hechos para cabalgar; en el que
hombres y mujeres permanecían casados
a pesar de todas sus diferencias; una era
legendaria en la que la emoción era
astutamente controlada mediante las
buenas maneras, las cuales solo podían
florecer en las grandes mansiones de
altos techos con puertas imponentes y
bronces. Sybil pertenecía a ese mundo,
en espíritu si no en la realidad, y aunque
vivía en una casa muy pequeña de
Baltimore, todo su ser hacía pensar en
grandes y bien cuidados jardines: boj
austeramente recortado equilibrando la
intensidad de las rosas; jardines
convencionales cultivados en medio de
un país salvaje y sin explorar.
—No sabía que conocías a la
señorita Mortimer —dijo él por fin,
anticipándose a todo un informe
exhaustivo sobre la salud y aventuras de
sus amigos animales de Baltimore.
—Huy, hace años que la conozco.
De hecho, yo me encontraba en la casa
el día en que tu madre decidió
vendérsela a ella y siempre me he
preocupado de mantener el contacto, por
la casa.
Walter estaba dispuesto a sumirse en
los recuerdos de la mansión, pero Sybil
se había empeñado en hablar de la
señorita Mortimer. La mayoría de las
conversaciones de ambos le parecían
una competición de monólogos, algo que
él aceptaba como humano y natural,
parte de la extrañeza universal.
—Una mujer tan dulce… Terminarás
adorándola, aunque no todo el mundo lo
hace, al menos no al principio. No sé
bien por qué. Quizá porque parece
triste, y uno nunca sabe lo que dirá o
hará. No es que sea excéntrica: no es
una de esas mujeres que busca el efecto
a toda costa. No, es una mujer muy seria,
con su propio grupo de amigos íntimos
en Winchester. Te acordarás de las
niñas, ¿verdad?, las tres hermanas.
Ahora están todas casadas y viven en
Winchester, ¿no es curioso que sigan tan
juntas? No, la admiro de veras. Y le he
hablado tanto de ti. Incluso ha leído uno
de tus libros. El caso es que las dos
decidimos que tras todos estos años era
hora de que os conocierais.
Ya lo había soltado, pensó,
contrariado. Sybil trataba de concertar
una boda para recuperar la mansión de
los Bragnet. Estaba claro hasta para un
niño: si se casaba con la señorita
Mortimer y se instalaba en casa de los
Bragnet, Sybil podría disponer de nuevo
de un maravilloso y espacioso lugar
para sus perros y gatos. Se quedó
mirándola con desconfianza, pero ella
había vuelto a cambiar de tema,
preguntándole por su vida en Nueva
York, queriendo saber si había escrito
algo nuevo.
—Siempre estoy trabajando.
Odiaba que le preguntaran qué era lo
que estaba haciendo, porque la tentación
de responder con todo detalle era
grande. En su lugar, le resumió sus
planes para aquella temporada. Luego, a
petición de Sybil, mencionó uno por uno
a todos los amigos que tenían en común,
y, si eran los que a ella le gustaban, de
un modo sutil él los hacía aparecer
menos agradables de lo que eran,
mientras que si a ella le caían mal, él
descubría en ellos virtudes hasta
entonces insospechadas. Ninguno de los
dos se tomaba este ritual muy en serio.
Se hallaban en mitad de la conversación
cuando, como un toque repentino de
campana, Sybil pronunció el nombre de
Bragnet.
—Somos los últimos —dijo con fino
orgullo melancólico—. Tú y yo. Es
extraño el modo en que una familia
desaparece. Había tantos Bragnet hace
cincuenta años, y ahora somos solamente
dos, y la casa.
—Que ya no es nuestra.
—Tu madre no debió haberla
vendido nunca, nunca.
—Era demasiado grande para
nosotros —dijo Walter y, antes de que
Sybil pudiese continuar, preguntó si
habría más invitados para aquel fin de
semana.
—Solo su sobrino. Dicen que es muy
inteligente. Aún va al colegio. Supongo
que heredará la casa.
Hizo una pausa y Walter se dio
cuenta de que se sentía incómoda,
extraña.
—Bueno, ella te gustará —añadió de
modo inconexo—. Ya lo verás.
—¿Y por qué no iba a gustarme?
—Bueno, los amigos de uno no
siempre se caen bien entre ellos, ¿no es
cierto? Y ella es algo difícil de
conocer…, un poco desconcertante al
principio; pero es solo porque es tímida.
—Te prometo no asustarme.
—Sé que no lo harás.
Con aquella extraña observación la
conversación
decayó
y
ambos
contemplaron el verde paisaje situado
más allá de los postes telegráficos que
pasaban volando ante ellos con la
regularidad de un pentámetro en una
tragedia de verso libre.
II
Tan lejos como la vista alcanzaba
hacia el sur, los manzanos crecían de
forma ordenada sobre la tierra
ondulante, con sus brillantes hojas
verdes y recientes y con sus frutos aún
verdes también, sin madurar. Entre los
huertos, sobre una colina a una milla de
la carretera de asfalto, se alzaba la casa
rodeada de jardines en la que Walter
Bragnet nació y en la que su familia
había
vivido
durante
tantas
generaciones, en una larga y dorada
estación de placidez intacta a pesar de
las guerras, enriquecida por sus huertos
y mantenida siglo tras siglo gracias a un
sereno orgullo que, en opinión de Sybil,
se veía inspirado por la tierra y por la
mansión de ladrillo rojizo con su
columnata de estilo griego renacentista,
última expresión tangible de la familia
Bragnet, reducida a los dos viajeros que
ahora llegaban con su equipaje en un
taxi que los dejaba frente a la puerta de
su vieja casa.
Al tocar el timbre Walter se preguntó
qué sería lo que sentiría o, más
importante aún, qué era lo que sentía,
pero como siempre no sabía definirlo.
Habría de esperar hasta poder
rememorar a salvo esta escena; solo
podía descubrir lo que sentía en tiempo
futuro, si es que algo sentía. Vivía casi
totalmente en un mundo de recuerdos,
una peculiaridad de gran valor para él
como escritor, aunque desastrosa para la
vida, dado que nada podía afectarlo
hasta que pertenecía al pasado, hasta
que una vez a solas en su cama y de
noche
podía
experimentar
precipitadamente todas las emociones
que había sido incapaz de sentir en su
debido momento.
Entonces se desesperaba pensando
que ya era demasiado tarde para actuar.
Un criado negro con chaqueta blanca
les abrió la puerta. Se veía que era
conocido de Sybil. Se preguntaron
amablemente el uno por el otro y Walter
los siguió por la familiar escalera. Las
habitaciones despedían el mismo aroma
de lino húmedo, rosas y madera
quemada que él recordaba de su
infancia. Sobre las paredes del pasillo
superior colgaban los mismos grabados
de Gillray que su abuelo trajera de
Inglaterra. Finalmente le mostraron su
habitación, la misma en la que había
vivido durante casi dieciocho años.
Clavó su mirada en Sybil, sospechando
que aquel montaje era obra suya, pero
ella se limitó a mirarlo con ternura y
decir:
—Esta fue tu habitación, ¿verdad?
Asintió y entró con el criado en ella:
una cama de dosel pero sin dosel, con la
madera rayada, una chimenea con dos
fénix de bronce para los leños; se llevó
una sorpresa al ver sus libros sobre las
estanterías, en donde él los había dejado
el día en que marchó a la universidad.
Siempre supuso que su madre los había
regalado cuando vendió la casa; ahora
veía que no fue así y ahí estaban todos:
los libros de Oz, Las mil y una noches,
la mitología griega…
Mientras se vestía para la cena
paseó por la habitación tocando los
libros sin cogerlos, resistiéndose con
cierto placer al impulso que insistía en
que los hojease, a verse involucrado en
el oscuro plan de Sybil.
«Si se piensa que voy a intentar
recuperar la casa está muy equivocada»,
murmuró mirándose al espejo que había
sobre la cómoda. Vio que tenía el rostro
enrojecido, como si hubiese estado
bebiendo.
Cosa del calor, decidió en el
momento en el que Sybil dio unos
golpecitos en la puerta. Antes de que
pudiese
contestar,
ella
entró
decididamente en el cuarto. Llevaba un
sencillo vestido de gasa gris e iba
enjoyada con diamantes amarillos.
—Pensé que sería mejor que
bajásemos juntos, ya que no la conoces.
—Juntos, desde luego —dijo
ingeniosamente, y juntos descendieron la
escalera, deslizándose con tacto y
corrección entre sus fantasmas comunes.
Una vez en el salón, la señorita
Mortimer se acercó para recibirlos y a
Walter le entró un pánico inexplicable.
Afortunadamente, Sybil dijo la primera
palabra mientras abrazaba a su
anfitriona.
—¡Bueno, aquí lo tienes! ¡Te
prometí que te lo traería y así lo he
hecho!
—Y ahora está aquí —dijo la
señorita Mortimer con una sonrisa; su
voz era queda y vio que tenía que aguzar
el oído si quería escuchar sus palabras,
y tenía mucho interés en hacerlo. Ella
cogió su mano en la frescura de la suya y
lo llevó hasta el sofá.
—No tienes ni idea de lo feliz que
me hace verte por fin. Sybil me ha
hablado tanto de ti… Le pedí muchas
veces que te trajera, pero nunca venías.
Se sentaron el uno junto al otro.
—He estado muy ocupado —dijo
Walter sonrojándose. Tras una pausa,
repitió—: He estado muy ocupado.
Miró
a
Sybil,
sintiéndose
extrañamente desvalido; ella le socorrió
de un modo brillante. De la riqueza de
su charla intrascendente extrajo una
pregunta para la señorita Mortimer:
—¿Dónde está ese sobrino tuyo…,
Stephen?
Ella contestó que llegaría enseguida,
que había estado cabalgando todo el día,
que acababa de llegar de vacaciones.
—Me temo que a veces me cuesta
comprenderlo —dijo sonriendo a
Walter.
—¿Tan difícil es el chico? —dijo
Walter, quien se iba acostumbrando a
ella, a la situación en general. Era una
mujer hermosa, de rasgos uniformes,
cabello y ojos oscuros, solo su boca
dejaba que desear, con sus labios
delgados y severos. Era alta, y se
sentaba con la espalda muy recta y las
manos superpuestas sobre su regazo.
—No, no es que sea difícil, pero me
resulta extraño. A los demás les encanta.
Supongo que está atravesando un
momento propio de su edad, y que
cuando sea mayor tendremos más cosas
en común. Ahora mismo tiene demasiada
energía. Monta a caballo, escribe
poemas…
Walter se preguntó si le pedirían que
leyese los poemas del chico para
aconsejarle si debería seguir una carrera
de letras o no. Comenzó a ensayar en su
mente su discurso de rigor sobre las
vicisitudes de la vida literaria.
—Sí, señor Bragnet, está en esa
edad. Incluso tiene una amiga, una chica
de Winchester a la que ve todas las
tardes.
Walter la miró con interés,
preguntándose por qué querría hablarle
con tanto detalle de su sobrino. Había
algo poco virginiano en su falta de
reticencia, y en consecuencia se sintió
más atraído por ella.
El sobrino entró en la habitación tan
sigilosamente que Walter no se dio
cuenta de su presencia hasta que vio por
la expresión de la señorita Mortimer que
alguien se encontraba a sus espaldas. Se
dio la vuelta y se levantó para darle la
mano al muchacho. La señorita
Mortimer hizo las presentaciones.
Stephen se sentó entre Sybil y Walter,
cerrando el semicírculo frente a la
chimenea vacía. Sybil le hizo un sinfín
de preguntas y Walter fue ajeno tanto a
las preguntas como a las respuestas. La
hermosura del chico era extraordinaria,
con su cabello rubio, su piel tostada por
el sol y su rostro aún no endurecido por
la barba. Walter se recordó a sí mismo a
su edad, viviendo en esta casa,
regresando para las vacaciones… Miró
de repente a la señorita Mortimer, que
había estado observándolo; ella hizo un
gesto solemne con la cabeza, como si
hubiese adivinado su estado de ánimo y
buscase consolarlo con la verdad más
que con la compasión: ella sabía lo
hermoso que era ser joven en esta casa.
Él se preguntó si se sentía más atraído
por ella por haberlo comprendido.
—Me acerqué con el caballo a la
casa de los Parker esta tarde —dijo
Stephen.
—¿Montó Emily contigo? —
preguntó la señorita Mortimer. Walter se
dio cuenta de que Emily debía de ser su
romance
veraniego,
la
imagen
tradicional de luz verde y amarilla.
—No —dijo el chico secamente,
mirando a su tía con ojos fríos y
brillantes—. Fui solo, y vi a la anciana
señora Parker, quien me dijo que te
dijese que las chicas vendrán mañana a
comer.
—¡Qué alegría! —dijo Sybil—.
Hace años que no las veo. ¿Te acuerdas
de ellas, Walter?
—Seguro.
Se acordó de las tres hermanas.
Claudia, Alice y… ¿Laura? Pero ya no
serían unas niñas. Serían unas extrañas
cuarentonas, cotillas y aburridas. Se
movió inquieto en su asiento, miró a
Stephen más fijamente, dándole la
espalda a la señorita Mortimer. Sybil
meditaba maravillada y satisfecha sobre
cómo todas ellas habían logrado casarse
con hombres de Winchester. Stephen
permanecía sentado educadamente,
entrelazando sus dedos, con la vista fija
en su tía. Walter se preguntaba por qué
sentirían tanta animadversión el uno por
el otro. Era obvio que no podía existir
gran simpatía entre dos personas tan
distintas, pero aun así esta guerra abierta
parecía inapropiada si se tenía en cuenta
el escaso contacto que mantenían.
—Espero que le leas al señor
Bragnet algunos de tus poemas, Stephen.
Es escritor, ¿sabes?
—Sí, lo sé —dijo Stephen
sonriendo, y Walter se quedó helado,
consciente de que ya no era admirado,
que su fama había quedado muy atrás y
que otros escritores reclamaban ahora la
atención de las nuevas generaciones.
—Me gustaría verlos —dijo Walter
casi con sinceridad, encantado por el
aplomo aparente del muchacho, por su
vitalidad; y sintió mayor admiración por
el chico cuando con una gracia
devastadora se enfrentó a la señorita
Mortimer y le dijo:
—Nunca se los muestro a nadie.
Y luego, volviéndose hacia Walter:
—Lo que quiero decir es que no me
gusta que la gente los lea, porque no son
muy buenos y porque son personales. Ya
sabe lo que quiero decir, ¿verdad?
—Desde luego que sí…
—A propósito —interrumpió la
señorita Mortimer—: ¿Por qué no
invitas a Emily a comer mañana con
nosotros? Ya sabes que quiero
conocerla. Sería muy divertido.
—Sí, lo sería —respondió Stephen
con ironía, desviando este ataque por el
flanco—. Sé que le gustaría, pero
mañana no puede. Tiene tantas ganas de
conocerte… —añadió con una mueca
traviesa.
—Bueno, otra vez será.
Y la señorita Mortimer aceptó el
jaque mate con serenidad.
—Por Dios, Stephen, ¿no eres
demasiado joven para tener una amiga?
—preguntó Sybil con ese torpe tono
provocativo que a menudo utilizaba con
los perros de mayor tamaño.
Walter se preguntó si habría algún
modo de aliarse con Stephen contra las
dos mujeres. Pero su ayuda era
innecesaria. Stephen respondió riendo:
—No, no lo creo.
Luego la señorita Mortimer los
condujo al comedor, en donde los
retratos de los Bragnet de la época
colonial aún colgaban de las paredes,
iluminados por la luz de las velas.
—Debemos quitarte esos retratos de
familia —dijo Sybil.
III
El almuerzo del día siguiente se
convirtió en una comida demasiado
pesada para aquel día tan caluroso.
Walter comió con gula. Había pasado
una noche de insomnio en la cama de su
infancia y se encontraba cansado,
exhausto por la falta de sueño. Las
hermanas Parker eran una molestia más.
Le irritaban sin razón. Ahora, a sus
cuarenta
años,
se
mostraban
resueltamente alegres y asombrosamente
seguras de sí mismas. Tras la comida se
sentaron en un sofá de la biblioteca sin
dejar de cotorrear. Parecen jueces,
pensó Walter aflojándose el cinturón y
sintiéndose enfermo. Estaba pensando en
ir a su habitación por unas pastillas
(tomaba muchas; tenía un soplo
cardíaco) cuando la señorita Mortimer
se volvió hacia él y comenzaron a
charlar largo y tendido sobre el mundo
de los sueños, y en particular sobre uno
que él había tenido la noche anterior en
la que se veía a sí mismo ahogándose en
un mar tenebroso.
A la señorita Mortimer hoy se la
veía muy juvenil, incluso atractiva, y se
preguntó cómo podía haber tenido una
primera impresión tan desagradable de
ella. Durante la comida habían hablado
de sus libros, y mucho antes de que el
pesado bizcocho fuese servido se había
dado cuenta de que no solo era una
mujer inteligente, sino misteriosamente
sensible al estado de ánimo de los
demás, sabiendo cuándo alabar y cuándo
reprender. No se había sentido tan
cómodo con alguien desconocido desde
hacía muchos años. Ella incluso adivinó
su malestar físico, pues de repente lo
invitó a salir a la terraza a charlar con
Stephen, diciendo que ella iría
enseguida. Los dos se disculparon y las
hermanas Parker, ocupadas con su punto
y sus juicios, no parecieron molestarse
en absoluto, tan cómodas se sentían y tan
acostumbradas a hacerse compañía entre
ellas. Incluso Sybil se retiró para
inspeccionar los viejos establos.
El sol pegaba fuerte y su luz se veía
difuminada por las nubes. Durante un
instante, Walter se detuvo en la terraza,
mareado y ciego. Entonces oyó a
Stephen, que le decía:
—Se ha escapado.
—Sí. —El mundo volvía a
enderezarse y Walter vio el verde
césped
extendido
ante
él,
desapareciendo entre los huertos—. Me
he escapado.
Stephen juntó dos sillas plegables y
se sentaron. Walter se asustó al
comprobar que no se sentía mejor. ¿Le
habría sentado mal el sol? El corazón le
latía desacompasadamente. Le temblaba
el pulso.
—Vivía en esta casa, ¿verdad?
Walter asintió.
—Tenía más o menos tu edad cuando
me fui a la universidad. En mi ausencia,
mi madre la vendió y nos mudamos a
Washington.
—¿Le gustaba vivir aquí?
—Sí, mucho. ¿A ti no?
—Me gusta el sitio —dijo el
muchacho, despacio—. Me gusta
montar…
—Pero no te gusta tu tía.
De repente se encontró muy cansado
e indispuesto para andarse con rodeos.
Era más fácil ir directamente al grano.
—No, no me gusta; nunca me ha
gustado —sonrió—. Dice que la
comprenderé mejor cuando sea mayor.
—Quizá sí.
Los dos callaron. Ninguno quiso
seguir esta indiscreta y descortés línea
de conversación.
Stephen jugaba ociosamente con una
enorme hormiga alada y Walter
contemplaba cómo la hormiga se subía
por el pulgar del chico, este volvía a
echarla atrás y ella volvía a reanudar su
laborioso ascenso. Pequeñas gotas de
sudor brillaban sobre la frente morena
de Stephen, y su cabello brillaba al sol.
La hormiga logró escapar.
—Voy a dar una vuelta. ¿Quiere
venir?
—No, será mejor que me quede.
Walter deseaba ir, pero no se
atrevía. Con un pesar repentino e
inexplicable vio cómo el muchacho se
alejaba por el césped. Aguardó a que
estuviese fuera de su vista para cerrar
los ojos y descansar. Se vio en los
brazos susurrantes del verano; el olor
penetrante de la hierba recién cortada; el
croar de las ranas en un estanque lejano.
Estaba casi dormido cuando oyó unas
voces: las señoras de la biblioteca
estaban hablando de él. Sabía que debía
levantarse y marcharse, pero no se
movió.
—Nunca se ha casado. Me pregunto
por qué.
Walter no podía identificar las
voces, pues las tres hermanas las tenían
muy parecidas.
—No es el tipo.
—Los odio cuando no tienen hijos.
Ya sé que soy una sentimental…
—Bueno, no los tiene y ya está y
nosotras tenemos que hacer nuestro
trabajo. Se lo ha pasado bien.
—Y que lo digas. Y se ha librado de
todas las guerras. ¿Cómo lo logró?
—El corazón.
—Sospecho que esa es nuestra
señal.
—¿Escribe todavía?
—No, parece que lo ha dejado.
—¿A los cincuenta y un años? Eso
es muy pronto. Quizá si tuviese unos
años más, incluso sesenta…
—¡No! ¡Tiene que ser ahora!
Bajaron la voz y hablaron del
punto…, una de ellas había encontrado
un nudo en el tejido. Hablaron de
accidentes y enfermedades y él
escuchaba con menos atención ya,
conmocionado por lo que acababa de
oír, preguntándose si no sería un
sueño… ¿Cómo podían saber estas
mujeres tanto sobre su vida, cosas que ni
sus más íntimos amigos conocían?
—… atropellado por un taxi frente a
la Union Station.
—No, eso no, eso no.
—¿Veneno en la sangre? ¿Un
arañazo? ¿Fiebre?
—Fuera de lugar. En la duda, sed
obvios.
—¿El corazón… otra vez?
—¿Y por qué no? ¿Por qué
confeccionar un plan tan elaborado
cuando el procedimiento que seguir está
tan claro? No hay por qué ser tan
excéntricos.
—Muy bien, el corazón, pero
¿cuándo? La señorita Mortimer está
impaciente.
¿Mañana en el tren? ¿Cuando levante
la maleta para ponerla sobre la rejilla?
—No, otro día más no. Mirad, todo
esto se ve muy forzado. Además, la
señorita Mortimer ya está en la terraza
esperándonos, el angelito.
—Me temo que no puedo deshacer
este último nudo.
—Utiliza las tijeras. Toma.
Walter no podía hablar ni moverse
ya. Sentía una enorme presión sobre el
pecho. Jadeando y casi cegado por el
sol, vio a la señorita Mortimer al borde
del mundo que se alejaba de él, y vio
que sonreía: llevaba una flor en su
relumbrante cabello, y tenía la oscuridad
que era de esperar en sus hermosos ojos.
1950
GORE VIDAL (Academia Militar de
West Point, Nueva York, EE. UU., 1925
- Los Ángeles, California, 2012). Pasó
su infancia en Washington, DC. Es uno
de los más reconocidos novelistas
estadounidenses de nuestro tiempo. Con
Juliano el Apóstata, Washington DC y
Lincoln alcanzó merecida fama como
uno de los escritores más provocadores
y originales de la generación de la
posguerra. Es autor también de una
recopilación de ensayos, United States,
por el que recibió el National Book
Award en 1993 y que le confirmó como
uno de los analistas más incisivos y
mordaces de la cultura de Estados
Unidos, así como de Una memoria, obra
autobiográfica que el Sunday Times
calificó como «uno de los mejores
relatos en primera persona de este
siglo».
Notas
[1]
Claude J. Summers en «The Cabin
and the River» (Gay Fictions,
Continuum, Nueva York, 1990), citando
el libro de Robert Kiernan, Gore Vidal,
Frederick Ungar, Nueva York, 1982). <<
[2]
De la excesiva libertad, buen Lucio. /
Como la indigestión es madre del ayuno,
/ cada cosa que hacemos con uso
inmoderado / se vuelve restricción.
Nuestras inclinaciones / van, sedientas,
al mal, como las ratas / a su propio
veneno lo devoran; / y al beberlo
morimos. (N. del E. D.) <<
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