TEATRO REAL / TEMPORADA 2014 - Amigos de la Ópera de Madrid

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TEATRO REAL / TEMPORADA 2014 - 2015 / número 30
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INTERMEZZO es una publicación de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid
Editor: Alfredo Flórez
Coordinación editorial: Julio Cano
Redacción: Fernando Fraga, José Luis Téllez, Luis Suñén, Blas Matamoro, Laia Falcón, Santiago Salaverri, Rafael Banús y Andrés Ruiz Tarazona, Arturo Reverter y Juan Lucas.
Diseño, maquetación e imágenes: Equipo Kapta
La Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, no necesariamente comparte el contenido de los
artículos publicados en esta revista, ya que son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Información: [email protected]
Editor: [email protected]
Depósito Legal: M-26359-2005
© de los artículos: los autores
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Este número de Intermezzo, continuando lo
que ya es costumbre en estas fechas, tiene como
finalidad básica ofrecer a sus lectores una perspectiva general de la temporada que en el próximo septiembre dará comienzo en nuestro Teatro
Real (obviamente, empleo el posesivo “nuestro”
en una acepción puramente emocional y afectiva;
bien sabemos que, por fortuna, se trata de un bien
público, que no posee propietarios “físicos”, si se
me permite la expresión, aunque sí administradores). Al hilo de este objetivo, teniendo en cuenta
que se trata de una publicación de la Asociación
de Amigos de la Ópera de Madrid, y cumpliendo con el amable encargo que los editores me
formulan, trataré de aprovechar la ocasión para
realizar algunas reflexiones sobre nuestra Asociación (aquí si utilizo deliberadamente el posesivo,
pues no a ninguno en particular pero sí a todos en
general pertenece), reflexiones que referiré a su
presente y, sobre todo, a su futuro (claro que sin
olvidar el pasado).
General anual, en la que unánimemente nuestros socios han ratificado las actuaciones llevadas a cabo por la Junta Directiva, así como los
proyectos presentados por ésta. Ha quedado así
delineado el escenario en que van a desenvolverse las actividades de la Asociación desde ahora, en el presente, desde luego, pero mirando al
futuro. El pasado no queda
atrás; simplemente, se halla
incorporado a nuestra
razón de ser y explica con
claridad el papel que
desempeñamos. Hace
algo más de cincuenta años
Viene ello a cuento porque hace algunas
semanas hemos celebrado nuestra Asamblea
nació la AAOM. Sin ella resulta difícil entender
la vuelta a escena de la ópera en Madrid; nadie
más que ella ha pugnado por la reapertura del
Teatro Real (por eso suelo repetir que “nadie
más amigo del Real que nosotros”). Mas, siendo
todo esto cierto (no sé si bien conocido por todos los que algo tienen que decir sobre la ópera
y su público en nuestra ciudad; desde luego, valorado- ¿o minusvalorado?- como a cual parece
oportuno), no debemos quedarnos en ello; un
pasado positivo puede dar origen a un futuro
inexistente. Por eso la pregunta que formulamos
a nuestros socios en la citada Asamblea General: ¿creen Vds. que debe continuar existiendo
la Asociación o, por el contrario, ha de estimarse
que ha cumplido sus fines fundacionales y debería desaparecer?. Naturalmente, expusimos
nuestras ideas sobre lo que, cumplido con amplio y generoso reconocimiento de muchos –no
de todos, desde luego- nuestro quincuagésimo
aniversario, justificaría la continuidad, actualizada para los nuevos tiempos sin merma de fidelidad a los antiguos.
responsabilidad nos ha hecho ya adquirir
notable experiencia en este capítulo). Es
decir, para apoyar a la Ópera, en general, y
a las instituciones que específicamente de
ella se encargan, en particular, en Madrid;
pero desde la independencia, no a través de
la subordinación.
2.
Para ayudar a proyectos culturales y artísticos con los medios de que dispongamos:
programas educativos, becas para la formación de jóvenes cantantes, difusión de la
ópera… Es decir, para acciones concretas,
alejadas de pretensiones –por legítimas que
puedan ser- cuya “última ratio” no sea la
del fomento del arte lírico al servicio de los
intereses generales del público que como
propio lo siente.
3.
Para organizar actividades –siempre dentro de nuestras posibilidades- que nuestros socios apetecen y demandan; sirva
como ejemplo la Gala del L Aniversario,
celebrada a finales del pasado noviembre
en el Teatro de la Zarzuela. Manejamos
ya proyectos específicos que, confío, podrán ver la luz dentro del segundo semestre del año en curso o, a más tardar, en
los inicios del próximo año. Es decir, para
proporcionar representaciones –en el formato de “gala”- que siempre apetecemos
volver a disfrutar quienes compartimos la
afición por la Lírica, sin condicionarnos
por criterios –sin duda respetables- de
oportunidad.
4.
Para continuar realizando publicaciones
como ésta, prueba evidente de nuestro
propósito de servir al interés de la Ópera.
Y la respuesta fue cálida y contundente. Sigamos, se nos dijo. ¿Para qué? Expresándolo de
manera muy sucinta –es conveniente que el espacio de este número se destine a su fin fundamental, hablar de la próxima temporada-, al menos
para lo que sigue:
1.
Para que siga existiendo una entidad independiente, capaz de elogiar cuando
proceda (sin necesidad de orientaciones
interesadas), criticar cuando parezca necesario hacerlo (pocas veces hemos hecho
uso de este principio lógico) y guardar silencio cuando sea necesario (espero que
se recuerde que nuestro sentido de la
Es decir, para seguir manifestando opiniones expertas de quienes sólo buscan el rigor
y la excelencia, sin dejarnos influir por motivos coyunturales.
No es ésta una relación exhaustiva de actividades; constituye un pequeño “muestrario”
de lo que tratamos de hacer (mejor diría “seguir
haciendo”). De todo, lo que se haga, lo que se
proyecte, lo tradicional, lo nuevo, seguiremos
dando cumplida cuenta. Transmitiremos lo que
sepamos, escucharemos lo que nos manifiesten
(sobre todo lo que nuestros socios nos manifiesten), propondremos lo que creamos pueda interesar a los miembros de nuestra Asociación. Es
decir, seguiremos haciendo lo que durante cincuenta años hicieron quienes nos precedieron,
renovando métodos, teniendo presente la evolución de la sociedad, siendo fieles a una concepción del arte –en este caso de la Ópera- que sea
capaz de asumir la realidad coetánea sin reescribir las obras.
Como pueden ver Vds., ánimo no nos falta.
Si alguna duda hubiésemos tenido, Vds., nuestros
socios, nos la despejaron en la última Asamblea.
Gracias por su aliento, pero, sobre todo, gracias
por su apoyo a las actividades de la Asociación,
que permiten a ésta coadyuvar al desarrollo de la
Lírica en nuestro ámbito natural.
Manuel López Cachero
Presidente de la Asociación de Amigos de
la Ópera de Madrid
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Amigos de la Ópera es una asociación cultural sin ánimo de lucro cuyo objetivo es la promoción y difusión de la ópera en Madrid
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Director musical: Ibor Bolton
Director de escena: Emilio Sagi
Escenógrafo: Daniel Bianco
Figurinista: Renata Schussheim
Iluminador: Eduardo Bravo
Coreógrafa: Nuria Castejón
Director del coro: Andrés Máspero
El conde de Almaviva: Luca Pisaroni
Andrey Bondarenko (18, 22, 26 de septiembre)
La condesa de Almaviva: Sofía Soloviy
Anett Fritsch (18, 22, 26 de septiembre)
Figaro: Andreas Wolf
Davide Luciano (18, 22, 26 de septiembre)
Susanna: Sylvia Schwartz
Eleonora Buratto (18, 22, 26 de septiembre)
Cherubino: Elena Tsallagova
Lena Belkina (18, 22, 26 de septiembre)
Marcellina: Helene Schneiderman
Bartolo: Christophoros Stamboglis
Don Basilio: José Manuel Zapata
Don Curzio: Gerardo López
Barbarina: Khatouna Gadelia
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
15, 17, 18, 19, 21, 22, 23, 25, 26, 27 de septiembre de 2014
20.00 horas; domingos,18.00 horas
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Cinque..dieci…) Fígaro explica a Susana la razón
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de la proximidad a los aposentos de su señora,
La acción transcurre en la residencia de los
con lo cual podrá acudir de inmediato a atenderla
Condes de Almaviva, en Sevilla siglo XVIII. En
y lo mismo él. Susana ve es un peligro que se le
una habitación a medias de amueblar, Fígaro el
barbero ahora criado personal del conde, y Su-
escapa a su futuro marido: ésa cercanía facilita un
sana, su prometida a punto de celebrar su boda,
acceso inmediato a ella del conde (dúo Se acaso
buscando el lugar donde situar la cama (dúo:
Madama).
El conde encaprichado de Susana, quiere recuperar el derecho de pernada al que había
renunciado Ahora ya está todo claro para Fígaro
(aria: Se vuol ballare…).
una estratagema para dar una lección al conde,
le citará y en su lugar acudirá Cherubino disfrazado de mujer. Aparece Cherubino (aria: Voi
che sapete…).
Entran el doctor Bartolo y Marcellina el
ama de llaves. Fígaro prometió casarse con ella si
no le devuelve una cantidad de dinero prestada.
Bartolo le promete su ayuda, para vengarse de Fígaro (aria: La vendetta…). Entra Susana y hay un
enfrentamiento entre las mujeres (dúo: Via resti servita…). Sale Marcelina y entra Cherubino,
paje del conde, adolescente enamoradizo, su amo
la ha sorprendido con Barbarina hija de Antonio
el jardinero y quiere despedirle. Cherubino, está
enamorado de la condesa da cuenta de sus cuitas
a Susana (aria: Non più cosa son….).
El conde intenta entrar en la habitación de
su esposa, que está cerrada con llave. Esconden a
Cherubino. La condesa dice estar con Susana, y
el conde pide que salga del cerrado guardarropa.
Salen el conde y la condesa, cerrando con llave
la estancia. Cherubino se arroja por la ventana
(dúo: Aprite, presto….). Regresan los condes y
ante la sorpresa de él es Susana quien sale del
guardarropa. El conde pide perdón a su esposa
por haber sospechado de ella. Aparecen Fígaro
y Antonio y éste dice al conde que alguien ha
saltado por la ventana. Fígaro dice ha sido él.
Entran Marcellina, Bartolo y Basilio, ella hacer
valer sus derechos matrimoniales sobre Fígaro,
terminando el acto.
Se acerca el conde y el paje se esconde. El
conde continúa con sus galenteos a Susana. Llama a la puerta Don Basilio, maestro de música y
el conde se oculta. Basilio quiere convencer a Susana para que acepte las pretensiones del conde.
El conde sale de su escondite y Susana finge un
desmayo. Almaviva descubre a Cherubino (terceto: Cosa sento!...). Entra un grupo de aldeanos
y Fígaro para agradecer al conde la abolición del
derecho de pernada (coro: Giovani lieti…).
"DUP***
El conde con Susana, que aparentemente
accede a tener una cita nocturna con el conde,
a cambio de la cual le pide la dote prometida y
así liberar a Fígaro de su deuda con Marcellina
(dúo: Crudel ¡ perche finora…) .El juez Don Curzio confirma que o Fígaro paga su deuda o deberá casarse con Marcellina. Asombrada Marcellina
descubre por una señal grabada en el brazo de
Fígaro que es su hijo, producto de una relación
con el doctor Bartolo (sexteto: Riconosci in questo amplesso.). Todo se aclara Marcellina y Bartolo
se uniran en matrimonio en la misma ceremonia
que Susana y Fígaro.
El conde accde aperdonar a Cherubino
pero le ordena se aleje del castillo, le destina a su
regimiento. Fígaro retrata al paje lo que será su
futura vida (aria: Non più andrai…)
"DUP**
La condesa se lamenta del alejamiento de
su esposo (aria: Porgi, amor…). Susana cuenta
condesa. Acuden sucesivamente a su llamada
todos los personajes de la obra y entonces el
conde comprende el error que ha cometido y
pide perdón. Su esposa le perdona, entonando
todos la moraleja final: “Sólo el amor puede
concluir una jornada llena de tormentos, caprichos y locuras. Corramos todos a celebrarla”
A solas con Susana, la condesa dicta a su
criada la carta a través de la cualcitan al conde
para esa noche en el jardín. La condesa irá disfrazada de Susana y ésta vestira las ropas de la
condesa (duettino: Che soave zeffiretto…).
Se oye la música que anuncia la celebración de la doble boda , Susana entrega la nota al
conde con la cita, él la lee y feliz ordena una gran
fiesta.
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Fígaro sospecha que Susana ha sucumbido a las proposiciones del conde. Marcellina intenta consolarlo. Fígaro ha convocado a Bartolo
y Basilio para que sean testigos de la conducta
de Susana. Basilio reflexiona sobre las conductas de los poderosos (aria: In quegli anni…).
Aparecen la condesa y Susana con los vestidos
cambiados. Cherubino toma a Susana por la
condesa e intenta besarla, pero quien recibe
el beso, dada la oscuridad es el conde. Intenta abofetear al paje, pero el bofetón lo recibe
Fígaro que se acerca al grupo para ver que está
pasando. Quedan sólos el conde y la condesa,
a quien el marido toma por Susana. Le regala
un anillo proponiéndola pasen a un pabellón.
Este plan fracasa por la aparición de Fígaro y
el conde dice que volverá. Fígaro reconoce a
Susana, y juega con ella haciendola creer que
está galanteando a la condesa. Susana le abofetea, se aclara el enredo reconciliandose ambos.
Reaparece le conde y viendo las cálidas manifestaciones de afecto y creyendo se trata de su
esposa da gritos convocando a todo el mundo
para que sean testigos de la infidelidad de la
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El 4 de noviembre de 1784 es una fecha clave en la vida de Mozart: el compositor comienza
a escribir un catálogo puntual de sus obras (Verzeichnüss), que se ha constituido en una importante fuente de conocimiento y que ha facilitado
sobremanera la ubicación cronológica y la categoría de las diversas partituras maestras que jalonan
todo ese periodo, tan rico, tan variado y tan pleno
de acontecimientos. Wolfgang vive momentos
de plenitud social, artística y económica. Es una
época muy determinante en su vida, ya que el 14
de diciembre se produce su ingreso en la logia
masónica Zur Wohlthätigkeit (Beneficencia). Con
ello se ratificaba la proclividad del músico a las
ideas de la Aufklärung, las ideas iluministas que
venían de Francia y que quedaban plasmadas en
el decálogo de la francmasonería.
de la perfección en la que se ve envuelta tantas
veces la obra de Mozart. Todo funciona en ella
como un reloj… viviente, en el que no hay nada
realmente mecánico. La narración, equilibrada,
bien ensamblada, fluida –que discurre a lo largo de cuatro actos de parecida duración-, en la
que brillan tanto la melodía como los factores
armónicos y constructivos, la certera pintura de
personajes, finamente caracterizados, el humor
discreto y el erotismo que todo lo perfuma, hacen
de esta ópera un prodigio que ha de ser analizado rigurosamente y expuesto con refinamiento y,
sobre todo, naturalidad, sin énfasis, sin gangas de
una falsa expresividad, sin retóricas. Ha de servir
las premisas del arte de canto del propio Mozart.
Aquel que definiría la soprano Lisa Della Casa:
“El sonido es una respiración que resuena y que,
cuando se canta, es preciso dejar resonar naturalmente; como se habla, aunque respetando la medida de la música”.
El 7 de febrero de 1786 el emperador José II
paga a Mozart 50 ducados por la música de escena
para Der Schauspieldirektor (El empresario), singspiel estrenado en Schöenbrunn junto a la ópera
de Salieri Prima la musica e poi le parole. Era un
momento en el que Wolfgang andaba ya afanado
en la composición de Las bodas de Fígaro y en el
que no deja de escribir otras cosas, como la nueva
versión de Idomeneo, presentada en el Palacio del
príncipe Auersperg. Los conciertos o academias
van languideciendo; parece que el entusiasmo
casi popular de hace unos meses se difumina. Lo
que no obsta para que continúen surgiendo obras
maestras de la categoría del Concierto para piano
nº 24 K 491. Mientras, va forjándose la amistad y
la curiosa relación entre el compositor y el avispado libretista Lorenzo da Ponte, que, al tiempo
que colaboraba con el austriaco, lo hacía con el
italiano Salieri, un hombre de extraordinaria importancia e influencia en la corte, y con el español
Vicente Martín y Soler, que rivalizaría meses más
tarde con Wolfgang tras el gran éxito obtenido a
final de año por su ópera Una cosa rara.
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No hay duda de que la obra se inscribe,
a priori, en la rancia tradición de la ópera bufa
napolitana, adaptada, pasados los años, a lo que
Charles Rosen denominaba el nuevo estilo, surgido hacia 1775, adoptado y fijado por Mozart. Sus
reglas son: 1) articulación de frase y forma, a fin
de dar a una obra el carácter propio de una suma
de distintos acontecimientos: 2) mayor polarización entre tónica y dominante, lo que supone el
establecimiento de una tensión más importante
en el centro de cada composición, y 3) uso de la
transición rítmica, que permite continuos cambios de la textura musical sin que se rompa la
Le nozze di Figaro se estrenó, con éxito moderado –menor que el que en noviembre tendría
la obra de Martín y Soler-, el 1 de mayo de 1786.
Había sido Mozart quien tuviera la idea de poner
música a una adaptación de Le mariage de Figaro,
comedia crítica, sátira contra el absolutismo, de
Beaumarchais, que hubo de ser peinada convenientemente por Da Ponte, al que el compositor
pidió el libreto, para su presentación en Viena. El
liberal José II no dejaba pasar cualquier cosa.
Nos encontramos ante una de las óperas
más perfectas de la historia, incluso partiendo
y lógica del teatro musical, se convierten en el curso del setecientos, dentro de la evolución de la cómica, en un potente factor de realismo y progreso
dramático.
unidad dramática. En este sentido no hay duda
de que el austriaco fue mucho más lejos que
Gluck, aunque en determinados aspectos se le
pudiera tachar de reaccionario, ya que contribuyó a perfeccionar, con la vitola de ópera bufa, un
nuevo género hijo de la acumulación, del acarreo
de elementos dispares que partió de la adopción
del esquema napolitano, al que enriqueció poderosamente convirtiéndolo en otra cosa y dándole
una profundidad desconocida.
En estos números brillaba lo que los italianos de la commedia llamaban los lazzi, definidos
por Hocquard como “juegos rítmicos de actitudes
o de cambios de gestos y de palabras, usualmente
a base de repeticiones, cuya finalidad es provocar la risa o un vivo sentimiento de diversión”.
Pero hay algo más, que sitúa a Mozart por encima
de cualquier otro compositor: es lo que el citado
musicólogo francés denomina el lenguaje temático-escénico, una invención del propio músico,
que partió de los hallazgos previos de otros autores y de los casi coetáneos de Haydn. Un procedimiento que conecta con la estructura temática de
los conjuntos y que adquiere toda su elocuencia
en los dos grandes finales de Las bodas y que, en
síntesis parte de una célula que podríamos llamar
madre (rítmica y melódicamente), que será repetida en las melodías subsecuentes, que adquirirán
de este modo la categoría de variaciones, sufriendo a su vez otra serie de mutaciones: combinaciones, cambios parciales, acortamientos o alargamientos, modulaciones en tonalidades vecinas
o lejanas.
Mozart había estado en contacto con la
ópera bufa napolitana gracias a sus viajes de mocedad a Italia junto a su padre, durante los que
pudo ver gran cantidad de obras escénicas de todo
tipo, y también a que en Viena se representaban
con asiduidad composiciones líricas de los músicos transalpinos, entre ellas El barbero de Sevilla
de Paisiello o La villanella rapita de Bianchi. Para
esta última, presentada en la ciudad del Prater en
1785, escribiría un terceto y un cuarteto vocales.
Una de las claves profundas de la ópera
bufa de Mozart es que va más allá que la usual de
otros autores; es algo o mucho más porque, entre
otras cosas, como explica Hocquard, se mueve en
el sinuoso mundo de la farsa: una forma de arte
cómico que tiene sus reglas propias y exige una
técnica de juego muy estructurado y muy difícil
de poner a punto y que alcanza toda su dimensión
en los conjuntos, especialmente en los concertati,
uno de los elementos fundamentales de la ópera
bufa desde los tiempos de Alessandro Scarlatti,
el gran dinamizador del género. Estas escenas de
grupo, en las que todos los personajes cantaban
sus cuitas al mismo tiempo, que en el seno de la
ópera seria parecían ir en contra de la racionalidad
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Desde luego, ninguno de los finale o concertati mozartianos, y hay bastantes fundamentales, alcanza la riqueza y la dimensión del del
segundo acto de la ópera sobre la que pergeñamos estas disquisiciones. Tenemos aquí el mejor
ejemplo el arte de Mozart, serio o bufo; el gran
logro, la síntesis absoluta, la cima inmarcesible y
definitoria. Conviene por ello que expliquemos
la composición del fragmento, de 940 compases,
que comienza con la frase Esci omai garzon malnato, precedido del recitativo seco Tutto è come io
lasciai. Mozart juega con el ritmo: desde el mismo
inicio sentimos casi físicamente un latido agógico
implacable, constante; con el color instrumental
–según el personaje o suceso- y con la armonía:
establece un plan tonal modélico y construye el
conjunto de acuerdo con las reglas de la clásica
simetría. La entrada en escena de cada nuevo
personaje supone un paso adelante dado por una
música arrebatadora, de una sorprendente claridad de texturas. En la acción se ventilan no pocas
cosas, propias de una comedia bufa: ocultación
del paje Cherubino, con el que ha tonteado la
Condesa, intervención de Fígaro, que intenta
confundir al Conde, aparición del jardinero Antonio, que complica la situación, enredada aún
más por Basilio, Bartolo y Marcelina…
y mantiene la atención ante los acontecimientos
por venir.
Trabajo compositivo riguroso, admirable,
en el que la articulación motívica se somete a las
necesidades del desarrollo. Leibowitz consideraba que cada una de las secciones descritas “determina una suerte de crisis nueva y la progresión
dramática se hace según una curva ascendente de
extraordinaria intensidad, para desembocar al término del número en un completo desencadenamiento.” Con una orquesta que puntúa en todo
momento el latido del tiempo y el movimiento,
no deja de oírse permanentemente la voz de cada
personaje.
La disposición de este prodigioso Finale es
como sigue: dúo Condesa/Conde, allegro, 4/4, en
mi bemol mayor, Esci omai garzon malnato; trío
(los mismos más Susanna) Signore! Cos’è quel stupore, Molto andante, 3/8, allegro, 4/4, en si bemol
mayor, dominante de mi bemol mayor; cuarteto
(los mismos más Fígaro) Signori, di fuori son già i
suonatori, allegro, 3/8, en sol mayor, paralela mayor del relativo menor del tono precedente, que
cambia a un andante en 2/4 en Conoscete, signor
Figaro y viaja a do mayor, tonalidad de la que la
anterior es dominante; quinteto (los mismos más
Antonio) Ah!, Signor, signor…, allegro molto en
4/4, en fa mayor, de la que la tonalidad anterior
es también el quinto grado, y en si bemol, que
mantiene con fa idéntica relación, lo que se lleva
a cabo en un expectante pasaje, en el que Fígaro
se ve acosado y deja caer su frase Stravolto s’è un
nervo del pie, inaugurando un mecedor andante
en 6/8. Como se podía prever, el extenso recorrido
desemboca, con la entrada de Marcellina, Bartolo
y Basilio, Voi signor, che giusto siete, en la tónica
–es decir, de nuevo un salto de cinco grados-, mi
bemol mayor, con la que todo había empezado.
Con ello se cierra el círculo en un agitado allegro assai en 4/4, que deja las cosas en suspenso
Mozart dispuso de un libreto muy dinámico, en cuya elaboración, por supuesto, participó,
perfecto para que su música hiciera el resto: completar una de las óperas maestras de la historia,
que trata la creación de Beaumarchais desde un
punto de vista diverso, en el que tienen mayor
importancia la evolución de los caracteres, la propia personalidad de cada individuo, la descripción de los sentimientos y de las pasiones, que
los acontecimientos sociales y políticos en los que
era pródigo el texto original. En todo caso, estos
aspectos tampoco fueron por completo desdeñados por compositor y libretista.
Efectivamente, tras ese ropaje bufo o, mejor, bufo trascendente o bufo trascendido; o, incluso, semiserio, anidan otras cosas que convierten
a la obra en un producto mucho más elaborado y
profundo, más rico y comprometido. Aunque puede que de manera inconsciente. Quizá Mozart no
pensó realmente en hacer una auténtica commedia
per musica en la que los caracteres propios del género quedaban espectacularmente dimensionados, transformados, potenciados, humanizados.
El compositor fue más lejos de lo que, por decirlo
así, se le pedía; o se pedía a sí mismo. Se salió
de la pista y aportó a la típica acción de enredo
–claro que con la base literaria de Beaumerchais
y la calidad estructural del libreto de Da Ponteelementos semiserios y serios, que consiguió unir
inconsútilmente a los que podríamos calificar de
cómicos. Como, por otra parte, haría enseguida
con las otras dos óperas de la trilogía dapontiana,
Don Giovanni y Così fan tutte.
que las “reglas del estilo clásico auténticamente
desarrollado –la necesidad de una resolución, el
sentido de las proporciones y de un modelo cerrado y enmarcado- no se quebrantan nunca. Son los
medios de comunicación de que se sirve el estilo y
con ellos puede decir cosas asombrosas sin violar
su propia gramática”.
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Claro que el texto le proporcionaba referencias a valores que defendía a capa y espada: libertad, dignidad del hombre, igualdad, y aunque
la trama hubo de aligerarse por razones dramáticas y, como se apuntó al principio, de censura
imperial, subyacen en la ópera suficientes alusiones críticas al absolutismo, a la lucha de clases y
hacen que en ella se conserven vetas de una gran
importancia social y política, que según Stricker
le conceden una relevancia extraordinaria. “Es el
corazón quien hace noble al hombre y aunque
no soy conde puedo tener un concepto del honor mucho más acendrado que el de algunos de
ellos; y, criado o conde, desde el momento en que
me insulta es un canalla”. Son palabras del propio
compositor, que ponen de manifiesto cuál era su
postura respecto a la nobleza.
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Le nozze es el primer fruto auténticamente
maestro, equilibrado, en el que técnica e inspiración se unen indisolublemente. Es curioso de
qué manera el autor aplica, modificándola y enriqueciéndola, la forma sonata, a la que se ajustan diversos números. Por ejemplo, la cavatina
de Fígaro (nº 3) Se vuol ballare, signor contino,
en fa mayor, llena de ironía, en la que se percibe
ya una actitud claramente insolente con el amo.
Comienza como una sonata monotemática, con
salto a la dominante en la repetición de la melodía inicial y una modulación a re menor que
puede hacer las veces de desarrollo. El presto posterior, en la tónica, es una variación rítmica de la
frase de apertura; actúa a modo de resolución y
recapitulación.
Un compositor como Mozart, síntesis genial
entre sabiduría, inteligencia e intuición, no dejaba nada al azar. Su inspiración a la hora de elegir
un efecto musical u otro siempre tenía un porqué;
nada en él era gratuito. Lo que es particularmente
detectable y comprensible en el campo de la ópera,
en el que las relaciones tonales y la adopción de determinados esquemas formales han de estar, para
que la música cumpla su finalidad dramática, en
íntima conexión con un acontecer, con unos sentimientos –estética de los afectos- y con una idea
poética básica. El salzburgués fue un maestro a la
hora de servirse de aquellos elementos sin perder
por ello el norte estilístico clásico, la atención a una
normativa a la que él aportaba la chispa de la originalidad. Rosen lo explicaba bien cuando afirmaba
Es admirable la manera en la que Mozart,
sin alterar en el fondo el esquema de la sonata, lo
flexibiliza a su modo y cómo consigue conceder
al fragmento el aire sarcástico, insolente, descarado y burlón que posee, utilizando hábilmente,
en el súbito allegretto inicial, el típico ritmo de
la gallarda de 3/4 –que puede parecer un cortesano minueto-, convertido más tarde, en el presto,
en otro de 2/4, que corresponde a una especie de
galop. Economía de medios, concisión, inspirada
con La vendetta (nº 4), un aria que exige algo más
que un bajo bufo y que tiene mucho que cantar.
Cherubino lo hace con la célebre canzona Non so
più cosa son, cosa faccio (nº 6), en realidad, un
rondó. El paje –un don Giovanni en potencia-,
en una atmósfera aérea, ardorosa nos expone en
allegro vivace su credo amoroso en un canto no
exento de melancolía. El erótico contenido de los
versos reclamaba, en opinión de William Mann,
clarinetes, de timbre tan cálido, y las medias tintas del bemol. Y eso es lo que Mozart aplicó. La
segunda aria, Voi che sapete (nº 11), es un prodigio de ternura y sinceridad juvenil.
planificación rítmica. Y muestra de la manera en
que el compositor empleaba los aires danzables a
efectos dramáticos. Es importante señalar el uso
del fandango –único ejemplo de aire español en
una obra que, teóricamente, sucede en Sevilla- en
el tercer acto. En torno a ese compás ternario se
teje buena parte de la trama.
Ejemplos aún más trabajados son dos páginas tan distintas como el aria de Susanna del cuarto acto, Deh vieni, non tardar (nº 27) y el famoso
sexteto del tercero Riconosci in questo amplesso
(nº 18), uno de los fragmentos preferidos por el
compositor. En la primera, que tiene todo el aspecto de una simple canción –aunque cargada de
sensualidad y con una melodía nocturna que sólo
Mozart podía haber escrito-, Rosen creía ver una
sonata-minueto estructura mixta que no es fácil
de reconocer ante el embeleso que causa el canto
sereno, suavemente balanceado (6/8) de esta ardiente, dentro de su aparente calma, declaración
de amor. Una arrobadora siciliana. En la segunda,
Mozart hace un perfecto encaje de bolillos manejando con suma destreza a los seis personajes –es
la escena de la identificación de Fígaro como hijo
de Marcellina- en un andante en fa mayor elaborado como un movimiento lento de sonata, con un
segundo grupo de la recapitulación que hace las
veces de desarrollo y con tres temas básicos.
Porgi amor (nº 10) es la primera de las dos
arias de la Condesa, que es uno de los más acabados personajes mozartianos, tan proclive a estos
retratos de damas aristocráticas y dolientes. La
tristeza, la melancolía de Rosina están perfectamente reflejadas en esta soberana y delicada página, un larghetto en mi bemol mayor de escritura
verdaderamente patética en el que se toca el alma
de la desventurada esposa. La figura se completa
en la monumental Dove sono (nº 19), un aria en
tres partes de ópera seria evolucionada constituida por recitativo acompañado, andante y allegro,
que contiene el habitual juego tónica-dominante-tónica. Su carnal marido –a cuyo escarmiento
se dirige toda la trama urdida-, portador desde su
nobleza de una sensualidad madura y autoritaria,
tiene un aria, Vedrò mentr’io suspiro, un allegro
maestoso en re mayor, precedida también de un
accompagnato, Hai gia vinta la causa, y coronada
por un furibundo allegro assai (nº 17), que es un
auténtico pezzo di bravura. Fígaro, confundido
por sus propias mañas y creyendo infiel a Susanna,
Pero la complejidad, variedad y riqueza de
la partitura, como probábamos ya más arriba al
hablar del finale del segundo acto, es enorme.
Encontramos números para todos los gustos, que
van marcando, subrayando la acción interna y externa, definiendo poderosamente a cada personaje, con magistral infalibilidad. Bartolo se presenta
canta en el cuarto acto un aria terrible contra la
condición femenina, una página extremadamente misógina, Aprite un’ quegl’occhi (nº 26), moderato en mi bemol mayor, que nos revela una cara
inédita del hasta entonces festivo siervo.
tante, casi rossiniano allegro assai, que modula de
sol mayor a re mayor. La obra concluye así, como es
habitual en Mozart, en el mismo tono de la obertura y con idéntico espíritu, aunque con la memoria del juego trascendente que acaba de vivirse.
El finale del cuarto acto y de la ópera, que
se extiende a lo largo de 521 compases, es naturalmente el de la resolución; pero también el del
perdón. La música, exquisita, lírica como la de una
serenata nocturna, evoluciona y cambia al compás
del ajetreo escénico, lleno de sombras, de engaños,
de disfraces, de promesas, falsas y verdaderas, y de
amor. La Condesa perdona a su marido y éste perdona a todos. Un momento solemne, una suerte
de himno, Più dòcile io sono, conduce a un exci-
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Para servir esas formas y atender a las múltiples exigencias Mozart demanda un cuadro vocal muy característico, que se fue ahormando a
lo largo de los años, las décadas y los siglos. Los
tipos vocales se han ido decantando poco a poco.
Recordemos que los cinco personajes femeninos
o que precisan voces de mujer, la Condesa, Susanna, Cherubino, Marcellina y Barbarina, fueron
asignados en su momento a sopranos líricas. No se
Anotemos la circunstancia curiosa de que el paje,
personaje masculino, es cantado por una mujer
que se disfraza de hombre y que, en el transcurso
de la acción, se ha de disfrazar a su vez de mujer.
Mismo caso que el de Octavian de El caballero de
la rosa de Richard Strauss. Travestismo doble.
hacían distingos en esa época. Pero hay notables
diferencias entre ellas, vaya si las hay y el transcurso del tiempo nos ha ido aclarando las cosas. Porque cada una de ellas posee un carácter humano
diverso, al que corresponde una voz determinada.
La Condesa es el amor dolorido, que vive
con el tormento del recuerdo. Es joven y está triste, pero no desesperada. Tiene arrestos para participar en el enredo contra su marido. Es de parecida idiosincrasia que otras féminas mozartianas:
Constanze, Elvira, Anna, Fiordiligi o Pamina,
aunque no todas necesiten el mismo tipo vocal.
Luisa Laschi fue la soprano creadora. Es evidentemente una lírica con cuerpo, plena y amplia,
capaz de las medias voces y filados que piden sus
dos arias y de las agilidades que solicita la segunda de ellas. Su interválica va de do 3 a do 5.
El Conde fue creado por Stefano Mandini.
Personaje sensual, autoritario, pero, en el fondo,
no tan maduro; y no exento de nobleza. Circula
en el espacio que va de si 1 a fa 3. Precisa una voz
de barítono con cuerpo de carácter más lírico que
dramático, aunque en el aria de bravura ha de poner toda la carne en el asador. Fígaro ha sido en
ocasiones cantado por un bajo-barítono, cuando
no por un bajo cantante. Sin embargo, ha de ser,
con mayor lógica, un barítono, si se quiere más oscuro que el Conde. Es el amor legal, monógamo,
concentrado en un evidente deseo por Susanna.
Su interválica se sitúa un par de tonos más abajo,
en lo que se refiere a la franja inferior, y uno con
respecto a la superior: de sol 1 a mi 3. Francesco
Benucci, que fue primer Leporello y primer Guglielmo, asumió esa parte en el estreno.
Susanna fue cantada en el estreno por Nancy Storace, por la que Mozart sentía algo más que
simpatía. Es coqueta y femenina, siente amor por
el peligro… y por Fígaro. Su radio de acción oscila
entre la 2 y do 5, porque con frecuencia esa nota sobreaguda se traspasa a las sopranos que cantan este
papel, a las que se supone más fáciles en la zona
alta puesto que son usualmente lírico-ligeras, aunque, la verdad, una lírica, de menor entidad que la
que interpreta a la Condesa será más conveniente
para dotar del carácter adecuado al personaje.
Los demás personajes, de menor entidad,
son un bajo bufo, pero con carne, para Bartolo,
una mezzo o soprano lírica para Marcellina, una
soprano lírico-ligera o ligera para Barbarina, un
tenor lírico-ligero para Basilio y un barítono o
bajo lírico para Antonio. Todos estos caracteres,
incluso los menos relevantes, tienen mucho que
cantar; y que decir, lo que supone reproducir con
destreza, expresión y musicalidad el recitativo
secco, básico en este tipo de óperas. En él está a
veces el verdadero sentido de la obra. Sobre ese
fundamento se edifica la fluidez del todo.
Dorotea Sardi-Bussani fue la que cantó
por primera vez Cherubino. Una soprano lírica
también. Fue la primera Despina de Così. Hoy,
con ánimo de establecer las perseguidas diferencias psicológicas y humanas, se destina el papel a
una mezzo lírica que no va más arriba del sol 4.
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Director musical: Bruno Campanella (20, 23, 26, 29 de octubre, 1, 2, 4, 7, 9 10 de noviembre
Jean-Luc Tingaud (21, 31 de octubre, 5 de noviembre)
Director de escena y figurinista: Laurent Pelly
Director de escena asociado: Christian Rath
Escenógrafa: Chantal Thomas
Iluminador: Joël Adam
Coreógrafa: Laura Scozzi
Dramaturga: Agathe Melinand
Director del coro: Andrés Máspero
Marie: Natalie Dessay (20, 23, 26, 29 de octubre, 1 de noviembre)
Désireé Rancatore (21, 31 de octubre, 2, 5, 9 de noviembre)
Aleksandra Zurzak (4, 7, 10 de noviembre)
Tonio: Javier Camarena (20, 23, 26, 29 de octubre; 1, 4, 7, 10 de noviembre)
Antonio Siragusa (21, 31 de octubre; 2, 5, 9 de noviembre)
Sargento Sulpice: Pietro Spagnoli (20, 23, 26, 29 de octubre; 1, 4, 7, 10 de noviembre)
Luis Cansino (21, 31 de octubre; 2, 5, 9 de noviembre)
Susanna: Sylvia Schwartz
Eleonora Buratto (18, 22, 26 de septiembre)
Marquesa de Berkenfeld: Ewa Podles (20, 23, 26, 29 de octubre; 1, 4, 7, 10 de noviembre)
Ann Murray (21, 31 de octubre; 2, 5, 9 de noviembre)
Hortensius: Isaac Galán
Un campesino: Pablo Oliva
Carlos Silva
Duquesa de Krakenthorp: Carmen Maura
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
20, 21, 23, 26, 29, 31 de octubre
1, 2, 4, 5, 7, 9, 10 de noviembre de 2014
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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de montañas los aldeanos observan preocupados
La acción tiene lugar en el Tirol hacia 1805
en la época de las guerras napoleónicas.
los avances de las tropas francesas, mientras sus
mujeres imploran la ayuda de la patrona del pue-
"DUP*
blo (Introducción L’ennemi s’avance. Sainte Madone). La Marquesa de Berkenfield en compañía
Tras la obertura que adelanta algunas melodías de la ópera, en un lugar campestre rodeado
de su criado Hortensius se ha visto obligada a
detenerse en la aldea. La Marquesa, molesta por
los acontecimientos, no duda en manifestar sus
opiniones sobre los franceses, a los que tilda de
panda de malhechores (Cavatina Pour une femme
de mon nom).
Venciendo sus reticencias, la Marquesa se
aproxima a Sulpice rogándole que la proteja en el
camino de regreso a sus posesiones. En la conversación entablada surge el nombre de un tal Robert que había sido capitán del regimiento hasta
su muerte. La Marquesa reconoce en Robert al
esposo de su hermana por lo que, ligando dato
con dato, se descubre que Marie es nada menos
que su hija, o sea, la sobrina de la irritable noble.
El reconocimiento entre las dos parientes, tía y
sobrina, no puede ser más sorprendente.
La llegada de Sulpice, un sargento francés,
disuelve la muchedumbre y obliga a la Marquesa,
aterrada, a ocultarse en el primer refugio que se
le presenta.
Tras Sulpice viene Marie, una joven vivandera que de niña fue recogida por el regimiento
al encontrarla abandonada en un campo de batalla. La joven se ha convertido con el tiempo en
el alma de ese regimiento del que se considera su
hija (Dúo Au bruit de la guerre).
Tonio que desea casarse con Marie se ha
integrado en el regimiento como requisito ineludible para el matrimonio (Aria y cabaletta Ah mes
amis. Pour mon ame).
Su felicidad, sin embargo, es de corta duración. La Marquesa se lleva a Marie a su castillo
para que ocupe el lugar que por nacimiento le
corresponde. La despedida de Marie (Aria Il faut
partir) deja a todos los soldados, y en especial a
Tonio, en un lamentable estado de desolación.
Sulpice un tanto intrigado le pregunta a
Marie acerca de un joven desconocido que se
deja ver de vez en cuando por los alrededores del
campamento. La joven no tarda en aclararle que
ese muchacho, Tonio, le ha salvado la vida.
Los soldados sorprenden de inmediato a
alguien merodeando misteriosamente, tomándole por un espía. Es el joven tirolés, Tonio, quien
tiene la esperanza de reencontrarse con Marie.
Ella le reconoce como su salvador y se enfrenta
a los soldados: si se le hace prisionero sería exclusivamente suyo (Conjunto Allons, allons, march’,
march’).
"DUP**
Un salón abierto a un hermoso jardín en el
castillo de la Marquesa de Berkenfield. La Marquesa, que alberga proyectos matrimoniales para
su sobrina con el Duque de Crakentorp, está empeñada en refinarla, limándola de toda la mala
educación que según ella ha recibido de la soldadesca que ha tenido como padres adoptivos. La
lección de canto, a la que la joven se somete de
mala gana, acaba sacándola de quicio. Ese mundo
encorsetado y artificioso la aburre e irrita. Sulpice
asiste divertido a toda esta situación (Escena con
Tonio logra zafarse de sus opresores y regresa junto a Marie. Es el momento de que los
jóvenes pueden por fin declararse el mutuo amor
(Dúo Depuis l’instant où, dans mes bras).
la arietta Le jour naissait dans le bocage). Sin embargo, Marie a solas acepta resignada la situación
(Aria Par le rang et par l’opulence).
La aparición del regimiento con Tonio en
cabeza devuelve momentáneamente el humor
a Marie. Marie, Sulpice y Tonio dan cuenta de
la dicha del reencuentro (Terceto Tous les trois
réunis).
Ante la Marquesa Tonio confiesa dulcemente su amor por la joven (Aria Pour me
rapprocher de Marie), sin conseguir nada más que
un ominoso silencio. La noble, a cambio, confirma su decisión de casar a la joven con el noble
Crakentorp.
Pero, a solas con Sulpice la Marquesa le
confiesa que, en realidad, Marie es hija suya y no
de su hermana.
La duquesa de Crakentorp hace una solemne entrada en compañía de otros ilustres invitados. Viene a la firma del contrato de matrimonio
entre su hijo y Marie que debe de formalizarse
esa misma noche.
Marie que ya sabe que la Marquesa es su
madre decide sacrificarse y aceptar ese enlace
no deseado. Cuando está a punto de firmar el
contrato nupcial, Tonio al frente de todo el regimiento entra con la intención de acabar con la
ceremonia. Cuando revela que Marie ha sido la
mayor parte de su vida una vivandera del ejército,
los invitados a la boda se sorprenden pero luego
aceptan divertidos la noticia derrotados por la naturalidad y encanto de la muchacha.
En el corazón de la Marquesa se impone
finalmente su amor maternal y acepta por fin que
Marie elija por esposo a Tonio. (Final Au secours
de notre fille).
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La fille du régiment, estrenada en la Opéra Comique de París el 11 de febrero de 1840,
abre la etapa final –por desgracia, demasiado
breve– de la carrera de Gaetano Donizetti, etapa
en cuyo transcurso, impelido por diversas razones
a abandonar Italia, se convertirá en un creador
europeo y cosmopolita, tanto por sus continuos
desplazamientos entre Viena, París y los principales teatros peninsulares (Milán, Nápoles, Roma)
como por la gran variedad de los géneros cultivados: opera seria, semiseria o buffa italianas, grand
opéra u opéra comique francesas.
Salieri, Cherubini o Spontini, que dieron páginas
de gloria al repertorio francés durante el reinado
de Luis XVI, la Revolución y el Imperio, y, ya en
la Restauración y la Monarquía de Julio, a Rossini
(cuya carrera operística finaliza con su Guillaume
Tell para la Ópera) y a Bellini (que llegó a triunfar
con I puritani en el Teatro Italiano de París, pero
al que una muerte prematura privó de consagrarse en el género grand opéra). Donizetti, convertido tras la retirada del primero y el fallecimiento
del segundo en el primer compositor italiano en
activo, y abrumado por las desfavorables condiciones en que se desenvolvía la vida del creador
lírico en su patria –férrea y obtusa censura, mediocres libretistas, falta de ensayos, tiranía de los
divos, escasa remuneración, piratería musical–,
se decide a dar el salto a París, para lo que había venido manteniendo contacto epistolar con
Duponchel, director de la Ópera, teatro cuya frecuentación durante un primer viaje en 1835 le ha
asombrado y conmocionado por los medios musicales y escénicos puestos en juego al servicio del
espectáculo.
Y precisamente a este último género se
adscribe La fille du régiment, convertida gracias
a la extraordinaria versatilidad creativa de su autor en auténtico paradigma del género, a la altura
cuando menos de los títulos más señeros surgidos de las plumas de autores tan “de casa” como
Boieldieu, Hérold, Auber o Adam, y en uno de
los títulos auténticamente “populares” en el país
vecino, que en el último medio siglo ha ganado
cotas crecientes de popularidad en todo el mundo y con el que un sinfín de directores de escena
y cantantes míticos de ayer y hoy han obtenido
éxitos clamorosos.
Tras el triunfal estreno de Lucia di Lammermoor en el Teatro Italiano el 12 de diciembre
de 1837 la dirección de la Ópera, necesitada de
éxitos que renueven el repertorio, ofrece a Donizetti un contrato para componer dos óperas, que
el bergamasco acepta en carta de 28 de mayo de
1838. Viudo y sin descendencia, poco o nada le
Triunfar en París parecía ser el destino manifiesto de los principales autores italianos desde
el siglo XVIII (por no hablar del auténtico creador
de la ópera francesa, el florentino Jean-Baptiste
Lully); baste recordar a los Piccinni, Sacchini,
L’elisir de amore, aún no oída en la capital francesa y que obtiene un éxito apoteósico. Con la
Ópera llega al acuerdo de presentar en primer lugar la adaptación francesa de Poliuto bajo el nuevo título de Les martyrs, y una segunda ópera, Le
duc d’Albe. Y para la empresa privada del Théâtre
de la Renaissance, de reciente apertura, escribirá
una versión francesa de Lucia con algunas modificaciones, estrenada el 6 de agosto de 1839 y
además compondrá L’ange de Nisida, el germen
de La favorita.
vincula ya a la Nápoles en la que ha vivido durante
16 años; pero dos factores adicionales aceleran su
definitivo alejamiento de la capital partenopea:
las dilaciones a su nombramiento como director
del Conservatorio por parte del rey Fernando II,
por considerarle un extranjero en su condición
de súbdito lombardo del emperador de Austria;
y la prohibición de su ópera Poliuto, que él consideraba un ensayo idóneo, por su tema y su origen
teatral en Corneille, para su debut parisino.
El 21 de octubre de 1838 Donizetti desembarca en París, y encuentra residencia en la Rue
Louvois nº 5, en el mismo edificio habitado por
Adolphe Adam, prolífico autor hoy recordado por
opéras comiques como Si j’étais roi y Le postillon
de Longjumeau y ballets como Giselle o Le corsaire. En sus memorias póstumas, Derniers Souvenirs d’un musicien (1859), el exitoso compositor
francés nos ha dejado una vívida semblanza de
su colega y amigo, y es muy probable que el primer contacto de éste con el director de la Opéra
Comique, François-Louis Crosnier, que cristalizaría en La fille du régiment, le llegara a través
de Adam, autor desde hacía ya una década de no
menos de quince creaciones en dicho teatro, y
cuyo nuevo título, Le brasseur de Preston, se estrenó con asistencia de Donizetti a los diez días
de su llegada a París.
En medio de tan frenética actividad, de la
que un periódico satírico, Le Charivari, se hará eco
caricaturizándole con una pluma en cada mano
mientras escribe dos óperas –cómica y seria– a la
vez, pasa casi desapercibida la composición de La
fille du régiment, de la que no existen trazas en
su correspondencia hasta que en una carta a su
amigo napolitano Tomasso Pérsico le informa de
que “habiendo hecho, instrumentado y entregado una pequeña ópera a la Opéra Comique, se
dará en un mes o a lo sumo 40 días y servirá para
el debut de la Bourgeois”. Y dos meses después,
en nueva carta a Persico: “Estoy con ensayos en
la Grand Opéra con Les martyrs, y en la Opéra
Comique con Maria: esta última irá primero…
”; el título original de la ópera era, pues, Marie
(en francés, lógicamente); también Crosnier se
había asegurado el concurso de la nueva estrella
del firmamento musical parisino, anticipándose a
la Ópera en su debut.
Los años 1838 y 1839 son los más parcos
en creaciones de toda la carrera de Donizetti,
que desde 1822 empalmaba dos, tres y hasta
cuatro estrenos anuales. Y sin embargo su labor
no podía ser más intensa: en los primeros meses de su estancia presenta al público parisino en
el Teatro Italiano Roberto Devereux, seguida de
El estreno de La fille du régiment contó
con la Marie de la debutante Juliette Bourgeois
(que, italianizando su nombre en Giulietta Borghese, había iniciado su carrera lírica en Italia), el
inaugural el 12 de febrero de 1851, completando
en total 31 representaciones hasta 1861.
Tonio de Mécène Marié de l’Isle (padre de la mezzo Célestine Galli-Marié, creadora de los roles de
Mignon y Carmen), el barítono Henry como Sulpice y Marie-Julie Boulanger (abuela paterna de
las compositoras Nadia y Lily Boulanger) en el rol
de la Marquesa de Birkenfield. La obra no obtuvo
una acogida favorable, para decepción de Donizetti que estaba seguro de haber compuesto una
obra valiosa, realizada con gran cuidado y acorde a
las reglas del género; la culpa de la tibia recepción
hay que atribuirla a la insatisfactoria ejecución,
muy especialmente del tenor, y a la actitud hostil
de muchos músicos y parte de la crítica parisina,
celosos de ver invadida las escenas capitalinas por
el prolífico bergamasco. Pero pronto la obra, en la
insípida versión italiana preparada por el propio
autor, se estrenará en La Scala el 30 de octubre,
y días antes en Copenhague en traducción al alemán, dando la vuelta al mundo a lo largo de la
siguiente década; Madrid la verá por primera vez
el 31 de enero de 1842 (en italiano, claro), y subirá al escenario del Teatro Real en su temporada
Triunfalmente recuperada en 1966 en el
Covent Garden por Joan Sutherland y Pavarotti, y grabada por Decca el año siguiente, la versión original francesa se vio por primera vez en
Madrid, con Alfredo Kraus y June Anderson, en
1985 en la Zarzuela, donde fue repuesta en 1997
en la versión de Emilio Sagi con escenografía y
vestuario de Botero. Su vuelta al Real se produce, pues, tras más de 150 años de ausencia. En
París la ópera, repuesta exitosamente por el Teatro Italiano en 1850, volvió a ser recuperada por
la Opéra Comique, y a partir de entonces inició
una carrera triunfal, llegando a las 1.000 representaciones meses antes del estallido de la primera
guerra mundial; baste decir que durante décadas
fue la obra representada año tras año en función
popular gratuita todos los 14 de julio.
La partitura de La fille du régiment consta
de una obertura, diez números –cinco por cada
acto, con un entracte que sirve de preludio al segundo. Entre cada número, como es preceptivo en
la opéra comique, tienen lugar diálogos hablados,
extensos en su origen, pero que la tradición y la
dificultad que entrañan para cantantes y públicos
no francófonos, han abreviado hasta reducirlos a
lo indispensable para entender la trama y dar pie
al siguiente número musical, con la consiguiente
pérdida de matices en la caracterización de los
personajes, que quedan únicamente definidos a
través de sus intervenciones canoras.
francesas–, mientras las mujeres entonan una plegaria a la Virgen y hacen su aparición la Marquesa y
su mayordomo Hortensius; todos estos elementos
se conjugan en un gran concertante, interrumpido
por el anuncio de la retirada enemiga. En cambio
radical del clima, la Marquesa inicia su único número solista, unos couplets de raigambre musical
típicamente francesa (y de hecho Donizetti los
suprimió en la versión italiana), con un tema que
rehúye (deliberadamente, a mi juicio) el exceso
de inspiración y persigue caracterizar a un personaje tópico y excesivo, poseído de su rango, que
sólo al final de la obra se despojará de máscaras
y mostrará su auténtica humanidad. No todas las
aproximaciones al personaje resultan igualmente
válidas; confiado con frecuencia a mezzosopranos
ya en edad de retiro, muchas intérpretes compensan su inadecuación vocal con abundancia de sal
gruesa o envejecen en exceso al personaje, que
debería hallarse a mitad de la cuarentena y poseer
una cierta dignidad. El coro se suma al final de los
couplets y todos demuestran su alegría y celebran
la paz en un animado pasaje.
La música de la obertura, a la que Donizetti quiso, en su debut parisino, dar la debida
importancia por extensión, cuidado de la forma
y recurso a una brillante orquestación, combina
los tonos paisajistas, montañeses, de su Larghetto
inicial, evocadores del Tirol que sirve de marco
geográfico a la peripecia, con los ecos militares
del Allegro. En el arranque, trompas lejanas en
eco y trinos de la flauta a guisa de cantos de pájaros se alternan con acordes en fortissimo; un sutil
balanceo de las cuerdas pone fin a la introducción. El Allegro se inicia con un pasaje en forte de
los metales, para dejar paso, a ritmo marcado por
el tambor, al tema de la Ronda del 21º regimiento, que será el motivo principal del desarrollo, en
alternancia con los temas del inicio; un crescendo
rossiniano no muy desarrollado, un tema un tanto
circense de la trompeta, y frases del piccolo contribuyen a la alegría y efusividad de la obertura,
que hace presagiar el clima general de la velada.
El dúo entre Marie y Sulpice “Au bruit de la
guerre” (Nº 2) es una de las gemas de la partitura, que hace las veces de aria de presentación de
Marie, en la medida en la que asigna al sargento
un rol secundario, subrayando las frases de la muchacha o dando pie a sus intervenciones. El dúo
sigue un esquema A-B-A, en cuyos extremos inicial y final la soprano, sobre un tema de carácter
marcial, tiene una primera ocasión de desplegar
todos los fuegos artificiales de la coloratura exigida por su temible partitura, mientras la parte
central es un fluido parlando, sostenido por un
La Introducción (Nº 1) es un cuadro complejo que alterna los lejanos ecos de una batalla
con intervenciones del coro masculino que informa de los progresos del enemigo –las tropas
ligero acompañamiento de las cuerdas, poblado
de reminiscencias de la vida militar y de la trayectoria de Marie en el seno del regimiento desde su
más tierna infancia (en la que se dormía “al dulce
ruido del tambor batiente”) hasta el momento
en que, por unanimidad, fue nombrada vivandera del regimiento, y de su disposición a alegrar
con cantos las veladas en la cantina y a marchar
al combate “desafiando la metralla” si necesario
fuera. La repetición variada se enriquece con el
primer “¡Rataplan!” de la ópera, entonado por
ambos, y el exultante dúo culmina con loas a la
patria y la victoria.
masa coral masculina, demuestran una vez más la
maestría del autor para construir estructuras de
riguroso esquema formal pero llenas de vida teatral y fuerza comunicativa. El número concluye,
originalmente, con un coro de retreta.
El dúo “Depuis l’instant” (Nº 4) venía
en origen precedido por un diálogo explicativo,
que otras versiones sustituyen por un recitativo
accompagnato propio de la versión italiana. La
declaración de amor que cierra ese diálogo –o recitativo, en su caso– abre un extenso dúo, con dos
partes aparentemente simétricas, compuestas
cada una de ellas de un Andante y un Allegretto,
sentimental y declarativo el primero, festivo y
celebrativo el segundo (“De cet aveu si tendre”);
pero existen entre ellas diferencias de tonalidad
(de La bemol a La) y estructura: la repetición de
estrofas en el primer Andante no tiene su reflejo
exacto en el segundo, en el que Marie, al principio aparentando curiosidad un tanto irónica ante
la declaración de Tonio, termina sucumbiendo
en una apasionada declaración de amor sin poder
repetir su estrofa, para terminar enlazando con el
Allegretto conclusivo.
El Nº 3, en el que se nos presenta sin otro
protocolo al coprotagonista de la obra, el joven
tirolés Tonio (en la versión italiana Donizetti le
dotará, siguiendo la tradición pero incongruentemente, de un aria de salida extraída de una ópera
juvenil), posee una estructura inhabitual: la primera parte es en realidad una “Escena”, número
complejo formado por diversos elementos –frases
de recitativo, arioso, intervenciones corales– tras
la cual Tonio, librado del pelotón de fusilamiento
por Marie, se incorpora al brindis colectivo que
entona la “Ronda del regimiento”, cuyo tema inicial ya se ha oído en la obertura. Delicioso número en el que Marie es acompañada por todos los
presentes, si la primera parte, “Chacun le sait”,
que hace las veces de estrofa con texto diferente
en su repetición, tiene un tono marcial y su parte vocal es un canto silábico punteado por breves
silencios al final de cada verso, la segunda, “Il est
là”, que sirve de estribillo, adopta un arrebatador ritmo de vals. El contraste rítmico entre las
dos partes, la oposición de la voz femenina y la
El extraordinario Final del primer acto (Nº
5), posee dos partes plenamente diferenciadas, jubilosa la primera, patética la segunda. Abierta con
un nuevo y diferente “Rataplán” a cargo del coro
de soldados, se da inmediatamente paso a la primera intervención solista de Tonio, el celebrado
“Ah! mes amis”. Su popularidad nos evita de entrar
en mayor detalle; baste recordar su estructura tripartita, con un tempo di mezzo en clave conversacional en el que el tenor se afana por conseguir el
beneplácito del regimiento para su boda con Marie,
ambientan perfectamente cada uno de los actos
sucesivos. Sin llegar a ese nivel, la breve pieza, de
sonoridad delicada e instrumentación camerística, tiene un ritmo de vals y está dotada de un
Trío en el que síncopas, irregularidades rítmicas
y otras extravagancias testimonian el ambiente
artificial en el que se va a desarrollar la acción de
esta segunda parte.
obtenido el cual Tonio se lanza a ese tremebundo
“Pour mon âme”, inicialmente escrito para tenores
de opéra comique, más caracterizados por la finura de su fraseo que por su potencia de emisión, y
que hoy es auténtica piedra de toque para cuantos
tenores han abordado el papel, trátese de lírico-ligeros, tenores di grazia o plenamente líricos. Sus
ocho Do prescritos han sido completados por un
noveno, el último, que no figura en ninguna de las
ediciones de la partitura (todas las cuales terminan
con un La agudo), pero que ningún tenor se atrevería hoy día a omitir.
La lección de canto que viene a continuación, denominada Trío en la partitura (Nº 6), es,
a juicio de diversos autores, el número más complejo y apasionante de la ópera. Donizetti ha hecho gala de una enorme maestría al organizar los
materiales de que se sirve: una romanza apócrifa,
auténtico pastiche sobre un texto tan hilarante
como pretencioso; las insinuaciones, primero, y la
plena exposición más tarde, de diversos temas militares (los dos rataplanes, la Ronda del regimiento) ya oídos en el acto anterior, que el aburrido
Sulpice instiga en el ánimo de la joven, y las intervenciones cómicas de la desesperada marquesa.
La oposición entre la sofisticación aristocrática,
con su exceso de ornamentación, y la sencillez no
exenta de trivialidad del canto popular está perfectamente traducida en clave musical, y el conjunto resulta, bien interpretado, de un irresistible
efecto.
El anuncio por Sulpice de que Marie debe
abandonar el regimiento para seguir a su tía cede
el paso a uno de los momentos más conmovedores y musicalmente valiosos de la partitura. Prologado por el corno inglés, instrumento destinado
a evocar momentos de melancolía o patetismo, el
“Il faut partir¡” de Marie permite a Donizetti dar
rienda suelta a su vena elegíaca, realzada maravillosamente por ese paso del inicial modo menor
al mayor sobre la exclamación “Ah! par pitié, cachez vos larmes”. La stretta conclusiva, con los reproches de Sulpice y la tropa a la marquesa y unas
breves frases en duetto de los amantes obligados
a separarse, se ve enriquecida en el original con
un interesante fugato que refleja musicalmente
los adioses de Marie a cuatro camaradas a los que
cita nominalmente, pasaje que suele omitirse en
la mayoría de las versiones.
La bella aria de Marie “Par le rang et par
l’opulence” (Nº 7), en la que se vuelve al clima patético de su despedida del primer acto, cuya frase
“Ah! par pitié” es citada textualmente, participa
también de esta personalidad dual del trío anterior: los ecos de la música militar terminan imponiéndose, en este caso por la acción no de un
personaje aislado, sino por la aparición de todo el
El segundo acto está prologado por un entracte, término que designa una pieza instrumental que sirve de preludio; ejemplos señeros del género son los tres entractes de Carmen, auténticas
cimas de inspiración tan distintas entre sí, que
regimiento. El “Salut à la France!” de la sección
final de la escena hace la función de cabaletta,
con su profusión de adornos y la participación del
coro. Una fórmula que en la ópera italiana cumplía una función un tanto rutinaria y comenzaba
a resultar obsoleta (aunque el propio Verdi hará
uso de ella aún por otras dos décadas) es reutilizada inteligentemente por Donizetti en un contexto radicalmente diferente y muy eficaz desde
el punto de vista dramático.
por cantarlo solos. La romanza, de pura tradición
francesa (Donizetti, como ya había hecho con los
couplets de la marquesa, suprimió esta aria en la
versión italiana de la obra), posee evidentes elementos belcantistas: la voz desarrolla la bellísima
melodía, la orquesta se limita a acompañarla, en
un diseño de gran sutileza armónica. Página de
enorme lucimiento por sus exigencias en cuanto a
dicción y expresividad, resulta indispensable para
redondear, junto a “Ah! mes amis”, el perfil vocal
del personaje de Tonio, y sobre todo a dar relieve
dramático a un rol hasta aquí algo desvaído.
El alegre y breve Trío “Tous les trois réunis”
(Nº 8) parece menos “importante” en relación
con los números inmediatamente anteriores, e
incluso algo banal en su sencillez, pero curiosamente fue uno de los mejor recibidos, no sólo por
el público, que exigió y obtuvo el bis en el estreno, sino por la crítica, incluido el implacable Berlioz. La razón era que respondía perfectamente a
las coordenadas de estilo de la ópera cómica del
momento, por su imitación de la conversación
hablada, y por el modo en que el tema va pasando
de una voz a otra para ser recogida por los tres. El
periódico La France musicale reconocía que Donizetti había sabido aquí colocarse en la línea de
los grandes compositores nacionales del género.
No nos detendremos demasiado en el final (Nº 10) de la ópera, en el que como principal
novedad figura la breve pero soberbia intervención de Marie “Quand le destin”, comentada dulcemente en su tramo final por el coro. El resto
es melodrama y puro efecto cómico, amén de la
reaparición del inevitable “Salut à la France!”
con la que Marie –en nuevo alarde de pirotecnia vocal– cierra la obra. Donizetti conseguía así
halagar, en su presentación en París como autor
“francés”, el sentimiento patriótico de los franceses en medida que ningún autor del país había
conseguido. Que su vuelta al Real suponga para
La fille du régiment un nuevo triunfo a añadir a
una larguísima lista, y que todos resultemos complacidos por ello.
El último gran número solista de la obra
es la romanza de Tonio “Pour me rapprocher de
Marie” (Nº 9), aunque en realidad la versión original contaba con la intervención de los otros tres
personajes principales, la furibunda marquesa de
un lado, que no quiere aceptar que sus planes
matrimoniales para Marie sean puestos en entredicho, y ésta y Sulpice que intervienen a favor del
joven. Pero no se suelen respetar las intenciones
originales de Donizetti; todos los tenores optan
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Director musical: Alejo Pérez
Director de escena: Willy Decker
Escenógrafo: Wolfgang Gussmann
Figurinista: Wolfgang Gussmann, Susana Mendoza
Iluminador: Hans Toelstede
Coreógrafa: Athol Farmer
Director del coro: Andrés Máspero
Gustav von Aschenbach: John Daszak
El viajero: Peter Sidhom
(Viejo presumido, Viejo gondolero, director del hotel, barbero del hotel, director de los músicos, voz de
Dioniso)
La voz de Apolo: Anthony Roth Costanzo
Empleado inglés, Guía de Venecia: Duncan Rock
Pedigüeña: María José Suárez
Conserje del hotel: Vicente Ombuena
Vendedor de cristal: Antonio Lozano
Otros personajes: Debora Abramowicz, Consuelo Garres, Ohiane González de Viñaspre, Natalia
Pérez, Legipsy Álvarez, Celine Kot, Florencia Romero, Oxana Arabadzhieva,
Álvaro Vallejo, Enrique Lacárcel, José Alberto García, Carlos Silva, Alexander
González, Rubén Belmonte, Elier Muñoz, Claudio Malgesini, Vasco Fracanzani,
Igor Tsenkman, Ivaylo Ogniatov, Carlos Carzoglio
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
4, 7, 11, 14, 17, 19, 23 de diciembre de 2014
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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La acción se desarrolla en Múnich y varios
espacios de Venecia en 1911.
En el barco en el cual Aschenbach se dirige a
Venecia unos jóvenes hablan desde cubierta con otros
que se encuentran en el muelle. Mientras bromean
se escucha un coro que alude a la ciudad adriática.
A los muchachos se les une un viejo emperifollado y
vestido de manera impropia a su edad, con claras evidencias de que está bebido. El viejo “rejuvenecido”
se dirige a Aschenbach hablándole de las múltiples
posibilidades para el placer que ofrece Venecia. El
novelista se queda horrorizado por la visión de tan
patético personaje (escena segunda).
"DUP*
Paseando por un lugar retirado de Múnich
el novelista Gustav von Aschenbach medita sobre su incapacidad actual de dedicarse al trabajo.
Sus reflexiones son de pronto interrumpidas por
la presencia de un extraño individuo quien, como
respondiendo a sus inquietudes, le invita a que
viaje hacia el sur (escena primera).
Visitando la ciudad, el novelista ha de quitarse de encima como puede a la multitud de personas (guías, vendedores, mendigos) que le impiden un cómodo paseo. Molesto por el viento siroco
que ha llenado la ciudad de un clima insoportable,
Aschenbach toma la decisión de abandonarla. De
regreso al hotel la presencia de Tadzio le hace dudar de sus intenciones y, con la disculpa de que
han enviado por error a Como sus maletas, vuelve
a instalarse en el hotel. Se siente como un héroe
de alguna de sus primeras novelas que ha de doblegarse, impotente, a la fuerza de su destino. El
encargado del hotel le asegura que el viento ha
cambiado de dirección y ahora no habrá en la ciudad un ambiente tan opresivo. Cuando ve a Tadzio
desde la ventana de su alcoba Aschenbach murmura complaciente: “Me quedaré aquí dedicando
mis días al sol y al mismo Apolo” (escena sexta).
Un pasaje instrumental se corresponde con
el trayecto del escritor desde el barco hacia el Lido
donde ha reservado alojamiento en su principal
hotel. Pronto Aschenbach se da cuenta de que el
barquero ha tomado un camino directo al Lido,
algo que él no le había indicado prefiriendo tomar
el vaporetto. Sus protestas no sirven de nada y ya
en la entrada del hotel se da cuenta de que el viejo
gondolero se ha ido sin cobrar el viaje. Ello le parece una señal de muy mal augurio (escena tercera).
Aschenbach es acogido por el encargado del
hotel que le señala la calidad de la habitación destinada y su situación con espléndidas vistas a la playa
y el mar. El escritor monologa sobre las posibilidades
que le ofrece la visita al lugar. Observa un poco más
tarde el variado mundo que le rodea, una multitud
de distinguidos clientes de diversas nacionalidades.
Su mirada se detiene en una familia aparentemente
polaca, con la madre y una gobernanta al cuidado
de dos niñas y un joven que entiende ser llamado
“Tadzio”. La belleza de este adolescente le procura pensamientos estéticos como si el alma de la
antigua Grecia se hubiera personificado en él, una
luminosa perfección encarnada en un ser mortal.
Cuando todos se van a cenar, Aschenbach continúa
reflexionando acerca de la relación artística entre
la forma y su contenido, concluyendo que en todo
artista existe una inclinación peligrosa e irracional
hacia la belleza (escena cuarta).
Cómodamente arrellanado en su sillón, Aschenbach se deja llevar por su imaginación que le
conduce a la antigua Grecia. Hasta parece que escucha la voz de Apolo. Es tal la sensación que los
juegos playeros de los muchachos se transforman
ante él en una forma de olimpiada que acabará coronando a Tadzio como vencedor. La visión conmueve a Aschenbach llegando a la conclusión de
que a través de ese maravilloso muchacho puede
reencontrarse con su inspiración. Cuando se hallan
frente a frente, Tadzio le sonríe. Pero Achenbach se
queda paralizado. Únicamente puede decirse para
sí: “Te amo” (escena séptima).
En la playa, el escritor no encuentra un acomodo a su gusto. Sin embargo contempla con satisfacción a los presentes, mientras degusta unas
fresas que compra a una vendedora ambulante.
Cuando ve a Tadzio volviendo del baño, vuelve a
admirar su gracia y su belleza (escena quinta).
"DUP**
Un fragmento orquestal sugiere que Aschenbach está de nuevo escribiendo. En la
peluquería del hotel, en medio de la charlatanería incontrolada de quien le atiende, Aschenbach
descubre que el barbero ha hecho una alusión no
del todo velada acerca de una enfermedad que
sacude a la población veneciana (escena octava).
de los que es testigo no hacen más que aumentar
Paseando por Venecia Aschenbach no puede evitar su preocupación y los acontecimientos
epidemia de cólera que azota a Venecia y sus alre-
ese desasosiego: el olor a desinfectante, los anuncios pegados a las paredes advirtiendo del control
alimentario y, especialmente, los comentarios que
aparecen en la prensa alemana en relación con una
dedores, pese a la negación oficial de este hecho.
destino: que los dioses decidan lo que ellos quieran (escena decimotercera).
Cuando ve a la familia polaca, teme que esos
rumores la puedan alejar de la ciudad. En su persecución de la familia por Venecia, Aschenbach acaba
situado en una mesa cercana de un café y luego sigue observando al grupo polaco durante una visita a
San Marcos. Se da cuenta de que Tadzio se ha percibido de su proximidad. Llegado al hotel justifica
su interés por Tadzio acudiendo de nuevo a motivos
artísticos de influencia griega (escena novena).
Aschenbach en la playa, ahora casi desierta, mira cómo juegan Tadzio y sus amigos (escena
decimocuarta).
En la peluquería Aschenbach se deja llevar
por los consejos del barbero que le tiñe el pelo y le
maquilla para que recupere su aspecto juvenil. El
escritor recuerda con ironía al viejo borracho que
se encontró en el barco al llegar a Venecia (escena
decimoquinta).
En el jardín tras la cena, los alojados en el
hotel se reúnen para una exhibición a cargo de
unos músicos ambulantes que cantan y bailan.
Quien los dirige interpreta una canción cómica
antes de pasar la mano para pedir compensación
a los asistentes. Aprovecha Aschenbach para preguntarle si algo sabe de la epidemia. El cantor no
da una respuesta clara vigilado por el personal del
hotel (escena décima).
De nuevo recorriendo Venecia Aschenbach sigue los pasos de la familia polaca de manera
más descubierta de lo que ha hecho hasta entonces. En medio del paseo compartido, aunque sea
distancia, tiene tiempo de pensar en las palabras
de Sócrates cuando afirmaba que el poeta sólo
podía percibir la belleza a través de los sentidos
(escena decimosexta).
En la agencia de viajes, Aschenbach comprueba la multitud de personas que se agolpan en
busca de un billete para marchar de inmediato de
Venecia. Un joven empleado acaba por informar
a Aschenbach de que una epidemia de cólera ha
llegado de la India a la ciudad, aconsejándole que
se vaya cuanto antes (escena decimoprimera).
El encargado del hotel conversa con el portero del tiempo y de la partida de los clientes.
También la familia polaca ha pedido la cuenta y
en pocas horas dejará el hotel. Terriblemente cansado Aschenbach va a sentarse en la playa. Repara
en Tadzio y en su amigo Jaschiu. Jugando. En esos
inocentes juegos, a Jachiu se le escapa la mano y
entierra la cara de Tadzio en la arena. Aschenbach
contempla la escena queriendo defender al muchacho. Este se levanta enfadado y camina hacia
el mar rehuyendo a su amigo. Levanta su brazo
en una probable intención de saludo. Es la última imagen que capta Aschenbach antes de caer
muerto (escena decimoséptima).
Aschenbach decide que ha de informar de
todo esto a la “Señora de las perlas” que es como
él llama a la madre de Tadzio. Pero no consigue
acercarse a ella, sin comprender las razones de esta
indecisión. Antes de dormirse, se pregunta si sólo
ellos dos, Tadzio y él, sobrevivieran mientras todos
los demás están muertos (escena decimosegunda).
En el sueño oye las voces de Dionisio y de
Apolo. Cuando se despierta, se resigna ante su
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desnudo integral de su yo de hombre y de artista antes del definitivo adiós. La premonición de
Pears era exacta. Sin haber cumplido los 60 y con
su genio intacto, Britten estaba terminando un
gran poema sobre su propia muerte, a la que se
aproximaba con inexorable velocidad.
En el curso de una cena en un restaurante,
el tenor Peter Pears deslizó a su amigo, el pintor
Sidney Nolan, una frase que parecía premonitoria:
‘Ben is writing an evil opera, and it’s killing him’
(Ben está escribiendo una ópera maligna, y lo está
matando). Por entonces -estamos a principios de
1973- Benjamin Britten tenía prácticamente acabada su adaptación de la célebre novela corta de
Thomas Mann Der Tod in Venedig (Muerte en
Venecia), escrita en la segunda década del siglo,
que precisamente por esa misma época había sido
llevada a la gran pantalla por el cineasta italiano
Luchino Visconti. Inmediatamente acabada la
composición, el músico debía someterse a una urgente y delicada operación cardíaca que había sido
pospuesta hasta que la obra estuviese lista. La operación no fue bien, y la ya muy mermada salud de
Britten entró en una fase de irremediable deterioro. Aún viviría para completar dos obras maestras
más, la cantata escénica Phaedra y el tercer Cuarteto de cuerda, cuyo movimiento final, subtitulado
La Serenissima, extrae su material de cuatro motivos de la ópera; pero, al elegir Muerte en Venecia
como asunto de su siguiente ópera, Britten parecía
intuir que ésta sería su última aportación al género
en el que había reinado desde que deslumbrara al
mundo con Peter Grimes, allá por 1945. La novella
de Mann le ponía en bandeja todos los elementos
para realizar una confesión absoluta y radical, el
Pese a que la historia que cuenta Muerte en
Venecia es en gran medida autobiográfica (Mann
efectivamente quedó fascinado por un adolescente
polaco, de nombre Wladzio, durante una estancia
en Venecia con su mujer y su hermano en 1911),
todo en ella parece apuntar, en lo artístico como
en lo personal, al universo de Britten. En primer
lugar, el personaje principal, el escritor de éxito
Gustav von Aschenbach -devoto de Apolo en su
búsqueda de un ideal de belleza y de orden clásicos que se ve sacudido por las fuerzas dionisíacas
de Eros encarnadas en el bello Tadzio, a las que
siempre había combatido y que acaban por apoderarse de él y destruirle- parece un trasunto avant
la lettre del propio autor británico, del compositor
de éxito Benjamin Britten, también él un adorador de la belleza en permanente conflicto entre
su condición de outsider (homosexual y pacifista
en una época y un país en que cualquiera de estas
dos circunstancias acarreaban la exclusión social)
y su voluntad de integración y de reconocimiento,
conflicto que tan agudamente supo adivinar el escritor W. H. Auden en una célebre carta escrita a
de caos, dolor y destrucción. Si este es un tema
recurrente en gran parte de las obras dramáticas
de Britten, y explica de forma indirecta el conflicto interior de algunos de sus más logrados personajes (Peter Grimes, Billy Budd, Quint en The
Turn of the Screw…) en Death in Venice se torna
explícito, autobiográfico, confesional.
su joven amigo en 1942 –que marcó el fin de una
intensa relación personal y artística- en la que le
advertía del drama interior que le amenazaba y le
acompañaría durante toda su vida, parcialmente
reflejado, antes de Aschenbach, en algunos de los
más importantes personajes de sus óperas.
La fascinación de Aschenbach por Tadzio,
que se erige en asunto central del relato, remite a
uno de los ‘asuntos’ que marcaron la vida del músico, su obsesión por los niños y los adolescentes, que
se tradujo a lo largo de su vida en numerosas y a
menudo atormentadas relaciones platónicas, algunas de las cuales rozaron el escándalo y pusieron en
peligro el sólido status social alcanzado por el artista
(quien sólo se libró de la cárcel por su condición de
intocable redentor de la música británica). Mucho
se ha discutido acerca de la debilidad de Britten por
los niños, y no es este el lugar para entrar en detalles. Sí que conviene apuntar, no obstante, que su
relación con Peter Pears (un matrimonio a todos los
efectos) fue siempre sólida y estable, y ningún adolescente puso jamás en peligro la naturaleza de ese
vínculo. Como artista esencialmente platónico (devoto de Apolo) parece más consecuente ver en esta
aparente pedofilia de Britten, que muchos señalaron y atacaron como perversa, la atracción –todo lo
fatal que se quiera- por la idea de la belleza en su
forma más acabada, más allá –mucho más allá- de
una simple tendencia sexual homoerótica.
Pero esa capacidad destructiva de la belleza precisa de un escenario donde liberar sus fuerzas. La elección de Venecia por parte de Mann
se ajustaba perfectamente al tema. La atmósfera
irreal de la Serenísima República de San Marcos,
por cuyos canales se dan la mano con inquietante armonía la sobrecogedora belleza de los edificios y el pestilente olor de la laguna, se antoja
el marco ideal para esa historia de amor, belleza,
decadencia y corrupción que Mann quería contar. Lo que el novelista alemán no podía saber es
la importancia que Venecia tendría en la vida de
Britten, que nunca ocultó el permanente hechizo
que la ciudad acuática ejercía sobre él. La visitó
en numerosas ocasiones (la última a finales de
1975, pocas semanas antes de su muerte), y en su
gran teatro de ópera, La Fenice, estrenó su obra
maestra The Turn of the Screw en 1954, inmerso
en el escándalo que suscitó su relación con David
Hemmings, el adolescente que debía interpretar
el primer Miles. En Venecia había compuesto
Wagner el segundo acto de Tristán e Isolda –cuyos ecos se dejan oír en la partitura de Britten- y
sobre el Gran Canal, en el Palazzo Vendramin,
había muerto 24 años después. En Venecia, en
fin, había nacido la ópera como género, en esas
representaciones del Teatro San Cassiano que tenían a Claudio Monteverdi como principal maes-
En ese sentido, la identificación de Aschenbach, en su deseo nunca consumado por
Tadzio, con el propio Britten parece explicar el
axioma que recorre y permea toda su obra, y en
particular sus óperas, el de la belleza engendradora de deseo y, con él mediante la pulsión posesiva,
tro de música, y que Britten introduce en Death
in Venice a través de las fanfarrias y, sobre todo, de
los recitativos secos con piano de Aschenbach.
del personaje sin identificarse nunca con él. La acción evoluciona por breves escenas que se suceden
con rapidez, salpicadas de digresiones subjetivas
que se mezclan con la trama, y en todo momento
hay establecida una distancia infranqueable entre
Aschenbach y el mundo que le rodea. Más que
contar acciones apoyándose en el diálogo, la obra
de Mann es una novela de ideas, donde la descripción, tanto interior como exterior, se apodera del
relato desde la primera frase. Un artefacto, pues,
intrínsecamente literario, cerrado en sí mismo y de
muy difícil acomodo en las tablas de un teatro.
Presente en todos y cada uno de los momentos de la obra, el personaje del escritor ofrecía
además la oportunidad a Britten de ofrecer a Peter
Pears, su pareja y musa con quien había trabajado y
convivido durante casi cuatro décadas, el gran papel
que culminaría una de las grandes relaciones artístico/personales de la historia del arte. Britten había
escrito para Pears la mayor parte de sus grandes papeles masculinos (y no sólo masculinos; piénsese
en la Madwoman de Curlew River); en todos ellos,
el gran tenor y magnífico intérprete inglés había
sido la voz de Britten, el vehículo a través del cual
se expresaban los mil matices de la compleja personalidad del músico. Con Aschenbach, esta identificación artística sube un escalón, el definitivo, y
Pears se transfigura en Britten, disolviendo su arte
y su persona en el autorretrato final que su compañero había decidido componer, en lo que sería
una fusión artística, espiritual y personal tanto más
hermosa cuanto que estaba además marcada por el
definitivo adiós que presagiaba la cercana muerte
del compositor. Sin duda, el trabajo de Muerte en
Venecia tenía bases sólidas donde asentarse.
Britten no dudó en acudir a la escritora
Myfanwy Piper, a quien ya había encomendado la
elaboración de los libretos de sus dos óperas sobre
textos de Henry James, The Turn of the Screw y Owen
Wingrave, para que aplicara el mismo tratamiento a
la novella de Mann. Piper, que al principio juzgó imposible convertir ese relato en ópera para enseguida comprender que para Britten no era imposible,
condensó la acción en diecisiete escenas enlazadas
por breves interludios, a las que Britten añadió una
obertura titulada Venecia que situó entre la segunda
y la tercera escena. De una duración de unos 145
minutos, la media de cada escena rondaría los ocho,
lo que suponía aplicar a la escritura musical técnicas cuasi cinematográficas para conducir la trama
y asegurar las transiciones. La figura del narrador,
que en el relato aporta los datos esenciales sobre la
personalidad del escritor, es sustituida por una serie
de recitativos secos, monólogos interiores acompañados por un piano en los que Aschenbach habla
consigo mismo, que a su vez actúan como un poderoso elemento de articulación musical. Por su parte,
los personajes más o menos siniestros con los que el
Con todo y sin embargo, el trasvase de la
pieza de Mann a los códigos de la ópera no estaba
exenta de riesgos y dificultades. El tipo de novela
filosófica al que Der Tod in Venedig se adscribe no
parece a primera vista especialmente apto para el
teatro. La novella es el largo y cadencioso relato,
apenas interrumpido por brevísimos diálogos, de
un narrador que posee la clave de la subjetividad
de Aschenbach, cuya peripecia narra desde dentro
escritor se cruza en el curso de la novela (el Viajero, el Viejo petimetre, el Gondolero, el Músico ambulante, a los que el libreto añade tres, el Manager
del Hotel, el Barbero y la voz de Dyonisus que Aschenbach oye en sueños), son asignados a un único
intérprete, un barítono, reforzando y condensando
así su carácter de figuras simbólicas ‘revestidas con
la repulsiva mueca de la muerte y con el sombrero
de ala ancha de Hermes, que conduce a los muertos
a través de la Estigia’ (Piper). El resto de los personajes (veraneantes, empleados, vendedores, grupos
de jóvenes, ciudadanos de Venecia, gondoleros) son
voces a las que Britten destaca fugazmente del conjunto, solas o en grupo, mediante un tratamiento
individualizado del hecho coral de una riqueza y un
virtuosismo que incluso supera los abrumadores logros de sus óperas anteriores. La idea de incluir la
voz del dios Apolo durante la gran escena en el Lido
que cierra el primer acto, y de cedérsela a un contratenor (James Bowman en el estreno) parece un guiño de Britten a la por entonces incipiente práctica
del historicismo musical a la vez que otra irresistible
pincelada barroca aplicada a su partitura.
ta para Aschenbach la manifestación de la belleza
en su forma más acabada, su expresión no podía ser
otra que la danza, el ámbito de la forma en movimiento. El personaje de Tadzio sería asignado a un
bailarín, y con él a todo el mundo que le rodea (el
de su familia y sus amigos) formando así un grupo estable de danza en el interior de la ópera, por
completo desconectado de Aschenbach y a la vez
proyección y representación de su propio deseo.
Una vez el libreto de Piper estuvo encauzado, y a pesar de su débil estado de salud y de su
aún por entonces sobrecargada agenda, Britten comenzó a trabajar en la partitura de Death in Venice
con la insólita rapidez marca de la casa. El efectivo
instrumental que elige es la orquesta de cámara
aumentada que ya empleara en Owen Wingrave,
a la que refuerza con un gran aparato de percusión. La escritura, sin embargo, se revelará aún más
esencial y transparente que en sus obras anteriores;
el empleo de la orquesta al completo se hará más
escaso y más intenso su trabajo sobre los ritmos,
los sonidos y las relaciones entre ellos. Su copista,
el compositor Colin Matthews, sintió inquietud al
recibir los primeros fragmentos, que consideró a
primera vista undercomposed (incompletos). La inquietud se disolvió cuando pudo escuchar los primeros ensayos. Ni el más encarnizado detractor de
Britten dejó de reconocer su consumada maestría
en el campo de la instrumentación, pero con Death in Venice el músico inglés alcanza una suerte de
consumación, a la vez que una síntesis de todos
sus trabajos anteriores.
La mayor dificultad, con todo, la planteaba
Tadzio, el otro personaje central del drama, figura
ideal por una parte y a la vez realidad ficcional en
sí misma, a quien Aschenbach contempla desde la
distancia y de quien no oímos una sola palabra. La
cuestión de cómo evitar que el bello joven polaco
acabase siendo un estéril maniquí desprovisto de
toda sustancia dramática, como había demostrado
Visconti con su fallida película, era complicada y
ocupó a Piper y a Britten durante la primera fase
de escritura. La solución a la que llegaron fue tan
lógica como acertada. Puesto que Tadzio represen-
En palabras del musicólogo Christopher
Palmer, ‘las texturas heterofónicas, las coloraciones
pentatónico-orientales, el perfecto equilibrio entre
la rigidez formal y la amorfa libertad, así como el
principio instrumental de la diversidad en la unidad que informa tantas partituras de Britten a lo
largo de los años alcanzan en Death in Venice su
apogeo y muestran con más claridad que nunca a
Britten como un fenómeno con pocos equivalentes en la historia de la ópera. Britten nos descubre
los miles de colores de la orquesta moderna en una
infinita variedad de combinaciones, y encuentra el
camino para crear la absoluta novedad en el interior de la tradición, tanto en lo instrumental como
en los demás aspectos de la escritura musical’.
el gamelán y las músicas del este de Asia. A ellos
está encomendada la representación musical del
mundo del adolescente, y en la nota La reverberada
por el vibráfono encontramos el específico ‘sonido
Tadzio’, expresión de un mundo de belleza congelada, luminosa, alucinada, en máximo contraste
con el sonido denso y oscuro asociado a Aschenbach. En este sentido Death in Venice constituye una
apoteosis del vibráfono. Pocas partituras en la música contemporánea podemos encontrar, fuera del
jazz, donde este instrumento adquiera un papel tan
predominante. La voz, por su parte, y en especial el
variado y omnipresente coro, recibe un tratamiento instrumental muy individualizado, y es de todo
punto extraordinario el uso poético de las voces en
el contexto tímbrico, desde los cantos de los gondoleros (extraídos de fuentes venecianas auténticas) a
los coros de jóvenes en los barcos, los gritos de los
vendedores callejeros, las llamadas de las mujeres a
Adziù o la algarabía de los turistas en el hotel.
Los grupos instrumentales son otros tantos
reflejos de los diversos mundos que coexisten en
la novela, y tanto sus texturas como sus timbres se
asocian a los procesos del drama de su personaje
central. Las maderas y metales, por ejemplo, dibujan Venecia y su entorno pestilente, mientras que
las cuerdas, de uso muy acotado, se reservan para la
expresión de sentimientos humanos. En este sentido hay que destacar sus dos grandes momentos, el
breve preludio al Acto segundo, que coincide con
la toma de conciencia de Aschenbach de su patética situación, y el epílogo final, que evoca el Tristan
de Wagner. Los instrumentos de percusión, en su
conjunto el grupo más importante de la orquesta,
se dividen a su vez en dos grandes ámbitos, el de los
instrumentos no temperados (tambores, timbales,
cajas, crótalos), sonidos de la selva portadores de
las fuerzas oscuras y entrópicas que se apoderan de
Venecia y amenazan a Aschenbach, y la luminosa
presencia de los instrumentos temperados, en especial el vibráfono y el glockenspiel, que en Death in
Venice adquieren una coloración inequívocamente
oriental, fruto sin duda del interés de Britten por
Por el sofisticado uso de la orquesta y la integración de las voces en el aparato tímbrico, Death in Venice ha sido calificada más de una vez de
‘sinfonía operística’. Pero eso sería subestimar el
talento dramático del autor británico. La orquesta
de Britten procede de la de Mahler (¡cuántas reminiscencias del final de La Canción de la Tierra, ‘La
Despedida’, en la partitura de Death in Venice!)
que a su vez procede de la de Tristan, y encuentra
en Wozzeck de Alban Berg y en las últimas óperas
de Leos Janácek sus modelos más próximos.
Como en ellos, la orquesta es portadora del
drama, no simple comentarista del mismo, y son
sus sonidos los que reemplazan a las palabras del
novelista. Lo que la imagen no puede traducir (de
nuevo Visconti) la música lo consigue al crear precisamente una imagen sonora de la idea. En Death
in Venice esa imagen la forman los tres mundos que
la obra pone en conflicto, Aschenbach, Tadzio y Venecia, a cada uno de los cuales le es asignada una
tonalidad y uno o varios motivos que entran en permanente interacción. Estos motivos (destaquemos
entre ellos el ‘sonido Tadzio’ y su motivo asociado,
el importante motivo de la ‘vista’ –the view-, el de la
peste o el de Venecia, que forma la obertura) están
a su vez relacionados por una altura, el intervalo de
tercera, que se erige en espina dorsal de la obra. El
minucioso trabajo sobre esos simples parámetros,
aplicando con desarmante virtuosismo los principios de la variación sobre los que Britten, desde muy
pronto, había demostrado su total maestría, termina por tejer un tupida red musical en la que cada sonido se transmuta en el siguiente en un fascinante
ejercicio de ininterrumpida transición musical.
Como apuntamos más arriba, Britten aplica en Death in Venice, más que en cualquier otra
de sus obras dramáticas, técnicas de escritura que
podríamos calificar de cinematográficas, entendiendo por ello un uso exhaustivo de la transición,
logo para orquesta, esa Liebestod de Aschenbach
en la playa mientras el bello Tadzio se aleja hacia el
mar, Britten consuma esa redención con un último y
conmovedor diálogo entre la humanidad de las cuerdas (Aschenbach) y la fría, luminosa, inalcanzable
belleza del vibráfono reverberado (Tadzio). La ópera concluye con el violín y el vibráfono ascendiendo
hacia la zona más alta del espectro para encontrarse
en un único sonido, la nota La de Tadzio. La unión,
finalmente, se ha producido.
que el autor trabaja tanto en el aspecto vertical
como en el horizontal. Los enlaces entre las escenas parecen responder a la técnica del fundido, y
en general la plasticidad del desarrollo temporal
remite con fuerza al séptimo arte (con el que Britten mantuvo estrechas relaciones en los inicios de
su carrera) y es resuelta con superlativa pericia.
La imaginación sonora de Britten parece no tener
límites, y Death in Venice se revela como una orgía sonora de una riqueza y una sensualidad que
se apoderan del oyente a cada escucha.
La composición de Death in Venice ocupó a
Britten desde diciembre de 1971 a marzo de 1973,
con frecuentes interrupciones a causa de sus todavía numerosos compromisos. Con su estado de
salud seriamente deteriorado, el compositor no
pudo asistir al estreno en el Festival de Aldeburgh
el 16 de junio de 1973. Steuart Bedford dirigió las
primeras representaciones, así como la grabación
para Decca meses después, supervisada por el propio Britten. Gracias a ella disponemos del testimonio del Aschenbach de Pears, uno de los grandes
momentos de la historia de la ópera grabada. En
septiembre de ese año una representación especial
fue montada sólo para Britten, a partir de la cual
decidió aplicar a la partitura algunos cambios. Ese
mismo mes, el compositor recibía la noticia de la
muerte de dos de sus más antiguos y estrechos colaboradores, William Plomer, libretista de Gloriana
y las tres Church Parables y Wystan Hugh Auden,
su viejo amigo y colaborador, una de las grandes
influencias de su juventud, a quien no veía desde
1953, desde la famosa carta. Donald Mitchell, que
estaba con Britten cuando le anunciaron la muerte
de Auden, dijo que Britten lloró amargamente.
A diferencia del narrador en la novela de
Mann, Britten se oculta tras el personaje de Aschenbach. La música describe las sensaciones y
las emociones del escritor, pero no las juzga ni las
interpreta. En su embriagadora sensualidad, una
extraña objetividad, que a veces podría parecer stravinskiana, la recorre. La tragedia de Aschenbach es
la tragedia de Britten, y el discurso musical no hace
sino representarla. Como Rembrandt en su último
autorretrato, Britten se mira a sí mismo desde una
distancia que es ya, quizá, la de la muerte. Sin embargo, ya que de un autorretrato se trata, aún nos
tiene deparada una confesión final. Esta se produce
poco antes de la muerte de Aschenbach, tras el último y dramático monólogo en donde el escritor pronuncia las palabras de Sócrates a Fedro sobre la belleza y la pasión; siguiendo el modelo de Alban Berg
en el célebre Interludio en re menor de Wozzeck, el
trágico reconocimiento de lo inevitable es seguido
por un breve interludio orquestal in crescendo, de
una intensidad dramática casi insoportable, en el
que Britten parece dar un paso adelante y tomar la
palabra para lanzar un último mensaje de redención
a su personaje. Poco después, en el maravilloso epí
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"Æ04%&-&453&/0&/&-5&"5303&"Director musical: Michel Plasson
Director del coro: Andrés Máspero
Juliette: Sonya Yoncheva
Roméo: Roberto Alagna
Hermano Laurent: Roberto Tagliavini
Mercutio: Joan Martín-Royo
Stéphano: Michèle Losier
Capulet: Laurent Alvaro
Tybalt: Mikeldi Atxalandabaso
Gertrude: Diana Montague
El duque: Fernando Radó
Grégorio: Toni Marsol
Benvolio: Antonio Lozano
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
16, 20, 26 de diciembre de 2014
20.00 horas
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La acción tiene lugar en Verona (Italia) en
el siglo XIV,
"DUP*
En una galería espléndidamente ilumina-
A manera de prólogo, durante una introducción orquestal, el coro adelanta un resumen
rápido del contenido de la obra, recordando la
existencia de dos familias rivales veronesas, los
Capuletos y los Montescos, cuyo odio que las ha
enfrentado durante decenios será la causa de la
muerte de los jóvenes amantes Roméo (perteneciente a la familia montesco) y Juliette (una
capuleta).
da de la mansión de los capuletos se celebra un
baile. Tybalt, sobrino del Conde Capulet, felicita
a Paris por su futura unión con Juliette. La joven,
que celebra su cumpleaños, es presentada por su
padre a los invitados quienes se deshacen en elogios a su candor y belleza. Capulet anima a todos
a que disfruten de los placeres de la fiesta (Introducción: L’heure s’envole).
Roméo y Mercutio y otros jóvenes montescos se han unido enmascarados al festejo. Las intenciones de Mercutio de introducir la discordia
en la fiesta de sus nobles enemigos chocan con la
reticencia de Roméo, conmovido por inquietantes presentimientos originados en un misterioso
sueño que ha tenido. Mercutio se burla cariñosamente de estas indecisiones cantándole una ligera y cimbreante canción en torno a Mab, el hada
que organiza los sueños de los humanos (Balada:
Mab, la reine des mensonges).
"DUP**
Un jardín al que dan las habitaciones de
Juliette. Es de noche. Los amigos de Roméo se
hacen eco de la situación anímica del enamorado
joven (Entreacto y coro: Mystérieux et sombre).
Como Roméo no puede dejar de pensar
en su amada, acompañado por su paje Stephano se sitúa bajo su ventana. Evocando su belleza,
pide al día que renazca y le devuelva a la amada,
con acentos de apasionada emoción (Cavatina:
L’amour… Ah, lève-toi, soleil).
Es entonces cuando Roméo se da cuenta
de la presencia de Julieta que acaba de regresar en
compañía de su nodriza Gertrud. Roméo, de improviso, se siente irremediablemente atraído por la joven. Esta, dirigiéndose a su aya, no quiere oír hablar
de su matrimonio, de momento sólo quiere sentirse
libre y disfrutar de la vida (Arietta: Je veux vivre).
Tal ardiente declaración de sentimientos
produce el efecto deseado. Juliette se asoma al
balcón de su alcoba. El reencuentro ha de interrumpirse con la llegada de algunos criados alertados por la presencia de Stephano que ha levantado las alarmas de los moradores de la casa
(Escena y coro: Personne, personne!).
Cuando Gertrud se ve obligada a ocuparse
de algunos menesteres, Roméo aprovecha la soledad de Juliette para acercarse a ella. Juliette pronto se deja llevar por las encendidas declaraciones
del hermoso desconocido a las que responde
en el mismo tono de dócil y encendida entrega
(Madrigal: Ange adorable).
Una breve interrupción para la pareja amorosa que pronto puede expresarse su mutua e inmensa pasión en un diálogo capaz de traducir sus
más delicados y profundos sentimientos (Dúo:
O nuit divine! Je t’implore!).
La aparición de Tybalt hace que Roméo se
cubra de nuevo el rostro con el antifaz. Es entonces cuando el joven, impresionado, descubre la
identidad de la joven de la que ya se ha enamorado. Pero Tybalt, pese a la máscara, reconoce a su
enemigo y da la alarma. El Conde Capulet fiel a
las leyes de la hospitalidad y deseando que la fiesta continúe en todo su esplendor, evita un enfrentamiento invitando a los intrusos a que abandonen de inmediato su casa (Final: Quelqu’un!).
Con la llegada del alba los amantes han de
decirse adiós. Pero ya han decidido, dadas las negativas circunstancias familiares que los separan,
casarse en secreto.
"DUP***
A la celda monacal del hermano Laurent
acude la pareja enamorada para consumar su
matrimonio. El monje ha accedido a celebrar la
Apenas ha partido Roméo, Gertrud anuncia
la llegada de Capulet y el hermano Laurent. Obedeciendo al deseo expresado por Tybalt antes de morir
el matrimonio de Juliette con Paris ha de celebrarse
de inmediato (Cuarteto: Ah, le ciel soit loué!). A solas con Juliette, Laurent la anima a que tome una
poción que le permitirá simular su muerte. De esta
manera evitará su enlace que sería de todos modos
nulo tras el que secretamente la ha unido a Roméo
(Escena: Mon père, tout m’accable!). Juliette, una
vez sola, pide al Amor que la sostenga en este momento difícil (Aria: Amour, ranime mon courage).
ceremonia con la secreta intención de que con
ella las rencillas entre las dos familias veronesas
se acaben para siempre (Terceto: Dieu qui fis
l’homme a ton image). Con Gertrud que se ha
complicado en la solemnidad nupcial los cuatro
personajes expresan su anhelo de que todo ello
tenga como meta un porvenir dichoso (Cuarteto:
O pur bonheur! Oh joie immense!).
En el cuadro segundo, en la calle donde se
levanta la mansión de los Capuletos, Stephano
desgrana una irónica y alusiva canción con la intención de irritar a sus moradores (Balada: Que
fais-tu, blanche tourturelle?). El efecto es inmediato. El criado Grégorio ataca a Stephano. Aumenta el desorden al llegar Mercutio y Benvolio
y aún más al aparecer, por el bando contrario,
Tybalt y Paris. Roméo en vano intenta poner fin
a la contienda y rechaza el desafío de Tybalt que
desea castigar su intrusión en la fiesta. Mercutio
se enfrenta entonces a él en lugar de Roméo y cae
bajo la espada de Tybalt. Roméo venga la muerte
de su amigo matando a su vez a Tybalt. La aparición del Duque de Verona pone fin al tumulto.
Tras reprimir con severidad a ambas facciones, en
un deseo de que por fin la paz se establezca entre
ambas familias, destierra de la ciudad a Roméo
(Final: Ah, ah! Voici nos gens!).
La procesión nupcial comienza. Los invitados se reúnen en el gran salón del palacio. Cuando Paris va a colocar el anillo de boda en el dedo
de Julietta esta cae como fulminada por un rayo.
Todos la dan por muerta (Final: Ma fille, cède aux
voeux du fiancé).
"DUP7
Un brevísimo intermedio orquestal sitúa
claramente la acción en la cripta subterránea de
los Capuletos. El hermano Laurent conoce de
boca del hermano Jean que la carta enviada a
Roméo donde le explicaba todo lo sucedido, no
ha podido llegar a su destinatario al ser herido el
mensajero. El envío de otro emisario se evidenciará a la postre inútil.
"DUP*7
Un magnífico fragmento orquestal describe a Juliette dormida por efecto del brebaje (Le
sommeil de Juliette).
En la habitación de Juliette. Roméo ha
venido a despedirse de su amada. La despedida es apasionada; los jóvenes se resisten a la separación que les está señalando el canto de la
alondra al anunciar la llegada del día (Dúo: Nuit
d’hyménée).
Enterado de la muerte de Juliette llega Roméo sometido a la más profunda de las desesperaciones. Decidido a morir también se dirige a la
amada con tiernas y elocuentes manifestaciones
de resignado dolor. Cuando Juliette comienza despertar de su sopor, ya Roméo ha bebido el veneno
que iría a reunirle con la que creía muerta. Al reencontrarse los amantes su dicha parece no tener fin.
Pero el veneno ha hecho su efecto y, confesando de
nuevo su amor, Roméo cae muerto. Juliette se clava el puñal que había escondido en su pecho (Escena y dúo: Salut, tombeau sombre et silencieux!...
Viens, fuyons, au bord du monde!).
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Cosimo della Gamba que data de 1581, pero su
incorporación a las escenas públicas se debe, más
probablemente, a Lope de Vega, autor de Castelvines y Monteses, donde ya ocurren los principales
episodios tratados por Shakespeare. Y puesto que
estamos de conjeturas y desvíos ¿no resultaría armonioso que esos dos maestros del teatro barroco
se conjuntaran en torno a los amantes de Verona? Lo cierto es que la obra lopesca debió haber
contado con la aceptación de los públicos, ya que
Rojas Zorrilla la utilizó para su Los bandos de Verona. No obstante, el texto que selló para siempre
la permanencia del mito veronés resultó ser el de
Shakespeare. A él debe la humanidad que se sugestione a la distancia con la lectura y la representación y, de cerca, con los apócrifos balcones y
caserones. Por fin: ¿no es el arte la mejor manera
humana de enriquecer la realidad?
Los viajeros que visitan Verona no dejan de
fotografiarse bajo el balcón de Julieta y ante el restaurante que se ha instalado en la mansión de Romeo. No faltan souvenirs como la maqueta de la casa
de los Capuletos. Una cuelga en una pared de mi estudio. Bien, pues: todas las referencias son apócrifas.
La inquina entre los Capelletti – así era el apellido
original, luego refinado para evitar su vulgar significado: sombreritos – y los Montecchi – equivalente de nuestro Monteagudo – no fue veronesa sino
sienesa, según consta en las más antiguas crónicas,
recogidas por Masuccio Salernitano en el siglo XV
(número 22 de la recopilación Il Novellino). El traslado de Siena a Verona y la conversión de una disputa política en historia de amor, se deben a Luigi
Da Porto, quien toma la referencia principal de un
verso dantesco del Purgatorio, donde se menciona al
pasar la querella entre familias ya citada. Algo similar ocurrió con los amores, igualmente ilegales, de
Francesca da Rimini y Paolo Malatesta, un cotilleo
al que Dante otorgó calidad diabólica en el quinto
canto del Inferno.
También suelen citarse como fuentes del
inglés La trágica historia de Romeo y Julieta de
Arthur Brooke y El palacio del placer de William
Painter. De todos, según ocurre a menudo con los
textos shakespearianos, hay más dudas que certezas sobre su proceso, lo cual se extiende a la persona misma del autor que, según se sabe, muchos
vacilan en aceptar que haya existido realmente tal
como lo sostienen sus biógrafos. En fin, que don
Guillermo podría ser una apócrifo similar al de
su tragedia. De ésta cabe pensar que fue escrita
Matteo Bandello dio forma novelesca al
asunto poéticamente tratado por Da Porto. Se lo
suele citar como inspirador de la tragedia shakespeariana, más bien a través de alguna versión francesa como las de Belleforest y Boisteau, de amplia
circulación europea por entonces. En cuanto al
teatro, hay una representación palaciega debida a
individuales en una figura de unidad trascendente a ambos, en fin: la fraternidad leopardiana del
amor y la muerte, hermanos gemelos.
entre 1594 y 1596 y que su estreno, del que no sobreviven documentos, se haya producido en 1595.
Estos equívocos de fechas tienen una explicación:
la obra registra cuatro ediciones históricas: 1597,
1599, 1609 y 1623, o sea que pudo haber sido retocada tras su debut. Las diferencias entre redacciones ha sido motivo de estudio entre los especialistas y entretejen una pequeña selva salvaje, muy
barroca, que hoy no visitaremos. Hay en ellas, no
obstante, rasgos muy típicos de la última manera
de Shakespeare: ironía y cinismo terroríficos pero
con una alta dosis de idealismo heroico invertido y
asociado a lo cínico. En cuanto a la ironía, copio la
fórmula propuesta por Aldous Huxley: “un negativo fotográfico de la poesía novelesca.”
En Shakespeare, las instituciones – léase el
Estado, la Iglesia y la familia – piden perdón por
la muerte de los jóvenes amantes, como si las prohibiciones y convenciones sociales no resultaran
legítimas al considerar ilegítimo un amor verdadero. En Gounod, hombre más piadoso y aspirante a abate, a pesar de sus historias amorosas más
o menos disimuladas – o, tal vez, por eso mismo
– los que piden perdón son Romeo y Julieta, en
trance de expirar, por las inconveniencias cumplidas. Desde luego, el hecho de que este amor haya
tenido una muy feliz realización sexual, colmada
de alondras y ruiseñores, pone la guinda al postre.
El amor auténtico no sólo es ilegal sino también
pecaminoso. La pregunta de Occidente, ya planteada hace años por Denis de Rougemont en un
libro clásico, es: ¿sería posible el amor pasional si
no estuviera prohibido y castigado? Si el lector es
psicoanalista, por favor, que conteste.
Si el lector ha pronunciado la palabra romanticismo se me ha adelantado y acertado. En
efecto, la tragedia es romántica hasta lo gótico,
con puñaladas, venenos, prohibiciones, pasiones malditas y suma y sigue. Por eso, al auge de
Shakespeare data del siglo romántico, en especial
a partir de su recuperación en la Alemania a fines
del XVIII – junto con el teatro áureo español – y de
la Francia que libra la batalla de Ernani y entroniza a Victor Hugo.
El poder de esta historia sobre el imaginario de cinco siglos, capaz de rebautizar una ciudad italiana con sus personajes, sus gozos y sus
sombras, se puede rastrear en diversas ramas del
arte: teatro hablado, cine, televisión, pintura, fotografía y las que aquí compete tratar: el ballet y
la ópera. En el primer renglón el inventario exhaustivo resultaría molesto, desde que en el siglo
XVIII Eusebio Luzzi (1781) y, en el siguiente, Vincenzo Galotti (1811) hicieron bailar a los amantes de Verona con pasos que no han dejado huella
alguna. En cambio sí las continúan trazando el
ballet de Prokofiev (1934) y la obertura-fantasía
En efecto, la historia ha llegado a nosotros
como un artefacto romántico porque nosotros
cargamos con antepasados de tal calidad y el pretérito es inevitable. Pero, ampliando el enfoque,
lo que propone la leyenda de Romeo y Julieta es
un enésimo capítulo en la tradición imaginaria de
Occidente respecto del amor: una pasión ilegal,
que los amantes intentan que ocurra en secreto, en espacios herméticos y aislados, un borramiento del mundo, una disolución de los sujetos
Romeo y Julieta aseguraban con sólo mostrarlos en
el cartel: Guglielmi (1816), Vaccai (1825), Torriani
(1828), Acker (1853), Marchetti (1865, el año de la
composición por Gounod), suma y sigue hasta Dusapin en 1989, pasando por Desormière, Krannhals,
Dumanov, Vulkanov, Malipiero, Fribec, Blacher, Sutermeister, Gotha y un par de apartados que siguen.
El primero, con las contribuciones de compositores hispánicos, como Manuel García, el legendario
fundador del belcantismo moderno, que estrenó
su aporte al llegar a Nueva York en 1826, con su no
de Tchaikovsky (1869) que si bien no fue concebida para ser danzada, merece, cada tanto, una
coreografía. Sí, lector, ya lo sé: toda la música de
Tchaikovsky se puede bailar.
En el campo de la ópera, también el XVIII abre
el desfile, con el checo Benda, el francés Dalayrac,
Schwanberg (1782), Monescalchi (1784), Rumling
(1790), Steibelt (1793) y Zingarelli (1796). Posteriormente, el romanticismo lo convirtió en una
suerte de asignatura obligatoria para el gremio,
descontando, sin duda, el éxito que los nombres de
mente sobre el libreto que Romani había escrito
para Bellini. Luego, entre 1865 y 1866, trabajó la
partitura que conocemos, valiéndose del texto de
Barbier y Carré, sus colaboradores habituales. El
estreno ocurrió en el Théatre Lyrique de París, en
1867. La literatura resultante respeta la división de
Shakespeare en cinco actos, suprimiendo algunos
personajes, que fueron quedando como figurantes, y sustituyendo a Baltasar, el criado de Romeo,
por Stefano, una soprano travestida. Los libretistas partieron de las varias traducciones francesas
existentes, sobre todo la más reciente, debida a
François-Victor Hugo, hijo del célebre escritor, publicada en 1860. A veces, la transcripción es literal
pero el personaje de Julieta aparece más elaborado
en cuanto a psicología, teniendo en cuenta la realidad escénica de la ópera. Romeo es más unilateral, un enamorado galante cercano al Fausto de
la afortunada obra de Gounod. Lo mejor del texto, sin duda, son los cuatro dúos de amor, espina
dorsal del conjunto. La relación amorosa toma la
delantera y define la adaptación.
menos legendaria hija María Malibrán, y el mexicano Melesio Morales, que inauguró con él su carrera
en 1863. Eran obras en italiano, pero Los amantes
de Verona de Conrado del Campo, se vale del castellano. Más que curioso es el estreno de Antonio
Mercadal en Menorca y en 1873, del cual no puedo
dar más precisiones. Otro apartado lo constituyen
las óperas de Delius (1907) y Kurzbach, que se fundan en el relato de Gottfried Keller Romeo y Julieta
en la aldea. El primero aún hoy suele aparecer en los
programas. No resisto incluir en esta segunda lista
West Side Story de Leonard Bernstein, que ambienta la trama en el mundo puertorriqueño neoyorkino
en los años de 1960 y es, sin duda, la más popular
de las versiones del mito shakespeariano, favorecido
en los tablados y en el cine por su feliz partitura y la
decisiva coreografía de Jerome Robbins.
En el orbe operístico, aparte de Gounod,
continúan produciéndose I Capuletti e i Montecchi de Bellini, sobre libreto de Felice Romani
que se vale de las crónicas anteriores a Shakespeare, centrándose en la disputa política más que
en el idilio convenido y el enfrentamiento familiar (1830 en versión italiana y 1859, en francés),
como asimismo, aunque con menor frecuencia,
Giulietta e Romeo de Riccardo Zandonai (1922),
una síntesis de la declamación verista y la atmósfera decadente, sensual y a veces expresionista,
propia de este autor.
El recurso fundamental de Gounod es la
melodía, lo que tiñe la mayor parte del discurso
con un protagónico y definitorio lirismo. Los coros tienen escasa actividad, según es constancia
del autor. Los ritmos empleados – vals, mazurca
– son bailables en muchos casos, otro rasgo gudoniano, quien aviva el trámite con esta apelación a
la presencia corporal de sus criaturas. La mezcla
de géneros, entre lo trágico y lo cómico, también
colabora con esta vivacidad escénica y es rasgo de
un decidido romanticismo. Si bien hay ecos de
Berlioz, la distancia se marca en el hecho de que
Gounod compone limpiamente para el teatro y
El muy joven Gounod debió interesarse por
el tema desde que, en 1839, asistió a los ensayos
de la obra de Berlioz, no estrictamente una ópera
sino más bien un oratorio profano o una cantata
dramática. En 1841, estando en Roma como becario, empezó a componer alguna página, segura
elude la densidad sinfónica del grande y magistral
instrumentador que lo precedió. Asimismo cabe
tener el cuenta otra herencia francesa, la opéra
comique de Auber y sus seguidores, con la importancia de los momentos destinados a la recitación
dialogante o monologante, y la sencillez de los
desarrollos melódicos.
y las más dramáticas se valen de algunas disonancias, cuando no de perfilados cromatismos. La orquestación está muy destilada, como siempre en
Gounod, apoyándose en las cuerdas y las maderas
para los momentos sentimentales y apelando a cobres y percusión, en los más desgarrados.
La partitura no es del todo estable, sobre
todo por las cuatro versiones para voces y piano,
de diversa extensión. El discurso es, en general,
continuo pero se mantiene la división estricta en
números. Para las representaciones actuales se
utiliza la versión más breve, con algunos cortes
oportunos y otros, bastante menos, como la tensa
aria del veneno o somnífero con apariencia mor-
La armonía es cuidada y nítida, delicada y
galicadamente así. Apoya siempre la dicción conducente de la palabra. Hay fluctuaciones sutiles de
las tonalidades, a veces apenas esbozadas o sugeridas y sin resolver, o entremezcladas para expresar la
fluidez y la vaguedad de los sentimientos amorosos. Las partes idílicas insisten en las consonancias
obra. El sinfonismo de la orquestación resultó abusivo; la agitación escénica, excesiva; la escena del
matrimonio, demasiado larga (atribuida al gusto
de Gounod por entrometer escenas de iglesia en
sus obras); el final del dúo de la cripta, en demasía verista. No obstante, el éxito fue clamoroso. La
obra pasó a la Opéra Comique y sumó 260 representaciones ya en 1887. La Opéra Garnier la recibió al año siguiente y entre 1888 y 1894 ofreció 125
funciones. No hubo tenor o soprano de fama que
no la cantara, desde entonces hasta la actualidad.
tal, a cargo de Julieta. Estos cortes dieron lugar,
en tiempos, a interpolaciones exigidas por tales
o cuales divos, lo que estropeó la coherencia estilística de la obra. Lo mismo en cuanto a licencias interpretativas, comunes en los cantantes de
otrora, rubati y ritenuti, que violentan la nitidez
del estilo gudoniano. El músico tenía querencias
definidas: la claridad de Mozart y el recitativo de
Gluck, siempre cercano a la prosodia de la tragedia clásica francesa.
Los únicos personajes tratados como tales
y dotados de extensas partes definitorias, son los
protagonistas. Los demás sólo tienen números
cerrados y aislados: la balada de Mercutio sobre
los artilugios de la reina Mab, una joya en sí misma, la cancioncilla de Stefano, el fugaz arioso de
Capuleto. Las exigencias vocales, como es obvio,
varían anchamente entre Romeo y Julieta, por
una parte, y el resto, por otra.
La obra comienza con un preludio que, por su
desarrollo tripartito, puede considerarse una obertura. En el primer acto destacan: la balada de Mercutio,
Mab, la reine des mensonges y el vals de Julieta, Ah,
je veux vivre, con exigencias de virtuosismo, agilidad
y sobreagudos (hasta alcanzar el mi natural). Ambas
piezas se hacen eco y definen el curso del drama: la
fugacidad de la vida, la intensidad del momento, el
placer juvenil de estar plenamente vivo, todo con un
trasfondo sombrío: la ansiedad de muerte. El madrigal a dos voces de los enamorados, Ange adorable, tiene una muy vaga reminiscencia antigua. Cabe decir
que Gounod en ningún momento intenta evocar la
época renacentista de la acción, y las alegrías de la
fiesta o las solemnidades de la liturgia quedan fechadas en el Segundo Imperio francés.
Gounod actúa deliberadamente en favor
de una ópera francesa, tomando distancia de la
gigantesca y doble cercanía de Verdi y de Wagner.
El italiano, aunque también melodista egregio,
se apunta a la pasión, en tanto Gounod prefiere
ser sentimental. En cuanto al alemán, aunque se
acusó a Gounod, en tiempos, de germanizante,
poco y nada tienen que ver. La orquesta de Wagner es sinfónica y no operística, su implacable
juego de motivos conductores sólo es anecdótico
en Gounod. Su apuesta por la claridad propone
un jardín, no un bosque. Es un romántico de corazón mozatiano y gluckiano. Basta con escuchar
atentamente sus soluciones instrumentales.
El segundo acto contiene el momento
más lucido del tenor, el aria Ah, lève toi, soleil!,
de estructura similar a la de Fausto en el acto
del jardín. El original está en si mayor pero suele transportarse a si bemol para facilitar el fraseo
del cantante y propiciar una lectura más clara de
las armonías orquestales. El dúo del balcón y la
despedida retoman el clima del nocturno del ma-
La crítica no ahorró algunas objeciones a la
drigal: De cet adieu si douce.
l´homme à ton image. Un aria de este personaje con
un coro de monjes suele suprimirse. La secuencia
callejera tiene un trámite intenso, agitado: duelo,
muerte de Tibaldo, discurso tranquilizador del duque, fuga de Romeo. Es el único momento de im-
En el tercer acto, la escena del casamiento
– ilegal porque lo dispensa un fraile que no es sacerdote y no hay testigos ni proclamaciones de rigor
– propone la homilía de fray Lorenzo, Dieu, qui fit
portancia coral, donde la multitud es un personaje
en sí mismo. Este cierre fue para Gounod el más
problemático de resolver. Se acostumbra utilizar el
final de la versión para la Ópera Garnier, de 1888.
El cuarto acto empieza en la cámara nupcial, donde hay otro dúo de amor, del que conviene
retener algunas melodías que insistirán al final. La
orquesta se retira, en general, a una sonoridad camarística, como siempre que se describe el idilio.
Amor y muerte, alondra y ruiseñor, son las figuras
alegóricas. Un breve cantable de Capuleto – Quoi,
ma fille! en medio de un cuarteto - establece un
hiato escénico y el aria de Julieta, como se dijo,
se acostumbra suprimir a favor de las sopranos
ligeras, con mal resultado para la evolución dramática. De la escena del casamiento y la muerte
aparente de Julieta, hay poco que decir.
El quinto acto sucede en la cripta, cuando
Romeo irrumpe con un recitativo: Salut! tombeau
sombre et silencieux. El despertar de Julieta entabla
el dúo final donde se repite el tema del ruiseñor y la
alondra, sólo que ahora como anuncio de la muerte. El drama crece con una mezcla de erotismo y
agonía, que algunos ponen en paralelo con el dúo
nocturno de Tristán e Isolda, comparación algo impertinente. Más bien anticipa el final de Carmen.
Aquí Gounod compuso un ballet en siete partes, de ambiente pastoril, a pedido de la
Opéra Garnier. En las representaciones se suele
eludir porque resulta ser un pegote que entorpece
la narración. Algunos registros de estudio lo recuperan. Es un momento amable y leve, que Gounod
resuelve con habilidad y queda fuera de contexto.
dominar el canto de agilidad, la explayación
melódica y la tensión dramática. Romeo es un
tenor lírico, un papel que han cantado casi todos los grandes nombres de la cuerda, desde
los más livianos hasta los de cierta fuerza. Un
tenor ligero puede quedar corto por momento,
y un spinto, resultar demasiado corpóreo para
el melodismo gudoniano. Las demás partes responden a los tópicos de los registros habituales
en la ópera francesa de la época: barítono lírico, bajo noble, soprano soubrette, y contralto
de carácter.
Dentro de la polémica estética de la ópera a finales del siglo XIX, Gounod señala algunos
rumbos. No rompe con la herencia, como Bizet y
su gitana andaluza, sino que se desliza sobre una
evolución de la música francesa. Se aleja de las
opciones wagnerianas, de escaso resultado – Hulda de Franck, El rey Arturo de Chausson, Sigurd
de Reyer – para situarse al lado de la ironía suave
de Chabrier y el academicismo a menudo travieso de Saint-Saëns y Thomas, precediendo a Fauré, maestro de los impresionistas.
En cuanto a su vocalidad, la más elaborada es la de Julieta, una soprano lírica que debe
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/6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"Director musical: Paul Daniel
Diego Rodríguez (27 de enero)
Director de escena: Joan Font (Comediants)
Escenógrafa y figurinista: Agatha Ruiz de la Prada
Iluminador: Albert Faura
Coreógrafo: Xevi Dorca
Adjunto del Director de escena: Damián Galán
Peter: Bo Skovhus
Hänsel: Alice Coote
Gretel: Sylvia Schwartz
La bruja: José Manuel Zapata
El arenero / Hada dormida: Elena Copons
Hada del rocío: Ruth Rosique
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
Pequeños cantores de la JORCAM
Directora: Ana González
20, 22, 24, 27, 30 de enero
1, 3, 5, 7 de febrero de 2015
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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Una esmerada introducción orquestal tiene la función de adentrar al oyente en el mágico
mundo del cuento infantil, con sus bellas y sencillas melodías (la mayoría se volverán a escucharle
a lo largo de la ópera), arropadas por una cuidada
y expresiva orquestación.
Pero Hänsel la interrumpe de pronto; está
cansado y sobre todo muy hambriento. Pero nada
hay para llevarse a la boca. Gretel intenta alejar
de su hermano los sombríos pensamientos poniéndose a bailar. El chico secunda su danza aunque torpemente.
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*
Así los descubre a su regreso Gertrude,
agotada y de mal talante. Les echa en cara que
no hayan sacado adelante los quehaceres que les
encomendó y en su enfado, involuntariamente,
tira al suelo un cántaro con leche que una vecina generosa les ha regalado. Era el único sustento
que quedaba en la casa. Aún más enfadada tras
el estropicio, Gertrude echa de la casa a los niños
enviándoles al bosque en busca de fresas. Luego,
completamente derrotada por la fatiga, se queda
dormida.
En una humilde cabaña donde habita con
su familia un confeccionador de escobas de nombre Peter, sus dos hijos, Hänsel y Gretel, ausente
el padre y también la madre Gertrude, se entretienen como buenamente saben. Hänsel, como
su padre, se empeña en hacer una escoba; Gretel teje una media. Aburridos de sus quehaceres
intentan superar la situación. Gretel entona una
popular canción.
Les canta una nana y Hänsel y Gretel rezan sus
oraciones y se duermen arropados por el musgo y
la hierba. En una pantomima un grupo de ángeles desciende del cielo y vela por su descanso.
Se escucha la voz de Peter que regresa animado por algunos vasos de cerveza y contento
tras haber realizado una buena venta de su mercancía. Trae consigo una nutrida cena para todos.
Cuando la mujer le dice que los niños están en el
bosque, Peter se preocupa. Porque en medio de
la tupida foresta habita una bruja especialmente
maléfica. Atrayendo a los niños a su casa, se los
come. Los niños podrían fácilmente perderse en
la espesura y caer en manos de la bruja. Gertrude
y Peter salen en busca de sus hijos, acuciados por
los peores presentimientos.
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***
Se inicia con un hermoso preludio antes de
que haga su aparición el Hombrecillo del Rocío
que viene a despertar a los niños. Gretel es la primera que abre los ojos al amanecer y, de nuevo
acorde con su carácter sano y alegre, interpreta
una canción. Hänsel despierta un poco después.
Los dos han tenido un hermoso sueño en el que
unos ángeles les han protegido de los peligros.
Un espléndido intermedio orquestal describe magníficamente lo que su título indica: “La
cabalgata de la Bruja”.
Cuando la niebla matutina se disipa, los
niños descubren que se encuentran ante una casa
cubierta enteramente de mazapán y adornada con
otros apetitosos dulces. Las paredes son de pastel,
las ventanas de azúcar y además hay bizcochos y
frutos secos. Los niños, muertos de hambre, se
acercan a la misteriosa mansión.
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**
En medio del bosque, Hänsel está seriamente ocupado en la recogida de fresas mientras
que Gretel trenza una corona floral. Se escucha el
sonido del cuco y los niños lo imitan. Hambrientos comienzan a dar cuenta de la fruta recogida
que llena por completo la cesta. Pronto se dan
cuenta de que han agotado su contenido. Deben
volver a colmarlo, pero el sol se oculta y va llegando la noche.
Pero en cuanto comienzan a comer uno de
los pasteles, del interior de la casa surge una voz
de sonido nada cordial pero que los niños, entusiasmados con la comida, apenas reparan. Es la
Bruja.
Pero no hallan el camino de vuelta. Cada
vez más amenazador se les parece el bosque a
medida que la oscuridad nocturna lo invade.
Los niños comienzan a sentir miedo, en especial
cuando ven a un hombrecillo que se les acerca
en medio de la bruma. Este les tranquiliza, es el
Hombre de Arena, un amigo de todos los niños,
que les ayudará a conciliar un reposado sueño.
Los niños se asustan, a pesar de que inicialmente la recién llegada los recibe con zalameras
palabras. Cuando intentan huir la Bruja los paraliza con un conjuro. Encierra a Hänsel en una
jaula y a Gretel la utiliza como ayudante de cocina. Va a engordar al muchacho dándole comida
para luego cocinárselo. La Bruja se enfada ante
la torpeza evidente de Gretel como ayudante de
se inclina ante la entrada, los dos niños la empujan a él, cerrando rápidamente su puerta.
cocina y es ella la que debe de completar todos
los preparativos. Pero está feliz y baila y canta con
salvaje alegría.
Sanos y salvos los niños dan cuenta de su
alegría cantando y bailando a ritmo de vals. De
pronto el horno, con su contenido, explota. A continuación una multitud de niños comienza a dejarse ver: han sido liberados de los conjuros brujeriles y va recobrando paulatinamente su identidad.
Todos agradecen a Hänsel y Gretel su hazaña.
El terror no paraliza, sin embargo, a Gretel.
En el momento en que la Bruja le da la espalda,
la niña se apodera de su varita mágica.
Cuando la Bruja considera bastante bien
nutrido a Hänsel y asimismo pretende incluir
también a Gretel en el festín, le pide a la niña
que compruebe si está a punto el horno. Gretel
finge no enterarse de la cuestión y ruega a la Bruja
cómo llevar a término lo que esta desea, cómo
comprobar el estado del horno. Y cuando la Bruja
Es el momento en que Peter y Gertrude llegan abrazando a los hijos recobrados. Sacan a la
Bruja del horno convertida en un enorme mazapán. Ambiente de fiesta y celebración general.
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Reinhardt, se instaló en Berlín, donde se dedicó
a la enseñanza y compuso música escénica para
dramas clásicos. En 1893 obtuvo con Hänsel und
Gretel el gran triunfo de su vida, ni siquiera eclipsado por la más sofisticada Königskinder (Los hijos de rey), estrenada como ópera en el Metropolitan de Nueva York el 28 de diciembre de 1910,
con un reparto de “campanillas” que incluía a
Geraldine Farrar, Louise Homer o Adamo Didur,
entre otros (en la misma temporada en que vio la
luz La Fanciulla del West de Giacomo Puccini).
El compositor alemán Engelbert Humperdinck nació en la localidad alemana de Siegburg,
en Renania, el 1 de septiembre de 1854, y murió
el 27 de septiembre de 1921 en Neustrelitz, en
Mecklemburgo. Desde muy joven ganó numerosos premios y becas que le permitieron conocer el
mundo. Estos viajes fueron una constante fuente
de inspiración para él, y en su música encontramos
influencias de sonidos e instrumentos de países
lejanos. Otro de los elementos característicos de
su estilo es su amor por lo popular y lo infantil,
en lo que podemos observar también una fuerte
influencia sobre la personalidad de Siegfried Wagner, el hijo de Richard. Su labor como pedagogo le
llevó a trabajar incluso por un breve tiempo en el
Conservatorio de Barcelona, entre 1885 y 1886.
Este cuento musical en tres cuadros basado
en el popular relato de los hermanos Grimm es
una obra maestra, sin duda alguna, con una música descriptiva de una excepcional perfección.
Hänsel und Gretel fue creada en el Teatro de la
Corte de Weimar el 23 de diciembre de 1893,
bajo la dirección de Richard Strauss, con un éxito
clamoroso. Esta primera ópera infantil tuvo una
rápida difusión en todo el mundo. Hay pocas óperas que se hayan traducido a tantos idiomas.
Humperdinck estuvo, de hecho, muy relacionado con Richard Wagner -de quien fue uno
de los más dotados colaboradores, siendo su colaborador y asistente para el estreno de Parsifal
en el Festival de Bayreuth de 1882, y nunca pudo
sustraerse a su poderosa influencia. Humperdinck consiguió fundir su personalidad, inclinada
a lo popular, incluso a lo infantil, con la magia
de la orquesta wagneriana y otros elementos de la
música dramática.
Ya la obertura nos lleva al mágico reino del
cuento donde transcurre la obra. Se oyen melodías
populares y canciones infantiles, envueltas en el
ropaje brillante de una gran orquesta romántica.
Hänsel y Gretel trabajan en la modesta cabaña del
escobero y sus padres no están. Cantan una alegre
canción, pero de repente el niño se pone a llorar.
En los últimos años de su vida, gracias a la
intervención del prestigioso director teatral Max
extraño y hostil. ¿Cómo encontrarán el camino
de casa? El murmullo de los árboles, el silbido del
viento, incluso el eco de la propia voz los asusta. Casi chocan entre sí cuando ven acercarse a
un hombrecillo. Pero el enano los tranquiliza: el
hombrecillo de arena es un amigo de los niños
que les trae un sueño despreocupado. Hänsel y
Gretel se acuestan, cantan su oración nocturna y
se duermen. Los catorce ángeles mencionados en
la oración bajan realmente del cielo y se sitúan alrededor de los niños dormidos. La orquesta repite
el Leitmotiv de la bondad de Dios.
Está cansado y tiene hambre, pero no hay
nada para comer. Gretel le recuerda el refrán que
dice que Dios aprieta pero no ahoga. Intenta distraer a su hermano con una danza que ejecuta al
son de una encantadora melodía infantil. Hänsel
baila con menos gracia que Gretel, lo que les hace
reír mucho. Entonces aparece la madre y los reprende, muy enfadada. Cuando corre detrás de
ellos, tropieza con el jarro de la leche, que se hace
añicos, por lo cual no habrá merienda.
Los niños tienen que ir en seguida con las
cestas a buscar fresas al bosque cercano. La madre, muerta de cansancio, se duerme. Desde lejos
se oye la voz del padre, que regresa alegremente
a casa, pues ha vendido todas las escobas y trae
una magnífica comida. Se asusta cuando no ve a
los niños en la casa a esa hora del anochecer y se
entera de que han ido al bosque. ¡Con qué facilidad podrían perderse y encontrarse con la bruja
malvada! La música, que hasta ese momento era
bastante despreocupada -con numerosas referencias a canciones infantiles populares alemanas-,
empieza a describir de manera siniestra los misterios del bosque con los recursos que inventó el
romanticismo alemán para ilustrar los cuentos de
hadas. El padre y la madre, apremiados por malos presentimientos, deciden salir a buscar a los
niños.
También el cuadro tercero tiene una bella
introducción orquestal. Ha amanecido en el bosque, los ángeles han desaparecido, y los niños despiertan con las gotas que el hombrecillo de rocío
deja caer sobre sus párpados. Sorprendidos, los
niños se cuentan los sueños que han tenido: ambos han visto a los ángeles de la guarda. Cuando
dirigen los ojos hacia el lugar por donde desaparecieron los ángeles, ven una densa niebla. Pero
cuando la niebla desaparece, ven allí una extraña
casa, totalmente construida con mazapán, y de
ella cuelgan innumerables dulces. Los niños vencen su temor y van hacia la casa. En el interior de
la casa resuena una voz. ¿O es el viento?
Los niños siguen comiendo las golosinas,
hasta que de pronto aparece ante ellos la bruja
con toda su fealdad. Ésta hechiza a Hänsel y lo
encierra en una jaula, mientras a Gretel le ordena
que trabaje y haga engordar a su hermano para
después asarlo. La bruja ejecuta una salvaje danza
de alegría, pero cuando Gretel se muestra deliberadamente torpe para encender el horno, tiene
que hacerlo ella misma. Es el instante que ambos
Un bello interludio orquestal nos lleva al
acto segundo. Gretel está sentada sobre el blando suelo de musgo y teje una corona de flores.
Hänsel balancea alegremente su cesta llena de
dulces fresas. Canta el cuco y los niños comienzan a comer las fresas. El sol se oculta y el bosque, hasta entonces cordial y conocido, se vuelve
instrumentación muy rica. Y es más: la interpretación del dúo protagonista debería estar a cargo
de dos niños de más edad, pero ¿dónde hay voces
infantiles que puedan superar las dificultades musicales y tengan la fuerza suficiente para hacerse
oír por encima de una orquesta wagneriana?
niños esperaban: Gretel y su hermano, al que ha
liberado, lanzan de un empujón a la bruja dentro
del horno. Entonces son los niños los que bailan
por la victoria.
Una explosión los interrumpe. El horno
mágico ha saltado en mil pedazos y ha liberado
a numerosos niños, víctimas anteriores de la malvada bruja. Cuando llegan el escobero y su mujer,
contentos por haber recuperado a sus hijos, comienza una alegre fiesta en la que todos participan todos. Con los restos del horno elaboran un
gigantesco pan: es la bruja, que nunca más volverá a comer niños
Por lo tanto, deberían ser dos mujeres que,
por aspecto y actitud, tuvieran características infantiles hasta donde fuera posible y además cantaran bien. En cuanto al papel de la “temible”
bruja, a veces es confiado a un hombre (generalmente un tenor de carácter), para hacerlo más
cómico. E incluso en ocasiones se ha establecido
un malévolo paralelismo entre la bruja y la propia
madre de los infelices niños.
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La hermana de Humperdinck, Adelheid
Wette, refundió el cuento y creó una ópera para
niños verdaderamente romántica. Aunque desde
nuestro punto de vista actual se podrían poner
muchas objeciones cosas acerca de este tipo de
textos en que las brujas se comen a los hombres,
los lobos a las abuelas, etc., comprobamos que
con la ópera infantil se crea un nuevo género de
mucho éxito, cuyas enormes posibilidades se han
aprovechado realmente muy poco hasta hoy.
Pero ¿es realmente una ópera infantil? Esta
afirmación es dudosa. Con toda seguridad era así
en el momento del estreno. Aunque hoy pensamos de una manera algo diferente; una música
tan elaborada contradice nuestro concepto actual
de una obra musical infantil. A pesar de todo,
está llena de melodías que se desarrollan con
frescura, con facilidad y naturalidad; de armonías
expresivas, de ritmos vivos y variados y con una
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&/$"3(0:/6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"Director musical: Pablo Heras-Casado
Director de escena: Robert Castro
Escenógrafo: Alexander Polzin
Iluminador: Urs Schönebaum
Director del coro: Andrés Máspero
Director: Andreas Wolf
Caballo primero: Arcángel
Hombre segundo: José Antonio López
Hombre tercero: Antonio Lozano
Elena: Gun-Brit Barkmin
Emperador de los romanos: Erin Caves
Julieta: Kerstin Avemo
Klangforum Wien
24, 26 de febrero
1, 4, 6, 9, 11, 13 de marzo de 2015
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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El público es una obra de teatro de Federico García Lorca. Escrita hacia 1930, ha sido considerada una de las obras del teatro español más
importante del siglo XX. Obra surrealista, en la
que se mantiene de manera ambigua qué partes
son una alucinación y cuales una «realidad dramática», estudia los deseos homosexuales reprimidos y defiende el derecho a la libertad erótica.
La homosexualidad es uno de los puntos clave de
la obra, no el único, pero es un punto de entrada a
su complejidad. Además de las evidentes referencias a Romeo y Julieta, y a Luigi Pirandello, Lorca hace también alusión a una segunda obra de
Shakespeare: El sueño de una noche de verano. Al
igual que en El público, Shakespeare había usado
el recurso del teatro en el teatro
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Mauricio Sotelo es un compositor y pedagogo musical español.
Nació en Madrid, España en 1961. Realizó
sus estudios en composición y dirección en la Universidad de Música de la Ciudad de Viena, Austria,
donde se graduó con honores en 1987. Su obra ha
sido presentada en algunos de los más importantes
foros y festivales internacionales como el Festival
de Salzburgo, el Wien Modern, la Biennale di Venezia, el Teatro Real de Madrid, etc. Ha compuesto tanto música sinfónica como vocal, destacando
sus composiciones operísticas Dulcinea, basada en
el personaje de Miguel de Cervantes, estrenada en
el Teatro Real de Madrid.
Su trabajo El público basada en la obra de
Federico García Lorca cuyo libreto firma Andrés
Ibáñez es un encargo de Gerard Mortier para su
estreno mundial en el Teatro Real. Como director
su labor se ha centrado en la dirección de música
contemporánea, habiendo dirigido a algunos de
los grupos más importantes en este género en el
mundo.
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%&(-"4(08:-"8&-4)/"5*0/"-01&3"%&$"3%*''
/6&7"130%6$$*Ä/&/&-5&"5303&"Director musical: Renato Palumbo
Director de escena: David McVicar
Escenógrafa y figurinista: Tanya McCallin
Iluminadora: Jennifer Tripton
Coreógrafo: Andrew George
Director del coro: Andrés Máspero
Violetta Valéry: Patrizia Ciofi (20, 23, 26, 29 de abril; 2, 5, 8 de mayo)
Irina Lungu (21, 24, 30 de abril; 6, 9 de mayo)
Ermonela Jaho (25, 28 de abril; 3, 7 de mayo)
Alfredo Germont: Francesco Demuro (20, 23, 26, 29 de abril; 2, 5, 8 de mayo)
Antonio Gandía (21, 24, 30 de abril; 6, 9 de mayo)
Teodor Ilincäi (25, 28 de abril; 3, 7 de mayo)
Giorgio Germont: Juan Jesús Rodríguez (20, 23, 26, 29 de abril; 2, 5, 8 de mayo)
Ángel Ódena (21, 24, 30 de abril; 6, 9 de mayo)
Leo Nucci (25, 28 de abril; 3, 7 de mayo)
Flora Bervoix: Marifé Nogales
Annina: Marta Ubieta
Gastone: Albert Casals
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
20, 21, 23, 24, 25, 26, 28, 29, 30 de abril
2, 3, 5, 6, 7, 8, 9 de mayo de 2015
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
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se celebra una fiesta. La anfitriona recibe a los más
rezagados invitados entre los que se encuentra un joven de provincias, Alfredo Germont, a quien Gaston
presenta como un rendido admirador de la dueña de
casa (Introducción: Flora, amici, la notte che resta).
La acción transcurre en París y en sus cercanías, alrededor del año 1850.
La obra se inicia con un sutil y exquisito
preludio donde se concentran los dos temas esenciales de la obra: el amor y la muerte.
Reunidos para la cena, es Gaston quien
propone un brindis que es encargado al más flamante invitado. Alfredo vence su timidez y se lo
dedica al amor y a una algo frívola Violetta (Brindis: Libiamo nei lieti calici).
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El cambio de clima musical con respecto al
preludio es impresionante. En un salón de la casa
de Violetta Valéry, una elegante cortesana parisina,
Cuando se entera por Annina, la fiel criada, de que
Violetta está vendiendo sus bienes para mantener la
vida regalada que llevan, esa felicidad sufre un pequeño contratiempo que merece ser evitado (Cabaletta: O mio rimorso! O infamia!).
Cuando se dirigen al salón vecino donde
una orquestita les invita a la danza, Violetta sufre
un ligero desmayo. No le da importancia y pide a
los amigos que no se ocupen de ella. Al quedarse
sola se asusta del aspecto que le refleja el espejo.
Descubre entonces que junto a ella se encuentra
Alfredo. El joven aprovecha la oportunidad para
declararle el amor que por ella siente desde que
hace un año la vio (Dúo: Un dí, felice, etérea).
Violetta al principio se burla de tanta pasión, luego duda y reflexiona sobre si es posible que ella
sea capaz de vivir un sincero amor. Al despedirse
del joven le da una flor con la condición de que se
la devuelva cuando esté marchita.
A penas el joven se ha marchado llega Violetta. Entre el correo descubre la invitación a un
baile de su amiga Flora Bervoix, al que no piensa
desde luego asistir. Es su antigua vida, ahora muy
lejana para ella.
Se le anuncia la llegada de una visita. Violetta le hace pasar creyendo se trate de uno de sus
proveedores. El asombro es mayúsculo cuando el
recién llegado dice ser el padre de Alfredo, Giorgio
Germont. Este, un tanto grosero e imprudente, le
echa en cara estar arruinando a su hijo. Al saber
que es Violetta quien corre con todos los gastos,
cambia un poco de talante pero no de la decisión
que la ha llevado al lugar. Tiene una hija casadera
(Cavatina: Pura siccome un angelo) y la relación
que Alfredo mantiene con una cortesana como
ella sería un incalculable problema, es un escándalo para la reputación y la inmediata boda de esta
joven angelical con un hombre de su clase. Violetta piensa que debe de separarse por un tiempo
de Alfredo para dulcificar la situación, pero Germont es implacable: ha de ser para siempre. Con
palabras entre ladinas y generosas va convenciendo
a la muchacha sobre la decisión que ha venido a
exigirle. Violetta en un acto de sacrificio que la ennoblece acepta dejar a Alfredo para que el honor
de su familia quede incólume. Paulatinamente, el
despiadado Germont va dándose cuenta de la estatura moral y humana de esa mujer que tanto ha
despreciado (Dúo: Madamigella Valéry?).
Los invitados se despiden (Coro: Si ridesta
in ciel l’aurora) y Violetta, profundamente conmovida por la declaración de Alfredo, se pregunta
si le es posible, tras la vida que ha llevado, disfrutar de ese sentimiento puro y desprendido que
se llama amor (Final. Aria: Ah, fors’è lui). Rechazando de plano estas divagaciones sentimentales,
reaparece en ella la mujer de mundo lanzándose
a una alocada justificación del placer y de la diversión como únicas metas de su vida (Cabaletta:
Sempre libera). Sin embargo, la voz de Alfredo declarándole su amor (que viene de la calle o de su
propio interior) la sigue conmoviendo.
"DUP**
En una casa de campo cercana a París. Han
pasado varios meses. Violetta ha roto su relación
con el barón Douphol y junto a Alfredo vive en auténtico delirio su relación sentimental. Alfredo evoca la dichosa situación que está viviendo (Recitativo y Aria: Lungi da lei… Dei miei bollenti spiriti).
Violetta sabe la manera de alejar para siempre al amado. Destrozada interiormente, escribe
dos cartas: una la que la devolverá a su antigua
vida aceptando la invitación a la fiesta de Flora;
otra la que la aleja para siempre de la actual: una
fría despedida a Alfredo. Cuando redacta esta última, entra el destinatario. Violetta con palabras
desgarradas le da a un apasionado adiós (Amami,
Alfredo).
Fuera de sí aunque bien controlado llega
Alfredo y se pone a jugar a las cartas. Violetta en
compañía de Douphol se da cuenta de la tensa
situación en que se halla y no puede evitar el
presentimiento de que algo muy molesto va a
suceder. Douphol y Alfredo, los dos rivales, se
enfrenta en un juego que es manifiestamente
favorable al segundo de los contendientes. La
tensión en el ambiente aumenta (Escena: Alfredo!...Voi!).
Alfredo, perplejo, no sabe a qué atribuir esta
reacción insólita. Se entera de inmediato cuando
recibe la fatídica misiva. Reaparece Germont e intenta consolar tan inmenso dolor hablándole de
su infancia en su agradable Provenza donde siempre hallará el cariño familiar de padre y hermana,
quienes nunca le harán ni el más simple reproche
por su conducta (Aria: Di Provenza il mar e il suol
y Cabaletta: No, non udrai rimproveri).
Cuando se van todos para cenar, Violetta
ha citado a Alfredo para una entrevista fugaz
donde la muchacha quiere ponerle en guardia
con respecto al barón. Pero Alfredo ya no puede
contenerse cuando, tras mofarse de ella e insultarla, de hecho la obliga a confesar que en verdad
ama al barón (Duettino: Mi chiamaste? Che bramate?). En el colmo de la desesperación Alfredo
convoca a los presentes a los que hace testigo
de que paga a Violetta los servicios prestados,
arrojando a la cara de la muchacha el dinero obtenido del juego. Germont que ha seguido los
pasos del hijo le reprocha indignado su conducta. Todos se compadecen de una Violetta que
tras perder el sentido solo tiene dulces palabras
para su amado quien algún día comprenderá la
magnitud de su amor. El barón desafía a duelo a
un Alfredo que ahora se arrepiente de su incontrolada actuación (Final: Oh, infamia orribile.
Disprezzo degno…).
Pero Alfredo ha descubierto la carta de
Flora y sabe dónde encontrará a la pérfida para
vengarse.
El cuadro segundo del acto se sitúa en un
salón aparatosamente adornado en casa de Flora
Bervoix dispuesto para una gran velada. La nueva que se comenta entre los asistentes es la de la
ruptura de Alfredo y Violetta y el regreso de ésta a
brazos de Douphol.
Los asistentes organizan una pantomima
donde cantan y bailan disfrazados primero de
gitanas (Coro: Noi siamo zingarelle) luego de toreros (Coro: Di Madride noi sian mattatori), que
servirá de magnífico contraste al dramático final
del acto.
Un excepcional fragmento orquestal separa
este acto del siguiente. Es como una evocación
del que dio inicio a la ópera, con sus dos hermosos y expresivos temas, pero en un clima de infinito dolor y desesperanza.
Un grupo de festejantes pasan bajo su ventana (Coro: Largo al quadrupede), como si de nuevo la vida quisiera entrar en esa triste estancia. De
pronto es Annina quien alborozada le anuncia la
llegada de… Alfredo. Los jóvenes se funden en
un intenso abrazo. Luego hacen planes para una
vida en común llena de amor y felicidad lejos de
la ciudad (Dúo: Parigi, o cara). Violetta se siente
bien y quiere vestirse para salir pero la dura realidad se impone. Cae sin fuerzas en brazos de Alfredo. Aún tiene resistencia para lamentarse de su
triste destino, el de morir tan joven y tan amada.
"DUP***
La habitación de Violetta donde la joven
yace atacada irremisiblemente por la tuberculosis. La misma estancia, deteriorada y despojada
de objetos, parece un reflejo de la vida de la joven
que se va diluyendo. La fiel Annina sigue con ella
pendiente de todos sus deseos y necesidades.
También el doctor Grenvil, uno de sus amigos de la época esplendorosa, acude diariamente
a saber de su estado, Aunque sus palabras son animosas, cuando se dirige a Annina es sincero dándole cuenta de la gravedad del mal. De la calle
llegan los ecos del carnaval que la ciudad festeja
ruidosamente.
Acompañado de Grenvil llega Germont
para también él pedir perdón a la moribunda.
Violetta le ofrece un medallón con su rostro a Alfredo diciéndole que sea feliz cuando encuentra a
otra mujer pero que nunca la olvide a ella que por
los dos rogará en el cielo entre los ángeles.
Violetta lee la carta enviada por Germont
donde le participa que en el duelo Douphol ha
resultado herido pero mejora y que Alfredo, enterado ya de su sacrificio, vendrá a pedirle perdón
(Recitado: Teneste la promessa). Violetta sabe, sin
embargo, que ya es tarde para ella, aunque Grenvil le haya dado esperanzas. Nostálgica pero serena recuerda su pasado como en una especie de
resignada despedida (Aria: Addio del passato).
De pronto, Violetta siente que se encuentra repentinamente mejor, sus dolores han desaparecido, está renaciendo. Vana esperanza. Cae
fulminantemente muerta (Final: Ah, Violetta!...
Voi, signor!...).
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donde literalmente dar voz a asuntos urgentes,
plagados de reflexión política y social: en 1642
Monteverdi dejó dicho que ni el más bello terciopelo camufla la crueldad de los líderes tiranos,
en 1786 Mozart y Da Ponte convirtieron el canto
de Fígaro en himno del hasta aquí hemos llegado
(“si queréis bailar, señor condesito… la guitarrita
la voy a tocar yo”), en 1830 media Bélgica saltó
de sus butacas a hacer la revolución, conmovida por la ejemplar heroicidad de “La muda de
Portici”…
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Hay espejos que dan miedo y, quizás por
eso, nunca el envoltorio de un personaje –sus vestidos y cuidadas pelucas, el aspecto de su casa y
sus muebles- había dado tanto que hablar en la
familia operística.
Desde sus valientes años de inauguración,
la ópera seria quiso presentarse como heredera
del universo teatral griego, esforzándose por dejar
bien claro que el dolor y la pérdida eran asuntos
de los que teníamos que hablar. Pronto invitó al
público a reconocerse en las emociones de sus
personajes y se esforzó por conseguir que todos
acabaran llorando juntos, en un acolchado oasis
de complicidad en el que cada espectador podía
conmoverse con miedos, adioses y desamores que
en realidad eran suyos.
En aras de la tranquilidad, los empresarios
y libretistas trataron durante siglos de barnizar
estas fiebres con tácticos marcos de lejanía argumental: si la obra no era cómica, la cordura y el
pragmatismo de taquilla obligaban a ambientar
todas estas tramas en épocas perdidas y parajes
remotos, garantía segura de que ningún distinguido dueño de palco se reconocería en las ropas
o los tocados de los personajes denunciados. Era
una norma no escrita pero por todos conocida y
por todos aceptada, que permitía mantener a los
distintos clanes en ese cómodo y tibio universo
de los retratos retocados y el tengamos la fiesta
en paz. Ni siquiera las apasionadas tormentas del
XIX, con sus nuevas banderas de revolución e impulso, pusieron mucho empeño en cambiar estas
cláusulas del contrato…
Este pacto entre los habitantes de ambos
mundos –los de dentro y los de fuera del escenario- no tardó en ponerse también al servicio de
lecturas y reflexiones sociales: además de venir a
hablar de amores y despedidas, algunos valientes
personajes quisieron entrar en otras cuestiones,
utilizando su particular tribuna para denunciar
las grietas de sus tiempos y llamar al cambio. La
ficción, prima-hermana de nuestras verdades, encontró así en la ópera un nuevo y poderoso reino
(la femme fatale, con su irresistible y conveniente
confusión de ingredientes): era un retrato a voz en
grito de la hipocresía y las miserias de una época
llamada moderna pero apellidada ancestral.
…hasta que un hombre -tan leal al teatro
como a su presente- vino a reinventarlo todo, convencido de que la ópera y el público ya teníamos
edad para hablar de lo nuestro a las claras. Si el
espejo nos devuelve rasgos que no nos gustan –pareció venir a decir- va siendo hora de que lo afrontemos sin disfraces de paños calientes. Si hay traviatas muriendo solas en nuestras calles y nuestras
almas –apuntó con precisión en las acotaciones de
una partitura irrepetible- dejemos ya de decir que
eso sólo sucede en otras casas y otros siglos.
El convencimiento de que las voces y la orquesta tenían que ocuparse de los anhelos y las lagunas sociales de su tiempo, había acompañado al
genio desde la cuna. A mediados de la década de
1810, cuando el futuro gran Verdi era aún el niño
Giuseppe, su Parma natal vivía el acoso de una
plaga despiadada e inclemente conocida como
ocupación napoleónica. En medio de muchos días
terribles de hambre y miedo, el pueblo de Le Roncole presintió uno especialmente trágico cuando la
llegada de los ejércitos enemigos empezó a advertirse desde el alba, con un fragor de timbre ronco
y crescendo imparable que nunca faltaría después
en las orquestas del compositor. Aunque las mujeres intentaron proteger a los niños en la iglesia, las
tropas entraron en el templo sin dificultad alguna,
arrasando con lo que encontraron a su paso como
una bestia enfurecida. En medio de tanto horror
de miedo y cadáveres impronunciables, Luigia
consiguió esconder a su pequeño Giuseppe entre
las húmedas paredes del estrecho campanario, salvando la vida y el futuro de un hombre irrepetible.
Defendido por las campanas –instrumentos ancianos pero de voz resonante- Giuseppe forjó un amor
titánico por la música, el drama, la libertad y el
heroísmo, como partes indisociables de un mismo
instante y un mismo corazón llamado Presente.
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“La Traviata” llegó al escenario de la Fenice el
6 de marzo de 1853, con la firme promesa de que el
mundo lírico iba a tener que acostumbrase a nuevos
tiempos de madurez, reflexión y sinceridad.
Su estreno vino acompañado de radiantes
luces y olorosos ramos de flores y todo en su inventario garantizaba un éxito del más puro embeleso decimonónico: había una mujer fatal envuelta
en lujo y osadías, había coloraturas y bel canto de
élite, había romance prohibido y apasionado, había una orquesta poderosa como el sol, había un
rico cargamento de malentendidos y fatalidades,
había tiempo para un último beso de reconciliación, había trágico final para la dama descarriada,
había redención salvadora porque –ora pronobis- el
amor lo puede todo. Nada en la puerta avisaba de
que, aparte de la gloriosa calidad del gran compositor de moda, el futuro estuviese vigilando tan de
cerca para colarse entre las rendijas de cada puerta y cada ventana. Y sin embargo, así fue. Porque
Traviata no era sólo una bellísima nueva versión
de la taquillera fórmula comercial del momento
A los nueve años, era ya el organista de
aquella iglesia y su talento era tan evidente que
un mecenas llamado Antonio Barezzi –memorable comerciante al que la Historia de la Música
se en la ciudad y aprendiese de todo lo que allí se
cantara, desde el escenario de la Scala hasta la más
espontánea de las voces callejeras. La arrebatadora
belleza de lo cercano y lo real -con sus miserias y
sus ternuras- fue quedándose en Verdi a la vez que
aprendía las recetas y los atajos de la escritura operística, en una rara alquimia que cambiaría para
siempre el curso de la música hecha teatro.
debería gratitud eterna- hizo lo que en su mano
estuvo por que Giuseppe estudiara composición.
Incluso cuando el joven viajó a Milán y fue rechazado en las pruebas de acceso al conservatorio
(centro de tanto prestigio que hoy puede lucir el
nombre de ese mismo muchacho al que entonces
ignoró con alarmante falta de miras), el señor Barezzi asumió los gastos para que Verdi se queda-
“La Traviata” es resultado indiscutible de
esa mezcla, heredera de la sabiduría operística que
la escuela italiana ostentaba desde hacía siglos y de
una nueva mirada a la realidad del presente, plasmada en un modo diferente de retratar el mundo
mediante colores vocales y orquestales de nuevo
cuño. Nadie sabía entonces que aquel joven sería
el autor del más trascendente cambio de la lírica
italiana: una revolución equiparable al gran impulso dado por Monteverdi o al heroico capítulo escrito por Mozart, traedora de una nueva forma –un
nuevo compromiso- de fundir música y teatro.
dramática, para el fatal desenlace- Verdi buscaba
otros retos. Convencido de que el arte tenía que
servir para mucho más que para conseguir embeleso con su belleza, quiso embarcarse en una
épica búsqueda de grandeza teatral que no terminaba de encontrar en casi ninguno de sus antecesores belcantistas: quería teatro puro, teatro
emocionante, teatro útil.
Como quien memoriza el mapa de un tesoro, leyó y releyó a Shakespeare, en una titánica
empresa personal destinada a que la ópera consiguiera hacerse con el prodigioso y escurridizo
arte de narrar con acciones y trozos de vida. El
bel canto había conquistado cimas impensables
de belleza lírica pero, en su devoción por la voz, se
permitía en más de una ocasión desatender otras
cuestiones de calidad escénica y narrativa… para
ellos lo importante de verdad era el esplendor vocal y, con tal de garantizarlo, poco importaba que
la acción perdiese hilo ente aria y aria, o que los
personajes enrarecieran la trama con decisiones
huecas y desconcertantes, muy apropiadas quizás
para justificar una nueva sesión de belleza lírica pero no tanto para construir el curso de unos
acontecimientos poderosos y significativos.
Mientras Italia crujía desde sus cimientos
por convertirse de una vez en ella misma, Verdi
se hacía con los secretos de una de sus principales
banderas –la ópera, la Ópera- como quien se prepara para una misión de héroes. Con cuidado de
cirujano, estudió las posibilidades expresivas conquistadas por el bel canto y su radiante imperio
de voz hecha emoción, fascinado ante escenas de
“Lucrezia Borgia” o “Lucia de Lammermoor” que
quedaban impresas en su mente como descubrimientos históricos y reveladores. Como confirma
la primera aparición de Violetta, con esa entusiasta –ansiosa, casi obligada- muestra de alegría
y sensualidad vocal que es el aria “Sempre libera”,
Verdi nunca dejó de admirar el arte melódico y
orquestal de sus grandes ancestros belcantistas.
Pero como confirma también la evolución de esta
heroína, que madura de acto en acto hacia un
retrato de pinceladas estremecedoras en su realismo físico y musical -cuántas veces escribieron
después los sabios que, para cantar a Violetta, harían falta tres sopranos distintas: una ligera para
el inicio, otra lírica para el desarrollo y otra más, la
Esta dificultad de hermanar las verdaderas esencias y ambiciones del canto y el teatro se
había ido heredando en la familia operística -con
heroicos pero muy contados paréntesis- hasta
que Verdi vino para recoger la toalla del suelo del
cuadrilátero, decidido a no volver a soltarla nunca
más: puesto que sus personajes venían a hablar
de asuntos verdaderos, su construcción y su madera tenían que ser sinceras y creíbles, en un nuevo marco de representación donde, por ejemplo,
no tenía ya sentido que, a punto de morir en la
última escena -sin una gota ya de fuerza ni esperanza, víctima de una enfermedad vergonzante e
incurable-, Violeta se enzarzara en un nuevo alarde de virtuosismo vocal como habrían hecho sus
antecesoras Lucia o Lucrezia.
franceses y austríacos, Verdi se convertía en una
voz de esperanza y cambio, a su modo tan eficaz
como Mazzini o Garibaldi, porque sabía entender y denunciar –como haría más adelante en “La
Traviata”- las injusticias que estrangulaban a sus
contemporáneos.
Cuando la novela “La dama de las camelias”, de Alejandro Dumas, llegó a su fábrica de
personajes, Verdi era ya un compositor muy querido por aquella extraordinaria capacidad para
empatizar con los rasgos, las necesidades y las preocupaciones de sus contemporáneos. Sus inicios
habían sido arduos y escalonados, con experimentos, aventuras y arenas movedizas –Oberto, Rey
por un día- que no siempre convencían al público.
No obstante, eran éstas las semillas de un fenómeno artístico y social que estaba ya en imparable
cuenta atrás: en 1842 Verdi plantó en los escenarios un ciclón llamado “Nabucco”, colosal obra de
arrojo y movimiento sobre el drama del destierro
judío de Babilonia, que prendió en el público de
Milán como un aullido de liberación nacional.
Empezaba así una alianza inquebrantable con su
tiempo y su gente –con su hoy- que el compositor
mantendría a fuego hasta su muerte: cuando Italia entera estaba rota en un desgranado mosaico
de abusos e invasiones, Verdi denunció el dolor
de su tierra por medio de un gigantesco elenco
de esclavos deportados que, con el colosal salmo
compartido “Va, pensiero”, cantaron a la patria robada. El himno quedó convertido, desde aquella
noche, en una de las más queridas banderas del
pueblo italiano y mientras la década de 1840 asistía a la intensificación de los movimientos revolucionarios de unificación y libertad contra intrusos
Empezó así lo que el propio Verdi bautizaría después como sus “años de galeras”, época
frenética de búsqueda y producción desbordante
en la que “Ernani”, “Los dos Foscari”, o la primera versión de “Macbeth” fueron conquistando un
creciente dominio de la intuición teatral y la flexibilidad expresiva. Todavía no habían llegado los
tiempos en que tuviese libertad plena para elegir
plazos, argumentos o intérpretes frente a las directrices dadas por los teatros, pero ya encontró
ciertas alas para desplegar muchas de las ramas
que, en un futuro cercano, consolidarían el estilo
personal que sí es pleno en “La Traviata”: enamorado de las voces de talla rotunda y poderosa
y de una paleta rica en colores con la que mostrar
distintos perfiles vitales, nadó entre historias de
personajes anchos y heroicos, construidos por libretistas de asentada fama siempre en estrecha
colaboración con el compositor. Su música viajaba ya por todas partes y los mejores editores
se batían en duelo para vigilar por los cuidados
y remuneraciones de la apetitosa producción del
nuevo ídolo operístico italiano.
Con este bagaje, en los preámbulos de
1850 Verdi inauguró con “Luisa Miller” lo que
los estudiosos acordaron en llamar su etapa de
madurez, capítulo espléndido donde su estatus
ya le dejaba moverse con una mayor autonomía
de criterio y en el que su escritura siguió progre
estremecedora galería de personajes nuevos -titánicos en su marginalidad y diferencia-, donde
Violeta apareció para decir sus verdades. Mantenía
siempre un compromiso de hierro con la denuncia
de aquellas fisuras sociales instaladas en su realidad contemporánea, atreviéndose a retratar desde
los dolorosos marcos de la tragedia aquellos rasgos
menos favorecedores del tiempo en que vivía. El
bufón de cuerpo deforme, la cortesana repudiada,
la gitana perseguida… los personajes verdianos ya
no eran héroes al uso -vestidos de guerrero o princesa y en lucha por causas amplias y ejemplares-,
sando hacia una creciente intensidad teatral, con
una dirección narrativa cada vez más compacta y
poderosa. Ya no era solo un compositor experto
sino también un dramaturgo de altura, capaz de
crear mitos reveladores y universales con los que
desgarrar el alma y despertar la conciencia: en la
trilogía central formada por “Rigoletto” (1851),
“El Trovador” (1853) y “La Traviata” (1853) perfeccionó la unidad y fluidez de su discurso musical y se enzarzó en crecientes instrucciones a sus
libretistas para que reescribieran y adaptasen los
textos cuanto hiciera falta. Fue así como nació una
sino seres señalados y excluidos, con crueles heridas ante las que los orgullosos tiempos modernos
seguían siendo esquivos y primitivos.
como Violetta Valery para después negarles todo
derecho y saludo; y la responsabilidad del presente
no podía ya excusarse tras antifaces del ayer.
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Éste era ya un esfuerzo por retratar a su
tiempo que iba más allá de la prodigiosa capacidad con que Verdi entendía a los pueblos y sus impulsos políticos: la adaptación de “La dama de las
camelias”, con sus escenas de falsa felicidad parisina y duro destierro social en una apartada casita
de campo, con sus frases castigadas (atreverse a
clamar “sempre libera” -“siempre libre”- pasaba
factura) y sus sentencias inamovibles (“el incauto
que se busca la ruina hechizado por vos”)… todos aquellos ingredientes que daban cuerpo a la
historia de la cortesana peligrosa y repudiada eran
asuntos que Verdi conocía de sobra, y que podía
describir a la perfección antes incluso de abrir el
libro de Dumas y sin necesidad de salir de su propia casa. Igual que sabía del calor del éxito económico y popular, el compositor conocía también
la terrible amargura de la exclusión y el rechazo,
especialmente cruel en el caso de algunas mujeres de aquellos llamados tiempos modernos.
La férrea decisión de Verdi a abordar estas
cuestiones ásperas e incómodas chocaba sin remedio con el miedo de los teatros y la censura de las
autoridades. Como –hasta la llegada de Traviata,
lo prioritario para él era que aquellos asuntos subieran a la tribuna, mantuvo aún en “Rigoletto”
la antigua tradición del camuflaje amparado en la
lejanía temporal: decidió adaptar la obra de Victor Hugo “El rey se divierte”, prohibida en Francia durante cincuenta años por haberse atrevido
a mostrar las depravaciones de un líder tirano y
abusador y ante la negativa escandalizada del comité de evaluación, Verdi consistió aún en cambiar nombres y lugares hasta que los responsables
terminaron por admitir la propuesta. El personaje del monarca francés Francisco I fue sustituido
por un duque de la lejana Mantua renacentista y
“Rigoletto” resultó una obra audaz y estremecedora, en perfecta reunión de brillante música y
drama desolador. Nunca se había visto nada igual
sobre un escenario operístico, pero Verdi sentía ya
que era hora de cambiar las cosas.
Tras años de luto por perder a su primera
esposa, Verdi se había vuelto a enamorar, pero su
elección disgustaba en esa sociedad de censura y
abanicos en que debía moverse, y la pareja terminó viviendo aislada, como Violeta y Alfredo, sin
esperar ya invitaciones ni respuestas y cerrando las
ventanas para no oír ni el silencio del menosprecio.
En la preparación de “Nabucco” había conocido
a Giuseppina Strepponi, una soprano joven y de
timbre delicado que se dejó el alma y las cuerdas
vocales cantando su personaje de Abigaille en las
casi sesenta funciones que demostraron el sonado
En su búsqueda de una proximidad distinta, que pusiera foco sobre cuestiones incómodas y
lacerantes que él consideraba imposibles de aplazar, fue Traviata quien vendría a saltarse de una vez
el protocolo de lo impronunciable: traía esta ópera
un retrato de la hipocresía con que tantas sociedades jugueteaban con el hermoso brillo de muñecas
sin posibilidad de regreso. Mientras había sido una
estrella, sus apasionados amores se consideraban
parte del hechizo de toda artista y ni siquiera los
hijos que tuvo –soltera- con un afamado tenor resultaban una cuestión en exceso incómoda para
los teatros y sus diferentes tribus. Pero en cuanto su luz de aspirante a diva empezó a apagarse
–como le sucede a Violeta en la ópera, a causa de
la enfermedad que la devora por dentro-, el encanto de lo excéntrico se rebautizó como reprobable y
éxito de la producción. Aunque la intérprete había
comenzado una aplaudida y centelleante carrera
en Italia, a fuerza de exceder sus apariciones y de
aceptar papeles lucidos pero arriesgados, sus posibilidades comenzaron a empañarse mucho antes
de lo debido. Según sentenciaron numerosos expertos (venidos a diagnosticar después del terremoto), el personaje de Abigaille era demasiado
ancho para la voz de Strepponi y la soprano, con
apenas treinta años, tuvo que dejar los escenarios
marginal y toda su vida anterior pasó a señalarse
como un error contagioso e imperdonable. Lo mejor, en estos casos, era desaparecer tras cortinas o
fronteras de vergüenza y destierro y por eso Strepponi huyó a Francia, dispuesta a contar décadas
de vacío y flores marchitas. Pocos años después,
Verdi fue a visitar a su antigua cantante en su exilio parisino y comenzaron una historia de amor y
compañía que duró ya mientras vivieron. Se casaron casi a solas y, aunque intentaron hacerse aceptar, terminaron dándose por vencidos y, como los
protagonistas de “La Traviata”, se retiraron con sus
nombres gemelos a una villa lejos de todo, con los
árboles y el piano como únicos testigos.
profundo de una serenidad recién descubierta
pero apenas disfrutada, rota en pleno vuelo por la
sanción social y la cuenta atrás de la tuberculosis:
de ahí que, aunque en el primer acto Violetta ría
embriagada en vertiginosas guirnaldas de coloratura como las que hubiesen escrito los maestros
belcantistas, a medida que la tragedia avanza, su
voz adquiere un color y un fraseo nuevos y dolientes, entre la belleza de un amor grandioso y la tos
entrecortada de una muerte inaplazable.
El público no estaba preparado para verse en
un espejo semejante y la dirección del teatro veneciano de La Fenice cambió vestuario y decorados
para que, al menos visualmente, la historia quedase
ambientada en el lejano siglo XVII. Esta vez, sin embargo, Verdi no consintió que se cambiase nada en
las acotaciones de la partitura: durante cerca de cincuenta años se mantendría la convención escénica,
partidaria de tapar las indicaciones de los autores
bajo disfraces de tatarabuelos y pesadas alfombras,
pero el tiempo pasaría y los escenarios pudieron
mostrar a Violetta vestida con las mismas ropas con
que Giuseppina acudía semioculta a las óperas de
su marido, cansada de que la llamada gente de bien
juzgase su vida sin siquiera saludarla.
Conociendo esta desgarradora coincidencia de rasgos y episodios entre la novela referente
y la vida de su propia esposa, no sorprende que, al
adaptar “La dama de las camelias”, Verdi defendiera ya sin paliativos la necesidad de ambientar
la ópera en su más cercano presente: ese ecuador
del siglo XIX donde los honorables habitantes de
los palcos gustaban de llamarse modernos, sin
prestar atención a los muchos prejuicios e injusticias que mantenían desde tiempos inmemoriales.
Las indicaciones impresas en el libreto y la partitura de “La Traviata” la convertían en el primer
drama operístico de denuncia contemporánea y
el primero también en contar la historia de una
heroína marginada, muerta además en escena a
causa de una enfermedad contagiosa y no como
víctima de guerras, asesinatos o accidentes. Su
construcción vocal reflejaba, con inédito realismo de colorido y texturas, el camino de Violetta
Valery desde el brío ligero y noctámbulo de una
vida ansiosa y expuesta, hasta el dramatismo
A diferencia de Violetta y Alfredo, Giuseppina
y Giuseppe sí pudieron ganarle la partida a un tiempo que no los entendía: vivieron largos años juntos y
consiguieron acompañarse en el último paseo como
dos ancianos venerables. En unas décadas, además,
el teatro consiguió fascinado seguir los rumbos que
Verdi había propuesto en las acotaciones de Traviata, y llegaría el día en que todos podrían asomarse
al escenario como a un espejo sin mentiras. El hoy
podía ya, por fin, vestirse de sí mismo.
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Director musical: Hartmut Haenchen
Director de escena: Alex Ollé (La Fura dels Baus)
(con la colaboración de Valentina Carrasco)
Escenógrafo: Alfons Flores
Figurinista: Lluc Castells
Iluminador: Urs Schönebaum
Director del coro: Andrés Máspero
Florestan: Michael König
Leonore: Adrianne Pieczonka
Rocco: Franz-Josef Selig
Marzelline: Anett Frisch
Jaquino: Ed Lyon
Don Pizarro: Alan Held
Don Fernando: Goran Juric’
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
27, 30 de mayo
2, 5, 7, 11, 14, 17 de junio de 2015
20.00 horas; domingos, 18.00 horas
"SHVNFOUP
'JEFMJP
3BGBFM#BO¡T
le sigue Leonora, vestida como Fidelio y
cargada con pesadas cadenas. Rocco
interpreta el esfuerzo de Fidelio como
una prueba de amor hacia su hija, y
en un magnífico cuarteto (Mir ist so
wunderbar…), que se aleja del ligero
ambiente de singspiel
del comienzo de la
ópera, a modo de
presagio de la
La acción ocurre en una prisión cercana a
Sevilla, a finales del siglo XVIII
"DUP*
En el patio de la prisión, Marzelline, la hija
del carcelero Rocco, se burla de su pretendiente,
Jaquino, que trabaja como portero en la prisión
(dúo: Jetzt, Scjätzchen…), pues se ha enamorado del nuevo ayudante de su padre, Fidelio, que
no es otro que Leonora, la mujer de Florestán un
prisionero encarcelado por motivos políticos por
el gobernador Don Pizarro.
Leonora ha entrado atrabajar en la prisión
para liberar a su esposo. Al quedarse sola, Marzelline da rienda suelta a sus sentimientos, en los
que expresa su deseo de casarse con Fidelio
(aria: O wär ich schon…). Entra Rocco,
intensidad que dominará la segunda parte, los
cuatro personajes expresan sus emociones. Pero
Rocco vuelve a traernos a la realidad cuando dice
que para un buen matrimonio hace falta dinero
(aria: Hat man auch nicht Gold beineben…). Fidelio quiere comprobar hasta dónde llega la confianza de Rocco, que se ha encariñado tanto con
su ayudante que ya lo considera como un hijo,
pidiéndole le deje acompañarle cuando baje a
la celda subterránea donde sospecha que está
encerrado su esposo (terceto: Gut, Shönchen,
gut….).
Vuelven Rocco y Marzelline, y Leonora
(nuevamente en su papel de Fidelio) convence
a Rocco de que deje salir a los prisioneros, con
el fin de encontrar a Florestán. Los prisioneros
salen al patio y ensalzan su libertad en un bellísimo coro (O welche Lust!...), con el que comienza
el final del primer acto. Rocco anuncia a Fidelio
que ha obtenido el permiso para que se case con
Marzelline y que tendrá que acompañarle a una
celda subterránea para ayudarle a cavar una fosa
destinada a un misterioso prisionero que allí yace
(dúo: Wir müssen gleich…). Jaquino y Marzelline
entan apresuradamente, anunciando la llegada
de D. Pizarro (cuarteto: Ach, Vater, eilt!...). El gobernador reprende a Rocco por haber dejado salir
a los presos, pero el carcelero le responde que lo
ha hecho para celebrar la onomástica del rey. Los
prisioneros vuelven a sus celdas despidiéndose
de la libertad perdida (coro: Leb wohl, du warmes
Sonnenlicht…).
Al son de una marcha entran los soldados,
seguidos por el cruel gobernador de la prisión,
Don Pizarro, que lee un despacho anunciando una
visita sorpresa del ministro Don Fernando, quien
ha sido informado de unas detenciones injustificadas. Don Pizarro piensa que es el momento de
librarse de su mayor enemigo, Florestán, en un
aria con coros que expresa toda su sanguinaria sed
de venganza (aria: Ha¡ Welch ein Augenblick!...).
Pizarro llama a Rocco a un lado y trata, sin éxito,
de obtener su ayuda para cometer el asesinato.
Pero Rocco no quiere mancharse las manos de
sangre, y sólo accede a cavar la fosa: será Don Pizarro quien aseste el disparo mortal (dúo: Jetzt,
Alter, jetzt hat es Eile!...). Los dos hombres salen y
entra Leonora, que ha escuchado la conversación
y, después de maldecir a Don Pizarro, reafirma su
esperanza y su resolución de salvar a su esposo, en
su gran escena con recitativo accompagnato (Abscheulicher! Wo eilst du hin?...) y el aria en dos secciones, la primera lírica (Komm, Hoffnung….) y
la segunda más agitada, inspirada en la cabaletta
clásica (Ich folg´dem innern Triebe…).
"DUP**
Una sombría introducción orquestal nos
sitúa en el lóbrego calabozo donde está recluido
Florestán, quien en un recitativo accompagnato,
maldice la oscuridad pero acepta resignado la voluntad de Dios (Gott! Welch’Dunkel hier!...). En
su gran aria lamenta la pérdida de su felicidad
pasada por haber expresado sus ideas (In des Lebens Frühlingstagen…) y termina con una visión
de Leonora como su ángel salvador (Und spür’ich
nicht…). Entra Leonora con Rocco, para descubrir una cisterna abandonada que habrá de servir
de fosa’para Florestán. La mujer trata insistentemente de descubrir la presencia de su esposo
(melodrama y dúo: Nur hurting for…). Cuando
la tumba está preparada, Florestán se estremece.
Pide a Leonora y Rocco ayuda y agua, Leonora
al oír su voz, tiene un terrible presentimiento.
Rocco permite a Leonora que traiga vino y pan
que ofrece a su esposo como una forma de comunión mística (trio: Euch werde Lohn in bessern
Welten…). A una señal de Rocco entra Don Pizarro. En un trepidante cuarteto (Er sterbe!...), Don
Pizarro descubre su identidad a Florestán, quien
lo acusa de asesino. Cuando el gobernador saca
su puñal, Leonora se interpone ante él, revelando
su auténtica personalidad. En un momento de
de enorme eficacia dramática, Leonora apunta
con una pistola mientras una trompeta desde el
exterior anuncia la llegada del ministro Don Fernando. Rocco y Don Pizarro abandonan la celda
y Florestán y Leonora celebran apasionadamente
su reencuentro (dúo: O namen lose Freude!...).
La escena final transcurre en el patio de armas de la prisión que arranca a ritmo de fanfarria.
La gente del pueblo y los prisioneros se han reunido para saludar al ministro, que entra acompañado de Don Pizarro (coro: Heil sei dem Tag!...).
Don Fernando reconoce a su amigo, al que creia
muerto y ordena arresten a Don Pizarro. Marzelline reconoce con estupor que Fidelio es Leonora,
quien tiene el privilegio de liberar de las cadenas
a su esposo, en un momento de unción casi religiosa (O Gott! Welch ein Augenblick…). La ópera
termina con un coro que recuerda el final de la
novena sinfonía, que ensalza la virtud de Leonora y el triunfo del amor conyugal (Wer ein holdes
Weib errungen, stimm´unser Jubel ein)
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preexistentes: que Papageno sea el equivalente
del tradicional Hanswurst excede cualquier ponderación), pero incorporando además la música
litúrgica de tradición nórdica y las formas instrumentales más eruditas, como la fuga:
Más allá de la categoría insuperable de su
música, Fidelio es, por muchas razones, una obra
singular: jamás un compositor se habrá interrogado acerca de la naturaleza estética y la función
social del teatro lírico con el empeño y la profundidad con que lo ha hecho Beethoven en su única
contribución al género. Para el músico, el hecho
de abordar la escritura de una obra de tales características era ya un problema en sí mismo. Componer una ópera implica responder a una pregunta
previa: ¿qué clase de ópera?. En nuestro siglo, Debussy, Berg, Zimmermann o Messiaen se enfrentaron a idéntico interrogante. No se trata tan sólo
de elegir y trabajar en el interior de un género,
sino, y sobre todo, de explorar la significación del
género mismo y sus posibles variantes.
Pamina, Tamino, la Reina de la Noche,
proceden del universo de la tragedia neoclásica
y del virtuosismo italianista, pero la intervención
de los gehärnische Menschen en el Acto II es un
sobrecogedor coral variado de la más depurada
línea polifónica luterana: un evidente homenaje
a Bach, incluido a su vez en una estructura sinfónicamente unificada desde el punto de vista
armónico. Todo ello, al servicio de un mensaje
nítidamente progresista (y feminista, al defender
el derecho de la mujer a la iniciación masónica en
pié de igualdad con el varón), el de la francmasonería, que en aquél momento acogía en su seno
las más granadas inteligencias de la Viena de la
Aufklärung.
Es profundamente revelador que Beethoven no se plantee una reforma del código (como
ha sido el caso de Gluck) ni tampoco la posibilidad de articular un modelo dramático nuevo
(como hará Wagner más tarde). Entre las posibles
pautas a seguir solamente hay, a su juicio, un precedente de verdadera categoría: Die Zauberflöte.
Mozart ha materializado ahí una especie de summa theologiae de todo lo musicalmente enunciable, introduciendo personajes de ópera seria en
el seno del Singspiel, que era la forma del teatro
musical autóctono en el mundo germanohablante (y dignificando hasta lo sublime los arquetipos
Como se sabe, el encargo beethoveniano
procedía del Teatro An der Wien, donde la obra
de Mozart se había estrenado doce años atrás con
arrollador éxito: en su propio catálogo, el músico
salzburgués la describe como ópera, de modo que
Beethoven contaba con un precedente incuestionable para cumplir el encargo en idéntico registro. Es sabido que, inicialmente, el compositor se
dirigió hacia Vestas Feuer, un texto de Schikaneder, el libretista de Die Zauberflöte, en la línea de
ese breve revival de la opera seria metastasiana
en su variante de ópera de romanos que se había
producido con ocasión de las guerras napoleónicas, pero pronto abandonó la idea a favor de
otro libreto de Jean Nicholas Bouilly que ya había dado lugar a sendas obras de Pierre Gaveaux,
Ferdinad Paër y Simon Mayr que, según parece,
se inspiraba en hechos realmente acontecidos en
Paris durante la época del Terror: el equivalente
a Florestan se llamaba René de Samblancay y el
de Don Fernando era un oficial apellidado SaintAndré, enviado por Robespierre (tema para una
reflexión feminista: desconocemos el nombre de
la verdadera Leonore). Bouilly había trasladado la
acción a España a beneficio del anonimato de sus
protagonistas.
esencial, el tratamiento de su protagonista femenina: Fidelio es una de las escasísimas óperas en
que la mujer ni es una víctima inocente y sumisa
ni una figura de perfidia, sino el agente argumental par excellence, la heroína que tiene que recurrir al travestismo para llevar adelante su glorioso
cometido como encarnación del amor y de la fidelidad, virtudes convertidas en revolucionarias
gracias a su determinación y su osadía.
En cuanto a la elección de la forma dramática, conviven en ella tanto el deseo de integrarse en la tradición nacional como el de dilatar el
camino emprendido por su inmortal predecesor:
así, elegirá esa forma de teatro popular al entenderlo como el mejor vehículo para trasmitir un
mensaje políticamente comprometido y, al tiempo, ampliar la concepción formal en sí misma,
como contribución al establecimiento, que cree
definitivo, de un género que, pidiéndole prestada
la expresión a Antonio Gramsci bien podríamos
definir hoy día como inequívocamente nacionalpopular (bien pronto, Der Freischütz dilatará esa
misma trocha, abriendo de par en par el futuro
romanticismo operístico). A todo lo cual hay que
añadir el paradigma político de actualidad: la
ópera postrevolucionaria francesa, organizada de
acuerdo con un modelo similar al del Singspiel:
la opéra-comique, que alterna igualmente el canto
con la palabra hablada, como reacción frente a la
Tragédie mise en musique propia de la Académie
Royal parisina.
En la elección beethoveniana del libreto
(que, pese a otros testimonios en contra, parece
hoy día demostrada), el fondo ético y político del
tema parece ser el factor determinante: se sigue
el modelo, entonces muy frecuente en la dramaturgia revolucionaria, de lo que se conocía en
alemán como Rettungs-oper (ópera de rescate),
en la que se asiste a un enfrentamiento entre el
Deber y la Ley, a beneficio de aquél en demérito
de una justicia emanada del despotismo ilustrado y, por tanto, injusta desde sus mismas raíces:
es fácil, obligado incluso, trasladar ese dilema a
cualquier forma de revuelta popular en cualquier
lugar del mundo capitalista en el tiempo presente. La universalidad de la anécdota de Fidelio —no digamos ya de su música— es absoluta
en el tiempo y en la geografía. Aspecto aún más
Los años comprendidos entre la muerte de
Mozart y las décadas iniciales del XIX fueron, desde el punto de vista de Beethoven, los más estériles en la historia operística de Viena (y no sólo
la naturaleza excelsa de su música, se basaban en
argumentos que estimaba superficiales y frívolos,
cuando no inmorales, como en el caso de Così fan
tutte (opinión compartida por Wagner y la mayoría de los románticos).
por la música: en alguna ocasión afirmó explícitamente que los escritores alemanes no servían para
libretistas). Lo que no está reñido con el éxito:
Die Edle Rache (Franz Süssmayr), Der Dorfbarbier (Johann Schenk), Der Augenartz (Adalbert
Gyrowetz) u Ostande (Joseph Weigl) conocieron
centenares de representaciones en los años finales del XVIII, pero ninguna de ellas colmaba las
aspiraciones de Beethoven, para quien el éxito de
público no redimía unas obras, a su juicio, estéticamente indefendibles. Tampoco aprobaba la
trilogía de Mozart y Da Ponte que, más allá de
Por otra parte, Beethoven experimentaba
una profunda aversión hacia la música italiana,
con sus agilidades, colorature y exhibicionismo
vocal (opinión no lejana de la del último Mozart:
es harto significativo que en Die Zauberflöte sea
justamente la Reina de la Noche, el personaje
el lógico e invencible deseo de rendir tributo a su
excepcional categoría sinfónica.
negativo, quien recurra a tales artificios). Para el
autor de Fidelio, la ópera debía asumir la misma
naturaleza hondamente ejemplar y edificante
que intentaba imbuir en su propia música instrumental. Más allá de su confesado entusiasmo
por Cherubini y por otros autores como Méhul
y Spontini, Beethoven admiraba igualmente la
categoría de sus libretos. Con el cambio de siglo, la obras francesas habían desembarcado en
Viena con abrumadora acogida: a la Lodoïska de
Cherubini siguió un año más tarde (1803) el encargo de Faniska y en las temporadas sucesivas lo
hicieron las composiciones de Dalayrac, Méhul,
Gaveaux, Boïeldieu, Yssouard, Berton, Spontini, Méhul y Lesuer, todo ello antes de 1805,
justamente cuando Beethoven estrenaba la primera versión de su ópera, iniciada más o menos
contemporáneamente con la composición de
la Sinfonia Eroica y la sonatas conocidas como
Waldstein y Appasionata: el excepcional ímpetu
de estas obras, su inigualable fuerza expresiva y
su tensión formal son coetáneas del esfuerzo y el
sentido de la perfección que le lleva a redactar
tres versiones de su ópera con los títulos sucesivos de Leonora (1805 y 1806) y el ya definitivo
de Fidelio (1814), componiendo no menos de
cinco oberturas para ellas. Alguna de tales piezas
(la conocida como Leonora III) resulta absolutamente impracticable desde el punto de vista teatral al tratarse de un verdadero poema sinfónico
en miniatura, verdadera música narrativa avant
la lettre que anticipa todas y cada una de las peripecias del drama, fanfarria de la llegada de Don
Fernando incluida: la solución convencional de
utilizarla como preludio del Acto.II es una inconveniencia, que solamente puede justificarse por
Musicalmente, Fidelio, como sucede con
sus precedentes mozartianos, dispone su arquitectura con una lógica sinfónica: no sólo por la
importancia que en la obra asume la escritura
instrumental (con episodios de tan considerable
importancia como la introducción a la gran escena de Florestan en el comienzo del Acto.II),
sino por la organización armónica en torno a la
tonalidad de Do mayor, inicial y final de la ópera,
y el importante papel de su dominate, Sol mayor, fundamental del sublime cuarteto Mir ist so
wunderbar del Acto.I y del penúltimo número, el
dúo, no menos glorioso, entre Florestan y Leonora O namenlose Freude, previo a la grandiosa
conclusión. Por lo demás, Beethoven moviliza
otras dos tonalidades subsidiarias a distancia de
tercera mayor de la tónica general y, en ambos
casos, en relación con sus dos grandes protagonistas: la escena de Leonora del Acto.I está en
Mi mayor (que será también la tonalidad de la
última de las oberturas, la empleada en la tercera versión de la obra), mientras la de Florestán
en la celda está, en su gran episodio central, en
La bemol mayor, correspondiente a la evocación
de su esposa (constantemente sugerida por la
tímbrica, al asociarse a las trompas y los oboes),
aunque su comienzo y su final se encuentren
en el tono relativo, Fa menor, correspondiente,
como es lógico, a la tiniebla y la desesperanza
que rodean al protagonista.
Otro rasgo igualmente mozartiano (existente también en el precedente de Cherubini)
es la configuración de los dos grandes finales,
aquí un esquema mítico: el dios moribundo de
la vegetación (se aclara el sentido del nombre
«Florestan») aguarda la llegada de la diosa bisexual (Fidelio/Leonora) para devolverle la vida
y la juventud, para señalar el paso de la oscuridad a la luz solar. El dios invernal (Pizarro)
perece, reemplaza a Florestán en la tumba y la
humanidad celebra la llegada del Año Nuevo con
himnos al matrimonio. La interpretación puede
aún ir más allá, si recordamos cuantos teatros
alemanes, destruídos tras los bombardeos aliados, celebraron su reapertura justamente con
Fidelio, atestiguando su perennidad y su carga emotiva. Ni que decir tiene, la obra, como
ha sucedido con la Novena Sinfonía, ha sufrido
toda suerte de apropiaciones propagandísticas
ocasionalmente espúreas, lo que sitúa en primer término el problema de identificar a su legítimo destinatario.
tonalmente unificados y pródigos en acontecimientos musicales y argumentales, se dirían verdaderas óperas en miniatura. El primero de ellos
contiene además uno de los episodios más conmovedores de toda la historia del teatro cantado: el
coro de prisioneros O welche Lust!, concebido en
la línea expresiva de una genuina música religiosa
con la grandiosa solemnidad de un coral puesto
al servicio de una causa humanitaria, libertaria y
laica. La herencia mozartiana se manifiesta aquí
de forma particularmente significativa: como en
Die Zauberflöte, el Singspiel alcanza aquí una categoría y un propósito que rebasa ampliamente
sus orígenes populares a la busca de un genuino
humanismo revolucionario.
Se ha señalado repetidamente que el personaje del cautivo es una obvia proyección del
aislamiento del propio compositor, generado
por su sordera que, como músico y pianistaimprovisador de genio, intentaba a toda costa
ocultar y de la que ha dejado desgarradora noticia en el texto conocido como Testamento de
Heligenstadt, redactado poco antes de iniciar
su aventura operística. Maynard Solomon ha
elaborado una magnífica interpretación de raíces psicoanalíticas acerca del significado profundo de la obra: Leonora/Fidelio va en busca de
sus propios orígenes, y la liberación de Florestán
no es sólo una liberación del padre/marido, sino
una repetición purificadora del proceso del nacimiento, una penetración en el misterio definitivo de la creación. […] En este sentido, podemos
concebir Fidelio como una ópera acerca de la resurrección tanto como del rescate. Florestán no
sólo está encarcelado, sino sepultado. […] Hay
¿Para qué público, por tanto, está escrita
Fidelio? ¿Para el público formado por los oficiales de las fuerzas francesas de ocupación
de 1805 (que ignoraban el alemán)? ¿Para el
público habitual del Singspiel, al que no podía por menos que desconcertar su seriedad
enunciativa y su carencia de elementos mágicos, fantásticos o exóticos? ¿Para el que, ya en
1814, aplaudía esa desvergonzada parodia de
su propio “estilo heroico” que es la Wellingtons
Sieg mientras se aprestaba para echarse en los
brazos de Rossini? A contracorriente de todo,
trascendiendo su propio código, imbuida de
una voluntad ejemplar y revolucionaria, Fidelio
es un alegato, una genuina pieza de arte militante: militante contra la opresión, contra la
tiranía, y, sobre todo, militante a favor de un
arte en que la belleza sea, tan sólo, una dimensión (inexcusable, eso sí) en la lucha en pro de
la libertad y la justicia.
Su envergadura, su grandeza, su trascendencia,
su desdén para con cualquier forma de halago hacia el aficionado convencional, la convierte en un
admirable monumento erigido en homenaje a la
dignidad humana y a la dignidad del arte como
herramienta educativa. La realidad es que Fidelio ha creado su propio público, lo crea en cada
representación y lo seguirá creando allá donde se
encuentre un espectador con inquietud cultural y
conciencia política.
Pero, sobre todo, Fidelio sigue siendo un
arma arrojadiza contra cuantos -aún hoy- piensan que la ópera es únicamente una forma de
entretenimiento social elegante y una ocasión
para deleitarse en la valoración de la vocalidad.
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$0130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"-:-04"/(&-&401&3"
/6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"Director musical: Plácido Domingo
Director de escena: José Luis Gómez
Escenógrafo: Eduardo Arroyo
Figurinista: Moidele Bicket
Iluminador: Dominique Borrini
Director del coro: Andrés Máspero
Rosario: María Bayo
Fernando: Andeka Gorrotxategi
Paquiro: José Carbó
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
30 de junio y 3, 6, 9, 12 de julio de 2015
20.00 horas
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niños corretean jugando. Majas y majos se divierten manteando un pelele. Entre la muchedumbre,
un torero de moda, Paquiro se pasea bromeando
con los hombres y piropeando a las mujeres. Pepa,
su novia, aparece montada en calesa y es ovacionada por la mayoría de los presentes pues se trata
de moza salerosa de mucha popularidad. Paquiro
y Pepa renuevan sus palabras de amor.
La acción puede situarse en 1800, o sea
contemporánea a la existencia del pintor Goya.
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En Madrid, día de fiesta en una jornada
llena de luz y sol. Al lado del río Manzanares se
eleva la ermita de San Antonio de la Florida. Los
Sin embargo, al aparecer Rosario, dama de
la alta sociedad local que viene en busca de su
amante Fernando, oficial de la guardia real, Paquiro recuerda que no ha mucho fue su pareja
en el Baile del Candil, lugar de no muy buena
reputación. Atraído de nuevo por su porte y belleza la invita a volver a reunirse en el mismo sitio.
Fernando escucha estas palabras y Rosario ha de
calmar sus celos, asegurándole la sinceridad de su
amor. El oficial quiere conocer ese lugar y Rosario
promete que allí irán los dos. Por su lado Pepa
molesta y celosa también, plantea vengarse de la
inesperada rival, mientras la fiesta campestre sigue su curso.
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Tras un hermoso preludio, la escena se sitúa
en un jardín palaciego de Madrid, el de la mansión de Rosario. En esa cálida noche de luna llena, los trinos de un ruiseñor sugieren en Rosario
una melancólica a más de apasionada canción.
Aparece Fernando y desde el balcón de su
alcoba Rosario y él se entretejen en un tierno intercambio de amor correspondido. Pero la hora
del duelo se acerca, las campanadas de un cercano reloj se lo recuerdan a Fernando, no solo la
aparición fugaz de Paquiro.
Fernando se aleja rápidamente dejando a
Rosario inquieta y atormentada por los más crueles presentimientos. Decide seguir al amado pero
llega hasta él demasiado tarde. Oye un grito de
Fernando y Rosario únicamente puede arrastrar
hacia la casa al amado malherido que poco después muere entre sus brazos.
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En el patio del local de baile conocido
como “el del candil”, situado a las afueras de Madrid, se baila el fandango al son de la guitarra. Es
de noche.
Entran Rosario y Fernando y la actitud un
tanto arrogante del oficial despierta el malestar
de los asistentes, especialmente el de Paquiro.
Pepa no se queda atrás y sus indirectas claramente dirigidas a Rosario causan su inevitable efecto.
La situación paulatinamente se va haciendo cada
vez más tensa hasta que Fernando reta a duelo a
Paquiro, un encuentro que ha de tener lugar cerca de la mansión donde habita Rosario. Ésta, superada por la situación, se desmaya. Fernando la
acompaña a casa, seguidos por la altanera mirada
de Pepa. El fandango vuelve a retomar su enfebrecido ritmo.
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Como ser humano y como artista, un romántico. Así se podría calificar brevemente al
compositor Enrique Granados (1867-1916).
Pero ¡cómo no! también aquí surge algo diferente
porque la cumbre a la que nos referimos no es una
obra sola, monolítica, sino dos, y la segunda, a la
que nos vamos a referir, es una ópera, mientras la
primera, clara fuente de la segunda, es una suite
pianística surgida poco después de la “Iberia” de
su colega, paisano, casi hermano mayor y sobre
todo amigo entrañable, Isaac Albéniz.
Pero las fechas no deben llevarnos a creer
que era un creador rezagado en la estética, pues si
en su obra comienza por seguir las huellas de Robert Schumann, su arte evolucionó pronto. Para
ser justos, deberíamos señalar que se adentró en
una corriente muy propia de aquel tiempo: el nacionalismo tardoromántico.
¿Se imagina alguien que de la suite de Albéniz se pueda extraer una ópera? Granados demostró que eso era posible, hacer una obra lírica sobre
una previa obra pianística. Alguien dirá que el mérito mayor es del libretista, en este caso Fernando
Periquet, esforzado autor del texto de “Goyescas”,
aunque se haya dicho que ese texto carece de verdadera fuerza teatral. Tal falta de solidez dramática tiene su justificación en la rara idea de basar
una ópera no sobre una pieza teatral o dramática,
sino sobre la música que un pintor, una ciudad y
una época suscitaron a un compositor en plenitud
de inspiración (término este último que encierra
muchas cosas) y medios expresivos en su arte.
Sin embargo, hasta en ese terreno se movió
con enfoques muy diferentes a otros contemporáneos. Su sentido de la mesura y la elegancia, innatos en él, su tendencia a lo íntimo, a los colores
suaves, evitó una aproximación cercana al depósito
de la música tradicional. Y en la manera de transformarlo, siempre sublimándolo, radica la peculiaridad
del arte de este aparentemente pequeño maestro.
Centrado en la Barcelona modernista, brillante y atrevida como pocas ciudades de la vieja
Europa, Granados hubo de sacrificar en ocasiones
su gran sensibilidad y enorme talento a la moda
frívola de tantas corrientes del arte finisecular.
No obstante emprendió un proceso de superación
realmente substancial, cuyos máximos frutos surgieron en vísperas de su prematura muerte.
El pintor, genio indiscutible entre los de su
tiempo, se llamó Francisco de Goya y Lucientes.
La ciudad, el Madrid que él vivió con verdadera intensidad en todos sus aspectos. La época,
aquella de Carlos III y de la Ilustración, más algo
de la de Carlos IV hasta la llegada de Napoleón a
Chamartin.
Y entre ellos, una montaña se alza sobre
todo lo demás y su cumbre se llama “Goyescas”.
Granados nace en Lérida de padre cubano
y madre santanderina. Su formación comienza en
Barcelona con Juan Bautista Pujol en piano y con
Felipe Pedrell en armonía, entre otros. Amplía
estudios en París con Charles Wilfrid Bériot, el
único hijo de Maria Felicia García, la Malibran.
alegre y desgarrado, el de las múltiples sonatas de
Scarlatti y los fandangos de Soler y Boccherini, el
reflejado por Galdós en sus primeros “Episodios”,
por Rodriguez de Hita en “Las segadoras de Vallecas”, por Ventura Galván en “Las foncarraleras” y
por Barbieri en “Pan y toros”.
Con un ya importante bagaje pianístico se
traslada a Madrid en los últimos años del siglo XIX.
Allí prepara un concierto y unas oposiciones. Antes
de llegar a la capital española ya había ganado un
concurso de piano interpretando la “Sonata en Sol
menor” de Robert Schumann a los 16 años de edad.
Por entonces empieza a componer pequeñas piezas
de salón para piano y realiza intentos en la música de cámara. Sus bellos “Valses poéticos”, dedicados al gran amigo de Albéniz, el pianista Joaquin
Malats, le abren muchas puertas antes de cumplir
los veinte años.
A Granados le obsesionan los motivos goyescos y le dirá a Jacques Gallois: “Goya es el genio representativo de España. A la entrada del Museo del
Prado de Madrid, su estatua se impone a la vista en
primer lugar. Veo en ello una enseñanza; el ejemplo de esta bella figura nos exhorta a contribuir a
la grandeza de nuestro país. Las obras maestras de
Goya lo inmortalizaron al exaltar nuestra vida nacional. Subordino mi inspiración a la del hombre
que ha sabido traducir tan perfectamente los actos y
momentos característicos del pueblo español”.
De tan entusiasta evocación se va a nutrir
la música de Granados durante los pocos años
que le quedan de vida. En “Goyescas” (tanto en
la suite para piano como en la ópera) y en las “Tonadillas al estilo antiguo”, el compositor catalán
deja constancia de las pasiones de los majos y
majas madrileños, inmortalizados en los lienzos y
cartones para tapices del inmortal autor de “Los
fusilamientos del 3 de mayo”.
Como Albéniz, que había estrenado poco
antes en Madrid su zarzuela “San Antonio de la
Florida”, fascinado por los frescos de Goya y el
encanto del lugar, junto al rio Manzanares, Granados no puede sustraerse al arte de Goya y al
entorno madrileño del gran artista aragonés. Esos
años culminan en el estreno de su ópera “Maria del Carmen” (1898), una experiencia que le
aproxima al verismo pucciniano.
Una gran cantidad de apuntes musicales,
esbozos, frases, dibujos, dan idea de la obsesión
de Granados por empaparse del espíritu goyesco
por todos los medios a su alcance. Compone sin
cesar, encerrado, de pie, paseando inquieto por la
habitación y anotando después en el papel pautado sobre un alto pupitre sin barnizar. A la vuelta da
un paseo por el jardín de su casa en la Bonanova
Madrid, la música lírica de la ciudad, le entusiasma. Pero más que la del Madrid sainetero,
explícito en la música de Chueca, Giménez, Chapí o Bretón, se interesa por el Madrid dieciochesco, ya cantado por el insigne Barbieri. El de Goya,
Ramón de la Cruz, Moratín hijo, Blas de Laserna y la Tirana. El Madrid de majos y manolas,
de Barcelona, entre flores y pájaros, a la sombra de
olorosos eucaliptos, volvía a veces con los puños
de la camisa plagados de notas. Mil ideas le asaltaban hasta el punto de que la impresión general,
cuando se escucha algún número de “Goyescas”,
es que nos hallamos ante una fabulosa improvisación. Podría ser, pero está dirigida a un objetivo.
Una serie de motivos conductores vertebran la suite, que se mueve siempre dentro de un pianismo
trascendente de poderoso aliento que no reduce la
elegancia y el lirismo de la música.
creció hasta el punto de hacer posible la conversión
del material de la suite en una ópera. Es algo en lo
cual había trabajado en Suiza en casa de su buen
amigo el pianista Ernest Schelling. Éste y el barítono Emilio de Gogorza propiciaron que la Grand
Opera de Paris, en el Palais Garnier, se interesara por
la producción de esa ópera del maestro español. Fernando Periquet se encargó de elaborar el libro sobre
la música ya escrita para piano, comenzando por la
pieza no incluida en la suite, es decir, “El pelele”.
Pero al estallar la primera gran guerra en Europa,
tuvo que suspenderse el estreno parisiense, cuyo
comité de selección de títulos ya había admitido la
ópera en abril. Por eso, Schelling se dirigió a GattiCasazza, el empresario del Metropolitan de Nueva
York que, en cuanto le escucha tocar el piano algunos fragmentos, no duda en programar la obra para
la temporada siguiente 1915-16.
La suite de “Goyescas” para piano fue compuesta entre 1911 y 1913 y consta de dos volúmenes.
En el primero encontramos cuatro grandes
piezas. En el segundo las dos restantes. A estos
seis números suele añadirse “El Pelele”, aunque ya
queda fuera de la suite y que el propio Granados
interpretó en el Palau de la Música de Barcelona
el 5 de marzo de 1915. La ópera Goyescas se abre
precisamente basándose en esta pieza, estrenada
en Terrassa (Tarrasa) el 24 de marzo de 1914.
Granados y Periquet trabajan sin descanso
para tener todo a punto. De las seis piezas que
integran la suite, cinco fueron utilizadas en la
ópera. Granados rehuyó el “Epílogo” o “Serenata
del muerto”, más tarde llamada “Serenata de espectro” por su clima concentrado y fúnebre.
En carta a su amigo Malats, escribe
Granados:..”Me enamoré de la psicología de Goya,
de su paleta. De él y de la duquesa de Alba, de su
maja señera, de sus modelos, de sus pendencias,
amores y requiebros. Aquel blanco de las mejillas,
contrastando con blondas y terciopelo negro con
alamares; aquellos cuerpos de cinturas cimbreantes, manos de nácar y de jazmín posadas sobre
azabaches, me han trastornado”.
Unas declaraciones del compositor al llegar
a Nueva York con su esposa Amparo Gal y con el libretista Fernando Periquet, le perjudicaron de cara
al público pues, para resaltar lo española que era su
música, se refirió a “Carmen” de Bizet como música sin auténtico carácter español. Se creyó entonces que el músico catalán presumía de ser superior
al francés, algo que estaba lejos de pensar.
Cuando Granados tocó la suite completa
de “Goyescas” en Paris, en 1914, su prestigio como
compositor (el de pianista era entonces mayor)
El estreno tuvo lugar el 28 de enero de
1916 y debido a la duración de la obra (una hora
El genio de Granados se manifiesta, sin embargo en toda “Goyescas”, que tuvo en el estreno a
Anna Fitziu y Flora Perini en los papeles de Rosario
y Pepa; y a Giovanni Martinelli y Giuseppe de Luca
en los de Fernando y Paquiro. Granados quería que
interviniesen Lucrecia Bori y la bailarina Antonia
Mercé, pero no pudo ser. La crítica se puso, en general, a favor de una obra cuyo encanto y novedad
sedujo a todos. Sin duda la importancia del coro, la
brillantez del fandango del cuadro II y sobre todo el
delicadísimo y apasionado “La maja y el ruiseñor”
que, en el tercer cuadro, precede al apasionado dúo,
impactaron por su honda expresividad.
aproximadamente) se hizo junto a “Pagliacci” de
Ruggiero Leoncavallo (1858-1919).
Granados incorporó también a “Goyescas”, (cuyo éxito en Nueva York no fue tan grande como el esperado, a causa probablemente del
estatismo y lentitud de la acción), música de sus
“Tonadillas en estilo antiguo”, coetáneas de la
suite “Goyescas” y con textos del mismo autor
que el de la ópera, Fernando Periquet.
La historia de Granados componiendo en
Nueva York, por exigencias de la empresa del Metropolitan, el “Intermezzo” de “Goyescas”, a situar entre el cuadro I y el II, recuerda aquella de
Mozart en Praga, obligado a escribir en una noche
la obertura de “Don Giovanni”. Y al final, el “Intermezzo” es la pieza que representa a Granados
en el aficionado medio, junto
a la Danza núm.5 “Andaluza”, que, por cierto,
nos refleja una Andalucía muy
diferente a la
habitual.
La trama de “Goyescas”, desarrollada en
tres cuadros y nueve escenas de un acto único de
cerca de una hora de duración, se inicia en San Antonio de la Florida, en su explanada a orillas del
Manzanares, donde Isaac Albéniz había situado su
zarzuela así titulada (“San Antonio de la Florida”)
veintidós años antes. El texto era de Eusebio Sierra,
comediógrafo santanderino que también escribió
libretos para Tomás Bretón (“Botín de Guerra”),
Joaquín Valverde padre (“La noche de San Juan”)
y Gregorio Mateos (“La estudiantina”). Sobre la
zarzuela de Albéniz elaboraría Sorozabal su bello
ballet “Comedieta”, una excelente pieza sinfónica
en tres partes que debería escucharse más en nuestros conciertos. Federico Moreno Torroba situaria
dieciseis años después en el mismo lugar, el segundo acto de Luisa Fernanda, durante la verbena de
San Antonio. Aquí el texto es de Federico Romero
y Carlos Fernández Shaw.
Por fin regresa a Europa en un barco holandés, el Rotterdam, que parte de Nueva York el 11
de marzo de 1916.
Pasa el Lizard Point, en Cornualles (Cornwall) el 19 de marzo y el mismo día llega a las
afueras de Falmouth, dejando a su izquierda la
bahía. La lista de desembarco de pasajeros indica
que desembarcan 371 personas, entre las cuales se
hallaba el matrimonio Granados. El barco, que se
dirigía al puerto de su nombre, la patria de Erasmo, entró más tarde en el puerto de Dover, pese
a estar prohibido el acceso a buques comerciales
durante la Primera Guerra Mundial. En Dover se
embarcó a pasajeros con destino a Rotterdam.
El público de Nueva York y la crítica más
entendida acogió “Goyescas” con sinceros aplausos. Granados lo refleja en una carta a su amigo
Amadeo Vives: “Por fin he visto convertidos mis
sueños en realidad. Es verdad que mis cabellos
están canosos (tiene 48 años) y que se puede decir que es ahora cuando empiezo mi obra. Estoy lleno de confianza y entusiasmo para trabajar
cada vez más y más. Estoy empezando…
Desde Falmouth, un tren del Great Western Railway estaba esperando a los pasajeros para
llevarlos a Londres, a la estación de Paddington.
Era un viaje de unas cinco horas.
El recuerdo de los hijos se acentúa. Quiere
contarles el éxito, las impresiones del viaje. Encarga
dos pasajes para volver directamente a España en
un buque español, es decir, neutral, para no correr
los riesgos de la guerra que desangra a Europa. Pero
la vida está llena de contratiempos aparentemente felices, que pueden ser fatales. Sus amigos los
Schelling han organizado un concierto en la Casa
Blanca para que el músico español toque ante el
presidente Woodrow Wilson (1856-1924). El viaje
debe aplazarse y en Washington, en presencia de
Wilson y el Cuerpo Diplomático, Granados vuelve a hacer gala de su maestría al piano. Ya había
mostrado su calidad magistral al presentar poco
antes en Nueva York, su poema sinfónico en dos
movimientos “Dante”, donde refleja musicalmente el viaje al Infierno del poeta florentino junto a
Virgilio y el episodio de Paolo y Francesca.
Ya en Londres, un Londres en guerra, no
hay que olvidarlo, los Granados se alojaron en el
Hotel Savoy, donde habían sido invitados a una
cena por el escultor Ismael Smith, quien más tarde le dibujaría un bello Exlibris con los motivos
más queridos del maestro. Durante la cena se habla
de organizar un concierto que abra una puerta al
estreno de “Goyescas” en el Covent Garden. Pero
el matrimonio tiene prisa para volver a abrazar a sus
hijos. Barcelona, la bella primavera de las Ramblas,
los amigos, los alumnos. Todo espera al triunfador
de América.
Pero el destino es muchas veces cruel y más
cruel por lo inesperado. Aunque existía un código para
hacer más tolerable, dentro de lo que cabe, los tiempos
El capitán francés Mouffet se percató de la
cercanía de un submarino torpedero por la estela
que dejaba sobre el agua. En efecto, los submarinos
alemanes, llamados U-Boats, sumamente agresivos,
amenazaban el canal. Uno de ellos lanzó un torpedo
sobre el Sussex, matando a unas 50 personas, entre
tripulación y pasajeros. Cundió el pánico y hubo que
amenazar a la tripulación para que el barco pudiera
llegar a Boulogne donde, a la vista de los daños sufridos, tuvo que ir al desguace. Enrique Granados y
su amada Amparo, no estaban ya entre el pasaje. En
medio de la espantosa confusión alguien los vio entre
las olas y pronto desaparecieron de su vista. Nunca
se hallaron sus cuerpos. El embajador de Alemania
en los Estados Unidos llegó a decir que la causa de
los daños al Sussex provenía de una mina británica.
Pero el examen del barco demostró que había sido un
UB, el UB 29, aunque los alemanes lo negasen. Era
tan evidente lo del UB que se difundió la noticia de
que fue un error del Comandante del submarino al
identificar al Sussex como barco de guerra.
de guerra, esta se había recrudecido de tal modo que
el conflicto bélico hacía ya caso omiso de normas tan
elementales como no atacar a barcos mercantes.
En tiempo de paz era sencillo cruzar el Canal
de la Mancha (English Channel). Desde la estación
de Charing Cross un tren llevaba a los viajeros a Dover o Folkestone y desde cualquiera de estos puertos
se embarcaba con destino a las ciudades francesas
de Calais o Boulogne, donde un tren les trasladaba,
si era su deseo, hasta París. Pero en tiempo de guerra todo se complicaba. Los Granados tuvieron que
tomar un taxi desde el Hotel Savoy, a lo largo del
Strand, pasar junto a Charing Cross Station, bajando hasta Whitehall y dejando a un lado la Abadía
de Westminster tomar Broad Sanctuari y Victoria
Street hasta la Estación Victoria. Ignoraban que el
destino era Folkestone y no New Haven.
David Walton, que ha descrito con bastante detalle el viaje en tren desde Londres a
Folkestone entonces, no puede evitar decirnos:
“Entrando al puerto por el este, los pasajeros podrían ver al oeste la carretera igualmente empinada que baja al Puerto, y que más tarde se llamó
“Road of Remembrance” (Carretera del recuerdo)
en memoria de los miles de jóvenes que bajaron
marchando desde el cuartel de Shorncliffe, en un
viaje también solo de ida”.
La conmoción en todo el mundo artístico
puede suponerse. Debussy, tan mordaz en sus
críticas, dijo: “Su música, extrañamente viva, se
mantiene como esos perfumes más persistentes
que fuertes”.
Es curiosa la coincidencia con las palabras de
Amadeo Vives, gran amigo de Granados: “A mi parecer, las obras de puro sentimiento son las que con
más fuerza resisten al tiempo y a sus mudanzas, las
que más fácilmente traspasan la moda y sus caprichos. A este género pertenecen las obras del admirable artista Enrique Granados, las cuales, a la manera
de las de Schubert, se conocen principalmente por el
suave y delicadísimo perfume que exhalan…”
Para ir a Dieppe, el destino del barco francés (antes era británico) “Sussex” debería dirigirse hacia el sur. Zarpó de Folkestone a las 13.25
el viernes 24 de marzo de 1916, llevando 325 pasajeros. Cruzó el Sussex la bahia de Dymchurch
y pasó a una milla de la punta de Dungeness y
luego entró en mar abierto.
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Director musical: Giuliano Carella
Director de escena: Woody Allen
Escenógrafo y figurinista: Santo Loquasto
Iluminador: Mark Jonathan
Gianni Schicchi: Plácido Domingo
Lauretta: Maite Alberola
Zita: Elena Zilio
Rinuccio: Albert Casals
Gherardo: Vicente Ombuena
Betto di Signa: Bruno Pratico
Nella: Eliana Bayón
Marco: Luis Cansino
La Ciesca: María José Suárez
Maestro Spinelloccio: Francisco Santiago
Ser Amantio di Nicolao: Tomeu Bibiloni
Orquesta Titular del Teatro Real
30 de junio
3, 6, 9, 12 de julio de 2015
20.00 horas
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Nella y Simone con la cónyuge Ciesca y el hijo
Florencia, 1 de septiembre de 1299.
Marco.
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Rinuccio, sobrino de Zita, y Gherardino,
El viejo y rico Buoso Donati acaba de fallecer y en torno a su lecho de muerte sus numerosos parientes fingen sufrir la pérdida, aunque en
realidad los que le preocupa es el destino de su
jugosa herencia. Allí están su prima Zita, llamada
“la Vieja”, sus sobrinos Gherardo con su esposa
hijo de siete años de Nella y Gherardo, parecen
estar bastante alejados de la común preocupación
de los demás parientes.
Se ha corrido por doquier la terrible noticia de que Buoso ha donado todos sus bienes a
los monjes de un convento. Todos se afanan en
una búsqueda febril del testamento. Es Rinuccio
quien lo encuentra, pero solo lo entregará si se
consiente su matrimonio con Lauretta, la hija de
Gianni Schicchi, un personaje venido del campo
que está muy mal visto por su pretenciosa familia
burguesa. Se acepta la condición.
El plan de Schicchi es ahora expuesto con
claridad: ocupará el lugar de Buoso y se redactará
un nuevo testamento, favorable para sus parientes.
Antes de que llegue el notario, mientras disfrazan a
Schicchi con las ropas del muerto, uno por uno los
parientes por lo bajo le piden las mejores tajadas de
la herencia. Pero les detiene un toque de atención
importante: Schicchi les recuerda cual es la pena por
falsear un testamento. Nada menos que la pérdida
de una mano y el destierro de Florencia.
El rumor se confirma: Buoso ha legado su
fortuna a los frailes. La sorpresa, la decepción y
luego la rabia son mayúsculas. ¿Cómo solucionar
el estropicio? Rinuccio tiene la respuesta: Gianni
Schicchi, del que hace un encendido elogio (Aria
Firenze è come un albero fiorito), arreglará la situación. Y ya es tarde para volverse atrás: Schicchi
con su hija Lauretta está a las puertas de la casa.
El notario Ser Amantio di Nicola, recibe las
voluntades del enfermo. Los funerales, dice, han de
ser muy modestos; la limosna a los frailes, reducida,
ya que es sospechoso el destinar grandes sumas a
la Iglesia. Alborozo de los parientes. Luego va distribuyendo pequeñas cantidades y cosas entre los
interesados que acogen la noticia con aquiescente e
hipócrita complacencia. Tensión al llegar a los bienes más codiciados: la mula que es la mejor de toda
la Toscana, la casa florentina y los molinos de Signa.
Todas estas propiedades las deja Buoso Donati… ¡a
su fiel amigo Gianni Schicchi! Las inmediatas protestas son acalladas al recordarles Schicchi el precio
que han de pagar por redactar un falso testamento.
Zita se opone al amor de Rinuccio y Lauretta, algo que disgusta a Schicchi hasta el punto
de querer marcharse dejando a esos impresentables personajes que se las arreglen como puedan. Las súplicas de Lauretta se lo impiden (Aria
O mio babbino caro).
Una vez leído el nefasto testamento,
Schicchi comienza a pensar. De pronto se le
viene una idea, genial. Tras preguntar si alguien
sabe de la muerte de Buoso y tras la negativa respuesta, hace que el cadáver de Buoso se traslade
a otra habitación.
Cuando parte el notario, los parientes se abalanzan furiosos sobre el improvisado testador. Schicchi los arroja sin piedad de su casa, impidiendo se
apoderen de cualquier objeto valioso. Rinuccio y
Lauretta, felices, esperan su inmediata boda. Entonces, volviéndose hacia el público, Schicchi recita estas palabras: “¿A qué no hay mejor destino que éste
para los bienes de Donati? Sin embargo, por ello, me
han arrojado al infierno. ¡Qué le vamos a hacer! Pero,
con permiso del buen padre Dante, si os habéis divertido… Dadme (con los aplausos) un atenuante”.
Es entonces cuando, son sorprendidos
por la llegada del médico de Buoso, el Maestro
Spinelloccio. Schicchi se oculta tras las cortinas del lecho de Buoso e imitando su voz le
dice al doctor que se encuentra muy bien y que
vuelva más tarde.
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Las heroínas, por ejemplo. La primera heroína de Puccini fue su madre. Y más aún cuando se quedó viuda. Ella rodeada de hijas y él de
hermanas que respondían a los bien eufónicos
nombres de Otilia, Tomaide, Iginia, Nitteti y
Romelde. La autodefensa consciente o inconsciente de Puccini, la realidad de su vida en ese
aspecto es la creación de heroínas de una pieza y la permanente infidelidad a una mujer –la
suya, Elvira Bonturi- que se evidenció terrible a
la hora de la venganza y que es más que probable que, para su marido, no pudiera resistir esa
comparación con la madre que las heroínas le
permitían sublimar. Es una interpretación a la
luz de su propia contemporaneidad. Recordemos que por esos mismos años, Mahler acude a
Sigmund Freud.
Giacomo Puccini nació en Lucca el 22 de
diciembre de 1858, murió de cáncer de garganta
en Bruselas el 29 de noviembre de 1924 y creía
profundamente en el arte como algo capaz de
conmover. Fue apreciado por Mahler –este por la
vía del sarcasmo ocultador de una envidia evidente- y por Stravinski, por Schoenberg y por Ravel.
Y vivió el tránsito entre los siglos XIX y XX tan profundamente como los mejores de entre sus pares
desde una estética distinta que, sin embargo, no
era ajena al cambio.
Aquellos que lo admiraban eran sus contemporáneos, quienes construyen buena parte de la
música del siglo XX tras, como él, haber vivido también a su manera el cambio de siglo. Y es que parece mentira pero aún hay que reivindicar la estética
que construye ese mismo siglo desde la tradición y
el entendimiento de la música como comunicación
a través de un código que como tal se dio como agotado y cada vez nos parece más inagotable cuando
se suma, precisamente, al que le puso en cuestión.
También por eso hay que ver al autor de
Tosca a la luz de un tiempo que es el suyo pero
también en buena medida el nuestro. Amor,
muerte, religión, sexo, relaciones materno filiales,
libertad, opresión… Temas de siempre en la ópera como en las novelas o en el teatro, muy bien
tratados por unos libretistas que no siendo Von
Hofmmanstahl sí eran capaces de, por ejemplo,
meter la Tosca teatral de Victorien Sardou en una
cáscara de nuez. Y a partir de ahí o, mejor dicho,
mediante ese trabajo, dar un salto enorme en su
producción conjunta. Tosca tiene ya poco de esa
tragedia larmoyante que podría ser La bohéme,
Hoy la vanguardia está en la academia y la
música en todas partes. Y si vemos las óperas de
Puccini a la luz de inventos tan del siglo XX como
el psicoanálisis –ya lo hizo el mayor estudioso de
su vida y de su obra, Mosco Carner- advertimos
que lo que sus óperas dicen es lo que desde siempre ha dicho el ser humano sometido a las fuerzas
de su inconsciente o a la tantas veces inútil tarea
de formalizarlo.
Madama Butterfly riza aún más el imposible rizo
de no jugar sucio con las emociones –eso que
olvidan los detractores de Puccini- gracias a una
música que las embrida en el arte aunque esta se
salve, qué duda cabe de caer en los tópicos del
género porque su música vale mucho y el final
de su producción –entre la que se encuentra esa
Gianni Schicchi adonde iremos a parar- posee una
importancia a menudo –cada vez menos, afortunadamente- infravalorada y que a su manera se
adentra en ese modernismo predicable de tantas
y tan variadas propuestas estéticas.
época. Esto, que parece que debiera ser perdonado cuando es en realidad una cualidad que tiene
que ver tanto con el arte como con aquello que
decía Verdi de que los teatros no se han hecho
para que estén vacíos, significa que para el creador la recepción de su obra por parte del público
era lo que a fin de cuentas le daba para vivir. Lo
que sus pares pensaran –y Puccini era en eso tan
sensible a la hora de sentir como reservado a la
hora de resentirse- tenía bastante menos importancia y con los mejores de ellos, desde el teatro
y mediante su propia evolución estética, bien
podría haber formado parte, de no morir, de ese
modernismo en el que figuran Busoni o Schreker,
una catalogación –más que una corriente- estética que también se manifestaba en la ópera, y
hablo aquí más del inicio del modernismo que de
la mera coyuntura de lo verista.
Esa parte final de la obra de Puccini es especialmente atractiva. Y lo es en tanto en cuanto
sabe ir más allá de esos caracteres que podríamos
llamar de una pieza sentimentalmente hablando –siempre tuvo suerte con sus libretistas- para
arriesgar en lo estético como quien no quiere la
cosa, con una naturalidad que llega como llegan
las cosas en las obras que van cerrando su ciclo, su
mundo propio mientras, curiosamente, abren su
posibilidad de indagación. Il trittico, recordemos,
es posterior al logro –que sólo ahora parece se va
reconociendo a pesar de aquello que decía Mitropoulos de que se puede escuchar sin palabras- de
La fanciulla del west y a la aventura fascinante
–ni antes ni ahora reconocida como tal- de La
rondine, que iba a ser una opereta para Viena, con
lo que ello hubiera supuesto para el autor y para
el género, y que quedó en otra cosa muy suya.
Cuando tan injustamente se critica a Puccini porque no es un revolucionario como otros se
suele olvidar cuál es el ámbito cronológico de su
actuación, cuáles son los orígenes y la evolución
de esos otros y, sobre todo, que el creador tiene
derecho a explorar los caminos que le de la gana
y el público a asumirlos o no. Volvemos al ejemplo de siempre: Richard Strauss, Rachmaninov o
Britten son tan del siglo XX –tan demostrativos
de las realidades del siglo- como Berg, Webern o
Stockhausen, nos gusten más o menos y, como
Puccini, completan el panorama de una modernidad tan ancha como distinguible. Es eso, precisamente, lo que distinguiría en última instancia a Puccini de un compositor con el que se le
ha comparado: Jules Massenet, el preferido de la
burguesía, el que estrenaba en Montecarlo. Perso-
Tras ello sólo llegará la inacabada Turandot, culminación a pesar de no concluirse de una
carrera ejemplar y de una extraordinaria vida en
música. Carrera y vida que no dejan de relacionarse directamente también con el gusto de la
que el público de entonces no cayera en las trampas tendidas por el Grand Guignol. La esperanza por su parte en la continuación no debía ser
pequeña cuando sabemos que tienta a Tristan
Bernard y Gabriele D’Anunzio como posibles libretistas aunque finalmente lo sea ese seguro de
vida que se llamaba Giovacchino Forzano, que
moriría en 1970 y a quien podemos ver hablando
de Puccini gracias a Youtube –quiere decirse que
todo esto es casi contemporáneo nuestro aunque
hayan pasado casi cien años.
nal y elegante como era, inmutable en su propio
estilo, no será capaz de dar el paso que sí da Puccini. Por eso Don Quixote parece que cierra algo
mientras Turandot se abre a algo.
Empecemos por lo evidente. Gianni
Schicchi es la tercera parte de Il trittico, cosa que
cualquier aficionado sabe de sobra pero que hay
que tener muy en cuenta. Sobre todo si consideramos que a Puccini no le gustaba en absoluto que
se diera por separado –como ninguna de las otras
dos óperas que lo acompañan en el conjunto- e
incluso se lo había prohibido –sin éxito posterior,
naturalmente- a su editor Ricordi. Lo que sucede
también es que un tríptico como Il trittico –y perdón por la repetición de la palabra pero los títulos
quieren decir lo que quieren decir- no es una historia en tres partes, ni siquiera tres historias más o
menos complementarias que cualquier otras tres
óperas en un acto y de semejante duración programadas por cualquier teatro en
cualquier temporada. Y, sin embargo, tampoco eso es exactamente así.
Suor Angelica –en cierta manera una Butterfly explícitamente redimida- sería una estampa sentimental, difícilmente creíble en tanto en
cuanto el milagro que la resuelve es eso, un milagro, y el movimiento del espectador hacia lo sensible menos directo que en la historia de la japonesita –recordemos que una de las hermanas de
Puccini, Iginia, fue superiora de las agustinas de
Vicopelago y también se la puede ver en Youtube,
aunque muriera en 1922.
Finalmente, Gianni Schicchi es
una absoluta obra maestra
de lo que podríamos
llamar para entendern o s
Il tabarro es un drama con mucho del verismo entonces ya pasado
de moda pero en el que, sin embargo, Puccini da muestras de ese especial
modo de genialidad que luce en su última
etapa creadora, la que coincide con los últimos años de su vida y en la que repite lo ya
conseguido en Tosca: hacer
rápidamente opera bufa, y más, naturalmente,
como descripción de su espíritu que como definición puntual. Tres géneros distintos pero un
mismo estilo que es, justamente, lo que enlaza
los tres títulos. Una música que debiera bastarse
por sí sola para eliminar cualquier tópica barrera
respecto a la grandeza de Puccini como compositor, no sólo como autor de dos o tres títulos fundamentales en el repertorio. Il trittico corresponde a una etapa pucciniana en la que la maestría
se revela en la libertad de un planteamiento que
tiene en cuenta todo lo aprendido como culmen
del desarrollo de una parte del melodrama del
Novecento, es decir, de la parte dejada libre por
un Giuseppe Verdi que ocupaba un espacio enorme, aunque en cierto modo Schicchi compartirá
años después con Sir John Falstaff una parte del
mismo. Y es que –y eso es parte de la sorpresa
que ambas óperas producen en su momento- era
difícil pensar en Verdi y Puccini como autores cómicos, por más que esa comicidad, como siempre
que es de ley, lleve a una reflexión no menos profunda que la que propicia el drama aunque sea a
través de caminos distintos.
sobre los intensos de Mascagni o Leoncavalloque sabrá heredar y superar en ese aspecto Riccardo Zandonai.
El origen del libreto de Gianni Schicchi
–cuya acción se desarrolla en Florencia en la primavera de 1299- está en el Canto XXX del Infierno de La divina comedia de Dante. El pretexto no
es que sea mínimo sino se diría que liliputiense.
Sólo en cuatro versos aparece nuestro hombre:
“Quel folletto è Gianni Schicchi
E va rabbioso altrui così conciando
Per guadagnar la donna della torma,
Falsificare in se Buoso Donati,
Testando e dando al testamento norma”.
Lo que, en la traducción de Angel Crespo
viene a ser:
Y el otro dijo:
“Gianni Schicchi el loco ha sido:
Se ha insistido lo suficiente en la relación
estilística, en las claves compartidas entre Gianni
Schicchi y Falstaff como para insistir aquí de nuevo en ello pero es inevitable recordar que en sus
obras postreras se unen do músicos fundamentales separados por una generación. En los inicios
de Verdi está la anterior a la suya. En Puccini hay
algo de ruptura, la que protagoniza un verismo
que hoy, curiosamente o no tanto, nos interesa
más por lo que aporta de estrictamente musical –los buenos momentos de Giordano o Cilea
Que a los demás, rabioso, va atacando.
Que por ganar la flor de la yeguada
Buoso donati se fingió, doloso,
Y testó de la forma decretada”.
En su edición de la obra de Dante de la que
sacamos la cita, Angel Crespo señala en nota que
“Gianni Schicchi dei Cavalcanti fue florentino y,
como el sienés Capocchio, hábil en remedar al
condenaría al bueno de Gianni Schicchi después
de haberle visto convertido en personaje de esta
ópera?
prójimo. De acuerdo con Simón Donati, sobrino
de Buoso, se hizo pasar por este último introduciéndose en su lecho de muerte y testó falsamente
a favor del sobrino reservándose para él una mula
famosa en toda Toscana, según algunos escritores
de la época, o una yegua según Dante, además de
algunos centenares de florines.
Como en la Commedia dell’Arte, Schicchi
se dirigirá al final al público para preguntarle si
hubiera sido posible un mejor reparto de la herencia de Buoso y, por tanto, para pedir la gracia de quienes se la han concedido desde mucho
antes. Seguramente todos estarán en desacuerdo
con el Dante y, por tanto, más de seis siglos después -y lo que venga- perdonarán al suplantador.
Ahí, el al mismo tiempo conservador y amante de
la libertad individual que fue Puccini se dobla no
ya en hombre de teatro sino en ese novelista –o
su imagen operística- que, desde el naturalismo
–desde Los miserables de Víctor Hugo y la Madame Bovary de Flaubert-, se predica de sí mismo
dueño absoluto de unas criaturas que ya no conforman simplemente una visión del mundo sino
que son, en sí mismas, un mundo. Y eso es más,
mucho más, que una lección de picardía.
Parece que se trata de una leyenda, más que
de un hecho real. Leyenda tal vez, tal vez hecho
real, el caso es que Dante estuvo casado con una
Donati y que a estos les llamaban en Florencia
los Malefami -término que no parece necesario
traducir. En su libro Dante’s Tenzone with Forese Donati: The Reprehension of Vice (University
of Toronto Press, 2011), Fabian Alfie rastrea la
cuestión en la medida de lo posible a través de
los propios textos del poeta. Eso en cuanto a las
fuentes.
En lo que respecta a la trama se nos ofrece
en este mismo Intermezzo bien pormenorizada.
Pero es de ley reconocer la habilidad de Forzano
para de esos pocos versos de la Comedia extraer
una historia fundamental –la resolución de un
problema de la mejor manera para sus intereses
por parte del protagonista- y otra accesoria, pero
se diría que necesaria a efectos de complementar la anterior –la de los novios-, que confluyen
en el triunfo final del más avispado frente a los
más voraces y, por consecuencia, del amor frente a la mezquindad y a la desigualdad social –y
remitimos aquí al libro citado cara a qué podría
pensar el Dante, a qué dicen sus versos, al respecto. En cualquier caso, parece claro que Puccini,
con la inestimable colaboración de Forzano, trata de enmendarle la plana a Dante, pues ¿quién
El libreto de Forzano para Gianni Schicchi
es casi perfecto –y el casi lo apuntamos porque ya
sabemos que la perfección no existe-, lo que en
Puccini, si pensamos en Tosca, en Madama Butterfly o en Turandot, es mucho decir porque en
ese punto el compositor siempre tuvo muy buena
suerte. Y como si el músico estuviera tan convencido de ello como nosotros, la adaptación de
su música a lo que sucede es como la del guante
a la mano. Y no olvidemos, entre otras cosas, el
uso, a pesar del carácter camerístico que podría
predicarse, en teoría, de la ópera, una orquesta
más que considerable. Por otra parte, Forzano
–de cuyo libreto Puccini escribiría a Ricordi que
oscuridad de la muerte fingida, el amor de dos
jóvenes que se aman, el triunfo de la inteligencia.
Todo en un cuadro, claro y conciso, donde cada
personaje está perfectamente individualizado en
el conjunto del que forma parte indisociable, desde Gherardino hasta el propio Schicchi. De tal
forma que hallamos en la pieza rasgos tanto de la
Commedia dell’Arte como de lo que, comenzando
justamente en los años posteriores a la muerte de
Puccini, será el teatro de Eduardo de Filippo.
“sobrepasa todas mis expectativas”- indica en sus
acotaciones muchas cosas que ayudan a la música
y debieran ayudar a la puesta en escena, desde
movimientos hasta gestos que marcan muy bien
el desarrollo de lo que está pasando en un periodo
de tiempo –menos de una hora- tan corto como
intenso: la representación de lo que sucede dura
tanto como lo que sucede o, como diría alguien
hoy, todo ocurre en tiempo real.
Y para que ello llegue a término se comienza con un hallazgo genial: la célula que abre la
ópera como acompañamiento de las lamentaciones de los familiares de Buoso y el otro tema fundamental, el de Schicchi, que anuncia, presenta
y define al personaje. Una célula y un tema que
servirán para introducir y desarrollar todo lo que la ópera
propone: las lágrimas de cocodrilo de unos parientes desaprensivos, la luz de la
primavera florentina, la
Y con semejante libreto el propio compositor encuentra además algo que parecía buscar en
sus óperas anteriores, sobre todo, naturalmente
en La fanciulla: esa pertinencia del parlando que
liga a este Puccini con el Wagner de Los maestros
cantores sin tener nada que ver con él pero teniendo. No hay transiciones entre las secciones recitativo y arioso y propiamente sólo podríamos
hablar de tres arias –ariettas, más
bien- a lo largo de la ópera,
las dos de Schicchi y la –y con razón- popularisima y tan bella Oh mio babbino caro a cargo de
Lauretta en la que el tema de Schicchi alcanza su
desarrollo pleno.
Gianni Schicchi es una ópera de conjunto.
Es verdad que requiere un gran actor –Giuseppe
da Lucca el día del estreno en la MET de Nueva York, 14 de diciembre de 1918- para el papel
principal y que Lauretta no puede decepcionar a
quien espera su petición al padre que la adora. El
trío entre Zita, Nella y Ciesca, los dúos, la aparición del notario, todo con una inventiva sonora y
un marco que va de la efusión lírica a la parodia
siempre amable pero implacable también. Lo que
queda en el oyente de todo ello es la sensación de
que acaba de asistir a una experiencia asombrosa,
a la puesta en música del triunfo de un tipo avispado que gracias al arte de su inteligencia consiguió pasar dos veces a la historia: de la mano de
Dante y de la de Puccini. Así que, si de verdad
Gianni Schicchi –como afirma, pero quién sabe
si no será su última broma, la suplantación de
sí mismo- estuviera en el infierno, habríamos de
convenir en que ya no nos podemos fiar ni de la
justicia divina. Menos mal que nos queda la otra,
la poética. Al menos, mientras sigamos vivos.
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&MFOB.FOEP[B
&453&/0"#40-650
&/$"3(0:/6&7"130%6$$*Ä/%&-5&"5303&"Director musical: Titus Engel
Director de escena: Matthias Rebstock
Codirectora de escena: Elena Mendoza
Escenógrafa: Bettina Meyer
Figurinista: Sabine Hilscher
Sonido: Hendrik Manook
Gracia: Katia Guedes
Carmen: Anne Landa
Moncha: Anna Spina
Díaz Grey: Graham Valentine
Risso: David Luque
Jorge: Michael Pflumm
Tito / Barman: Tobias Dutschke
Langmann: Guillermo Anzorena
Íñigo Giner Miranda (piano)
Miguel Pérez Iñesta (clarinete)
Martín Posegga (saxofón)
Matthias Jan (trombón)
Wojciech Garbowski (violin)
Erik Borgir (violonchelo)
Orquesta Titular del Teatro Real
4, 5, 7, 8, 10 de Julio de 2015
20.00 horas
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Hochschule de Düsseldorf y en la Hochschule für
Musik Hanns Eisler de Berlín. Su catálogo aborda especialmente agrupaciones instrumentales
de cámara, con un característico énfasis en el aspecto escénico. Destaca a este respecto su ópera
Niebla, basada en la novela de Miguel de Unamuno, cuya dimensión escénica está tan intrínsecamente unida a la composición que la partitura se
haya firmada conjuntamente por la compositora
y el director de escena Matthias Rebstock. Galardonada con el Premio Nacional de Música que
otorga el Ministerio de Cultura, en la modalidad
de Composición en 2010, por su contribución a
la creación musical española, su aportación a la
promoción e internacionalización de la música
contemporánea española y por sus estrenos en
2009 de obras como Fragmentos de teatro imaginario (primera parte) y Niebla. Ha sido profesora
de composición en el Conservatorio de Zaragoza
y actualmente imparte clases de composición y
música experimental en la Universität der Künste
de Berlín.
En sus relatos el escritor uruguayo Juan
Carlos Onetti (Premio Cervantes 1980) crea un
universo autónomo, cuyo eje es la inexistente ciudad de Santa María, en la que crea con grandes
dosis de fabulación un mundo onírico lleno de
situaciones, lugares y personajes.
Cuatro de los relatos de ésta ciudad son
asumidos por Matthias Rebstock, autor del libreto y puestos en música por Elena Mendoza para
este estreno mundial (encargo de Gerald Mortier
para el Teatro Real ) Los protagonistas son cuatro
mujeres enganchadas hasta la muerte en sus mentiras existenciales, cómicas, absurdas, irreales.
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Elena Mendoza (Sevilla 1973), compositora especializada en música de cámara instrumental y teatro musical. Tras estudiar en Sevilla
filología alemana, realizó los estudios superiores de música en el Conservatorio Superior de
Aragón (Zaragoza), en la Robert-Schumann
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