La Revolución Cubana Hace cuarenta años triunfó la Revolución Cubana en uno de los acontecimientos más emocionantes y significativos del siglo veinte latinoamericano. Nadie que recuerde, o que haya revisado, aquellas imágenes emblemáticas de rebeldes vestidos de verde olivo y de barba entrando a La Habana podrá olvidar el sentimiento de victoria y justicia que suscito la llegada de Fidel Castro al poder. Nadie tampoco podía prever, en esos días de júbilo y esperanza, que durante los próximos cuatro decenios el régimen de la isla alcanzaría una notoriedad y controversia mundiales completamente desproporcionadas en relación al tamaño del país y las indudables realizaciones acotadas de la revolución. Desde el enfrentamiento más directo y peligroso de la Guerra Fría e incontables aventuras y travesuras revolucionarias en casi todos los países de América Latina y muchos del Africa, hasta la impresionante capacidad de Fidel Castro de haber sobrevivido a los intentos de nueve presidentes de Estados Unidos por derrocarlo, el régimen revolucionario isleño ha dejado una honda huella en la historia de América Latina. Pero como todo por servir se acaba, también es un hecho que el legado duradero de la Revolución Cubana resulta más difícil de evaluar y ceñir hoy que hace diez, veinte o treinta años. Durante los primeros años su impacto parecía eminentemente político: la lección dada a millones en el mundo entero de que se podía "resistir al imperialismo", llegar al poder por la vía armada, y transformar la sociedad de cabo a rabo, de la noche a la mañana, desterrando para siempre −aunque sea Miami− lastres tradicionales de la región como la desigualdad, la pobreza, la discriminación racial y de género, y la corrupción secular de sus gobernantes y élites. Hoy solo unos cuantos fieles amigos y uno que otro intelectual o político disfrazado de guerrillero sostiene esas tesis; y con el paso del tiempo las aparentes conquistas han resultado tener un costo exorbitante, o de corta duración. La vigencia del Che Guevara, hoy en día no podía ser política, económica o militar; sus ideas y posturas sencillamente no pertenecen al mundo latinoamericano contemporáneo, por mas que se pudiera insistir retóricamente en la semejanza de algunos de los problemas de la América Latina actual con los que enfrentó el Che en Cuba y Bolivia: la pobreza, la desigualdad, la violencia de los dominantes contra los dominados, etc. Más allá de afirmaciones banales como éstas, y de su posible ejemplo de sacrificio y de altruismo −que encierran serias ambivalencias y contradicciones− la pertinencia presente del Che reside en su consolidación como símbolo de la inmensa transformación cultural ocurrida en las sociedades industriales y entre las clases medias de nuestros países en los años sesenta. El Che, argumentaba, yo constituía la expresión más concentrada y carismática de la revolución cultural que se apoderó de vastos segmentos de la población en aquellos años, revolución −ésa sí− que surtiría efectos persistentes y profundos. La tesis no solo no se convirtió en un terreno de encuentro con los cubanos, sino que causó disgusto entre la nomenclatura. Si vemos hoy lo que queda de la irradicación e impacto del régimen revolucionario en América Latina, es mucho más notable su incidencia cultural −entre escritores, pintores, cineastas, cantautores, etc− que política. Ningún partido político latinoamericano representativo toma en serio las tesis cubanas sobre los grandes problemas de la región; la afinidad con Cuba, incluso de los grupos comunistas más recalcitrantes, se limita a denunciar el embargo y la hostilidad americanas. Entre políticos, Cuba se extingue; entre figuras culturales, aunque obviamente impera un abismo entre la situación de hoy y la de hace treinta o cuarenta años, la Revolución Cubana sigue viva. La segunda consideración tiene que ver, extrañamente, con Monica Lewinsky y Bill Clinton. Entre las interpretaciones más interesantes hoy en circulación sobre los últimos acontecimientos en Estados Unidos figura una idea esbozada por Derek Sheirer, una académico amigo de Clinton y que suele fungir como su "lector" o "recomendador de libros". Según esta versión, la guerra desatada por la derecha norteamericana contra Clinton y su esposa, que ya lo convirtió en el tercer presidente del país en ser acusado formalmente de incumplimiento de sus funciones, y que puede conducir a su destitución, tiene un origen muy preciso: las kulturkampf de los años sesenta. Desde esta óptica, la reacción republicana sabe que en los años sesenta no perdió una batalla política: las grandes sacudidas políticas de aquellos años −el movimiento contra la Guerra 1 de Vietnam, la campana de Bobby Kennedy en 1968, las denuncias del estado autoritario norteamericano− carecieron de consecuencias reales. Pero la década surtió un efecto mucho más doloroso para la derecha: la conmoción cultural que transformó en los hábitos de vida, de vestir, de relación entre hombres y mujeres, entre blancos y negros, entre jóvenes y viejos, entre estudiantes y maestros, entre enfermos y medicos, entre presos y carcelarios, etc. Esa guerra si la perdió la derecha, y los representantes más destacados de sus enemigos de aquella conflagración son hoy Bill y Hillary Clinton. Políticamente, los Clinton son descarada y tristemente centristas; en términos culturales, son generacionalmente símbolos radicalmente reformistas de aquella época. Por su relación privilegiada con los políticos y activistas negros, con el movimiento de mujeres, de homsexuales, de militantes sociales del baby−boom, los Clinton son los abanderados de la victoria cultural de los sesenta, y son por tanto los enemigos mortales de una derecha conservadora que aún no se resigna a su derrota de entonces. Sin duda a Fidel Castro no le agradaría ver reducido su papel en la historia a la expresión emblemática de una época, ni le complace la idea de que la obra más duradera de un animal político por excelencia sea de naturaleza no política. La historia avanza enmascarada, como todos sabemos; ni el Che pensó que terminaría adornando las camisetas de millones de niños y jóvenes totalmente apolíticos, ni Fidel Castro creyó que acabaría recibiendo el apoyo de un Papa virulentamente anti−comunista, ni Bill Clinton jamás se imaginó que la lucha más intensa de su vida nacería, metafóricamente, de su amor al saxofón. Por su parte, la extensión del bonapartismo proletario en el mundo colonial plantea otra cuestión en el papel del campesinado en la revolución. Durante todo un período pareció como si el análisis clásico del marxismo en relación al papel dirigente del proletariado en la revolución hubiera sido falsificado por la historia. Prácticamente todas las demás tendencias, adoptaron las nuevas teorías de la guerra de guerrillas. No se puede encontrar la menor referencia a la posibilidad que el campesinado puede llevar a cabo la revolución socialista. El motivo es la extrema heterogeneidad del campesinado como clase. Está dividido en muchas capas, desde los jornaleros sin tierra (que en realidad son proletarios rurales) a los campesinos ricos que emplean a otros campesinos como jornaleros asalariados. No tienen un único interés común y por lo tanto no pueden jugar un papel independiente en la sociedad. Históricamente han apoyado a diferentes clases o grupos en las ciudades. La única clase capaz de llevar adelante una revolución socialista victoriosa es la clase obrera. Esto no se debe a motivos sentimentales, sino al lugar que ocupa en la sociedad y el carácter colectivo de su papel en la producción. La revolución cubana actuó como un impulso para los obreros y campesinos oprimidos de América Latina y Centro América. En varios países hubo intentos de seguir el modelo cubano de guerra de guerrillas, pero a pesar de su atractivo inicial, especialmente entre la juventud estudiantil, fracasó en todas partes, con resultados catastróficos. Muchas de las victorias de la guerra de guerrillas no se dieron como resultado de la guerra de guerrillas por sí misma sino por las huelgas generales obreras en las ciudades como factor decisivo. Esto fue lo que sucedió en Cuba y en Nicaragua. También explicamos que la guerrilla, incluso si triunfaba, sólo podía llevar a lo sumo a un estado obrero deformado (bonapartismo proletario). El propio carácter de la organización de un ejército guerrillero no permite la existencia de una estructura democrática y la falta de participación de los obreros en el derrocamiento del régimen de una manera organizada significó que la jerarquía del ejército guerrillero fue la que formó la nueva burocracia estatal. La Bahía de Cochinos. Tan pronto que los Cubanos en los Estados Unidos comenzaron a apoyar al gobierno de Castro, se dieron cuenta del control total que ejercía sobre la economía y el gobierno. Los Cubanos empezaron a temer de sus conexiones comunistas, incluyendo sus relaciones con La Unión Soviética. Los exilados Cubanos en los Estados Unidos presionaron al gobierno Norteamericano para que ayudara con una invasión a Cuba con el fin de derrumbar el gobierno de Castro. Cuando los Estados Unidos se rehusó los exilados Cubanos se reunieron con la propuesta de lanzar su propia invasión. Los Estados Unidos estaba en competencia con La Unión Soviética a nivel mundial. El gobierno 2 Norteamericano finalmente aceptó ayudar a los exilados, y se empezó a formular un plan de invasión. En Enero de l961 el Presidente Dwight Eisenhower rompió relaciones diplomáticas con Cuba. La agencia de inteligencia central empezó a entrenar a los exilados cubanos con la propuesta de llevar a cabo una invasión a la isla de Cuba. El 17, de Abril de l961 al rededor de l500 refugiados armados, desembarcaron en las costa sur oeste de Cuba en Bahía de Cochinos (Bay of Pigs.) Los exilados contaban con el apoyo de los ciudadanos Cubanos, y también el apoyo del gobierno Norteamericano el Presidente Kennedy que les prometio respaldo de la fuerza aérea. Sin embargo, la promesa nunca fue cumplida, y los aviones de la fuerza aérea nunca llegaron a Cuba. Los exilados fueron abandonados a la merced del gobierno de Castro. El 19, de Abril de l961 la batalla termino. Noventa exilados habían sido muertos, y el resto fueron encarcelados. El atentado fue un fracaso, y la administración del Presidente Kennedy fue culpada por no proveer la ayuda prometida, y por otros por permitir la invasión en primer lugar. Como resultado de la invasión, el gobierno de Castro cerró la inmigración de Cubanos que querían abandonar el país. Él temía de la deslealtad hacia el estado Marxista−Leninista que él había implantado en Cuba. Pensaba que los ciudadanos podrían proveer información al gobierno Norteamericano perjudicando su régimen en Cuba. Comenzó a sospechar de todas los ciudadanos que querían abandonar el país, y encarcelo a muchas personas simplemente por no dejarlos abandonar el país. El régimen de Castro se había implantado. Dos de los principales protagonistas de esta Revolución Cubana, fueron el Che Guevara y Fidel Castro. Conocido como el "CHE"... Con carácter revolucionario y gran fuerza política en latinoamérica, su idealismo en contradicción con el capitalismo y el comunismo otordoxo. En 1954 marchó a México, y se unió al Movimiento 26 de julio, dicho grupo formado por revolucionarios cubanos exiliados (al mando de Fidel Castro), a finales de la década del 50' combatió junto a Fidel contra el dictador Fulgencio Batista. En 1959, con en el triunfo de la Revolución Cubana, el Che fue nombrado como ministro de Industria. El Che, escribió dos libros sobre la lucha guerrillera apoyando así a los movimientos revolucionarios de base campesina en los países pobres. Ya en 1966, como líder de los campesinos y mineros bolivianos defendiéndolos contra el régimen militar, en 1967 fue capturado por el Ejército boliviano y fusilado cerca de Vallegrande el 9 de octubre de 1967. En la década del 60, se convirtió en héroe de los nuevos grupos izquierdistas, tal vez, no podemos estar de acuerdo con su política económica y/o métodos de llegar al poder, pero hay que reconocer que fue un héroe y unos de los pocos que realmente defendió Latinoamérica. Bibliografía • ANDER, Ezequiel. Técnicas de Investigación Social, México, 1996. 3