Diana Patricia Londoño Román Seudónimo: Azul Celeste Manizales (Colombia) “¿SOMOS UNA FAMILIA REALMENTE DIFERENTE?” Un día cualquiera don Elías ya no estaba en su terruño, se enfrentaba al asfalto y recordaba cuando días atrás llegaron a su pueblo hombres armados que a él poco le importó saber de qué bando eran. Sólo sabía lo verdaderamente importante, que mataban, y a muchos. Él estaba dispuesto a salvar el más preciado tesoro, su familia. -Mijo y ¿qué vamos a hacer con Jacobo?, pregunta doña Odilia antes de ir a la cama mirando con preocupación al viejo Saúl. Luego con lágrimas en sus ojos le contó que ya le habían dado fecha y hora para abandonar el pueblo si no pagaba la cuota… la cuota de la guerra cuyo precio es la muerte. -Mija y ¿hasta cuándo nos dieron plazo para irnos? -Dicen que mañana a las 5 vuelven y que no quieren ver a ningún Jacobo que aspire servir de soldado. -Pues que nos quiten todo, pero no la vida, empaquemos en costales y mañana mismo nos vamos, nos llevaremos la ropa, la grabadora y el televisor, algo de dinero nos darán por esto. Que se queden las gallinas, las dos vacas y el cultivo; y usted Odilia no se vaya a angustiar, mi Dios nos sustentará. Al día siguiente, a la madrugada, antes de que el sol clareara, puesto que de día los rostros no se confunden, siguiendo la orilla del rio para que no los vieran se escabulló la familia y aunque ésta destrozada sigue unida, todos marchan a paso ligero llenos de preguntas pero con la certeza del amor que les constriñe el alma. ¿Cuándo regresarán?, pregunta Manuelito con rostro de asombro. No hay respuestas, van sin un dónde, sin un por qué, sin embargo, esperanzados porque como dice papá, lo más importante es que estemos juntos y Dios nos guardará. Él no se ha ido. Él no huirá. Llegaron ya era oscuro, hacía frio y con los pies cansados buscaban un lugar para pasar la noche. Doña Odilia saca las últimas tortas de maíz que alcanzó a moler antes de la escabullida. Comparte entre los cuatro hijitos aquel bocado de harina que brotó de su tierrita. Sabor a carbón, al fruto de su trabajo y a esperanzas pérdidas. -Papá y ¿dónde queda la nueva casa? preguntó el pequeño Manuel cansado aunque satisfecho por llegar a la gran ciudad. El pequeño experimenta una extraña sensación de ser invisibles entre la multitud de la gente. El viejo Saúl pidiendo al cielo no perder la calma y entrecortando su voz respondió: Escucha… Manuelito, nuestra casa quedó en el pueblo pero el hogar somos nosotros, estar unidos es suficiente. Pasaron los días para esta familia, días entre ruido, carros, y una cantidad innumerable de gente de una ciudad como Bogotá donde las incontables experiencias de vida hacen que cada vez los corazones se endurezcan, la capacidad de asombro desdibuje las miradas, las ayudas se agoten y el espíritu de supervivencia florezca. Saúl pasó de forjar la tierra al rebusque de su diario llevando el honor en la mochila y más acostumbrado a dar que recibir abordó un bus sin destino. Ahora bien, alguien pregunta: ¿qué hace usted?, trabajo en lo que resulte, Diosito lindo no nos desamparará; todos los días comemos. ¿Cómo se siente en una ciudad diferente a la suya? -Sabe, señor, acá ni se siente, sólo pasan las horas y al final de la jornada lo más preciado llega: el abrazo de mi esposa y las risas de mis hijos. Éste es un amor profundo que nadie ha podido reemplazar. De todo esto, ¿cómo resurgir en el mundo de los invisibles? La identidad, lo ganado con esfuerzo, los vecinos, los amigos de escuela, los potreros y el aire puro, sólo hacen parte del recuerdo. En medio de la adversidad el núcleo de la familia sustentado por el deseo de ver a los hijitos crecer en el seno del hogar, de compartir muchas cenas navideñas humildes, pero con el sazón del amor, es lo que les anima a resurgir de las cenizas. De este modo Saúl, su esposa Odilia y sus 4 hijos ven el favor de Dios en medio de la desolación. Este episodio imborrable es la condición ideal que un Ser justo y soberano aprovecha para demostrar su poderío y reflejar que Él como un padre enceguecido de amor, jamás permitirá ver a sus hijos perecer ante los ojos del mal. Esa mañana mientras la humilde casa se traspasa por el olor a café caliente, Saúl se arregla para comenzar la conquista diaria del arroz y la panela, hoy con un reto más en el bolsillo; recibos de agua y luz que no han de faltar, pero entre éstos y como si fuese la recompensa por no volver atrás hay una carta demás, parece asunto serio por sus sellos y sus firmas… , ¿otra deuda que pagar? –murmura Odilia entre el pan con café. Saúl dando prisa al mal paso decide abrirla, perplejo comienza a leer en voz alta aquella constancia de una lucha emprendida: “Señor Saúl Sánchez, nos es grato informarle que el “Frente 36” ya ha sido abatido. De ahora y en adelante su tierra le será restituida…”