Señores y aldeas en las tierras del Jiloca a principios del siglo XII 2

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Señores y aldeas en las tierras
del Jiloca a principios del siglo XII
JULIÁN MIGUEL ORTEGA ORTEGA
Toda demarcación territorial es la expresión de una forma
de gestión de un determinado espacio geográfico y de los
hombres que en él habitan por parte de poderes concretos. Mi intención al abordar parte de la historia de las tierras del Jiloca medio sobre las que ahora se asienta la
Comarca del Jiloca, es por lo tanto evitar cualquier imprudente impresión de continuismo. Más allá de algunas coincidencias territoriales con anteriores delimitaciones administrativas, el contenido de la articulación «geopolítica» de
la actual comarca poco o nada debe a su pasado medieval. No quisiera, sin embargo, desviarme demasiado del
objeto central de este volumen, la vertebración pasada,
presente y futura de las tierras de la actual Comarca del
Jiloca, intentando mostrar cómo, sobre el mismo solar,
otras sociedades organizaron su capacidad de perdurar mediante formas diferentes
de organizar el espacio, formas de las que, sin embargo, nos han llegado algunos
de sus restos, lo que muy convencionalmente podríamos denominar las «raíces» del
actual poblamiento. Me centraré por ello en la etapa que recorre toda la segunda
mitad del siglo XII, para la que es posible espigar la mínima cantidad de información necesaria para poder presentar con cierta claridad las bases de un tipo de organización social del poblamiento basado en el encuadramiento de campesinos, habitantes de aldeas, en distintos señoríos. Señores y aldeas, o si se prefiere poderes
feudales y comunidades locales, constituyen por lo tanto los ejes de la reflexión que
a continuación se presenta. En el telón de fondo, unas tierras, las mismas que hoy
engloba la recién inaugurada Comarca del Jiloca.
1. LA FRONTERA, EL DESIERTO Y LAS HONORES
Tras la conquista de las tierras del Jiloca y las sierras circundantes entre 1120 y 1140,
especialmente después de la tremenda derrota almorávide de Cutanda, el panorama ante el que se encontraron las gentes que comenzaban a llegar desde el N. a
Historia
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La conquista aragonesa de tierras turolenses. Recreación de Salvador
Gisbert (1895). Miscelánea turolense, nº 19, 20-II-1896, p. 353
través de Daroca y Belchite debía ser ciertamente desolador. Los efectos de la violencia y de la huida debían ser evidentes. La famosa memoria de la fundación de
la milicia de Monreal, fechada hacia 1128, alude, no sin cierta exageración, a los
yermos deshabitados que se extendían prácticamente hasta Valencia. El documento reconoce, por lo tanto, que antaño, »en el tiempo de los moros», como dicen
otros textos coetáneos, la zona había estado regularmente ocupada por comunidades rurales instaladas en alquerías, ya abandonadas por entonces. Efectivamente, las investigaciones arqueológicas realizadas hasta la fecha en todo el valle
medio del Jiloca indican que una nebulosa de diminutas alquerías, en su mayor
parte asociadas a torres también de pequeñas dimensiones, tapizaban los contornos de los principales cursos fluviales, en especial el Jiloca, cuyas extensas llanuras, dominadas todavía a principios del siglo XII por los soberanos de Albarracín,
llevaron al historiador andalusí Ibn Idarí a escribir que: »No hay en la región de la
frontera terreno más fértil que la llanura (sahla) atribuida a los Banu Razin, sus
antepasados, a propósito de la continuidad de sus cultivos».
De inmediato, el control de los nuevos territorios quedó confiado a elementos de la
alta nobleza y a sus respectivos séquitos armados. Como venía siendo habitual, ello
supuso la formación de nuevas honores, cesiones de carácter temporal y revocable
mediante las cuales el rey confiaba a determinados tenentes espacios territoriales
más o menos definidos y centrados en torno a un castillo como forma de sufragar
su colaboración militar. Antes de la muerte de Alfonso I ya habían sido creadas en
la frontera las honores de Belchite, Daroca, Cella, Monreal y Cutanda.
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La primera mención que tenemos de esta última, la que más interés reviste ahora para
nosotros, es de 1128. Un documento de mayo de ese año, según el cual Alfonso I reinaba »en Castilla y en Aragón, en Sobrarbe, en Ribagorza, hasta en Cella y Molina»,
informa de que Ato Oreja, uno de los nobles más allegados al rey, era tenente de las
honores de Cutanda y Cella. Cutanda, antigua cabeza de un distrito administrativo
vinculado al soberano de Zaragoza, quedaba así convertida en medio de retribuir la
fidelidad del citado noble. Es bastante posible que Cutanda pasara, tras la muerte del
Batallador, a formar parte de la vecina honor de Belchite, en manos, primero, de
Galindo Sanz y, después, de Lope Sanz, su hermano, en una dinámica incipiente de
patrimonialización de las honores, cuyo carácter revocable se hacía cada vez más
tenue ante las ansias señoriales de sus tenentes. La integración de la antigua honor de
Cutanda en la de Belchite explicaría el hecho de que su control fuera ejercido, a partir de la época de Ramón Berenguer IV, por un alcaide a las órdenes del tenente de
Belchite. Entre 1135 y 1147, por ejemplo, aparece como alchayat de Cutanda Íñigo
Fertuñones, un personaje perteneciente a un linaje muy ligado a Galindo Sanz. Un
hermano de aquel, Sancho Fertuñones de Cutanda, también aparece regularmente
documentado entre 1144 y 1166. En todo caso no fue el único alcaide. En 1138, por
ejemplo, Cajal ejercía el cargo de alchayd de Cotanda. Aunque no es seguro, su nombramiento pudo estar relacionado con la donación que antes de 1143 hizo Ramón
Berenguer IV a la Orden de San Juan del Hospital como compensación por su renuncia a los derechos que el conflictivo testamento del Batallador les concedía. Según el
documento, además de cederles la ciudad de Daroca y otros derechos y propiedades
en el reino, »les dono, también, la honor de Lope Sanz de Belchite, con sus dos castillos, Huesa y Belchite, y su honor de Cutanda con todas sus pertenencias».
La mención de Huesa del Común no debe de extrañar, ya que posiblemente constituía un caso semejante al de Cutanda, otra importante fortificación andalusí que
quedó transformada en una honor. De ahí que los tenentes de Belchite lo fueran
también de Huesa. Por cierto, el castillo de la localidad, conocido como «de Peñaflor», es uno de los pocos ejemplares de fortificación feudal de los siglos XII o muy
principios del XIII que subsiste al S. del Ebro.
La importancia de los castillos en la frontera es, pues, manifiesta. El castillo era la
garantía para poder detentar de forma estable las tierras recién adquiridas, pero
era también el mecanismo mediante el cual el monarca tenía en torno suyo la red
de fidelidades y solidaridades con la nobleza. Sin embargo, más allá de la fortificación, existía un elemento clave que dotaba de contenido a la honor: constituir
el ámbito territorial de un poder que permitía al tenente acceder de forma estable,
al menos en teoría, a una retribución que no podía proceder más que del excedente agrícola generado por los campesinos. Sin campesinos, no hay honor posible; éstos constituían la base generadora de las rentas, que era en realidad el eje
en torno al que se articulaba todo el organigrama de las honores. Potenciar, pues,
la atracción de campesinos, de colonos, que pusieran en valor las tierras abandonadas, se convertía en una necesidad acuciante.
Historia
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2. LOS «VILLARES», LAS ALDEAS Y EL PROCESO DE COLONIZACIÓN
Poco es lo que sabemos de las formas de implantación de los colonos en la frontera aragonesa. A falta de excavaciones arqueológicas y, teniendo en cuenta la naturaleza fragmentaria de la información escrita, la toponimia se convierte prácticamente en el único medio de aproximación disponible. Dos rasgos básicos permite
intuir esta vía de análisis. En primer lugar, que los primeros asentamientos de los
colonos que acudían a la frontera no debían ser en su mayoría mucho más grandes
que las antiguas alquerías. Una buena muestra es Barrachina, ya citado en 1132, y
cuya denominación es posible interpretar como un diminutivo de «Barracas», posiblemente en alusión a la humildad de estos primeros establecimientos. A este respecto, resulta también esclarecedor la relativa abundancia de «villares» que se puede espigar en la toponimia fronteriza y en la documentación disponible durante
todo el siglo XII. En este contexto, el término «villar» servía por regla general para
aludir a un pequeño establecimiento campesino, normalmente instalado sobre las
ruinas de antiguas alquerías. En la carta de población de Monforte de Moyuela,
dada por Ramón Berenguer IV en 1154, ya se cita por ejemplo un «villar delante de
Castelejo». Es también el caso, más al S., de Villarquemado, que aparece documentado por primera vez en 1192, o de Villar del Salz, en plena Sierra Menera, cuya
primera mención conocida es de 1211.
Este fenómeno de reocupación selectiva de algunas alquerías, pero sobre todo de
las tierras que anteriormente cultivaban sus comunidades, explicaría por otro lado
que muchos de estos nuevos «villares», germen de las posteriores aldeas, adoptaran topónimos alusivos a las antiguas torres desde épocas muy tempranas, como
ocurre en Torrelacárcel, citada ya en 1124, cuando la colonización apenas si había
comenzado. En el valle del Jiloca se puede reconocer este fenómeno también en
Torralba de los Sisones, en Torre los Negros, en Torremocha del Campo, un
posible testimonio de la destrucción parcial de este tipo de estructuras defensivas
durante la etapa de conquista y abandono, como pudo ocurrir también en Tortajada, ya cerca de Teruel. Las pequeñas dimensiones de estas torres, a las que se
ha aludido, estaría indicada por topónimos como los de Torrijo del Campo o
Torrecilla del Rebollar de la Sierra. La asociación entre «villar» y torre es, por lo
tanto, más que probable. Así permite sospecharlo el caso del actual despoblado
de Invidia al S. de la comarca, hoy en término de Villafranca del Campo, citado en 1182 como Torre Invidia y como vilarium de Invidia en 1211.
En pocas décadas estos pequeños establecimientos pioneros crecieron, formando
aldeas, cuyos vecinos organizaban concejos locales; trabajaban los lotes adjudicados;
defendían los términos otorgados y desarrollaban un urbanismo concentrado de calles
bien definidas y parcelarios densos y compactos en torno a templos parroquiales,
como puede observarse en Blancas, donde todavía subsisten los restos de su antigua
iglesia románica. Un buen ejemplo de la importancia de estas iglesias en las tareas de
Página derecha: Ábside románico de la iglesia de Blancas
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colonización es el de la iglesia de San Martín del Río, entregada el último día del
año 1162 en «fraterna comunidad» al maestro Auger, a Guillermo de Austorg y a Lope,
todos ellos canónigos de la catedral de San Salvador de Zaragoza para que se hicieran cargo de ella. Auger, que ese mismo día donaba a San Salvador, todas las viñas
que poseía en dicha aldea, además de la cuarta parte de los molinos de su término,
recibía para vestido 40 sueldos anuales procedentes de las rentas de la iglesia y dos
quiñones en la aldea de Nemta, quizás Nepza, cerca de Belchite; recibía además un
«campillo» que trabajaba y sembraba, con la condición de que no pudiera venderlo ni
donarlo, pasando a su muerte a integrar el patrimonio de San Salvador. Por su parte,
Guillermo y Lope aportaban a la «fraternidad», además de dos yugos, los frutos de la
propiedad que ya habían donado a San Salvador de Zaragoza, a quien pasaría igualmente tras su muerte. Por separado, Lope aportaba también 100 ovejas, mientras Guillermo hacía lo mismo con un libro y 80 monedas de oro.
A principios del siglo XIII la creación de nuevas aldeas había cesado. En aproximadamente media centuria no menos de 75 de estos nuevos asentamientos habían sido
creados en las tierras de la actual Comarca del Jiloca. La inmensa mayoría de las localidades que todavía subsisten en la comarca surgen, de hecho, a lo largo de la segunda mitad del siglo XII. Existen, no obstante, diferencias entre aquella primitiva red de
aldeas y la presente estructura del poblamiento. Algunas aldeas ya no existen, convertidas hoy en despoblados y sus antiguas tierras integradas en los actuales términos
municipales, todo ello como consecuencia
de la crisis que a mediados del siglo XIV
azotó a la comarca. Así Herrera y Mierla
quedaron incorporadas a Ojos Negros,
Entrambasguas y Villar de Gascones a Calamocha, Mercadal y Castelejo a Loscos, Zarzuela a Torre los Negros, Camaras a Bádenas, etc. En otros casos las primitivas aldeas
fueron sustituidas por otras posteriores,
como Valverde, fundado en tierras de la
antigua aldea de Pardiellos, Caminreal en
las de Cuevas o Villahermosa del Campo,
Ermita de la Virgen de los Navarros
en las de Salce y Baselga.
de Fuentes Claras
Es muy poco, sin embargo, lo que sabemos de los responsables directos de todo
este considerable flujo de inmigrantes. Algunos topónimos constituyen, a pesar de
todo, testimonio del origen de los pobladores. Navarrete del Río o la conocida
«Ermita de los Navarros» de Fuentes Claras son posiblemente indicio de la importancia que los contingentes de navarros, sobre todo de la zona de La Ribera, tuvieron en este movimiento de población. «Gascones», nombre de una antigua aldea
cuyos restos se hayan ahora en término de Calamocha, o el microtopónimo «La
Gasca», en Rubielos de la Cérida, aluden por su parte a la procedencia ultrapirenáica, no necesariamente de Gascuña, de parte de los colonos.
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3. EL EJEMPLO DE VILLACADIMA
Uno de los despoblados a los que antes hemos aludidos es el de Villacadima, hoy
una partida situada al N. de Monreal del Campo (Teruel). El topónimo compuesto unía una voz árabe, qadima, es decir «antigua», a villa o villar, muy típico
de la fase de colonización, como ya hemos visto. El interés de Villacadima reside
en ser uno de los pocos casos donde es posible entrever algunos de los mecanismos que operaban en el proceso de colonización, en los procedimientos empleados y en sus implicaciones.
La primera noticia que tenemos de Villacadima es de 1175. En este año, Pedro
Torroja, obispo de Zaragoza entregaba «el molinar que está en Villacadima para
que construyas allí molinos» a un tal Sancho de Alquezar, seguramente un elemento de la baja nobleza o un gran propietario asentado en Daroca. Al año
siguiente, el obispo cedía al mismo personaje toda la aldea de forma vitalicia y
una heredad del castillo. A cambio, Sancho se comprometía a poblarla, mejorarla y controlar la percepción de las rentas, donando al obispo la mitad de ellas.
Como heredad propia se le dona un lote de tierra (quiñón), la tercera parte de
las tierras que quedaban como reserva señorial (serna) y un campo situado junto a los citados molinos. Además, Sancho de Alquezar se comprometía a recibir
a los enviados del obispo que debían supervisar la explotación de la aldea y recoger su parte de las rentas. En este
caso es claro que la acción pobladora de la aldea era encargada por
el señor, el obispo de Zaragoza, a
un personaje con capacidad suficiente para atraer pobladores, distribuir las tierras y garantizar la percepción de la renta feudal. Por su
parte este populator, como se le
denomina en fuentes contemporáneas, recibía de por vida el disfrute
de parte de las rentas y algunos
Despoblado de Villacadima,
inmuebles en régimen de propieen Monreal del Campo
dad. Interesa señalar también que
molinos y castillos constituían,
dada su temprana alusión, elementos esenciales de la relación existente entre el
señor y la aldea.
El caso es que en 1187 Sancho de Alquezar se entregaba a San Salvador de Zaragoza, donando toda la heredad que poseía en Villacadima, incluyendo los molinos. Toda la aldea volvía así a manos del obispo. Es seguro que las gestiones de
Sancho de Alquezar, atrayendo inmigrantes y organizando la producción y el pago
de rentas, debieron prosperar. Villacadima se convirtió así en una nueva aldea. De
Historia
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hecho, debió de llamar la atención del monarca, que ya tenía abundantes intereses en el valle, y así en 1191 Alfonso II, a cambio de la villa de Fuentes de Ebro,
recibía el señorío sobre Villacadima. No obstante, el obispo se reservó la propiedad de los molinos, porque en 1193 el monarca le confirmaba la posesión de
todos sus molinos, tanto en la aldea como en su término, además de los prados
y campos contiguos. En todo caso, la operación, a la larga no prosperó. En 1195
Alfonso II devolvía para siempre al obispo todo el lugar del Villacadima, con sus
términos, habitantes y pertenencias. No duró mucho esta situación porque en
1202 el cabildo de San Salvador de Zaragoza procedió a la venta de la aldea al
noble Álvaro de Azlor. No fue hasta 1311 cuando Jaime II ordenó su compra a la
Comunidad de Daroca. Se despobló antes de 1373, antes de cumplir dos siglos
desde su aparición, posiblemente a consecuencia de la Peste Negra y la Guerra
de los Dos Pedros.
4. SEÑORES Y PROPIETARIOS
El ejemplo de Villacadima es también muy instructivo al respecto de cómo se
efectuó el reparto señorial de las tierras del Jiloca, un territorio que en su momento, en torno a 1142-1152, fue adscrito en conjunto por Ramón Berenguer IV al
concejo de la villa de Daroca, la única ciudad importante de la frontera, antes de
que Albarracín pasase a manos de los Azagra hacia 1170 y Teruel fuera fundada
también por esos años. Hubo, sin embargo, importantes excepciones. Ni el concejo de Daroca fue el único señor, el caso de Villacadima es un buen ejemplo, ni
todas las tierras quedaron en manos de los vecinos de las aldeas. Uno de los
ejemplos más evidentes y tempranos que pueden traerse a colación es el de Burbáguena antes de su incorporación a Daroca en 1250. Alfonso I ya adjudicó parte de las rentas de Burbaca a la milicia que fundó en Monreal. El lugar debió
quedar desde el principio bajo directo control regio, lo que explicaría que, años
después, en 1137, Ramón Berenguer IV donara a uno de sus hombres de confianza, Íñigo Sanz, la mitad del lugar. En todo caso su posesión debió vascular
entre el rey y algunos señores laicos del S. de Aragón, en especial del poderoso
señor de Albarracín Fernando Ruiz Azagra, que incluso llegó a empeñarlo al rey
de Navarra. No cabe pues dudar de la importancia del lugar, sobre todo si tenemos en cuenta que la Orden del Santo Redentor poseía aquí algunas propiedades que después de 1196 debieron pasar a los templarios, por lo que no extrañará que el Llibre dels Feyts de Jaime I haga referencia a la existencia de una casa
del Temple en Burbáguena.
No eran estas las únicas posesiones que el rey disfrutó en las tierras del Jiloca. Más
al S., Alfonso II, al donar términos al concejo de Teruel, se reservó todo el lugar
de Santa Eulalia. Ello le permitió donar al monasterio cisterciense de Poblet, en
Tarragona, diez «parelladas» de tierra de huerta y treinta de secano en su término
en 1186. Otro cenobio que recibió la generosidad real fue el de Piedra, que en
96 Comarca del Jiloca
1191 consiguió parte de las rentas
que generaban las salinas de Herrera de Ojos Negros, propiedad del
rey. También pertenecía al rey la
aldea de Mierla y como tal la donó
antes de 1195 a los monjes de Selvamayor, una abadía gascona que
se había establecido en Alcalá de la
Selva. Lo mismo sucedió con Singra y la ya aludida Invidia, cedidas
en 1182 a la abadía oscense de
Montearagón. Esta donación, sin
Despoblado de Herrera de Ojos Negros,
embargo, no debió de hacerse efecen cuyo término hubo salinas reales
tiva porque en 1211 el rey Pedro II
entregaba Invidia a la Orden de
San Juan del Hospital. Entre los límites de término que menciona el documento
aparece precisamente una serna, que el rey se había reservado en término de
Monreal. De hecho, el señorío de dicha aldea debió estar también en manos del
rey porque en 1220 Jaime I entregaba la aldea en arras a su futura esposa Leonor. Tornos era otro enclave donde el rey poesía diversos intereses, en especial
los derechos eclesiásticos de su parroquia, además de algunas tierras de las que
se deshizo antes de 1209. Procedentes del patrimonio real debían ser también las
heredades de Fuentes Claras que habían sido de la abadía de la Selvamayor y
que más tarde fueron donadas al monasterio de Casbas. El monasterio de Casbas
también recibió de manos de doña Sancha, viuda de Alfonso II, distintas tierras
en Entrambasaguas y Calamocha, entre las cuales seguramente se incluían las
tierras cercanas al cañizar que poseía por donación de su hijo Pedro II. En el
entorno de Calamocha existía, por tanto, una apreciable concentración de propiedades de la familia real. Leonor, ya divorciada de Jaime I, donaba en 1234 al
monasterio de Piedra cinco yugadas de tierra de la heredad que poseía en Calamocha.
5. UN EJEMPLO: EL MONASTERIO DE BURBÁGUENA
En 1172 Alfonso II donaba a Pedro de Ayerbe «mi prado de Burbáguena, desde la
noguera del águila hasta la heredad de Jimeno de la Almunia». Años después, en
septiembre de 1196, los hijos de este personaje y de su viuda doña Oria, a saber
Blasco Pérez, Álvaro Pérez y Miguel de Burbáguena procedieron a repartirse su
herencia «en presencia de muchos buenos hombres», tal como dice el documento.
A Blasco le tocó la heredad de Cabañas; a Álvaro y a Miguel, índivisa al parecer,
la de Puy Vicent y la de Aldeanueva, además de las de Ayerbe, Santa María de Biscarrués y Campo de Clave. Nada se dice de las posesiones de Burbáguena, ni de
aquel prado antes aludido, pero es posible que las recibieran Blasco y Miguel tam-
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bién de forma indivisa. El dato es importante, porque todo indica que parte de la
herencia de Pedro de Ayerbe, constituyó, junto a algunas donaciones reales, la
base material que durante unos años, desconocemos cuántos, permitió al monasterio de Casbas y a su abadesa, doña Catalana, pariente del rey, fundar una poco
conocida dependencia monástica: la «casa» de Santa María de Burbáguena. Sigamos, pues, el rastro de esa herencia.
De uno de los hijos de Pedro de Ayerbe, Álvaro, no volvemos a tener referencias, pero sí de los dos restantes. Miguel de Burbáguena fue sacerdote (abbas)
del lugar entre, al menos, 1204 y 1211. Antes de fines de 1208 Miguel y su hermano Blasco procedieron a partir lo que ambos habían recibido en Burbáguena. En diciembre este último vendía al monasterio de Casbas toda su parte
a cambio de 600 maravedíes. No obstante, debió reservarse todavía alguna
heredad porque años después, en 1224 concretamente, donó una heredad sita
también en Burbáguena al monasterio de Piedra. También la parte de Miguel
de Burbáguena fue comprada, antes de 1209, por doña Catalana, abadesa de
Casbas.
En este último año doña Catalana hacía testamento. En él donaba «toda la heredad de Burbáguena que el señor rey Pedro de Aragón me dio» al convento de San-
Burbáguena, a orillas del Jiloca
98 Comarca del Jiloca
ta María de Burbáguena, junto a lo que había adquirido mediante las compras a
las que acabamos de aludir y otras adquisiciones menores hechas tanto a cristianos como a mudéjares de Burbáguena. El cenobio recibía además toda la heredad
de Fuentes Claras que había pertenecido a la abadía de Selvamayor, además del
monasterio de San Benito de Calatayud, antigua propiedad del monasterio burgalés de Oña, y las heredades donadas por doña Sancha en las aldeas de Calamocha y Entrambasaguas. Recibía además toda sus heredades de Tornos, los derechos sobre la iglesia de este lugar, el monasterio de La Hoz, que también habían
sido de Oña, todos sus cautivos, excepto uno, y todo el ganado de su propiedad
que ya estaba en Burbáguena.
En 1209, cuando doña Catalana hace testamento, el convento ya debía existir,
aunque desconocemos casi todo sobre su funcionamiento y posterior desarrollo.
Es bastante posible, no obstante, que se tratara de una congregación femenina
porque en el citado testamento doña Catalana donaba a cada una de las monjas
el lecho que ya utilizaban. A pesar de ello, en el mismo documento disponía su
traslado a Casbas: «quiero y mando que la futura abadesa de Casbas vaya a Burbáguena y se lleve a las monjas consigo». Además, doña Catalana expresaba su
voluntad de que «Pedro, sacerdote, discípulo mío, sea alimentado en el convento
de Burbáguena y sea allí monje», lo que parece indicar que la generosidad de
doña Catalana obedecía a un intento de reorganizar la vida de la comunidad
monástica, introduciendo ahora monjes, como se deduce de otra referencia a
unas deudas que habrían de pagar los monjes (frates) de la casa. Disponía igualmente que don Vidal, posiblemente habitante de Ejea, fuera racionero de la iglesia de San Benito de Calatayud o del monasterio de Burbáguena, «y sirva allí
como capellán».
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