partitura de una pasión femenina

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año 12, no. 39. Primavera 2011
Partitura
de una pasión
femenina
Directorio
Amparo Espinosa Rugarcía
Directora
Graciela Enríquez Enríquez
Coordinadora editorial
Amaranta Medina Méndez
Araceli Morales Flores
María Suárez de Fenollosa
Ángeles Suárez del Solar
Colaboradoras
Blanca Delgado Ocampo
Secretaria
Retorno Tassier
Arte y Diseño
Impreso en Nea Diseño
Dr. Durán No. 4 Desp. 118, Doctores
Cuauhtémoc 06720 México, D.F.
DEMAC Para mujeres que se
atreven a contar su historia,
es el órgano de expresión y difusión de
Documentación y Estudios de Mujeres, A.C.
Publicación trimestral. Año 12, Núm. 39
Fecha de impresión: marzo de 2011
con un tiraje de 2,000 ejemplares.
Certificados de licitud de título y contenido:
números 12493 y 10064 otorgados por la
Secretaría de Gobernación.
Certificado de reserva:
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reproducción total o parcial por cualquier
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o magnético, sin previa autorización
del editor.
5 Memorias de música, canto y amor a la vida
Guadalupe Ambriz Piñón
Participante en el concurso
Premios DEMAC 2005-2006
Para mujeres que se atreven a contar su historia®
Editorial
L
a sociedad de Guadalupe Ambriz Piñón (México, 1926) era discriminatoria y autoritaria.
Nada anunciaba que ella formaría parte de la orquesta sinfónica que tocó por primera vez el
Huapango de Moncayo.
La madre de Guadalupe le pide al director de la escuela primaria del pueblo que no le
dé la inscripción a su hija. Luego obliga a ésta a rechazar solicitudes de matrimonio porque la
necesita en casa para ocuparse de los quehaceres domésticos.
Cuando el destino de Guadalupe Ambriz Piñón pareciera reducirse a cuidar a sus muchos
hermanos y hacer la comida para todos ellos, la música llega al rescate: primero a través del
contrabajo, más adelante mediante su propia su voz.
Si antes la cotidianidad de esta dinámica
y talentosa mujer fue sórdida y plagada de
violencia, ahora ella podrá aderezarla de
charlas con Tin Tan, Tongolele, Palillo, Paco
Miller y su esposa Imelda. Ahora podrá
cantar y bailar en el Salón México.
Éste, como tantos otros testimonios
de vida, nos muestra cómo una pasión
creativa es capaz de redimir un alma
sumida en la desesperanza, la pobreza y
el dolor.
Disfrutarán su lectura.
Amparo Espinosa Rugarcía
Fundadora y Directora demac
Memorias de música, canto
y amor a la vida
Guadalupe Ambriz Piñón
D
os mujeres estaban escondidas entre matorrales. La más joven pujaba. Finalmente, la
parturienta, con un último esfuerzo, dio a luz una criatura cubierta de sangre. Era una niña:
María Plácida Antonia Piñón Barrera, mi madre. Cuando estuvo más grandecita mi mamá, empezó
a asegurar que había nacido un día después, el 4 de octubre, porque no le gustaba el nombre de
Plácida. Así, mi mamá empezó a llamarse, por iniciativa propia, Antonia Francisca.
Mi abuela materna nació en Morelia, Michoacán, pero posteriormente se la llevaron a
vivir a Huiramba, en el mismo estado. Tenía doce años cuando la pidieron en matrimonio. Se
acostumbraba que si a un muchacho le gustaba una jovencita, su padre juntaba en una canasta
grande frijol, avena, arroz, piloncillo, pan y otros víveres, y se dirigía a la casa de la joven para
solicitarla en matrimonio para su hijo. De esta forma fueron a pedir a María Barrera, mi abuelita,
para que se casara con Florencio Piñón, el joven interesado. Debido a su corta edad, su padre la
escondió para que no se casara, pero mi abuelo la lograba encontrar dondequiera que la ocultaran.
Finalmente, perdió paciencia y dijo que si no la dejaban casar, se la robaría. Así que mi abuelita no
tuvo más remedio que casarse.
Mi abuelo recogió a la novia en su propia casa para irse caminando hasta la iglesia seguidos
de una tambora y de los chamacos del pueblo que, espontáneamente, le levantaban la cola al
vestido de la novia. Ya en la fiesta, mi abuelita se aburrió, se sacó los zapatos que le había regalado
el novio y se fue con otra niña. ¡A brincar en los surcos y a jugar con su muñeca! Allí la fue a
recoger su suegra muy disgustada porque ya tenía que irse a dormir con su esposo.
Mi abuela apenas si sabía juntar las letras para escribir su nombre, porque sus padres la sacaron de
la escuela para que no se escribiera cartas con potenciales novios. En cambio mi madre estudió en
la escuela de San Nicolás, y cuando ya estaba muy avanzada, la llamaron para que fuera maestra
rural. Mi mamá era una persona muy inteligente, muy bonita y con un carácter muy duro. Todo
lo que se proponía, lo lograba.
Mi papá, José Ambriz Carvajal, cantaba en la iglesia de San Francisco en Morelia. Tenía
una bella voz de tenor y por eso muchas jovencitas se reunían a escucharlo. Antonia y José se
conocieron, se enamoraron y se hicieron novios.
Mi mamá quedó embarazada de mí sin haberse
casado. Cuando mi papá se fue al Distrito
Federal, mi mamá lo fue a buscar, y al mes de
haber llegado a la capital, nací yo, Guadalupe
Ambriz Piñón, en el Hospital General, en el año
de 1927.
Vivíamos en un pueblito pegado a la
ciudad: Romita. A mi papá le gustaba salir a
caminar conmigo en brazos. En una ocasión
pasaron los bomberos y llamó a mi mamá:
“Antonia, vamos a ver dónde está la quemazón”.
Ése es el último recuerdo que tengo de mi papá,
hasta que lo volví a encontrar años después.
Posteriormente me recuerdo viviendo
en la calle de Dolores, en el centro de la
ciudad. Ya estaba con nosotras mi abuelita
María. Además, mi mamá estaba embarazada
nuevamente, aunque yo nunca vi a mi padre.
Mi abuelita me llevaba al kínder. Se nos hacía
tarde frecuentemente, y eso me daba mucho
coraje porque no me dejaban entrar y tenía que
regresarme corriendo para alcanzarla.
Un día me dijeron que mi mamá estaba
enferma y me sacaron de la casa: “Tú te estás acá
afuera y no vas a entrar hasta que te llamemos”.
Al rato oí chillidos: era mi hermana Martita que
acababa de nacer.
Tiempo después, mi abuelita consiguió
una portería en el pueblo de Tacuba. El cuarto
era muy grande y se ubicaba exactamente en
la esquina de la propiedad. Las personas que
vivían en la casa principal eran españoles. El
señor se llamaba don Rosendo. Usaba unos
calcetines altos que sostenía con una especie
de fajita en la rodilla, y enroscaba sus enormes
bigotes hacia la nariz. Una de las hijas de don
Rosendo, la señorita Paz, fue mi madrina de
primera comunión y me dijo: “Te voy a hacer
el vestido más hermoso, para que te veas más
bella que una novia. Así, si no te vistes de
blanco cuando te cases, al menos ya te vestiste
de blanco para tu primera comunión”.
Durante el tiempo que vivimos allí,
cursé dos veces el primer año de primaria y, al
terminar el segundo, la maestra, desesperada,
le dijo a mi madre que yo no lograba aprender
ni comprender nada. Mi mamá estaba muy
decepcionada. Quise participar en el bailable
de fin de año, pero le mentí diciéndole que
había sido escogida para bailar el jarabe tapatío.
Ella cosió una falda como pudo, con una tela
corriente y unas lunitas y estrellitas de papel.
El día del festival, mi mamá se entristeció al ver
que yo no iba a bailar. Sin embargo, la maestra
se compadeció y mandó repetir el bailable
para que yo tuviese la oportunidad de bailarlo.
Desgraciadamente, el niño que me tocó de
pareja no quería bailar conmigo porque mi
vestido estaba feo.
Cuando nació mi hermana María de la Luz,
Lucha —que no era de mi papá—, mi mamá,
en su desesperación por mantenernos, solicitó
audiencia con el presidente Lázaro Cárdenas,
para pedir que le dieran trabajo, argumentando
que había sido maestra rural en Michoacán.
Quien la atendió fue un secretario. Éste le
informó que lo único que podían hacer era
ingresarnos, a Martha y a mí, de internas en una
escuela. Poco después, mi mamá me pidió que
la acompañara al Colegio Militar. Nos recibió un
hombre muy alto, blanco, chapeadito, de ojos verdes como esmeraldas. Mi mamá y él se dieron
un beso. Ella le dijo: “La niña está muy bonita…” Ésa fue la única vez que vi a ese hombre.
Por esa época vivíamos en Santa María la Ribera con mi abuelita, una prima hermana,
mi tío Jesús, la tía Concha y sus dos hijas. En una ocasión llegó
una de las amigas de mi tía y le dijo: “¿Qué crees? ¡Está
trabajando en la panadería de aquí don José Ambriz!”
A lo que mi tía le contestó que no se lo contara a mi
mamá, porque se enojaría. Su amiga no le hizo caso
y me invitó a ver a mi papá. Un día me llevó hasta
donde trabajaba. No bien habíamos llegado con él,
cuando, con gran escándalo, entró mi mamá. Mi
papá la enfrentó mientras yo me salía por la puerta
de atrás, pero ya en casa, mi mamá me dio una
golpiza: me tenía en el suelo mientras me pateaba
cuando la detuvo mi tío Jesús. Mi abuelita me
estuvo curando de los golpes durante varios
días. Ésa fue la primera vez que volví a
ver a mi papá. Fue en la época en que
estuvo de moda La Panchita. Lo
recuerdo bien porque mi hermanita
Lucha la cantaba afuera de los
departamentos donde vivíamos
para que le regalaran un taco.
Ante la necesidad, mi mamá
nos metió a Martha y a mí al Internado
Nacional Infantil que se encontraba en la
calzada de Tlalpan esquina Viaducto; en
aquel tiempo todavía estaba el río de La
Piedad. En el centro de la escuela había un
jardín enorme y precioso. En ambos lados
estaban los salones de clase, después de
los cuales arrancaban unos pasillos muy
grandes y anchos que llevaban hasta el
patio de niñas y al de niños. En cada uno
cabían más de mil alumnos. Después de
nuestro patio estaban diez dormitorios que
albergaban a cien alumnas cada uno. Del lado de los niños había catorce dormitorios. Detrás de
los dormitorios estaba la cocina y, más atrás, el pabellón de los niños enfermos.
Aunque entramos las dos al internado, al poco tiempo le dio varicela a mi hermana Martha
y la tuvo que sacar mi mamá. Después ya no quiso regresarla a la escuela. Yo entré a tercer año y,
por fin, empecé a comer bien. En el internado viví experiencias bonitas y otras difíciles, pero creo
que estar allí fue mi salvación.
El director de la escuela era un médico. Llevaba una disciplina muy estricta, pero era
muy humano. Tocaban la corneta a las cinco de la mañana para que nos levantáramos, hacíamos
un poco de gimnasia y luego a bañarnos. ¡Pero el baño era con agua helada! Allí sólo había agua
caliente cuando las muchachas estaban en su mes. A la miss que nos daba las toallas y nos atendía
en el baño la llamábamos miss Ropero, porque estaba muy gorda. Nos daban unos camisones
enormes, para que no nos viéramos el cuerpo… pero una se acostumbra, y se levanta por un
ladito, se baña y se talla… Las regaderas eran tan grandes que en la caída del agua cabíamos
cuatro niñas. Había una a la que no le gustaba bañarse. Íbamos con miss Ropero y la acusábamos.
Entonces la miss agarraba una tina llena de agua y ¡zas!, se la echaba para que se bañara bien.
Teníamos clases hasta las dos de la tarde. Las tomábamos juntos niños y niñas, pero sentados
en lados opuestos. Cuando terminaban las clases, salíamos primero las niñas, luego los niños, y
nos dirigíamos a nuestra área respectiva. Teníamos que ir rápido a nuestro dormitorio para dejar
nuestras cosas y lavarnos las manos porque, a los pocos minutos, salíamos a formarnos para ir al
comedor. La alimentación me parecía muy satisfactoria y eso me hacía sentir muy contenta.
Después de comer íbamos a los talleres. En el primer año del internado me tocó estar en el
de piel. Me parecía un tormento porque apestaba espantoso debido a que se curtían las pieles. Nos
asignaron a cada una un trabajo específico. Me dieron muchos pedacitos de piel de color negro y
blanco que tenía que unir cual tablero de ajedrez. Después de coser tantos pedacitos, siempre traía
los dedos picoteados; a veces me dolían tanto que no podía ni escribir. Al final del año nos llevaron
al salón donde estaba la exposición de los trabajos. Quedé sorprendida al ver un hermoso cojín
armado con el lienzo que yo había cosido. En el internado también aprendí a manejar la máquina
de coser y llevé un taller de bordado. Mi amiga Benedicta y yo bordamos varios manteles.
Al terminar los talleres, teníamos una hora de lectura con el director. En la noche
tocaban la corneta para que nos acostáramos. No podía haber una sola luz después del toque
de dormir. El director recorría los dormitorios con una lámpara para asegurarse de que todo
estuviese apagado.
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El día del Niño nos llevaban de día de campo a Santa
Anita. Las dos niñeras encargadas de cada dormitorio nos
organizaban, y las niñas jefas de grupo cuidaban a sus nueve
compañeras correspondientes. Salíamos en una columna de
dos, atrás de todos los alumnos varones. Subíamos por la ribera
del río de La Piedad, bajo árboles de pirul y eucalipto, formando
una gigantesca columna de alumnos, y siempre cantábamos
coordinadamente La barcarola… Aquello era impresionante.
Al llegar a Santa Anita nos recibían con un ramito de
amapolas, luego nos instalaban en unas mesas muy largas llenas
de viandas: había enormes cazuelas de barro con chicharrón,
carnitas, barbacoa, arroz, un gran molcajete de guacamole y jarras
de agua fresca de chía, fresa y jamaica. Era un día de fiesta en el que
disfrutábamos mucho de la comida y el paisaje. Era maravilloso:
allí se unía el río de La Piedad con el río que venía de Xochimilco.
Pasaban las señoras en sus lanchitas con sus blusas bordadas por ellas
mismas y sus rebozos terciados. Llevaban fruta, flores o verdura de
varios tonos de verde que contrastaba con el color de unos rábanos
enormes. Ése era el único día en el que podíamos convivir con los
niños. Al terminar regresábamos todos muy contentos.
Al entrar a nuestros dormitorios nos daban juguetes de
regalo a cada una. Yo recibí el primer año una batería de cocina
de metal; el segundo, una vajilla de porcelana, y el tercero un
juego de té, también de porcelana. A mis ojos de niña, esos juguetes
eran muy bonitos. Con el tiempo se fueron maltratando porque yo
los dejaba en mi casa, y allí mis hermanos jugaban con ellos.
En el internado conocí a muchas niñas muy buenas, pero también a otras muy malillas. Tres
chamacas más grandes que yo me robaban mi torta de plátano; comida que me sobraba del
desayuno y que guardaba para la hora del recreo. Una vez, una de ellas me encajó un lápiz en la
cabeza y terminé en la enfermería atendida por el director. Me quedó una cicatriz de recuerdo.
Al año siguiente me encontré con cada una de ellas a solas y les di su respectiva tunda, en
particular a la niña que me había enterrado el lápiz. Un día, al ir al baño, me la encontré en los
dieciséis —que era como llamábamos a los baños porque había dieciséis lavabos y dieciséis tazas
de baño— y, sin medir consecuencias, le caí encima, golpeándola. Casi me expulsan por eso, pero
nunca más me volvieron a molestar.
En algún momento durante el tercer año, nuestro
internado acogió a las niñas refugiadas que habían llegado
en un barco desde España. Dormíamos dos niñas en cada
cama, ya que nos juntaron a todas en cuatro dormitorios. Sólo
fue un cambio temporal; nunca supe adónde se las llevaron.
Al terminar el año escolar, nos mandaban a nuestras casas.
En esas primeras vacaciones nació mi hermano Elías, alto y
de tez apiñonada, muy parecido al hombre que visité con
mi mamá en el Colegio Militar. Éramos tan diferentes Elías y
yo, que una vez me preguntaron que cuánto me pagaban por
cuidarlo.
En la escuela había una orquesta muy grande, se la conocía como “la
Típica”. Yo me daba mis escapadas para ir a escucharla, hasta que un
día me animé a pedirle al maestro que me dejara ingresar. Cuando me
preguntó cuál instrumento quería tocar, le dije que el más grandote,
el contrabajo. Me encantaba su sonido ronco. Mi compañera
de instrumento me ayudaba para aprender a tocarlo. Como
nunca había estado en contacto con la música, lo único que
me indicaban era cuántas veces le tenía que tocar en un lugar del
diapasón, cuántas veces en otro, pero como me cansaba, mi mano se
iba bajando y desafinaba.
El director de la Típica nos preparaba un perfume de rosas para
que, cuando saliéramos a tocar, la orquesta perfumara el lugar. Los
uniformes eran muy bonitos, en particular el de china poblana, bordado
a mano por la niñera que nos enseñaba buenos modales, mamá Malena. Era una
mujer muy enérgica que nos iba seleccionando de diez en diez para bordar poco a poco
nuestro vestuario, pero también era nuestra consejera. En la Típica tuve varias amigas. A
mi mejor amiga, Benedicta Barajas, y a mí nos llamaban las Cervezas, porque ella era muy
clara de piel y de abundante cabello castaño claro, mientras que yo era morena y de cabello
más oscuro.
Para mí fue una época maravillosa. Ensayábamos en las tardes tres veces por semana; los
otros días teníamos taller. Salíamos a tocar a diversas plazas y hasta alternamos con la Banda de
la Marina. Uno de los lugares en el que tocamos con más frecuencia fue el asilo de ancianos Casa
Mundet, y en una ocasión pude invitar a mi mamá. Ella me dijo que nunca se imaginó ver a su
hija tocando música tan bella en un ambiente tan bonito.
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Ya en quinto año, mamá Malena nos mandó formar a todas las muchachas del dormitorio y
nos dio la noticia de que una de nosotras, Raquel, iba a casarse, pero que debíamos ser sumamente
discretas. Desde entonces, Raquel dejó de ir a clases de taller porque mamá Malena la estaba
instruyendo en todo lo referente a los buenos modales y obligaciones de una esposa, y a veces
salían ambas con un permiso especial para entrevistarse con el novio, que resultó ser el médico
director de la escuela. Sólo las muchachas de la Típica lo supimos antes de la boda.
En ese tiempo yo salía sola todos los sábados para pasar el fin de semana en mi casa. Mi
mamá tenía muchos problemas con su hermano, mi tío Jesús, con su esposa y con mi prima Lupe,
pues todavía vivíamos juntos. En una ocasión, al llegar a casa, sorprendí a mi tío, cayéndose de
borracho, a punto de clavarle un enorme cuchillo por la espalda a mi mamá. Pude sujetarlo y
tirarle el cuchillo de la mano. Mi mamá ya estaba embarazada de otra hermanita: Rosa María
Reyes, hija de José Reyes, compañero de trabajo de mi mamá en el Hotel Reforma.
Durante toda mi estancia en el internado, en mi mente había un pensamiento: quería salir
de esa escuela distinta a como era cuando había entrado, por lo que ponía mi mayor esfuerzo en
todas las actividades. En tercero no me reprobaron; en cambio, saqué siete de promedio. En cuarto
año saqué ocho punto cuatro, y en quinto, terminé con nueve.
Al final de las vacaciones llegó una circular en la que le informaban a mi mamá que, por falta de
presupuesto, habían cerrado el internado. Para mí fue un golpe terrible. Terminé mi sexto año en
una escuela tradicional de gobierno, donde lo que más disfruté fue el voleibol. Mi entrenador, el
capitán De la Lama, cometió, ese mismo año el atentado contra Manuel Ávila Camacho. Todos
quedamos consternados, pero lo que más me afectó fue que mi mejor amiga, Paz, se suicidara.
Al mismo tiempo, estudiaba en la Escuela de Iniciación Artística #1. Mi mamá me inscribió
porque vio que extrañaba la música. Tres años después, el director, el profesor Ángel Salas, cuando
me felicitó por haber terminado mis estudios, me contó que al poco tiempo de haberme inscrito,
mi mamá regresó para pedirle que me corriera de la escuela porque me necesitaba para cuidar a
mis hermanos, y que de todas formas ella pensaba que yo no lograría terminar.
Mi maestro de contrabajo era el maestro Robles, y el de solfeo, Téllez Oropeza. El profesor
Ángel Salas impartía conjuntos corales e historia de la música, además de ser el director de
la escuela. En conjuntos corales teníamos un maestro por tesitura, y Salas dirigía los ensayos
generales. Se escuchaba muy hermoso el coro. Cantamos muchas veces en el Anfiteatro Simón
Bolívar, que tenía una magnífica acústica, así como en algunas misas.
Tendría yo unos quince años cuando Joaquín Pimentel, uno de los alumnos de la maestra
de canto, se acercó a mí. Me ayudó en diversas clases, nos hicimos buenos amigos y finalmente
llegamos a ser novios.
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En aquel tiempo mi mamá estaba en el sindicato
de hoteleros y me invitó a cantar en un festival. Le
gustó a la gente. Al siguiente festival me volvieron
a invitar y recibí muchos aplausos. Entre la gente
cercana al escenario estaba aquel José Reyes, papá de
mi hermanita Rosa. Me miraba de una forma tan fea
que me acerqué por la plataforma y le tiré una patada
que le pegó en el pecho. No le conté nada a mi mamá.
Ya de por sí tenía muchas preocupaciones: le habían
pedido que desalojáramos donde vivíamos porque
iban a demoler.
Por fin mi mamá encontró una casa de huéspedes
cerca de la Alameda de Santa María la Ribera, donde
le alquilaron el cuarto de la azotea. Una noche me
preguntó mi mamá si quería volver a ver a mi papá.
Acepté y, a partir de entonces, él nos visitó con cierta
frecuencia, lo cual me dio mucho gusto.
Una noche, cuando regresaba de comprar
avena y bolillos para hacerles la merienda a mis
hermanos, Irene, una vecina a la que ya conocíamos
de nuestro domicilio anterior, me jaló a su cuarto y me
dijo: “La dueña no quiere niños en la casa. Acaba de
subir con una correa y le pegó a todos tus hermanitos”.
Salí corriendo y oí el llanto de los niños; subí y los
revisé: en todos ellos, Martha, Lucha, Elías y Rosita,
encontré marcas de correa. En eso escuché la escalera
de metal; de un empujón la fulana abrió la puerta con
la correa en la mano. Se me fue encima, pero apenas
tiró el primer golpe, la tomé de la muñeca y se la torcí.
Me di la vuelta y del cajón de las cucharas saqué un
picahielos. Cuando la señora me vio con el picahielos
en la mano, salió corriendo y me fui detrás de ella.
Todas las personas que vivían en las otras habitaciones
miraban hacia arriba para ver lo que estaba sucediendo.
Al bajar la escalera, Irene me detuvo, subió conmigo
al cuarto y me tranquilizó. Les preparé la merienda a
mis hermanitos y, mientras se la comían, me salí. No
tuve ganas de ir a la escuela. Me quedé en la azotea,
me hinqué y grité con todas mis fuerzas: “¡Dios mío,
ayúdame! ¡Tengo que sacar a mis hermanitos adelante!
¡Tengo que sacar a mis hermanos adelante, pero tú me
tienes que ayudar!”
Nos mudamos a una vecindad cerca de la
estación del ferrocarril, en Buenavista. Seguí con mi
rutina: en la mañana llevaba a mis hermanitos a la
escuela, por la tarde iba a la escuela de música. Cuando
mi mamá no me daba para el camión, caminaba como
treinta cuadras, desde la última calle de Díaz Mirón
hasta Justo Sierra, atrás de la catedral. De regreso,
tomaba el tren La rosa en la esquina de la escuela de
música. El maestro Oropeza, que tomaba el tren
Tacubaya, me comentó que el suyo también me dejaría
cerca de mi casa y así podríamos acompañarnos.
Como él pagaba, yo me ahorraba el dinero para otro
día. Me bajaba en San Cosme y caminaba unas cuantas
cuadras de más, pero el maestro Oropeza tenía temas
muy interesantes que platicar durante el trayecto
porque tocaba en la Sinfónica Nacional. Me platicaba
de música, de compositores y de sus experiencias en
diferentes orquestas.
A veces Joaquín me acompañaba, pero yo no
permitía que me dejara hasta la puerta de mi casa porque
temía que la bola de muchachos de la colonia le fuera
a hacer algo. A veces ellos me molestaban porque me
llamaban el Apagón, por morena. Y es que en ese tiempo
se hacían los simulacros de guerra, porque estábamos
viviendo la segunda Guerra Mundial y apagaban las
luces en toda la ciudad. En esa situación se inspiró el
autor de El apagón para componer su canción. Cuando
Joaquín me acompañaba, tomábamos el camión hasta
la Alameda, nos sentábamos en una banca bajo la luz y
me cantaba: era tenor. Yo también le cantaba.
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En una ocasión, al ir llegando a la banca,
sentí que me jalaron del pelo por detrás: era mi
mamá. Joaquín le detuvo la mano, y aunque mi
mamá protestó y quería seguir maltratándome,
él le dijo: “La señorita es mi novia y nadie la va
a tocar o nos vamos a la delegación”. Añadió:
“Señora, con todo respeto, no tardará su hija en
llegar a casa; por favor, déjenos solos”. Mi mamá
se fue muy enojada. A raíz de ese incidente,
Joaquín me dio un anillito de oro para formalizar
nuestro noviazgo, y con eso manifestó sus
buenas intenciones. Cuando terminé la escuela
de música, mi mamá ya aceptaba a Joaquín,
incluso salía a recibirlo. Joaquín trabajaba en un
banco y cada domingo salíamos a caminar a la
Alameda Central o al cine. Cada que llegaba a
la casa por mí, le llevaba una caja de chocolates
a mi mamá.
En mi última clase de solfeo, el maestro
Oropeza me felicitó por mi aprovechamiento
y me sugirió que me inscribiera en la escuela
nocturna del Conservatorio, de la que era
director. Él se encargaría de que yo entrara
directamente a la orquesta sinfónica de la
escuela, a la que sólo entraban los alumnos más
avanzados.
Mi mamá se embarazó nuevamente de mi
papá. Como vivíamos todos en un solo cuarto,
escuchábamos su intimidad. Eso me molestaba.
Me cambió el carácter, no permitía que nadie
se me acercara y le tomé rencor a mi papá. Un
día yo iba llegando a casa cuando, desde lejos,
escuché a mi papá que estaba regañando a
mi mamá. Golpeaba en la mesa y gritaba. Me
disgusté tanto que le dije: “Serás muy mi papá,
pero a mi mamá nadie le grita, menos en el
estado en que se encuentra, así que te me vas, y
si regresas, te saco”. Nunca regresó mi papá.
Poco después, mi mamá me mandó por
la doctora que la atendería en el parto, pero
ante su negativa, me mandó por la señora que
vendía el pulque, porque ella sabía cómo recibir
un bebé. La señora llegó, mandó hervir agua,
mandó por trapos, tijeras y otros utensilios.
Pasó un buen rato y, de pronto, me llamó mi
mamá a gritos. Cuando entré, vi a la señora
con las manos llenas de sangre y al bebé, que se
le había resbalado en el cómodo que pusieron
para recibir los líquidos. Mi mamá me dijo:
“¡Agarra un trapo y saca al bebé!” Luego me
indicó: “Mídele desde su ombliguito una
cuarta. Adonde llegue tu dedo meñique, ahí le
cortas”. Como pude, ya con la niña envuelta en
los trapos y temblándome la mano, corté. Así
nació mi hermanita Teresa.
Yo me hice cargo de la niña, pero la caída
que sufrió tuvo consecuencias. Nunca pudo
hablar y no podía sostenerse por sí misma, así que
le teníamos un cajoncito con almohaditas para
recostarla, y por la noche dormía entre mi mamá
y yo en la misma cama. Un día lloró mucho. Por
la noche empezó a sacudirse y me despertó: se
estaba convulsionando. Como no estaba segura
de que estuviera bautizada, le sostuve la cabecita
y, a mi entender, le hice la señal de la cruz y dije:
“Yo te bautizo con el nombre de Teresa Ambriz
Piñón”. Mi mamá despertó y me arrebató a la
niña, pero ya había muerto.
En la época en la que estuve en el Conservatorio
Nacional de Música, cuidaba de mis hermanos
en las mañanas: los llevaba y recogía de la
escuela y les preparaba la comida. Después
trabajaba de dos y media en adelante con mi
tío Baldomero, un primo de mi abuelita, que
era sastre. Me pagaba cien pesos a la semana,
mismos que entregaba directamente a mi
mamá. En la noche me iba al Conservatorio.
En la sinfónica tuve algunos contratiempos
porque el maestro de contrabajo era ejecutante
de chelo y la técnica no es la misma. Uno de mis
compañeros, bajista de la orquesta, me apoyó y
pude sacar los primeros conciertos, en los que
tocamos obras sencillas, como la Prometeus de
Beethoven.
Disfruté mucho cuatro conciertos que
dimos en la Hemeroteca Nacional. Como no
tenía para el camión, me iba caminando. Al
cuarto día decían a mi paso: “Mira, ahí va la
dama de la noche…” Mi tío Vicente, que era
joyero en la calle de Madero, fue a todos. Me iba
a saludar al finalizar cada uno de ellos y, al final
del último, puso en mi dedo anular un anillo
con una piedrita roja al tiempo que decía: “Me
voy sorprendido de la imagen que me llevo de
ti y de todo lo que he escuchado. Por esa razón,
te doy este recuerdo. Es un rubí, es de la buena
suerte. Que Dios te bendiga”.
Durante uno de los ensayos, un señor
Ríos pidió hablar conmigo y me ofreció trabajar
en una orquesta femenina que él dirigía, la Ríos
Art. En ésta tocaba toda su familia: su esposa,
tres de sus hermanas, dos de sus hijas, una
sobrina y otra muchacha. A mi mamá le pareció
bien que yo trabajara con ese señor, pero mi
mayor preocupación era que estaba en vísperas
de exámenes. Cuando llegaron, no presenté el
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de contrabajo, porque nunca me sentí a gusto con el maestro, ni el de solfeo porque, debido a mi
trabajo, no podía llegar a tiempo a clase. Le expliqué estas razones al director Téllez Oropeza, pero
por reglamento me sacaron de la orquesta y de la escuela.
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Renuncié en la sastrería porque me cansó la forma soez en la que se expresaba mi tío. Y como
también tuve que dejar el Conservatorio, dispuse de más tiempo para estudiar con la orquesta
femenina. En la orquesta se tocaba swing, boogie boogie, blues y toda la música que se escuchaba en
ese tiempo. Fue un cambio muy difícil, pero puse todo mi empeño para acoplarme. La orquesta me
proveyó del instrumento. Mi primer trabajo con la orquesta femenina fue en un centro nocturno
de nombre Montparnasse. Mi “vestido feo” del bailable ya había quedado muy atrás. Ahora,
lucía un hermoso uniforme de raso blanco, strapless, con una falda larga redonda y un chaleco de
lentejuelas plateadas.
En el Montparnasse había ficheras, todas vestían muy elegantes. La variedad era Fernando
Fernández y se hacían grandes cenas para los políticos. La más bella y popular de las ficheras se
llamaba Estrella. Al terminar el trabajo, ella repartía lo que había ganado con las que menos habían
obtenido en esa noche. Era muy querida y protegida por sus compañeras. En una ocasión entró
corriendo a nuestro camerino, diciendo que no saldría en toda la noche. La esposa del director le
preguntó por qué no iba a salir y ella le contestó: “Porque allí está mi marido, como es un político
importante, le organizaron una cena aquí”.
Cuando le dije a Joaquín que estaba trabajando en un centro nocturno, habló con mi mamá
para manifestarle su desacuerdo y le pidió permiso para casarse conmigo. Mi mamá le contestó:
“No. Yo no voy a permitir que Guadalupe se case ahora que ya está ganando dinero, porque me
tiene que ayudar a sacar adelante a sus hermanos”. Joaquín, que trabajaba y seguía estudiando,
se ofreció a ayudar a mi familia con tal de casarse conmigo. Pero mi mamá se siguió negando.
Cuando él me platicó todo, me sentí muy triste. Ya en casa, la primera que abordó el tema fue mi
mamá. Me dijo que no permitiría que me casara por ninguna razón. Le dije que quería mucho a
Joaquín, pero a ella no le importó. En la cuarta semana después del incidente, Joaquín me dijo
que era el último día que venía a verme: había pedido su cambio fuera de la ciudad. Nunca más
lo volví a ver. A mi mamá yo le tenía mucho miedo, pero a pesar de eso le dije muy enojada que
ya no quería que me fuera a recoger al trabajo, como solía hacerlo. Ella me contestó que lo sentía
mucho, pero que yo no me mandaba sola.
Yo extrañaba mucho a Joaquín, me sentía impotente y ya no me daban ganas de platicar
con mi mamá. Mi abuelita nos visitaba muy seguido y, como mi confidente, me tranquilizó: “Hija,
no te preocupes, las cosas suceden por algo. Ya verás que te vas a encontrar a otro hombre que
también te va a querer mucho y que va a apoyar a tus hermanas. Vas a ser muy feliz y vas a tener
a tus hijos. Concéntrate en tu música, estoy segura de que vas a seguir adelante”.
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Un día fui al salón Oro y Plata para concursar en Los aficionados,
un programa que se realizaba en la XEW. Estaba lleno de gente.
Me sorprendí mucho cuando vi que nos iba a acompañar una
orquesta muy grande, dirigida por el maestro Juan S. Garrido.
Ensayé mi canción, Dos almas, y concursé. Saqué el primer
premio: me dieron cien pesos y un paquete de chocolate
Abuelita. Para mí aquello era mucho dinero. Cuando llegué a
mi casa, ya todos en la vecindad sabían que había cantado en
Los aficionados. Resulta que, como no teníamos ni para radio,
mis hermanos fueron con el señor que reparaba los radios y
le pidieron uno prestado. Así fue como mi mamá se enteró y
me escuchó cantar. Estaba muy contenta, y más contenta se
puso cuando le di los cien pesos que había ganado. El día del
ensayo, las compañeras de la orquesta femenina celebraron
mucho mi éxito. También por mi participación en Los aficionados
me llegaron varias cartas de admiradores. Recuerdo una que
decía: “Soy norteamericano, tengo tantos años, estoy bien de
mis piernas, de mis brazos y también de la cabeza. Acabo de
hacerme análisis de todo y quiero que te cases conmigo”.
Mandó dirección y número de teléfono. Ésa no fue la última
propuesta de matrimonio que me hicieron a lo largo de mi
carrera en los centros nocturnos y en las giras.
También trabajamos en el teatro Follies Bergères,
acompañando al dúo Pánuco, que no eran otras que
las hermanas del señor Ríos. Cuando no estaban en la
orquesta, formaban un dueto: cantaban a dos voces y
hacían sus solos de instrumento, Rebeca en el saxofón
alto y Aurora en la trompeta. La estrella principal del
teatro era Tongolele. También estaban Palillo,
Manolín y Shilinsky, bailarinas y
otros cómicos. Después de
esa temporada tuvimos más
trabajo, tocábamos cada fin
de semana y seguimos saliendo
a giras.
Recuerdo mucho una gira a Veracruz:
al acompañar al baño a la Tenoquis, una de las
hijas del señor Ríos, me caí a una pileta de agua
sucia y me luxé el tobillo. Terminé el trabajo
escondida detrás del contrabajo, toda manchada
y doliéndome el tobillo. Uno de los integrantes
del trío que alternó con nosotras tuvo la atención
de cargarme hasta mi habitación, me sobó el pie
y me lo vendó. Él se convirtió más adelante en
Viruta, del dueto Viruta y Capulina.
Poco después de una gira a Oaxaca con la Ríos
Art, me llegó una carta de la XEW para que fuera a
cantar nuevamente a Los aficionados. Volví a ganar el
primer lugar, pero lo más importante para mi carrera
fue que me abrió camino en el mundo de la radio. A raíz
de mi segunda participación en el concurso, un locutor de
Radio Mil, el señor Flores, me invitó a participar como cantante
en uno de sus programas.
En la vecindad siempre había incidentes entre vecinos y todo se escuchaba.
Así fue como me enteré de que mi mamá estaba nuevamente embarazada, mientras
platicaba con una de sus amigas en el patio. Cuando le di la noticia a mi abuelita, me comentó:
“Lo único que siento es que van a crecer más tus obligaciones, sin que sean realmente tuyas”. Al
poco tiempo nació mi hermana Margarita. La esposa del señor Ríos me enseñó a tejer y le hice una
chambrita y zapatitos. Era muy bonita: morena, con ojitos muy grandes color capulín y pestañas
enormes. Mi mamá la registró como hija natural: Margarita Piñón, y eso en aquel tiempo no era
muy bien visto.
Con la orquesta, regresamos al Follies Bergères. Continuaba como primera figura Tongolele,
seguía Palillo, Manolín y Shilinsky. Ahora estaban Tin Tán y Marcelo; Paco Miller y Chabelo.
La esposa de Paco, Imelda Miller, era parte del cuerpo de baile y continuamente se iba a platicar
a nuestro camerino; Paco no le daba una buena vida. Poco después ella se lanzó como
cantante.
Después de esa temporada, el señor Ríos nos dio tres días de descanso. En uno de esos
días, Ramón Gliss, un muchacho que iba diariamente al Follies porque era hermano
de dos de las bailarinas, llegó a mi domicilio. Me dijo que tenía buenas intenciones
y que me invitaba a tomar una nieve. Acepté, y nos quedamos platicando hasta
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que noté que se estaba haciendo tarde. Cuando
llegué a mi casa, mi mamá estaba furiosa: me
dijo que qué horas eran esas de llegar, que
yo no me mandaba sola. Azotó contra el piso
una silla vieja que teníamos; la hizo pedazos;
agarró el palo más largo del respaldo y con ése
me empezó a pegar. Me tiraba golpes adonde
cayeran. Por detrás me empezó a dar duro y
duro en la cadera, tan duro que sentía que me
iba a fracturar; metía las manos, pero era muy
intenso el dolor. Era tanta la furia de mi mamá
que me espanté y salí corriendo rumbo a casa de
mi abuelita. Corrí, y ya casi para llegar a Santa
María la Ribera, me empezaron a seguir dos
hombres. Más miedo me dio todavía. Pasé por
la puerta de la séptima Delegación y me metí.
Me apoyé en el mostrador porque sentía que
me iba a caer. El oficial en turno me preguntó
qué era lo que me pasaba. Si le decía que mi
mamá me había golpeado, irían por ella. Así que
inventé que andaba buscando a mi hermano.
Mientras el oficial buscaba en su lista, vi pasar
de largo a los hombres que me siguieron. El
oficial me aconsejó buscar en otra delegación
y le di las gracias. Tras cerciorarme de que los
fulanos se habían ido, me encaminé hacia casa
de mi abuelita. Cuando llegué y le conté lo que
sucedió, se espantó. Puso a calentar agua con
vinagre y sal y me puso lienzos calientes en los
golpes. No pude dormir más que boca abajo.
Le pedí a mi abuelita que le avisara el
señor Ríos que no iría a los ensayos porque
estaba enferma. El señor Ríos fue a mi casa,
habló con mi mamá y vino a buscarme. No tuve
más remedio que decirle la verdad. Me dio
quince días de descanso. Cuando me reintegré
a la orquesta, la señora Ríos me trató con mucho
cariño: creo que su esposo le había platicado mi
historia. Cuando mi abuelita fue por mi ropa a
mi casa para poder cambiarme, ya no encontró
una sola de mis prendas: ni ropa interior, ni
zapatos, ni bolsa, ni abrigo, nada. Mis hermanos
le dijeron que mi mamá se había llevado todo
lo mío a casa de una vecina. Para ese primer
día de ensayo, mi abuelita me compró un
vestido muy sencillo y me prestó un suéter
negro. Cuando tuvimos el primer trabajo de la
temporada de palenques, pude comprarme lo
más indispensable con el sueldo.
Al terminar un ensayo, mi mamá me
esperaba afuera: “Mira, hija, tu casa tú la pagas,
tú apoyas, así que regresa. Ya están todas tus
cosas allí; vas a encontrar todo tal y como tú
lo dejaste”. Le contesté: “Perdóname, mami,
pero esas cosas repártelas entre mis hermanos,
porque yo me quedo con mi abuelita”. Ella
replicó: “Mira, ya no lo hagas por mí, hazlo
por tus hermanas, por tu hermano Elías que te
extraña mucho”. Me dio en mi lado débil, porque
yo quiero mucho a mis hermanos. Ya de regreso
con mi mamá, ella me trató mejor. Entonces
pude ensayar y trabajar más tranquilamente.
Un amigo músico, Antonio León, me
invitó a conocer el Salón México para que
escuchara las orquestas que tocaban en ese
lugar, como la Danzonera de Acerina. Poco a
poco me permitieron tocar uno o dos números.
Mi abuelita sugirió que no le contara a mi
mamá, porque era algo especial, y mi abuelita
quería que yo fuera independiente. Me dijo:
“Dios te va a ayudar por todo lo que haces por
tu mamá”.
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Poco después, Antonio León me buscó
en la XEW para invitarme a tocar en un centro
nocturno que iba a dirigir. Conseguí un contrabajo
prestado y acepté. Durante ese tiempo, mi rutina
era ensayar con la Ríos Art, regresar a arreglarme,
tomar el tren, cruzar de noche, corriendo, el
mercado de Mixcoac, y llegar a trabajar. Mi mamá
me iba a recoger todos los días a las cuatro de la
mañana. Entre varios compañeros pagábamos el
taxi de regreso.
Entrando al centro nocturno, del lado
derecho, estaba la plataforma alta. En el primer
nivel tocaban los saxofones y el pianista. En el
segundo tocaba yo junto con los metales. En el tercero,
hasta arriba, estaba el baterista. Toño tocaba la trompeta y
nos dirigía desde abajo.
A los diez días de trabajar en ese lugar, llegó un norteamericano
totalmente borracho. Los meseros trataron de sacarlo por la buena, pero
él siguió caminando hasta la orquesta. Me vio y dijo: “Yo quiero a esa
muchacha”. Los meseros le explicaron que no se podía, pero él insistió
sacando un fajo de dinero. Como los meseros no cedían, el fulano se enojó:
“Ah, ¿no me la bajan? Pues me la tienen que bajar”. Y sacó una pistola. Toño
dejó la trompeta, le agarró la muñeca, y entre los dos meseros lo desarmaron
y sacaron a golpes. Ése fue el último día que trabajé en ese lugar.
Un día, el señor Ríos nos anunció que había firmado un contrato para
la orquesta, en la frontera, por tres meses, prorrogable. Mi mamá no me dejó
ir, a pesar de que el señor Ríos le insistió mucho. La Ríos Art se fue. Nunca
volví a tocar en la orquesta ni volví a saber nada de ella. Sin embargo,
trabajar en la Ríos Art me abrió el camino en mi carrera como intérprete
y cantante.
Poco a poco fui entablando amistades, conociendo gente
y abriéndome camino en mi carrera de cantante, al ampliar
mi abanico de perspectivas fuera de la Ríos Art. Mi amiga
Hortensia Palacios, que ingresó a la orquesta después
de haber trabajado en la Sonora Santanera, me había
sugerido que me inscribiera al sindicato de actores
y que frecuentara la cafetería de la anda para
conseguir otros trabajos. Un cantante también me
sugirió ir a la de la XEW, donde se reunían todas
las personas del ambiente artístico. Y así lo hice.
Algunos compañeros músicos que conocí en la
XEW empezaron a invitarme a tocar en misas de
bodas, de quince años y de aniversarios.
A falta de trabajo como cantante, incluso
trabajé de bailarina. Casualmente me encontré
con las dos hermanas de Ramón Gliss, que
habían trabajado también en el Follies. Cuando
me vieron, les dio mucho gusto y me preguntaron
si ya me iba a dedicar al baile. Les contesté que
era cantante. Me costó mucho trabajo integrarme
como bailarina, pero tenía que llevar dinero a la casa.
Pasé momentos difíciles, que aunque ahora me parecen
graciosos no lo fueron entonces. Como cuando no le dejé
suficiente espacio a María Conesa en el círculo de bailarines
para que bailara La gatita blanca y me dio un empujón que me
mandó al suelo. Irónicamente, a gatas. Para entonces ya tenía
mi credencial de la anda, de la cual me sentí muy orgullosa: la
credencial de la Asociación Nacional de Actores me acreditaba como
miembro activo en la especialidad de cancionista y teatro. La firmó Jorge
Negrete como secretario general.
Hacen falta otros cinco tantos de páginas y letras para contar todo lo que viví en
el maravilloso mundo de la música, que fue, es y será mi vida. Tuve la suerte de
descubrir mi vocación musical en el internado, comprobé mi talento en la Escuela
de Iniciación Artística y, a pesar de no haber podido continuar mis estudios en el
Conservatorio, seguí disfrutando de mi pasión por la música en la orquesta femenina
del señor Ríos. Hice mucha radio en la XEX y en la XEW. La música también me puso en
el camino de la Sinfónica Nacional y en manos del maestro Carlos Chávez. Tuve el honor
de tocar en el estreno mundial del Huapango que dirigió su compositor, el maestro Pablo
Moncayo. También toqué bajo la dirección del maestro Stravinsky, cuando vino a México.
Allí, en el maravilloso mundo de la música, fue donde encontré al padre de mis hijos:
Ángel Cu León, que en paz descanse, maestro pianista y arreglista, con quien compartí intensos
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momentos musicales al lado de los más grandes músicos e intérpretes de México en esa época.
Además de grabar discos, Ángel y yo vivimos juntos intensas luchas, enormes tristezas y tuvimos
tres adorados hijos.
He vivido dramas inenarrables, pero también alegrías imperecederas, y por eso no cabe
duda de que aquella tarde en la azotea, después de correr a la señora que había golpeado a mis
hermanitos, Dios escuchó mi súplica. Ya no necesité abrirme el camino con un picahielos en la
mano. Me abrí camino arco en mano; me abrí camino con mi voz. No cabe duda de que Dios
escuchó mi súplica y me ayudó a sacar a mis hermanos adelante:
Martha perdió dos años debido a los cambios de casa y por eso terminó la primaria al
mismo tiempo que Lucha. Nada más que Martha salió con diez de promedio e incluso ganó un
concurso de aprovechamiento efectuado en la zona escolar. Se fue a la prevocacional, secundaria
del Politécnico, donde tuvo muchos problemas con los compañeros de la escuela por ser mujer y
tuvo que ser trasladada al Casco de Santo Tomás. Martha nunca se casó, pero llegó a ser ingeniera
química industrial.
Lucha quiso estudiar comercio, pero la expulsaron de la escuela por haber faltado a clases
casi dos meses: se iba de pinta a Chapultepec. Mi mamá se enojó mucho, le dijo que si no quería
estudiar, tendría que trabajar. Por medio de las hermanas del señor Ríos, le conseguí a Lucha
un trabajo de secretaria en un despacho de abogados. Persuadí a mi mamá de que le permitiese
seguir estudiando por las tardes. Mi hermana se casó muy joven con un hombre de muy buenos
sentimientos y tiene dos hijos.
Elías es jubilado de la Marina y tiene una mujercita.
Rosita terminó su carrera de profesora y un posgrado. Ahora trabaja en una secundaria y
tiene dos hijos.
Margarita también es profesora, con diplomados y posgrados. Es soltera con dos hijos.
Hace muchos años que mi mamá descansa en paz, después de una difícil vida de
intenso trabajo.
Mi abuelita continuó siendo mi ángel de la guarda hasta que, por un descuido médico, me
la arrebataron.
Se enfermó mi hermanita Martha por inhalar químicos peligrosos en su trabajo. Tuve que
cuidarla por muchos años, como cuando era niña. Sufrió mucho, hasta que por fin descansó. Los
demás, precisamente a raíz de la muerte de mi hermana, viven apartados de mí, separados por la
distancia y el resentimiento.
Y yo, sigo cantando…
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