el camino de santiago y la religiosidad popular

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EL CAMINO DE SANTIAGO
Y LA RELIGIOSIDAD POPULAR
XI ENCUENTRO DE SANTUARIOS DE ESPAÑA
MONS. JULIÁN BARRIO BARRIO
ARZOBISPO DE SANTIAGO DE COMPOTELA
Santiago de Compostela, 23 - 25 de septiembre de 2008
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
XI Encuentro de Santuarios de España
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La valoración positiva de la religiosidad popular es una característica de nuestro
tiempo. En una cultura marcada por el racionalismo de la Ilustración y por la idea del
progreso del siglo XIX no había lugar para un tipo de religiosidad que pasaba por ser
una vieja forma de superstición y magia, nacida de una visión mítica y pobre de la
realidad. Incluso dentro de la Iglesia, los procesos relacionados con la renovación
bíblica y con el movimiento litúrgico y ecuménico fomentaron una actitud crítica frente
a las diversas formas de piedad tradicionales. Una buena parte de los teólogos y no
pocos responsables de la pastoral apenas se han fijado en el valor de la piedad del
pueblo.
Pero la tendencia iba a cambiar de signo. A partir de 1973 han ido apareciendo
numerosos trabajos sobre el tema. Los distintos puntos de vista llevan de hecho a
acentuar en cada caso unos determinados aspectos y a presentar definiciones en las
que a menudo se destaca un solo elemento. En algunos autores encontramos una
aproximación de tono histórico-antropológico que conduce a definir la religión del
pueblo como vivida en contraste con una religiosidad oficial1. Otros desde una
perspectiva psicológica acentúan el elemento costumbre como el más característico
del catolicismo popular2. No faltan tampoco los que han identificado sin más la
religiosidad popular con el folklore o lo han definido como una manifestación de la
falsa conciencia impuesta por la clase dominante al proletariado3.
Tales definiciones no carecen, en alguna forma, de cierta legitimidad. Pero
desembocan fácilmente en una especie de reduccionismo. Para evitar este peligro
habrá que buscar una definición general que abarque todo el espectro de los
fenómenos religiosos populares y tenga en cuenta su base común, por encima de las
fronteras de las religiones concretas. En este sentido nos puede ayudar el hecho de
que en algunas formas de la religiosidad popular hallamos una religiosidad general
que ha sido cristianizada en parte e incluso encontramos antiquísimas formas de
religión, paganas y naturalistas, que se albergan, con ropaje cristiano, en el mismo
seno de la Iglesia. Siguiendo esta línea, hay autores que prefieren hablar de religión
“común” más que “popular”, porque, a su entender, todas las religiones forman “una
línea básica de experiencia general” que se especifica mediante la expresión
institucional de la religión4. El Camino de Santiago es un camino de religiosidad, de fe,
de valores, de historia, de cultura y de ritos. Todo hombre es un peregrino y como tal
va tejiendo su peregrinar con los pasos de estas realidades, unas veces como
búsqueda y otras como hallazgo.
LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL CONTEXTO DE LA FE CRISTIANA
¿Fe o religiosidad en el Camino de Santiago? Se plantea de esta forma el problema
de la relación entre religión y fe cristiana. Esta problemática está dominada todavía,
incluso dentro del catolicismo, por las ideas del teólogo calvinista K. Barth. Según este
1
Cf. L. MALDONADO, Génesis del catolicismo popular. El inconsciente colectivo de un proceso histórico
(Madrid, 1979), 11-12.
2
Cf. A. VERGOTE, “Volkskatholizisme”, Collationes 1 (1979), 417-432.
3
Cf. B. HEIM, Antonio Gramcsi und die Volksreligion, en K. RAHNER et al., Volksreligion – Religion des
Volkes, Stuttgart 1979, 156-264.
4
Cf. R. TOWLER, Homo Religiosus. Sociological Problems in the Study of Religion, New York 1974.
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teólogo, la revelación, si se toma totalmente en serio, sólo puede significar una cosa:
la acción soberana de la gracia de Dios, en la que Dios mismo se comunica y se da
conocer. La fe es la plena aceptación de ese hecho. En esta perspectiva, la religión,
según Barth no es más que increencia: no es la auténtica respuesta a la
manifestación de Dios en Cristo. Todas las religiones se presentan como intentos de
autojustificación y autorredención por parte del hombre. Pero la revelación
desenmascara esos intentos. Descubre su no necesidad, es decir, la impotencia
innata del hombre para realizar la verdad. Entendido como religión, también el
cristianismo es increencia. Sólo por un acto de fe es posible aceptarlo como la
verdadera religión. Pero en su forma concreta no merece esta calificación.
Indudablemente la visión de Barth muestra un gran respeto por la soberanía de Dios.
Sin embargo, cabe poner en duda la exégesis de los primeros capítulos de la carta a
los Romanos en que se funda esta concepción. Además, el rígido planteamiento de
este autor no permite explicar el significado positivo de la grandeza de las religiones.
De todos modos, el mismo matizó posteriormente sus puntos de vista, si bien hay que
decir que siempre subsiste la misma orientación fundamental.
Hay que notar que en él la palabra “religión” tiene una resonancia negativa y que
todas las formas de religiosidad, incluida la popular, participan de esa negatividad. De
esta forma, la concepción barthiana se opone a una determinada concepción, preponderante en la teología católica, según la cual la religión y la fe no están en tensión
dialéctica ni se neutralizan mutuamente, sino que más bien se prolongan entre sí.
Lo que equivale a decir que la relación entre religión y fe no puede definirse como
discontinuidad, esto es, que la religión constituye un momento positivo de una etapa
imprescindible en la formación del sentido cristiano de lo sagrado. Por tanto, la religión
es un momento relativamente independiente dentro de la fe cristiana, y la religiosidad
popular puede considerarse como una contextualización legítima (lo cual no quiere
decir perfecta) de la experiencia de Dios.
Manifestaciones a favor de que la religión es momento positivo con respecto a la fe
cristiana las encontramos, por ejemplo, en el discurso de Pablo en el Areópago (Hech
17,22-31). El Apóstol toma como punto de partida las estatuas de las divinidades
griegas e intenta aducir razones para hacer reconocer al “Dios desconocido” como el
Dios de Jesucristo: “lo que vosotros adoráis sin conocerlo es lo que yo os anuncio”.
Pablo no podría hablar así si hubiera existido una ruptura total entre la religión y la
filosofía griegas, por una parte, y la fe cristiana, por otra.
Semejante ruptura no se vio tampoco en los primeros siglos del cristianismo. Así,
Justino, padre apologeta del siglo II, afirmaba que el cristianismo es ciertamente la
única religión verdadera, pero que en cada hombre actúan las semillas del “logos”.
Dando un salto en el tiempo, en el siglo XV se pueden recordar también las ideas de
Nicolás de Cusa sobre lo que hay de común en todas las religiones; en el siglo XVII
las opiniones de Roberto Nobili y Mateo Ricci sobre los ritos y usos indios y chinos, y
las ideas de la Ilustración sobre la religión natural. Pensemos también en la distinción
que hace el Concilio Vaticano I entre el conocimiento de Dios basado en la creación y
el basado en la revelación cristiana. Y lo que aquí se dice del conocimiento se puede
extender lógicamente a la relación entre Dios y el hombre en general.
De todo esto se deduce que la religión y la fe no son magnitudes que se excluyan
mutuamente. Pero son dos realidades distintas que no coinciden sin más. Lo cual
significa que hay que guardarse de dos peligros: un exclusivismo extremo, que no
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atribuya a la religión ningún significado positivo y, por otra parte, una especie de
maximalismo espiritual que anexione a la fe cristiana sincretísticamente todas las
formas de religión. Así, pues, siempre habrá una diferencia y, por tanto, una tensión,
entre religión y fe.
LA ACTITUD DEL HOMBRE RELIGIOSO
La experiencia religiosa del peregrino debe ser atentamente considerada como
apertura a la trascendencia. De lo todo lo anterior se puede afirmar, que el fenómeno
religioso constituye en última instancia un campo propio y un orden específico de
valores, que reclama una atención por sí mismo, negándose a ser integrado dentro de
otra área de valores, bien sean los filosóficos, los éticos o los estéticos. A la luz de la
fenomenología de las religiones, podemos decir que la religión comienza consigo
misma, se afirma desde sí misma y en sí misma se consuma. Si bien es cierto que
tolera una explicación racional de sí misma, en manera alguna se apoya en ella o ni
siquiera la necesita. Dios, la vida eterna y los demás elementos que la filosofía logra
establecer en este orden poco o nada tienen que ver con esas realidades tal como
son religiosamente vividas por el hombre religioso. En última instancia, “la fe en el
Dios de la religión vive, incluso en las formas de la llamada religión natural, por sí
misma y no por la gracia que le concede la metafísica”5.
Asimismo, el hombre religioso no es aquel que acepta unas verdades, que alimenta
unas esperanzas o realiza unas prácticas, sino más bien aquel que ejercita toda su
existencia desde una perspectiva: la referencia total al Misterio, la apertura total hacia
él en una actitud de entrega y acogimiento. El Misterio de Dios no es para el hombre
una idea, un deseo o un ideal, sino una realidad que se le impone, que se vive como
plenitud y a la luz de la cual la propia existencia humana logra un sentido. El hombre
religioso se caracteriza, pues, por el reconocimiento de un ámbito de la existencia, de
una realidad y de un ser personal, frente al cual se siente emplazado en un radical
estremecimiento que le despierta a su identidad, como libertad que puede responder y
como responsabilidad que puede obedecer.
Por ello, la actitud religiosa se comprende a sí misma esencialmente como una
respuesta radical y correlativa a una presencia anterior que llama y se articula en
palabra y se percibe como revelación de persona a persona. El hombre se encuentra
ante Dios y, al hacer lugar personal a esa presencia personal en sí mismo, se
convierte en hombre religioso. El hombre no inventa esa presencia, sino que la
encuentra, más aún, se encuentra con ella, y al encontrarse con ella torna su ser
luminoso como si le naciera del fondo de sí mismo. Esta experiencia es nota
característica del peregrino.
Su actitud, fundada en el respeto ante el Misterio, se articula en lo que podríamos
llamar el acto primordial del hombre religioso: la oración. Esta es una realidad muy
compleja que abarca formas muy diversas: desde el asentir agradecido al suspiro
inarticulado y hasta aquella otra forma decantada de orar en la que el hombre
religioso hace palabra su agradecimiento. En la actitud orante el hombre religioso
reconoce que Dios es una realidad trascendente, es decir, que sólo se da a conocer
cuando el hombre suelta sus asideros y avanza más allá de sí mismo para poder
hacer lugar a la presencia de Dios que se le revela como la realidad incondicional.
5
Cf. M. SCHELER, Vom Ewigen im Menschen. I: Religiöse Erneuerung, Leipzig 1921, 337.
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El posicionamiento de soberbia frente a lo real, frente a sí mismo, de lucha titánica por
crear desde el propio esfuerzo el sentido y el logro de la propia existencia, o de intento
de dominación de Dios, subyugándolo mediante prácticas (la magia de los ritos en las
religiones primitivas o la magia del saber y del poder en nuestra civilización
contemporánea), todo ello está en las antípodas del hombre religioso.
En la relación religiosa es donde a su vez el peregrino conoce quién es Dios en la
medida en que deja afluir sobre sí su presencia y consiente a sus efectos salvíficos. Y
allí se le va descubriendo como el totalmente Otro, que desde su distancia le hace
sentir al hombre su mundanidad, su pertenencia a un orden del ser cualitativamente
distinto, a la vez que Dios aparece como la realidad ontológicamente suprema que se
manifiesta como Bien y como Valor personal, estableciendo así la norma de todo valor
y de todo bien.
Esta experiencia religiosa, desde la cual se nos insinúa quién y cómo es Dios, la vive
religiosamente el peregrino no como una conquista, sino como un don. En otras
palabras, el hombre es santo en la medida en que Dios lo ha santificado; el hombre
ama en la medida en que se siente amado por Dios y presenta dones agradables a
Dios en la medida en que previamente se siente agraciado por los dones de Dios. Por
eso toda manifestación de culto no es otra cosa que el reconocimiento y proclamación
laudatoria de que somos gracia y tomamos conciencia de ella en la medida en que lo
decimos delante de Dios. Somos “Peregrinos por gracia”.
Esta manifestación religiosa no es una construcción teórica, sino un hecho existente
en todas las culturas que nos son conocidas. Tiene, por tanto, una universalidad
temporal y cultural, es decir, ha abarcado a la totalidad de la persona, por emerger no
de una de las potencias del alma (memoria, inteligencia o voluntad) o de uno de sus
niveles (racional, volitivo, afectivo o emocional), sino del núcleo de la persona en una
unidad indiferenciada y previa al despliegue de las potencias, y la ha configurado en
todas y cada una de sus dimensiones.
Todo ello quiere decir que el hombre religioso no se ha manifestado como tal sólo en
los actos específicamente propios (oración, culto...), sino que ha configurado todos los
demás niveles de la vida: el ético, el jurídico, el cultural, el social y el políticoeconómico, creando una organización social, un orden jurídico, unas relaciones de
producción religiosamente determinadas y unas manifestaciones culturales animadas
por aquella actitud religiosa. En otras palabras, la actitud religiosa logrará su verdad
histórica y no teórica, cuando estas determinaciones del acto religioso se encarnen
llenándose de contenidos materiales y tomen cuerpo en expresiones tanto
específicamente religiosas (oración, culto, sacrificio...) como seculares (configuración
de la ética, de la vida comunitaria, de la acción social y política, de la esperanza
escatológica...).
LA RELIGIOSIDAD POPULAR
COMO EXPRESIÓN CONCRETA DE LA FE DEL PEREGRINO
La Palabra de Dios es bordón para el peregrino: “Luz es tu palabra para mis pasos”.
Por lo que se acaba de decir, la relación entre Dios y el hombre corresponde a la
naturaleza personal de ambos, cada uno en su orden propio. El hombre no busca a
Dios como el absolutamente desconocido ni lo alcanza como un objeto de
apropiación. Dios no conquista al hombre ni se da a conocer como si fuera
absolutamente ajeno. Algo en cada uno prepara para el reconocimiento del otro y el
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don al otro. No obstante, hay que tener en cuenta que es Dios quien da el buscar y el
encontrar lo mismo que el querer y el obrar antes e independientemente de que el
hombre se preocupe de Dios. El hombre es un peregrino por gracia. La iniciativa de
la alianza está en Dios y Jesús no es fruto del heroísmo, ni la salvación que tenemos
en él es fruto de la conquista humana. La religión tiene que encontrar su senda entre
una funcionalización de Dios que lo deje ajeno a la existencia e insignificante para el
destino humano y una afirmación tal de su gratuidad trascendente. Dios es necesario
en cuanto Dios y por ello gratuito. El cristianismo es un humanismo que surge del
Cristo crucificado y resucitado, no de Adán y Prometeo autodivinizados.
El cristianismo, como religión profética, reconoce a ciertos hombres como los
mensajeros de Dios, frente a las religiones sapienciales, que consideran el
conocimiento de Dios y de sus designios como fruto y sabiduría de algunos hombres
bien preparados. Esto equivale a decir que el cristianismo no es “religión del Libro”
sino de “la Palabra de Dios”. Pero la palabra en el cristianismo no viene desde fuera
sino desde dentro, en cuanto que es la religión del que es Palabra eterna del Padre y
se ha hecho temporal en Jesús, portador de la Palabra de Dios, el Hijo que revela la
gloria de Dios. Por tanto, la palabra no es superpuesta o ajena a su ser.
Asimismo en Jesús Dios ha llegado a la historia humana no desde fuera de ella sino
surgiendo dentro de ella misma, como hijo nacido de María por la acción del Espíritu
Santo. De esta forma, convergen en él los dos movimientos: el ascendente de un
hombre ante Dios, naciendo de mujer, y el descendente del Hijo eterno, tomando
carne, compartiendo morada y destino con los mortales. En Jesús tenemos, pues,
realidad e historia humanas conjugadas en unidad de persona con revelación e
historia divinas. Es decir, Dios se nos revela en un acto en el que se manifiesta a sí
mismo como Palabra viva y como Amor trascendente e infinito. De esta manera revela
y manifiesta su voluntad, pero esta voluntad sólo podrá ser recibida por el hombre a
través de las mediaciones objetivas y de las actitudes humanas que Dios mismo elige
y prepara.
La respuesta del hombre a esta revelación o manifestación de Dios no es simple
resultado de la actividad humana, sino un don de Dios. “No te hubiera yo encontrado
si tu no me hubieras buscado primero”, manifestaba san Agustín. No basta la audición
externa de la enseñanza del evangelio, sino que es menester la acción de la gracia
que previene y ayuda, que mueve a creer y que da el creer. El centro motriz de este
creer es Cristo, en el sentido de que al hablar de la fe en Cristo, no sólo la
consideramos como dirigida a Cristo, sino como un identificarse con la actitud más
profunda de Jesús ante el Padre. Jesús es el creyente y al mismo tiempo aquel que
nos despierta y nos libera a la fe. El seguimiento de Jesús no es, pues, imitación
externa, sino seguimiento en la fe.
Podemos decir que la fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre,
en los que se encuentra a sí mismo, su vida, a los otros y la realidad en su totalidad,
al encontrar a Dios. La fe no es un acto de la sola razón, ni de la voluntad sola, sino
que compromete al hombre entero y a todos los ámbitos de su realidad. Por esta
razón, no tiene importancia sólo para su ámbito privado y personal, sino que tiene
también una dimensión cultural, política y social, es decir, pública.
Desde el punto de vista histórico, la revelación como acontecimiento originario se
inicia en Israel, sigue con Jesús, “mediador y plenitud de la revelación” y “en quien se
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consuma toda la revelación de Dios”6, y perdura en la historia de la Iglesia. El
acontecimiento originario de la revelación nos es actualizado y trasmitido por la
“Iglesia en su doctrina, vida y culto”, en los que “perpetúa y trasmite a todas las
generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree”7. Ello equivale a decir que en el
cristianismo la realidad de lo leído en la Escritura la ofrece la Liturgia, que se convierte
en lex interpretandi Verbi Dei. La Liturgia es lex credendi porque previamente es el
lugar donde la Palabra de Dios nos es dada como vida. El acontecimiento revelador,
narrado en la Escritura y guardado en la Tradición, se “contiene” simbólicamente y se
actualiza en los sacramentos de la Iglesia. Por ello, la Liturgia “contiene” (es decir,
“actualiza”) la raíz de nuestra fe, en cuanto celebración del misterio de Cristo en los
sacramentos; la “confiesa”, mediante la profesión de la fe o del Credo; la “entiende”,
en cuanto la Liturgia es lugar hermenéutico o sede la de interpretación eclesial de la
fe; y, por último, ha de seguir la fe para actuar por la caridad.
Esta relevancia de la Liturgia es puesta de relieve por el Concilio Vaticano II cuando
afirma que “la liturgia es la cumbre a la cual tiene la actividad de la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”8. En esta misma línea, teniendo
presente la enseñanza del Concilio y las enseñanzas de Juan Pablo II9, la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos reconoce que
“en el curso de los siglos, las Iglesias de occidente han estado marcadas por el
florecer y enraizarse del pueblo cristiano, junto y al lado de las celebraciones
litúrgicas, de múltiples y variadas modalidades de expresar, con simplicidad y fervor,
la fe en Dios, el año por Cristo Redentor, la invocación del Espíritu Santo, la devoción
a la Virgen María, la veneración de los santos, el deseo de conversión y la caridad
fraterna”. Todo esto constituye lo que se ha dado en denominar comúnmente
“religiosidad popular” o “piedad popular”10.
Durante bastante tiempo tanto la reflexión teológica como la praxis pastoral de la
Iglesia han estado influenciadas por una concepción de la religiosidad popular, que la
consideraba como un legado de la superstición o de la incultura religiosa, un residuo
“no cristianizado” de arraigadas prácticas ancestrales. Sin embargo, esta situación ha
cambiado radicalmente debido a una serie de nuevas aportaciones con sus efectos en
documentos oficiales de la Iglesia.
La religiosidad popular es una expresión concreta de la fe de la Iglesia en unas
determinadas circunstancias socioculturales. En las prácticas y en los contenidos de
esta expresión religiosa se articulan los problemas cruciales de la existencia humana:
el sentido de la vida, el valor del sufrimiento, la realidad del más allá. La religiosidad
popular contribuye, pues, a que la vida tenga coherencia y una finalidad precisa, y al
6
Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2; 7.
7
Ibíd., 8.
8
Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosantum Concilium, 10.
9
Cf. Carta apostólica Vicesimus quintus annus (4-12-1988), 18: “La piedad popular no puede ser
ignorada ni tratada con indiferencia o desprecio, porque es rica en valores, y ya de por sí expresa la
actitud religiosa ante Dios; pero tiene necesidad de ser continuamente evangelizada, para que la fe que
expresa llegue a ser un acto cada vez más maduro y auténtico. Tanto los ejercicios de piedad del pueblo
cristiano, como otras formas de devoción, son acogidos y recomendados, siempre que no sustituyan y no
se mezclen con las celebraciones litúrgicas. Una auténtica pastoral litúrgica sabrá apoyarse en las
riquezas de la piedad popular, purificarla y orientarla hacia la Liturgia, como una ofrenda de los pueblos”.
10
Cf. CCDYDS, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, Madrid 2002,
26.
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mismo tiempo es un factor decisivo para la configuración y desarrollo de la identidad
individual y de la colectiva.
LA AMBIVALENCIA DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR
También en el peregrinar encontramos aspectos ambivalentes. “Somos peregrinos
en la tierra, llamados a ser ciudadanos de los santos”. Sobre la base de la
distinción entre religión y fe hay que esbozar una especie de criteriología que permita
aceptar, con el oportuno discernimiento, lo que es legítima expresión de la fe. La
revelación y su propia racionalidad constituyen un principio crítico para distinguir las
formas aberrantes y las degeneraciones como tales. En el contexto de nuestra
problemática, la tensión entre religión y fe se traduce en los siguientes planos: la
problemática distinción entre profano y sagrado, la tensión entre salvación personal y
dimensión “política” de la fe cristiana, la relación entre símbolo y realidad simbolizada,
la relación entre costumbre y opción personal y, por último, la tensión entre
sentimiento y razón. A continuación y en la medida de lo posible, vamos a clarificar
tales planos.
En la religiosidad popular, los lugares sagrados representan un importante papel. Pero
en el cristianismo, en cierto modo, se ha suprimido la distinción entre sagrado y
profano. Dado que Dios se ha vinculado en Jesucristo plenamente con el hombre y
con toda la creación, su fuerza santificadora es, por principio, universal. No hay
lugares privilegiados en los que se manifieste con preferencia la fuerza de Dios. Esto
aparece con claridad ya en el Antiguo Testamento, especialmente en la tradición
profética que desemboca en el Nuevo. Dios o lo sagrado no están vinculados a un
lugar numinoso. A Dios se le adora en espíritu y en verdad, porque ya no habrá otro
templo que el mismo Dios, como dice el libro del Apocalipsis: “Pero no vi templo en
ella, porque el Señor, Dios, el omnipotente, y el cordero es su templo” (Ap 21,22).
Sin embargo, esto no significa que la distinción entre sagrado y profano carezca de
sentido. Tal distinción no puede servir para dividir la realidad en dos ámbitos. El punto
de partida no es ahora la separación local por principio, sino la esencial relación
mutua entre lo profano y lo sagrado. Por medio de su revelación, Dios se volcará sin
reservas hacia el hombre, y esto no en momentos marcados en el tiempo o sólo en la
interioridad de la experiencia humanas, sino en la historia y en el mundo del hombre.
Precisamente por eso, la fe cristiana no pude prescindir de imágenes y símbolos que
remiten a la realidad divina y, en cuanto tales, poseen un significado y un peso
especiales.
Es doctrina común que la religiosidad popular se caracteriza por una determinada
visión del mundo como lugar en el que todo está relacionado y controlado. Ninguna
acción mala queda sin castigo, ni ninguna acción buena sin recompensa, porque Dios
ve todo. Debido a esta interconexión y control, al hombre le queda tan sólo un
reducido espacio de maniobra. Ello conduce en muchos casos a un fatalismo con
respecto a la posibilidad de la iniciativa humana.
La vida de la religiosidad popular está dominada por las necesidades del momento,
pues los cuidados y preocupaciones del pueblo son muy concretos. Esto se refleja,
por ejemplo, en la oración, que sólo adopta dos formas: petición y acción de gracias.
Raras veces hay lugar para una alabanza gratuita. Todo lo cual lleva con frecuencia a
una religiosidad marcadamente privatizada y referida al yo. Naturalmente, la religión
siempre tiene que ver con el individuo y sus necesidades; pero un excesivo énfasis en
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tal aspecto va contra la idea de que el reino de Dios es un convivir en la justicia y la
paz, y contra la comunidad de los fieles.
En la religiosidad popular son importantes las “mediaciones”: bendiciones, reliquias,
medallas, rosarios, imágenes, agua bendita, velas, palmas y cenizas bendecidas. El
uso de estos objetos puede dar ocasión a la magia. “Tal es el caso cuando los
símbolos, en los que se manifiestan la presencia de Dios y su poder salvífico, pierden
su significado. Entonces dejan de ser símbolos fundados en lo que simbolizan y son
manejados con vistas a regular e incluso forzar la presencia de Dios y su poder
salvífico. El uso cristiano de símbolos no significa que el hombre influya sobre Dios,
sino más bien que se deja influir por él. En la medida en que la religiosidad sea una
aproximación a Dios para subordinarlo al ámbito humano..., debe ser efectivamente
rechazada”11.
Sin embargo, en los casos concretos se requiere precaución. Ciertamente, cuando se
parte de que el uso de símbolos y “mediaciones” en la religiosidad popular debe
considerarse por definición como magia, no sólo se pasan por alto elementos mágicos
que pueden hallarse también en formas más “ilustradas” de vivencia religiosa, sino
que se cierran los ojos a cuanto de positivo se da en la vivencia religiosa popular,
como es el caso de la innegable confianza en Dios. Además, se olvida la necesidad
de mediaciones sensibles, sin las cuales la religión y la fe serían imposibles: “per
visibilia ad invisibilia”.
Desde un determinado punto de vista, la religiosidad popular es un conjunto de ritos y
costumbres. El énfasis recae, sobre todo, en realizar tales prácticas, sin que ello
implique gran reflexión. Así, pues, la religiosidad popular se funda no en una opción
personal, sino más bien en una experiencia de plausibilidad. La fe, en cambio, es un
acto personalísimo basado en la libertad, un acto que supone conversión y cambio.
Naturalmente, también la fe requiere ritos y prácticas, y existe siempre el peligro de
que se volatilice o sea absorbida por la ejecución de acciones rituales o por la
observancia de prácticas vacías. Entonces éstas llegan a convertirse en contenido de
la fe cristiana y pierden su carácter de medios al servicio de la transmisión de la
misma fe.
Sin embargo, estas consideraciones no deben impedirnos ver lo que de positivo
encierra la costumbre volcada en la religión. A través de las costumbres, los
individuos y las comunidades entran en contacto con su pasado y se sitúan en una
historia significativa de sucesivas generaciones. La conciencia de hallarse inserto en
una preciosa tradición ofrece identidad, confianza y seguridad. En un mundo
amenazado por el caos y las confrontaciones se tiene así la sensación de formar parte
de un conjunto de orden y sentido. Costumbres, usos y ritos no son de por sí algo
vacío o inauténtico. Una costumbre puede hacerse propia. Entonces se adoptan
ciertos usos o se realizan ciertos ritos porque siempre se ha visto hacer así. En tal
caso se sigue la costumbre, porque es expresión de una forma de vida con la que se
está de acuerdo y que se considera válida, aun cuando esto último no se pueda
tematizar.
Es indudable que en la religiosidad popular domina el sentimiento. Pero esto no debe
llevar a una oposición frente a la razón, cosa que tarde o temprano, desembocaría en
formas aberrantes de religiosidad. Con esto no se quiere decir que la racionalidad sea
el único criterio para juzgar las manifestaciones religiosas ni, menos aún, que la
11
Cf. H. BIEZAIS, Von der Wesensidentität der Religion und Magie, Abo 1978, 54.
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racionalidad impida toda forma de degeneración. Sentimiento y razón actúan
mutuamente como correctivos críticos. La fe no es nunca puro sentimiento: si lo fuera,
resultaría imposible una confesión de fe coherente, el kerigma se disolvería en
glosolalia y los cristianos no podrían dar razón de su esperanza (1Pe 3,15). No es,
pues, imaginario el peligro de que, pro falta de una instancia ordenadora, se
absoluticen ciertos aspectos parciales, lo cual lleva al fanatismo y a la polarización.
Pero, por otra parte, una religión de la que se excluyera todo sentimiento quedaría
reducida a una colección de proposiciones abstractas. A fin de cuentas, la fe cristiana
es verdad encarnada, una verdad traducida, vivida y transmitida mucho más en forma
de relato, representación y drama que por vía de definiciones y pruebas lógicas.
En esta constatación ha de buscarse también el origen de la relación, a menudo
tensa, entre teología y religiosidad popular. La religiosidad popular es una religión
vivida, que no se expresa en fórmulas, sino que emplea otros modos de transmisión.
Lleva a perspectivas e intuiciones que no pueden entrar adecuadamente en el
proceso de una lógica formulada y, por tanto, son fácilmente calificables de subjetivas
y sentimentales.
Por otra parte, el teólogo es considerado a veces por el pueblo como sabelotodo. Se
le mira como a alguien que menosprecia lo sencillo. Y eso no es justo. La fe en sí, en
cuanto actitud o realización existencial, es ciertamente sencilla, pero su verbalización
concreta no lo es. La actitud y el fundamento de tal actitud es difícil de expresar en
palabras. Esto habrá que intentarlo constantemente, pero con el convencimiento de
que es necesario volver de la abstracción a la experiencia concreta, incluida la “fe
sencilla” y sus formas de manifestación. Lo cual no es una tarea opcional, sino
inherente a la búsqueda de la verdad de la fe.
La realidad de Dios escapa a cualquier intento de nuestra mente que pretenda
encerrarla en definiciones y conceptos. Escapa también a nuestras posibles
presentación e imaginación. Este convencimiento se plasmó en todas las formas de
teología negativa: Dios no puede ser localizado en ningún punto del tiempo o del
espacio. Pero la fe cristiana sabe también que este Dios, que supera nuestro pensar y
sentir, se ha manifestado, con la máxima profundidad y de un modo definitivo, en
Jesucristo, una persona histórica concreta. Su vida y obra, su muerte y glorificación
nos muestran cómo es Dios y qué se propone con respecto al hombre y a su historia.
El seguimiento de este Jesús implica un cambio total de la vida, un cambio que exige
tomar radicalmente en serio al hombre y el mundo. Ni la confesión de Jesús como
Dios con nosotros ni la decisión de seguir sus huellas nacen de un encuentro personal
con el hombre Jesús. Jesús nos es conocido únicamente por una tradición en la que
él ha hablado. Llega a nosotros mediante un proceso de lenguaje y un amplio mundo
de símbolos. La religiosidad popular es uno de los vehículos de ese universo
simbólico y, al mismo tiempo, expresa y plasma la afirmación de la realidad a que
apuntan ese lenguaje y esos símbolos. La tensión que siempre existe entre el
lenguaje, el símbolo y las formas de expresión, por una parte, y la realidad a que
estas magnitudes apuntan, por otra, son el principio en que se apoya la religiosidad
popular y que, a la vez, relativiza su legitimidad.
Se podría afirmar que “la religiosidad popular es el humus sin el cual la liturgia no
puede desarrollarse. Desgraciadamente muchas veces fue menospreciada por parte
de algunos sectores del Movimiento Litúrgico y con ocasión de la reforma
postconciliar. Y, sin embargo, hay que amarla, es necesario purificarla y guiarla,
acogiéndola siempre con gran respeto, ya que es la manera con la que la fe es
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acogida en el corazón del pueblo, aun cuando parezca extraña o sorprendente. Es la
raigambre segura e interior de la fe. Allí donde se marchite, lo tienen fácil el
racionalismo y el sectarismo”12.
LA PEREGRINACIÓN JACOBEA
COMO MANIFESTACIÓN DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR
Detrás de estas palabras está la definición que la Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos hace de “religiosidad popular”: “La realidad indicada
con la palabra ‘religiosidad popular’ se refiere a una experiencia universal: en el
corazón de toda persona, como en la cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones
colectivas, está siempre presente una dimensión religiosa. Todo pueblo, de hecho,
tiende a expresar su visión total de la trascendencia y su concepción de la naturaleza,
de la sociedad y de la historia, a través de mediaciones cultuales, en una síntesis
característica de gran significado humano y espiritual. La religiosidad popular no tiene
relación, necesariamente, con la revelación cristiana. Pero en muchas regiones,
expresándose en una sociedad impregnada de diversas formas de elementos
cristianos, da lugar a una especie de ‘catolicismo popular’, en el cual coexisten, más o
menos armónicamente, elementos provenientes del sentido religioso de la vida, de la
cultura propia de un pueblo, de la revelación cristiana”13.
En el Camino de Santiago podemos descubrir la genealogía, la geografía y el
testimonio de una religiosidad popular muy vigente en la actualidad. La peregrinación
es una de las manifestaciones más características de la misma, que está presente en
casi todas las religiones y culturas conocidas. Sin embargo, en la problemática
teológica de la peregrinación hay que tener en cuenta dos factores. Por un lado, como
acabamos de decir, la peregrinación es una forma de comportamiento religioso muy
extendida tanto dentro como fuera del cristianismo. Por otro lado, como dijimos al
comienzo, la fe cristiana no conoce ninguna atadura del culto cristiano a determinados
lugares y tiempos. La pregunta de la samaritana junto al pozo de Jacob, de si Dios
debía ser adorado en el monte de Garizim o en el de Sión, es decir, la vieja cuestión
entre samaritanos y judíos, es respondida por Jesús en el Evangelio de Juan de la
siguiente forma: “Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en
Jerusalén adoraréis al Padre... Pero ya llega la hora, y ésta es cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores
que el Padre busca” (Jn 4, 21-23). Incluso sin una cuidada exégesis de esta perícopa
aparece claro el contraste, que existe entre la pregunta y la respuesta. Se pregunta
por el lugar idóneo y se contesta con la referencia al espíritu y verdad, que
evidentemente no están atados a ningún lugar concreto. En el tema que nos ocupa,
ello significa que la peregrinación como el camino hacia santos lugares ha perdido su
significado prístino en la realización plena de la fe cristiana.
La cristiandad parece haber interpretado así estas y otras similares afirmaciones del
Nuevo Testamento. Ello se manifiesta en que la elección del lugar, en el que se
celebra el culto divino o en el que se construyen iglesias-santuarios, ya no parte del
presupuesto de que Dios ha calificado este o aquel lugar como sagrado, sino que es
contemplada como una cuestión de la utilidad pastoral. Para ello se tienen en cuenta
todos los puntos de vista sociológicos y psicológicos. Y aquí hay que añadir también,
12
Cf. Alfa y Omega, 18 de octubre de 2001.
13
Cf. CCDYDS, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, Madrid 2002,
28.
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entre otras cosas, la referencia a acontecimientos históricos, que han tenido lugar en
determinados lugares. En este tan delimitado sentido, lugares, que el recuerdo
relaciona con acontecimientos importantes en la historia de la Iglesia, pueden ser
calificados como santos lugares.
Teniendo en cuenta estos presupuestos, podemos decir que Santiago de Compostela
es considerada en una milenaria tradición histórica como meta mundial de los peregrinos que se encaminaban ad limina beati Jacobi. Sus orígenes remontan a la época
prerromana con el asentamiento denominado Lovio, localizado en el interfluvio de los
ríos Sar y Sarela, donde parece ser se ubicaba un lugar sagrado de culto. En el siglo I
d.C. se asienta una guarnición romana, que con el tiempo va adquiriendo mayor importancia al poseer un recinto fortificado. A lo largo del siglo IV fue decayendo la influencia romana, llegando al abandono del asentamiento con la caída del Imperio. El
antiguo asentamiento romano, abandonado y en ruinas, se fue convirtiendo en un
bosque: el bosque del Libredón, al que los lugareños cualificaban como lugar santo –
“locus sanctus”- por contener restos sagrados. A comienzos del siglo IX Teodomiro,
obispo de Iria, descubre en este bosque la tumba del apóstol Santiago y este hallazgo
es confirmado por el rey Alfonso II el Casto, quien en una peregrinación restauró “la
iglesia en honor de tan grande Apóstol [y] cambió el lugar de la residencia del obispo
de Iria por este que llaman Compostela”14.
Además de este elemento histórico hay que tener en cuenta que el nacimiento de la
peregrinación jacobea se asienta sobre la base antropológica, común a muchas culturas y religiones, de que la vida es una peregrinación. En los tiempos pasados, viajar o
peregrinar fue, pues, algo más que una acción meramente utilitaria -para intercambios
comerciales- o placentera, al estilo de lo que hoy es para muchos el turismo. Era un
medio necesario en la vida para adquirir experiencia, conocimiento e incluso prestigio
y, en la medida que peligroso, era también una aventura, un reto atrayente para los
audaces. Viajar o peregrinar era lo que daba pericia y experiencia y, viceversa, sólo
poniéndose en marcha o en camino cabe adquirir experiencia: “el empirismo o experiencia es un efectivo ‘andar y ver’ como método, un pensar con los pies”.
Pero aunque ésta haya podido ser una de las motivaciones en el pasado a viajar -una
de cuyas modalidades era la peregrinación-, dista de ser la única clave que puede
ayudarnos a entender el fenómeno de la peregrinación a Santiago de Compostela. En
sentido estricto, peregrinar es viajar a un santuario más o menos distante, o sea, desplazarse lejos por una motivación religiosa, lo cual no quita que junto a esta motivación se puedan dar otras muy dispares, como las apuntadas anteriormente: de aventura, comerciales, políticas, sociales, psicológicas o militares.
Puestos a abordar la faceta intrínseca a las peregrinaciones, lo primero que cabe señalar es que éstas no constituyen un fenómeno específico de la religión cristiana, sino
que parecen responder a una necesidad de las más diversas religiones, manifestada
en múltiples lugares antes y después de Cristo. Así, los judíos acudían al templo de
Jerusalén; el Islam impone a todo el mundo musulmán peregrinar a la Meca al menos
una vez en la vida, si sus medios lo permiten, etc.
Dejamos por sentado que todas estas peregrinaciones tienen algo común y que, por
ende, en la peregrinación a Santiago se encuentran pervivencias, adaptaciones y evoluciones de formas de culto más antiguas y primitivas. Tanto los abusos como la propia evolución religiosa contribuyeron a que se produjera a lo largo de la historia un im14
Historia Compostelana, ed. de M. SUÁREZ y J. CAMPELO, Santiago 1950, 21s.
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portante cambio de énfasis en la consideración religiosa de los peregrinos. Frente al
peregrino que emprende la marcha por un camino físico determinado, parece tomar
fuerza una vieja idea: la de que el camino que hay que recorrer es el de la vida. Es el
lentísimo paso del camino material al camino espiritual, del camino como construcción
al camino como símbolo, del culto externo al interno. O dicho con palabras de Tomás
de Kempis en el siglo XV: “El que sabe andar dentro de sí y tener en poco las cosas
exteriores, no busca lugares ni espera tiempos para entregarse a ejercicios devotos”15.
Más, ¿qué caminos son los aptos e indicados para “andar dentro de sí” y qué viajes
los que así se emprenden? Durante milenios, morir ha sido, según expresión todavía
usual, “emprender el último viaje”. Y tan al pie de la letra se llegó a tomar esto, que
entre los celtas e iberos era costumbre en el enterramiento de los poderosos, poner u
ofrendar un carro para ese último viaje.
Esta antiquísima concepción de la muerte como viaje sigue viva en el lenguaje. Por
ejemplo, la muerte aun es denominada de vez en cuando tránsito (ida al más allá) u
"óbito" (derivado del verbo latino obire, que a su vez procede de ire, que en latín significa ir); y, a los católicos moribundos se les administra el "viático", palabra que entre
los romanos designaba el dinero de bolsillo para los viajes y que en el catolicismo es
el sacramento de la eucaristía que se administra a los enfermos en peligro de muerte.
A esta concepción de que la muerte es el último viaje, Séneca en la Consolación a
Polibio (II, 2) le añade un aspecto más claro y rotundo: "Tota vita nihil aliud quam ad
mortem iter est" = "Toda vida no es otra cosa que un camino hacia la muerte". Proposición, por otro lado, muy afín a la concepción cristiana de la vida que cargó también
de simbolismo la noción de camino.
Por lo pronto, fue el propio Cristo quien dijo de sí que era "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6), imagen que Pablo retoma cuando habla de el "camino nuevo y vivo inaugurado por él [Cristo] para nosotros" (Heb 10, 20). San Pedro, por su parte, sostiene en su primera cata que el cristiano ha de vivir en el mundo como en el extranjero,
que es casi como decir de viaje (1Pe 1,1). Pero quien desarrolló más el simbolismo
del camino y de la vida como viaje fue quizás Agustín de Hipona, que insistió en que
se viene al mundo, no para permanecer en él, sino de paso. Todos estos precedentes
cristalizan en la Baja Edad Media en la noción de homo viator, siendo la vida la vía a
que alude el adjetivo latino viator. Gonzalo de Berceo, en la primera mitad del siglo
XIII, lo expresó así en la introducción a los Milagros de Nuestra Señora:
"Todos cuantos vivimos que en piedes andamos
siquiere en prisión, o en lecho vayamos,
todos somos romeros que camino andamos
San Pedro lo dice esto, por él os lo probamos.
Cuanto aquí vivimos, en ajeno moramos;
la fijanza durable suso la esperamos,
la nuestra romería entonz la acabamos
cuando a paraíso las almas enviamos".
15
TOMÁS DE KEMPIS, Imitación de Cristo, Libro II, cap. 1.
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Y al mismo texto de san Pedro (1Pe 1,1) recurre el autor del Kempis para repetir en
diversos pasajes que lo propio del cristiano, más que peregrinar a un santuario determinado, es portarse "como desterrado y peregrino sobre la tierra" (Libro I, cap. 17 y
libro III, cap. 53).
Viaje la muerte, viaje la vida y viaje también lo que conduce a cualquier meta de índole espiritual. Este es el presupuesto antropológico y religioso-teológico sobre el que se
asienta la peregrinación a Santiago de Compostela. Es decir, la condición de viajero,
propia del hombre, su status viatoris, es algo que desde el principio forma parte de la
historia humana, la historia tanto religiosa como la profana. Dentro de la perspectiva
bíblica, está claro que el camino es algo importante, ya que inspira, en gran medida, la
historia bíblica desde sus mismos inicios. Los acontecimientos básicos de esa historia
tienen lugar, con frecuencia, en el camino. La concreción, manifestación y difusión del
cristianismo pueden ser consideradas como resultado de la realización de determinados e importantes viajes. En este sentido, cabe afirmar que el camino no sólo simboliza las raíces de lo sagrado, presentes en la religiosidad popular, sino que es expresión de las posibilidades históricas del cristianismo.
El Camino de Santiago fue desde los comienzos, por su significación y por sus aportaciones múltiples, un fenómeno importante que condicionó el modo ser de gran parte
de Europa; y ello, porque el peregrino jacobeo ha venido cumpliendo ininterrumpidamente una vocación itinerante, que lo hacía ser “viajero de lo sagrado” y transmisor de
saberes.
Su meta no era precisamente una ciudad o un lugar llamado Compostela; su meta era
un apóstol, la tumba del apóstol que, según la tradición, había evangelizado España.
Ese peregrino, que era el peregrino por excelencia, esencialmente distinto de cualquier viajero, no aspiraba a encontrarse con Santiago al final del largo itinerario, porque Santiago viajaba con él. En este sentido, puede decirse que no faltaron nunca o
casi nunca las intenciones de carácter espiritual, dado que se trataba de un viaje de
conversión y de transfiguración, de un viaje sagrado a través de la cristiandad entera.
El móvil fundamental era la devoción a Santiago, la búsqueda de una relación personal con él. Esa era la actitud del peregrino imbuido de fe y profundamente devoto del
Apóstol, lo cual no excluía otras motivaciones tales como el deseo de una santificación personal, la necesidad de una mayor práctica de oración, el reconocimiento y
gratitud por las gracias y favores recibidos, la obligación de cumplir una promesa, sin
olvidar un cierto afán por conseguir indulgencias16, la búsqueda del deseado milagro o
también una cierta nostalgia por el martirio. Esencial en esa peregrinación era, sin duda alguna, el espíritu de penitencia. Se iba a Compostela “por penitencia”, ya fuera
por decisión personal, ya por delegación o por encargo de alguien que no podía realizar ese viaje sagrado. El recorrido a pie, de todo o parte del camino, fue siempre uno
de los medios humildes de hacer penitencia. Es decir, el Camino de Santiago y la peregrinación jacobea han sido desde sus inicios una historia de fe, de testimonio de vida cristiana, de caridad fraterna; una historia que configuró a la Europa cristiana.
A la hora de aclarar la historia de la difusión del cristianismo con frecuencia se afirma
que Europa (Occidente) ha tratado de imponer su religión, lo que se califica como
colonialismo religioso, una parcela del más amplio sistema colonial. Sin embargo, hay
que precisar que la “interculturalidad” pertenece a la forma originaria del cristianismo,
ya que el cristianismo nació en el punto geográfico donde se juntan los tres
continentes asiático, africano y europeo y sólo posteriormente se convirtió en religión
16
En 1294 el papa Clestino V concedió por primera vez una indulgencia plenaria por peregrinar.
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europea. Pero de tal manera, que se puede afirmar que “Europa sólo de forma
secundaria es un concepto geográfico: Europa no es un continente geográficamente
aprehensible con claridad, sino un concepto cultural e histórico” (J. Ratzinger). Y
desde el punto de vista concreto religioso, pese a la tendencia a la desacralización
radical de la visión del mundo, favorecida sucesivamente por la Ilustración y por los
historicismos materialistas e idealistas, es justo afirmar que el contenido cristiano
sigue siendo una referencia en la vida europea. “La historia de la formación de las
naciones europeas va a la par con su evangelización, hasta tal punto de que las
fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio” (Juan Pablo II).
Ello contribuyó a forjar un patrimonio cristiano, que, según Juan Pablo II, continúa hoy
“ofreciendo respuestas adecuadas a las nuevas cuestiones que se plantean
especialmente en el campo ético”. La fe cristiana y Europa son dos realidades
íntimamente unidas en su ser y en su destino, de forma que las crisis del hombre
europeo son las crisis del hombre cristiano y las crisis de la cultura europea son las
crisis de la cultura cristiana.
EL CAMINO DE SANTIAGO COMO CAMINO DE FE
Desde un principio se ha venido repitiendo que el Camino de Santiago ha sido desde
sus inicios un camino de fe y, al mismo tiempo, un camino de cultura, en una palabra,
el acontecimiento más importante en la configuración de la Europa medieval como
Cristiandad occidental. Esta convicción la recogía Eneas Silvio Piccolomini, el papa
humanista Pío II (1405-1464), al enunciar en su obra cartográfica una especie de unidad religioso-cultural europea, en oposición a lo que consideraba la barbarie asiática.
Piccolomini dejó claramente establecido, en sus consideraciones, la existencia de una
ecuación entre Europa y civilización, entre cristianismo y civilización, que es precisamente la gran aportación hecha por el Camino de Santiago y las peregrinaciones jacobeas.
En la misma línea que su antecesor Pío II, ya en nuestros días Juan Pablo II reconoce
sin ambages la contribución de la peregrinación jacobea a la unidad e integridad de
Europa: “Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la ‘memoria’ de
Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de
Europa ha nacido peregrinando”17.
Sin embargo, en la actualidad a causa de las ideologías secularizadas, el materialismo, el hedonismo, el nihilismo, la virulencia de los nacionalismos excluyentes, el terrorismo, etc. percibimos que “el cristianismo vive una situación de crisis, de desplazamiento existencial, de tiempos invernizos y que ha perdido influencia en las conciencias, relevancia social, audiencia y eficacia pública, presencia en las instituciones y en
la configuración de la conducta”18.
Ciertamente, no se trata de crear una Europa paralela a la existente, sino de mostrar a
esta Europa que su alma y su identidad están profundamente enraizadas en el
cristianismo, para poder así ofrecer a Europa la clave de interpretación de su propia
vocación en el mundo. El origen del cristianismo está en Oriente. Lucas al igual que
Juan y todo el Nuevo Testamento ponen su raíz en Israel: la salvación viene de los
17
Cit. por Peregrinos por gracia. Carta pastoral del Arzobispo de Santiago de Compostela en el Año
Santo Compostelano 2004, Santiago de Compostela 2002, 99.
18
Ibíd., 104.
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judíos (Jn 4,22). Sin embargo, Lucas indica un nuevo camino, que abre una nueva
puerta. El camino, que indica el libro de los Hechos de los Apóstoles, es en su
totalidad un camino que va de Jerusalén a Roma, el camino a los paganos. De esta
forma, el cristianismo es la síntesis lograda en Jesucristo entre la fe de Israel y el
espíritu griego19. Sobre esta síntesis se asienta Europa. El intento del Renacimiento
de destilar lo griego puro con la eliminación de lo cristiano para reconstruir lo griego
primigenio es tan absurdo y sin sentido como el nuevo intento por conseguir un
cristianismo deshelenizado. Europa surge de esta síntesis y tiene su fundamento en
ella.
CONCLUSIÓN
La unidad de Europa será duradera y provechosa si está asentada sobre los valores
humanos y cristianos que integran su alma común, como son la dignidad de la
persona humana, el profundo sentimiento de justicia y libertad, la laboriosidad, el
espíritu de iniciativa, el amor a la familia, el respeto a la vida, la tolerancia y el deseo
de cooperación y de paz20, es decir, ¡la Europa unida del tercer milenio!
El articulado sistema de valores –fe, solidaridad, caridad, sacrificio, actitud penitencial
y trascendencia– relacionado con la peregrinación compostelana, partiendo de la base
común de la religiosidad popular, maduró y reforzó una concepción cristiana de las
relaciones entre los hombres de países y costumbres diferentes, unidos en una misma
fe y en una misma civilización que sigue siendo referente en este momento. Por eso,
Europa no puede considerarse solamente una estructura económica, basada en un
sistema monetario común. La unidad europea ha de fundamentarse sobre un sistema
de valores, personales y colectivos donde la existencia se comprenda como don y
tarea para el hombre, donde el prójimo sea aquel de quien cada uno se hace
responsable y donde la vida de cada uno se ponga al servicio de los demás.
En este horizonte, la peregrinación pasa de tener un valor simple y exclusivamente
cultural e histórico a ser un valor constitutivo y constituyente de la común civilización
europea. El peregrino contribuye eficazmente a la construcción de la única Europa
posible: la que tiene una referencia espiritual con sus principios morales y sociales, su
cultura, su arte y su sensibilidad, es decir, la que tiene sus raíces en la tradición
cristiana que la articuló profundamente en cada una de sus fibras.
En esta hora, “Compostela, hogar espacioso y de puertas abiertas, quiere convertirse
en foco luminoso de vida cristiana, en reserva de energía apostólica para nuevas vías
de Evangelización, a impulso de una fe siempre joven”. Este es el anuncio gozoso y la
invitación fraterna a traspasar los umbrales de la Puerta Santa en el Año Jubilar
Compostelano 2010, segundo del tercer milenio cristiano.
19
Para una exposición clara y profunda de esta idea, cf. W. KAMLAH, Christentum und Geschichtlichkeit,
Stuttgart 1951.
20
Cf. JUAN PABLO II, Discurso en el acto europeísta celebrado en la Catedral de Santiago, 9 de
Noviembre de 1982.
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