Libro Matriz 2015 Ejes EJE A: ÉTICO ........................................................................................................................ 4 EJE B: POLÍTICO .............................................................................................................. 255 EJE C: EPISTEMÓLOGICO ............................................................................................... 439 Eje A: ÉTICO Compromiso vs. Liquidez EJE A Preguntas generales para pensar la temática y los textos de este período: ¿Pueden regularse las pasiones? La libertad personal, ¿condiciona el compromiso social? ¿Qué relación hay entre la mirada antropológica y la ética? 1) Elección fundada en el conocimiento y la virtud: Platón y Aristóteles Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿Puede haber un dominio absoluto de las pasiones por el intelecto? ¿Hay lugar para “el otro” en las elecciones fundadas en el conocimiento y la virtud? La elección de Sócrates ¿es un modelo de compromiso? ¿Dónde reside el valor moral de la acción en Platón y Aristóteles? a) Platón: Apología de Sócrates, selección b) Platón: Fedro, Editorial Gredos, RBA Coleccionables, Madrid, 2007, 246b-257b. c) Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1° ed., 1° reimp.- buenos Aires, Colihue, 2010, Libro I: secciones I, II, IV, y VII; Libro III:secciones I y II; Libro VI: secciones I, II y V. 2) Elecciones fundadas en coherencia con la naturaleza vs. elecciones fundadas en el placer: Estoicos y Epicuro Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿Puede haber un dominio absoluto de las pasiones por el intelecto? ¿De qué clase de libertad es capaz el hombre? ¿Qué ocurre con las virtudes éticas en los estoicos y en Epicuro? ¿Todas las elecciones son libres? a) Epicuro: Máximas capitales, edición bilingüe de los textos éticos de García Gual y E. Acosta, Barcelona, Editorial Parral, 1974. (Selección) b) Exposiciones antiguas de la ética estoica, Diógenes Laercio, Vital philosophorum, traducción, introducciones, notas y bibliografía, V. Juliá-M. Boeri – L. Corso., Buenos Aires, Eudeba, 1998, [84-101] [107-114][117-117] [121-123] [126] [128] MODERNA Preguntas generales para pensar la temática y los textos de este período: ¿Puede haber un dominio absoluto de las pasiones por el intelecto? El compromiso social, ¿condiciona la libertad personal? ¿Cómo se relacionan las elecciones con los acuerdos sociales? 1) Tensiones entre la voluntad y la libertad en relación a las elecciones: la noción del conato en Spinoza y la noción de deber en Kant. Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿De qué clase de libertad es capaz el hombre? ¿Cuáles son los imperativos de la razón en Spinoza y Kant? El interés propio ¿tiene sentido para el compromiso con los otros y el bienestar en la sociedad? ¿Cuál es la relación entre elección y razón, y entre elección y libertad? ¿Cómo y con quién aparece el compromiso en la ética spinoziana y en la ética kantiana? a) Spinoza, Baruch, Ética demostrada según el orden geométrico, 1° ed. 4° reimp. AlianzaEditorial, Madrid, 2004, selección: Ética 1: Apéndice. Ética 2: Def. /Axiomas / prop. 48. Ética 3: Prefacio / definiciones / Prop- 1. Ética 4: Prefacio / definiciones / axioma / Prop.2, 5,8 / Apéndice: Capítulos: 1-17. b) Kant, Inmanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 1° ed., Las Cuarenta, Buenos Aires, 2012, Capítulo primero, selección de párrafos; Capítulo segundo, selección de párrafos; Capítulo tercero, apartados: “el concepto de la libertad es clave para explicar la autonomía de la voluntad”; “La libertad como propiedad de la voluntad debe presuponerse en todos los seres racionales”; “¿Cómo es posible un imperativo categórico?” 2) Razón sobre pasión versus pasión sobre razón: Descartes y Hume Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿Cuáles son las relaciones y tensiones entre razón y deseo? ¿En qué se fundan los principios morales en relación al bienestar personal y al bienestar social? ¿Las pasiones son valoradas positiva o negativamente? ¿Cómo se manifiestan las virtudes en relación al prójimo? a) Descartes, René, Discurso del método, 1° ed., 1° reimp., Colihue, Buenos Aires, 2009, Tercera parte, fragmentos b) Descartes, René: Las pasiones del alma, Aguilar S.A, Madrid, 1980, selección c) Hume, David, Tratado de la naturaleza humana, Libro III, Acerca de la Moral, Buenos Aires, Eudeba, 2000: parte I, Secciónes I y II; Parte II, sección I; Parte III Secciones I y II. (Selección de párrafos) CONTEMPORÁNEA Preguntas generales para pensar la temática y los textos de este período: ¿De qué clase de libertad es capaz el hombre? El compromiso social, ¿condiciona la libertad personal? ¿Qué nociones de “racionalidad” son criticadas desde un punto de vista ético? 1) Compromiso versus modernidad líquida: Sartre, Bauman y Camus Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿Por qué sostiene Sartre que el hombre está “condenado a ser libre”? ¿Por qué según Sartre la libertad es condición de la acción? ¿Qué relación y/o tensiones hay entre libertad y responsabilidad en Sartre y en Bauman? ¿Qué relación hay entre libertad y la vida en el mundo social? ¿Representa Sísifo “la condición humana”? Sarte, Jean Paul, El existencialismo es un humanismo Bauman, Modernidad líquida, 1° ed. 14° reimp. – Fondo de cultura económica, Buenos Aires, 2013-Prólogo y selección. Camus, Albert, El mito de Sísifo, 1° ed. Losada, Buenos Aires, 2010 2) El compromiso pensado desde la identidad: Ricoeur y Habermas Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿Qué relación existe entre la identidad y el Otro? ¿Qué modelos de razón sostienen estos autores? ¿Cómo y desde cuándo aparece el compromiso con el Otro? ¿Cómo es abordada la noción de “responsabilidad” en Ricoeur? ¿Cómo afecta la crisis del capitalismo tardío al individuo según Habermas? Ricoeur, Paul, Caminos del reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, tres estudios, Fondo de Cultura Económica, 2006, Segundo estudio: “Reconocerse a sí mismo”, Cap. II, “Fenomenología del hombre capaz”. La imputabilidad. Habermas, Hurgen, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Cátedra, Madrid, 1999. (Selección) 3) El compromiso desde una mirada latinoamericana: la filosofía de la liberación de Enrique Dussel Preguntas para pensar la temática y los textos: ¿Puede existir liberación sin responsabilidad? ¿Es posible una razón universal que justifique las acciones humanas desde un punto de vista ético? La razón histórica, ¿es neutral? Dussel, Enrique, Apel, Ricoeur, Rorti y la filosofía de la liberación, Universidad de Guadalajara, México, 1993, Introdcción y selección. Eje A - ANTIGUA latón (428/427-347 a.c.). Su verdadero nombre era Aristocles, y “Platón” fue su apodo (significa “el ancho de espaldas”). Nació en Atenas, hijo de una familia aristocrática. Educado por los mejores maestros de la época, se interesó por la poesía (la que abandonó luego) y la política, a la cual nunca abandonó A los 18 años se incorporó en el círculo de Sócrates, quien habría ejercido una gran influencia en su vida y en sus doctrinas. La “Apología de Sócrates” es una obra de su juventud, en la que nos ofrece una versión del Sócrates histórico a través del posible discurso con el cual Sócrates se defendió ante los tribunales al ser condenado a muerte. El Fedro, en cambio, es una obra de madurez que se contextualiza en la doctrina de las ideas platónicas; se puede interpretar que en ella Platón pone en boca de Sócrates su propia teoría. P Platón, Apología de Sócrates Platón, Apología de Sócrates [17a] No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque, dicen [b] ellos, soy hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis bellas frases, como las de éstos, [c] adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vosotros espere otra cosa.(…) Dicho esto, hay que hacer ya la defensa, atenienses, e intentar arrancar de vosotros, en tan poco tiempo, esa [19a] mala opinión que vosotros habéis adquirido durante un tiempo tan largo. Quisiera que esto resultara así, si es mejor para vosotros y para mí, y conseguir algo con mi defensa, pero pienso que es difícil y de ningún modo me pasa inadvertida esta dificultad. Sin embargo, que vaya esto por donde al dios le sea grato, debo obedecer a la ley y hacer mi defensa. Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusación a partir de la que ha nacido esa opinión sobre mí, por la que Meleto, dándole crédito también, ha presentado [b] esta acusación pública. Veamos, ¿con qué palabras me calumniaban los tergiversadores? Como si, en efecto, se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su acusación jurada. «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al [c] enseñar estas mismas cosas a otros».(…) Pero no hay nada de esto, y si habéis oído a alguien decir que yo intento educar a los hombres y que cobro dinero, tampoco esto es verdad. [d] (…) [20b] Quizá alguno de vosotros objetaría: «Pero, Sócrates, ¿cuál es tu situación, de dónde han nacido esas tergiversaciones? Pues, sin duda, no ocupándote tú en cosa más notable que los demás, no hubiera surgido seguida- mente tal fama y renombre, a no ser que hicieras algo distinto de lo que hace la mayoría. Dinos, pues, qué es ello, a fin de que nosotros no juzguemos a la ligera.» Pienso que el que hable así dice palabras justas y yo voy a [d] intentar dar a conocer qué es, realmente, lo que me ha hecho este renombre y esta fama. Oíd, pues. Tal vez va a parecer a alguno de vosotros que bromeo. Sin embargo, sabed bien que os voy a decir toda la verdad. En efecto, atenienses, yo no he adquirido este renombre por otra razón que por cierta sabiduría. ¿Qué sabiduría es esa? La que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta. [e] Éstos, de los que hablaba hace un momento, quizá sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé cómo calificarla. Hablo así, porque yo no conozco esa sabiduría, y el que lo afirme miente y habla en favor de mi falsa reputación. Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías, sino que voy a remitir al que las dijo, digno de crédito para vosotros. De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a Querefonte. [21 a] Éste era amigo mío desde la juventud y adepto al partido democrático, fue al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo este- pero como he dicho, no protestéis, atenienses-, preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará testimonio aquí este hermano suyo, puesto que él ha muerto. [b] Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión sobre mí. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: [c] «Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a éste - pues no necesito citarlo con su nombre, era un político aquel con el que estuve indagando y dialogando- experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, [ d ] me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de muchos de los [ e ] presentes. Después de esto, iba ya uno tras otro, sintiéndome disgustado y temiendo que me ganaba enemistades, pero, sin embargo, me parecía necesario dar [22a] la mayor importancia al dios. Debía yo, en efecto, encaminarme, indagando qué quería decir el oráculo, hacia todos los que parecieran saber algo. Y, por el perro, atenienses -pues es preciso decir la verdad ante vosotros-, que tuve la siguiente impresión. Me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios; en cambio, otros que parecían inferiores estaban mejor dotados para el buen juicio. Sin duda, es necesario que os haga ver mi camino errante, como condenado a ciertos trabajos, a fin de que el oráculo fuera irrefutable para mí. En efecto, tras los políticos me encaminé hacia los poetas, los de tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de que allí me encontraría manifiestamente más ignorante que aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba preguntando qué querían decir, para, al mismo tiempo, aprender yo también algo de ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a deciros la verdad, atenienses. Sin embargo, hay que decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar mejor que ellos sobre los poemas que ellos habían compuesto. Así pues, también respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen. Una inspiración semejante me pareció a mí que experimentaban también los poetas, y al mismo tiempo me di cuenta de que ellos, a causa de la poesía, creían también ser sabios respecto a las demás cosas sobre las que no lo eran. Así pues, me alejé también de allí creyendo que les superaba en lo mismo que a los políticos. En último lugar, me encaminé hacia los artesanos. Era consciente de que yo, por así decirlo, no sabía nada, en cambio estaba seguro de que encontraría a éstos con [d] muchos y bellos conocimientos. Y en esto no me equivoqué, pues sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció a mí que también los buenos artesanos incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas, incluso las más importantes, y ese error velaba su sabiduría. De modo que me preguntaba yo mismo, en nombre del [e] oráculo, si preferiría estar así, como estoy, no siendo sabio en la sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia o tener estas dos cosas que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí mismo y al oráculo que era ventajoso para mí estar como estoy. A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, muy duras y pesadas, de tal modo [23a] que de ellas han surgido muchas tergiversaciones y el renombre éste de que soy sabio. En efecto, en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto a otro. [ b ] Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates -se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría.» Así pues, incluso ahora, voy de un lado a otro investigando y averiguando en el sentido del dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros es sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al dios, le demuestro que no es sabio. Por esa ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios. Se añade, a esto, que los jóvenes. que me acompañan espontáneamente -los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos- se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada. [d] En consecuencia, los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos, y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los jóvenes. Cuando alguien les pregunta qué hace y qué enseña, no pueden decir nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil». Pues creo que no desearían decir la verdad, a saber, que resulta evidente que están simulando saber sin saber nada. Y [e] como son, pienso yo, susceptibles y vehementes y numerosos, y como, además, hablan de mí apasionada y persuasivamente, os han llenado los oídos calumniándome violentamente desde hace mucho tiempo. Como consecuencia de esto me han acusado Meleto, Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los poetas; Anito, en el de los demiurgos y de los políticos, y Licón, [24a] en el de los oradores. De manera que, como decía yo al principio, me causaría extrañeza que yo fuera capaz de arrancar de vosotros, en tan escaso tiempo, esta falsa imagen que ha tomado tanto cuerpo. Ahí tenéis, atenienses, la verdad y os estoy hablando sin ocultar nada, ni grande ni pequeño, y sin tomar precauciones en lo que digo. (…) [b] Acerca de las Acusaciones que me hicieron los primeros acusadores sea ésta suficiente defensa ante vosotros. Contra Meleto, el honrado y el amante de la ciudad, según él dice, y contra los acusadores recientes voy a intentar defenderme a continuación. Tomemos, pues, a su vez, la acusación jurada de éstos, dado que son [c] otros acusadores. Es así: «Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.» Tal es la acusación. Examinémosla punto por punto. Dice, en efecto, que yo delinco corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a intentar mostraros que esto es así. -Ven aquí, Meleto, y dime ¿No es cierto que consideras de la mayor importancia que los jóvenes sean lo mejor posible? [d] -Yo sí. -Ea, di entonces a éstos quién los hace mejores. Pues es evidente que lo sabes, puesto que te preocupa. En efecto, has descubierto al que los corrompe, a mí, según dices, y me traes ante estos jueces y me acusas. -Vamos, di y revela quién es el que los hace mejores. ¿Estás viendo, Meleto, que callas y no puedes decirlo? Sin embargo, ¿no te parece que esto es vergonzoso y testimonio suficiente de lo que yo digo, de que este asunto no ha sido en nada objeto de tu preocupación? Pero dilo, amigo, ¿quién los hace mejores? -Las leyes. -Pero no te pregunto eso, excelente Meleto, sino qué hombre, el cual ante todo debe conocer esto mismo, las leyes. -Estos, Sócrates, los jueces. -¿Qué dices, Meleto, éstos son capaces de educar a los jóvenes y de hacerlos mejores? -Sí, especialmente. -¿Todos, o unos sí y otros no? -Todos. -Hablas bien, por Hera, y presentas una gran abundancia de bienhechores. ¿Qué, pues? ¿Los que no es- cuchan los hacen también mejores, o no? -También éstos. -¿Y los miembros del Consejo? -También los miembros del Consejo. [e] -Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los que asisten a la Asamblea, los asambleístas corrompen a los jóvenes? ¿O también aquéllos, en su totalidad, los hacen mejores? -También aquéllos. -Luego, según parece, todos los atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo, y sólo yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices? Muy firmemente digo eso. -Me atribuyes, sin duda, un gran desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti que es también así respecto a los caballos? ¿Son todos los hombres los que los hacen mejores y uno sólo el que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien sólo o muy pocos, los cuidadores de caballos, son capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y los utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos los otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú y Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les ayudan. Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has descubierto de modo claro tu despreocupación, esto es, que no te has cuidado de nada de esto por lo que tú me traes aquí. Dinos aún, Meleto, por Zeus, si es mejor vivir entre ciudadanos honrados o malvados. Contesta, amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto que los malvados hacen daño a los que están siempre a su lado, y que los buenos hacen bien? -Sin duda. -¿Hay alguien que prefiera recibir daño de los que están con él a recibir ayuda? Contesta, amigo. Pues la ley ordena responder. ¿Hay alguien que quiera recibir daño? -No, sin duda. -Ea, pues. ¿Me traes aquí en la idea de que corrompo a los jóvenes y los hago peores voluntaria o involuntariamente? Voluntariamente, sin duda. -¿Qué sucede entonces, Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio que yo, siendo yo de esta edad y tú tan joven, que tú conoces que los malos hacen siempre algún mal a los más próximos a ellos, y los buenos bien; en cambio yo, por lo visto, he llegado a tal grado de ignorancia, que desconozco, incluso, que si llego a hacer malvado a alguien de los que están a mi lado corro peligro de recibir daño de él y este mal tan grande lo hago voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo yo, Meleto, y pienso que ningún otro hombre. En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. [ 2 6 a ] Y si los corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle privadamente y enseñarle y reprenderle. Pues es evidente que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes aquí, donde es ley traer a los que necesitan castigo y no enseñanza. [26 b] Pues bien, atenienses, ya es evidente lo que yo decía, que Meleto no se ha preocupado jamás por estas cosas, ni poco ni mucho. Veamos, sin embargo; dinos cómo dices que yo corrompo a los jóvenes. ¿No es evidente que, según la acusación que presentaste, enseñándoles a creer no en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros espíritus nuevos? No dices que los corrompo enseñándoles esto? -En efecto, eso digo muy firmemente. -Por esos mismos dioses, Meleto, de los que tratamos, [c ] háblanos aún más claramente a mí y a estos hombres. En efecto, yo no puedo llegar a saber si dices que yo enseño a creer que existen algunos dioses -y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy enteramente ateo ni delinco en eso-, pero no los que la ciudad cree, sino otros, y es esto lo que me inculpas, que otros, o bien afirmas que yo mismo no creo en absoluto en los dioses y enseño esto a los demás. -Digo eso, que no crees en los dioses en absoluto. [d] -Oh sorprendente Meleto, ¿para qué dices esas cosas? ¿Luego tampoco creo, como los demás hombres, que el sol y la luna son dioses? -No, por Zeus, jueces, puesto que afirma que el sol es una piedra y la luna, tierra. -¿Crees que estás acusando a Anaxágoras, querido Meleto? ¿Y desprecias a éstos y consideras que son desconocedores de las letras hasta el punto de no saber que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de estos temas? Y, además, ¿aprenden de mí los jóvenes lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra, por un dracma como mucho, y [e] reírse de Sócrates si pretende que son suyas estas ideas, especialmente al ser tan extrañas? Pero, oh Meleto, ¿te parece a ti que soy así, que no creo que exista ningún dios? -Ciertamente que no, por Zeus, de ningún modo. –No eres digno de crédito, Meleto, incluso, según creo, para ti mismo. Me parece que este hombre, atenienses, es descarado e intemperante y que, sin más ha presentado esta temeridad juvenil. Parece acusación con que trama una especie cierta insolencia, intemperancia y de enigma para tantear. [27a] «¿Se dará cuenta ese sabio de Sócrates de que estoy bromeando y contradiciéndome, o le engañaré a él y a los demás oyentes?» Y digo esto porque es claro que éste se contradice en la acusación; es como si dijera: «Sócrates delinque no creyendo en los dioses, pero creyendo en los dioses». Esto es propio de una persona que juega. Examinad, pues, atenienses por qué me parece que dice eso. Tú, Meleto, contéstame. Vosotros, como os rogué al empezar, [ b ] tened presente no protestar si construyo las frases en mi modo habitual. -¿Hay alguien, Meleto, que crea que existen cosas humanas, y que no crea que existen hombres? Que con- teste, jueces, y que no proteste una y otra vez. ¿Hay alguien que no crea que existen caballos y que crea que existen cosas propias de caballos? ¿O que no existen flautistas, y sí cosas relativas al toque de la flauta? No existe esa persona, querido Meleto; si tú no quieres responder, te lo digo yo a ti y a estos otros. Pero, responde, al menos, a lo que sigue. [c] -¿Hay quien crea que hay cosas propias de divinidades, y que no crea que hay divinidades? -No hay nadie. -¡Qué servicio me haces al contestar aunque sea a regañadientes, obligado por éstos! Así pues, afirmas que yo creo y enseño cosas relativas a divinidades, sean nuevas o antiguas; por tanto, según tu afirmación, y además lo juraste eso en tu escrito de acusación, creo en lo [d] relativo a divinidades. Si creo en cosas relativas a divinidades, es sin duda de gran necesidad que yo crea que hay divinidades. ¿No es así? Sí lo es. Supongo que estás de acuerdo, puesto que no contestas. ¿No creemos que las divinidades son dioses o hijos de dioses? ¿Lo afirmas o lo niegas? -Lo afirmo. -Luego si creo en las divinidades, según tú afirmas, y si las divinidades son en algún modo dioses, esto sería lo que yo digo que presentas como enigma y en lo que bromeas, al afirmar que yo no creo en los dioses y que, por otra parte, creo en los dioses, puesto que creo en las divinidades. Si, a su vez, las divinidades son hijos de los dioses, bastardos nacidos de ninfas o de otras mujeres, según se suele decir, ¿qué hombre creería que hay hijos de dioses y que no hay dioses? Sería, en efecto, tan absurdo como si alguien creyera que hay hijos de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que hay caballos y [e] burros. No es posible, Meleto, que hayas presentado esta acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a [28a] los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes. Pues bien, atenienses, me parece que no requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha dicho. Lo que yo decía antes, a saber, que se ha producido gran enemistad hacia mí por parte de muchos, sabed bien que es verdad. Y es esto lo que me va a condenar, si me condena, no Meleto ni Ánito sino la calumnia y la envidia de muchos. Es lo que ya ha condenado a otros muchos hombres buenos y los seguirá condenando. No hay que esperar que se detenga en mí. [b] Quizá alguien diga: «¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado a una ocupación tal por la que ahora corres peligro de morir?» A éste yo, a mi vez, le diría unas palabras justas: «No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo. [ c ] De poco valor serían; según tu idea, cuantos semidioses murieron en Troya y, especialmente, el hijo de Tetis, el cual, ante la idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro hasta el punto de que, cuando, ansioso de matar a Héctor, su madre, que era diosa, le dijo, según creo, algo así como: «Hijo, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo y matas a Héctor; tú mismo morirás, pues el destino está dispuesto para ti inmediatamente después de Héctor»; él, tras oírlo, desdeñó la muerte y el peligro, temiendo mucho más vivir siendo cobarde sin vengar [ d ] a los amigos, y dijo «Que muera yo en seguida después de haber hecho justicia al culpable, a fin de que no quede yo aquí -junto a las cóncavas naves, siendo objeto de risa, inútil peso de la tierra.» ¿Crees que pensó en la muerte y en el peligro? Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna,- más que la deshonra. En efecto, atenienses, obraría yo indignamente, si, al asignarme un puesto los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea, en Anfípolis y en Delion, decidí permanecer como otro cualquiera allí donde ellos me colocaron y corrí, entonces, el riesgo de morir, y [e] en cambio ahora, al ordenarme el dios, según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier otra cosa. Sería indigno y realmente alguien podría con justicia traerme ante el [29a] tribunal diciendo que no creo que hay dioses, por desobedecer al oráculo, temer la muerte y creerme sabio sin serlo. En efecto, atenienses, temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? [b] Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien. De manera que si ahora vosotros me dejarais libre no haciendo [c] caso a Anito, el cual dice que o bien era absolutamente necesario que yo no hubiera comparecido aquí o que, puesto que he comparecido, no es posible no condenarme a muerte, explicándoos que, si fuera absuelto, vuestros hijos, poniendo inmediatamente en práctica las cosas que Sócrates enseña, se. corromperían todos total- mente, y si, además, me dijerais: «Ahora, Sócrates, no vamos a hacer caso a Ánito, sino que te dejamos libre, a condición, sin embargo, de que no gastes ya más tiempo en esta búsqueda y de que no filosofes, y si eres sorprendido haciendo aún esto, morirás»; si, en efecto, como dije, me dejarais libre con esta condición, yo os diría: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy' a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando, diciéndole lo que acostumbro: Mi [d] buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible?'.» Y si alguno de [e] vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar, y, si me parece que no ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé que tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que vale poco. Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo, [ 3 0 a ] forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos estáis a mí por origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios. En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparos ni [b] de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma ni, con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible, diciéndoos: «No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos. Si corrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían dañinas. Pero si alguien afirma que yo digo otras cosas, no dice verdad. A esto yo añadiría «Atenienses, haced caso o no a Anito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas [c] veces.» (…) a mí no me causarían ningún daño ni Meleto ni Ánito; [d] cierto que tampoco podrían, porque no creo que naturalmente esté permitido que un hombre bueno reciba daño de otro malo. Ciertamente, podría quizá matarlo o desterrarlo o quitarle los derechos ciudadanos. Éste y algún otro creen, quizá, que estas cosas son grandes males; en cambio yo no lo creo así, pero sí creo que es un mal mucho mayor hacer lo que éste hace ahora: intentar condenar a muerte a un hombre injustamente. ( … ) no parece humano que yo tenga descuidados todos mis asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes familiares estén en abandono, y, en cambio, esté siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a cada uno privadamente, como un padre o un hermano mayor, intentando convencerle de que se preocupe por la virtud. Y si de esto obtuviera provecho o cobrara un salario al haceros estas recomendaciones, tendría alguna justificación. Pero la verdad es que, incluso vosotros mismos lo veis, aunque los acusadores han hecho otras acusaciones tan desvergonzadamente, no han [31c] sido capaces, presentando un testigo, de llevar su desvergüenza a afirmar que yo alguna vez cobré o pedí a alguien una remuneración. Ciertamente yo presento, me parece, un testigo suficiente de que digo la verdad: mi pobreza. (…) ¿Acaso creéis que yo habría llegado a vivir tantos años, si me hubiera ocupado de los asuntos públicos y, al ocuparme de ellos como corresponde a un hombre honrado, hubiera prestado ayuda a las cosas justas y considerado esto lo más importante, como es debido? Está muy lejos de ser así. Ni tampoco ningún otro hombre. En cuanto a mí, a lo largo de toda mi vida, si alguna vez he [33a] realizado alguna acción pública, me he mostrado de esta condición, y también privadamente, sin transigir en nada con nadie contra la justicia ni tampoco con ninguno de los que, creando falsa imagen de mí, dicen que son discípulos míos. Yo no he sido jamás maestro de nadie. Si cuando yo estaba hablando y me ocupaba de mis cosas, alguien, joven o viejo, deseaba escucharme, jamás se lo impedí a nadie. Tampoco dialogo cuando recibo dinero y dejo de dialogar si no lo recibo, antes bien me ofrezco, para que me pregunten, tanto al rico como al pobre, [ b ] y lo mismo si alguien prefiere responder y escuchar mis preguntas. Si alguno de éstos es luego un hombre honrado o no lo es, no podría yo, en justicia, incurrir en culpa; a ninguno de ellos les ofrecí nunca enseñanza alguna ni les instruí. Y si alguien afirma que en alguna ocasión aprendió u oyó de mí en privado algo que no oyeran también todos los demás, sabed bien que no dice la verdad.(…) ( … ) Yo estoy persuadido de que no hago daño a ningún hombre voluntariamente, pero no consigo convenceros a vosotros de ello, porque hemos dialogado durante poco tiempo. Puesto que, si tuvierais una ley, como la tienen otros hombres, que ordenara no decidir sobre una pena de muerte en un solo día, sino en muchos, os convenceríais. Pero, ahora, [37b] en poco tiempo no es fácil liberarse de grandes calumnias. Persuadido, como estoy, de que no hago daño a nadie, me hallo muy lejos de hacerme daño a mí mismo, de decir contra mí que soy [c] merecedor de algún daño y de proponer para mí algo semejante. ¿Por, qué temor iba a hacerlo? ¿Acaso por el de no sufrir lo que ha propuesto Meleto y que yo afirmo que no sé si es un bien o un mal? ¿Para evitar esto, debo elegir algo que sé con certeza que es un mal y proponerlo para mí? ¿Tal vez, la prisión? ¿Y por qué he de vivir yo en la cárcel siendo esclavo de los magistrados que, sucesivamente, ejerzan su cargo en ella, los Once? ¿Quizá, una multa y estar en prisión hasta que la pague? Pero esto sería lo mismo que lo anterior, pues no tengo dinero para pagar. ¿Entonces propondría el destierro? Quizá vosotros aceptaríais esto. ¿No tendría yo, ciertamente, mucho amor a la vida, si fuera tan insensato como para no poder reflexionar que vosotros, que sois conciudadanos míos, no habéis sido capaces de soportar mis conversaciones y razonamientos, sino que os han resultado lo bastante pesados y molestos como para que ahora intentéis libraros de ellos, y que acaso otros los soportarán fácilmente? Está muy lejos de ser así, atenienses. ¡Sería, en efecto, una hermosa vida para un hombre de mi edad salir de mi ciudad y vivir yendo expulsado de una ciudad a otra! Sé con certeza que, donde vaya, los jóvenes escucharán mis palabras, como aquí. Si los rechazo, ellos me expulsarán convenciendo a los mayores. Si no los rechazo, me expulsarán sus padres y familiares por causa de ellos. Quizá diga alguno: «¿Pero no serás capaz de vivir alejado de nosotros en silencio y llevando una vida tranquila?» Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios y que, por ello, es imposible llevar una vida tranquila, no [38a] me creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo, la verdad es así, como yo digo, atenienses, pero no es fácil convenceros. Además, no estoy acostumbrado a considerarme merecedor de ningún castigo. [b] Ciertamente, si tuviera dinero, propondría la cantidad que estuviera en condiciones de pagar; el dinero no sería ningún daño. Pero la verdad es que no lo tengo, a no ser que quisierais aceptar lo que yo podría pagar. [39 c] Deseo predeciros a vosotros, mis condenadores, lo que va a seguir a esto. En efecto, estoy yo ya en ese momento en el que los hombres tienen capacidad de profetizar, cuando van ya a morir. Yo os aseguro, hombres que me habéis condenado, que inmediatamente después de mi muerte os va a venir un castigo mucho más duro, por Zeus, que el de mi condena a muerte. En efecto, ahora habéis hecho esto creyendo que os ibais a librar de dar cuenta de vuestro modo de vida, pero, como digo, os va a salir muy al contrario. Van a ser más los que os pidan cuentas, ésos a los que yo ahora contenía sin que vosotros lo percibierais. Serán más intransigentes por cuanto son más jóvenes, y vosotros os irritaréis más. Pues, si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es muy eficaz, ni es honrado. El más honrado y el más sencillo no es reprimir a los demás, sino prepararse para ser lo mejor posible. (…) Platón, Fedro 9K El mito que se expone a continuación sobre el nacimiemo de Eros suele considerarse como una de las páginas más poéticas de Platón (cf. A. VANHOYE. «Deux pages poétiques de Platón (Banquei, 203b‘203c)», LEC XX (1952), 3-21, que ve la función de este mito en precisar lo que debe entenderse por demon intermediario, ilustrando de esta manera las conclusiones a las que anteriormente hablan llegado Sócrates y Diotima de común acuerdo). Para las interpretaciones posteriores de este mito por parte de Plutarco, Plotino, el neoplatonismo y el cristianismo, véase ROBÍN, La théorie..., págs. 103-7. Penía es, evidentemente, la personificación de la Pobreza ud como se encuentra en el Pluto de Aristófanes, escrita unos años antes de este diálogo« Poros no es la personificación de su contrario, ya que éste es Pluto. De acuerdo con su etimología y con las características que le asigna Diotima en 203d podría equivaler al español Recurso. La concepción de Poros como esfuerzo dinámico, alimentado por un perpetuo deseo que da plenitud a la vida y que es expresión de la valentía de) bombre puede decirse que es creación de Platón (cf. F. NOVOTNY, «Poros, pere dÉros» [en cbeco, con resumen en francés), LEI [1959), 39-49). Metis, la Prudencia, es la primera esposa de Zeus (cf. 1-IESÍODO, Teog. 886) y madre de Atenea (cf. ílfisíooo, fr. 343). Sobre al aspecto de Eros como algo intermedio {metaxy), véase, especialmente, R. «Eros», The Journal of Philosophy )3 (1934), 337-45, en especial págs, 340 y sigs. ,0) DEMOS, En «te pasaje se ha fijado recientemente F. RODRÍGUEZ ADRADOS, «La teoría dd sigoo lingüístico en un pasaje det Banquete platónico», RSEL 10, 2 (1980), 331-37, para explicar la distinción platónica de un uso genérico y otro específico en la palabra érós, lo que implica la ausencia del binarismo tan característica de nuestro autor. Alusión evidente a lo que había dicho Aristófanes en J9ld-I93d, como se ve claramente por lo que se refiere en 212c, Que lo único que valoramos como perteneciente a nosotros es el bien, es una Idea favorita de Platón (cf. Cárm. 163c; Lis. 222a; Rcp. 586c). Esta definición se ha entendido como típica de lo que es amor platónico. Véase, sobre el lema, L. A. Kosman, «Platonic Love», en W. FL We&ícmeister (ed.), Facéis oj Plato's Pht/osophy, Amsterdam, 1976, págs. 53-69. Jaeger, pág. 581, n. 64, ha puesto esta definición en relación con el concepto aristotélico de philaulía o amor de sí mismo tal como el estagirita lo define en ÉL Me. IX 8. í07 IHlía es la diosa que presidía los alumbramientos, en los que estaban presentes una o varias Moiras que asignaban ai recién nacido el1 lote que le correspondía en vida. La Belleza personificada asume, aquí, los papeles de ambas en toda clase de parto, material y espiritual. 504 En esta parte del discurso de Diotima se ha querido ver una postura diferente de Platón frente a la idea de la inmortalidad del alma, una de las doctrinas fundamentales de su filosofía de la madurez expuesta en Fedón, Menón y Fedro. Se ha hablado de un cierto escepticismo de Platón en esta materia cuando escribe el Banquete* La cuestión ha sido muy debalida y para una amplía información véase Guthrie, A history Platón, Fedro, Editorial Gredos, RBA Coleccionables, Madrid, 2007, »Sobre la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo siguiente: Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a [b] nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo. »Y ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación de mortal e inmortal· Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus[c] alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural por toda la eternidad. Pero» en fin que sea como plazca a la divinidad, y que sean estas nuestras palabras. [d] »Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue. »El poder natural del ala es levantar ]o pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo [e] divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y iodo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia se queda en la morada [247ª] de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce s como dioses jefes, van at frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las mirificas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejar a sus banquetes, marchan [b] hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera» se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento [c] circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo. »A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto —ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla—: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el [d] verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis» ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro —en eso otro que nosotros llamamos entes— [e], sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del ciclo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosia, y los abreva con néctar. »Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras almas, [248ª] la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta La cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos» apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, paleándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas [b] donde» por torpeza de los aurigas» se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ¡do, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de lodo este empeño por divisar dónde está la llenura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre. »Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando Llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra. »Entonces es de ley que tal alma no se implante en [d] ninguna naturaleza animal, en la primera generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes de un varón que habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas tal vez, y del amor; la segunda, que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de gobierno; la tercera, para un político o un administrador o un hombre de negocios; la cuarta, para alguien a quien le va el esfuerzo corporal, para un gimnasta, o para quien se dedique a curar cuerpos; la quinta habrá de ser para una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con la sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea la séptima para un artesano o un campesino; la octava, para un sofista o un demagogo, y para un tirano la novena De entre todos estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partícipe de un mejor destino, y el que baya vivido injustamente, de uno peor. Porque allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes de diez mil años —ya que no le salen alas antes de ese tiempo—, a no ser en el caso de aquel que haya filosofado sin engaño, o haya amado [249ª] a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el tercer período de mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida, vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplir se esos tres mi] años. Las demás, sin embargo, cuando acabaron su primera vida, son llamadas a juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde expían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar celeste, llevan una vida tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al llegar el milenio [b], teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocurrir entonces que un alma humana venga a vivir a un animal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez, de animal a hombre. »Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es; por cierto, la reminiscencia de lo [c] que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en [d] tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado». »Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí [a] abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para ei que la tiene, como para el que con ella se comunica: y al partícipe de esta manía al amante de los bellos, se le llama enamorado. »Así que, como se ha dicho» toda alma de hombre, por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a ser el viviente que es. Pero el acordarse [250ª] de ellos, por los de aquí, no es asunto fácil para todo el mundo, ni para cuantos, fugazmente, vieron entonces las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdicha, al caer, de descarriarse en ciertas compañías, hacia lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado espectáculo que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan suficiente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser dueñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasando, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, [b] y de la sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas no queda resplandor alguno en las imitaciones de aquí abajo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos poco claros les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género de lo representado. Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa visión, al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros dioses, como iniciados que éramos en esos misterios, que [c] es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos en toda nuestra plenitud y sin padecer ninguno de los males que, en tiempo venidero, nos aguardaban. Plenas y puras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzábamos el brillo más límpido, límpidos también nosotros, sin el estigma que es toda esta tumba que nos rodea y que llamamos cuerpo, prisioneros en él como una ostra. »Sea todo esto en gracias al recuerdo que, en el anhelo de lo de entonces, ha hecho que ahora se hable largamente aquí. Como íbamos diciendo, y por lo que a la belleza [d] se refiere, resplandecía entre todas aquellas visiones; pero, en llegando aquí, la captarnos a través del más claro de nuestros sentidos, porque es también el que más claramente brilla. Es la vista, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que» por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente —porque nos procuraría terribles amores si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase a sí a nuestra vista — y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de amarse. Pero sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante y lo más amable. »Ahora bien, el que ya no es novicio o se ha corrompido, no se deja llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplarla, no siente estremecimiento alguno, sino que, dado aJ placer, pretende como un cuadrúpedo, cubrir y hacer hijos, y muy versado ya en sus excesos, ni teme ni se avergüenza de perseguir un placer contra naturaleza. Sin embargo, aquel cuya iniciación es todavía reciente, el que [251ª] contempló mucho de las de entonces, cuando ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien a la belleza, se estremece primero, y le sobreviene algo de los temores de antaño y después, lo venera, al mirarlo, como a un dios, y si no tuviera miedo de parecer muy enloquecido, ofrecería a su amado sacrificios como si fuera la imagen de un dios. Y es que, en habiéndolo visto, le toma, después del escalofrío, como un trastorno que le provoca sudores y un inusitado ardor. Recibiendo [b], pues, este chorreo de belleza por los ojos, se calienta con un calor que empapa, por así decirlo, la naturaleza del ala, y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación que, cerradas por la aridez, les impedía florecer; y, además, si el alimento afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz, por dentro de la sustancia misma del alma, que antes, por cierto, estuvo [c] toda alada. Anda, pues, en plena ebullición y burbujeo y como con esa sensación que tienen los que están echando los dientes cuando ya van a romper, ese picor y escozor en las encías, así le pasa al alma del que empieza a echar las plumas. Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partículas que vienen fluyendo —que por eso se llaman “río de deseos”—, se empapa y calienta y se le [d] acaban las penas y se llena de gozo. Pero cuando está separada y aridece, los orificios de salida, por donde empuja la pluma, se resecan entonces y, al cerrarse, impiden el brote de la pluma que, ocluida dentro con el deseo, salta como una arteria que late, y pincha cada una en su propia salida, de forma que, aguijoneada el alma toda y por todas parles, se revuelve de dolor. »Sólo, en cambio se alegra, si le viene el recuerdo de la belleza del amado. Por la mezcla de estos sentimientos encontrados, se aflige ante lo absurdo de lo que le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y, así enfurecida, no puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa [e] a donde piensa que ha de ver al que lleva consigo la belleza. Y cuando lo ha visto» y ha encauzado el deseo, abre lo que anees estaba cerrado, y, recobrando aliento, ceden sus pinchazos ν va cosechando, entretanto, el placer más dulce. De ahí que no se presten a que la abandonen —a [252ª] nadie coloca por encima del hermoso muchacho—, olvidándose de madre, hermanos y amigos todos, sin importarle un bledo que, por sus descuidos, se disipen sus bienes y desdeñando todos aquellos convencionalismos y fingimientos con los que antes se adornaba, presto a hacerse esclavo y a poner su lecho donde le permita estar lo más cerca del deseado. »Y es que, además de venerarle, ha encontrado en el poseedor de la belleza al médico apropiado para sus grandísimos [b] males. A esta pasión, pues, hermoso muchacho, al que precisamente van enhebradas mis palabras, llaman los hombres amor; pero si oyes cómo la llaman los dioses, por lo chocante que es, acabarás por reírte. Dicen algunos, sobre el Amor, dos versos sacados, creo, de poemas no publicados de los homéridas, el segundo de los cuales es muy desvergonzado, y no demasiado bien medido. Suenan así: Los mortales, por cierto, volátil al Amor llaman; los inmortales, alado, porque obliga a ahuecar el ala. [c] Se puede o no se puede creer esto; no obstante, la causa de lo que les sucede a los ara antes es eso y sólo eso. »Así pues, el que de entre los compañeros de Zeus, ha sido preso, puede soportar más dignamente la carga de aquel que tiene su nombre de las alas. Pero aquellos que, al servicio de Ares, andaban dando vueltas al cielo, cuando han caído en manos del Amor, y han llegado a pensar que su amado les agravia, se vuelven homicidas, y son capaces de inmolarse a sí mismos y a quien aman. Y así, según sea el dios a cuyo séquito se pertenece, [d] vive cada uno honrándole e imitándole en lo posible, mientras no se haya corrompido, y sea ésta la primera generación que haya vivido; y de tal modo se comporta y trata a los que ama y a los otros. Cada uno escoge, según esto, una forma del Amor hacia los bellos, y como sí aquel amado fuera su mismo dios, se fabrica una imagen que [e] adorna para honrarla y rendirle culto. En efecto, los de Zeus buscan que aquel al que aman sea en su alma, un poco también Zeus. Y miran, pues, sí por naturaleza hay alguien con capacidad de saber o gobernar, y si lo encuentran se enamoran, y hacen todo lo posible para que sea tal cual es. Y si antes no se habían dado a tales menesteres, cuando ponen las manos en ello, aprenden de donde pueden y siguen huellas y rastrean hasta que se les abre [253ª] el camino para encontrar por sí mismos la naturaleza de su dios, al verse obligados a mirar fijamente hacia él. Y una vez que se han enlazado con él por el recuerdo, y en pleno entusiasmo» toman de él hábitos y maneras de vivir, en la medida en que es posible a un hombre participar del dios. »Por cierto que, al convertir al amado en el causante de todo, lo aman todavía más, y lo que sorben, como las bacantes en la fuente de Zeus, lo vierten sobre el alma del amado, y hacen que, así, se asemejen todo lo más [b] que puedan al dios suyo. Los que, por otro lado, seguían a Hera, buscan a alguien de naturaleza regia y, habiéndolo encontrado, hacen lo mismo con él, Y así los de Apolo, y los de cada uno de los dioses, que al ir en pos de determinado dios, buscan a un amado de naturaleza semejante. Y cuando lo han logrado, con su ejemplo, persuasión y orientación conducen al amado a los gustos e idea de ese dios, según la capacidad que cada uno tiene. Y no experimentan, frente a sus amados, envidia alguna, ni malquerencia impropia de hombres libres, sino que intentan, todo lo más que pueden, llevarlos a una total semejanza con [c] ellos mismos y con el dios al que veneran. La aspiración, pues, de aquellos que verdaderamente aman, y su ceremonia de iniciación —si llevan a término lo que desean y tal como lo digo— llega a ser así de bella y dichosa para el que es amado por un amigo enloquecido por el Amor, sobre todo si acaba siendo conquistado. Y esta conquista tiene lugar de la siguiente manera. »Tal como hicimos al principio de este mito, en el que dividimos cada alma en tres partes, y dos de ellas tenían forma de caballo y una tercera [d] forma de auriga, sigamos utilizando también ahora este símil. Decíamos, pues, que de Los caballos uno es bueno y el otro no. Pero en qué consistía la excelencia del bueno y la rebeldía del malo no lo dijimos entonces, pero habrá que decirlo ahora. Pues bien, de ellos, el que ocupa el lugar preferente es de erguida planta y de finos remos, de altiva cerviz, aguileño hocico, blanco de color, de negros ojos, amante de la gloria con moderación y pundonor, seguidor de la opinión verdadera [e] y, sin fusta, dócil a la voz y a la palabra. En cambio, el otro es contrahecho, grande, de toscas articulaciones, de grueso y corto cuello, de achatada testuz, coIor negro, ojos grises, sangre ardiente, compañero de excesos y petulancias, de peludas orejas, sordo, apenas obediente al látigo y los acicates. Así que cuando el auriga, viendo el semblante amado, siente un calor que recorre toda el alma, llenándose del cosquilleo y de los aguijones del [254ª] deseo, aquel de los caballos que le es dócil, dominado entonces, como siempre, por el pundonor, se contiene a sí mismo para no saltar sobre el amado. El otro, sin embargo, que no hace ya ni caso de los aguijones, ni del látigo del auriga, se lanza, en impetuoso salto, poniendo en toda clase de aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les fuerza a ir hacia el amado y traerle a la memoria los goces de Afrodita. Ellos, al principio se resisten irritados, como si tuvieran que hacer algo indigno y ultrajante. Pero, al final, cuando ya no se puede poner freno al mal, [b] se dejan llevar a donde les lleven, cediendo y conviniendo en hacer aquello a lo que se les empuja. Y llegan así junto a él, y contemplan el rostro resplandeciente del amado. »Al presenciarlo el auriga, se trasporta su recuerdo a la naturaleza de lo bello, y de nuevo la ve alzada en su sacro trono y en compañía de la sensatez. Viéndola, de miedo y veneración cae boca arriba. Al mismo tiempo, no puede por menos de tirar hacia atrás de las riendas, tan [c] violentamente que hace sentar a ambos caballos sobre sus ancas, al uno de buen grado, al no ofrecer resistencia, al indómito, muy a su pesar. Un poco alejado ya el uno, de vergüenza y pasmo rompe a sudar empapando toda el alma; pero el otro, al calmarse el dolor del freno y la caída y aún sin aliento, se pone a injuriar con furia dirigiendo toda clase de insultos contra el auriga y contra su pareja de tiro, como si por cobardía y debilidad hubiese incumplido su deber y su promesa. Y, de nuevo, obligando a [d] acercarse a los que no quieren, consiente a duras penas, cuando se lo piden, en dejarlo para otra vez. »Pero cuando llega el tiempo señalado, refresca la memoria a los que hacen como si no se acordaran, les coacciona con relinchos y tirones, hasta que les obliga de nuevo a aproximarse al amado para decirle las mismas palabras. Cuando ya están cerca, con la testuz gacha y la cola extendida, tascando el freno, los arrastra con insolencia. Con todo, el auriga que experimenta todavía más el mismo sentimiento, se tensa, como si estuviera en la línea de salida, [e] arrancando el freno de los dientes del avasallador corcel por la fuerza con que, hacia atrás, ahora le aguanta. Se le llena de sangre la malhablada lengua y las quijadas, y 'entrega al sufrimiento' las patas y la grupa, clavándolas en tierra. Pero cuando el mal caballo ha tenido que soportar muchas veces lo mismo, y se le acaba la indocilidad, humillado, se acopla» al fin, a la prudencia del auriga, y ante la visión del bello amado» se siente morir de miedo. Y ocurre, entonces, que el alma del amante» reverente y [255ª] temerosa, sigue al amado. Así pues, cuidado con toda clase de esmero, como igual a un dios, por un amante que no finge sino que siente la verdad, y siendo él mismo, por naturaleza, amigo de quien así le cuida —si bien en otra época pudiera haber sido censurado por condiscípulos u otros cualesquiera, diciéndole lo vergonzoso que era tener relaciones con un amante y, por ello, lo hubiera apartado de sí—, la edad y la fuerza de las cosas le empujan a aceptar, con el paso del tiempo, la compañía. Porque, en [b] verdad, que no está escrito que el malo sea amigo del malo, ni el bueno no lo sea del bueno. Y, una vez que le ha dejado acercarse, y aceptado su conversación y compañía, la benevolencia del amante, vista de cerca, conturba al amado que se da cuenta de que todos los otros juntos, amigos y familiares, no le pueden ofrecer parcela alguna de amistad como la del amigo entusiasta. Y cuando vaya pasando el tiempo de este modo, y se toquen los cuerpos en los gimnasios y en otros lugares públicos, entonces ya aquella fuente que mana, a la que Zeus llamó ‘deseo´, [c] cuando estaba enamorado de Ganimedes, inunda caudalosamente al amante, lo empapa y lo rebosa, Y semejante a un aire o a un eco que, rebotando de algo pulido y duro, vuelve de nuevo al punto de partida, así el manantial de la belleza vuelve al bello muchacho, a través de los ojos, camino natural hacia el alma que, al recibirlo, se enciende y riega los orificios de las alas, e impulsa la salida de las [d] plumas y llena, a su vez» de amor el alma del amado. Entonces sí que es verdad que ama, pero no sabe qué. Ni sabe qué le pasa» ni expresarlo puede, sino que, como al que se le ha pegado de otro una oftalmía, no acierta a qué atribuirlo y se olvida de que, como en un espejo, se está mirando a sí mismo en el amante. Y cuando éste se halla presente, de la misma manera que a él, se le acaban las penas; pero si está ausente, también por lo mismo [e] desea y es deseado. Un reflejo del amor, un anti-amor (Anteros) es lo que tiene. Está convencido, sin embargo, y de que no es amor sino amistad, y así lo llama. Ansia, igual que aquél, pero más débilmente, ver, tocar, besar, acostarse a su lado. »Y así, como es natural» se seguirá rápidamente, después de esto, todo lo demás. Y mientras yacen juntos, el caballo desenfrenado del amante tiene algo que decir al auriga, pues se cree merecedor, por tan largas penalidades, de disfrutar un poco. Pero el del amado no tiene nada [256ª] que decir, sino que, henchido de deseo, desconcertado, abraza al amante y lo besa, como se abraza y se besa a quien mucho se quiere, y cuando yacen juntos, está dispuesto a no negarse, por su parte, a dar sus favores al amante, si es que se los pide. En cambio, el compañero de tiro y el auriga se oponen a ello con respeto y buenas razones. De esta manera, si vence la parte mejor de la mente, que conduce a una vida ordenada y a La filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos [b], llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita. Y, así pues, al final de sus vidas, alados e ingrávidos, habrán vencido en una de las tres competiciones verdaderamente olímpicas, y ni la humana sensatez, ni la divina locura pueden otorgar al hombre un mayor bien. Pero si acaso escogieron un modo de vida menos [c] noble y, en consecuencia, menos filosófico y más dado a los honores, bien podría ocurrir que, en estado de embriaguez o en algún momento de descuido, los caballos desenfrenados de ambos, cogiendo de improviso a las almas, las lleven jumamente allí donde se elige y se cumple lo que el vulgo considera la más feliz conquista. »Y una vez cumplido» se atan a ello en lo sucesivo, si bien no con frecuencia, porque siempre hay una parte de la mente que no da su asentimiento, Bs cierto que éstos también son amigos entre si, pero menos que aquéllos, [d] tanto mientras dura el amor como si se les ha escapado, en la idea de que se han dado y aceptado las mayores pruebas de fidelidad, que sería desleal incumplirlas, para caer, entonces, en enemistad. Al fin emigran del cuerpo, es verdad que sin alas, pero no sin el deseo de haberlas buscado. De modo que no es peque fio el trofeo que su locura amorosa les aporta. Porque no es a las tinieblas de un viaje subterráneo a donde la ley prescribe que vayan los que ya comenzaron su ruta bajo el cielo, sino a que juntos gocen de una vida ciara y dichosa y, gracias al amor, obtengan [e] sus alas, cuando les llegue el tiempo de tenerlas. »Dones tan grandes y tan divinos, muchacho, te traerá la amistad del enamorado. Pero la intimidad con el que no ama, mezclada de mortal sensatez, y dispensadora también de lo mortal y miserable, produciendo en el alma [257ª] amiga una ruindad que la gente alaba como virtud, dará lugar a que durante nueve mil años ande rodando por la tierra y bajo ella, en total ignorancia. »Sea ésta, querido Amor, la más bella y mejor palinodia que estaba en nuestro poder ofrecerte, como dádiva y recompensa, y que no podía por menos de decirse poéticamente y en términos poéticos, a causa de Fedro. Obteniendo tu perdón por las primeras palabras y tu gracia por éstas, benevolente y propicio como eres, no me prives del amoroso arte que me has dado, ni en tu cólera me lo embotes, ν dame todavía, más que ahora, la estima de los bellos. Y si en lo que, tanto Fedro como yo, dijimos antes, hay algo duro para ti, echa la culpa a Lisias, padre de [b] las palabras, hazle enmudecer de i ales discursos y volver, como ha vuelto su hermano Polemarco, a la filosofía, para que este amante suyo no divague como ahora, sino que simplemente lleve su vida hacia el Amor con discursos filosóficos.» A ristóteles (384/3-322). Nació en Estagira (Macedonia). Fue discípulo de Platon y fundó una escuela en Atenas llamada “el Liceo”. Su maestro fue su inspiración, pero discrepó del mismo en cuestiones fundamentales, abriéndose de esta manera dos caminos en la historia del pensamiento occidental. Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1° ed., 1° reimp.- buenos Aires, Colihue, 2010 LIBRO I TODA arte y toda investigación, lo mismo que (toda) acción y (toda) elección tienden, según se admite, a algún bien. Por eso se ha declarado con acierto que el bien [es aquello] a lo que todas las cosas tienden. Pero es claro que entre los fines hay cierta diferencia, pues unos son actividades y otros son obras aparte de las actividades. Y en los casos en que hay fines aparte de las acciones, las obras son naturalmente preferibles a las actividades Mas como hay muchas acciones, artes y ciencias, también los fines son muchos; en efecto el de La medicina es la salud; el de la construcción naval, la nave; el de la estrategia, la victoria; el de la economía, la riqueza. Pero cuantas [artes) de esa clase están (subordinadas) a una única capacidad (como la de la fabricación de frenos y todas las demás que lo son de instrumentos hípicos (están subordinadas) a la equitación, y esta toda acción guerrera (lo están) a la estrategia, y* del mismo modo otras (artes están subordinadas) a otras); en todas ellas digo, los fines de las arquitectónicas" son preferibles a los de las (subordinadas) a ellas, pues estos se persiguen con vistas a aquellos. Y no importa que los fines de las acciones sean las actividades mismas o alguna otra cosa aparte de ellas, como en el caso de las ciencias mencionadas. II Portanto, si en lo que podemos realizar en la acción hay algún fin que queremos por sí mismo y [queremos] los demás por causa de él. y [si] no, no alcanzaremos mejor lo que se debe?" si es así, debemos intentar comprender, por lo menos, en líneas generales, qué puede ser y a cuál de las ciencias o capacidades pertenece. Cabrá elegimos todas las cosas, por causa de otra (pues así se iría al infinito, de modo que el apetito seria vacio y vano), es evidente que ese sera el bien y lo más valioso." Así pues, ¿no tendrá su conocimiento gran peso en la vida y, como arqueros, que disponen de un blanco admitir que [pertenece] a la más determinante y la arquitectónica en el más alto, y es manifiesto que la política es tal, pues ella dispone cuáles de las ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles debe aprender cada clase [de ciudadanos] y hasta qué punto.; y vemos también que las capacidades más valoradas, como la estrategia, la economía y la retórica están [subordinadas] a ella. Como ella se vale de las restantes ciencias <practicas>, y legisla qué se debe debe hacer y de qué cosas [debe uno] abstenerse su fin abarcará los [fines] de las demás [disciplinas], asíque ese será el fin humano. Pues aunque [el fin] de uno soloy el de la ciudad es el mismo, es claro que alcanzar y preservar el de la ciudad es más valioso y más completo: es deseable, en efecto, [alcanzarlo y preservarlo] para uno solo, pero [hacerlo] para un pueblo y para las ciudades es más noble y más divino. A esas cosas tiende nuestra investigación, que es una forma [de investigación] política. (…) IV Por eso reanudemos [el tratamiento del tema] y, puesto que todo conocimiento y toda elección'2 apetece algún bien, señalemos cuál es el bien al que decimos que tiende la política, esto es, cuál es el más alto de los bienes que se pueden realizar en la acción. Pues bien, la mayoría está más o menos de acuerdo en el nombre, pues tanto el común de los hombres cuanto los instruidos dicen que es la dicha, y entienden que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser dichoso. Pero discrepan acerca de lo que la dicha es, y no la explica del mismo modo el común de los hombres que los sabios. En efecto, unos [dicen] que es alguna de las cosas visibles y manifiestas, como el placer, la riqueza y los honores; para unos es una cosa y para otros, otra, y muchas veces incluso el mismo (hombre dice que la dicha es) cosas diferentes, cae enfermo, (dice que es] la salud si es pobre, la riqueza, y si se dan cuenta de su ignorancia, admiran a los que dicen alguna cosa grandiosa y que está por encima do ellos. Y algunos pensaban que aparte de esos muchos bienes hay un bien que es en sí y que es causa de que todos aquellos sean bienes. Pero enumerar todas las opiniones tal vez sea más bien inútil y baste [hacerlo con] las predominantes o las que se considera que tienen alguna razonabilidad. No nos debe pasar inadvertido que los razonamientos que parten de los principios y los que [se remontan] a los principios difieren [entre si]. También Platón4" se preguntaba, con acierto, eso, e indagaba si el camino [iba desde los principios o hacia los principios, tal como en el estadio [se corre] desde los jueces hacia la meta o al revés Se debe partir, desde luego, de las cosas más fáciles de conocer; pero estas son de dos clases, a saber, las [más fáciles de conocer] para nosotros o en sentido absoluto. Tal vez debemos partir, entonces, de las más fáciles de conocer para nosotros. Por eso el que se propone escuchar con provecho acerca de lo noble y lo justo y, en general, acerca de la política, tiene que haber sido bien conducido en sus costumbres, pues [aquí] el principio es el hecho, y si este se pone suficientemente de manifiesto, no habrá necesidad de la causa y el que es de esa cualidad tiene [ya] los principios o puede adquirirlos fácilmente; en Cambio, el que no dispone ni de uno ni de lo otro, debe escuchar las palabras de Hesiodo: El mejor de todos es el que por sí mismo lo comprende [todo] También es bueno el que obedece al que dice bien: pero el que ni comprende por si mismo, ni lo que escucha [de otros] guarda en su corazón, ese es, en cambio, un varón inútil. (…) VII Pero volvamos al bien que buscamos [y preguntémonos) qué es al fin de cuentas. Porque se muestra como una cosa distninta en cada acción y en cada arte; es, en efecto, una cosaen la medicina, otra en la estrategia y asi en las demás.¿En qué consiste, pues, el bien de cada una? ¿[No en aquello] con vistas a lo cual se hacen las demás cosas? No es en la medicina, la salud; en ia estrategia, la victoria; en la construcción de casas, la casa, y en otras [artes], otras cosas, mas en toda acción y en toda elección lo es el fin, pues todas realizan las demás cosas con vistas a él. En consecuencia, si ago es fin de todos nuestros actos, ese ha de ser el fin realizable, y, si hay varios, esos. Como se ve, el razonamiento ha arribado al mismo puerto aunque por otro intinerario, pero debemos intentar averiguar aún más esto. Como manifiestamente los fines son muchos, y elegimos algunos de ellos (por ejemplo, el dinero, las flautas y en general, los instrumentos) con vistas a otra cosa, es evidente que no todos son completos;pero es claro que el |fin| más grande [será] un [fin| completo. En consecuencia, si uno solo es completo, ese será el que buscamos, y, si son varios, el más completo de ellos. Y decimos que lo que se persigue por si mismo es más completo que lo que se persigue por otra cosa; y que lo que nunca es elegible por causa de otra cosa [|es más completo] que las [cosas] elegibles <tanto> por sí mismas cuanto a causa de aquello; y que [es completo] en sentido absoluto lo que siempre es elegible por sí mismo y nunca a causa de otra cosa. Ahora bien: la dicha es tenida por una cosa de esa clase en el más alto grado, pues la elegimos siempre por ella misma. y nunca a causa de otra cosa. En cambio, elegimos el honor, el placer, el intelecto y toda forma de virtudpor ellas mismas desde luego( pues elegiríamos cada una de ellas aunque nada más resultara}, pero las elegimos también en vistas a la dicha, en la idea de que por medio de ellas seremos dichosos Pero nadie elige la dicha con vista a aquellas cosas ni. en general, a causa de ninguna otra. Es claro quea partir de [la noción de] suficiencia] se llega al mismo resultado, pues cabe admitir que el bien completo es suficiente. Pero por «suficiente» no entiende lo es] para un individuo aislado que lleve una existencia solitaria, sino también para los padres, los hijos, la mujer y los amigos y, en general, los conciudadanos, porque el ser humano es por naturaleza un ser social. Contodo, se debe fijar un limite de aquellos, porque si se lo extiende a los antepasados, a los descendientes y a los amigos .de los amigos, se va al infinito. Pero eso debe examinarse más adelante.Lo que afirmamos [ahora] es que la suficiencia es lo que por si solo hace que la vida sea digna de ser elegida y no necesite de nada, y creemos que la dicha es una cosa asi. Y [que es] la más digna de ser elegida de todas las cosas , aun sin que se le añada nada, pues es evidente que con un añadido (seria) más digna de ser elegida, aun acompañada por el más pequeño de los bienes: lo agregado es, en efecto, una sobreabundancia de bienes, y entre los bienes es siempre preferible el mayor. Es claro, en definitiva, que la dicha es una cosa completa y suficiente pues es el fin de las acciones. Pero el decir que ia dicha es el bien más grande se muestra tal vez como una cosa acerca de la cual hay acuerdo unánime, y se echa de menos que digamos aun con mayor claridad lo que ella es. Acaso se lo pueda hacer si se comprende la función del hombre. Pues tal como se admite que para el fiautista, el escultor y todo artesano, y, en general. para todos los que tienen una función y una acción, el bien y la perfecciónresiden en la función, de igual modo cabría admitir que es [el caso] para el hombre, si en efecto hay una función que sea propia de él. ¿Acaso habrá funciones y acciones propias del carpintero y del talabartero pero ninguna del hombre [como tal]. sino que [este] se hallará mente destinado a la inacción ¿O cabría afirmar más bien que, tal como es manifiesto que hay una función del ojo, de la mano y del pie y, en general, de cada órgano, hay, aparte de estas, también una función que es propia del hombre [como tal]? ¿Y cuál podrá ser, entonces, esa función? [No el vivir,] pues es claro que el vivir es común también al caballo, al buey y a todo animal. Resta, por tanto, una forma (de vida) práctica de la parte racional [del alma] Y esta [es racional], por un lado, porque obedece a la razón, y, por otro, porque tiene razón y piensa. Pero como <también> esta se entiende en dos sentidos, hay que afirmar que es la [vida] como actividad, pues admitimos que ese es su sentido más propio. Si la función del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la razón, o no sin la razón, y si decimos que la función de este [hombre] y la de este |hombre] virtuoso es genéricamnte la misma (tal como es la misma la función del citarista y del citarista virtuoso, y así, en suma, absolutamente en todos los casos añadiéndose a la función la superioridad de la virtud (pues es propio del citarista ejecutar la cítara, y del citarista virtuoso, el hacerlo bien); si es, así, que afirmamos que la función del hombre es una forma de vida y que esta consiste en una actividad del alma y en acciones acompañadas de razón, y que es propio del varón virtuoso hacerlas bien y noblemente, y cada cosa se lleva al término de su completud según la virtud [que le es] propia; si es asi, el bien humano es una actividad del alma de acuerdo con la virtud; y si las virtudes son varias, de acuerdo con la óptima y más completa; pues golondrina no hace verano, y tampoco un solo día; así, ni solo día ni un lapso breve [hacen a nadie] feliz y dichoso. Quede, entonces, descripto el bien de esa manera, pues tal vez primero se debe hacer un esbozo general y después añadir los pormenores. Y cabe creer que cualquiera puede proseguir y completar lo que está bien en el esbozo general y que en [cuestiones] de esta clase el tiempo es buen descubridor o auxiliar. De ahí nacieron también los progresos de las artes, pues cualquiera puede agregar lo que falta. Y hay tener presente también lo que hemos dicho antes y no buscar la exactitud en todo sino en todo caso la que la materia admite y en la medida que es propia de la investigación. Asi, el carpintero y el geómetra investigan de diferente modo el |ángulo] recto: el uno en la medida que es útil para su obra; pero el otro |indaga] qué es ángulo recto o qué cualidades tiene, porque es conocedor de la verdad. Pues bien, en lo demás se debe proceder del mismo modo, a fin de que los [trabajos] accesoris no prevalezcan sobre los trabajos [prinripales]. Tampoco se debe exigir la causa de la misma manera en todos los [temas], sino que en algunos basta con mostrar bien el hecho, como en el caso de los principios [en general], y el hecho es primero y es principio. Y, de los principios, unos se conocen por inducción y otros, por la percepción, otros por una forma de acostumbramiento; y otros, de otra manera; y se debe ir en busca de cada uno [de ellos] según la naturaleza; y esforzarse por definirlo bien, pues tienen mucha gravitación en lo que les sigue. Se admite, en efecto, que el principio es más de la mitad del todo, y que por medio de él se hace clara gran parte de lo que se investiga. LIBRO III I Como la la virtud, según se ha visto, se refiere a los afectos y a las acciones, y los elogios y las censuras (recaen) en los actos voluntarios (en cambio, en los involuntarios [recae] la indulgencia y a veces aun la conmiseración), es necesario tal para los que investigan acerca de la virtud, definir lo voluntario y lo involuntario; y también [será] útil, en relación con las recompensas y los castigos, para los que legislan. Pues bien, se tienen como involuntarios los [actos] realizados a la fuerza o por ignoracia. Es forzado [el acto] cuyo principio está fuera de uno y es tal [el principio] en el que colabora el agente o el paciente.Por ejemplo, si el viento, hombres que lo tienen [a uno] en su poder lo llevan a uno a alguna parte. Pero es problemático si son voluntarios o involuntarios [los actos] realizados por temor a males mayores o por alguna causa noble: por ejemplo, si un tirano que tiene en su poder a los padres o a los hijos (de un hombre), le manda a cometer un acto vergonzoso, y si lo hace, [aquellos] se y si no lo hace, mueren. Una cosa semejante acontece con el acto de arrojar [la carga al mar] durante las tempestades, pues en sentido absolutonadie la arroja voluntariamente, pero para salvarse y para salvar a todos los demás, [lo hacen| los hombres sensatos. Las acciones de esta clase son, pues, mixtas; pero se parecen más a las voluntarias, pues cuando se las realiza, son preferibles,y el fin de la acción depende de la ocasión. Por lo tanto, hay que hablar de “voluntario” y de “involuntario” en |relación con] el momento en que se actúa. Y en el caso considerado] se actúa voluntariamente, pues en las acciones de esa el principio del movimiento de los miembros está en y en las acciones en las que el principio está en uno; en uno también el actuar y no actuar. Así pues los actos de esta clase son voluntarios aunque en sentido absoluto son sin duda, involuntarios, pues nadie quiere acepta de por sí ningún acto de esta clase. Por acciones de esa clase a veces hasta se elogiaa los hombres cuando soportan algo vergonzoso o doloroso por grandes y nobles; pero si es al revés, se los censura, pues soportar las cosas más vergonzosas por nada bello es propio de un miserable. En algunos casos no hay sino indulgencia si alguien hace lo que no se debe por cosas que sobrepasan la naturaleza humana o que nadie podría soportar. Pero hay algunos actos a los que tal vez no se puede ser forzado, sino que en lugar de ralizarlos se debe más bien morir después de padecer los sufrimientos más terribles. Así, las causas que obligan, por ejemplo, a Alcmeón de Eurípides a cometer matricidio son manifiestamente ridículas. A veces es difícil discernir cuáles cosas se deben elegir en lugar de cuáles y qué ha de soportorse en lugar de qué; pero aún así difícil es preservar en lo decidido, pues las más de las veces, lo que se espera es penoso, y el acto al que es obligado, es vergonzoso; y de ahí surgen los elogios y las censuras hacia los que dejaron o no dejaron que se los obligase. ¿Los [actos]de qué clase se deben llamar por tanto forzosos? Acaso no lo son en sentido absoluto toda vez que la causa está en factores externos y el agente no colabora en nada? En cambio, los que en si mismos son involuntarios pero en determinado momento y en lugar lugar de (otros actos) son elegidos y su principio está en el agente,son en si involuntarios; pero en determinado momento y en lugar de | otros actos| son voluntarios. Se parecen más a los voluntarios, pues las acciones (se desarrollan) en circunstanciasparticulares y en relación con estas son voluntarias. Pero no es fácil decir qué [actos] se deben elegir con preferencia a cuales, pues hay muchas diferencias en los |casos| particulares. Pero si alguien dijera que las cosas placenteras y hermosas son forzosas(pues nos obligan y son externas) para él los actos serían forzosos, pues todos realizan las acciones con vistas a aquellas cosas. Y los que [actuan] a la fuerza e involuntariamente, [actúan] con pesar, mientras que los que lo [hacen] por lo agradable y bello, (lo hacen) con placer. Es ridículo acusar a las cosas externas y no a si mismo porque se es presa de ellas, y (atribuirse] a sí mismo los [actos] nobles e [imputarles] los vergonzosos a lo placentero. Por tanto, a lo que parece, es forzoso (el acto] cuyo principio está fuera [de uno| y en el que - el que es forzado- no contibuya en nada. El [acto realizado] por ignorancia es, en todos los casos involuntario-, pero es involuntario el que causa pesar y arrepentimiento. En efecto, el que realizó por ignorancia la acción que fuere, mas no siente disgusto alguno por la acción, no ha obrado voluntariamente puesto que no sabía lo que hacía pero tampoco involuntariamente, ya que no sentía pesar. De los que actúan por ignorancia, se admite entonces, que el que se arrepiente actúa de manera involuntariapero el que no se arrepiente, ya que es distinto, (digamos que ha realizado un acto) lo llamaremos no voluntario; pues, ya que difiere del otro, es mejor que tenga una denominación propia. Actuar por ignorancia parece algo distinto de actuar con ignorancia: pues el embriagado o el encolerizado no parecen actuar por ignorancia, sino por alguna de las causas mencionadas, no a sabiendas sino con ignorancia. Pues bien, todo malvado desconoce que debe hacer ylo que debe evitar, y a causa de ello los hombres son injustos y. en general, malos; pero el término “involuntario” no quiere decir que se ignore lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario sino de la maldad, como tampoco lo es la ignorancia universal (pues ésta es censurada), sino la ignorancia con respecto a las circunstancias concretas y al objeto de la acción. Pues en ellas radica tanto la compasión como el perdón, puesto que el que desconoce alguna de ellas actúa involuntariamente. Acaso no esté mal, entonces, determinar cuáles v cuántas son [esas circunstancias]: quién actua y qué hacer en qué ación con que o en qué; a veces aun con qué [por ejemplo con qué instrumento) y para qué (por ejemplo, para salvar y cómo] por ejemplo, con suavidad o con fuerza]. Ahora bien, nadie podría ignorar la totalidad de estas circunstancias a no ser que estuviera loco, ni evidentemente [ignorar] aun quien es, pues ¿cómo (podría ignorarse) uno a si mismo? Pero, ¿puede uno ignorar lo que hace, por ejemplo, cuando se dice que se le escapa una palabra o que no sabia que era un secreto, como Esquilo [en relación con los misterios]o que se hizo que se disparara. pero lo quena era solo mostrar |su manejo|, como [decía] el de la catapulta. Uno podria creer también, como Mérope, que su propio hijo es un enemigoo que la lanza provista de punta tenia un botón, o que la piedra común era una piedra pómez; también es posible que se mate a alguien al darle una bebida con el fin de que se salve,o que cuando se quiere tocar a alguien se le dé un golpe a la manera de los luchadores. Asi pues, como la ignorancia puede concernir a todas las (circunstancias) en que (se desenvuelve) la acción, el que desconoce alguna de ellas ha actuado de manera involuntaria, sobre todo en el caso de las más importantes , y se consideran las más importantes las circunstancias en que se sirve la acción, y el fin. Si bien por una ignorancia el [acto] es calificado de involuntario, la acción debe. Causar pesar y arrepentimiento [en el agente] Puesto que es involuntario el [acto] forzoso y [el acto realizado] por ignorancia, se podrá considerar voluntarioel acto cuyo principio está en uno, y uno conoce las (circunstancias) particulares en que se desenvuelve la acción. Pues tal vez no se dice con acierto que sean involuntarios los actos causados por el impulso o por el deseo pues, (en primerlugar, en ese caso] ninguno de los demás animales lo haría voluntariamente, ni tampoco los niños,segundo ¿no relizamos voluntariamente ninguna de las acciones por causa del impulso o el deseo, o es que realizamos la buenas voluntariamente y las vorgonzosas involuntariamente?¿No es ridiculo cuando la causa es una sola? (c] Y sin duda decir que es involuntario lo que debemos apetecer: uno debe tanto airarse por ciertas cosas, cuanto desear ciertas otras, como la salud y el aprendizaje. Además, se admite que los actos involuntarios son penosos y los causados por el deseo, agradables. Además. ¿en qué difieren, de su carácter de involuntarios, los errores [cometidos] por cálculo de los errores (cometidos] por impulso? Ambas cosas deben evitarse, por cierto, pero se admite que los afectos irracionales no son menos humanos, así que también lo son las acciones del hombre que proceden del impulso y del deseo. Por tanto, carece de sentido afirmar que estos actos son involuntarios II Definido lo voluntario y lo involuntario, procede tratar acerca de la elección, pues, según se admite, es lo más propio de la virtud y discierne los caracteres más que las acciones. ' Pues bien, la elección es manifiestamente algo voluntario mas [ambas cosas] no son lo mismo, sino que lo voluntad abarca más. Porque tanto los niños cuanto los demás animales participan de lo voluntario, pero no de la elección, y decimos que los actos repentinos son voluntarios pero no elegidos. Los que dicen que la elección es deseo o impulso, no parecen hablar adecuadamente.Pues la elección no nos es común con los irracionales, pero si el deseo y el impulso; y el incontinente no porque desea, no porque elija; el continente, por el contrario, actua porque elije, no porque desea; el deso lo es de lo agradable y de lo doloroso; pero la elección no es ni de lo doloroso ni de lo agradable. Menos todavía es un impulso, pues, según se admite los actos causados por el impulso son los que menos se hacen por elección. Pero tampoco es un querer, aunque manifiestamente esmuy próxima a él; pues la elección no lo es de las cosas imposibles si uno dijera que las elige, se creería que es insensato, pero el querer puede recaer <también>' en las cosas imposibles, como la inmortalidad; y el querer puede caer también en cosas que en modo alguno podrían ser hechas por uno mismo; por ejemplo, que venza un determinado atleta; pero nadie elige cosas de esa clase sino solo las que piensa que pueden ser hechas por él mismo; además el querer recae más bien en el fin, mientras que la elección lo es de las cosas que llevan al fin; por ejemplo, queremos estar sanos, pero elegimos las cosas mediante las cuales estaremos sanos, y queremos ser dichosos y decir tal cosa, pero no es coherente decir: ”Elegimos se dichosos” pues, en general, la elección parece referirse a lo que depende de nosotros. Por cierto, tampoco puede ser una opinión, pues,s egún se admite, la opinión versa acerca de todas las cosas, no menos acerca de las eternas y las imposibles que las que dependen de nosotros; y se la divide en falsa y verdadera, no en mala y buena; la elección, en cambio, más bien, por eso último. Tal vez nadie diga que la elección es lo mismo que la opinión, en general, pero tampoco que es lo mismo que una [opiniónpues somos de determinada cualidad por elegir las cosas buenas o las cosas malas, no por tener una opinión; y elegimos tomar o evitar alguna cosa de aquellas, y opinamos qué es, o a quién conviene, o cómo; pero de modo alguno «opinamos» tomarlas o evitarlas; y la elección es elogiada por ser de lo que se debe, más bien que por ser correcta; pero la opinión, por considerársela verdadera; y elegimos las cosas que sabemos muy bien que son buenas; en cambio, opinamos de cosas que no sabemos del todo, y no son evidentemente los mismos los que eligen y opinan lo mejor , sino que algunos son capaces de formular buenas opiniones, pero, a causa de un vicio, no eligen lo que deben. No importa aquí si la opinión precede a la elección o la acmpñaña, pues lo que estamos examinando no es eso sino si la elección es lo mismo que alguna opinión. ¿Qué es, por tanto, la elección, y qué cualidad tiene ya que no es ninguna de las cosas mencionadas? Es, manifiestamente una cosa voluntaria, pero no todo lo [que es) voluntario es susceptible de elección. ¿No sera acaso lo que antes ha sido deliberado? Pues la elección se acompaña de razón, esto es.de pensamiento discursivo.Hasta el nombre mismo parece dar a entender que es lo elegido antesque otras cosas. LIBRO VI Puesto que antes hemos dicho que se debe elegir el punto medio, no el exceso ni el defecto, y que el pumo medio es loque dice la razón correcta, analicemos |ahora| eso. En todos los hábitos que hemos mencionado, como en los demás, hay cierto blanco, mirando hacia el cual el que posee razón tiende o distiende [la cuerda) y hay un límite de las medianías , que decimos que están en medio del exceso y del defecto porque se ajustan a la razón correcta. Tal afirmación es, por cierto, verdadera, pero en modo alguno clara, pues también en los demás campos de estudio de los que trata una ciencia es verdad decir eso: que no debe uno esforzarse ni cedei en el esfuerzo ni de mas ni de menos, sino en el punto medio y como [lo dice] la razón correcta. Pero si uno contara solo con eso, no sabría nada más, por ejempllo, [no sabría] qué clase de cosas se debe aplicar al cuerpo si |solo| se le dijera: «Las que la medicina ordena y en la forma en que lo dice el que posee esa [ciencia]. Por eso también en relación con los hábitos del alma no solo tiene que quedar dicha aquella verdad, sino también definir cuál es la razón correcta y cuál su límite. Pues bien, al distinguir las virtudes del alma dijimos que unas son propias del carácter y otras propias del pensamiento. Hemos pasado revista a las éticas; de las restantes trataremos a continuación, después de referimos al alma. Dijimos más más arriba que las partes del alma son dos, la racional y la irracional. Debemos hacer ahora una distinción semejante en relación con la (parte) racional. Establezcamos entonces, que las (partes) racionales son dos: una con la queconocemos los entes cuya índole es tal que sus principios no pueden ser de otra manera, y otra, con la que conocemos los entes que pueden [ser de otra manera]. Pues para cosas diversas en género, también la parte del alma naturalmente referida a cada dase de ellas es diversa en género, si en verdad el conocimiento les es asequible en virtud de una cierta semejanza y parentesco. Llamemos a la una «científica», y a la otra «calculadora” pues deliberar y calcular son lo mismo, y nadie delibera sino acerca de las cosas que puedn ser de otra manera. Así que la calculadora es una subparte de la parte racional. Debemos comprender, por tanto, cuál es el hábito mejor de cada una de esas [subpartes], pues esa será la virtud de cada una, y la virtud se refiere a la función propia. II Son tres las cosas que en el alma preside en la acción y la verdad: la percepción, el intelecto y el apetito. De ellas, la percepción no es principio de ninguna acción [Eso resulta] evidente por el hecho de que los animales tienen percepción pero no participan en la acción. Lo que en la elección es intelecto, apetito o apetito reflexivo, y, en principio, tal es el hombre. Nada que haya pasado ya puede ser elegido; por ejemplo, nadie elige haber expugnado Troya; pues tampoco se delibera acerca de lo pasado sino acerca de lo futuro y posible, y lo pasado no puede no haber pasado. Bor eso dice Agatón:*" Pues solo de eso está privado aun el dios: hacer que no hayan pasado las cosas que están hechas La función propia de las dos partes intelectuales es, por tanto, la verdad; los hábitos de acuerdo con los cuales una y otra más capten la verdad serán, pues, las virtudes de ambas. (…) V En cuanto a la prudencia, podemos comprender [lo que ella es] considerando a quiénes llamamos «prudentes». Pues bien, se admite que es propio del prudente deliberar bien acerca de las cosas buenas y convenientes para él, pero no en un dominio particular, por ejemplo[acerca de] cuáles son las cosas [buenas y convementes para la salud o para el vigor, sino cuáles lo son para el bien en general. Indicio de ello es que los llamamos prudentes respecto de algo cuando razonan bien en relación con un fin bueno de los que no existe un arte. Asi que en, en general, resulta que el prudente es un también un hombre prudente en la deliberanón. Pero nadie delibera arerca de las cosas que es imposible que sean de otra manera ni acerca de las que él no pueda llevar a la acción." '* Por tanto, si en efecto la ciencia se acompaña de demostración, y no hay demostración de cosas cuyos principios puedan ser de otra manera (pues también todas ellas pueden ser de otra manera), ni es posible deliberar acerca de los entes que son por necesidad, entonces, la prudencia no podrá ser ni ciencia ni arte: no podrá ser ciencia porque lo que es objeto de la acción puede ser de otra manera, y |tampoco| arte, porque el género de la acción es uno y otro el de la producción. Resta, por tanto, que la prudencial sea hábito práctico verdadero, acompañado de razón, referente a las cosas buenas y malas para el hombre. El fin de la producción es, en efecto, distinto, pero el de la acción no podría serlo, puesell fin es la propia acción buena. Por eso pensamos que Pericles y los hombres como el son prudentes, porque son capaces de ver las cosas que son buenss para ellos y las que |lo] son para los hombres, y consideramos que los que administran una casa y los políticos son hombres de esa clase .De ahí que llamemos a la moderación con ese nombre, la idea de que «salva a la prudencia». Pues lo placentero v lo doloroso no destruyen ni deforman toda suposición; por ejemplo, (no destruyen) la de que el triangulo tiene o no tiene sus ángulos igual a dos réctos) sino las referentes a la acción posible, pues el principio de la acción posible es el fin de esa acción. Pero el [hombre| que esta destruido por el placer o por el dolor no se le manifiesta inmediatamente el principio, ni que debe elegirlo todo y actuar con vistas a él ni a causa de él. Pues la maldad es destructora del principio. De manera que la prudencia es necesariamente un hábito práctico verdadero referente a los bienes humanos acompañado de razón. Y si bien hay una excelenciadel arte, no la hay de la prudencia. Y en el arte es preferible el que se equivoca voluntariamente, mientras que en el caso de la prudencia es peor, como es también el caso en las virtudes. Es evidente, pues, que la prudencia es una virtud y no un arte. Y puesto que las partes racionales del alma son dos, la prudencia será la virtud de una de ellas, de la que forma opiniones, pues, la opinión se refiere a lo que puede ser de otra manera, y lo mismo hace la prudencia. Pero tampoco es sólo hábito acompañado de razón; es indicio de ello el que el hábito es posible de olvido, pero la prudencia, no. E picuro (341-270). Nació en Samos. A los 35 años se estableció en Atenas, donde fundó una escuela llamada El jardín (306), muy conocida no solo por las enseñanzas de su maestro, sino también por el cultivo de la amistad. A la misma podían asistir tanto hombres y mujeres que conformaron una filosofía de vida conocida como “epicureísmo” por las coincidencias con la doctrina de Epicuro. Epicuro, Máximas capitales, en la edición bilingüe de los textos éticos de c. Gacría Gual y e. acosta, Barcelona, Parral, 1974. V. No hay vida placentera sin que sea juiciosa, bella yjusta, ni se puede vivir juiciosa, bella y justamente sin placer. A quien le falte esto, no le es posible vivir una vida placentera. VIII. ningún placer es malo en sí mismo;pero lo que hay que hacer para obtener ciertos placeres causa mayor cantidad de quebrantos que de placeres. X. si los medios que procuran placeres a los libertinos desvanecieran los temores de sus mentes – los que atañen a lo celeste, a la muerte y a los sufrimientos- y aun les enseñaran los limites de los deseos y de los dolores, nunca tendríamos qué reprocharles, pues estarían llenos de placeres por todos lados y ya nunca sufrirían ni en el cuerpo ni en el alma, lo que constituye ciertamente un mal. XII. Era imposible vencer el temor a las cosas más importantes, porque no se conocía cuál era la naturaleza del universo, sino que se conjeturaba algo a partir de los relatos míticos. En consecuencia, no era obtener placeres puros sin una ciencia de la naturaleza. XVI. Para el sabio la suerte tiene poca incidencia, pues lo más importante y principal la razón, ya lo tiene ordenado, y a lo largo de todo el tiempo de su vida lo va ordenando y lo ordenará. XXIV. Si rechazas completamente una sensación y no distingues entre lo que parece, lo que espera confirmación y lo es evidente ya en esa sensación, en los sentimiento y en todo acto imaginativo de la mente, turbarás también las restantes sensaciones con tu vana opinión, hasta el punto de privarte de cualquier posibilidad de criterio. En cambio, si das por seguro en tus opiniones todo lo que espera confirmación y lo que no presenta evidencia alguna, no eludirás el error, porque en todo juicio habrás conservado la ambigüedad sobre lo que es correcto o no lo es. XXVI. Cuantos deseos, por no ser satisfechos, no conduzcan al dolor, tampoco son necesarios, sino que tienen un estímulo fácil de eliminar, ya que parecen ser generadores de dificultades o daños. XXVII. De cuantos bienes proporciona la sabiduría para la felicidad de toda una vida, el más importante es la amistad. XXVIII: La convicción que nos asegura que ningún mal terrible es eterno o muy duradero, nos hace comprender también que, dentro de los límites de la vida, la seguridad se obtiene principalmente gracias a la amistad. XXIX. De los deseos, unos son naturales y necesarios, otros naturales y no necesarios, sino que provienen de una opinión vana. (Epicuro considera naturales y necesarios aquellos que sirven para eliminar los dolores del cuerpo, como beber cuando se tiene sed. Considera, por otro lado, naturales y no necesarios aquellos que, no eliminando el dolor, sólo varían el placer, como las comidas opulentas; los deseos ni naturales ni necesarios son como el afán por obtener coronas y estatuas). XXXI. Lo justo según la naturaleza es símbolo de lo conveniente para no causar ni recibir mutuamente daño. XXXII. Los animales que no pudieron hacer pactos para no agredirse recíprocamente, no tienen ningún sentido de lo justo y de lo injusto. Lo mismo ocurre a todos los pueblos que no pudieron o no quisieron establecer pactos para no agredir ni ser agredidos. XXXIII. La justicia no es algo que exista de por sí, sino tan sólo en las relaciones recíprocas de aquellos lugares donde se establezca algún pacto para no agredir ni ser agredido. XXXIV. La injusticia no es un mal en sí misma, sino que lo es por el miedo que causa la incertidumbre de si pasaremos desapercibidos a quienes están destinados a castigar los actos injustos. XXXV. El que viola a escondidas los pactos de no agresión mutuamente establecidos no puede confiar en pasar desapercibido, aunque lo haya conseguido muchas veces hasta el momento presente; pues está claro que no podrá quedar oculto hasta la muerte. XXXVI. En lo general, la justicia es igual para todos, pues representa lo conveniente en las relaciones recíprocas. Ahora bien, en lo particular, la justicia no resulta igual para todos; depende, a veces, del lugar y de las distintas causas. XXXVII. Aquellas leyes consideradas justas que dan testimonio de lo conveniente en las necesidades de las relaciones recíprocas constituyen lo justo, tanto si son iguales para todos, como si no. Pero, siempre que se dicta una sola ley que no contemple lo conveniente en las relaciones recíprocas, ésta ya no poses la naturaleza de lo justo. Y si cambia lo que era conveniente según el derecho, adaptándose durante un cierto tiempo a nuestra prenoción, no por ello era menso justo durante ese tiempo para aquellos que no se dejan influir por palabras vanas, sino que se atienen a los hechos. XXXVIII. Cuando, sin que varíen las circunstancias de los hechos, las cosas establecidas como justas por la ley aparecen en la práctica no conformes con la prenoción de lo justo, significa que no era justas. Pero, cuando las circunstancias son nuevas y ya no sirven las mismas nociones de justicia, entonces son justas aquellas que sirvan a la relación recíproca de los ciudadanos, pero no lo son más tarde cuando ya no resultan convenientes para ella. E stoicos: el estoicismo fue una escuela filosófica griega y grecorromana caracterizada por un conjunto de doctrinas filosóficas, como así también un modo de vida con una concepción particular del mundo. Fundada por Zenón de Citio presuntamente en el año 301 a.c, se desarrolló hasta finales del siglo II d.c. Se reconocen tres etapas: estoicismo antiguo, medio y nuevo. Algunos de sus representantes más famosos son: Zenón de Citio, Cleantes, Crisipo Panecio, Posidonnio, Séneca, Marco Aurelio, entre otros. Exposiciones antiguas de la ética estoica, Diógenes Laercio, Vital philosophorum, traducción, introducciones, notas y bibliografía, V. Juliá-M. Boeri – L. Corso., Buenos Aires, Eudeba, 1998 [84] Dividen (se. los filósofos estoicos) la parte ética de la filosofía en tópoi relativos al impulso, a bienes y males, a las pasiones, la virtud (areté), el fin, el principal valor, las acciones y las exhortaciones y disuasiones referentes a los actos debidos (kathé konta). Así subdividen los discípulos de Crisipo, de Arquedemo, de Zenón de Tarso, de Apolodoro, de Diógenes, de Antípatro y de Posidonio. Y por cierto que Zenón de Ocia y Cleantcs, posiblemente por ser los más antiguos, estable¬cieron una división más simple de los temas, pero no obstante distinguieron también ellos las partes lógica y física. [85] SOSTIENEN QUE EL PRIMER IMPULSO EN EL SER VIVIENTE es la persistencia en el cuidado de sí mismo, porque la naturaleza lo apropia para ello desde el principio,según dice Crisipo en el primer tratado Sobre los fines, al afirmar que lo primero propio para todo viviente es su propia constitución y su conciencia de ella, pues no es verosímil que la naturaleza haga al mismo viviente ajeno a sí mismo ni que, tras haberlo producido, no la haya hecho ajeno ni propio. Resta decir entonces que, tras haberlo constituído, lo apropió en relación para consigo mismo; así pues, rechaza el viviente las cosas perjudiciales y se acerca a las apropiadas. Y consideran una falsedad lo que dicen algunos, a saber, que le primer impulso que se da en los seres vivientes es hacia el placer. [86] En efecto afirman que el placer, si realmente existe, es un añadido, toda vez que la naturaleza misma, por sí misma, tras haber buscado las cosas que se ajustan a la constitución del viviente, las toma a su cargo. Así es como los animales retozan y las plantas florecen. Y en nada, sostienen, se diferencia la naturaleza en las plantas y en los animales, pues a ellas las administra sin impulso ni sensación, y en nosotros también algunas cosas se producen de manera vegetativa. Pero puesto que a los animales, además, les adviene el impulso mediante el cual se encaminan hacia las cosas apropiadas, en ellos lo conforme a naturaleza es administrado mediante lo conforme a impulso; y dado que la razón (Lógos) ha sido dada a los <animales> racionales de acuerdo con una dignidad más acabada, el vivir según razón es para ellos correctamente vivir según naturaleza, pues esa (la razón) sobreviene como artífice del impulso. [87] Por ello Zenón, en el tratado Sobre la naturaleza del hombre, fue el primero en decir que el fin es vivir de manera coherente con la naturaleza, lo cual es vivir según la virtud, pues a ella nos conduce la naturaleza. De modo similar han hablado Cleantes en el tratado Sobre el placer y también Posedonio y Hecatón en los libros Sobre los fines. A su vez, vivir según la virtud equivale a vivir según la experiencia de las cosas que ocurren por naturaleza, como sostiene Crisipo en el libro primero de su obra Sobre los fines [88], pues nuestras naturalezas son partes de la naturaleza del todo. Por ello el fin es vivir de manera consecuente con la naturaleza, con la propia y con la totalidad de las cosas, sin hacer nada de lo que suele prohibir la ley común, que es precisamente la de la recta razón, que discurre a través de todas las cosas, y es lo mismo que Zeus, por ser éste quien rige la administración de las cosas existentes. Y eso mismo es la virtud del hombre feliz, es decir, el buen fluir de una vida, cuando hace todo según la concordancia existente entre la divinidad que hay en cada uno y el propósito del administrador del universo. Ahora bien, dice Diógenes expresamente que el fin es el bien razonar en la selección de las cosas que son conforme a naturaleza, y Arquedemo el vivir cumpliendo todos los actos debidos. [89] Crisipo entiende que la naturaleza en consecuencia con la cual se debe vivir es tanto la común como la propiamente humana, pero Cleantes admite sólo la naturaleza común, a la cual hay que seguir, y de ningún modo la particular. Y afirma Crisipo que la virtud es una disposición coherente, y es elegida por sí misma, no por algún temor o esperanza, o por alguna de las cosas exteriores. En ella reside la felicidad, como en un alma que ha sido hecha para la coherencia (homología) de la vida toda. Pero el animal racional se aparta de ella, a veces por influencia de las ocupaciones exteriores, a veces por la insistencia de los allegados, porque la naturaleza, en lo que a ella respecta, proporciona tendencias incontrovertibles. [90] Virtud, en sentido genérico, es para toda cosa cualquiera sea, un cierto cumplimiento (teleiósis) como por ejemplo el de una estatua. Pero hay una virtud no teórica, como la salud, y una teórica, como la prudencia (phronesis). En efecto, dice Hecatón en el primer tratado Sobre las virtudes, que son científicas y teóricas las que tienen su constitución a partir de principios teóricos, como la prudencia y la justicia; en cambio, son no teóricas las que se dan, por extensión, junto con las constituidas a partir de principios teóricos, como por ejemplo la salud y la fuerza, pues ocurre que a la prudencia, que es virtud teórica, sigue y es coextensiva la salud, del mismo modo en que la resistencia sobreviene a la curvatura de una bóveda [91]. Las denominan no teóricas porque no requieren asentimientos, sino que sobrevienen también en los viles, como es el caso de la salud y la valentía. Posidonio sostiene, en el libro primero del Discurso ético, que una prueba de que la virtud realmente existe es el hecho de que Diógenes y Antístenes, los discípulos de Sócrates, progresaron en ella; y que también existe en verdad el vicio, por ser este contrario de la virtud. Y que ella, es decir, la virtud, es enseñable, lo dicen Crisipo en el primer libro Sobre el fin y Cleantes y Posidonio en los Protrépticos y Hecatón; y es evidente que es enseñable por el hecho de que hay quienes de viles se hacen buenos. [92 ] Ahora bien, Paneccio afirma que hay dos clases de virtud, la teórica y la práctica, pero otros sostienen que son tres, Lógica, Física y Ética, que osn cuatro lo dicen los discípulos de Posidonio, y que son más numerosos los seguidores de Cleantes, Crisipo y Antípatro. Apolófanes, por su parte, dice que hay una sola, la prudencia. De las virtudes, unas son primarias y otras les están subordinadas. Son primarias las siguientes: prudencia (phrónesis), valentía (andreía), justicia (dikaiosýné), templanza. Entre las especies de éstas se encuentran magnanimidad, continencia, firmeza, perspicacia, sensatez. Sostiene que la prudencia es conocimiento (epistéme) de los bienes, de los males y de las cosas que no son ni lo uno ni lo otro; que la valentía es conocimiento de las cosas que hay que elegir, de las que hay que cuidarse y de las que no hay que elegir ni cuidarse, que la justicia (…). [94] En sentido genérico, el Bien es lo que es beneficioso en algún aspecto, y en sentido propio es lo mismo y no otra cosa que el beneficio. Por ello afirman que la virtud y lo que de ella participa es bueno en triple sentido, de la siguiente manera: en primer término, el Bien como punto de partida desde el cual se produce el beneficio; segundo, el Bien según el modo en que se produce, como la acción según virtud, tercero, el agente, es decir, el hombre excelente que participa de la virtud. De otro modo definen como propiedad el Bien así: lo perfecto de lo racional por naturaleza, en tanto racional; tal es la virtud, de modo que las cosas que participan de ella son las acciones conformes a la virtud y los hombres excelentes; en cambio, la alegría, el regocijo y cosas por el estilo, son añadidos. [95] De manera similar, están entre los males la necedad, la cobardía, la injusticia y semejantes. Las cosas que participan del vicio son las acciones conformes al vicio y los hombres viles; son añadidos el desánimo, la ansiedad y similares. Además, de los bienes unos son propios del alma, otros exteriores, otros ni propios del alma ni exteriores. Son propias del alma las virtudes y las acciones conforme a ella; son exteriores al tener una patria excelente, un amigo excelente, y la felicidad propia de ellos; ni exteriores ni propios del alma, el que uno sea excelente y feliz para consigo mismo. [96] A su vez, de los males unos son propios del alma, a saber los vicios y las acciones conformes a ellos; otros son exteriores al tener una patria vil y un amigo vil y la infelicidad propia de ellos; otros, ni exteriores ni propios del alma, el que uno sea vil e infeliz para consigo mismo. Además de los bienes, unos son finales, otros productivos, otros finales y productivos. Un amigo y los beneficios que de él provienen son bienes productivos; el coraje, el ingenio, la libertad, el deleite, el regocijo, la ausencia de la aflicción y toda acción según virtud son finales. [97] Son bienes productivos y finales las virtudes, pues en la medida en que ellas realizan la felicidad, son bienes productivos; pero en la medida en que la completan de modo tal que resultan ser partes de ella, son bienes finales. De manera semejante, de los males unos son finales, otros productivos, otros ambas cosas. El enemigo y los daños que de él derivan son males productivos, en cambio, consternación, vileza, esclavitud, desencanto, abatimiento, extrema aflicción y toda acción según vicio son males finales. Productivos y finales son los vicios, pues en la medida en que realizan la infelicidad son productivos, pero en tanto la completan de modo tal que llegan a ser partes de ella, son males finales. [98] Además, de los bienes propios del alma unos son hábitos (héxeis), otros disposiciones (diathéseis), otros ni hábitos ni disposiciones. Son disposiciones las virtudes, son hábitos las ocupaciones, ni hábitos ni disposiciones son las actividades (enérgeiai). En general son bienes mixtos una buena prole y una buena vejez, pero el conocimiento es un bien simple. Unos son bienes siempre presentes, a saber las virtudes, otros no siempre, por ejemplo la alegría, el paseo. Y todo bien es conveniente (sympherón), vinculante (deón), ventajoso (lysitelés), servicial (chrésimon), útil (eúchrëston), bello (kalón), beneficioso (ophélimon), elegible (hairetón) y justo (díkaios). [100] dicen que el perfecto bien es bello porque posee todas las cifras (arithmoé) requeridas por la naturaleza o porque es perfectamente proporcionado. De lo bello hay cuatro especies: lo justo, lo valiente, lo ordenado, lo científico, pues en ello se cumplen las bellas acciones. De manera análoga, también hay cuatro especies de lo feo: lo injusto, lo cobarde, lo desordenado y lo ignorante. Y dicen que únicamente lo bello hace dignos de elogio a quienes lo poseen o que únicamente lo bueno es digno de elogio; con otras palabras, es digno de elogio lo que es bueno en relación con la función (érgon) propia, y de otro modo aún, lo que proporciona ornato, como cuando decimos que el sabio sólo es bueno y bello. [107] Además, de las cosas preferidas, unas son preferidas por sí mismas, otras por otras cosas y otras por sí. Preferidas por sí son el ingenio, el progreso y semejantes; por otras la riqueza, el buen linaje y semejantes; por sí y por otras la fuerza, la sensibilidad fina, la buena proporción. Las preferidas por sí mismas lo son por ser conforme a naturaleza; las preferidas por otras, porque procuran no pocas utilidades. Y algo semejante ocurre con lo dispreferido por la razón contraria. Dicen que acto debido (kathêkon) es lo que, una vez actuado (prachthén), admite una justificación razonable como por ejemplo lo consecuente en la vida, que incluso es extensivo a las plantas y los animales, pues es posible observar también en ellos actos debidos.a [109] Ni debidos ni contra lo debido son cuantos actos no elige ni prohíbe la razón, por ejemplo levantar una brizna, sostener un pincel o un cepillo y cosas parecidas a ésas. Unos actos debidos son independientes de las circunstancias, otros dipenden de ellas. Independientes de las circunstancias son los siguientes: preocuparse por la salud y por el buen estado de los órganos de los sentidos, y cosas por el estilo; dependientes de las circunstancias son infligirse una mutilación y disipar la propia fortuna. Algo análogo ocurre con los actos contrariosa lo debido. Además, de los actos debidos unos son siempre debidos, otros no siempre. Es siemprc debido vivir según la virtud; es no siempre debido el preguntar, el responder, el caminar y cosas parecidas. Y el mismo argumento se aplica también a los actos contrarios a lo debido. [110] Hay también entre los actos intermedios (en tois mésois) algo debido, como por ejemplo que los niños obedezcan a los pedagogos. Sostienen que el alma tiene ocho partes: los cinco sentitidos, la parte fonética, la dianética -que es precisamente el pensamiento (diánoia) mismo- y la reproductora; y que de las falsedades proviene de distorsión cu el pensamiento, de lo cual brotcan muchas pasiones (páthos), es decir <estados> causantes de inestabilidad. Pero según Zenóa la pasión (páthos) es un movimiento irracional contra naturaleza o un impulso excesivo (hormé pleanázousa). Las pasiones principales son, según dicen Hecaión en el segundo tratado Sobre las pasiones y Zenón en el Sobre las pasiones, cuatro en género: dolor (lýpé), miedo (phóbos), ansia (epithymía)** placer (hedone). I [114] la cólera es una ira antigua y airada, pero al acecho, lo ue queda claro a partir de estas palabras: “pues si en ese mismo día reprime el resentimiento, no obstante matniene el rencor para el futuro, hasta que lo lleva a cabo” [Homero, Ilíada 181 s.] Y el arrebato es una ira que <recién> empieza. El placer es una exaltación (éparsis) irracional sobre algo que aparenta ser elegible, al que están subordinados fascinación (kelesis), goce maligno (epichairekakía), deleite (térpsis), disipación (diáchysis). Ahora bien, la fascinación es un placer que encanta a través de los oídos; el goce maligno, un placer por los males ajenos; el deleite (térpsis), a la manera de un giro (trépsis), es una conversión del alma hacia lo licencioso (aneiménon); la dispersión, una disolución de la virtud (análisis aretes). [117] Sostienen por cierto que el sabio es impasible (apathes) por estar libre de caer (anémptoton) en las pasiones, pero que también, en otro sentido, es impasible, .d hombre vil, porque la palabra apathés designa igualmente al rudo y rústico. Además, el sabio es humilde (átyphon), pues se mantiene igual ante la fama y el anonimato. Pero, de acuerdo con el uso <lingüiístico> establecido, es también humilde -en otro sentido- quien es inferior. Y afirman que todos los sabios son también austeros porque entre ellos no tratan temas relativos al placer ni admiten en los demás el tratamiento de tales asuntos. Además son austeros (austérous) en otro sentido, a la manera del llamado “vino austero", del que se hace un uso farmacéutico pero no es muy usado para brindar. [118) Los hombres excelentes son honrados y cuidadosos de presentarse a sí misinos de la mejor manera, por su preparación para ocultar las cosas inferiores y hacer manifiestas las que son buenas; y están libres de afectación, pues la han suprimido en la voz y en la figura. En efecto, evitan el hacer algo contrario contra a lo debido. Y beben vino, pero no se embriagan; además, tampoco enloquecen. Sin embargo alguna vez le advienen al hombre superior representaciones insólitas por melancolía o chochez, no de acuerdo, con la razón de las cosas elegibles sino contra naturaleza. [121] Sin embargo, Heradidcs de Tarso, discípulo dc Antíspatro de Tarso, y Atenodoro sositenen que no todas las faltas son iguales. Dicen que el sabio debe ocuparse de política si nada se lo impide, según sostiene Crisipo en el libio primero del Sobre las formas de vida, pues efectivamente debe hacer frente al vicio y estimular la virtud. Y también casarse y tener hijos, como dice Zenón en la República. Además, el sabio no deberá sostener opinión, es decir no asentir a ninguna cosa engañosa. También se comporta como un cínico, pues, el cinismo es un camino abreviado hacia la virtud, como dice Apolodoro en la Ética. Y en determinada circunstancia, puede llegar a comer carne humana. Y sólo el sabio es libre, pero los viles son esclavos, puesto que la libertad es el poder de actuar por uno mismo (exousían autopragías), en cambio la esclavitud es privación del poder de actuar por uno mismo. [122] Existe también otro tipo de esclavitud, elde la subordinación, y una tercera, la de quien se encuentra en propiedad de otro y en subordinación, a la cual se opone el señorío (despoteía), aunque éste también es malo. Y los sabios no sólo son libres sino también reyes, porque la realieza es el ejercicio propio del hombre independiente, que sólo puede subsistir entre los sabios, como dice Crisipo . en el escrito Sobre cómo Zenón ha usado los nombres con propiedad, pues ostiene que es necesario que quien ejerce el poder tenga conocimiento acerca de las cosas buenas y malas, y ninguno de los hombres viles conoce esas cosas. De manera similar, los sabios son los únicos capaces de ejercen el poder, la justicia y la oratoria, pero ninguno de los viles lo es. Además son intachables poi esrar libres de incurri en falta. [123] Sostienen también que <los sabios> están libres de hacer daño, pues no dañan a los demás ni a sí mismos. No son compasivos ni de nadre tienen lástima; en efecto, no omiten los castigos impuestos por la ley, puesto que el ceder, la compasión y aun la misma demencia (epieíkeia) son pequeñez de un alma que procura clemencia en relación con los castigos; y tampoco consideran que ellos (sc. los castigos) sean demasiado severos. Además el sabio en nada experimenta asombro por las cosas consideradas extraordinarias, como por ejemplo las cuevas de Carónte, el reflujo del mar, las fuentes de aguas calientes y las exhalaciones de fuego. Pero cambien sostienen con convicción que de ningún modo vivirá el hombre excelente en soledad, pues es por naturaleza comunitario y hombre de acción. Y por cierto admitirá la ejercitación para la resistencia del cuerpo. [126] En efecto, el virtuoso es teórico y práctico de lo que se debe hacer, y lo que debe hacerse (ta poietéa) también debe elegirse (hairetéa), mantenerse firme (hypoménetéa), ser constante (emmenetéa) y distribuirse (aponemetéa), de modo que, si hace unas cosas de manera selectiva, otras con firmeza, otras en forma distributiva y otras con constancia, es entonces prudente, valirente, justo y temperante. Y cada una de las virtudes es recapitulada con referencia a un rasgo dominante propio, por ejemplo, la valentía a lo que debe sostenerse; la prudencia a lo que se debe hacer, no hacer y no hacer ni dejar de hacer; y de manera semejante también las demás virtudes giran alrededor de las cosas que les son propias. Siguen a la prudencia la sensatez (eubouíia) y la comprensión (sýneis); a la templanza la disciplina (eutaxía) y el decoro (kosmiotes); a la justicia la equidad (isótés) y la discreción (eugnómosyne); a la valentía la invariabilidad (apallaxía) y el buen tono (eutonía). [128) Dice: “Si, en efecto, la magnanimidad es autosuficiente para enaltecer todaslas cosas y es parte de la virtud, enttoces también es autosuficiente la virtud parala felicidad, pues deja de lado las cosas que considera perturbadoras”. Sin embargo Panescio y Posidonio dicen que la virtud no es autosuficiente sino que tiene necesidad de salud, de protección económica (choregía) y de fortaleza. [130] <Para ellos> el amor es una tendencia a hacer amigos a partir de la belleza manifiesta, y esto no es carnal sino amisud; así pues Trasonides, aunque tenia a su amada bajo su poder, se alejó de ella porque lo despreciaba; por lo tanto el amor es propio de !a amistad, como dice Crisipo en su libro Sobre el amor, y no es censurable. Y la lozanía juvenil es por cierto flor de virtud. Si bien los tipos de vida son tres, teorético, práctico y racional (logikós), dicen que hay que elegir eld tercero, pues el animal racional ha sido producido intencionadamente por la naturaleza para; la teoría y para la acción. También afirman que el sabio se apartará por sí mismo de la vida de un modo razonable, tanto por la patria como por los amigos, y también si se hallare en una situación de severo sufrimiento, de mutilaciones o de enfermedades incurables. Eje A - MODERNA pinoza, Benedictus, Benito o Baruch de: (Ámsterdam, 24 de noviembre de 1632 - La Haya, 21 de febrero de 1677) fue un filósofoneerlandés de origen sefardíportugués, heredero crítico del cartesianismo, considerado uno de los tres grandes racionalistas de la filosofía del siglo XVII, junto con el francésRené Descartes y el alemánGottfried Leibniz. Fue educado en la comunidad hebrea y recibió una educación judía tradicional, pero fue acusado de blasfemia y expulsado de la sinagoga en 1656, por lo cual decidió residir en Holanda, caracterizada en aquella época por una gran tolerancia religiosa. S Spinoza, Baruch, Ética demostrada según el orden geométrico, 1° ed. 4° reimp. Alianza Editorial, Madrid, 2004, selección Libro 1: DE DIOS APÉNDICE Con lo dicho, he explicado la naturaleza de Dios y sus propiedades, a saber: que existe necesariamente; que es único; que es y obra en virtud de la sola necesidad de su naturaleza; que es causa libre de todas las cosas, y de qué modo loes; que todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de suerte que sin Él no pueden ser ni concebirse; y, por último, que todas han sido predeterminadas por Dios, no, ciertamente, en virtud de la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente. Además, siempre que he tenido ocasión, he procurado remover los prejuicios que hubieran podido impedir que mis demostraciones se percibiesen bien, pero, como aún quedan no pocos prejuicios que podrían y pueden, en el más alto grado, impedir que los hombres comprender la concatenación de las cosas en el orden en que la he explicado, he pensado que valía la pena someterlos aquí al examen de la razón, lodos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin. E incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia uncierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos, naturalmente, a darle acogida. Después mostraré su falsedad y finalmente, cómo han Surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, ¡a alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género. Ahora bien: deducir todo ello a partir de la naturaleza del alma humana no es de este lugar. Aquí me bastara con tomar como fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que lodos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí se sigue primero, que los hombres imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. Si no pueden enterarse de ellas por otra persona, no les queda otra salida que volver sobre sí mismos y reflexionar sobre los fines en vista de los cuales suelen ellos determinarse en casos semejantes, y así juzgan necesariamente de la índole ajena a partir de la propia. Además, como encuentran, dentro y fuera de sí mismos, no pocos medios que cooperan en gran medida a la consecución de lo que les es útil, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el sol para iluminar, el mar para criar peces, ello hace que consideren todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil. Y puesto que saben que esos medios han sido encontrados, pero no dispuestos por ellos, han tenido así un motivo para creer que hay algún otro que ha dispuesto dichos medios con vistas a que ellos los usen. Pues una vez que han considerado las cosas como medios, no han podido creer que se hayan hecho a sí mismas, sino que han tenido que concluir, basándose en el hecho de que ellos mismos suelen servirse de medios, que hay algún o algunos rectores de la naturaleza, provistos de libertad humana, que les han proporcionado todo y han hecho todas las cosas para que dios las usen. Ahora bien, dado que no han tenido nunca noticia de la índole de tales rectores, se han visto obligados a juzgar de ella a partir de la suya, y así han afirmado que los dioses enderezan todas las cosas a la humana utilidad, con el fin de atraer a Los hombres y ser tenidos por ellos en el más alto honor; de donde resulta que todos según su propia índole, ha van excogitado diversos modos de dar culto a Dios, con el fin de que Dios los amara más que a los otros, y dirigiese la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e insaciable avaricia. Y así, esto prejuicio se ha trocado en superstición, echando profundas raíces en las almas, lo que ha sido causa de que todos se hayan esforzado al máximo por entender y explicar las causas finales de todas las cosas. Pero al pretender mostrar que la naturaleza no hace nada en vano (esto es: no hace nada que no sea útil a los hombres), no han mostrado -parece- otra cosa sino que la naturaleza y los dioses deliran lo mismo que los hombres. Os ruego consideréis en qué ha parado el asunto, en medio de tantas ventajas naturales no han podido dejar de hallar muchas desventajas, como tempestades, terremotos, enfermedades, etc.; entonces han afirmado que ello ocurría porque los dioses estaban airados a causa de las ofensas que los hombres les inferían o a causa de los errores cometidos en el culto. Y aunque la experiencia proclamase cada día, y patentizase con infinitos ejemplos, que los beneficios y las desgracias acaecían indistintamente a piadosos y a impíos, no por ello han desistido de su inveterado prejuicio: situar este hecho entre otras cosas desconocidas, cuya utilidad ignoraban (conservando así su presente e innato estado de ignorancia) les ha sido más fácil que destruir todo aquel edificio y planear otro nuevo. Y de ahí que afirmasen como cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la capacidad humana, afirmación que habría sido, sin duda, la única causa de que la verdad permaneciese eternamente oculta para el género humano, si la Matemática, que versa no sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad; y, además de la Matemática, pueden también señalarse otras causas (cuya enumeración es aquí superflua) responsables de que los hombres se diesen cuenta de estos vulgares prejuicios y se orientasen hacia el verdadero conocimiento de las cosas. Con esto he explicado suficientemente lo que prometí en primer lugar. Mas para mostrar ahora que la naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán taita muchas palabras. Creo, en efecto, que ello ya consta suficientemente, tanto en virtud de los fundamentos y causas de donde he mostrado que este prejuicio tomó su origen, cuanto en virtud de la Proposición 16 y los Corolarios de la Proposición 32, y, además, en virtud de todo aquello por lo que he mostrado que las cosas de la naturaleza acontecen todas con una necesidad eterna y una suprema perfección, Sin embargo, añadiré aún que esta doctrina acerca del fin transforma por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que es en realidad causa, y viceversa. Además, convierte en posterior lo que es, por naturaleza, anterior. Y, por último, trueca en imperfectísimo lo que es supremo y perfectísimo. Pues (omitiendo los dos primeros puntos, ya que son manifiestos por sí), según consta en virtud de las Proposiciones 21,22 y 23, el efecto producido inmediatamente por Dios es el más perfecto, y una cosa es tanto más imperfecta cuantas más causas intermedias necesita para ser producida. Pero, si las cosas inmediatamente producidas por Dios hubieran sido hechas para que Dios alcanzase su fin propio, entonces las últimas, por cuya causa se han hecho las anteriores, serían necesariamente las más excelentes de todas. Además, esta doctrina priva de perfección a Dios: pues, si Dios actúa con vistas a un fin, es que necesariamente apetece algo de lo que carece. Y, aunque los teólogos y los meta físicos distingan entre fin de carencia y fin de asimilación, confiesan, sin embargo, que Dios ha hecho todas las cosas por causa de sí mismo, y no por causa de las cosas que iban a ser creadas, pues, aparte de Dios, no pueden señalar antes de la creación nada en cuya virtud Dios obrase; y así se ven forzados a confesar que Dios carecía de aquellas cosas para cuya consecución quiso disponer los medios, y que las deseaba, como es claro por sí mismo. Y no debe olvidarse aquí que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducidopara probar esta doctrina suya, una nueva manera de argumentar, a saber: la reducción, no a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. Pues si, por ejemplo, cayese una piedra desde lo alto sobre la cabeza de alguien, y lo matase, demostrarán que la piedra ha caído para matar a ese hombre, de la manera siguiente. Si no ha caído con dicho fin, queriéndolo Dios, ¿cómo han podido juntarse al azar tantas circunstancias? (y, efectivamente, a menudo con curren muchas a la vez). Acaso responderéis que ello ha sucedido porque el viento soplaba y el hombre pasaba por allí. Pero insistirán- ¿por qué soplaba entonces el viento? ¿Por qué el hombre pasaba por allí entonces? Si respondéis, de nuevo, que el viento se levantó porque el mar, estando el tiempo aún tranquilo, hábil empezado a agitarse el día anterior, y que el hombre había sido invitado por un amigo, insistirán de nutro, a su vez -ya que el preguntar no tiene fin-: ¿y por qué se agitaba el mar?, ¿por qué el hombre fue invitado en aquel momento. Y, de tal suerte, no cesarán de preguntarlas causas de las causas, hasta que os refugiéis en la vi Imitad de Dios, ese asilo dé la ignorancia. Así también, cuando contemplan la fábrica del cuerpo humano, quedan estupefactos, y concluyen, puesto que ignoran las causas de algo tan bien hecho, que es obra no mecánica, sino divina o sobrenatural, y constituida de modo tal que ninguna parte perjudica a otra. Y de aquí proviene que quien investiga las verdaderas causas de los milagros, y procura, tocante a las cosas naturales, entenderlas como sabio, y no admirarlas como necio, sea considerado hereje e impío, y proclamado tal por aquellos a quien el vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses. Porque ellos saben que, suprimida la ignorancia, se suprime la estúpida admiración, esto es, se les quita el único medio que tienen de argumentar y de preservar su autoridad. Pero voy a dejar este asunto, y pasar al que he decidido tratar aquí en tercer lugar. Una vez que los hombres se han persuadido de que todo lo que ocurre por causa de ellos, han debido juzgar como lo principal en toda cosa aquello que les resultaba más útil, y estimar, como las más excelentes de todas, aquellas cosas que les afectaban del mejor moda De donde han debido formar nociones, con las que intentan explicar la naturaleza de las cosas, tales como Bien, Mal, Orden, Confusión, Calón Frío, Belleza y Fealdad; y, dado que se consideran a sí mismos como libres, de ahí han salido nociones tales como Alabanza, Vituperio, Pecado y Mérito: estas últimas las explicaré más adelante, después que trate de la naturaleza humana; a las primeras me referiré [ahora brevemente. Han llamado Bien a todo lo que se encamina a la salud y al culto de Dios, y Mal, a lo contrario de esas cosas. Y como aquellos que no entienden la naturaleza de las cosas nada afirman realmente acerca de ellas, sino que sólo se las imaginan y confunden la imaginación con el entendimiento, creen por ello firmemente que en las cosas hay un Orden, ignorantes como son de la [naturaleza de las cosas y de la suya propia. Pues decimos que están bien ordenadas cuando están dispuestas de tal manera que, al representárnoslas por medio de los sentí dos, podemos imaginarlas fácilmente y, por consiguiente, recordarlas con facilidad; y, si no es así, decimos que están mal ordenadas o que son confusas. Y puesto que las cosas que más nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra, imaginación; y dicen que Dios ha creado todo según un orden, atribuyendo de ese modo sin darse cuenta, imaginación a Dios, a no ser quizá que prefieran creer que Dios, providente con la humana imaginación, ha dispuesto todas las cosas de manera tal que ellos puedan imaginarlas muy fácilmente. Y acaso no sería óbice para ellos el hecho de que se encuentran infinitas cosas que sobrepasan con mucho nuestra imaginación, y muchísimas que la confunden a causa de su debilidad. Pero de este ya he dicho bastante. Por lo que toca a las otras nociones, tampoco son otra cosa que modos de imaginar, por los que la imaginación es afectada de diversas maneras, y, sin embargo, son consideradas por los ignorantes como si fuesen los principales atributos de las cosas, porque, como ya hemos dicho, creen que todas las cosas han sido hechas con vistas a ellos, y a la naturaleza de una cosa la llaman buena o mala, sana o pútrida y corrompida, según son afectados por ella. Por ejemplo, si el movimiento que los nervios reciben de los objetos captados por los ojos conviene a la salud, los objetos por los que es causado son llamados bellos; y feos, los que provocan un movimiento contrario. Los que actúan sobre el sentido por medio de la nariz son llamados aromáticos o fétidos; los que actúan por medio de la lengua, dulces o amargos, sabrosos o insípidos, etc.; los que actúan por medio del tacto, duros o blandos, ásperos o lisos, etc. Y, por último, los que excitan el oído se dice que producen ruido, sonido o armonía, y esta última ha enloquecido a los hombres hasta el punto de creer que también Dios se complace con la armonía; y no faltan filósofos persuadidos de que los movimientos celestes componen una armonía. Todo ello muestra suficientemente que cada cual juzga de las cosas según la disposición de su cerebro, o, más bien, toma por realidades las afecciones de su imaginación. Por ello, no es de admirar (notémoslo de pasada) que hayan surgido entre los hombres tantas controversias como conocemos, y de ellas, por último, el escepticismo. Pues, aunque los cuerpos humanos concuerdan en muchas cosas, difieren, con todo, en muchas más, y por eso lo que a uno le parece bueno, parece malo a otro; lo que ordenado a uno, a otro confuso; lo agradable para uno es desagradable para otro; y así ocurre con las demás cosas, que omito aquí no sólo por no ser éste lugar para tratar expresa mente de ellas, sino porque todos tienen suficiente experiencia del caso. En efecto, en boca de todos están estas sentencias; hay tantas opiniones como cabezas; cada cual abunda en su opinión; no hay menos desacuerdo entre cerebros que entre paladares. Ellas muestran suficientemente que los hombres juzgan de las cosas según la disposición de su cerebro, y que más bien las imaginan que las entienden. Pues si las entendiesen -y de ello es testigo la Matemática-, al menos las cosas serian igualmente convincentes para todos, ya que no igualmente I atractivas. Vemos, pues, que todas las nociones por las cuales suele el vulgo explicar la naturaleza son sólo modos de imaginar, y no indican la naturaleza de cosa alguna, sino sólo la contextura de la imaginación; y, pues tienen nombres como los que tendrían entidades existentes fuera de la imaginación, no las llamo entes de razón, sino de imaginación, y así, todos los argumentos que contra nosotros se han obtenido de tales nociones, pueden rechazarse fácilmente. En efecto, muchos suden argumentar así: si todas las cosas se han seguido en virtud de la necesidad de la perfectísima naturaleza de Dios, ¿de dónde han surgido entonces tantas imperfecciones en la naturaleza, a salen la corrupción de las cosas hasta el hedor, la fealdad que provoca náuseas, la confusión, el mal, el pecado, etc.? Pero, como acabo de decir, esto se refuta fácilmente. Pues la perfección de las cosas debe estimarse por su sola naturaleza y potencia, y no son más o menos perfectas porque deleiten u ofendan los sentidos de los hombres, ni porque convengan o repugnen a la naturaleza humana. Y a quienes preguntan: ¿por qué Dios no ha creado a todos los hombres de marera que se gobiernen por la sola guía de la razón?, respondo sencillamente porque no le ha fallado materia para crearlo lodo, desde el más alto al más bajo grado de perfección; o, hablando con más propiedad, porque las leyes de su naturaleza han sido lo bastante amplias como para producir todo lo que puede ser concebido por un entendimiento infinito, según he demostrado en la Proposición 16. Éstos son los prejuicios que aquí he pretendido señalar. Si todavía quedan algunos de la misma estofa, cada cual podrá corregirlos a poco que medite. Libro 2: DE LA NATURALEZA Y ORIGEN DEL ALMA Paso ahora a explicar aquellas cosas que han debido seguirse necesariamente de la esencia de Dios, o sea, del Ser eterno e infinito. Pero no las explicaré todas, pues hemos demostrado en la Proposición 16 de la Parte I que de aquélla debían seguirse infinitas casas de infinitos modos, sino sólo las que pueden llevarnos, como de la mano, al conocimiento del alma humana y de su suprema felicidad.1 DEFINICIONES I. Entiendo por cuerpo un modo que expresa de cierta y determinada manera la esencia de Dios, en cuanto se la considera corno cosa extensa; ver el Corolario de la Proposición 25 de la Parte l II. Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello dado lo cual la cosa resulta necesariamente dada, y quitado lo cual la cosa necesariamente no se da; o sea, aquello sin lo cual la cosa -y viceversa, aquello que sin la cosa- no puede ni ser ni concebirse. III. IV. Entiendo por idea un concepto del alma, que el alma forma por ser una cosa pensante. Explicación: Digo concepto, más bien que percepción, porque la palabra «percepción» parece indicar que el alma padece por obra del objeto; en cambio, «concepto» parece expresar una acción del alma. V. Entiendo por idea adecuada una idea que, en cuanto considerada en sí misma, sin relación al objeto, posee todas las propiedades o denominaciones intrínsecas de una idea verdadera.2 VI. Explicación: Digo “intrínseca” para excluir algo extrínseco, a saber: la conformidad de la idea con lo ideado por ella. VII. La duración es una continuación indefinida de la existencia. VIII. Explicación: Digo «indefinida», porque no puede ser limitada en modo alguno por la naturaleza misma de la cosa existente, ni tampoco por la causa eficiente, la cual en electo, da necesariamente existencia a la cosa, pero no se la quita. IX. X. Por realidad entiendo lo mismo que por perfección. Entiendo por cosas singulares las cosas que son finitas y tienen una existencia limitada; y si varios individuos cooperan a una sola acción de tal manera que todos sean a la vez causa de un solo efecto, los considero a todos ellos, en este respecto, como una sola cosa singular. AXIOMAS 1 No sin disgusto traducimos (y seguiremos traduciendo) beatitud por “feilicidad”. No sólo porque Espinosa emplea pocas veces la voz felicitas (o foelicitas), y, cuando lo hace, manifiesta cierta tendencia a establecer entre ella y beatitudo una distinción: la beatitudo es la summa felicitas (cf. Eth. II, Prop. 49, Sch., (Gebhardt. II. pp. 135-136, y Eth IV, capítulo IV, Gebhardt, II. p. 267), o la vera felicitas (cf. Tratado Teológico Político, capítulo III. Gebhardt, 111. p. 44). y beatitudo se opone a temporanea foelicitas (cf.Tratado teológico-político. cap. III, Gebhardt, III, pp 46 y 49, y cap. IV, Gebhardt. III, pp. 69 y 70). Pero no se trata sólo, como decimos, de escrúpulo filosófico. Se trata del temor a a las resonancias actuales de la voz «felicidad» en castellano. La beatitudo espinosista es una palabra que no sugiere, en modo alguno, cosquilleos placenteros originados por el hecho poseer un frigorífico o un chalet, a los que nuestra «felicidad» se encuentra quizá asociada. Pero “beatitud” no es que sea arcaica –lo que no importaría-, sino que está excesivamente prójima a connotaciones de «bienaventuranza trascendente a este mundo”, que nada tienen que ver con el pensamiento de Espinosa. Traducimos, pues, “felicidad” en la esperanza de que esta palabra aún posea un eco de significación estoica. 2 Esindispensable confrontar esta definición de «idea adecuado» con lo que dice Espinosa de la “idea verdadera” en el Tratado de la reforma del entendimiento, ver Gebhardt, II, especialmente pp. 14-16,26-28v 38- 40. Allí se desarrolla ampliamente este carácter «intrínseco» a la idea que la verdad posee, así como el punto de vista genético desde d que se aborda la producción de conceptos adecuados. I. La esencia del hombre no implica la existencia necesaria, esto es: en virtud del orden de la naturaleza, tanto puede ocurrir que este o aquel hombre exista como que no exista. II. El hombre piensa3 III. Los modos de pensar, como el amor, el deseo o cualquier otro de los que son denominados «afectos del ánimo», no sedan si no se da en el mismo individuo la idea de la cosa amada, deseada, etc. Pero puede darse una idea sin que se dé ningún otro modo de pensar. IV. Tenemos conciencia de que un cuerpo es afectado de muchas maneras. V. No percibimos ni tenemos conciencia de ninguna cosa singular más que los cuerpos y los modos de pensar. Ver los Postulados que siguen a la Proposición 13. PROPOSICION X LVIII No hay en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, y así hasta el infinito. Demostración: El alma es un cierto y determinado modo del pensar (por la Proposición 11 de esta Parle), y de esta suerte (por el Corolario 2 de la Proposición 17 de la Parte I), no puede ser causa libre de sus acciones, o sea, no puede tener una facultad absoluta de querer y no querer, sino que (por la Proposición 28 de la Parte I) debe ser determinada a querer esto o aquello por una causa, la cual también es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, etcétera. Q.E.D. Escolio: De la misma manera se demuestra que no hay en el alma ninguna facultad absoluta de entender, desear, amar, etc. De donde se sigue que estas facultades, u otras semejantes, o son completamente ficticias, o no son más que entes metafísicos, o sea, universales, que solemos formar a partir de los particulares. De modo que el entendimiento y la voluntad se relacionan con tal y cual idea, o con tal y cual volición, de la misma manera que “lo pétreo” con tal y cual piedra, o “el hombre” con Pedro y Pablo. En cuanto a la causa por la que los hombres creen ser libres, la hemos aplicado en el Apéndice de la Parte Primera. Pero antes de seguir adelante, viene a cuento advertir aquí que entiendo por “voluntad”, la facultad de afirmar y negar, y no el deseo; es decir, entiendo aquella facultad por la que el alma afirma o niega lo verdadero o lo falso, y no el deseo, por el que el alma apetece o aborrece las cosas4. Ahora bien, tras haber demostrado que estas facultades son nociones universales, que no se distinguen de las cosas singulares a partir de las cuales las formamos, es preciso averiguar ahora si las voliciones mismas son algo más que las ideas mismas de las cosas. Es decir, es preciso averiguar si se da en el alma otra afirmación ó negación aparte de la que está implícita en la idea, en cuanto que es idea; acerca de ello, y para evitar que por “pensamiento” se entienda una “pintura”, véase la Proposición siguiente, así como la Definición 3 de esta Parte. Pues no entiendo por “ideas” las imágenes que se forman en el fondo del ojo, o, si se quiere, en medio del cerebro, sino los conceptos del pensamiento. Libro 3: El origen y naturaleza dé los afectos 3En nuestra Introducción ya nos hemos referido a lo curioso que resulta, desde lo que parece que habría de ser un orden deductivo “adecuado”, el hecho de que Homo cogitat sea un Axioma y no una Proposición. Nos parece que Espinosa, al no inferir el penca miento humano de la realidad del Pensamiento en general, está claramente apuntando a que el pensamiento humano que merece una consideración separada:apuntando a que, en definitiva, la bipartición «Extensión / Pensamiento» solapa una tripartición («Extensión-Pensamiento humano-Pensamiento en Dios). Obsérvese, por otra parte, que ese “pensamiento”, siendo una característica del hombre, no le dota de ningún privilegio «frente» a la Naturaleza: Espinosa (que al enunciar este Axioma está, muy probablemente, pensando en el Cogito cartesiano) no dice “cogitat… ergo est”, y ese silencio lo distancia de Descartes. 4 Espinosa excluye del alma la voluntad libre, pero no el deseo, que será la «esencia misma del hombre» (cf. Parte III, Def 1 de los afectos), deseo que no conlleva «libertad», aunque sí a autoconciencia. PREFACIO La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conduela humana, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. Más aún: parece que conciben al hombre, dentro de la naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio. Pues creen que el hombre perturba, más bien que sigue, el orden de la naturaleza, que tiene una absoluta potencia sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo. Atribuyen además la causa de la impotencia e inconstancia humanas, no a la potencia común de la naturaleza, sino a no sé qué vicio de la naturaleza humana, a la que, por este motivo, deploran, ridiculizan, desprecian o, lo que es más frecuente, detestan; y se tiene por divino a quien sabe denigrar con mayor elocuencia o sutileza la impotencia del alma humana. No han faltado, con todo, hombres muy eminentes (a cuya labor y celo confesamos deber mucho), que han escrito muchas cosas preclaras acerca de la recta conducta, y han dado a los mortales consejos llenos de prudencia, pero nadie, que yo sepa, ha determinado la naturaleza y la fuerza de los afectos, ni lo que puede el alma, por su parte, para moderarlos. Ya sé que el celebérrimo Descartes, aun creyendo que el alma tiene una potencia absoluta sobre sus acciones, ha intentado, sin embargo, explicarlos afectos humanos por sus primeras causas, y mostrar, aun tiempo, por qué vía puede el alma tener un imperio absoluto sobre los afectos, pero, a mi parecer al menos, no ha mostrado nada más que la agudeza de su gran genio, como demostraré en su lugar. Ahora quiero volver a los que prefieren, tocante a los afectos y actos humanos, detestarlos y ridiculizarlos más bien que entenderlos. A ésos, sin duda, les parecerá chocante que yo aborde la cuestión de los vicios y sinrazones humanas al modo de la geometría, y pretenda demostrar, siguiendo un razonamiento cierto, lo que ellos proclaman que repugna a la razón, y que es vano, absurdo o digno de horror. Pero mis razones para proceder así son éstas: nada ocurre en la naturaleza que pueda atribuirse a vicio de ella; la naturaleza es siempre la misma, y es siempre la misma, en todas partes, la eficacia y potencia de obrar; es decir, son siempre las mismas, en todas partes, las leyes y reglas naturales según las cuales ocurren las cosas y pasan de unas formas a otras; por tanto, uno y el mismo debe ser también el camino para entender la naturaleza de las cosas, cualesquiera que sean, a saber: por medio de las leyes y reglas universales de la naturaleza. Siendo así, los afectos tales como el odio, la ira, la envidia, etc., considerados en sí, se siguen de la misma necesidad y eficacia de la naturaleza que las demás cosas singulares, y, por ende, reconocen ciertas causas, en cuya virtud son entendidos, y tienen ciertas propiedades, tan dignas de que las conozcamos como las propiedades de cualquier otra cosa en cuya contemplación nos deleitemos. Así pues, tratare de la naturaleza y fuerza de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con que en las Partes anteriores he tratado de Dios y del alma, y considerare Intactos y apetitos humanas como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos. DEFINICIONES I. II. III. Llamo causa adecuada a aquella cuyo efecto puede ser percibido clara y distintamente en virtud de ella misma. Por el contrario, llamo inadecuada o parcial a aquella cuyo efecto no puede entenderse por ella sola. Digo que obramos, cuando ocurre algo, en nosotros o fuera de nosotros, de lo cual somos causa adecuada; es decir (por la Definición anterior), cuando de nuestra naturaleza se sigue algo, en nosotros o fuera de nosotros, que puede entenderse clara y distintamente en virtud de ella' sola. Y, por el contrario, digo que padecemos, cuando en nosotros ocurre algo, o de nuestra naturaleza se sigue algo, de lo que no somos sino causa parcial. Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones. Así pues, si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, entonces entiendo por «afecto» una acción; en los otros casos, una pasión. PROPOSICION I Nuestra alma obra ciertas cosas, pero padece ciertas otras; a saber: en cuanto que tiene ideas adecuadas, entonces obra necesariamente ciertas cosas, y en cuanto que tiene ideas inadecuadas, entonces padece necesariamente ciertas otras. Demostración: Las ideas de cualquier alma humana son unas adecuadas y otras mutiladas y confusas (por el I Escolio de la Proposición 40 de la Parte II). Ahora bien: las ideas que, en el alma de alguien, son adecuadas, lo son en Dios, en cuanto que Éste constituye la esencia de ese alma (por el Corolario de la Proposición 11 de la Parte II); y las que son inadecuadas en el alma, en Dios son también adecuadas (por el mismo Corolario), no en cuanto contiene en sí solamente la esencia de ese alma, sino en cuanto contiene también, a la vez, las almas de las otras cosas. Además, a partir de una idea cualquiera dada debe necesariamente seguirse algún efecto (por la Proposición 36 de la Parle l), de cuyo efecto Dios es causa adecuada (ver Definición J de esta Parre), no en cuanto que es infinita sino en cuanto que se lo considera afectado por esa idea dada (ver Preposición 9 de la Parte II). Ahora bien: del efecto cuya causa es Dios en cuanto afectado por una idea que es adecuada en un alma, es causa adecuada esa misma alma (ver el Coralario de la Proposición 11 de la Parte II). Por consiguiente, nuestra alma (por la Definición 2 de esta Parte), en cuanto que tiene ideas adecuadas, obra necesariamente ciertas cosas: que era lo primero. Además, de aquello que se sigue necesariamente de una idea que es adecuada en Dios, no en cuanto tiene en sí el alma de un solo hombre, sino en cuanto que tiene en sí, junto con ella, las almas de las otras cosas, no es causa adecuada el alma de ese hombre (por el mismo Corolario de la Proposición 11 de la Parle 11), sino parcial, y, por ende (parla Definición 2 de esta Parte), el alma, en cuanto tiene ideas inadecuadas, padece necesariamente ciertas cosas: que era lo segundo. Luego nuestra alma, etcétera. Q.E.D. 5 Corolario: De aquí se sigue que el alma está sujeta a tantas más pasiones cuantas más ideas inadecuadas tiene. y, por contra, obra tantas más cosas cuantas más ideas adecuadas tiene. Libro 4: DE LA SERVIDUMBRE HUMANA, O DE LA FUERZA DE LOS AFECTOS PREFACIO Llamo «servidumbre» a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta tal punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor. Me he propuesto demostrar en esta Parte la causa de dicho estado y, además, qué tienen de bueno o de malo los afectos. Pero antes de empezar conviene decir algo previo acerca de la perfección e imperfección, y sobre el bien y el mal. Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es casa acabada o perfecta', y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle. Pero si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha 5Si se observa atentamente la Demostración, se concluirá que tanto la “actividad” como la “pasividad” implican “conformidad” con Dios: pero la primera es consciente y lasegunda no. Se sigue de aquí, claramente, unaidea de “actividad” semejante a la de “libertad”, en Espinosa: la libertad como conocimiento de la necesidad y conformidad con ella. visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta. Éste parece haber sido el sentido originario de dichos vocablos. Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó «perfecto» a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e «imperfecto», por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra. Y no parece haber otra razón para llamar, vulgar mente, «perfectas»» o «imperfectas» a las cosas de la naturaleza, esto es, a las que no están hechas por la mano del hombre. Pues suelen los hombres formar ideas universales tanto de las cosas naturales como de las artificiales, cuyas ideas toman como modelos, creyendo además que la naturaleza (que, según piensan, no hace nada sino con vistas a un fin) contempla esas ideas y se las propone como modelos ideales. Así, pues, cuando ven que en la naturaleza sucede algo que no se conforma al concepto ideal que dios tienen de las cosas de esa clase, creen que la naturaleza misma ha incurrido en falta o culpa, y que ha dejado imperfecta su obra. Vemos, pues, que los hombres se han habituado a llamar perfectas o imperfectas a las cosas de la naturaleza, más en virtud de un prejuicio, que por verdadero conocimiento de ellas. Hemos mostrado, efectivamente, en el Apéndice de la Parte Primera, que la naturaleza no obra a causa de un fin, pues el ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en virtud de la misma necesidad porta que existe. Hemos mostrado, en efecto, que la necesidad de la naturaleza, por la cual existe, es la misma en cuya virtud obra (Proposición 16 de la Porte I). Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la Naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa. Por consiguiente, como no existe para ningún fin, tampoco obra con vistas a fin alguno, sino que, así como no tiene ningún principio o fin para existir, tampoco los tiene para obrar. Y lo que se llama “causa final” no es otra cosa que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio o la causa primera de alguna cosa. Por ejemplo, cuando decimos que la “causa final” de tal o cual casa ha sido el habitarla, no queremos decir nada más que esto: un hombre ha tenido el apetito de edificar una casa, porque se ha imaginado las ventajas de la vida doméstica. Por ello, el “habitar”, en cuanto considerado como causa final, no es nada más que ese apetito singular, que, en realidad, es una causa eficiente, considerada como primera, porque los hombres ignoran comúnmente las causas de sus apetitos. Como ya he dicho a menudo, los hombres son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de las causas que los determinan a apetecer algo. En cuanto a lo que vulgarmente se dice, en el sentido de que la naturaleza incurre en falta o culpa y produce cosas imperfectas, lo cuento en el número de las ficciones de las que he tratado en el Apéndice de la Parte Primera. Así, pues, la perfección y la imperfección son sólo, en realidad, modos de pensar, es decir, nociones que solemos imaginar a partir de la comparación entre sí de individuos de la misma especie o género, y por esta razón he dicho más arriba (Definición 6 de la Parle II) que por “realidad” y “perfección” entendía yo la misma cosa. Pues solemos reducir todos los individuos de la naturaleza a un único genero, que llamamos «generalísimo», a saber: la noción de «ser», que pertenecería absolutamente a todos los individuos de la naturaleza. Así, pues, en la medida en que reducimos los individuos de la naturaleza a este género, y los comparamos entre sí, y encontramos que unos tienen más «entidad», o realidad, que otros, en esa medida decimos que unos son «más perfectos» que otros; y en la medida en que les atribuimos algo que implica negación -como término, limite, impotencia, etc.-, en esa medida los llamamos «imperfectos», porque no afectan a nuestra alma del mismo modo que aquellos que llamamos perfectos, pero no porque les falte algo que sea suyo, ni porque la naturaleza haya incurrido en culpa. En efecto a la naturaleza de una cosa no le pertenece sino aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de su causa eficiente, y lodo cuanto se sigue de la necesidad de la naturaleza de la causa eficiente se produce necesariamente. Por lo que atañe al bien y al mal, tampoco aluden a nada positivo en las cosas -consideradas éstas en sí mismas, ni son otra cosa que modos de pensar, o sea, nociones que formamos a partir de la comparación de las cosas entre sí. Pues una sola y misma cosa puede ser al mismo tiempo buena y mala, y también indiferente. Por ejemplo, la música es buena para el melancólico y mala para el afligido'; en cambio, para un sordo no es buena ni mala. De todas formas, aun siendo esto así, debemos conservar esos vocablos. Pues, ya que deseemos formar una idea de hombre que sea corno un modelo ideal de la naturaleza humana, para tenerlo a la vista, nos será útil conservar esos vocablos en el sentido que he dicho. Así pues, entenderé en adelante por “bueno” aquello que sabemos con certeza ser un medio para acercarnos cada vez más al modelo ideal de naturaleza humana que nos proponemos. Y por “malo”, en cambio, entenderé aquello que sabemos ciertamente nos impide referimos a dicho modelo. Además, diremos que los hombres son más perfectos o más imperfectos, según se aproximen más o menos al modelo en cuestión. Debe observarse, ante todo, que cuando digo que alguien pasa de una menor a una mayor perfección, y a la inversa, no quiero decir con ello que de una esencia o forma se cambie a otra; un caballo, por ejemplo, queda destruido tanto si se trueca en un hombre como si se trueca en un insecto. Lo que quiero decir es que concebimos que aumenta o disminuye su potencia de obrar, tal y como se la entiende según su naturaleza. Para concluir: entenderé por «perfección- en general, como ya he dicho, la realidad, esto es, la esencia de una cosa cualquiera en cuanto que existe y opera de cierto modo, sin tener en cuenta para nada su duración. Pues ninguna cosa singular puede decirse que sea más perfecta por el hecho de haber perseverado más tiempo en la existencia, ya que la duración de las cosas no puede ser determinada en virtud de su esencia, supuesto que la esencia de las cosas no implica un cierto y determinado tiempo de existencia; una cosa cualquiera, sea más o menos perfecta, podrá perseverar siempre en la existencia con la misma fuerza con que comenzó a existir, de manera que, por lo que a esto toca, todas son iguales. PROPOSICIÓN II Padecemos en la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola, sin las dermis partes. Demostración: Se dice que padecemos, cuando en nosotros se produce algo cuya causa somos sólo parcial mente (por la Definición 2 de la Parte III), esto es (por la Definición 1 de la Parte III), algo que no puede deducirse de las solas leyes de nuestra naturaleza. Así, pues, padecemos en la medida en que somos una parle de la naturaleza, que no puede concebirse por sí sola, sin las otras partes. Q.ED. PROPOSICION V La fuerza y el incremento de una pasión cualquiera, así como su perseverancia en la existencia, no se definen por la potencia con que nosotros nos esforzamos por perseverar en existir, sino par la potencia de la causa exterior, comparada con la nuestra. Demostración: 1.a esencia de una pasión no puede explicarse por nuestra sola esencia (por las Definiciones 1 y 2 de la Parte III), es decir (por la Proposición 7 de la Parte III), la potencia de una pasión no puede ser definida por la potencia con que nos esforzamos por perseverar en nuestro ser, sino que (como se ha demostrado en la Proposición 16 de la Parte II) debe ser definida, necesariamente, por la potencia de la causa exterior comparada con la nuestra. Q.E.D. PROPOSICION VIII El conocimiento del bien y el mal no es otra cosa que el afecto de ¡a alegría o el de la tristeza, en cuanto que somos conscientes de él. Demostración. Llamamos «bueno- o «malo» a lo que es útil o dañoso en orden a la conservación de nuestro ser (por las Definiciones l y 2 de esta Parte), esto es (por la Proposición 7de la Parte III), a lo que aumenta o disminuye, favorece o reprime nuestra potencia de obrar. Así pues (por lasDefiniciones de la alegría y la tristeza: verlas en Escolio de Proposición 11 de la Parle IIl), en la medida en que percibamos que una cosa nos afecta de alegría o de tristeza, en esa medida la llamamos «buena» o «mala», y así, el conocimiento del bien y el mal no es otra cosa que la idea de la alegría o de la tristeza que se sigue necesariamente (por la Proposición 22 de la Parte II) del afecto mismo de la alegría o de la tristeza. Ahora bien, esta idea está unida al afecto de la misma manera que el alma está unida al cuero (por la Proposición 21 de la Parte II), esto es (como se ha mostrado en el Escolio de la misma Proposición), dicha idea no se distingue realmente del afecto mismo, o sea, de la idea de la afección de cuerpo (por la Definición general de los afectos), sino que se distingue sólo por el concepto que de ella tenemos. Por consiguiente, dicho conocimiento del bien y el mal no es otra cosa que el intelecto mismo, en cuanto que somos conscientes de él. Q.E.D. APÉNDICE Lo que en esta Parte he tratado acerca de la recta conducta en la vida, no ha sido ordenado de manera que pueda ser visto con una ojeada de conjunto, sino que lo he demostrado de un modo disperso, según las conveniencias, en cada caso, de la deducción. Por eso me he propuesto reunirlo todo aquí, y resumirlo en unos capítulos que recogen lo fundamental. Capítulo I Todos nuestros esfuerzos o deseos se siguen de la necesidad de nuestra naturaleza, de tal modo que pueden ser entendido, o bien por medio de esa sola naturaleza, considerada como causa próxima de aquellos, o bien en Cuanto que somos una parte de la naturaleza que, por sí misma y sin relación a los otros individuos, no puede concebirse adecuadamente. Capítulo II Los deseos que se siguen de nuestra naturaleza de tal modo que pueden ser entendidos por medio de ella sola, son los referidos al alma en la medida en que ésta es concebida como constando de ideas adecuadas; los demás deseos, en cambio, sólo se refieren al alma en la medida en que ésta concibe las cosas de una manera inadecuada y la fuerza e incremento de tales deseos debe ser definí no por la potencia humana, sino por la potencia de las cosas que existen fuera de nosotros. Por ello, los deseos del primer género se llaman correctamente acciones, y los del segundo, pasiones, pues los primeros revelan siempre nuestra potencia, y los segundos, por contra, nuestra impotencia, y un conocimiento mutilado. Capítulo III Nuestras acciones, esto es, los deseos que se definen por la potencia del hombre, o sea, por la razón, son siempre buenos; en cambio, los demás pueden ser tanto buenos como malos. Capítulo IV Así pues, en la vida es útil, sobre todo, perfeccionar todo lo posible el entendimiento o la razón, y en eso sólo consiste la suprema felicidad o beatitud del hombre, pues la beatitud no es otra cosa que el contento de ánimo que surge del conocimiento intuitivo de Dios, y perfeccionar el entendimiento no es otra cosa que conocer a Dios, sus atributos y las acciones que derivan de la necesidad de su naturaleza. Por ello, el fin último del hombre que se guía por la razón, esto es, el deseo supremo del que se sirve para regir todos los demás, es el que le lleva a concebirse adecuadamente a sí mismo y a concebir adecuadamente todas las cosas que puedan ser objetos de su entendimiento. Capítulo V No hay por tanto, vida racional sin conocimiento adecuado, y las cosas sólo son buenas en la medida en que ayudan al hombre a disfrutar de la vida del alma, que se define por ese conocimiento adecuado. Decimos que son en cambio, malas las que impiden que el hombre pueda perfeccionar su razón y disfrutar de una vida racional. Capítulo VI Puesto que son necesariamente buenas todas aquellas cosas de las que el hombre es causa eficiente, ningún mal puede sobrevenirle al hombre si no es en virtud de causas f interiores; es decir, en cuanto que es una parte de la naturaleza total, a cuyas leyes está obligada a obedecer la naturaleza humana, acomodándose prácticamente de infinitas maneras a dicha naturaleza total. Capítulo VII Es imposible que el hombre deje de ser una parte de la naturaleza y que no siga el orden común de ella. De todas moreras, si convive con individuos que concuerdan con su propia naturaleza de hombre, su potencia de obrar resultará mantenida y estimulada, pero si, por contra, convive con individuos que no concuerdan en nada con su naturaleza, será muy difícil que pueda adaptarse a ellos sin una importante mudanza de sí mismo. Capítulo V II I Todo cuanto hay en la naturaleza que juzgamos malo, o sea, todo lo que juzgamos que puede impedir que exista mus y disfrutemos de una vida racional, es licito que lo apartemos de nosotros por el procedimiento que nos parezca más seguro; y, al contrario, todo cuanto hay que juzguemos bueno, o sea, que resulte útil para la conservación de nuestro ser y el disfrute de una vida racional, n es lícito tomarlo para nuestro uso y usar de ello de cualquier modo; y, en términos absolutos, le es licito a todo el mundo, en virtud del derecho supremo de la naturaleza, hacer lo que juzga que redunda en su propia utilidad. Capitulo IX Nada puede concordar mejor con la naturaleza de una cosa que los demás individuos de su especie; por tanto (por el Capitulo 7), nada hay que sea más útil al hombre, en orden a la conservación de su ser y el disfrute de una vida racional, que un hombre que se guíe por la razón. Además, dado que entre las cosas singulares no conocemos nada más excelente que un hombre guiado por la razón, nadie puede probar cuánto vale su habilidad y talento mejor que educando a los hombres de tal modo que acaben por vivir bajo el propio imperio de la razón. Capitulo X En cuanto que los hombres son impulsados unos contra otros por la envidia o por algún otro afecto de odio, son entre sí contrarios; y, por consiguiente, tanto más temibles, ya que son más poderosos que los demás individuos de la naturaleza. Capítulo XI De todas formas no son las armas las que vencen los ánimos, sino el amor y la generosidad. Capítulo XII Es útil a los hombres, ante todo, asociarse entre ellos, y vincularse con los lazos que mejor contribuyen a que estén unidos, y, en general, hacer aquello que sirva para consolidar la amistad. Capítulo X II I Pero para ello se requiere habilidad y atención. Los hombres, en efecto, son volubles (pues son raros los que viven según los preceptos de la razón), y, sin embargo, en su mayoría son envidiosos, y más inclinados a la venganza que a la misericordia. Es necesaria una singular potencia de ánimo, por tanto, para admitirlos a todos ellos legón su propia índole, y no dejarse llevar por la imitación de sus afectos. Los que, por el contrario, son expertos en criticar a los hombres, reprobando sus vicios más bien que enseñándoles las virtudes, y quebrantando los ánimos en lugar de fortificarlos, se causan gran molestiaa sí mismos y la causan a los demás. De ahí procede el que muchos, de ánimo excesivamente impaciente, y movidos por una falsa preocupación religiosa, hayan preferido vivir entre los animales más bien que entre las hombres; del mismo modo, los niños o adolescentes que no pueden sobrellevar con serenidad las riñas de sus padres, se refugian en la milicia, y escogen las incomodidades de la guerra y un mando tiránico antes que las comodidades domésticas y las admoniciones paternas, y sufren que se les imponga cualquier carga con tal de vengarse de sus padres. Capítulo XIV Así pues, aunque los hombres se rigen en todo, por lo general, según su capricho, de la vida en sociedad con ellos se siguen, sin embargo, muchas más ventajas que inconvenientes. Por ello, vale más sobrellevar sus ofensas con ánimo sereno, y aplicar nuestro celo a todo aquello que sirva para establecer la concordia y la amistad. Capítulo XV Lo que engendra la concordia tiene que ver con la justicia, la equidad y la honestidad. Pues los hombres, aparte de la injusticia y la iniquidad, también soportan mal lo que se tiene por deshonroso, o que alguien rechace lo que es costumbre establecida en el Estado. Para que el amor se establezca es, ante todo, necesario lo que tiene que ver con la religión y la moralidad. Acerca de ello, ver los Escolios 1 y 2 de la Proposición 37, el Escolio de la Proposición 46 y el Escolio de la Proposición 73 de la Parte IV. Capítulo X V I Suele también engendrarse la concordia, generalmente, a partir del miedo, pero en ese caso no es sincera. Añádase que el miedo surge de la impotencia del ánimo, y, por ello, no es propio de la razón en su ejercicio, como tampoco lo es la conmiseración, aunque parezca ofrecer una apariencia de moralidad. Capítulo XVII También la liberalidad conquista a los hombres, y principalmente a aquellos que no tienen medios de procurarse lo que necesitan para subsistir. Sin embargo, prestar ayuda a cada indigente es algo que supera con mucho las posibilidades y el interés de un particular. Pues las riquezas de un particular quedan muy por debajo de lo que sería una ayuda suficiente. Por otra parte, un solo hombre no llene bastante capacidad para hacerse amigo de todos; por dio, el cuidado de los pobres compete a la sociedad entera y atañe sólo al interés común. K ant, Immanuel: (1724-1804). Nació y murió en Königsberg, Se interesó por la ciencia natural y la mecánica de Newton. Ejerció como preceptor y profesor, y su revolucionaria obra fue motivo de que lo amenazaran de sanción. Su obra completa se aboca a las ramas fundamentales de la filosofía: desde la teoría del conocimiento hasta la filosofía moral, y puso en coherencia su doctrina con su estilo de vida. Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 1° ed., Las Cuarenta, Buenos Aires, 2012. Traducción: Manuel García Morente. Corrección y edición crítica a cargo de Silvia Schwarzböck. Capítulo primero Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico Ni en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el ingenio, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son sin duda, en muchos sentidos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que hará uso de estos dones de la naturaleza, y cuya particular constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, el honor, la salud misma, el completo bienestar y la satisfacción con el propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él a veces, arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal la influencia de esa felicidad y con ella el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar la prosperidad ininterrumpida de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, nunca podrá verla con agrado; y así la buena voluntad parece constituir la condición indispensable para ser dignos de ser felices. Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor intrínseco absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que condiciona la alta estima en que —con razón, por otra parte— solemos tenerlas y no nos permite consideradas como absolutamente buenas. LA Mesura en los afectos y las pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos sentidos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor intrínseco de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción —aunque los antiguos las hayan apreciado así de manera absoluta—. Porque sin los principios de una buena voluntad pueden llegar a ser sumamente malas; la sangre fría de un malvarlo, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino —inmediatamente a nuestros ojos— mucho más despreciable de lo que sería considerado por eso sin ella. La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que pudiéramos realizar por medio de ella en beneficio de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando por una desgracia particular de la fatalidad o por la escasa dotación de una naturaleza poco favorecida, a esa voluntad le faltase por completo la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo y sólo quedarse la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como la movilización de rodos los medios que están en nuestro poder-, esa buena voluntad resplandecería por sí misma como una joya brillante, como algo que en sí mismo no posee su propio valor. La utilidad o la infructuosidad no pueden ni añadir, ni quitar nada a ese valor. Éstas serían, por decirlo así, sólo corno la piedra esculpida, que sirve para poder negociarla mejor en el comercio vulgar o para llamar la atención de los poco versados, pero no para recomendarla a los entendidos ni para determinar su valor. (…) como la razón no es suficientemente apta para dirigir con seguridad a la voluntad, en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que en parte la razón misma multiplica-, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural innato; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad primera, es decir como una facultad que debe tener influencia sobre la voluntad,resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual sentido, como medio, sino buena en sí misma, para lo cual era la razón absolutamente necesaria, si es que la naturaleza ha procedido en la distribución de las disposiciones por todas partes con un sentido de finalidad. Esta voluntad no puede ser todo el bien ni el único bien, pero tiene que ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón —necesario para aquel fin primero e incondicionado— restringe de muchas maneras —por lo menos en esta vida— la consecución del segundo fin, siempre condicionado, es decir, la felicidad, sin que por eso la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón —que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena— no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de tipo peculiar, esto es, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque esto tenga que ir unido a algún perjuicio para los fines de la inclinación. Para desarrollar el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el entendimiento natural sano —sin que necesite ser enseñado, sino más bien iluminado, para desarrollar ese concepto que se halla en la cúspide de toda valoración que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás—, vamos a considerar el concepto del deber, que condene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad. Prescindo aquí de todas las acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejo a un lado las acciones que son efectivamente conformes al deber, pero hacia las cuales el hombre no siente inclinación inmediatamente; y, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación lo impulsa a hacerlo. En estos casos, en efecto, puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una inclinación egoísta. Esa diferencia es mucho más difícil de notar cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hada ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente en verdad no lo hace, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de modo tal que un niño puede comprarle a él tan bien como otro cualquiera. De este modo, entonces, uno es atendido honradamente. Pero esto sólo no basta para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía. Tampoco es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte tal que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Por lo tanto, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta. En cambio, conservar la propia vida es un deber; por otra parte, además, todos tenemos una inclinación inmediata a hacerlo. Pero, por esa razón, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en eso no tiene un valor intrínseco, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conforme al deber pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo le han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz —con ánimo íntegro, sintiendo más indignación por su suerte que impotencia o desaliento, y aún deseando la muerte- conserva su vida sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces, su máxima sí tiene un contenido moral. Ser caritativo en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan interesadas por la suerte del prójimo, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que los impulse a hacerlo ningún motivo de vanidad o de provecho propio, y que pueden gozar con la satisfacción de los demás en cuanto que es su obra. Pero sostengo que en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y están a la par de otras inclinaciones, por ejemplo, del afán de honor que, cuando por suerte se refiere a cosas que son en verdad de provecho general, conformes al deber y, por lo tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no gran estima; porque le falta a la máxima contenido moral, esto es, que esas acciones sean hechas no por inclinación, sino por deber. Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está obnubilado por tanto dolor y desaparece en él todo interés por la suerte del prójimo; supongamos que, así y todo, le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque está bastante ocupado con la suya; si, entonces, cuando ninguna inclinación lo impulsa a hacerlo, sabe apartarse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción caritativa sin ninguna inclinación, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo a su vez honrado, fuese de temperamento frio e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque el mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y de la fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades o hasta las exige— igualmente en los demás; un hombre como éste —que de hecho no sería el peor producto de la naturaleza—, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría en sí mismo, sin embargo, cierta fuente para darse él mismo un valor mucho mayor que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? Por supuesto que sí. Precisamente en eso consiste el valor del carácter moral,del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber. (…) De este modo hay que entender, sin duda, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor —como inclinación— no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber —aun cuando ninguna inclinación impulse a hacerlo y hasta se oponga una aversión natural e irreprimible— es amor práctico y no amor patológico, amor que radica en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en los principios de la acción y no en la tierna compasión: éste es el único que puede ser ordenada El segundo postulado es éste: una acción hecha por deber tiene su valor moral no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido decidida. Por lo tanto, el valor moral no depende de la realidad del objeto de la acción, sino exclusivamente del principio del querer, de acuerdo con el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho, se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones y los efectos de éstas —considerados como fines y móviles (Triebfedern) de la voluntad— no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde puede residir, entonces, este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción; porque la voluntad —puesta entre su principio a priori, que es formal, y su móvil a posteriori, que es material—, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como debe ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, dado que le ha sido sustraído todo principio material. El tercer postulado, consecuencia de las dos anteriores, lo formularía de esta manera: el deber a la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, pero nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de la voluntad. Del mismo modo, por una inclinación en general —sea mía o de cualquier otro— no puedo tener respeto: a lo sumo puedo, en el primer caso, aprobarla y en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero sólo puede ser objeto del respeto y, por ende, mandato, aquello que se relacione con mi voluntad sólo como fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine o al menos que la excluya por completo en el cálculo implícito en la elección, esto es, la sola ley por sí misma. Ahora bien, una acción realizada por deber tiene que desvincularse totalmente de la influencia de la inclinación y, junto con ésta, de todo objeto de la voluntad; no queda, entonces, otra cosa que pueda determinar la voluntad que no sea objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica y, por lo tanto, la máxima6 de obedecer siempre a esa ley, aun en perjuicio de todas mis inclinaciones. De este modo, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en este efecto esperado, porque todos estos efectos (la conveniencia propia o, incluso, el favorecimiento de la felicidad ajena), pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para eso la voluntad de un ser racional, que eslo único en donde puede encontrarse, no obstante, el bien supremo y absoluto. Por lo tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma (la cual, desde luego, no se encuentra más que en el ser racional), en tanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción7. Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación —aún sin referirnos al efecto que se espera de ella— tiene que determinar la voluntad para que esta pueda llamarse buena absolutamente y sin restricción alguna? Como he abstraído a la voluntad de todas las apetencias que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda más que la universal legalidad de las acciones en general — que debe ser el único principio de la voluntad—; es decir, no debo obrar nunca más que de modo tal que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general —sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones— la que sirve de principia a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no tiene que ser —por donde se 6Máxima es el principio subjetivo del querer: el principio objetivo –esto es, el que serviría de principio práctico, aun subjetivamente, para todos los seres racionales, si la razón tuviera pleno dominio sobre la facultad de desear- es la ley práctica. 7Se me podría objetar que, al emplear la palabra respeto, sólo me refugio en un oscuro sentimiento, en lugar de dar una solución clara a la cuestión por medio de un concepto de la razón. Pero aunque el respeto es,efectivamente, un sentimiento, no es recibido mediante una influencia, sino espontáneamente producido por un concepto de la razón y, por lo tanto, específicamente distinto de todos los sentimientos de la primera clase, que pueden reducirse a inclinación o miedo. Lo que yo conozco inmediatamente para mí como una ley, lo reconozco con respeto, y este respeto significa solamente la conciencia de subordinación de mi voluntad a una ley, sin la mediación de otras influencias en mi sentir. La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la conciencia de la misma se llamarespeto: de tal modo que éste es considerado como efecto de la ley sobre el sujeto y no como causa. Propiamente, el respeto es la representación de un valor que disminuye el amor propio (Selbstliebe). Por !o tanto, es algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni como objeto del temor, aun cuando tiene algo de análogo con ambos a un mismo tiempo. Elobjeto del respeto es, de este modo, exclusivamente laley,la ley que nos imponemos a nosotros mismos,y, sin embargo, como necesaria en sí. Como ley que es, estamos sometidos a ella sin tener que consultar al amor propio: como impuesta por nosotros mismos, es, de todos modos, una consecuencia de nuestra voluntad En el primer sentido, es análoga al miedo; en el segundo, a la inclinación. Todo respeto a una persona es propiamente sólo respeto a la ley (a la honradez, etc.), de la cual esa persona nos da el ejemplo. Como la ampliación de nuestros talentos la consideramos también como un deber, resulta que ante una persona de talento nos representamos, por decirlo así,elejemplo de una ley —la de asemejarnos a ella por obra delejercicio—, y esto constituye nuestro respeto. Todo ese llamado interés moral consiste exclusivamente en el respeto a la ley. mire— una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto está perfectamente de acuerdo la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y tiene todo el tiempo a la vista el principio citado. Veamos, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando estoy en apuros, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Simplemente hago aquí la diferencia que puede tener la significación de la pregunta acerca de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero, sin duda, puede suceder muchas veces. En verdad, me doy cuenta de que no basta con salir de un apuro momentáneo por medio de este recurso, sino que hay que considerar detenidamente si esa mentira no podrá ocasionarme contratiempos más graves que estos que ahora consigo eludir; y como, a pesar de toda la astucia que me precie de tener, las consecuencias no son tan fáciles de prever como para que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí me sea mucho más desventajosa que el daño que pretendo ahora evitar, tendré que considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias temidas. Ahora bien, es algo completamente distinto ser veraz por el deber de serlo que sedo por temor a las consecuencias perjudiciales, porque, en el primer caso, el concepto de la acción ya contiene en sí mismo una ley para mi, y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles son los efectos que pueden derivarse para mí de la acción. Si me aparto del principio del deber, seguro que eso es malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, eso puede a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro atenerse a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, pero segura, la pregunta acerca de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: «estaría satisfecho si mi máxima (salir de apuros por medio de una promesa mentirosa) debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? «Podría decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se encuentra en un apuro del que no puede salir de otro modo? Así, pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, sin embargo, una ley universal del mentir; porque —según esta ley— no habría propiamente ninguna promesa, ya que sería vano aparentar ante otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, dado que no creerían mi actuación, o si —de manera inesperada— lo hicieran, me pagarían con la misma moneda. Por lo tanto, mi máxima, tan pronto como se volviera ley universal, se destruiría a sí misma. Capítulo segundo Tránsito de la Filosofía Moral Popular a la Metafísica de las Costumbres El peor favor que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me préseme de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede ser de ningún modo el que nos proporcione el concepto de la moralidad. El mismo Santo del Evangelio tiene que ser comparado ante todo con nuestro ideal de la perfección moral, antes de que lo reconozcamos como lo que es. Él dice de sí mismo: “Por qué me llaman a mi -a quien están viendo— bueno? Nadie es bueno —prototipo del bien- sino sólo el Dios único a quien ustedes no ven-“. Pero ¿de dónde tomamos el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea que la razón proyecta a priori de la perfección moral y asocia inseparablemente con el concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de estímulo, esto es, ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, presentan intuitivamente lo que la regla práctica expresa universalmente; pero nunca pueden autorizar a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos. (…) rodos los conceptos morales tienen su lugar y origen completamente a priori en la razón, y eso en la razón humana más vulgar tanto como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos a partir de ningún conocimiento empírico, el cual, por tanto, seria contingente; que en esa pureza de su origen reside su dignidad, la dignidad de servimos de principios prácticos supremos; que siempre que añadimos algo empírico sustraemos otro tanto de su legitima influencia y quitamos algo al valor incondicionado de las acciones; que no sólo la mayor necesidad exige, en sentido teórico, en lo que respecta a la especulación, sino que es de máxima importancia en el sentido práctico ir a buscar esos conceptos y esas leyes a la razón pura, exponerlos puros y sin mezcla, e incluso determinar la extensión de todo ese conocimiento práctico puro, es decir, de roda la facultad de la razón pura práctica; pero no haciendo depender los principios de la naturaleza especifica de la razón humana, como lo permite la filosofía especulativa y hasta lo exige a veces, sino derivándolos del concepto universal de un ser racional en general. Esto se debe a que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general, y de esta manera, la moral toda —que necesita de la antropología para su aplicación a los hombres— tendrá que exponerse por completo primero independientemente de ésta, como filosofía pura, es decir, como metafísica —cosa que se puede hacer muy bien en esta clase de conocimientos totalmente separados—, teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no sólo sería vano determinar exactamente lo moral del deber en todo lo que es conforme a é!, para el enjuiciamiento especulativo, sino que ni siquiera sería posible —en el mero uso vulgar y práctico de la instrucción moral— fundar las costumbres en verdaderos principios y fomentar así las disposiciones morales puras del ánimo a inculcarlas en los espináis para el mayor bien del mundo. (…) La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para la voluntad, se llama mandato (de la razón), y la fórmula del mandato, imperativo. Todos los imperativos se expresan por medio de un “debe ser" y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón con respecto a una voluntad que —por su constitución subjetiva— no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que sería bueno hacer u omitir algo, pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo porque se le represente que es bueno hacerlo. Pero es prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, por fundamentos que son válidas para todo ser racional como tal Lo bueno se distingue de lo agradable —que es lo que ejerce influencia sobre la voluntad por medio solamente de la sensación— por causas meramente subjetivas, que valen sólo para este o aquel, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera.8 Ahora bien, todos los imperativos mandan, o hipotética o categóricamente. Los hipotéticos representan la necesidad práctica de una acción posible como medio para conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representa una acción por sí misma, como objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro fin. Dado que toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por lo tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón, todos los imperativos son, en consecuencia, fórmulas de la determinación de la acción, la cual resulta necesaria según el principio de una voluntad en algún modo buena. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces el imperativo es hipotético. Pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en si con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces el imperativo es categórico. 8 La dependencia en que está la facultad de desear respecto de las sensaciones se llama inclinación, y ésta manifiesta siempre de cae modo una exigencia (Bedürfnis). Cuando una voluntad determinada por contingencia depende de principios de la razón, esto llama interés. El interés se halla, entonces, sólo en una voluntad dependiente, que no es por sí misma siempre conforme a la razón. En el caso de una voluntad divina no se puede pensar que tenga interés. Pero la voluntad humana puede también tomar interés en algo, sin por eso obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico de la acción: lo segundo, el Interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra sólo la dependencia de la voluntad respecto de principios de la razón en sí misma; lo segundo, la dependencia de los principios de la razón respecto de la inclinación. Esto se debe a que, de hecho, la razón no hace más que dar la regla práctica de cómo vencer la exigencia de la inclinación. En el primer caso, me interesa la acción: en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto que me resulta agradable). Ya hemos visto en el primer capítulo que cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar el interés en el objeto, sino solamente en la acción misma y su principio en la razón (la ley). El imperativo dice qué acción posible por mi intermedio es buena y representa la regla práctica en relación con una voluntad que no realiza una acción sólo por el hecho de que esta sea buena, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y también porque —aun cuando lo supiera— sus máximas podrían ser contrarias a los principios objetivos de la razón práctica. El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio problemático-práctico; en el segundo caso es un principio asertórico-práctico. El imperativo categórico que —sin referencia a propósito alguno, es decir, sin ningún otro fin— declara la acción objetivamente necesaria en sí, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico. Capítulo tercero Tránsito de la Metafísica de las Costumbres a la Crítica de la Razón Pura Práctica El concepto de la libertad es clave para explicarla autonomia de la voluntad Voluntad es una forma de causalidad de los seres vivos, en tanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual ella puede ser eficiente, independientemente de las causas extrañas que la determinen; así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por la influencia de causas extrañas. La citada definición de la libertad es negativa y, por lo tanto, árida para conocer su esencia. Pero de ella se deriva un concepto positivo de la misma que es mucho más rico y fértil. El concepto de una causalidad lleva consigo el concepto de leyes según las cuales, por medio de algo que llamamos causa, tiene que ser puesto algo, esto es, la consecuencia. De donde resulta que la libertad — aunque no es una propiedad de la voluntad según leyes naturales— no por eso carece de ley, sino que tiene que ser más bien una causalidad según leyes inmutables, pero de índole para particular. De otro modo, una voluntad libre sería un absurdo. La necesidad natural era una heteronomía de las causas eficientes, ya que todo efecto no era posible sino según la ley de que alguna otra cosa determine a la causalidad la causa eficiente. ¿Qué puede ser, entonces, la libertad de la voluntad sino autonomía, esto es, propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? Pero la proposición la voluntad es, en rodas las acciones, una ley de sí misma" caracteriza tan sólo al principio de no obrar según ninguna otra máxima que la que pueda ser objeto de sí misma como ley universal. Ésta es justamente la fórmula del imperativo categórico y el principio de la moralidad. De este modo, voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa. Si, por consiguiente, se supone libertad de la voluntad, la moralidad se sigue —junto con su principio—, por mero análisis de su concepto. Sin embargo, sigue siendo este principio una proposición sintética: una voluntad absolutamente buena es aquella cuya máxima siempre puede contenerse en sí misma a sí misma, considerada como ley universal, ya que por medio de un análisis del concepto de una voluntad absolutamente buena no se puede hallar esa propiedad de la máxima. Pero semejantes proposiciones sintéticas sólo son posibles porque los dos conocimientos están unidos uno con otro por su enlace con un tercero, en el cual se encuentran a ambos lados. El concepto positivo de la libertad crea ese tercero, que no puede ser —como en las causas físicas— la naturaleza del mundo sensible (en cuyo concepto se juntan los conceptos de algo, como causa. en relación con otra cosa, como efecto). Pero aquí no puede manifestarse en seguida que es ese tercero, al que la libertad remite y del que tenemos a priori una idea, y tampoco puede aún hacerse comprensible la deducción del concepto de libertad sacándolo de la razón pura práctica, y con ella la posibilidad también de un imperativo categórico; para eso hace falta todavía alguna preparación. La libertad como propiedad de la voluntad debe presuponerse en todos Los seres racionales No basta que atribuyamos libertad a nuestra voluntad, sea por el fundamento que fuere, si no tenemos razón suficiente para atribuirla asimismo a todos los seres racionales. Como la moralidad nos sirve de ley —en cuanto que somos seres racionales— tiene que valer también para rodos los seres racionales, y como no puede derivarse sino de la propiedad de la libertad, tiene que ser demostrada la libertad corno propiedad de la voluntad de todos los seres racionales. No basta entonces exponerla en la naturaleza humana a partir de ciertas supuestas experiencias (aun cuando esto es absolutamente imposible y sólo puede ser expuesta a priori), sino que hay que demostrarla como perteneciente a la actividad de seres racionales en general y dotados de libertad. Ahora digo: todo ser que no puede obrar de otra forma que bajo la idea de la libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico, es decir, para ese ser valen todas las leyes que están inseparablemente unidas con la libertad, lo mismo que si su voluntad fuese convalidada como libre en sí misma y dentro de la filosofía teórica.9 Ahora bien, sostengo que a codo ser racional que tiene una voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra. Porque en cal ser pensamos una razón que es práctica, es decir, que tiene causalidad respecto de sus objetos. Pero es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte, ya que entonces el sujeto atribuiría, no a su razón, sino a un impulso, la determinación del Juicio. Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de influencias ajenas; por consiguiente, como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por lo tanto, tiene que atribuirse —en sentido práctico— a rodos los seres morales. ¿Cómo es posible un imperativo categórico? El ser racional se considera, como inteligencia, perteneciente al mundo inteligible, y si llama voluntad a su causalidad es porque la considera sólo como una causa eficiente que pertenece a ese mundo inteligible. Pero, por otro lado, tiene conciencia de si también como parte del mundo sensible en el cual sus acciones se encuentran como meros fenómenos de aquella causalidad; pero la posibilidad de tales acciones no puede ser comprendida por esa causalidad que no conocemos, sino que en su lugar aquellas acciones tienen que ser conocidas como pertenecientes al mundo sensible, como determinadas por otros fenómenos, es decir, apetitos e inclinaciones. Como mero miembro del mundo inteligible, todas mis acciones seria perfectamente conformes al principio de la autonomía de la voluntad pura; como simple parte del mundo sensible, tendrían que ser tomadas enteramente de acuerdo con la ley natural de los apetitos e inclinaciones y, por lo tanto, de la heteronomía de la naturaleza. (Las primeras se basarían en el principio supremo de la moralidad; las segundas, en el de la felicidad). Pero como el mundo inteligible contiene el fundamento del mundo sensible y, por ende, también de las leyes del mismo —y así el mundo inteligible es, con respecto a mi voluntad (que pertenece toda ella a él), inmediatamente legislador y debe, entonces, ser pensado como tal—, resulta de aquí que, aunque por otra parte me conozca también como un ser perteneciente al mundo sensible, tendré de conocerme, como inteligencia, sometido a la ley del mundo inteligible, esto es, al mundo de la razón, que en la idea de la libertad contiene la ley del mismo y, por lo tanto, de la autonomía de la voluntad. Por consiguiente, las leyes del mundo inteligible tendré que considerarlas para mí como imperativos, y las acciones conformes a este principio, como deberes. 9Este camino (que consiste en reconocer la libertad- para nuestro propósito, suficientemente- sólo como puesta por los seres racionales, al realizar sus acciones, como fundamento de estas meramente en la idea) es preferible porque no obliga a demostrar la libertad también en el sentido teórico. Porque aun cuando este último punto quede indeciso, las mismas leyes que obligarían a un ser que fuera realmente libre valen también de todos modos para un ser que no puede obrar más que bajo la idea de su propia libertad. Aquí, entonces, podemos librarnos del peso que oprime la teoría. Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serian siempre conformes a la autonomía de la voluntad, pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del inundo sensible, mis acciones deben ser conformes a la autonomía mencionada. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad, pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por si misma práctica, que condene la condición suprema de la primera, según la razón; mas o menos así como a las intuiciones del mundo sensible se les añaden conceptos del entendimiento, los cuales por sí mismos no significan más que la forma de ley en general, y así hacen posibles proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales descansa rodo el conocimiento de la naturaleza. El uso práctico de la razón humana vulgar confirma la exactitud de esta deducción. No hay nadie, ni aun el peor desalmado que. si está habituado a usar su razón, al mostrársele ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza en seguir buenas máximas, de compasión, y universal benevolencia (unidas estas virtudes a grandes sacrificios de provecho y bienestar), no sienta el deseo de tener también él esos buenos sentimientos. Pero no puede conseguirlo, a causa de sus inclinaciones y apetitos, y, sin embargo, desea verse libre de las tales inclinaciones que, al mismo tiempo, le pesan. Con esto demuestra que por el pensamiento, con una voluntad libre de los acosos de la sensibilidad, se incluye en un orden de cosas muy diferente del de sus apetitos en el campo de la sensibilidad, ya que de aquel deseo no puede esperar ningún placer de los apetitos y, por lo tanto, ningún estado que satisfaga alguna de sus inclinaciones, ya reales, ya imaginarias (porque esto rebajaría la excelencia de la idea misma, que le saca con astucia su deseo), sino sólo un mayor valor íntimo de su persona. Él cree ser esta mejor persona, cuando se sitúa en el punto de vista de un miembro del mundo inteligible, a lo cual lo impulsa involuntariamente la idea de la libertad, esto es, de la independencia de las causas determinantes en el mundo sensible. En ese mundo inteligible tienen conciencia de poseer una buena voluntad, la cual constituye- según su propia confesión— la ley para su mala voluntad, como miembro del mundo sensible, y reconoce su autoridad al transgredirla. El deber moral es por consiguiente, el propio querer obligatorio como miembro de un mundo inteligible, y en raneo es pensado por él como un deber, es poique se considera al mismo tiempo tomo miembro del mundo sensible. D escartes, Rene: (1596-1650). Nació en la Haya (Turena), se educó en el Colegio de Jesuitas de La Fléche. Se enlistó en ejercito de del príncipe Mauricio de Nassau (1618) y en el de Maximiliano de Baviera (1619). Se lo considera el fundador de la filosofía moderna. Ubicado en el racionalismo, a veces es interpretado como idealista y voluntarista. Su obra abarca un gran campo temático: metafísica, antropología filosófica, teología, matemática, etc., y fundamentalmente se destaca por la búsqueda de un método fundacional, accesible a todos los que participan igualmente de la razón universal. Descartes René, Discurso del método, 1° ed., 1° reimp., Colihue, Buenos Aires, 2009, Tercera parte, selección. Traducción de: Mario Caimi TERCERA PARTE Finalmente, así como no es bastante, antes de comenzar a reconstruir el alojamiento en donde uno habita, el haberlo derribado, y haber reunido materiales y arquitectos, o bien ejercer uno mismo la arquitectura, e incluso haber trazado cuidadosamente el plano; sino que es preciso, además, haberse provisto de algún otro donde uno pueda alojarse cómodamente durante el tiempo que dure el trabajo; así, para no ser irresoluto en mis acciones, durante el tiempo que la razón me obligaría a serlo en mis juicios; y para no dejar de vivir lo más felizmente que pudiese durante ese tiempo, me formé una moral provisional, que consistía solamente en tres o cuatro máximas, que me gustaría de comunicaros. La primera era obedecer a las leyes y a los usos de mi país [23], conservando con constancia la religión en la cual, por gracia de Dios, he sido instruido desde niño, y rigiéndome, en todo lo demás, por las opiniones más moderadas, y las más alejadas del exceso, entre las generalmente aceptadas y practicadas por los más sensatos de aquellos con quienes me tocara vivir. Pues habiendo comenzado ya a no contar en nada a las mías propias, ya que me proponía someterlas todas a examen, estaba seguro de que lo mejor que podría hacer era seguir las de los más sensatos. Y aunque quizá haya entre los persas o entre los chinos personas tan sensatas como entre nosotros, me pareció que lo más conveniente era regirme según aquellos entre quienes tenía que vivir; y que para saber cuáles eran sus verdaderas opiniones, debía atender más bien a lo que habías que a lo que decían; no solamente porque, por la corrupción de nuestras costumbres, muy pocos son lo que consienten en confesar abiertamente todo aquello que creen, sino también porque muchos lo ignoran ellos mismos; pues la acción del pensamiento por el cual se cree una cosa10 es diferente de la acción la cual se conoce que se la cree» y a menudo se encuentra una sin la otra. Y entre varias opiniones igualmente admitidas, sólo elegiría las más moderadas; porque son siempre las más cómodas para la práctica, y es verosímil que sean las mejores, ya que todo exceso suele ser malo; y también para apartarme menos del camino verdadero, en caso de errar, que si hubiese elegido uno de los extremos, cuando fuese el m el que convenía seguir. Y en particular, contaba entre [24] los excesos todas las promesas por las que uno limita en algo libertad. No es que desaprobase las leyes que para poner remedio a la inconstancia de los espíritus débiles, permiten que se hagan votos o contratos que obligan a perseverancia, cuando se tiene algún buen propósito, o incluso, para seguridad del comercio, algún propósito indiferente; pero como veía cosa alguna en el mundo que permaneciese siempre en el mismo estado, y como, en lo tocante a mí mismo, me prometía perfeccionar mis juicios cada vez más, y no volverlos peores, me habría parecido que 10Courcelles: “per quam aliquid bonum vel malum ese judicamus” AT VI, 553 cometía una gran falta contra el buen sentido, si, porque por entonces aprobaba alguna cosa, me hubiese obligado a tenerla por buena también más tarde, cuando quizá ella hubiese dejado de serlo, o yo hubiese dejado de estimarla tal. Mi segunda máxima fue ser, en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiese, y seguir las opiniones más dudosas, una vez me hubiese decidido por ellas, con tanta constancia como si hubiesen sido muy seguras. Imitando en esto a los viajeros que, hallarse perdidos en un bosque, no deben errar dando vueltas un poco por un lado y un poco por el otro, ni menos todavía deben quedarse en un lugar, sino que tienen que marchar tan derechamente como puedan siempre en una misma dirección, sin cambiarla por motivos poco importantes, aunque no yaya sido más que el azar el que los haya determinado a tomarla al comienzo; pues de esta manera, aunque no vayan precisamente a donde quisiera, llegarán, al meros, a alguna parte, donde probablemente [25] estarán mejor que en medio del bosque. Y así, puesto muchas veces las acciones de la vida no admiten demora, es verdad muy cierta que cuando no está en nuestro poder el discernir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables e incluso, aunque no podamos notar mayor probabilidad en unas que en otras, debemos, sin embargo, decidimos por algunas, y considerarlas luego, ya no como dudosas, en la medida en que se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas y ciertas, porque la razón que nos llevó a decidirnos por ellas resulta ser así. Y esto me sirvió desde entonces, para librarme de todos los arrepentimientos y los remordimientos que suelen agitar las conciencias de esos espíritus débiles y vacilantes que, con inconstancia, se dejan llevar a practicar como buenas las cosas que después juzgan ser malas. Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y cambiar mis deseos, antes que el orden del mundo; y en general, acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro poder, salvo nuestros pensamientos, de manera que después de haber obrado lo mejor que podemos, en lo tocante a las cosas que están fuera de nosotros, todo aquello en lo que no logramos buen éxito es, para nosotros, absolutamente imposible. Y esto solo parecía bastante para impedirme, en lo futuro, desear algo que no pudiese obtener, y para así dejarme, así, contento. Pues como nuestra voluntad se dirige naturalmente a desear solamente [26] aquellas cosas que nuestro entendimiento le representa, de alguna manera, como posibles, es cierto que si consideramos que todos los bienes que están fuera de nuestro dominio están igualmente lejos de nuestro poder, no nos lamentaremos de carecer de aquellos que parecen correspondemos por nuestro nacimiento, cuando estemos privados de ellos sin culpa nuestra, tal como no nos lamentamos por no poseer los reinos de la China o de México, y haciendo, como se suele decir, de necesidad virtud, tampoco desearemos estar sanos, cuando estamos enfermos, ni ser libres, estando en prisión, tal como no deseamos ahora tener cuerpos de una materia tan incorruptible como el diamante, ni alas para volar como los pájaros. Pero admito que se necesita una larga ejercitación, y una meditación repetida con frecuencia, para acostumbrarse a mirar las cosas de este modo; y creo que en esto principalmente consistía el secreto de esos filósofos que en otro tiempo pudieron sustraerse al imperio de la fortuna y, a pesar de los sufrimientos y de la pobreza, competir en felicidad con sus dioses. Pues, ocupados sin cesar en considerar los limites que la naturaleza les había prescrito, sepersuadían tan perfectamente de que no había nada que estuviese en su poder, salvo sus pensamientos, que eso solo bastaba para impedirles sentir cualquier afección por otras cosas; y disponían de ellos tan absolutamente, 11 que tenían alguna razón para estimarse más ricos, más poderosos, más libres, y más felices que cualquiera de los demás hombres, quienes, al no poseer esta filosofía, por mucho que los favoreciesen la naturaleza y la fortuna, no [27] disponen nunca así de todo lo que desean. 11 Courcelles añade: “hoc est, cupiditatibus aliisque animi motibus regendis ita se assuefaciebant”. AT 555 En fin, como conclusión de esta moral, se me ocurrió pasar revista a las diversas ocupaciones a que se dedican los hombres en esta vida, para procurar elegir la mejor; y sin pretender decir fiada de las otras, pensé que lo mejor que podía hacer era continuar en la misma que tenía, es decir, emplear mi vida entera en cultivar mi razón, y adelantar lo más que pudiese en el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito. Había gustado satisfacciones tan intensas, desde que había empezado a servirme de este método, que no creía que se pudiera recibir ninguna más dulce ni más inocente en esta vida; y descubriendo todos los días, por medio de él, algunos verdades que me parecían bastante importantes y generalmente ignoradas por los por los demás hombres, el contento que recibía de ello colmaba mi espíritu hasta tal punto, que lo demás me resultaba indiferente. Además, las tres máximos precedentes estaban fundadas únicamente en el propósito que me había formado, de continuar mi instrucción; pues habiéndole dado Dios a cada uno alguna luz para distinguir lo verdadero de lo falso, no habría creído que debía contentarme ni por un momento con las opiniones ajenas, si no me hubiese propuesto emplear mi propio juicio en examinarlas, cuando fuera el tiempo oportuno para ello; y no habría podido librarme de escrúpulos al seguirlas, si no hubiese confiado en que no perdería, por ello, ocasión alguna de encontrar otras mejores, en caso de que las hubiese. Y por fin, no habría podido limitar mis deseos, ni estar contento, si no hubiese seguido un camino que, al darme la seguridad de adquirir todos los conocimientos de que fuese capaz, me hacia sentir seguro de que, por el mismo medio, adquiriría todos los verdaderos bienes que pudiesen estar en mi poder; pues nuestra voluntad no se resuelve a perseguir una cosa, ni a evitarla, sino porque nuestro entendimiento se la representa como buena o mala; y así, basta juzgar bien, para obrar bien, y juzgar lo mejor posible, para obrar también lo mejor que se pueda, es decir, para adquirir todas las virtudes, y juntamente todas los demás bienes que uno pudiese adquirir; y cuando uno tiene la certeza de que ello es así, no podría dejar de estar contento. (…) H ume, David: (1711-1776). Es una de las figuras emblemáticas de la Ilustración Escocesa. Nacido en Edimburgo, estudió en Francia, en el Colegio la Fleche, al igual que Descartes. Ubicado en la corriente empirista, se dedicó a la investigación histórica, sociológica, económica y a la filosofía; en particular, al estudio del entendimiento humano, pero siempre con el fin de construir una ciencia integral del hombre, que pueda cubrir todos los aspectos de la vida humana, que va desde conocimiento pasando por las pasiones o sentimientos hasta la moral y la política. Hume, David, Tratado de la naturaleza humana, Libro III, Acerca de la Moral, Buenos Aires, Eudeba, 2000: parte I, Secciónes I y II; Parte II, sección I; Parte III Secciones I y II. (Selección de párrafos), Traducción, introducción y notas Margarita Costa SECCIÓN I LAS DISTINCIONES MORALES NO DERIVAN DE LA RAZÓN Hay un inconveniente que afecta a todo razonamiento abstruso, a saber, que puede acallar a un antagonista sin convencerlo y que exige, para hacernos conscientes de su fuerza, el mismo intenso estudio que se requirió en un principio para su invención. Cuando abandonamos nuestro gabinete y nos ocupamos de los asuntos cotidianos de la vida, sus conclusiones parecen desvanecerse como los fantasmas nocturnos al llegar la mañana y nos es difícil conservar siquiera esa convicción que hablamos alcanzado trabajosamente. Esto es todavía más conspicuo cuando se trata de una larga cadena de razones, en la que debemos conservar hasta el final la evidencia de las primeras proposiciones y en la que a menudo perdemos de vista las más sencillas máximas aprendidas tanto en la filosofía como en la vida cotidiana. No pierdo, sin embargo, las esperanzas de que el presente sistema filosófico adquiera nuera fuerza a medida que avanza y que nuestros razonamientos respecto de la moral corroboren lo que se ha dicho sobre el entendimiento y las pasiones. La moralidad es un tema que nos interesa más que cualquier otro, pues nos imaginamos que la paz de la sociedad está en juego en cada decisión relativa a ella, y es evidente que ese interés debe hacer que nuestras especulaciones parezcan más reales y sólidas que cuando d tema nos es en buena medida indiferente. Concluimos que aquello que nos afecta no puede ser nunca una quimera y como nuestra pasión está comprometida con una u otra parre pensarnos naturalmente que la cuestión está al alcance de la comprensión humana, mientras que nos inclinamos a dudar en otros casos de esta naturaleza. Sin esta ventaja jamás me abría aventurado a escribir un tercer volumen de una filosofía tan abstrusa, en una época en que la mayor parte de los hombres parece estar de acuerdo en convertir la lectura en un entretenimiento y rechazar todo aquello cuya comprensión exige un grado considerable de atención. Se ha observado que nada está jamás presente a la mente excepto sus percepciones y que indas las acciones de ver, oír, juzgar, amar, odiar y pensar caen bajo esa denominación. La mente no puede nunca acometer ninguna acción que no podamos comprender bajo el término percepción y en consecuencia, dicho término no es menos aplicable a aquellos juicios por los que distinguimos el bien y el mal morales que a cualquier otra operación de la mente. Aprobar un carácter y desaprobar otro no son sino otras tantas distintas percepciones. Ahora bien, como las percepciones se dividen en dos clases, a saber, impresiónese ideas, esta distinción suscita una cuestión con la que iniciaremos nuestra presente investigación respecto de la moral, a saber, si es por medio de nuestras ideas o de nuestras impresiones mu distinguimos entre el vicio y la virtud y declaramos condenable o loable una acción. Esto eliminará inmediatamente todos los discursos y declaraciones sin fundamento y nos limitará a [exponer] algo preciso y exacto acerca del presente tema. Aquellos que afirman que la virtud no es sino un acuerdo con la razón, que hay adecuaciones e inadecuaciones eternas en las cosas que son las mismas para todo ser racional que las cons Jera, que las medidas inmutables del bien y del mal imponenuna obligación no sólo a las criaturas humanas sino a la misma Divinidad: estos sistemas coinciden todos en la opinión de que la moralidad, como la verdad, se discierne sólo por medio de ideas y por su yuxtaposición y comparación. Por consiguiente, a fin de juzgar acerca de estos sistemas sólo necesitamos considerar si es posible, por la sola razón, distinguir entre el bien y el mal morales o si deben intervenir otros principios para que podamos hacer esa distinción. Si la moralidad no tuviese naturalmente influencia sobre las pasiones y acciones humanas, seria en vano esforzarse tanto por inculcarla y nada sería más estéril que la multitud de reglas y preceptos en que abundan los moralistas La filosofía se divide comúnmente en especulativa y práctica y como la moralidad es comprendida siempre bajo la segunda división, se supone que influye sobre nuestras pasiones y acciones y que va más allá de los juicios calmos e indolentes del entendimiento. Y esto es confirmado por la experiencia común, que nos informa que los hombres son a menudo gobernados por deberes y que la consideración de su injusticia los aparta de algunas acciones y la de su obligación los impele a realizar otras. Por tanto, puesto que la moral tiene influencia sobre las acciones y sentimientos, se sigue que no puede derivarse de la razón y dio se debe a que la razón por sí sola, como ya hemos demostrado, 12 jamás puede tener esa influencia. La moral provoca la pasión y produce o impide las acciones. La razón por sí misma es totalmente impotente en este punto. Por consiguiente, las reglas de moral no son conclusiones de nuestra razón. Creo que nadie negará la justeza de esta inferencia y que no hay otro modo de eludirla que negar el principio en que se funda. En tanto se admira que la razón no tiene ninguna influencia sobre nuestras pasiones y acciones, es en vano pretender que la moralidad se descubre sólo por una deducción de la razón. Un principio activo no puede fundarse jamás en otro inactivo y si la razón es inactiva en sí misma, debe continuar siéndolo bajo todas sus formas y apariencias, tamo si se aplica a asuntos naturales 13 como morales, tanto si se considera las fuerzas de los cuerpos externos como las acciones de los seres racionales. Sería tedioso repetir todos los argumentos por los que he demostrado que la razón es totalmente inerte y que no puede jamás producir una acción o un sentimiento. Será fácil recordar lo que se ha dicho sobre este asunto. Sólo retomaré en esta ocasión uno de esos argumentos, que trataré de hacer aún más concluyente yaplicable al presente tema. La razón es el descubrimiento de la verdad o la falsedad. La verdad y la falsedad consisten en una adecuación o inadecuación, ya sea con una relación real entre ideas o con una existencia y un hecho 12 Hume ya ha afirmado en d Libro II, Acerca de las pasiones Sección III, "que la razón por si sola no puede nunca ser el motivo de ninguna acción de la voluntad"... [y] “que no puede nunca oponerte a la pasión en la dirección de la voluntad", y tres párrafos más adelante aparece la famosa sentencia "la razón es y debe ser esclava de las pasiones". 13En el libro 1 de este Tratado, Hume formula su famosa teoría de que la razón no “descubre" la conexión causal entre los hechos. Sólo puede relacionar entre sí ideas y en las cuestiones de hecho intervienen sólo impresiones, o ideas tan vivasque pueden ser consideradas como impresiones. reales. Por canto, lo que no es susceptible de esa adecuación o inadecuación no «susceptible de ser verdadero o falso y no puede ser jamás objeto de nuestra razón. Ahora bien, es evidente que nuestras pasiones, voliciones y acciones no son susceptibles de tal adecuación o inadecuación por ser hechos y realidades originales completos en sí mismos y que no implican ninguna referencia a otras pasiones, voliciones o acciones. Es imposible, por tanto, que puedan ser declaradas verdaderas o falsas y que sean contrarias o conformes a la razón. Este argumento tiene una doble ventaja para nuestro actual propósito, pues prueba directamente que las acciones no derivan su mérito de su conformidad con la razón ni su demérito de su oposición a ella; y prueba la misma verdad más indirectamente al mostrarnos que, como la razón no puede impedir o producir inmediatamente ninguna acción por el hecho de contradecirla o aprobarla, no puede ser el origen del bien y el mal morales, que manifiestan tener esa influencia. Las acciones pueden ser elogiables o reprobables, pero no pueden ser razonables o irrazonables; por tanto, elogiable o reprobable no son lo momo que razonable o irrazonable. El mérito y el demérito de las acciones a menudo contradicen y a veces controlan nuestras inclinaciones naturales, pero la razón no tiene semejante influencia. Por tanto, las distinciones morales no son engendradas por la razón. La razón es totalmente inactiva y no puede ser jamás el origen de un principio tan activo como la conciencia o el sentido moral. Pero quizá pueda decirse que, si bien ninguna volición o acción puede contradecir en forma inmediata a la razón, podemos encontrar una contradicción semejante en algunos factores concomitantes de la acción, es decir, en sus causas o efectos. La acción puede causar un juicio o ser causada por uno oblicuamente cuando el juicio coincide con una pasión, y forzando el lenguaje de una manera que la filosofía a duras penas admitirá, la misma contradicción puede, por ese motivo, atribuirse a la acción. Será prudente considerar ahora en qué medida esta verdad o falsedad pueden dar origen a la moral. Se ha observado que la razón, en sentido estricto o filosófico, sólo puede tener influencia sobre nuestra conducta de dos maneras: cuando provoca una pasión al informarnos de la existencia de algo que es objeto adecuado de ella, o cuando descubre la conexión entre causas y efectos que nos proporciona los medios para activar una pasión. Estas son las únicas clases de juicios que pueden acompañar nuestras acciones o que puede decirse que de algún modo las producen; y debe admitirse que esos juicios puedan ser frecuentemente falsos o erróneos. Una persona puede sentir una pasión al suponer que un dolor o un placer residen en un objeto que no tiene tendencia alguna a producir ninguna de esas sensaciones o produce lo contrario de lo que imagina. Una persona puede también tomar medidas equivocadas para lograr sus fines y retardar en lugar de favorecer la ejecución de un proyecto, por su conducta insensata. Puede pensarse que estos juicios afectan a las pasiones y acciones vinculadas con ellos y, hablando de un modo figurado o impropio, podemos decir que las hacen irrazonables. Pero aun cuando esto se admita, es fácil observar que esos errores están tan lejos de ser el origen de la inmoralidad, que son por lo común muy inocentes y no hacen recaer culpa alguna sobre la persona que tiene la desgracia de incurrir en ellos. No van más allá de un error de hecho que los moralistas en general no suponen criminal, en cuanto o absolutamente involuntario. Antes bien han de compadecerme que condenarme si yerro con respecto a la influencia de los objetos que producen dolor o placel, o si no conozco los medios adecuados para satisfacer mis deseos. Nadie puede nunca considerar errores como un defecto de mi carácter moral. Por ejemplo, se nos presenta a la distancia una fruta que es en realidad desagradable, y por error la imagino agradable y deliciosa: he aquí un error. Elijo ciertos medios para alcanzar la fruta que no son adecuados al fin: he aquí un segundo error; y no existe un tercero que pueda entrar jamás en nuestros razonamientos acerca de las acciones. Pregunto, pues, si un hombre en esa situación y culpable de esos dos errores ha de ser considerado vicioso y criminal, por muy inevitables que ellos hayan sido. ¿O acaso es posible imaginar que esos errores sean el origen de toda inmoralidad? Aquí puede ser pertinente observar que si las distinciones morales derivan de la verdad o falsedad de esos juicios, deben tener lugar toda vez que los formulamos y no ha de haber diferencia alguna [en razón de sus objetos] ya se trate de una manzana o un reino, ya sea el error evitable o inevitable. Pues como se supone que la esencia misma de la moralidad consiste en el acuerdo o desacuerdo con la razón, las demás circunstancias serán enteramente arbitrarias y no podrán conferir a ninguna acción el carácter de virtuosa o viciosa ni eximirla de ese carácter. A esto podemos agregar que, dado que ese acuerdo o desacuerdo no admiten grados, todas las virtudes y los vicios serian por supuesto iguales. Si se pretendiera que, si bien una falta de hecho no es criminal, una de derecho frecuentemente lo es, respondería que es imposible que semejante falta sea la fuente original de la inmoralidad, pues supone la existencia de un bien y un mal reales, es decir, de una distinción real en moral, independiente de esos juicios. Por tanto, un error de derecho puede convertirse en una especie de inmoralidad, pero sólo secundaria y fundada en otra que la antecede. (…) La razón o la ciencia no es sino la comparación de ideas y el descubrimiento de sus relaciones, y si las mismas relaciones tienen distintos caracteres, debe seguirse, evidentemente, que esos caracteres no son descubiertos por la mera razón. Por tamo, para someter el asunto a esta prueba, elijamos cualquier objeto inanimado, tal como un roble o un olmo, y supongamos que al dejar caer sus semillas produce debajo de sí un vástago que, al crecer gradualmente, acaba por sobrepasar y destruir al árbol padre. Me pregunto si falta en este caso alguna relación que se descubre en el parricidio o la ingratitud. ¿No es acaso el primer árbol la causa de la existencia del otro y el segundo la causa de la destrucción del primero, como cuando un hijo asesina a su padre? No basta con responder que falta la elección o la voluntad, pues en el caso del parricidio la voluntad no da origen a ninguna relación diferente sino que es sólo la causa de la que se deriva la acción y en consecuencia produce las mismas relaciones que en el caso del roble o el olmo surgen de algún otro principio. Es su voluntad o elección lo que determina a un hombre a matar a su padre y son las leyes de la materia y del movimiento lasque determinan al vástago a destruir el roble del que brotó. Aquí, entonces, las mismas relaciones tienen distintas causas, pero las relaciones siguen siendo las. Y como su descubrimiento no se acompaña en ambos casos de una noción de inmoralidad, se sigue que esa noción no surge de ese descubrimiento. (…) Los animales son susceptibles de las mismas relaciones entre sí que el género humano y, por tanto, si la esencia de la moralidad consistiera en esas relaciones, serían susceptibles de la misma, moralidad. Su carencia de un grado suficiente de razón puede impedirles percibir los deberes y obligaciones de la moralidad, pero nunca puede impedir que esos deberes existan, puesto que deben existir con anterioridad a fin de ser percibidos. La razón puede descubrirlos pero jamás puede producirlos. Este argumento merece ser ponderado por ser, en mi opinión, totalmente decisivo. Y este razonamiento no sólo prueba que la moralidad no consiste en relaciones que son objetos de la ciencia, sino que, di se lo examina, probará que no consiste en ningún hecho que pueda ser descubierto por el entendimiento. Esta es la segunda de nuestro argumento y si se logra hacerla evidente, podemos concluir que la moralidad no es objeto de la razón. ¿Pero puede haber alguna dificultad en probar que el vicio y la virtud no son hechos cuya existencia podamos inferir por la razón? Tomad cualquier acción reconocida como viciosa, por ejemplo, un asesinato intencional. Desde cualquier ángulo que lo consideréis, sólo encontraréis ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No hay ningún otro hecho en el caso. El vicio se os escapa por completo en tanto consideráis el objeto. Nunca lo encontraréis hasta que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y descubráis un sentimiento de desaprobación que surge en vosotros hacia esa acción. He aquí un hecho, pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Reside en vosotros, no en el objeto. De modo que, cuando declaráis viciosa una acción o carácter, sólo queréis decir que por la constitución de vuestra naturaleza, tenéis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos. Por consiguiente, el vicio y la virtud pueden compararse a los sonidos, los colores, el calor y el frío que, de acuerdo con la filosofía moderna, no son cualidades de los objetos sino percepciones en la mente14. Y este descubrimiento en la moral, como el otro en física, debe ser considerado como un progreso considerable en las ciencias especulativas aunque, como el segundo, tenga poca o ninguna influencia en la práctica. Nada puede ser más real o interesarnos más que nuestros propios sentimientos de placer y dolor y si ellos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio, nada más puede requerirse para la regulación de nuestra conducta y comportamiento. No puedo abstenerme de añadir a estos razonamientos una observación que quizá pueda considerarse de cierta importancia. En todos los sistemas de moral que he encontrado hasta ahora he notado siempre que el autor razona por un tiempo de la manera corriente y establece la existencia de un Dios o hace observaciones respecto de los asuntos humanos; pero de pronto me sorprende descubrir que, en lugar de la cópula usual de las proposiciones -es y no es- no encuentro ninguna proposición que no esté conectada por un debe o no debe15. Este cambio es imperceptible pero, sin embargo, de la mayor importancia, pues como este debe o no debe expresan alguna nueva relación o afirmación, es necesario que se la observe y explique y, al mismo tiempo, que se dé una razón para algo que parece absolutamente inconcebible, a saber, cómo esta nueva relación puede ser deducida de otras que son totalmente distintas de ella. Pero como los autores no acostumbran tomar esta precaución, me atrevo a recomendarla a la atención de los lectores; y estoy persuadido de que ese poco de atención trastornaría todos los sistemas vulgares de moral y nos permitiría ver que la distinción entre el vicioy la virtud no se funda meramente sobre las relaciones entre los objetos ni es percibida por la razón. PARTE II ACERCA DE LA JUSTICIA Y LA INJUSTICIA SECCIÓN I ACERCA DE SI LA JUSTICIA ES UNA VIRTUD NATURAL O ARTIFICIAL Ya he sugerido que nuestro sentido de todo tipo de virtudes no es natural sino que hay algunas virtudes que producen placer y aprobación por medio de un artificio o mecanismo que surge de las circunstancias y necesidades de la humanidad. Afirmo que la justicia es de esta especie, e intentaré defender esta opinión por medio de un argumento breve y según confió, convincente, antes de examinar la naturaleza del artificio del que deriva el sentidode esta virtud. (…) Parece, [por tanto], que rodas las acciono virtuosas derivan su mérito sólo de motivos virtuosos y sólo se las considera como signos de esos motivos. En base a este principio, concluyo que el primer motivo virtuoso que confiere mérito a la acción no puede nunca ser la consideración de la virtud de la acción, sino que debe ser algún otro motivo o principio natural. Suponer que la mera consideración de la virtud de la acción puede ser el motivo primero que produjo la acción y la hizo virtuosa, es razonar en un círculo. Antes de que podamos hacer esa consideración, la acción deberá ser realmente virtuosa, y su virtud deberá derivar de algún motivo virtuoso. En consecuencia, el motivo virtuoso debe ser distinto de la consideración de la virtud de la acción. Se requiere un motivo virtuoso para 14 La teoría a la que se refiere La teoría a que se refiere Hume acerca de las cualidades secundarias está más bien de acuerdo con el de Galileo, en cuanto este las considera como puramente subjetivas, mientras que en Locke, quien se funda en la hipótesis de Boyle, dependen en parte de los órganos de los sentidos y en parte de los pequeños crepúsculos que componen la materia al actuar sobre dichos órganos. 15 Este procedimiento, que consiste en derivar conclusiones éticas de premisas no-éticas, ha sido llamado por G. E. Moore la falacia naturalista. Para una discusión de este tema desde distintas posiciones, ver los trabajos de A. C. MacIntyre, R. F. Atkinson, G. Hunter, A. Flew and W.D. Hudson, en V.C. Chapell (editor), Hume, N. York, A Doubleaday Anchor Book, 1966. hacer virtuosa una acción. Una acción debe ser virtuosa antes de que podamos considerar su virtud. Por tanto, algún motivo virtuoso debe preceder a esa consideración. Tampoco es esta simplemente una sutileza metafísica sino que entra en todos los razonamientos de nuestra vida cotidiana, aunque no podamos expresarla en términos filosóficos tan distintos. ¿Por qué censuramos a un padre por descuidar a su hijo? Porque manifiesta una carencia de afecto natural, que es el deber de todo padre. Si el afecto natural no fuese un deber, tampoco podría serlo el cuidado de los hijos y sería imposible que tuviésemos en cuenta el deber en el cuidado que prodigamos a nuestra prole. Por consiguiente, en este caso todos los hombres suponen que la acción obedece a un motivo distinto del sentido del deber. (…) En resumen, puede establecerse como una máxima indudable que ninguna acción puede ser virtuosa o moralmente buena, a menos que haya en la naturaleza humana algún motivo que la produzca distinto del sentido de su moralidad. (…) Pero si se afirma que la razón o motivo de tales acciones es la consideración del interés público, al que nada es más contra rio que los ejemplos de injusticia y deshonestidad (…) (…) no tenemos ningún motivo real o universal para observar las leyes de equidad, excepto la equidad mista y el mérito de esa observancia. Y como ninguna acción puede ser equitativa o meritoria en tanto no surja de un motivo distinto, hay aquí evidentemente un razonamiento sofistico y circular. Por tanto, a menos que admitamos que la naturaleza ha establecido un sofisma y lo ha hecho necesario e inevitable, debemos conceder que el sentido de la justicia y la injusticia no se deriva de la naturaleza sino que surge artificial, aunque necesariamente, de la educación y las convencioneshumanas. Añadiré a modo de corolario de este razonamiento que, puesto que ninguna acción puede ser elogiable o censurable sin algún motivo o pasión compulsiva, distintos del sentido moral, estas pasiones distintas deben tener gran influencia sobre ese sentido. Es de acuerdo a su fuerza general en la naturaleza humana que censuramos o alabamos. Cuando juzgamos sobre la belleza de los cuerpos de los animales, siempre tenemos en cuenta la estructura de una determinada especie y cuando los miembros y rasgos guardan la proporción que es común a toda la especie, los declaramos hermosos y bien formados. Del mismo modo, siempre consideramos la fuerza natural y habitual de las pasiones cuando dictaminamos respecto del vicio y la virtud; y si esas pasiones se aparran mucho de la medida común en uno u otro sentido, siempre se las desaprueba como viciosas. En igualdad de circunstancias, un hombre ama naturalmente más a sus hijos que a sus sobrinos, a sus sobrinos que a sus primos y a sus primos mis que a los extraños. De esa preferencia de unos respecto de otros surgen nuestros criterios comunes del deber. Nuestro sentido del deber siempre sigue el curso natural y común de nuestras pasiones. Para evitar ser ofensivo, debo observar aquí que cuando niego que la justicia sea una virtud natural, uso la palabra natural sólo corno opuesta a artificial En otro sentido de la palabra, así como ningún principio de la mente humana es más natural que el sentido de la virtud, ninguna virtud es mis natural que la justicia. El hombre es una especie inventiva y cuando una invención es obvia y absolutamente necesaria, puede decirse con pro piedad que es natural, como cualquier cosa que proceda directamente de principios originales sin la intervención del pensamiento o la reflexión. Aunque las reglas de la justicia sean artificiales, no son arbitrarias Ni tampoco es impropio llamarlas leyes de la naturaleza, si por natural entendemos lo que es común a cualquier especie o aun si restringimos su significado a lo que es inseparable de ella. PARTE III ACERCA DE LAS DEMÁS VIRTUDES Y VICIOS SECCIÓN I ACERCA DEL ORIGEN DE LAS VIRTUDES Y VICIOS NATURALES Llegamos ahora al examen de las virtudes y vicios que son enteramente naturales y no dependen del artificio ni la inventiva de los hombres. El examen de las mismas pondrá fin a este sistema de moral. (…) Para descubrir el verdadero origen de la moral y ese amor u odio que proceden de cualidades mentales, debemos considerar el asunto muy a fondo y comparar algunos principios que ya han sido examinados y explicados. Podemos comenzar por considerar de nuevo la naturaleza y fuerza de la simpatía.16 Las mentes de todos los hombres son similares en sus sentimientos y operaciones y nadie puede ser movido por un sentimiento del que todos los demás no sean en alguna medida susceptibles. Así como en las cuerdas igualmente templadas el movimiento de una se comunica al resto, todos los sentimientos pasan fácilmente de una persona a otra yengendran movimientos correspondientes en toda criatura humana. Cuando observo los efectos de la pasión en la voz y el gesto de una persona, mi mente pasa inmediatamente de esos efectos a sus causas y se forma una idea tan viva de la pasión que se conviene en la pasión misma. De manera análoga, cuando percibo causas de cualquier emoción, mi mente es conducida a los efectos y movida por una emoción semejante. Si presenciara alguna de las más terribles operaciones quirúrgicas es seguro que, aun antes de que comenzara la preparación de los instrumentos, la disposición ordenada de los vendajes, el calentamiento de los hierros, junto con todos los signos de ansiedad y preocupación en los pacientes y los asistentes, tendrían gran efecto sobre mi mente y provocarían los fuertes sentimientos de compasión y terror. Ninguna pasión de otro se manifiesta de manera inmediata a nuestra mente. Sólo somos conscientes de sus causas y efectos. De ellos inferimos la pasión y en consecuenciaellos dan origen a nuestra simpatía. (…) la justicia es una virtud moral meramente porque tiene esa tendencia hacia el bien de la humanidad y no es, por cierto, sino una invención artificial con ese fin. Lo mismo puede decirse de la lealtad, de las leyes de las naciones, de la modestia y de los buenos modales. Todos ellos no son sino invenciones humanas para el interés de la sociedad. Y puesto que en toda nación y en toda época han despertado un fuerte sentimiento moral, debemos admitir que la reflexión sobre la tendencia de los caracteres y las cualidades mentales es suficiente para inducirnos los sentimientos de aprobación y censura. Ahora bien, tomo los medios para un fin sólo pueden ser agradables cuando el fin lo es, y como el bien de la sociedad, cuando no concierne a nuestros intereses o a los de nuestros amigos, agrada sólo por simpatía, se sigue que la simpatía es la fuente de la estima que sentimos por todas las virtudes artificiales.17 Al parecer, la simpatía es un principio muy poderoso de la naturaleza humana, que tiene una gran influencia sobre nuestro gusto por la belleza y que produce nuestros sentimientos morales en el caso de todas las virtudes artificiales. De ahí que podamos suponer que también da origen a muchas de las otras virtudes y las cualidades obtienen nuestra aprobación por su tendencia al bien de la 16La simpatía tiene influencia en nuestro reconocimiento inmediato de las virtudes naturales, al estar fuertemente ligada a nuestros sentimientos. 17La simpatía, por ser natural, no puede dar origen a una virtud artificial como la justicia, pero sí a su estima, en cuanto los efectos de dicha virtud artificial llegan a producirnos una viva satisfacción por el beneficio que causan a la sociedad o, en el caso de una acción justa particular, por el placer que ella aporta al individuo beneficiado en esa ocasión por una ley general. humanidad. Esta suposición se convierte en certeza cuando descubrimos que la mayoría de esas cualidades que aprobamos naturalmente tienen de hecho esa tendencia y convierten al hombre en un auténtico miembro de la sociedad, mientras que las cualidades que desaprobamos naturalmente tienen la tendencia contraria y hacen peligrosa o desagradable cualquier relacion con una persona que las posea. (…) la aprobación de las cualidades morales o procede ciertamente de la razón o de alguna comparación de ideas, sino que procede enteramente de cierto gusto moral y de ciertos sentimientos de placer y disgusto que surgen de la contemplación y consideración de cualidades o caracteres particulares. Es evidente que esos sentimientos, de donde sea que deriven, deben variar de acuerdo con la distancia o contigüidad de sus objetos y no puedo sentir un placer can vivo por las virtudes de una persona que vivió en Grecia hace dos mil años que el que tiento por un amigo o familiar. (…) Tomemos un hombre que no carezca notoriamente de cualidades sociales pero cuya principal recomendación sea su habilidad en los negocios, por la que ha logrado sortear las mayores dificultades y conducido los asuntos más delicados con singular destreza y prudencia. Siento que una estima hacia él se despierta de inmediato en mi, que su compañía es una satisfacción para mí, yantes de tener mayor relación con él estaría más dispuesto a prestarle un servicio a él que a otro cuyo carácter es en todo otro respecto igual pero es deficiente en ese particular. En ese caso, las cualidades que me agradan son consideradas útiles para esa persona y tendientes a promover su interés y satisfacción. Sólo son consideradas como medios para un fin y me agradan en la medida de su adecuación a ese fin. Por tanto, el fin debe ser agradable para mí. ¿Pero qué es lo que lo hace agradable? Esa persona es un extraño; yo no estoy en modo alguno interesado en él ni tengo ninguna obligación hacia él; su felicidad no me concierne mis que la de cualquier ser humano y por cierto de cualquier criatura sensible, es decir, me afecta sólo por simpatía. En base a ese principio, toda vez que descubro su felicidad y su bien, sea en las causas o en los efectos que los producen, me compenetro tanto de ello que me produce una sensible emoción. La aparición de cualidades que tienden a promover ese bien tienen un efecto agradable sobre mi imaginación y despiertan mi amor y mi estima. Esta teoría puede servir para explicar por qué las mismas cualidades producen en todos los casos tanto orgullo como amor, humildad como odio; yel mismo hombre que es siempre virtuoso o vicioso, valioso o despreciable ante sí mismo, lo es también para los demás. Una persona en la que descubrimos cualquier pasión o hábito que originariamente es sólo inconveniente para él, se nos hace siempre desagradable simplemente a causa de ello; como, por otra parte, alguien cuyo carácter es sólo peligroso y desagradable para los demás, nunca puede estar satisfecho de mismo mientras sea consciente de esa desventaja. Esto no sólo se observa respecto del carácter y los modales, no que puede advertirse respecto de las más ínfimas circunstancias. Una fuerte tos en otra persona nos produce malestar aunque en sí misma no nos afecte en lo más mínimo. Un hombre se sentirá mortificado si se le dice que tiene mal aliento, aunque es evidente que no es una molestia para él. Nuestra fantasía cambia fácilmente de situación y ya sea considerándonos a nosotros mismos como aparecemos a los demás, o considerando en otros como ellos mismos se sienten, participamos en sentimientos que no son en absoluto nuestros y en los que sólo la simpatía logra interesarnos. Y a veces llevamos esa simpatía hasta el punto de sentimos disgustados con una cualidad conveniente para nosotros, meramente porque desagrada a otros y nos hace desagradables a sus ojos, aunque tal vez no tengamos ningún interés en hacernos agradables a ellos. Muchos sistemas de moral han sido expuestos por filósofos de todos los tiempos, pero si se los examina rigurosamente, pueden reducirse a dos, que son los únicos que merecen nuestra atención. El bien y el mal morales se distinguen ciertamente por los sentimientos, no por la razón, pero esos sentimientos pueden proceder de la mera apariencia de los caracteres y pasiones, o de reflexiones sobre su tendencia a producir la felicidad de la humanidad y de dividuos particulares. En mi opinión, esas dos causas se mezclan en nuestros juicios morales del mismo modo que en nuestras decisiones respecto de la mayor parte de las clases de belleza externa, aunque opino también que las reflexiones sobre la tendencia de las acciones tienen con mucho la mayor influencia y determinan en grandes líneas nuestros deberes. Sin embargo, hay ejemplos, en casos de menor importancia, en que ese gusto o sentimiento inmediato produce nuestra aprobación. El ingenio y cierto comportamiento natural y despreocupado son cualidades que resultan inmediatamente agradables a los demás y provocan su amor y estima. Algunas de esas cualidades producen satisfacción en otros en virtud de principios particulares y originales de la naturaleza humana que no pueden ser explicados; otras pueden reducirse a principios más generales. Esto se verá mejor a través de una investigación particular. Así como algunas cualidades adquieren valor por ser inmediatamente agradables a otros, sin que tiendan a favorecer en absoluto el interés público, algunas son consideradas virtuosas por ser inmediatamente agradables a la persona misma que las posee. Cada una de las pasiones y operaciones de la mente se manifiesta con un sentimiento particular que debe ser agradable o desagradable. El primero es virtuoso, el segundo vicioso. Este sentimiento particular constituye la naturaleza misma de la pasión y, por tanto, no necesita ser explicado. Para hacer, entonces, una revisión general de la presente hipótesis, toda cualidad de la mente que produce placer por su sola contemplación se denomina virtuosa, como toda cualidad que produce dolor se llama viciosa. Este placer y este dolor pueden derivar de cuatro orígenes distintos, pues experimentamos placer al considerar un carácter que es naturalmente apto para ser útil a otros o a la persona misma que lo posee; o es agradable a otros o a sí mismo. Puede quizá sorprendernos que entre todos esos intereses y placeres se olviden los propios, que nos tocan tan de cerca en toda ocasión. Pero nos explicaremos esto perfectamente si consideramos que , por ser distintos el placer e interés de cada persona en particular, sería imposible que los hombres pudiesen jamás coincidir en sus opiniones y juicios, a menos que eligiesen algún punto de vista común desde el cual considerar el objeto y que pudiese hacérselos parecer a todos ellos como el mismo. Ahora bien, al juzgar los caracteres, el único interés o placer que parece el mismo a rodos los espectadores es el de la persona a cuyo carácter se examina o el de las personas que tienen a conexión con ella. Y si bien esos intereses y placeres nos atañen más débilmente que los propios, por ser más constantes y universales contrabalancean a estos últimos aun en la práctica y son los únicos que la especulación admite como criterio de virtud y moralidad. Sólo ellos producen esa sensación o sentimiento de los que dependen las distinciones morales. En cuanto a la buena o mala recompensa de la virtud o el vicio, son una consecuencia evidente de los sentimientos de placer o disgusto. Estos sentimientos producen amor u odio y el amor y el odio, por la constitución original de las pasiones humanas, se acompaña de benevolencia o cólera, es decir, de un deseo de hacer feliz a la persona que amamos y desgraciada a la que odiamos. Hemos tratado esto más ampliamente en otra ocasión. Eje A: CONTEMPORÁNEA S artre, Jean-Paul: (1905-1980). Nació en París. Fue el principal representante del llamado existencialismo francés, al cual ha contribuido no sólo desde su obra filosófica sino también desde sus ensayos, novelas, narraciones y obras teatrales. Sartre, Jean Paul, El existencialismo es un humanismo Quisiera defender aquí el existencialismo de una serie de reproches que se le han formulado. En primer lugar, se le ha reprochado el invitar a las gentes a permanecer en un quietismo de desesperación, porque si todas las soluciones están cerradas, habría que considerar que la acción en este mundo es totalmente imposible y desembocar finalmente en una filosofía contemplativa, lo que además, dado que la contemplación es un lujo, nos conduce a una filosofía burguesa. Éstos son sobre todo los reproches de los comunistas. Se nos ha reprochado, por otra parte, que subrayamos la ignominia humana, que mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo viscoso, y que desatendemos cierto número de bellezas risueñas, el lado luminoso de la naturaleza humana; por ejemplo, según Mlle. Mercier, crítica católica, que hemos olvidado la sonrisa del niño. Los unos y los otros nos reprochaban que hemos faltado a la solidaridad humana, que consideramos que el hombre está aislado, en gran parte, además, porque partimos dicen los comunistas de la subjetividad pura, por lo tanto del yo pienso cartesiano, y por lo tanto del momento en que el hombre se capta en su soledad, lo que nos haría incapaces, en consecuencia, de volver a la solidaridad con los hombres que están fuera del yo, y que no puedo captar en el cogito. Y del lado cristiano, se nos reprocha que negamos la realidad y la seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, no queda más que la estricta gratuidad, pudiendo cada uno hacer lo que quiere y siendo incapaz, desde su punto de vista, de condenar los puntos de vista y los actos de los demás. A estos diferentes reproches trato de responder hoy; por eso he titulado esta pequeña exposición: El existencialismo es un humanismo. Muchos podrán extrañarse de que se hable aquí de humanismo. Trataremos de ver en qué sentido lo entendemos. En todo caso, lo que podemos decir desde el principio es que entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana. El reproche esencial que nos hacen, como se sabe, es que ponemos el acento en el lado malo de la vida humana. Una señora de la que me acaban de hablar, cuando por nerviosidad deja escapar una palabra vulgar, dice excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista. En consecuencia, se asimila fealdad a existencialismo; por eso se declara que somos naturalistas; y si lo somos, resulta extraño que asustemos, que escandalicemos mucho más de lo que el naturalismo propiamente dicho asusta e indigna hoy día. Hay quien se traga perfectamente una novela de Zola como La tierra, y no puede leer sin asco una novela existencialista; hay quien utiliza la sabiduría de los pueblos que es bien triste y nos encuentra más tristes todavía. No obstante, ¿hay algo más desengañado que decir la caridad bien entendida empieza por casa, o bien al villano con la vara del avellano? Conocemos los lugares comunes que se pueden utilizar en este punto y que muestran siempre la misma cosa: no hay que luchar contra los poderes establecidos, no hay que luchar contra la fuerza, no hay que pretender salir de la propia condición, toda acción que no se inserta en una tradición es romanticismo, toda tentativa que no se apoya en una experiencia probada está condenada al fracaso; y la experiencia muestra que los hombres van siempre hacia lo bajo, que se necesitan cuerpos sólidos para mantenerlos: si no, tenemos la anarquía. Sin embargo, son las gentes que repiten estos tristes proverbios, las gentes que dicen: qué humano cada vez que se les muestra un acto más o menos repugnante, las gentes que se alimentan de canciones realistas, son ésas las gentes que reprochan al existencialismo ser demasiado sombrío, y a tal punto que me pregunto si el cargo que le hacen es, no de pesimismo, sino más bien de optimismo. En el fondo, lo que asusta en la doctrina que voy a tratar de exponer ¿no es el hecho de que deja una posibilidad de elección al hombre? Para saberlo, es necesario que volvamos a examinar la cuestión en un plano estrictamente filosófico. ¿A qué se llama existencialismo? La mayoría de los que utilizan esta palabra se sentirían muy incómodos para justificarla, porque hoy día que se ha vuelto una moda, no hay dificultad en declarar que un músico o que un pintor es existencialista. Un articulista de Clartés firma El existencialista; y en el fondo, la palabra ha tomado hoy tal amplitud y tal extensión que ya no significa absolutamente nada. Parece que, a falta de una doctrina de vanguardia análoga al superrealismo, la gente ávida de escándalo y de movimiento se dirige a esta filosofía, que, por otra parte, no les puede aportar nada en este dominio; en realidad, es la doctrina menos escandalosa, la más austera; está destinada estrictamente a los técnicos y filósofos. Sin embargo, se puede definir fácilmente. Lo que complica las cosas es que hay dos especies de existencialistas: los primeros, que son cristianos, entre los cuales yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica; y, por otra parte, los existencialistas ateos, entre los cuales hay que colocar a Heidegger, y también a los existencialistas franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común es simplemente que consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad. ¿Qué significa esto a punto fijo? Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia. Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y poseen las mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza. El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. …este es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad, que se nos echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir con esto sino que el hombre tiene una dignidad mayor que la piedra o la mesa? Pues queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser. No lo que querrá ser. Pues lo que entendemos ordinariamente por querer es una decisión consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo esto no es más que la manifestación de una elección más original, más espontánea que lo que se llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que, al elegirse, elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero, y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi proceder ha comprometido a la humanidad entera. Y si quiero hecho más individual casarme, tener hijos, aun si mi casamiento depende únicamente de mi situación, o de mi pasión, o de mi deseo, con esto no me encamino yo solamente, sino que encamino a la humanidad entera en la vía de la monogamia. Así soy responsable para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre. Esto permite comprender lo que se oculta bajo palabras un tanto grandilocuentes como angustia, desamparo, desesperación. Como verán ustedes, es sumamente sencillo. Ante todo, ¿qué se entiende por angustia? El existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad. Ciertamente hay muchos que no están angustiados; pero nosotros pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad, muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice: pero ¿si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre: ¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no se escapa uno de este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe. El que miente y se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien que no está bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un valor universal atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se enmascara, aparece. Es esta angustia la que Kierkegaard llamaba la angustia de Abraham. Conocen ustedes la historia: un ángel ha ordenado a Abraham sacrificar a su hijo; todo anda bien si es verdaderamente un ángel el que ha venido y le ha dicho: tú eres Abraham, sacrificarás a tu hijo. Pero cada cual puede preguntarse; ante todo, ¿es en verdad un ángel, y yo soy en verdad Abraham? ¿Quién me lo prueba? Había una loca que tenía alucinaciones: le hablaban por teléfono y le daban órdenes. El médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla? Ella contestó: Dice que es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que fuera Dios? Si un ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo voces, ¿qué me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente, o de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí? ¿Quién me prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba, ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no malo. Nadie me designa para ser Abraham, y sin embargo estoy obligado a cada instante a hacer actos ejemplares. Todo ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace. Y cada hombre debe decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera que la humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se enmascara su angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al quietismo, a la inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen todos los que han tenido responsabilidades. Cuando, por ejemplo, un jefe militar toma la responsabilidad de un ataque y envía cierto número de hombres a la muerte, elige hacerlo y elige él solo. Sin duda hay órdenes superiores, pero son demasiado amplias y se impone una interpretación que proviene de él, y de esta interpretación depende la vida de catorce o veinte hombres. No se puede dejar de tener, en la decisión que toma, cierta angustia. Todos los jefes conocen esta angustia. Esto no les impide obrar: al contrario, es la condición misma de su acción; porque esto supone que enfrentan una pluralidad de posibilidades, y cuando eligen una, se dan cuenta que sólo tiene valor porque ha sido la elegida. Y esta especie de angustia que es la que describe el existencialismo, veremos que se explica además por una responsabilidad directa frente a los otros hombres que compromete. No es una cortina que nos separa de la acción, sino que forma parte de la acción misma. Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las últimas consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Cuando hacia 1880 algunos profesores franceses trataron de constituir una moral laica, dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos; pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad, un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga hijos, etc., etc. Ö Haremos, por lo tanto, un pequeño trabajo que permitirá demostrar que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo inteligible, aunque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma y es, según creo yo, la tendencia de todo lo que se llama en Francia radicalismo, nada se cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que morirá tranquilamente y por sí misma. El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres. Dostoievsky escribe: Si Dios no existiera, todo estaría permitido. Este es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre. Ponge ha dicho, en un artículo muy hermoso: el hombre es el porvenir del hombre. Es perfectamente exacto. Sólo que si se entiende por esto que ese porvenir está inscrito en el cielo, que Dios lo ve, entonces es falso, pues ya no sería ni siquiera un porvenir. Si se entiende que, sea cual fuere el hombre que aparece, hay un porvenir por hacer, un porvenir virgen que lo espera, entonces es exacto. En tal caso está uno desamparado. Para dar un ejemplo que permita comprender mejor lo que es el desamparo, citaré el caso de uno de mis alumnos que me vino a ver en las siguientes circunstancias: su padre se había peleado con la madre y tendía al colaboracionismo; su hermano mayor había sido muerto en la ofensiva alemana de 1940, y este joven, con sentimientos un poco primitivos, pero generosos, quería vengarlo. Su madre vivía sola con él muy afligida por la semi traición del padre y por la muerte del hijo mayor, y su único consuelo era él. Este joven tenía, en ese momento, la elección de partir para Inglaterra y entrar en las Fuerzas francesas libres es decir, abandonar a su madre o bien de permanecer al lado de su madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta perfectamente de que esta mujer sólo vivía para él y que su desaparición y tal vez su muerte la hundiría en la desesperación. También se daba cuenta de que en el fondo, concretamente, cada acto que llevaba a cabo con respecto a su madre tenía otro correspondiente en el sentido de que la ayudaba a vivir, mientras que cada acto que llevaba a cabo para partir y combatir era un acto ambiguo que podía perderse en la arena, sin servir para nada: por ejemplo, al partir para Inglaterra, podía permanecer indefinidamente, al pasar por España, en un campo español; podía llegar a Inglaterra o a Argel y ser puesto en un escritorio para redactar documentos. En consecuencia, se encontraba frente a dos tipos de acción muy diferentes: una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser interrumpida en el camino. Al mismo tiempo dudaba entre dos tipos de moral. Por una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por otra, una moral más amplia, pero de eficacia más discutible. Había que elegir entre las dos. ¿Quién podía ayudarlo a elegir? ¿La doctrina cristiana? No. La doctrina cristiana dice: sed caritativos, amad a vuestro prójimo, sacrificaos por los demás, elegid el camino más estrecho, etc., etc. Pero ¿cuál es el camino más estrecho? ¿A quién hay que amar como a un hermano? ¿Al soldado o a la madre? ¿Cuál es la utilidad mayor: la utilidad vaga de combatir en un conjunto, o la utilidad precisa de ayudar a un ser a vivir? ¿Quién puede decidir a priori? Nadie. Ninguna moral inscrita puede decirlo. La moral kantiana dice: no tratéis jamás a los demás como medios, sino como fines. Muy bien; si vivo al lado de mi madre la trataré como fin, y no como medio, pero este hecho me pone en peligro de tratar como medios a los que combaten en torno mío; y recíprocamente, si me uno a los que combaten, los trataré como fin, y este hecho me pone en peligro de tratar a mi madre como medio. Si los valores son vagos, y si son siempre demasiado vastos para el caso preciso y concreto que consideramos, sólo nos queda fiarnos de nuestros instintos. Es lo que ha tratado de hacer este joven; y cuando lo vi, decía: en el fondo, lo que importa es el sentimiento; debería elegir lo que me empuja verdaderamente en cierta dirección. Si siento que amo a mi madre lo bastante para sacrificarle el resto mi deseo de venganza, mi deseo de acción, mi deseo de aventura me quedo al lado de ella. Si, al contrario, siento que mi amor por mi madre no es suficiente, parto. Pero ¿cómo determinar el valor de un sentimiento? ¿Qué es lo que constituía el valor de su sentimiento hacia la madre? Precisamente el hecho de que se quedaba por ella. Puedo decir: quiero lo bastante a tal amigo para sacrificarle tal suma de dinero; no puedo decirlo si no lo he hecho. Puedo decir: quiero lo bastante a mi madre para quedarme junto a ella, si me he quedado junto a ella. No puedo determinar el valor de este afecto si no he hecho precisamente un acto que lo ratifica y lo define. Ahora bien, como exijo a este afecto justificar mi acto, me encuentro encerrado de un círculo vicioso. Por otra parte, Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que yo permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho en otra forma, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlos para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirán actuar. Por lo menos, dirán ustedes, ha ido a ver a un profesor para pedirle consejo. Pero si ustedes, por ejemplo, buscan el consejo de un sacerdote, han elegido ese sacerdote y saben más o menos ya, en el fondo, lo que él les va a aconsejar. Dicho en otra forma, elegir el consejero es ya comprometerse. La prueba está en que si ustedes son cristianos, dirán: consulte a un sacerdote. Pero hay sacerdotes colaboracionistas, sacerdotes conformistas, sacerdotes de la resistencia. ¿Cuál elegir? Y si el joven elige un sacerdote de la resistencia o un sacerdote colaboracionista ya ha decidido el género de consejo que va a recibir. Así, al venirme a ver, sabía la respuesta que yo le daría y no tenía más que una respuesta que dar: usted es libre, elija, es decir, invente. Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay signos. Admitámoslo: soy yo mismo el que elige el sentido que tienen. He conocido, cuando estaba prisionero, a un hombre muy notable que era jesuita. Había entrado en la orden de los jesuitas en la siguiente forma: había tenido que soportar cierto número de fracasos muy duros; de niño, su padre había muerto dejándolo en la pobreza, y él había sido becario en una institución religiosa donde se le hacía sentir continuamente que era aceptado por caridad; luego fracasó en cierto número de distinciones honoríficas que halagan a los niños; después hacia los dieciocho años, fracasó en una aventura sentimental; por fin, a los veintidós, cosa muy pueril, pero que fue la gota de agua que hizo desbordar el vaso, fracasó en su preparación militar. Este joven podía, pues, considerar que había fracasado en todo; era un signo, pero, ¿signo de qué? Podía refugiarse en la amargura o en la desesperación. Pero juzgó, muy hábilmente según él, que era el signo de que no estaba hecho para los triunfos seculares, y que sólo los triunfos de la religión, de la santidad, de la fe, le eran accesibles. Vio entonces en esto la palabra de Dios, y entró en la orden. ¿Quién no ve que la decisión del sentido del signo ha sido tomada por él solo? Se habría podido deducir otra cosa de esta serie de fracasos: por ejemplo, que hubiera sido mejor que fuese carpintero o revolucionario. Lleva, pues, la entera responsabilidad del desciframiento. El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser. El desamparo va junto con la angustia. En cuanto a la desesperación, esta expresión tiene un sentido extremadamente simple. Quiere decir que nos limitaremos a contar con lo que depende de nuestra voluntad, o con el conjunto de probabilidades que hacen posible nuestra acción. Cuando se quiere alguna cosa, hay siempre elementos probables. Puedo contar con la llegada de un amigo. El amigo viene en ferrocarril o en tranvía: eso supone que el tren llegará a la hora fijada, o que el tranvía no descarrilará. Estoy en el dominio de las posibilidades; pero no se trata de contar con los posibles, sino en la medida estricta en que nuestra acción implica el conjunto de esos posibles. A partir del momento en que las posibilidades que considero no están rigurosamente comprometidas por mi acción, debo desinteresarme, porque ningún Dios, ningún designio puede adaptar el mundo y sus posibles a mi voluntad. En el fondo, cuando Descartes decía: vencerse más bien a sí mismo que al mundo, quería decir la misma cosa: obrar sin esperanza. Los marxistas con quienes he hablado me contestan: Usted puede, en su acción, que estará evidentemente limitada por su muerte, contar con el apoyo de otros. Esto significa contar a la vez con lo que los otros harán en otra parte, en China, en Rusia para ayudarlo, y a la vez sobre lo que harán más tarde, después de su muerte, para reanudar la acción y llevarla hacia su cumplimiento, que será la revolución. Usted debe tener en cuenta todo eso; si no, no es moral. Respondo en primer lugar que contaré siempre con los camaradas de lucha en la medida en que esos camaradas están comprometidos conmigo en una lucha concreta y común, en la unidad de un partido o de un grupo que yo puedo controlar más o menos, es decir, en el cual estoy a título de militante y cuyos movimientos conozco a cada instante. En ese momento, contar con la unidad del partido es exactamente como contar con que el tranvía llegará a la hora o con que el tren no descarrilará. Pero no puedo contar con hombres que no conozco fundándome en la bondad humana, o en el interés del hombre por el bien de la sociedad, dado que el hombre es libre y que no hay ninguna naturaleza humana en que pueda yo fundarme. No sé qué llegará a ser de la revolución rusa; puedo admirarla y ponerla de ejemplo en la medida en que hoy me prueba que el proletariado desempeña un papel en Rusia como no lo desempeña en ninguna otra nación. Pero no puedo afirmar que esto conducirá forzosamente a un triunfo del proletariado; tengo que limitarme a lo que veo; no puedo estar seguro de que los camaradas de lucha reanudarán mi trabajo después de mi muerte para llevarlo a un máximo de perfección, puesto que estos hombres son libres y decidirán libremente mañana sobre los que será el hombre; mañana, después de mi muerte, algunos hombres pueden decidir establecer el fascismo, y los otros pueden ser lo bastante cobardes y desconcertados para dejarles hacer; en ese momento, el fascismo será la verdad humana, y tanto peor para nosotros; en realidad, las cosas serán tales como el hombre haya decidido que sean. ¿Quiere decir esto que deba abandonarme al quietismo? No. En primer lugar, debo comprometerme; luego, actuar según la vieja fórmula: no es necesario tener esperanzas para obrar. Esto no quiere decir que yo no deba pertenecer a un partido, pero sí que no tendré ilusión y que haré lo que pueda. Por ejemplo, si me pregunto: ¿llegará la colectivización, como tal, a realizarse? No sé nada; sólo sé que haré todo lo que esté en mi poder para que llegue; fuera de esto no puedo contar con nada. El quietismo es la actitud de la gente que dice: Los demás pueden hacer lo que yo no puedo. La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto al quietismo, porque declara: Sólo hay realidad en la acción. Y va más lejos todavía, porque agrega: El hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es, por lo tanto, más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida. De acuerdo con esto, podemos comprender por qué nuestra doctrina horroriza a algunas personas. Porque a menudo no tienen más que una forma de soportar su miseria, y es pensar así: Las circunstancias han estado contra mí; yo valía mucho más de lo que he sido; evidentemente no he tenido un gran amor, o una gran amistad, pero es porque no he encontrado ni un hombre ni una mujer que fueran dignos; no he escrito buenos libros porque no he tenido tiempo para hacerlos; no he tenido hijos a quienes dedicarme, porque no he encontrado al hombre con el que podría haber realizado mi vida. Han quedado, pues, en mí, sin empleo, y enteramente viables, un conjunto de disposiciones, de inclinaciones, de posibilidades que me dan un valor que la simple serie de mis actos no permite inferir. Ahora bien, en realidad, para el existencialismo, no hay otro amor que el que se construye, no hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor; no hay otro genio que el se manifiesta en las obras de arte; el genio de Proust es la totalidad de las obras de Proust; el genio de Racine es la serie de sus tragedias; fuera de esto no hay nada. ¿Por qué atribuir a Racine la posibilidad de escribir una nueva tragedia, puesto que precisamente no la ha escrito? Un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura, y fuera de esta figura no hay nada. Evidentemente, este pensamiento puede parecer duro para aquel que ha triunfado en la vida. Pero, por otra parte, dispone a las gentes para comprender que sólo cuenta la realidad, que los sueños, las esperas, las esperanzas, permiten solamente definir a un hombre como sueño desilusionado, como esperanzas abortadas, como esperas inútiles; es decir que esto lo define negativamente y no positivamente; sin embargo, cuando se dice: tú no eres otra cosa que tu vida, esto no implica que el artista será juzgado solamente por sus obras de arte; miles de otras cosas contribuyen igualmente a definirlo. Lo que queremos decir es que el hombre no es más que una serie de empresas, que es la suma, la organización, el conjunto de las relaciones que constituyen estas empresas. En estas condiciones, lo que se nos reprocha aquí no es en el fondo nuestro pesimismo, sino una dureza optimista. Si la gente nos reprocha las obras novelescas en que describimos seres flojos, débiles, cobardes y alguna vez francamente malos, no es únicamente porque estos seres son flojos, débiles, cobardes o malos; porque si, como Zola, declaráramos que son así por herencia, por la acción del medio, de la sociedad, por un determinismo orgánico o psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así, y nadie puede hacer nada; pero el existencialista, cuando describe a un cobarde, dice que el cobarde es responsable de su cobardía. No lo es porque tenga un corazón, un pulmón o cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica, sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene una sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un temperamento no es un acto; el cobarde está definido a partir del acto que realiza. Lo que la gente siente oscuramente y le causa horror es que el cobarde que nosotros presentamos es culpable de ser cobarde. Lo que la gente quiere es que se nazca cobarde o héroe. Uno de los reproches que se hace a menudo a Chemins de la Liberté se formula así: pero, en fin, de esa gente que es tan floja, ¿cómo hará usted héroes? Esta objeción hace más bien reír, porque supone que uno nace héroe. Y en el fondo es esto lo que la gente quiere pensar: si se nace cobarde, se está perfectamente tranquilo, no hay nada que hacer, se será cobarde toda la vida, hágase lo que se haga; si se nace héroe, también se estará perfectamente tranquilo, se será héroe toda la vida, se beberá como héroe, se comerá como héroe. Lo que dice el existencialista es que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe de dejar de ser héroe. Lo que tiene importancia es el compromiso total, y no es un caso particular, una acción particular lo que compromete totalmente. Así, creo yo, hemos respondido a cierto número de reproches concernientes al existencialismo. Ustedes ven que no puede ser considerada como una filosofía del quietismo, puesto que define al hombre por la acción; ni como una descripción pesimista del hombre: no hay doctrina más optimista, puesto que el destino del hombre está en él mismo; ni como una tentativa para descorazonar al hombre alejándole de la acción, puesto que le dice que sólo hay esperanza en su acción, y que la única cosa que permite vivir al hombre es el acto. En consecuencia, en este plano, tenemos que vérnoslas con una moral de acción y de compromiso. Sin embargo, se nos reprocha además, partiendo de estos postulados, que aislamos al hombre en su subjetividad individual. Aquí también se nos entiende muy mal. Nuestro punto de partida, en efecto, es la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente filosóficas. No porque somos burgueses, sino porque queremos una doctrina basada sobre la verdad, y no un conjunto de bellas teorías, llenas de esperanza y sin fundamentos reales. En el punto de partida no puede haber otra verdad que ésta: pienso, luego soy; ésta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí misma. Toda teoría que toma al hombre fuera de ese momento en que se capta a sí mismo es ante todo una teoría que suprime la verdad, pues, fuera de este cogito cartesiano, todos los objetos son solamente probables, y una doctrina de probabilidades que no está suspendida de una verdad se hunde en la nada; para definir lo probable hay que poseer lo verdadero. Luego para que haya una verdad cualquiera se necesita una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de alcanzar, está a la mano de todo el mundo; consiste en captarse sin intermediario. En segundo lugar, esta teoría es la única que da una dignidad al hombre, la única que no lo convierte en un objeto. Todo materialismo tiene por efecto tratar a todos los hombres, incluido uno mismo, como objetos, es decir, como un conjunto de reacciones determinadas, que en nada se distingue del conjunto de cualidades y fenómenos que constituyen una mesa o una silla o una piedra. Nosotros queremos constituir precisamente el reino humano como un conjunto de valores distintos del reino material. Pero la subjetividad que alcanzamos a título de verdad no es una subjetividad rigurosamente individual porque hemos demostrado que en el cogito uno no se descubría solamente a sí mismo, sino también a los otros. Por el yo pienso, contrariamente a la filosofía de Descartes, contrariamente a la filosofía de Kant, nos captamos a nosotros mismos frente al otro, y el otro es tan cierto para nosotros como nosotros mismos. Así, el hombre que se capta directamente por el cogito, descubre también a todos los otros y los descubre como la condición de su existencia. Se da cuenta de que no puede ser nada (en el sentido que se dice que es espiritual, o que se es malo, o que se es celoso), salvo que los otros lo reconozcan por tal. Para obtener una verdad cualquiera sobre mí, es necesario que pase por otro. El otro es indispensable a mi existencia tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo. En estas condiciones, el descubrimiento de mi intimidad me descubre al mismo tiempo el otro, como una libertad colocada frente a mí, que no piensa y que no quiere sino por o contra mí. Así descubrimos en seguida un mundo que llamaremos la intersubjetividad, y en este mundo el hombre decide lo que es y lo que son los otros. Además, si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que constituya la naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del hombre que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad, el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no varía es la necesidad para él de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros y de ser allí mortal. Los límites no son ni subjetivos ni objetivos, o más bien tienen una faz objetiva y una faz subjetiva. Objetivos, porque se encuentran en todo y son en todo reconocibles; subjetivos, porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive, es decir, si no se determina libremente en su existencia por relación a ellos. Y si bien los proyectos pueden ser diversos, por lo menos ninguno puede permanecerme extraño, porque todos presentan en común una tentativa para franquear esos límites o para ampliarlos o para negarlos o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo proyecto, por más individual que sea, tiene un valor universal. Todo proyecto, aun el del chino, el del hindú, o del negro, puede ser comprendido por un europeo. Puede ser comprendido; esto quiere decir que el europeo de 1945 puede lanzarse a partir de una situación que concibe hasta sus límites de la misma manera, y que puede rehacer en sí el camino del chino, del hindú o del africano. Hay universalidad en todo proyecto en el sentido de que todo proyecto es comprensible para todo hombre. Lo que no significa de ninguna manera que este proyecto defina al hombre para siempre, sino que puede ser reencontrado. Hay siempre una forma de comprender al idiota, al niño, al primitivo o al extranjero, siempre que se tengan los datos suficientes. En este sentido podemos decir que hay una universalidad del hombre; pero no está dada, está perpetuamente construida. Construyo lo universal eligiendo; lo construyo al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea. Este absoluto de la elección no suprime la relatividad de cada época. Lo que el existencialismo tiene interés en demostrar es el enlace del carácter absoluto del compromiso libre, por el cual cada hombre se realiza al realizar un tipo de humanidad, compromiso siempre comprensible para cualquier época y por cualquier persona, y la relatividad del conjunto cultural que puede resultar de tal elección; hay que señalar a la vez la relatividad del cartesianismo y el carácter absoluto del compromiso cartesiano. En este sentido se puede decir, si ustedes quieren, que cada uno de nosotros realiza lo absoluto al respirar, al comer, al dormir, u obrando de una manera cualquiera. No hay ninguna diferencia entre ser libremente, ser como proyecto, como existencia que elige su esencia, y ser absoluto; y no hay ninguna diferencia entre ser un absoluto temporalmente localizado, es decir que se ha localizado en la historia, y ser comprensible universalmente. Esto no resuelve enteramente la objeción de subjetivismo. En efecto, esta objeción toma todavía muchas formas. La primera es la que sigue. Se nos dice: Entonces ustedes pueden hacer cualquier cosa; lo cual se expresa de diversas maneras. En primer lugar se nos tacha de anarquía; en seguida se declara: no pueden ustedes juzgar a los demás, porque no hay razón para preferir un proyecto a otro; en fin, se nos puede decir: todo es gratuito en lo que ustedes eligen, dan con una mano lo que fingen recibir con la otra. Estas tres objeciones no son muy serias. En primer lugar, la primera objeción: pueden elegir cualquier cosa, no es exacta. La elección es posible en un sentido, pero lo que no es posible es no elegir. Puedo siempre elegir, pero tengo que saber que, si no elijo, también elijo. Esto, aunque parezca estrictamente formal, tiene una gran importancia para limitar la fantasía y el capricho. Si es cierto que frente a una situación, por ejemplo, la situación que hace que yo sea un ser sexuado que puede tener relaciones con un ser de otro sexo, que yo sea un ser que puede tener hijos estoy obligado a elegir una actitud y que de todos modos lleva la responsabilidad de una elección que, al comprometerme, compromete a la humanidad entera, aunque ningún valor a priori determine mi elección, esto no tiene nada que ver con el capricho; y si se cree encontrar aquí la teoría gideana del acto gratuito, es porque no se ve la enorme diferencia entre esta doctrina y la de Gide. Gide no sabe lo que es una situación; obra por simple capricho. Para nosotros, al contrario, el hombre se encuentra en una situación organizada, donde está él mismo comprometido, compromete con su elección a la humanidad entera, y no puede evitar elegir: o bien permanecerá casto, o bien se casará sin tener hijos, o bien se casará y tendrá hijos; de todos modos, haga lo que haga, es imposible que no tome una responsabilidad total frente a este problema. Sin duda, elige sin referirse a valores preestablecidos, pero es injusto tacharlo de capricho. Digamos más bien que hay que comparar la elección moral con la construcción de una obra de arte. Y aquí hay que hacer en seguida un alto para decir que no se trata de una moral estética, porque nuestros adversarios son de tan mala fe que nos reprochan hasta esto. El ejemplo que elijo no es más que una comparación. Dicho esto, ¿se ha reprochado jamás a un artista que hace un cuadro el no inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se ha dicho jamás cuál es el cuadro que debe hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el artista se compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisamente el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero que hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay entre la voluntad de creación y el resultado. Nadie puede decir lo que será la pintura de mañana; sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada. ¿Qué relación tiene esto con la moral? Estamos en la misma situación creadora. No hablamos nunca de la gratuidad de una obra de arte. Cuando hablamos de un cuadro de Picasso, nunca decimos que es gratuito; comprendemos perfectamente que Picasso se ha construido tal como es, al mismo tiempo que pintaba; que el conjunto de su obra se incorpora a su vida. Lo mismo ocurre en el plano de la moral. Lo que hay de común entre el arte y la moral es que, con los dos casos, tenemos creación e invención. No podemos decir a priori lo que hay que hacer. Creo haberlo mostrado suficientemente al hablarles del caso de ese alumno que me vino a ver y que podía dirigirse a todas las morales, kantiana u otras, sin encontrar ninguna especie de indicación; se vio obligado a inventar él mismo su ley. Nunca diremos que este hombre que ha elegido quedarse con su madre tomando como base moral los sentimientos, la acción individual y la caridad concreta, o que ha elegido irse a Inglaterra prefiriendo el sacrificio, ha hecho una elección gratuita. El hombre se hace, no está todo hecho desde el principio, se hace al elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir una. No definimos al hombre sino en relación con un compromiso. Es, por tanto, absurdo reprocharnos la gratuidad de la elección. En segundo lugar se nos dice: no pueden ustedes juzgar a los otros. Esto es verdad en cierta medida, y falso en otra. Es verdadero en el sentido de que, cada vez que el hombre elige su compromiso y su proyecto con toda sinceridad y con toda lucidez, sea cual fuere por lo demás este proyecto, es imposible hacerle preferir otro; es verdadero en el sentido de que no creemos en el progreso; el progreso es un mejoramiento; el hombre es siempre el mismo frente a una situación que varía y la elección se mantiene siempre una elección en una situación. El problema moral no ha cambiado desde el momento en que se podía elegir entre los esclavistas y los no esclavistas, en el momento de la guerra de Secesión, por ejemplo, hasta el momento presente, en que se puede optar por el M.R.P. o los comunistas. Pero, sin embargo, se puede juzgar, porque, como he dicho, se elige frente a los otros, y uno se elige a sí frente a los otros. Ante todo se puede juzgar (y éste no es un juicio de valor, sino un juicio lógico) que ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. Se puede juzgar a un hombre diciendo que es de mala fe. Si hemos definido la situación del hombre como una elección libre, sin excusas y sin ayuda, todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe. Se podría objetar: pero ¿por qué no podría elegirse a sí mismo de mala fe? Respondo que no tengo que juzgarlo moralmente, pero defino su mala fe como un error. Así, no se puede escapar a un juicio de verdad. La mala fe es evidentemente una mentira, porque disimula la total libertad del compromiso. En el mismo plano, diré que hay también una mala fe si elijo declarar que ciertos valores existen antes que yo; estoy en contradicción conmigo mismo si, a la vez, los quiero y declaro que se me imponen. Si se me dice: ¿y si quiero ser de mala fe?, responderé: no hay ninguna razón para que no lo sea, pero yo declaro que usted lo es, y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena fe. Y además puedo formular un juicio moral. Cuando declaro que la libertad a través de cada circunstancia concreta no puede tener otro fin que quererse a sí misma, si el hombre ha reconocido que establece valores, en el desamparo no puede querer sino una cosa, la libertad, como fundamento de todos los valores. Esto no significa que la quiera en abstracto. Quiere decir simplemente que los actos de los hombres de buena fe tienen como última significación la búsqueda de la libertad como tal. Un hombre que se adhiere a tal o cual sindicato comunista o revolucionario, persigue fines concretos; estos fines implican una voluntad abstracta de libertad; pero esta libertad se quiere en lo concreto. Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra. Ciertamente la libertad, como definición del hombre, no depende de los demás, pero en cuanto hay compromiso, estoy obligado a querer, al mismo tiempo que mi libertad, la libertad de los otros; no puedo tomar mi libertad como fin si no tomo igualmente la de los otros como fin. En consecuencia, cuando en el plano de la autenticidad total, he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, sino querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos de querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esta voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la total gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, cuando es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré inmundos. Pero cobardes o inmundos no pueden ser juzgados más que en el plano de la estricta autenticidad. Así, aunque el contenido de la moral sea variable, cierta forma de esta moral es universal. Kant declara que la libertad se quiere a sí misma y la libertad de los otros. De acuerdo; pero él cree que lo formal y lo universal son suficientes para constituir una moral. Nosotros pensamos, por el contrario, que los principios demasiado abstractos fracasan para definir la acción. Todavía una vez más tomen el caso de aquel alumno: ¿en nombre de qué, en nombre de qué gran máxima moral piensan ustedes que podría haber decidido con toda tranquilidad de espíritu abandonar a su madre o permanecer al lado de ella? No hay ningún medio de juzgar. El contenido es siempre concreto y, por tanto, imprevisible; hay siempre invención. La única cosa que tiene importancia es saber si la invención que se hace, se hace en nombre de la libertad. Examinemos, por ejemplo, los dos casos siguientes; verán en qué medida se acuerdan y sin embargo se diferencian. Tomemos El molino a orillas del Floss. Encontramos allí una joven, Maggie Tulliver, que encarna el valor de la pasión y que es consciente de ello; está enamorada de un joven, Stephen, que está de novio con otra joven insignificante. Esta Maggie Tulliver, en vez de preferir atolondradamente su propia felicidad, en nombre de la solidaridad humana elige sacrificarse y renunciar al hombre que ama. Por el contrario, la Sanseverina de la Cartuja de Parma, que estima que la pasión constituye el verdadero valor del hombre, declararía que un gran amor merece sacrificios; que hay que preferirlo a la trivialidad de un amor conyugal que uniría a Stephen y a la joven tonta con quien debe casarse; elegiría sacrificar a ésta y realizar su felicidad; y como Stendhal lo muestra, se sacrificará a sí misma en el plano apasionado, si esta vida lo exige. Estamos aquí frente a dos morales estrictamente opuestas: pretendo que son equivalentes; en los dos casos, lo que se ha puesto como fin es la libertad. Y pueden ustedes imaginar dos actitudes rigurosamente parecidas en cuanto a los efectos: una joven, por resignación prefiere renunciar a su amor; otra, por apetito sexual prefiere desconocer las relaciones anteriores del hombre que ama. Estas dos acciones se parecen exteriormente a las que acabamos de describir. Son, sin embargo, enteramente distintas: la actitud de la Sanseverina está mucho más cerca que la de Maggie Tulliver de una rapacidad despreocupada. Así ven ustedes que este segundo reproche es, a la vez, verdadero y falso. Se puede elegir cualquier cosa si es en el plano del libre compromiso. La tercera objeción es la siguiente: reciben ustedes con una mano lo que dan con la otra: es decir, que en el fondo los valores no son serios, porque los eligen. A eso contesto que me molesta mucho que sea así: pero si he suprimido a Dios padre, es necesario que alguien invente los valores. Hay que tomar las cosas como son. Y, además, decir que nosotros inventamos los valores no significa más que esto: la vida, a priori, no tiene sentido. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que este sentido que ustedes eligen. Por esto se ve que hay la posibilidad de crear una comunidad humana. Se me ha reprochado el preguntar si el existencialismo era un humanismo. Se me ha dicho: ha escrito usted en Nausée que los humanistas no tienen razón, se ha burlado de cierto tipo de humanismo; ¿por qué volver otra vez a lo mismo ahora? En realidad, la palabra humanismo tiene dos sentidos muy distintos. Por humanismo se puede entender una teoría que toma al hombre como fin y como valor superior. Hay humanismo en este sentido en Cocteau, por ejemplo, cuando, en su relato Le tour du monde en 80 heures, un personaje dice, porque pasa en avión sobre las montañas: el hombre es asombroso. Esto significa que yo, personalmente, que no he construido los aviones, me beneficiaré con estos inventos particulares, y que podré personalmente, como hombre, considerarme responsable y honrado por los actos particulares de algunos hombres. Esto supone que podríamos dar un valor al hombre de acuerdo con los actos más altos de ciertos hombres. Este humanismo es absurdo, porque sólo el perro o el caballo podrían emitir un juicio de conjunto sobre el hombre y declarar que el hombre es asombroso, lo que ellos no se preocupan de hacer, por lo menos que yo sepa. Pero no se puede admitir que un hombre pueda formular un juicio sobre el hombre. El existencialismo lo dispensa de todo juicio de este género; el existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse. Y no debemos creer que hay una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera de Augusto Comte. El culto de la humanidad conduce al humanismo cerrado sobre sí, de Comte, y hay que decirlo, al fascismo. Es un humanismo que no queremos. Pero hay otro sentido del humanismo que significa en el fondo esto: el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir; siendo el hombre este rebasamiento mismo, y no captando los objetos sino en relación a este rebasamiento, está en el corazón y en el centro de este rebasamiento. No hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la trascendencia, como constitutiva del hombre no en el sentido en que Dios es trascendente, sino en el sentido de rebasamiento y de la subjetividad en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano. De acuerdo con estas reflexiones se ve que nada es más injusto que las objeciones que nos hacen. El existencialismo no es nada más que un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente. No busca de ninguna manera hundir al hombre en la desesperación. Pero sí se llama, como los cristianos, desesperación a toda actitud de incredulidad, parte de la desesperación original. El existencialismo no es de este modo un ateísmo en el sentido de que se extenuaría en demostrar que Dios no existe. Más bien declara: aunque Dios existiera, esto no cambiaría; he aquí nuestro punto de vista. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no es el de su existencia; es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada pueda salvarlo de sí mismo, así sea una prueba válida de la existencia de Dios. En este sentido, el existencialismo es un optimismo, una doctrina de acción, y sólo por mala fe, confundiendo su propia desesperación con la nuestra, es como los cristianos pueden llamarnos desesperados. B auman, Zygmunt: (1925) es un sociólogo, filósofo y ensayista polaco de origen judío. Se ocupade cuestiones como las clases sociales, el socialismo, el holocausto, la hermenéutica, la modernidad y la posmodernidad, el consumismo, la globalización y la nueva pobreza, entre otras temáticas. Desarrolló el concepto de la “modernidad líquida”, y plasmó dicha noción en gran parte de su obra. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, junto con el también sociólogo Alain Touraine Bauman, Modernidad líquida, 1° ed. 14° reimp. – Fondo de cultura económica, Buenos Aires, 2013. Zygmunt Bauman MODERNIDAD LÍQUIDA Prólogo Acerca de lo leve y lo líquido La interrupción, la incoherencia, la sorpresa son las condiciones habituales de nuestra vida. Se han convertido incluso en necesidades reales para muchas personas, cuyas mentes sólo se alimentan […] de cambios súbitos y de estímulos permanentemente renovados […] Ya no toleramos nada que dure. Ya no sabemos cómo hacer para lograr que el aburrimiento dé fruto. Entonces, todo el tema se reduce a esta pregunta: ¿la mente humana puede dominar lo que la mente humana ha creado? Paul Valéry La “fluidez” es la cualidad de los líquidos y los gases. Según nos informa la autoridad de la Encyclopædia Britannica, lo que los distingue de los sólidos es que “en descanso, no pueden sostener una fuerza tangencial o cortante” y, por lo tanto, “sufren un continuo cambio de forma cuando se los somete a esa tensión”. Este continuo e irrecuperable cambio de posición de una parte del material con respecto a otra parte cuando es sometida a una tensión cortante constituye un flujo, una propiedad característica de los fluidos. Opuestamente, las fuerzas cortantes ejercidas sobre un sólido para doblarlo o flexionarlo se sostienen, y el sólido no fluye y puede volver a su forma original. Los líquidos, una variedad de fluidos, poseen estas notables cualidades, hasta el punto de que “sus moléculas son preservadas en una disposición ordenada solamente en unos pocos diámetros moleculares”; en tanto, “la amplia variedad de conductas manifestadas por los sólidos es resultado directo del tipo de enlace que reúne los átomos de los sólidos y de la disposición de los átomos”. “Enlace”, a su vez, es el término que expresa la estabilidad de los sólidos –la resistencia que ofrecen “a la separación de los átomos”–. Hasta aquí lo que dice la Encyclopædia Britannica, en una entrada que apuesta a explicar la “fluidez” como una metáfora regente de la etapa actual de la era moderna. En lenguaje simple, todas estas características de los fluidos implican que los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma. Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo. En tanto los sólidos tienen una clara dimensión espacial pero neutralizan el impacto –y disminuyen la significación– del tiempo (resisten efectivamente su flujo o lo vuelven irrelevante), los fluidos no conservan una forma durante mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y proclives) a cambiarla; por consiguiente, para ellos lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el espacio que puedan ocupar: ese espacio que, después de todo, sólo llenan “por un momento”. En cierto sentido, los sólidos cancelan el tiempo; para los líquidos, por el contrario, lo que importa es el tiempo. En la descripción de los sólidos, es posible ignorar completamente el tiempo; en la descripción de los fluidos, se cometería un error grave si el tiempo se dejara de lado. Las descripciones de un fluido son como instantáneas, que necesitan ser fechadas al dorso. Los fluidos se desplazan con facilidad. “Fluyen”, “se derraman”, “se desbordan”, “salpican”, “se vierten”, “se filtran”, “gotean”, “inundan”, “rocían”, “chorrean”, “manan”, “exudan”; a diferencia de los sólidos, no es posible detenerlos fácilmente –sortean algunos obstáculos, disuelven otros o se filtran a través de ellos, empapándolos–. Emergen incólumes de sus encuentros con los sólidos, en tanto que estos últimos –si es que siguen siendo sólidos tras el encuentro– sufren un cambio: se humedecen o empapan. La extraordinaria movilidad de los fluidos es lo que los asocia con la idea de “levedad”. Hay líquidos que en pulgadas cúbicas son más pesados que muchos sólidos, pero de todos modos tendemos a visualizarlos como más livianos, menos “pesados” que cualquier sólido. Asociamos “levedad” o “liviandad” con movilidad e inconstancia: la práctica nos demuestra que cuanto menos cargados nos desplacemos, tanto más rápido será nuestro avance. Estas razones justifican que consideremos que la “fluidez” o la “liquidez” son metáforas adecuadas para aprehender la naturaleza de la fase actual –en muchos sentidos nueva– de la historia de la modernidad. Acepto que esta proposición pueda hacer vacilar a cualquiera que esté familiarizado con el “discurso de la modernidad” y con el vocabulario empleado habitualmente para narrar la historia moderna. ¿Acaso la modernidad no fue desde el principio un “proceso de licuefacción”? ¿Acaso “derretir los sólidos” no fue siempre su principal pasatiempo y su mayor logro? En otras palabras, ¿acaso la modernidad no ha sido “fluida” desde el principio? Éstas y otras objeciones son justificadas, y parecerán más justificadas aun cuando recordemos que la famosa expresión “derretir los sólidos”, acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas estaban congeladas. Si el “espíritu” era “moderno”, lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la “mano muerta” de su propia historia… y eso sólo podía lograrse derritiendo los sólidos (es decir, según la definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la “profanación de lo sagrado”: la desautorización y la negación del pasado, y primordialmente de la “tradición” –es decir, el sedimento y el residuo del pasado en el presente–. Por lo tanto, requería asimismo la destrucción de la armadura protectora forjada por las convicciones y lealtades que permitía a los sólidos resistirse a la “licuefacción”. Recordemos, sin embargo, que todo esto no debía llevarse a cabo para acabar con los sólidos definitivamente ni para liberar al nuevo mundo de ellos para siempre, sino para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos; para reemplazar el conjunto heredado de sólidos defectuosos y deficientes por otro, mejor o incluso perfecto, y por eso mismo inalterable. Al leer el Ancien Régime [El Antiguo Régimen y la Revolución] de De Tocqueville, podríamos preguntarnos además hasta qué punto esos “sólidos” no estaban de antemano resentidos, condenados y destinados a la licuefacción, ya que se habían oxidado y enmohecido, tornándose frágiles y poco confiables. Los tiempos modernos encontraron a los sólidos premodernos en un estado bastante avanzado de desintegración; y uno de los motivos más poderosos que estimulaba su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos cuya solidez fuera –por una vez– duradera, una solidez en la que se pudiera confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y controlable. Los primeros sólidos que debían disolverse y las primeras pautas sagradas que debían profanarse eran las lealtades tradicionales, los derechos y obligaciones acostumbrados que ataban de pies y manos, obstaculizaban los movimientos y constreñían la iniciativa. Para encarar seriamente la tarea de construir un nuevo orden (¡verdaderamente sólido!), era necesario deshacerse del lastre que el viejo orden imponía a los constructores. “Derretir los sólidos” significaba, primordialmente, desprenderse de las obligaciones “irrelevantes” que se interponían en el camino de un cálculo racional de los efectos; tal como lo expresara Max Weber, liberar la iniciativa comercial de los grilletes de las obligaciones domésticas y de la densa trama de los deberes éticos; o, según Thomas Carlyle, de todos los vínculos que condicionan la reciprocidad humana y la mutua responsabilidad, conservar tan sólo el “nexo del dinero”. A la vez, esa clase de “disolución de los sólidos” destrababa toda la compleja trama de las relaciones sociales, dejándola desnuda, desprotegida, desarmada y expuesta, incapaz de resistirse a las reglas del juego y a los criterios de racionalidad inspirados y moldeados por el comercio, y menos capaz aun de competir con ellos de manera efectiva. Esa fatal desaparición dejó el campo libre a la invasión y al dominio de (como dijo Weber) la racionalidad instrumental, o (como lo articuló Marx) del rol determinante de la economía: las “bases” de la vida social infundieron a todos los otros ámbitos de la vida el status de “superestructura” –es decir, un artefacto de esas “bases” cuya única función era contribuir a su funcionamiento aceitado y constante–. La disolución de los sólidos condujo a una progresiva emancipación de la economía de sus tradicionales ataduras políticas, éticas y culturales. Sedimentó un nuevo orden, definido primariamente en términos económicos. Ese nuevo orden debía ser más “sólido” que los órdenes que reemplazaba, porque –a diferencia de ellos– era inmune a los embates de cualquier acción que no fuera económica. Casi todos los poderes políticos o morales capaces de trastocar o reformar ese nuevo orden habían sido destruidos o incapacitados, por debilidad, para esa tarea. Y no porque el orden económico, una vez establecido, hubiera colonizado, reeducado y convertido a su gusto el resto de la vida social, sino porque ese orden llegó a dominar la totalidad de la vida humana, volviendo irrelevante e inefectivo todo aspecto de la vida que no contribuyera a su incesante y continua reproducción. Esa etapa de la carrera de la modernidad ha sido bien descripta por Claus Offe (en “The utopia of the zero option”, publicado por pimera vez en 1987 en Praxis International): las sociedades complejas “se han vuelto tan rígidas que el mero intento de renovar o pensar normativamente su ‘orden’ –es decir, la naturaleza de la coordinación de los procesos que se producen en ellas– está virtualmente obturado en función de su futilidad práctica y, por lo tanto, de su inutilidad esencial”. Por libres y volátiles que sean, individual o grupalmente, los “subsistemas” de ese orden se encuentran interrelacionados de manera “rígida, fatal y sin ninguna posibilidad de libre elección”. El orden general de las cosas no admite opciones; ni siquiera está claro cuáles podrían ser esas opciones, y aun menos claro cómo podría hacerse real alguna opción viable, en el improbable caso de que la vida social fuera capaz de concebirla y gestarla. Entre el orden dominante y cada una de las agencias, vehículos y estratagemas de cualquier acción efectiva se abre una brecha –un abismo cada vez más infranqueable, y sin ningún puente a la vista–. A diferencia de la mayoría de los casos distópicos, este efecto no ha sido consecuencia de un gobierno dictatorial, de la subordinación, la opresión o la esclavitud; tampoco ha sido consecuencia de la “colonización” de la esfera privada por parte del “sistema”. Más bien todo lo contrario: la situación actual emergió de la disolución radical de aquellas amarras acusadas – justa o injustamente– de limitar la libertad individual de elegir y de actuar. La rigidez del orden es el artefacto y el sedimento de la libertad de los agentes humanos. Esa rigidez es el producto general de “perder los frenos”: de la desregulación, la liberalización, la “flexibilización”, la creciente fluidez, la liberación de los mercados financiero, laboral e inmobiliario, la disminución de las cargas impositivas, etc. (como señalara Offe en “Binding, shackles, brakes”, publicado por primera vez en 1987); o (citando a Richard Sennett en Flesh and Stone [Carne y piedra]), de las técnicas de “velocidad, huida, pasividad” – en otras palabras, técnicas que permiten que el sistema y los agentes libres no se comprometan entre sí, que se eludan en vez de reunirse–. Si ha pasado la época de las revoluciones sistémicas, es porque no existen edificios para alojar las oficinas del sistema, que podrían ser invadidas y capturadas por los revolucionarios; y también porque resulta extraordinariamente difícil, e incluso imposible, imaginar qué podrían hacer los vencedores, una vez dentro de esos edificios (si es que primero los hubieran encontrado), para revertir la situación y poner fin al malestar que los impulsó a rebelarse. Resulta evidente la escasez de esos potenciales revolucionarios, de gente capaz de articular el deseo de cambiar su situación individual como parte del proyecto de cambiar el orden de la sociedad. La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual –al menos no de la agenda donde supuestamente se sitúa la acción política–. La “disolución de los sólidos”, el rasgo permanente de la modernidad, ha adquirido por lo tanto un nuevo significado, y sobre todo ha sido redirigida hacia un nuevo blanco: uno de los efectos más importantes de ese cambio de dirección ha sido la disolución de las fuerzas que podrían mantener el tema del orden y del sistema dentro de la agenda política. Los sólidos que han sido sometidos a la disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los proyectos y las acciones colectivos –las estructuras de comunicación y coordinación entre las políticas de vida individuales y las acciones políticas colectivas–. En una entrevista concedida a Jonathan Rutherford el 3 de febrero de 1999, Ulrich Beck (quien hace pocos años acuñó el término “segunda modernidad” para connotar la fase en que la modernidad “volvió sobre sí misma”, la época de la soi-disant “modernización de la modernidad”) habla de “categorías zombis” y de “instituciones zombis”, que están “muertas y todavía vivas”. Nombra la familia, la clase y el vecindario como ejemplos ilustrativos de este nuevo fenómeno. La familia, por ejemplo: ¿Qué es una familia en la actualidad? ¿Qué significa? Por supuesto, hay niños, mis niños, nuestros niños. Pero hasta la progenitura, el núcleo de la vida familiar, ha empezado a desintegrarse con el divorcio […] Abuelas y abuelos son incluidos y excluidos sin recursos para participar en las decisiones de sus hijos e hijas. Desde el punto de vista de los nietos, el significado de los abuelos debe determinarse por medio de decisiones y elecciones individuales. Lo que se está produciendo hoy es, por así decirlo, una redistribución y una reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad. Al principio, esos poderes afectaban las instituciones existentes, los marcos que circunscribían los campos de acciones y elecciones posibles, como los patrimonios heredados, con su asignación obligatoria, no por gusto. Las configuraciones, las constelaciones, las estructuras de dependencia e interacción fueron arrojadas en el interior del crisol, para ser fundidas y después remodeladas: ésa fue la fase de “romper el molde” en la historia de la transgresora, ilimitada, erosiva modernidad. No obstante, los individuos podían ser excusados por no haberlo advertido: tuvieron que enfrentarse a pautas y configuraciones que, aunque “nuevas y mejores”, seguían siendo tan rígidas e inflexibles como antes. Por cierto, todos los moldes que se rompieron fueron reemplazados por otros; la gente fue liberada de sus viejas celdas sólo para ser censurada y reprendida si no lograba situarse –por medio de un esfuerzo dedicado, continuo y de por vida– en los nichos confeccionados por el nuevo orden: en las clases, los marcos que (tan inflexiblemente como los ya disueltos estamentos) encuadraban la totalidad de las condiciones y perspectivas vitales, y condicionaban el alcance de los proyectos y estrategias de vida. Los individuos debían dedicarse a la tarea de usar su nueva libertad para encontrar el nicho apropiado y establecerse en él, siguiendo fielmente las reglas y modalidades de conducta correctas y adecuadas a esa ubicación. Sin embargo, esos códigos y conductas que uno podía elegir como puntos de orientación estables, y por los cuales era posible guiarse, escasean cada vez más en la actualidad. Eso no implica que nuestros contemporáneos sólo estén guiados por su propia imaginación, ni que puedan decidir a voluntad cómo construir un modelo de vida, ni que ya no dependan de la sociedad para conseguir los materiales de construcción o planos autorizados. Pero sí implica que, en este momento, salimos de la época de los “grupos de referencia” preasignados para desplazarnos hacia una era de “comparación universal” en la que el destino de la labor de construcción individual está endémica e irremediablemente indefinido, no dado de antemano, y tiende a pasar por numerosos y profundos cambios antes de alcanzar su único final verdadero: el final de la vida del individuo. En la actualidad, las pautas y configuraciones ya no están “determinadas”, y no resultan “autoevidentes” de ningún modo; hay demasiadas, chocan entre sí y sus mandatos se contradicen, de manera que cada una de esas pautas y configuraciones ha sido despojada de su poder coercitivo o estimulante. Y, además, su naturaleza ha cambiado, por lo cual han sido reclasificadas en consecuencia: como ítem del inventario de tareas individuales. En vez de preceder a la política de vida y de encuadrar su curso futuro, deben seguirla (derivar de ella), y reformarse y remoldearse según los cambios y giros que esa política de vida experimente. El poder de licuefacción se ha desplazado del “sistema” a la “sociedad”, de la “política” a las “políticas de vida”… o ha descendido del “macronivel” al “micronivel” de la cohabitación social. Como resultado, la nuestra es una versión privatizada de la modernidad, en la que el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso caen primordialmente sobre los hombros del individuo. La licuefacción debe aplicarse ahora a las pautas de dependencia e interacción, porque les ha tocado el turno. Esas pautas son maleables hasta un punto jamás experimentado ni imaginado por las generaciones anteriores, ya que, como todos los fluidos, no conservan mucho tiempo su forma. Darles forma es más fácil que mantenerlas en forma. Los sólidos son moldeados una sola vez. Mantener la forma de los fluidos requiere muchísima atención, vigilancia constante y un esfuerzo perpetuo… e incluso en ese caso el éxito no es, ni mucho menos, previsible. Sería imprudente negar o menospreciar el profundo cambio que el advenimiento de la “modernidad fluida” ha impuesto a la condición humana. El hecho de que la estructura sistémica se haya vuelto remota e inalcanzable, combinado con el estado fluido y desestructurado del encuadre de la política de vida, ha cambiado la condición humana de modo radical y exige repensar los viejos conceptos que solían enmarcar su discurso narrativo. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo tiempo. La pregunta es si su resurrección –aun en una nueva forma o encarnación– es factible; o, si no lo es, cómo disponer para ellos un funeral y una sepultura decentes. Este libro está dedicado a esa pregunta. Hemos elegido examinar cinco conceptos básicos en torno de los cuales ha girado la narrativa ortodoxa de la condición humana: emancipación, individualidad, tiempo/espacio, trabajo y comunidad. Se han explorado (aunque de manera muy fragmentaria y preliminar) sucesivos avatares de sus significados y aplicaciones prácticas, con la esperanza de salvar a los niños del diluvio de aguas contaminadas. La modernidad significa muchas cosas, y su advenimiento y su avance pueden evaluarse empleando diferentes parámetros. Sin embargo, un rasgo de la vida moderna y de sus puestas en escena sobresale particularmente, como “diferencia que hace toda la diferencia”, como atributo crucial del que derivan todas las demás características. Ese atributo es el cambio en la relación entre espacio y tiempo. La modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de la práctica vital y entre sí, y pueden ser teorizados como categorías de estrategia y acción mutuamente independientes, cuando dejan de ser –como solían serlo en los siglos premodernos– aspectos entrelazados y apenas discernibles de la experiencia viva, unidos por una relación de correspondencia estable y aparentemente invulnerable. En la modernidad, el tiempo tiene historia, gracias a su “capacidad de contención” que se amplía permanentemente: la prolongación de los tramos de espacio que las unidades de tiempo permiten “pasar”, “cruzar”, “cubrir”… o conquistar. El tiempo adquiere historia cuando la velocidad de movimiento a través del espacio (a diferencia del espacio eminentemente inflexible, que no puede ser ampliado ni reducido) se convierte en una cuestión de ingenio, imaginación y recursos humanos. La idea misma de velocidad (y aun más conspicuamente, de aceleración), referida a la relación entre tiempo y espacio, supone su variabilidad, y sería difícil que tuviera algún sentido si esa relación no fuera cambiante, si fuera un atributo de la realidad inhumana y pre humana en vez de estar condicionada a la inventiva y la determinación humanas, y si no hubiera trascendido el estrecho espectro de variaciones a las que los instrumentos naturales de movilidad –los miembros inferiores, humanos o equinos– solían reducir los movimientos de los cuerpos pre-modernos. Cuando la distancia recorrida en una unidad de tiempo pasó a depender de la tecnología, de los medios de transporte artificiales existentes, los límites heredados de la velocidad de movimiento pudieron transgredirse. Sólo el cielo (o, como se reveló más tarde, la velocidad de la luz) empezó a ser el límite, y la modernidad fue un esfuerzo constante, imparable y acelerado por alcanzarlo. Gracias a sus recientemente adquiridas flexibilidad y capacidad de expansión, el tiempo moderno se ha convertido, primordialmente, en el arma para la conquista del espacio. En la lucha moderna entre espacio y tiempo, el espacio era el aspecto sólido y estólido, pesado e inerte, capaz de entablar solamente una guerra defensiva, de trincheras… y ser un obstáculo para las flexibles embestidas del tiempo. El tiempo era el bando activo y dinámico del combate, el bando siempre a la ofensiva: la fuerza invasora, conquistadora y colonizadora. Durante la modernidad, la velocidad de movimiento y el acceso a medios de movilidad más rápidos ascendieron hasta llegar a ser el principal instrumento de poder y dominación. Michel Foucault usó el diseño del panóptico de Jeremy Bentham como archimetáfora del poder moderno. En el panóptico, los internos estaban inmovilizados e impedidos de cualquier movimiento, confinados dentro de gruesos muros y murallas custodiados, y atados a sus camas, celdas o bancos de trabajo. No podían moverse porque estaban vigilados; debían permanecer en todo momento en sus sitios asignados porque no sabían, ni tenían manera de saber, dónde se encontraban sus vigilantes, que tenían libertad de movimiento. La facilidad y la disponibilidad de movimiento de los guardias eran garantía de dominación; la “inmovilidad” de los internos era muy segura, la más difícil de romper entre todas las ataduras que condicionaban su subordinación. El dominio del tiempo era el secreto del poder de los jefes… y tanto la inmovilización de sus subordinados en el espacio mediante la negación del derecho a moverse como la rutinización del ritmo temporal impuesto eran las principales estrategias del ejercicio del poder. La pirámide de poder estaba construida sobre la base de la velocidad, el acceso a los medios de transporte y la subsiguiente libertad de movimientos. El panóptico era un modelo de confrontación entre los dos lados de la relación de poder. Las estrategias de los jefes –salvaguardar la propia volatilidad y rutinizar el flujo de tiempo de sus subordinados– se fusionaron. Pero existía cierta tensión entre ambas tareas. La segunda tarea ponía límites a la primera: ataba a los “rutinizadores” al lugar en el cual habían sido confinados los objetos de esa rutinización temporal. Los “rutinizadores” no tenían una verdadera y plena libertad de movimientos: era imposible considerar la opción de que pudiera haber “amos ausentes”. El panóptico tiene además otras desventajas. Es una estrategia costosa: conquistar el espacio y dominarlo, así como mantener a los residentes en el lugar vigilado, implica una gran variedad de tareas administrativas engorrosas y caras. Hay que construir y mantener edificios, contratar y pagar a vigilantes profesionales, atender y abastecer la supervivencia y la capacidad laboral de los internos. Finalmente, administrar significa, de una u otra manera, responsabilizarse del bienestar general del lugar, aunque sólo sea en nombre del propio interés… y la responsabilidad significa estar atado al lugar. Requiere presencia y confrontación, al menos bajo la forma de presiones y roces constantes. Lo que induce a tantos teóricos a hablar del “fin de la historia”, de posmodernidad, de “segunda modernidad” y “sobremodernidad”, o articular la intuición de un cambio radical en la cohabitación humana y en las condiciones sociales que restringen actualmente a las políticas de vida, es el hecho de que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad del movimiento ha llegado ya a su “límite natural”. El poder puede moverse con la velocidad de la señal electrónica; así, el tiempo requerido para el movimiento de sus ingredientes esenciales se ha reducido a la instantaneidad. En la práctica, el poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni siquiera detenido, por la resistencia del espacio (el advenimiento de los teléfonos celulares puede funcionar como el definitivo “golpe fatal” a la dependencia del espacio: ni siquiera es necesario acceder a una boca telefónica para poder dar una orden y controlar sus efectos. Ya no importa dónde pueda estar el que emite la orden –la distinción entre “cerca” y “lejos”, o entre lo civilizado y lo salvaje, ha sido prácticamente cancelada–). Este hecho confiere a los poseedores de poder una oportunidad sin precedentes: la de prescindir de los aspectos más irritantes de la técnica panóptica del poder. La etapa actual de la historia de la modernidad –sea lo que fuere por añadidura– es, sobre todo, pospanóptica. En el panóptico lo que importaba era que supuestamente las personas a cargo estaban siempre “allí”, cerca, en la torre de control. En las relaciones de poder pospanópticas, lo que importa es que la gente que maneja el poder del que depende el destino de los socios menos volátiles de la relación puede ponerse en cualquier momento fuera de alcance… y volverse absolutamente inaccesible. El fin del panóptico augura el fin de la era del compromiso mutuo: entre supervisores y supervisados, trabajo y capital, líderes y seguidores, ejércitos en guerra. La principal técnica de poder es ahora la huida, el escurrimiento, la elisión, la capacidad de evitar, el rechazo concreto de cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos. Esta nueva técnica de poder ha sido ilustrada vívidamente por las estrategias empleadas durante la Guerra del Golfo y la de Yugoslavia. En la conducción de la guerra, la reticencia a desplegar fuerzas terrestres fue notable; a pesar de lo que dijeran las explicaciones oficiales, esa reticencia no era producto solamente del publicitado síndrome de “protección de los cuerpos”. El combate directo en el campo de batalla no fue evitado meramente por su posible efecto adverso sobre la política doméstica, sino también (y tal vez principalmente) porque era inútil por completo e incluso contraproducente para los propósitos de la guerra. Después de todo, la conquista del territorio, con todas sus consecuencias administrativas y gerenciales, no sólo estaba ausente de la lista de objetivos bélicos, sino que era algo que debía evitarse por todos los medios y que era considerado con repugnancia como otra clase de “daño colateral” que, en esta oportunidad, agredía a la fuerza de ataque. Los bombardeos realizados por medio de casi invisibles aviones de combate y misiles “inteligentes” –lanzados por sorpresa, salidos de la nada y capaces de desaparecer inmediatamente– reemplazaron las invasiones territoriales de las tropas de infantería y el esfuerzo por despojar al enemigo de su territorio, apoderándose de la tierra controlada y administrada por el adversario. Los atacantes ya no deseaban para nada ser “los últimos en el campo de batalla” después de que el enemigo huyera o fuera exterminado. La fuerza militar y su estrategia bélica de “golpear y huir” prefiguraron, anunciaron y encarnaron aquello que realmente estaba en juego en el nuevo tipo de guerra de la época de la modernidad líquida: ya no la conquista de un nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los nuevos poderes globales fluidos; sacarle de la cabeza al enemigo todo deseo de establecer sus propias reglas para abrir de ese modo un espacio –hasta entonces amurallado e inaccesible– para la operación de otras armas (no militares) del poder. Se podría decir (parafraseando la fórmula clásica de Clausewitz) que la guerra de hoy se parece cada vez más a “la promoción del libre comercio mundial por otros medios”. Recientemente, Jim MacLaughlin nos ha recordado (en Sociology, 1/99) que el advenimiento de la era moderna significó, entre otras cosas, el ataque consistente y sistemático de los “establecidos”, convertidos al modo de vida sedentario, contra los pueblos y los estilos de vida nómades, completamente adversos a las preocupaciones territoriales y fronterizas del emergente Estado moderno. En el siglo XIV, Ibn Khaldoun podía cantar sus alabanzas del nomadismo, que hace que los pueblos “se acerquen más a la bondad que los sedentarios porque […] están más alejados de los malos hábitos que han infectado los corazones sedentarios”, pero la febril construcción de naciones y estados-nación que se desencadenó poco tiempo después en toda Europa puso el “suelo” muy por encima de la “sangre” al sentar las bases del nuevo orden legislado, que codificaba los derechos y deberes de los ciudadanos. Los nómades, que menospreciaban las preocupaciones territoriales de los legisladores y que ignoraban absolutamente sus fanáticos esfuerzos por establecer fronteras, fueron presentados como los peores villanos de la guerra santa entablada en nombre del progreso y de la civilización. Los modernos “cronopolíticos” no sólo los consideraron seres inferiores y primitivos, “subdesarrollados” que necesitaban ser reformados e ilustrados, sino también retrógrados que sufrían “retraso cultural”, que se encontraban en los peldaños más bajos de la escala evolutiva y que eran, por añadidura, imperdonablemente necios por su reticencia a seguir “el esquema universal de desarrollo”. Durante toda la etapa sólida de la era moderna, los hábitos nómades fueron mal considerados. La ciudadanía iba de la mano con el sedentarismo, y la falta de un “domicilio fijo” o la no pertenencia a un “Estado” implicaba la exclusión de la comunidad respetuosa de la ley y protegida por ella, y con frecuencia condenaba a los infractores a la discriminación legal, cuando no al enjuiciamiento. Aunque ese trato todavía se aplica a la “subclase” de los sin techo, que son sometidos a las viejas técnicas de control panóptico (técnicas que ya no se emplean para integrar y disciplinar a la mayoría de la población), la época de la superioridad incondicional del sedentarismo sobre el nomadismo y del dominio de lo sedentario sobre lo nómade tiende a finalizar. Estamos asistiendo a la venganza del nomadismo contra el principio de la territorialidad y el sedentarismo. En la etapa fluida de la modernidad, la mayoría sedentaria es gobernada por una elite nómade y extraterritorial. Mantener los caminos libres para el tráfico nómade y eliminar los pocos puntos de control fronterizo que quedan se ha convertido en el metaobjetivo de la política, y también de las guerras que, tal como lo expresara Clausewitz, son solamente “la expansión de la política por otros medios”. La elite global contemporánea sigue el esquema de los antiguos “amos ausentes”. Puede gobernar sin cargarse con las tareas administrativas, gerenciales o bélicas y, por añadidura, también puede evitar la misión de “esclarecer”, “reformar las costumbres”, “levantar la moral”, “civilizar” y cualquier cruzada cultural. El compromiso activo con la vida de las poblaciones subordinadas ha dejado de ser necesario (por el contrario, se lo evita por ser costoso sin razón alguna y poco efectivo), y por lo tanto lo “grande” no sólo ha dejado de ser “mejor”, sino que ha perdido cualquier sentido racional. Lo pequeño, lo liviano, lo más portable significa ahora mejora y “progreso”. Viajar liviano, en vez de aferrarse a cosas consideradas confiables y sólidas –por su gran peso, solidez e inflexible capacidad de resistencia–, es ahora el mayor bien y símbolo de poder. Aferrarse al suelo no es tan importante si ese suelo puede ser alcanzado y abandonado a voluntad, en poco o en casi ningún tiempo. Por otro lado, aferrarse demasiado, cargándose de compromisos mutuamente inquebrantables, puede resultar positivamente perjudicial, mientras las nuevas oportunidades aparecen en cualquier otra parte. Es comprensible que Rockefeller haya querido que sus fábricas, ferrocarriles y pozos petroleros fueran grandes y robustos, para poseerlos durante mucho, mucho tiempo (para toda la eternidad, si medimos el tiempo según la duración de la vida humana o de la familia). Sin embargo, Bill Gates se separa sin pena de posesiones que ayer lo enorgullecían: hoy, lo que da ganancias es la desenfrenada velocidad de circulación, reciclado, envejecimiento, descarte y reemplazo –no la durabilidad ni la duradera confiabilidad del producto–. En una notable inversión de la tradición de más de un milenio, los encumbrados y poderosos de hoy son quienes rechazan y evitan lo durable y celebran lo efímero, mientras los que ocupan el lugar más bajo –contra todo lo esperable– luchan desesperadamente para lograr que sus frágiles, vulnerables y efímeras posesiones duren más y les rindan servicios duraderos. Los encumbrados y los menos favorecidos se encuentran hoy en lados opuestos de las grandes liquidaciones y en las ventas de autos usados. La desintegración de la trama social y el desmoronamiento de las agencias de acción colectiva suelen señalarse con gran ansiedad y justificarse como “efecto colateral” anticipado de la nueva levedad y fluidez de un poder cada vez más móvil, escurridizo, cambiante, evasivo y fugitivo. Pero la desintegración social es tanto una afección como un resultado de la nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el descompromiso y el arte de la huida. Para que el poder fluya, el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles. Cualquier trama densa de nexos sociales, y particularmente una red estrecha con base territorial, implica un obstáculo que debe ser eliminado. Los poderes globales están abocados al desmantelamiento de esas redes, en nombre de una mayor y constante fluidez, que es la fuente principal de su fuerza y la garantía de su invencibilidad. Y el derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes humanos permiten que esos poderes puedan actuar. Si estas tendencias mezcladas se desarrollaran sin obstáculos, hombres y mujeres serían remodelados siguiendo la estructura del mol electrónico, esa orgullosa invención de los primeros años de la cibernética que fue aclamada como un presagio de los años futuros: un enchufe portátil, moviéndose por todas partes, buscando desesperadamente tomacorrientes donde conectarse. Pero en la época que auguran los teléfonos celulares, es probable que los enchufes sean declarados obsoletos y de mal gusto, y que tengan cada vez menos calidad y poca oferta. Ya ahora, muchos abastecedores de energía eléctrica enumeran las ventajas de conectarse a sus redes y rivalizan por el favor de los buscadores de enchufes. Pero a largo plazo (sea cual fuere el significado que “a largo plazo” pueda tener en la era de la instantaneidad) lo más probable es que los enchufes desaparezcan y sean reemplazados por baterías descartables que venderán los kioscos de todos los aeropuertos y todas las estaciones de servicio de autopistas y caminos rurales. Parece una diotopía hecha a la medida de la modernidad líquida… adecuada para reemplazar los temores consignados en las pesadillas al estilo Orwell y Huxley. Junio de 1999 Capítulo 1: Emancipación Los azares y los cambios de la fortuna crítica Cornelius Castoriadis afirma que lo que está mal en la sociedad en la que vivimos es que ha dejado de cuestionarse a sí misma. Se trata de un tipo de sociedad que ya no reconoce la alternativa de otra sociedad, y por lo tanto se considera absuelta del deber de examinar, demostrar, justificar (y más aun probar) la validez de sus presupuestos explícitos o implícitos. Sin embargo, esto no significa que nuestra sociedad haya eliminado (o pueda eliminar, cerrando el paso a un levantamiento generalizado) el pensamiento crítico como tal. Tampoco ha desalentado (y menos aun amedrentado) su exteriorización. Muy por el contrario: nuestra sociedad —una sociedad de “individuos libres”— ha hecho de la crítica de la realidad, de la desafección de “lo que es” y de la exteriorización de esa desafección una parte obligatoria a la vez que inevitable de las ocupaciones vitales de cada uno de sus miembros. Tal y como nos lo recuerda una y otra vez Anthony Giddens, en la actualidad, todos estamos comprometidos en la “política de vida”; somos “seres reflexivos” que observan con atención cada movimiento que hacen, que rara vez están satisfechos con sus resultados y que siempre están deseosos de rectificarlos. No obstante, de alguna manera esa reflexión no logra alcanzar los complejos mecanismos que conectan nuestros movimientos con sus efectos y que deciden sus resultados, y menos aun las condiciones que hacen que esos mecanismos jueguen con total libertad. Estamos quizá mucho más “predispuestos críticamente”, más atrevidos e intransigentes en nuestra crítica de lo que nuestros ancestros pudieron estarlo en su vida diaria, pero nuestra crítica, por así decirlo, “no tiene dientes”, es incapaz de producir efectos en el programa establecido para nuestras opciones de “políticas de vida”. Como nos previniera Leo Strauss hace ya largo tiempo, la libertad sin precedentes que nuestra sociedad ofrece a sus miembros ha llegado acompañada de una impotencia también sin precedentes. A veces escuchamos la opinión de que la sociedad contemporánea (que aparece bajo el nombre de “sociedad moderna tardía o posmoderna”, la “sociedad de la segunda modernidad” según Ulrich Beck o, como yo prefiero llamarla, la “sociedad de la modernidad líquida”) es poco hospitalaria con la crítica. Esa opinión parece perder de vista la naturaleza del cambio actual presuponiendo que el propio significado de “hospitalidad” permanece inalterable a través de sucesivas etapas históricas. El punto es, sin embargo, que la sociedad contemporánea ha dado al “ser hospitalario con la crítica” un sentido totalmente nuevo y ha encontrado el modo de acomodar el pensamiento y la acción críticos permaneciendo a la vez inmune a los efectos de ese acomodamiento, emergiendo así intacta e incólume —fortalecida en vez de debilitada— de las pruebas y los exámenes a los que la somete esa política de puertas abiertas. El tipo de hospitalidad que ofrece a la crítica la forma actual de la sociedad moderna puede compararse con el esquema de un predio para acampar. El lugar está abierto a todos aquellos que tengan su propia casa rodante y suficiente dinero para pagar la estadía. Los huéspedes van y vienen, a nadie le interesa demasiado cómo se administra el lugar en tanto y en cuanto a los clientes se les asigne el suficiente espacio como para estacionar su casa rodante, los enchufes y los grifos estén en buen estado y los propietarios de las casas cercanas no hagan demasiado ruido y mantengan bajo el volumen de sus televisores portátiles y de sus equipos de audio cuando anochece. Los conductores traen al lugar sus propias casas, remolcadas por sus autos y equipadas con todo lo que necesitarán durante su estadía que, en todo caso, esperan sea breve. Cada conductor tiene sus propios horarios e itinerario. Lo que esperan de los administradores del establecimiento es que tan sólo (y nada menos) los dejen tranquilos y no los molesten. A cambio, se comprometen a no desafiar la autoridad de los administradores y a pagar puntualmente. Y como pagan, también exigen. Son proclives a la intransigencia cuando se trata de defender su derecho a los servicios prometidos, pero, por lo demás, prefieren hacer su vida y se enojan si alguien pretende impedirles el acceso a ellos. De tanto en tanto, reclamarán un mejor servicio; si son directos, decididos y no tienen pelos en la lengua, hasta puede que consigan lo que piden. Si se sienten estafados o defraudados, los conductores se quejarán y reclamarán lo que les corresponde —pero jamás se les ocurrirá cuestionar o renegociar la filosofía administrativa del lugar, y menos aun hacerse cargo de la responsabilidad de llevarlo adelante ellos mismos—. A lo sumo, tomarán mentalmente nota de ese sitio en particular para no volver ni recomendárselo a sus amigos. Cuando, siguiendo su propio itinerario, finalmente se van, el lugar queda tal y como estaba antes de su llegada, indemne a su paso y a la espera de otros nuevos por llegar; si las quejas registradas por sucesivas tandas de acampantes se van acumulando, los servicios prestados por el establecimiento podrán ser modificados para impedir que un descontento reiterado se haga oír nuevamente en el futuro. En la era de la sociedad de la modernidad líquida, la hospitalidad con la crítica sigue el esquema de un predio para acampar. La teoría crítica clásica, puesta a punto por Adorno y Horkheimer, había sido gestada por la experiencia de una modernidad diferente, preocupada por el tema del orden y por lo tanto conformada por y orientada hacia el telos de la emancipación. En ese tiempo, y por buenas razones empíricas, la idea de la crítica se inscribía dentro de un modelo muy diferente, un modelo de organización doméstica compartida, con reglas institucionales y normas de uso y costumbre, asignación de tareas y supervisión de resultados. Si bien nuestra sociedad es hospitalaria para con la crítica a la manera en que un camping es hospitalario con los acampantes, definitiva y decididamente nuestra sociedad no es hospitalaria con la crítica al modo en que lo asumieron los fundadores de la escuela crítica y hacia el que dirigieron su teoría. Podríamos decir, en términos diferentes pero compatibles, que la “crítica estilo consumidor” ha venido a reemplazar a su predecesora, la “crítica estilo productor”. Contrariamente a lo que sucede con una moda muy extendida, este vuelco fatídico no puede explicarse como resultado de un cambio de humor general, una mengua del apetito dé reformas sociales, un decreciente interés por el bien común y por las imágenes de una sociedad justa, el descenso de popularidad del compromiso político o el ascenso de la marea de sentimientos hedonistas del tipo “yo primero” —si bien todos estos fenómenos son una marca patentada de nuestros tiempos—. Las causas del cambio son más profundas; tienen sus raíces en la gran transformación del espacio público y, más en general, en la manera en la que la sociedad moderna funciona y se perpetúa a sí misma. El tipo de modernidad que era el blanco —a la vez que el marco cognitivo— de la teoría crítica clásica llama retrospectivamente la atención del analista por su notable diferencia con la sociedad que enmarca las vidas de las generaciones actuales. Resulta “pesada” (por oposición a la “liviana” modernidad contemporánea); más aun, “sólida” (por oposición a “fluida”, “líquida” o “licuada”); “condensada” (por oposición a “difusa” o “capilar”); finalmente, “sistèmica” (por oposición a “retificada”). La modernidad pesada/sólida/condensada/sistémica de la era de la “teoría crítica’’ estaba endémicamente preñada de una tendencia al totalitarismo. La sociedad totalitaria de la homogeneidad abarcadora, compulsiva y forzosa oscurecía de forma amenazante y permanente el horizonte —como si fuera su destino último, como una bomba de tiempo a medias desactivada o un espectro no del todo exorcizado—. La modernidad fue una enemiga acérrima de la contingencia, la variedad, la ambigüedad, lo aleatorio y la idiosincrasia, “anomalías” todas a las que declaró una guerra santa de desgaste; y se sabía que la autonomía y la libertad individual serían las principales bajas de esa cruzada. Algunos de los iconos fundamentales de esa modernidad fueron: las fábricas fordistas, que reducían las actividades humanas a simples y rutinarios movimientos fuertemente predeterminados que debían seguirse de manera obediente y mecánica, sin intervención de las facultades mentales y manteniendo a raya todo sesgo de espontaneidad e iniciativa individual; la burocracia, afín al menos en su tendencia innata al modelo ideal de Max Weber, en el cual las identidades y los lazos sociales se dejaban en el guardarropa de entrada junto con los sombreros, paraguas y abrigos, de modo tal que las acciones de quienes ingresan y durante el tiempo que se encuentran dentro se rijan solamente y de manera indiscutible según las reglas; el panóptico, con sus torres de vigilancia y sus internos condenados a una vigilancia sin tregua; el Gran Hermano, que nunca se duerme, siempre listo, dispuesto y expeditivo a la hora de recompensar a los leales y castigar a los infieles; y, finalmente, el Konzlager (al que más tarde se uniría el gulag en el contra panteón de los demonios modernos), el lugar en el que los límites de la maleabilidad humana fueron puestos a prueba en condiciones de laboratorio, en tanto aquellos que se presumía no eran maleables o no lo eran lo suficiente eran condenados a perecer de agotamiento o enviados a las cámaras de gas y al crematorio. Retrospectivamente una vez más, podemos decir que la teoría crítica apuntaba a desactivar y neutralizar, o directamente a desconectar, la tendencia totalitaria de una sociedad sospechosa de ser portadora endémica permanente de tendencias totalitaristas. El principal objetivo de la teoría crítica era defender la autonomía humana, la libertad de elección y autoafirmación y el derecho a ser y seguir siendo diferente. Como en los primeros melodramas de Hollywood, en los que el momento en que la pareja se reencontraba y tomaba sus votos matrimoniales marcaba el final del drama y el comienzo del dichoso “y vivieron felices para siempre”, la teoría crítica temprana creyó que el momento culminante de la emancipación humana —el momento de decir “misión cumplida”— era el despegue de la libertad individual de las férreas garras de la rutina y la liberación del individuo de la cárcel de acero de una sociedad enferma de insaciables apetitos totalitarios, uniformadores y homogeneizantes. La crítica sirvió a ese propósito; no se propuso ver más allá, no más allá del momento de esa conquista —ni tuvo tiempo para hacerlo—. El libro 1984, de George Orwell, fue, en el momento en que fue escrito, el más exhaustivo —y canónico— inventario de los miedos y aprensiones que asolaban a la modernidad pesada. Una vez proyectados sobre el diagnóstico de los problemas contemporáneos y las causas de los sufrimientos contemporáneos, esos temores marcaron el norte del programa de emancipación de la época El verdadero 1984 llegó, y la visión de Orwell fue recuperada puntualmente, debatida —como era esperable— en público y meticulosamente ventilada, quizá por última vez. Como era esperable también, muchos escritores afilaron el lápiz para deslindar aciertos y errores de la profecía de Orwell, de acuerdo con el lapso que Orwell había previsto para que sus palabras se hicieran realidad. En nuestro tiempo, cuando hasta la inmortalidad de los hitos y monumentos de la historia cultural de la humanidad está sujeta a un reciclaje permanente y cuando hasta periódicamente se debe llamar la atención de los humanos sobre dichos hitos y monumentos en ocasión de algún aniversario o por el aspaviento que precede y acompaña las exposiciones retrospectivas (para desaparecer de la imagen y el pensamiento después del cierre de la exposición o hasta ocupar espacio en la prensa y tiempo en la televisión con la llegada de un nuevo aniversario), no es de extrañar el tratamiento otorgado al “acontecimiento Orwell”, que no fue demasiado diferente del acordado intermitentemente a similares acontecimientos, como el de Tutankamón, el Oro Inca, Vermeer, Picasso o Monet. Aun así, la brevedad de las celebraciones de 1984, la tibieza y el rápido enfriamiento del interés que despertó y la velocidad con la que la chef-d'œuvre de Orwell volvió a sumergirse en el olvido cuando el bombo de la prensa se ha acallado nos obligan a detenernos y reflexionar. Después de todo, ese libro fue durante décadas (y hasta hace apenas un par de décadas) el catálogo más autorizado de temores, presagios y pesadillas públicos; entonces, ¿por qué despertó tan sólo un interés pasajero durante su breve resurrección? La única explicación coherente es que la gente que discutía el libro en 1984 no estaba entusiasmada ni se sentía incentivada por el tema sobre el que se le había encomendado debatir o reflexionar porque ya no era capaz de reconocer, en la distopía de Orwell, ni sus propias angustias y frustraciones ni las pesadillas de sus vecinos de al lado. El libro volvió a ocupar la atención pública tan sólo fugazmente, y se le confirió un status indeterminado entre la Historia Naturalis de Plinio el Viejo y las profecías de Nostradamus. Hay formas peores de definir los períodos históricos que por el tipo de “demonios interiores” que los asolan y atormentan. Durante muchos años, la distopía de Orwell, junto con el siniestro potencial del proyecto iluminista desentrañado por Adorno y Horkheimer, el panóptico de Bentham/Foucault y los recurrentes síntomas de la marea totalitaria, fue identificada con la idea de “modernidad”. No es de extrañar, por lo tanto, que cuando la escena pública se vio aliviada de sus antiguos miedos, y otros nuevos, muy diferentes de los horrores del inminente Gleichschaltung y la pérdida de la libertad, subieron a escena y se hicieron espacio en el debate público, algunos observadores no tardaron en proclamar el “fin de la modernidad” (o más directamente aun, el fin de la historia misma, argumentando que ya había alcanzado su telos al haber hecho que la libertad, al menos el tipo de libertad cuyos ejemplos son el libre mercado y la libertad de elección, fuera inmune a toda amenaza futura). Y sin embargo (y el reconocimiento es para Mark Twain), las noticias de la muerte de la modernidad, e incluso los rumores de su canto de cisne, son una burda exageración: la profusión de los obituarios no los hace menos prematuros. Parece que la sociedad que fue analizada y enjuiciada por los fundadores de la teoría crítica (o, para el caso, por la distopía de Orwell) fuera sólo una de las formas que la versátil y proteica sociedad moderna puede tomar. Su decadencia no augura el fin de la modernidad ni proclama el final de la desdicha humana. Menos aun presagia el fin de la crítica como labor y vocación intelectual; y bajo ningún punto de vista hace de esa crítica algo superfluo. La sociedad que ingresa al siglo XXI no es menos “moderna” que la que ingresó al siglo XX; a lo sumo, se puede decir que es moderna de manera diferente. Lo que la hace tan moderna como la de un siglo atrás es lo que diferencia a la modernidad de cualquier otra forma histórica de cohabitación humana: la compulsiva, obsesiva, continua, irrefrenable y eternamente incompleta modernización; la sobrecogedora, inextirpable e inextinguible sed de creación destructiva (o de creatividad destructiva, según sea el caso: “limpieza del terreno” en nombre de un diseño “nuevo y mejorado”; “desmantelamiento”, “eliminación”, “discontinuación”, “fusión” o “achicamiento”, todo en aras de una mayor capacidad de hacer más de lo mismo en el futuro —aumentar la productividad o la competitividad—). Como lo señalara Ephrain Lessing hace ya largo tiempo, en los umbrales de la era moderna fuimos emancipados de nuestra fe en el acto de la creación, en la revelación y en la condenación eterna. Una vez eliminadas esas creencias, los humanos nos encontramos “a nuestra merced” —lo que significa que de allí en más ya no hubo otros límites para el progreso y el auto mejoramiento que los impuestos por la calidad de nuestros talentos heredados o adquiridos: recursos, temple, voluntad y determinación—. Y todo aquello qué fue hecho por el hombre, el hombre lo puede deshacer. Ser moderno terminó significando, como en la actualidad, ser incapaz de detenerse y menos aun de quedarse quieto. Nos movemos y estamos obligados a movernos, pero no tanto por la “postergación de la gratificación”, como sugería Max Weber, sino porque no existe posibilidad alguna de encontrar gratificación: el horizonte de la gratificación, la línea de llegada en que el esfuerzo cesa y adviene el momento del reconfortante descanso después de una labor cumplida, se aleja más rápido que el más veloz de los corredores. La completud siempre es futura, y los logros pierden su atractivo y su poder gratificador en el mismo instante de su obtención, si no antes. Ser moderno significa estar eternamente un paso delante de uno mismo, en estado de constante transgresión (en palabras de Friedrich Nietzsche, no se puede ser Mensch —hombre— sin ser; o al menos esforzarse por ser, Übermensch —superhombre—); también significa tener una identidad que sólo existe en tanto proyecto inacabado. En lo que a todo esto se refiere, la situación de nuestros abuelos y la nuestra no son demasiado diferentes. Sin embargo, hay dos características que hacen que nuestra situación —nuestra forma de modernidad— sea novedosa y diferente. La primera es el gradual colapso y la lenta decadencia de la ilusión moderna temprana, la creencia de que el camino que transitamos tiene un final, un telos de cambio histórico alcanzable, un estado de perfección a ser alcanzado mañana, el año próximo o en el próximo milenio, una especie de sociedad buena, justa y sin conflictos en todos o en algunos de sus postulados: equilibrio sostenido entre la oferta y la demanda y satisfacción de todas las necesidades; perfecto orden, en el que cada cosa ocupa su lugar, las dislocaciones no perduran y ningún lugar es puesto en duda; absoluta transparencia de los asuntos humanos gracias al conocimiento de todo lo que es necesario conocer; completo control del futuro —completo al punto de poder eliminar toda contingencia, disputa, ambivalencia y consecuencia imprevista de los emprendimientos humanos—. El segundo cambio fundamental es la desregulación y la privatización de las tareas y responsabilidades de la modernización. Aquello que era considerado un trabajo a ser realizado por la razón humana en tanto atributo y propiedad de la especie humana ha sido fragmentado (“individualizado”), cedido al coraje y la energía individuales y dejado en manos de la administración de los individuos y de sus recursos individualmente administrados. Si bien la idea de progreso (o de toda otra modernización futura del statu quo) a través del accionar legislativo de la sociedad en su conjunto no ha sido abandonada completamente, el énfasis (junto con la carga de la responsabilidad) ha sido volcado sobre la autoafirmación del individuo. Esta fatídica retirada se ha visto reflejada en el corrimiento que hizo el discurso ético/político desde el marco de la “sociedad justa” hacia el de los “derechos humanos”, lo que implica reenfocar ese discurso en el derecho de los individuos a ser diferentes y a elegir y tomar a voluntad sus propios modelos de felicidad y de estilo de vida más conveniente. Las esperanzas de progreso, en vez de transformarse en dinero a lo grande en las arcas del gobierno, se han focalizado en cambios menores en el bolsillo de los contribuyentes. Si la modernidad original era pesada en la cima, la modernidad actual es liviana en la cima, luego de liberarse de sus deberes “emancipadores” salvo el dé delegar el trabajo de la emancipación en las capas medias y bajas, sobre las que ha recaído la mayor parte de la carga de la continua modernización. “No más salvación por la sociedad”, proclamaba el famoso apóstol del nuevo espíritu comercial Peter Drucker. “No existe la sociedad”, declaraba más rotundamente Margaret Thatcher. No mires hacia arriba ni hacia abajo; mira adentro tuyo, donde se supone residen tu astucia, tu voluntad y tu poder, que son todas las herramientas que necesitarás para progresar en la vida. Ya no hay “un Gran Hermano observándote”; ahora tu tarea es observar las crecientes filas de Grandes Hermanos y Grandes Hermanas, observarlos atenta y ávidamente, por si encuentras algo que pueda servirte: un ejemplo a imitar o un consejo sobre cómo enfrentar tus problemas que, como sus problemas, deben y sólo pueden ser enfrentados individualmente. Ya no hay grandes líderes que te digan qué hacer, liberándote así de la responsabilidad de las consecuencias de tus actos; en el mundo de los individuos, sólo hay otros individuos de quienes puedes tomar el ejemplo de cómo moverte en los asuntos de tu vida, cargando con toda la responsabilidad de haber confiado en ese ejemplo y no en otro. Capítulo 2: Individualidad Libros para comprar... o así parece La gente de nuestra época, señalo Albert Camus, sufre por no ser capaz de poseer el mundo completamente: Salvo por algunos vividos momentos de plenitud, para ella toda realidad es incompleta. Sus acciones se le escapan bajo la forma de otras acciones, vuelven, bajo disfraces inesperados, a juzgarla, y desaparecen, como el agua que Tántalo anhelaba beber, por algún agujero invisible. Esto es lo que cada uno de nosotros sabe después de un examen interior, esto es lo que nuestras biografías, analizadas retrospectivamente, nos enseñan del mundo que habitamos. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando miramos a nuestro alrededor, cuando observamos a las personas que conocemos y sobre las que sabemos algo: "vistas a distancia, sus existencias parecen poseer una coherencia y unidad que en realidad no pueden tener, pero que al espectador le parecen evidentes". Se trata, por supuesto, de una ilusión óptica. La distancia (es decir, nuestra escasez de conocimiento) hace confusos los detalles y borra todo lo que no encaja bien en la Gestal. Ilusión o no, tendemos a ver las vidas de los otros como obras de arte. Y, al verlas de ese modo, nos debatimos por lograr lo mismo: "todo el mundo trata de convertir su vida en una obra de arte". 18 Esa obra de arte que queremos moldear a partir de la dúctil materia de la vida se denomina “identidad". Cuando hablamos de identidad, aparece en nuestra mente una desvaída imagen de armonía, de lógica, de coherencia: todas esas cosas de las que el flujo de nuestra experiencia-para nuestra consume desesperaciónparece, grosera y abominablemente, carecer absolutamente. La búsqueda de identidad es la lucha constante por detener el flujo, por solidificar lo fluido, por dar forma, a lo informe. Nos debatimos tratando de negar o al menos de encubrir la pavorosa fluidez que reina debajo del envoltorio de la forma; tratamos de apartar los ojos de visiones que esos ojos no pueden penetrar ni absorber. Sin embargo, lejos de disminuir el flujo, por no hablar detenerlo, las identidades son semejantes a la costra que se endurece una y otra vez encima de la lava volcánica, que vuelve a fundirse y disolverse antes de haber tenido tiempo de enfriarse y solidificarse. Así, siempre hay necesidad de una prueba más, y otra —y esos intentos solo se concretan aferrándose desesperadamente a cosas sólidas y tangibles, que prometen duración, sean o no adecuadas para combinarse entre sí, y aunque no nos den motives para creer que, una vez combinadas, seguirán reunidas-. En palabras de Deleuze y Guattari, “el deseo acopla constantemente el flujo continuo con objetos parciales que son, por naturaleza, fragmentarios y fragmentados" 19. Las identidades únicamente parecen estables y sólidas cuando se ven, en un destello, desde afuera. Cuando se las contempla desde el interior de la propia experiencia biográfica, toda solidez parece frágil, vulnerable y constantemente desgarrada por fuerzas cortantes que dejan al desnudo su fluidez y por corrientes cruzadas que amenazan con despedazarla y con llevarse consigo cualquier forma que pudiera haber cobrado. La identidad experimentada, vivida, solo puede mantenerse integra con la fuerza adhesiva de la fantasía, tal vez de la ensoñación. Sin embargo, dada la obstinada evidencia de la experiencia biográfica, cualquier adhesivo más fuerte –una sustancia con mayor poder de fijación que la fantasía, de fácil disolución y eliminación- resultaría una perspectiva tan repugnante come la falta de ensoñación. Por ese motivo, según observó Efrat Tseelon, la moda funciona tan bien: es la sustancia correcta ni más fuerte ni más débil que la fantasía. Proporciona "maneras de explorar los límites sin comprometerse con la acción... y sin sufrir las consecuencias". “En los cuentos de hadas", nos recuerda Tseelon, “el atuendo soñado es la clave para revelar la identidad de la princesa, tal como lo sabe muy bien el hada madrina que viste a Cenicienta para el baile" 20. Dadas la volatilidad e inestabilidad intrínsecas de casi todas nuestras identidades, la capacidad de “ir de compras" al supermercado de identidades y el grado de libertad -genuina o putativa- del consumidor para elegir una identidad y mantenerla tanto tiempo como lo desee se convierten en el camino real hacia la concreción de las fantasías de identidad. Por tener esa capacidad, uno es libre de hacer o deshacer identidades a voluntad. O eso parece. En una sociedad de consumo, compartir la dependencia del consumo -la dependencia universal de comprar- es la conditio sine qua non de toda libertad individual; sobre todo, de la libertad de ser diferente, de “tener identidad". En un acceso de temeraria sinceridad (aunque al mismo tiempo haciendo un guiño a los sofisticados clientes que 18 Véase Albert Camus, The Rebel, trad, de Anthony Bower, Londrcs, Penguin, pp. 226-217 (traducción castellana: El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1996). 19 Gillcs Deleuze y Felix Guattari, Anti-Oedipus: Capitalim and...tob. cit., p. 5. 20 Efrat Teeslon, "Fashion, fantasy and horror", en: Arena, 12, 1998, p. 117 conocen las reglas del juego), un comercial de TV muestra una multitud de mujeres con una variedad de estilos de peinados y colores de cabellos, mientras se dice: “todas únicas, todas individuales, todas eligen X" (X es la marca de acondicionador capilar). EI producto masivo es el instrumento de la variedad individual. La identidad –“única" e “individual"- sólo puede tallarse en la sustancia que todo el mundo compra y que solamente puede conseguirse comprándola. La manera de ganar independencia es rendirse. Cuando en el film Elizabeth, la reina de Inglaterra decide "cambiar su personalidad", convertirse en “la hija de su padre" y obligar a los cortesanos a respetar sus órdenes, lo logra modificando su peinado, cubriéndose el rostro con una gruesa capa de aceites y pinturas y engalanándose con joyas artesanales. El carácter genuino de la libertad de elección del consumidor, especialmente su libertad de autoidentificarse por medio del uso de productos masivos y comercializados, es un tema discutible. Esa libertad no existe sin las sustancias y los materiales abastecidos por el mercado. Pero, dado que es así, ¿cuán amplio es el espectro de fantasía y experimentación de los felices compradores? Su dependencia, por cierto, no se limita al acto de comprar. Recordemos, por ejemplo, el formidable poder que los medios de comunicación masivos ejercen sobre la imaginación popular, individual y colectiva. Las imágenes poderosas, “más reales que la realidad", de las ubicuas pantallas establecen los estándares de la realidad y de su evaluación, y condicionan la necesidad de hacer más agradable la realidad “vivida". La vida deseada tiende a ser como la vida “que se ve en la TV". La vida en la pantalla empequeñece y quita encanto a la vida vivida: es esta última la que parece irreal, y seguirá pareciendo irreal en tanto no sea recuperada en imágenes filmables. (Para completar la realidad de la propia vida, uno tiene que “grabarla" primero, usando para ese propósito, por supuesto, la cinta de video...esa materia reconfortantemente borrable, siempre dispuesta a eliminar viejas imágenes y a registrar otras nuevas. Tal como lo expresa Christopher Lasch: “la vida moderna esta tan completamente mediada por imágenes electrónicas que no podemos evitar responder a otros como si sus acciones -y las nuestras- fueran filmadas y transmitidas simultáneamente a un público invisible, o fueran a guardarse para ser vistas con detenimiento más tarde"21. En un libro posterior 22Lasch recuerda a sus lectores que “el sentido más antiguo de identidad se refiere tanto a las a las personas como a las cosas. Ambas han perdido su solidez en la sociedad moderna, así como su continuidad y su definición". Lasch da a entender que en esta “disolución de los sólidos" universal, la iniciativa fue de las cosas; y, como las cosas son trampas simbólicas de la identidad y herramientas de los esfuerzos identificatorios, la gente muy pronto siguió esa iniciativa. Refiriéndose al famoso estudio de la industria del automóvil realizado por Emma Rothschild, Lasch señala: Las innovaciones de mercado introducidas por Alfred Sloan -el cambio anual de modelo, el constante perfeccionamiento del producto, los esfuerzos de asociarlo con status social, el deliberado estímulo de un hambre insaciable de cambio- fueron una necesaria contraparte de las innovaciones introducidas por Henry Ford en la producción (...) Ambas tendían a disuadir el pensamiento y los emprendimientos individuales, y a lograr que el individuo desconfiara de su propio juicio, incluso en cuestiones de gusto. Parecía que las preferencias no guiadas podían resultar anticuadas y necesitaban también un constante perfeccionamiento. Alfred Sloan fue pionero de una tendencia que más tarde se haría universal. Toda la producción actual de mercaderías reemplaza “el mundo de objetos durables" por "objetos destinados a la obsolescencia inmediata” Jeremy Seabrookha descripto con aguda percepción las consecuencias de ese reemplazo: En realidad, el capitalismo no ha entregado los productos a la gente, sino más bien ha entregado la gente a los productos, es decir que el carácter y la sensibilidad de las personas han sido retrabajados y remodelados de tal manera de acomodarlos aproximadamente (...) a los productos, experiencias y sensaciones (...) cuya venta es lo único que da forma y significado a nuestras vidas.23 En un mundo en el que las cosas deliberadamente inestables son la materia prima para la construcción de identidades necesariamente inestables, hay que estar en alerta consume; pero sobre todo hay que proteger la propia flexibilidad y la velocidad de relajación para seguir las cambiantes pautas del mundo “de afuera". Como 21 Christopher Lasch, The Culture of Narcissism, Nucva York, W. W. Noton and Co, 1979, 97 (traducción castellana: La cultura del Narcisismo, Barcelona, Andrés Bello,1999). 22 Christopher Lasch, The Minial Self, Londres, Pan Books, 1985,pp 29, 32, 34. 23 Jeremy Scabrook, The Leisure Society. Oxford. Brackwelt, 1988, p. 183. afirmara recientemente Thomas Marthiesen, la poderosa metáfora del panóptico de Bentham y Foucault ya no representa la manera en que funciona el poder. Marthiesen señala que hemos pasado de una sociedad estilo panóptico a un estilo sinóptico: se han invertido los roles, y ahora muchos se dedican a observar a unos pocos 24. Los espectáculos ocupan el lugar de la vigilancia sin perder nada del poder disciplinario de su antecesora. Hoy, la obediencia al estándar (una obediencia exquisitamente adaptable a más de un estándar eminentemente flexible, desearía agregar) tiende a lograrse por medio de la seducción, no de la coerción... y aparece bajo el disfraz de la libre voluntad, en vez de revelarse como una fuerza externa. Es necesario expresar estas verdades una y otra vez, ya que el cadáver del “concepto romántico del ser", que suponía que una esencia interior más profunda se ocultaba debajo de la apariencia externa y superficial, tiende hoy a ser artificialmente reanimado por los esfuerzos conjuntos de lo que Paul Atkinson y David Silverman han denominado acertadamente “la sociedad de la entrevista" (“que usa las entrevistas cara a cara para revelar lo personal, el yo intimo del sujeto") y de gran parte de la investigación social de hoy (que pretende “llegar a la verdad subjetiva del ser" provocando y diseccionando relatos personales con la esperanza de encontrar en ellos una revelación de la verdad interior). Aikmson y Silvennan objetan esa práctica: En las ciencias sociales, no revelamos la identidad recopilando narraciones, sino que creamos identidad por medio de relatos biográficos (...). El deseo de revelación y las revelaciones del deseo proporcionan una apariencia de autenticidad, aun cuando la posibilidad misma de autenticidad es lo que está cuestionado 25. La posibilidad de autenticidad es, por cierto, altamente cuestionable. Numerosos estudios demuestran que los relatos personales son meros ensayos de retórica pública que lo medios destinan a “representar verdades subjetivas”. Pero la inautenticidad de ese yo supuestamente auténtico está encubierta por los espectáculos de sinceridad: los rituales públicos de entrevistas profundas y de confesiones públicas, entre los cuales chat- shows son los que más abundan, pero los únicos ejemplos. Ostensiblemente, estos espectáculos son una vía de escape para dejar salir la agitación del “yo interior”; de hecho, son vehículos de la versión de “educación sentimental” que ha adoptado esa sociedad de consumo: exhiben y confieren aceptabilidad pública a un rango de estados emotivos y sus expresiones, a partir de los cuales pueden construirse “identidades absolutamente personales”. Como lo expresara recientemente Harvie Ferguson con su inimitable estilo: En el mundo posmoderno todas las distinciones se vuelven fluidas, los límites se disuelven y todo puede parecer su opuesto; la ironía se convierte en la perpetua sensación de que las cosas podrían ser diferentes, aunque nunca fundamental o radicalmente diferentes. En ese mundo, las preocupaciones por ahí identidad tienden a cobrar una apariencia completamente nueva: La “era de la ironía” pasó a ser reemplazada por la “era del glamour” en la que la apariencia se consagra como única realidad (...) Así, la modernidad pasa por un período de identidad “auténtica” a otro de identidad “irónica” hasta llegar a la cultura contemporánea, que podríamos denominar de identidad “asociativa” (...) un constante “aflojamiento” del lazo entre el alma “interior” y la forma de la relación social "exterior" [...] Así, las identidades son constantes oscilaciones26. Así es como se ve la situación actual puesta bajo el microscopio del analista cultural. La descripción de la inautenticidad producida públicamente puede ser verdadera; los argumentos que respaldan esa verdad son sobrecogedores. Pero la verdad de esa descripción no determina el impacto de los "espectáculos de sinceridad". Lo que importa es como se sienta esa artificial necesidad de construir y reconstruir la identidad, cómo se la percibe desde "adentro", como "es vivida". Ya sea genuina o putativo a ojos del analista, el status de la identidad “asociativa" -la oportunidad de "salir de compras", de ponerse o sacarse "la verdadera identidad", de "moverse"ha llegado a significar libertad para la sociedad de consumo. La elección del consumidor es ahora un valor por 24 Thomas Mathiesen, “"The viewer society- Michel Foucautl “Panopticon' revisited en: Theoretical Criminotogy, 1/2, 1997, pp. 215-234 Paul Aikmson y David Silvennan, “Kundera s Inmortality the interview society and the invention of the self”, en Qualitative Inquary, 3 1997, pp. 304325. 25 26 Harvie Ferguson, “Glamour and the end of irony", en: The Hedgehog Review, otoño de l999, pp 10-16. derecho propio; la actividad de elegir importa más que lo que se elige, y las situaciones son elogiadas o censuradas, disfrutadas o castigadas según el rango de elección disponible. La vida de quien elige siempre será una bendición a medias, aun cuando (o más bien porque) el rango de opciones es amplio y el volumen de nuevas experiencias parece ser infinito. Esa vida esta colmada de riesgos: la incertidumbre está condenada a convertirse en una permanente mosca en la sopa de la libre elección. Por añadidura (y es un agregado importante), el equilibrio entre el gozo y la desdicha de los adictos a comprar depende de otros factores, no solamente del rango de opciones ofrecidas. No codas las opciones que se ofrecen son realistas, y la proporción de opciones realistas no está determinada por el número de ítem a elegir sino por el volumen de los recursos de los que dispone el elector. Cuando los recursos son abundantes, uno puede esperar, correcta o incorrectamente, que se mantendrá "por encima" o "por delante" de las cosas, que será capaz de alcanzar los objetivos que se desplazan cada vez con mayor rapidez. En ese caso, se tiende a disminuir los riesgos y la inseguridad, suponiendo que la profusión de opciones compensa por la penuria que implica vivir en la oscuridad, sin estar seguro de cuando y donde termina la lucha y ni siquiera de que tendrá algún fin. Es la carrera misma lo que resulta excitante y, por penosa que sea, la pista es un lugar más disfrutable que la línea de llegada. Se aplica, en este caso, el viejo proverbio: “mejor que llegar es viajar con esperanza". La llegada, el final definitivo de toda opción, parece mucho más tediosa y considerablemente más aterradora que la perspectiva de que nuestras elecciones de manera cancelen las de hoy. Sólo el deseo es deseable... casi nunca su satisfacción. Se podría suponer que el entusiasmo por la carrera llega a marchitarse junto con la fuerza de los músculos, que el amor al riesgo y a la aventura se esfuma a medida que disminuyen los recursos y la posibilidad de dar con una opción verdaderamente deseable. Sin embargo, esa expectativa no se cumple, porque los corredores son muchos y diferentes, pero la pista es la misma para todos. Como señala Jeremy Seabrook: Los pobres no viven en una cultura diferente de la de los ricos. Deben vivir en el mismo mundo creado para beneficio de los que tienen dinero. Y su pobreza es agravada por el crecimiento económico como por la recesión y la falta de crecimiento27. En una sociedad sinóptica de adictos compradores/espectadores, los pobres no pueden desviar los ojos: no tienen hacia dónde desviarlos. Cuanto mayor es la libertad de la pantalla y más seductora es la tentación que provocan las vidrieras, tanto más profunda se vuelve la sensación de empobrecimiento de la realidad, tanto más sobrecogedor se vuelve el deseo de saborear, aunque sea por un momento, el éxtasis de elegir. Cuanto más numerosas parecen ser las opciones de los ricos, tanto menos soportable resulta para todos una vida sin capacidad de elegir. Capítulo 3: Espacio tiempo La vida instantánea Durante varios años, Richard Sennett fue un observador regular de la reunión global de los ricos y poderosos que se realiza anualmente en Davos. El dinero y el tiempo que invirtió en Davos tuvieron un buen rédito: de sus escapadas, Sennett trajo algunas sorprendentes y chocantes interpretaciones de los motivos y los rasgos de carácter que mantenían en marcha a los principales actores del juego global. A juzgar por su informe, 28 Sennett quedó particularmente impresionado por la personalidad, la actuación y el credo de vida de Bill Gates. Gates, dice Sennett, “parece libre de la obsesión de aferrarse a las cosas. Sus productos aparecen furiosamente y desaparecen con igual rapidez, mientras que [Nelson] Rockefeller deseaba poseer pozos petroleros, edificios, maquinaria o ferrocarriles a largo plazo”. Gates declaró repetidamente que prefería “posicionarse dentro de una red de posibilidades en vez de paralizarse en un trabajo en particular”. Lo que parece haber impresionado más a Sennett fue la desvergonzada, manifiesta y casi jactanciosa voluntad de “destruir lo que él mismo ha hecho, según las exigencias del momento inmediato”. Gates parecía ser un jugador que “florece en medio de la dislocación”. Tuvo la cautela de no desarrollar apegos (particularmente apegos sentimentales) o compromisos duraderos con nada, incluyendo sus propias creaciones. No sintió miedo de tomar un camino errado, ya que ningún camino lo llevaría en la misma dirección durante mucho tiempo, y dado que volver atrás o desviarse eran para él opciones 27 Jeremy Seabrook, The Race for Richess: the Human Costs of Wealth, Basimgstoke, Marshall Pickering, 1988, pp, 168-169.169. 28 Véase Richard Sennett, The fall of…, ob. Cit., pp. 61-62 constantes e inmediatamente disponibles. Podemos decir que, exceptuando el creciente espectro de oportunidades accesibles, Gates no acumulaba ninguna otra cosa en su camino; los rieles eran levantados en cuanto la locomotora avanzaba unos metros, se borraban las huellas y las cosas se arrojaban tan rápidamente como se armaban... y muy pronto eran olvidadas. Anthony Flew cita a uno de los personajes interpretados por Woody Allen: “no quiero alcanzar la inmortalidad gracias a mi obra, quiero alcanzarla no muriéndome”.29 Pero el significado de la inmortalidad deriva del sentido de la admisión de la mortalidad; la preferencia de “no morir” no es tanto una elección de otra forma de inmortalidad (una alternativa a “la inmortalidad gracias a la propia obra”) como una declaración de despreocupación por la duración eterna, y de favoritismo por el carpe diem. La indiferencia a la duración transforma la inmortalidad de idea en experiencia, y la convierte en objeto de inmediato consumo: la manera en que uno vive el momento convierte ese momento en una “experiencia inmortal”. Si el “infinito” sobrevive a la transmutación, es sólo como medida de la profundidad o intensidad del Erlebnis. El carácter ilimitado de las posibles sensaciones ocupa el lugar que los sueños de duración infinita dejaron vacío. La instantaneidad (anular la resistencia del espacio y “licuificar” la materialidad de los objetos) hace que cada momento parezca infinitamente espacioso, y la capacidad infinita significa que no hay límites para lo que puede extraerse de un momento... por breve y “fugaz” que sea. El “largo plazo”, al que aún nos referimos por costumbre, es un envase vacío que carece de significado; si el infinito, como el tiempo, es instantáneo, “tener más tiempo” puede agregar muy poco a lo que el momento ya nos ha ofrecido. No hay mucho que ganar con las consideraciones “a largo plazo”. La modernidad “sólida” planteaba que la duración eterna era el motor y el principio de toda acción; en la modernidad “líquida”, la duración eterna no cumple ninguna función. El “corto plazo” ha reemplazado al “largo plazo” y ha convertido la instantaneidad en ideal último. La modernidad fluida promueve al tiempo al rango de envase de capacidad infinita, pero a la vez disuelve, denigra y devalúa su duración. Veinte años atrás, Michael Thompson publicó un estudio pionero sobre el complejo destino histórico de la distinción durable/transitorio.30 Los objetos durables son aquéllos destinados a ser preservados durante un tiempo muy largo; se acercan tanto como es posible a la encarnación de la abstracta y etérea noción de eternidad; en realidad, de la antigüedad postulada o proyectada de estos durables se extrapola la imagen de eternidad. A los objetos durables se les asigna un valor especial y son celebrados y ambicionados gracias a su asociación con la inmortalidad —ese valor último, “naturalmente” deseado, cuya aceptación no requiere ninguna clase de argumentación o persuasión—. Los objetos transitorios son opuestos a los durables, y están destinados a ser usados —consumidos— y a desaparecer en el transcurso de su consumo. Thompson señala que “las personas más poderosas [...] pueden asegurarse de que sus objetos sean durables y que los de los demás sean siempre transitorios [...] No pueden perder”. Thompson da por sentado que el deseo de “tener objetos durables” es constante en “las personas más poderosas”; tal vez sea incluso la capacidad de hacer objetos durables, de conservarlos, de protegerlos del robo y la expoliación, de monopolizarlos, lo que hace “poderosa” a esa gente. Esos pensamientos parecen ciertos (o al menos creíbles) dentro del contexto de la modernidad sólida. Sin embargo, quiero sugerir que el advenimiento de la modernidad fluida ha socavado su credibilidad. El privilegio de los poderosos de hoy, y lo que los hace poderosos, es la capacidad —al estilo Bill Gates— de acortar el lapso de la durabilidad, de olvidar el “largo plazo”, de centrarse en la manipulación de lo transitorio y no de lo durable, de deshacerse de las cosas con ligereza para dejar espacio a otras cosas igualmente transitorias y destinadas a consumirse. Quedarse con las cosas largo tiempo, más allá de su “fecha de vencimiento” y más allá del momento en que se ofrecen reemplazos “nuevos y mejores”, “superiores”, es en realidad un síntoma de carencia. Una vez que la infinidad de posibilidades ha despojado a la infinidad del tiempo de su poder de seducción, la durabilidad pierde atractivo y pasa de ser un logro a ser una desventaja. Tal vez convenga observar que la frontera que divide lo durable de lo transitorio —que fuera alguna vez un foco de disputas y de actividad productiva— ha sido ahora abandonada por la policía fronteriza y por los productores. La devaluación de la inmortalidad sólo puede augurar una revolución cultural, posiblemente el hito más decisivo de la historia cultural humana. El paso del capitalismo pesado al liviano, de la modernidad sólida a la fluida, puede resultar un desvío aun más radical y seminal que el advenimiento del capitalismo y la modernidad misma, considerados hasta el momento los hitos cruciales de la historia humana desde la revolución neolítica. Por cierto, a lo largo de toda la historia humana, la tarea de la cultura fue extraer y sedimentar duras semillas de perpetuidad a partir de las transitorias Vidas y las fugaces acciones de los humanos, conjurar la duración a partir de la transitoriedad, la continuidad a partir de la 29 Antony Flew, The logic of Mortality, Oxford, Blackwell, 1987, p.3. 30 Véase Michael Thompson, Rubbish Theory: the Creation and Destruction of Value, Oxford, Oxford University Press, 1979, particularmente pp. 113-119. discontinuidad, y trascender así los límites impuestos por la mortalidad humana poniendo a hombres y mujeres mortales al servicio de la inmortal especie humana. La demanda de esta clase de tarea se ha reducido mucho en la actualidad. Las consecuencias de la falta de demanda todavía no son claras y resulta difícil visualizarlas anticipadamente, ya que no existen precedentes que nos proporcionen una base comparativa. La nueva instantaneidad del tiempo cambia radicalmente la modalidad de cohabitación humana —y especialmente la manera en que los humanos atienden (o no atienden, según el caso) sus asuntos colectivos, o más bien la manera en que convierten (o no convierten, según el caso) ciertos asuntos en temas colectivos—. La “teoría de la elección pública”, que ha logrado recientemente avances fenomenales dentro del terreno de la ciencia política, captó adecuadamente la nueva postura (aunque, como suele ocurrir cuando nuevas prácticas humanas establecen una escena nueva para la imaginación humana, se apresuró a generalizar acontecimientos relativamente recientes —convirtiéndolos en verdades eternas de la condición humana— que supuestamente habían sido pasados por alto o desmentidos por “los eruditos del pasado”). Según Gordon Tullock, uno de los más distinguidos promotores de la nueva moda teórica, “el nuevo enfoque empieza por suponer que los votantes son muy semejantes a clientes, y que los políticos son muy semejantes a empresarios”. Escéptico con respecto al valor del enfoque de “la elección pública”, Leif Lewin replicó cáusticamente que “la escuela de pensamiento de la elección pública [...] pinta al hombre político como [...] un cavernícola miope”. Lewin piensa que es algo absolutamente erróneo. Puede haber sido cierto en la época de los trogloditas, “antes de que el hombre ‘descubriera el futuro’ y aprendiera a hacer cálculos a largo plazo”, pero no ahora, en nuestros tiempos modernos, cuando todo el mundo, o la mayoría, conoce tanto a los electores como a los políticos, y sabe que “mañana volveremos a encontrarnos”, de modo que la credibilidad es “la posesión más valiosa del político” 31 (en tanto la asignación de la confianza, podríamos agregar, es el arma más usada de los electores). Para respaldar su crítica de la “teoría de la elección pública”, Lewin refiere a numerosos estudios empíricos que demuestran que muy pocos votantes votan pensando en su billetera, y que la gran mayoría declara que su conducta está condicionada por el estado general del país. Esto, para Lewin, era lo esperable; esto, para mí, es lo que los votantes entrevistados creyeron que se esperaba que dijeran, lo que era comme il faut que dijeran. Si se tienen en cuenta las notables disparidades entre lo que hacemos y el modo en que narramos nuestras acciones, no podemos rechazar de plano las afirmaciones de los teóricos de la “elección pública” (aunque sí la validez universal de esas afirmaciones). En este caso, esa teoría puede haber ganado profundidad por apartarse de lo que se ha considerado, de manera poco crítica, “datos empíricos”. Es cierto que una vez los hombres de las cavernas “descubrieron el mañana”. Pero la historia es tanto un proceso de olvido como de aprendizaje, y la memoria es famosa por su selectividad. Tal vez “mañana volvamos a encontrarnos”. Pero tal vez no, o, mejor dicho, cuando nos encontremos mañana, tal vez no seamos los mismos que nos encontramos hace un momento. Si así ocurre, la credibilidad y la confianza, ¿son valores o defectos? Lewin recuerda la parábola de los cazadores de ciervos de Jean-Jacques Rousseau. Antes de que los hombres “descubrieran el mañana” —cuenta la historia—, podía ocurrir que un cazador hambriento, en vez de esperar pacientemente que el ciervo saliera del bosque, cazara un conejo avistado por azar, aunque su ración de carne del ciervo cazado colectivamente hubiera sido más grande. Sin duda. Pero en la actualidad, muy pocos equipos de caza permanecen unidos el tiempo necesario para que aparezca el ciervo, de modo que cualquiera que deposite su confianza en los beneficios del emprendimiento conjunto sufrirá una amarga desilusión. Y ocurre que, para atrapar al ciervo, se necesitan cazadores unidos, capaces de cerrar filas y de actuar solidariamente, pero los conejos adecuados para el consumo individual son muchos y no lleva demasiado tiempo matarlos, desollarlos y cocinarlos. Estos también son descubrimientos..., nuevos descubrimientos, tal vez tan cargados de consecuencias como “el descubrimiento del mañana”. La “elección racional” de la época de la instantaneidad significa buscar gratificación evitando las consecuencias, y particularmente las responsabilidades que esas consecuencias pueden involucrar. Las huellas durables de las gratificaciones de hoy hipotecan las posibilidades de las gratificaciones de mañana. La duración deja de ser un valor y se convierte en un defecto; lo mismo puede decirse de todo lo grande, sólido y pesado... lo que obstaculiza y restringe los movimientos. Ha terminado la época de las gigantescas plantas industriales y los cuerpos voluminosos: antes, daban prueba del poder de sus dueños; hoy presagian la derrota en el próximo round de aceleración, de modo que son una marca de impotencia. Cuerpos delgados y con capacidad de movimiento, ropas livianas y zapatillas, teléfonos celulares (inventados para el uso del nómade que necesita estar “permanentemente en contacto”), pertenencias portátiles y desechables, son los símbolos principales de la época de la instantaneidad. El peso y el tamaño, y especialmente lo gordo (literal o metafórico), culpable de la expansión 31 Leif Lewin, “M]an, society and the failure of politics, en: Critical Review, invierno-primavera de 1998, p. 10. de los dos anteriores, comparten el destino de la durabilidad. Son los peligros que hay que combatir o, mejor aún, evitar. Es difícil concebir una cultura indiferente a la eternidad, que rechaza lo durable. Es igualmente difícil concebir una moralidad indiferente a las consecuencias de las acciones humanas, que rechaza responsabilidad por los efectos que esas acciones pueden ejercer sobre otros. El advenimiento de la instantaneidad lleva a la cultura y a la ética humanas a un territorio inexplorado, donde la mayoría de los hábitos aprendidos para enfrentar la vida han perdido toda utilidad y sentido. Según la famosa expresión de Guy Debord, “los hombres se parecen más a su época que a sus padres”. Y los hombres y las mujeres de hoy difieren de sus padres y de sus madres porque viven en un presente “que quiere olvidar el pasado y ya no parece creer en el futuro”.32 Pero la memoria del pasado y la confianza en el futuro han sido, hasta ahora, los dos pilares sobre los que se asentaban los puentes morales entre lo transitorio y lo duradero, entre la mortalidad humana y la inmortalidad de los logros humanos, y entre la asunción de responsabilidad y la preferencia por vivir el momento. Capítulo 4: Trabajo Los vínculos humanos en el mundo fluido Esos dos tipos de espacio, ocupados por las dos clases de personas, son sorprendentemente diferentes, pero a la vez están interrelacionados; no dialogan, pero están en constante comunicación; tienen muy poco en común, pero simulan semejanzas. Ambos espacios están regidos por lógicas profundamente distintas, modelan diversas experiencias de vida y gestan tanto itinerarios de vida divergentes como narrativas que utilizan definiciones diferentes, y muchas veces opuestas, para referirse a códigos conductuales similares. Y, sin embargo, ambos espacios coexisten en el mismo mundo —y el mundo del que ambos son parte es el mundo de la vulnerabilidad y la precariedad—. En diciembre de 1997, Pierre Bourdieu, uno de los pensadores más incisivos de nuestra época, publicó un ensayo cuyo título era “La précarité est aujourd’hui partout”.97 El título lo decía todo: precariedad, inestabilidad, vulnerabilidad son las características más extendidas (y las más dolorosas) de las condiciones de vida contemporáneas. Los teóricos franceses hablan de précarité, los alemanes, de Unsicherheit y Risikogesellschaft, los italianos, de incertezza, y los ingleses, de insecurity —pero todos ellos están considerando el mismo aspecto de la actual encrucijada humana, que se vive de diferentes maneras y que toma diferentes nombres en todo el planeta, pero de modo especialmente desconcertante y deprimente en las regiones más desarrolladas y ricas del globo, justamente por tratarse de algo nuevo, sin precedentes—. El fenómeno que todos estos conceptos intentan aprehender y articular es la experiencia combinada de inseguridad (de nuestra posición, de nuestros derechos y medios de subsistencia), de incertidumbre (de nuestra continuidad y futura estabilidad) y de desprotección (del propio cuerpo, del propio ser y de sus extensiones: posesiones, vecindario, comunidad). La precariedad es el signo de la condición que precede a todo lo demás: los medios de subsistencia, en particular la forma más básica de éstos, o sea, los que dependen del trabajo y del empleo. Esos medios de subsistencia ya se han vuelto extremadamente frágiles, pero continúan haciéndose más quebradizos y menos confiables año tras año. Mucha gente, al escuchar las opiniones evidentemente contradictorias de algunos notables expertos y buscar una respuesta acerca del futuro de sus seres queridos, sospecha no sin razón que, a pesar de las caras decididas de los políticos o de la convicción de sus discursos, el desempleo en los países ricos se ha vuelto “estructural”: por cada nueva vacante laboral hay varios empleos que se han desvanecido y, simplemente, no hay suficiente trabajo para todos. El progreso tecnológico —en realidad, el esfuerzo de racionalización en sí mismo— augura incluso menos empleos, y no más. No hace falta demasiada imaginación para hacerse una idea de lo inciertas y frágiles, que se han vuelto las vidas de aquellos que han quedado fuera del mercado de trabajo precisamente a causa de ello. El punto es que, sin embargo, y por lo menos psicológicamente, todos los demás también se han visto afectados, aunque por el momento sólo sea de manera oblicua. En el mundo del desempleo estructural, nadie puede sentirse verdaderamente seguro. Los empleos seguros en empresas seguras resultan solamente nostálgicas historias de viejos. No existen tampoco habilidades ni experiencias que, una vez adquiridas, garanticen la obtención de un empleo, y en el caso de obtenerlo, éste no resulta ser duradero. Nadie puede presumir de tener una garantía razonable contra el próximo “achicamiento”, “racionalización” o “reestructuración”, contra los erráticos cambios de demanda del mercado y las caprichosas aunque imperiosas e ingobernables presiones de la “productividad”, “competitividad” y “eficiencia”. La “flexibilidad” es el eslogan del momento. Augura empleos sin seguridades 32 Guy Debord, Comments on the Society of the Spectacle, trad. De Malcolm Imrie, Londres, verso, 1990, pp. 13 y 16 [traducción castellana: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 1990] inherentes, sin compromisos firmes y sin derechos futuros, ofreciendo tan sólo contratos de plazo fijo o renovables, despidos sin preaviso ni derecho a indemnización. Por lo tanto, nadie puede sentirse verdaderamente irreemplazable —ni aquellos que ya han sido excluidos ni aquellos que se deleitan en su función de excluir a los demás—. Incluso los cargos más privilegiados resultan ser solamente temporarios o “hasta nuevo aviso”. En ausencia de una seguridad a largo plazo, la “gratificación instantánea” resulta una estrategia razonablemente apetecible. Lo que la vida tenga para ofrecer que lo ofrezca hic et nunc —aquí y ahora—. ¿Quién puede saber lo que nos depara el mañana? La postergación de la gratificación ha perdido su encanto. Después de todo, no hay certezas de si el trabajo y el esfuerzo invertidos hoy seguirán teniendo algún valor durante el tiempo que lleve alcanzar la recompensa. Aun más, tampoco es seguro que los premios que hoy resultan atractivos lo seguirán siendo cuando finalmente sean obtenidos. Todos hemos aprendido amargamente que en un abrir y cerrar de ojos nuestros activos pueden transformarse en deudas y los trofeos más relucientes, en lápidas. Las modas van y vienen a una velocidad vertiginosa, todos los objetos de deseo se vuelven obsoletos, desagradables y hasta producen rechazo incluso antes de haber tenido tiempo de ser gozados plenamente. Los estilos de vida que hoy pueden parecemos muy chic mañana serán motivo de escarnio. Para citar a Bourdieu una vez más, “aquellos que deploran el cinismo que identifica a los hombres y mujeres de hoy no deben omitir relacionarlo con las condiciones socioeconómicas que lo favorecen y lo exigen...”. Cuando Roma está ardiendo y hay poco o nada que uno pueda hacer para aplacar las llamas, tocar la lira no resulta ni más ni menos tonto o inoportuno que cualquier otra ocupación. Las precarias condiciones sociales y económicas entrenan a hombres y a mujeres (o los obligan a aprender por las malas) para percibir el mundo como un recipiente lleno de objetos desechables, objetos para usar y tirar; el mundo en su conjunto, incluidos los seres humanos. Además, el mundo parece consistir en “cajas negras” herméticamente selladas que jamás deberán ser abiertas por los usuarios, manipuladas ni, menos aun, reparadas una vez que se descomponen. Los mecánicos de hoy en día no son entrenados para reparar motores rotos o dañados, sino simplemente para extraer y deshacerse de las partes gastadas o defectuosas y reemplazarlas por otras ya prefabricadas y selladas que toman de los estantes de sus depósitos. No tienen la menor idea de la estructura interna de los “repuestos” —expresión que ya lo dice todo—, ni del misterioso mecanismo que los hace funcionar; tampoco consideran que ese conocimiento y las habilidades que le son propias sean de su incumbencia o responsabilidad. Lo que sucede en un garage de mecánico sucede en la vida en general: cada “parte” es un “repuesto” reemplazable y más vale que lo sea. ¿Por qué perder el tiempo en reparaciones laboriosas si tan sólo lleva un instante deshacerse de la parte dañada y reemplazarla por otra? En un mundo en el que el futuro es, en el mejor de los casos, oscuro y borroso, y muy probablemente peligroso y lleno de riesgos, fijarse objetivos remotos, sacrificar el interés individual en pos de acrecentar el poder grupal y sacrificar el presente en nombre de la dicha futura no resultan una propuesta atractiva ni sensata. Toda oportunidad que no se aprovecha aquí y ahora es una oportunidad perdida; no aprovecharla es, por lo tanto, algo imperdonable, difícilmente excusable y menos aun reivindicable. Como los compromisos presentes son escollos para las oportunidades de mañana, cuanto menos serios sean, menor es el daño que pueden causar. La palabra clave de la estrategia de vida es “ahora”, sin importar los alcances de esa estrategia ni lo que pueda implicar. En un mundo incierto e impredecible, los trotamundos hábiles harán lo imposible para imitar a los felices “globales” que viajan livianos; y no derramarán demasiadas lágrimas al deshacerse de todo aquello que obstaculiza sus movimientos. Rara vez se detendrán lo suficiente como para darse cuenta de que los vínculos humanos no son como las partes de un motor: no suelen venir prefabricados, tienden a desintegrarse con rapidez si se los mantiene herméticamente cerrados y no son fácilmente reemplazables cuando ya no sirven. Es así que la política deliberada de la “precarización” llevada adelante por los operadores del mercado de trabajo se ve auxiliada e instigada (y en sus efectos reforzada) por las políticas de vida, sean éstas adoptadas deliberadamente o a falta de otras opciones. Ambas producen el mismo resultado: la descomposición y el languidecimiento de los vínculos humanos, de las comunidades y de las relaciones. Los compromisos del tipo “hasta que la muerte nos separe” se convierten en contratos “mientras estemos satisfechos”, contratos temporarios y transitorios por definición, por decisión y por el costo pragmático de su impacto —y, por lo tanto, propensos a ser rotos unilateralmente y evitar el precio de intentar salvarlos, toda vez que una de las partes huele una oportunidad más ventajosa fuera de esa sociedad—. En otras palabras, los vínculos y las asociaciones tienden a ser visualizados y tratados como objetos a ser consumidos, no producidos; están sujetos a los mismos criterios de evaluación de todos los demás objetos de consumo. En el mercado consumista, los productos ostensiblemente duraderos son por regla general ofrecidos por un “período de prueba”; se promete la devolución del dinero si el comprador no está completamente satisfecho. Si uno de los socios de una sociedad es “conceptualizado” en esos términos, entonces ya no es responsabilidad de ninguno de los miembros “hacer que la relación funcione” —procurar que salga adelante “en las buenas y en las malas”, “en la salud y en la enfermedad”, ayudarse mutuamente durante las malas rachas, reducir las propias expectativas, comprometerse o hacer sacrificios en pos de la continuidad de la unión—. Se trata, en cambio, de quedar satisfecho con un producto listo para consumir; si el placer obtenido no está a la altura de las expectativas o de lo que se prometía, o si el goce se diluye junto con la novedad, uno puede entablar una demanda de divorcio, alegando los derechos del consumidor y el Acta de Lealtad Comercial. Resulta inimaginable aferrarse a un producto inferior u obsoleto en vez de buscar en las tiendas uno “nuevo y mejorado”. Como consecuencia, la presunción de la temporalidad de las relaciones tiende a convertirse en una profecía autocumplida. Si los vínculos humanos, como el resto de los objetos de consumo, no necesitan ser construidos con esfuerzos prolongados y sacrificios ocasionales, sino que son algo cuya satisfacción inmediata, instantánea, uno espera en el momento de la compra —y algo que uno rechaza si no satisface, algo que se conserva y utiliza sólo mientras continúa gratificando (y nunca después)—, entonces no tiene sentido “tirar margaritas a los chanchos” intentando salvar esa relación, con más y más desgaste de energías cada vez, y menos aun sufrir las inquietudes e incomodidades que esto implica. Hasta el más mínimo traspié puede hacer colapsar esa sociedad y quebrarla; los desacuerdos más triviales se transforman en amargas disputas, las fricciones más leves son tomadas como señales de una esencial e irreparable incompatibilidad. Como hubiera dicho el sociólogo estadounidense W. I. Thomas si hubiera presenciado el giro de los acontecimientos, si las personas asumen que sus compromisos son temporarios y hasta nuevo aviso, entonces esos compromisos sí tienden a serlo como consecuencia de las acciones de las propias personas. La precariedad de la existencia social provoca una percepción de que el mundo circundante es una superposición de productos para consumo inmediato. Pero percibir el mundo, incluyendo a sus habitantes, como un pozo de artículos de consumo transforma la negociación de vínculos humanos duraderos en algo extremadamente arduo. La gente insegura tiende a ser irritable; además, tiene poca paciencia con todo aquello que se interpone en el camino que conduce a la satisfacción de sus deseos; y como muchos de esos deseos están destinados a verse frustrados, hay por lo tanto escasez de cosas y poca paciencia con las personas. Si la gratificación instantánea es el único modo de apaciguar el tormento de la desprotección (sin siquiera, aclarémoslo, apagar la sed de certeza y seguridad), verdaderamente no hay motivos evidentes para ser tolerantes con algo o alguien que resulta irrelevante en la búsqueda de satisfacción, y menos aun con algo o alguien reacio o reticente a proporcionarnos la gratificación buscada. Hay, sin embargo, una conexión más entre el consumismo de un mundo precario y la desintegración de los vínculos humanos. A diferencia de la producción, el consumo es una actividad solitaria, endémica e irremediablemente solitaria, incluso en los momentos en los que se consume en compañía de otros. Los esfuerzos productivos (por regla general) requieren cooperación, aunque solamente se trate de la sumatoria del esfuerzo físico de varios: si para transportar un pesado tronco de un lugar a otro son necesarios ocho hombres que trabajen durante una hora, eso no significa que un solo hombre pueda hacerlo en ocho horas (o en cualquier otro lapso de tiempo). En el caso de tareas más complejas, que implican división del trabajo y que demandan diversas habilidades especializadas que no pueden aparecer combinadas en una sola persona, la necesidad de cooperación es aun más evidente; sin esa cooperación, ningún producto sería posible. Es la cooperación la qué permite que esfuerzos aislados y dispares se transformen en esfuerzos productivos. En el caso del consumo, sin embargo, la cooperación no sólo es innecesaria, sino absolutamente superflua. Todo aquello que es consumido es consumido individualmente, aun en un salón lleno de gente. En una de las muestras de su versátil genialidad, Luis Buñuel representó el acto de comer, supuesto emblema prototípico de nuestra condición gregaria y asociativa, como el más solitario y secreto de los actos (al contrario de lo que comúnmente se pretende), algo celosamente ocultado de la mirada inquisidora de los otros. Capítulo 5: Comunidad La comunidad de guardarropa El vínculo existente entre la comunidad explosiva en su encarnación líquido/moderna y la territorialidad no es de orden necesario y por cierto tampoco es universal. La mayoría de las comunidades explosivas contemporáneas están hechas a la medida de la época líquido/moderna: aun cuando su manera de reproducción sea territorial, son en realidad extraterritoriales (y tienden a ser más exitosas cuanto menos dependen de las restricciones territoriales) —al igual que las identidades que crean y que mantienen precariamente con vida entre la explosión y la extinción—. Su naturaleza “explosiva” resuena bien con las identidades de la modernidad líquida: al igual que esas identidades, las comunidades tienden a ser volátiles, transitorias, “monoaspectadas” o “con un solo propósito”. Su tiempo de vida es breve y lleno de sonido y de furia. No extraen poder de su expectativa de duración sino, paradójicamente, de su precariedad y de su incierto futuro, de la vigilancia y de la inversión emocional exigida por su frágil pero furibunda existencia. La designación “comunidad de guardarropa” capta perfectamente algunos de sus rasgos característicos. Los asistentes a un espectáculo se visten para la ocasión, ateniéndose a un “código de sastrería” distinto de los códigos que siguen diariamente —situación que simultáneamente diferencia esta ocasión como “especial” y hace que los espectadores presenten, dentro del teatro, un aspecto más uniforme que fuera de él—. La función nocturna es lo que los ha atraído a todos, por diversos que sean sus intereses y pasatiempos diurnos. Antes de entrar al auditorio, todos dejan los abrigos que usaban en la calle en el guardarropa de la sala (contando las perchas ocupadas se puede estimar el número de espectadores, y evaluar el futuro éxito o el fracaso de la obra representada). Durante la función, todos los ojos están fijos en el escenario, que concentra la atención. La alegría y la tristeza, las risas y el silencio, los aplausos, los gritos de aprobación y los jadeos de sorpresa están sincronizados —como si estuvieran guionados y dirigidos—. Sin embargo, cuando cae el telón, los espectadores recogen sus pertenencias en el guardarropa, vuelven a ponerse sus ropas de calle y retoman sus diferentes roles mundanos, para mezclarse poco después con la variada multitud que llena las calles de la ciudad de las que emergieron horas antes. Las comunidades de guardarropa necesitan un espectáculo que atraiga el mismo interés latente de diferentes individuos, para reunidos durante cierto tiempo en el que otros intereses —los que los separan en vez de unirlos— son temporariamente dejados de lado o silenciados. Los espectáculos, como ocasión de existencia de una comunidad de guardarropa, no fusionan los intereses individuales en un “interés grupal“: esos intereses no adquieren una nueva calidad al agruparse, y la ilusión de situación compartida que proporciona el espectáculo no dura mucho más que la excitación provocada por la representación. Los espectáculos han reemplazado la “causa común” de la época de la modernidad pesada/sólida/hardware — situación que da cuenta de una gran diferencia en cuanto a la naturaleza de las identidades actuales, y que explica las tensiones emocionales y los traumas generadores de agresión que suelen acompañar su constitución—. La expresión “comunidades de carnaval” es también adecuada para designar a las comunidades en cuestión. Después de todo, esas comunidades ofrecen un respiro temporario del tormento de la solitaria lucha cotidiana, de la agotadora situación de los individuos de jure, convencidos u obligados a arreglarse solos con sus problemas. Las comunidades explosivas son acontecimientos que quiebran la monotonía de la soledad diaria, y que, como, todos los carnavales, dan canalización a la tensión acumulada, permitiendo que los celebrantes soporten la rutina a la que deben regresar en cuanto acaban los festejos. Y, al igual que la filosofía de las melancólicas cavilaciones de Ludwig Wittgenstein, “dejan todo como estaba” (es decir; si no contamos las heridas y cicatrices morales de aquellos que escaparon a la suerte de ser “víctimas mortales”). Ya sean “de guardarropa” o “de carnaval”, las comunidades explosivas son un rasgo tan indispensable del paisaje líquido/moderno como la soledad de los individuos de jure y sus ardientes pero vanos esfuerzos por elevarse al nivel de los individuos de facto. Los espectáculos, las perchas del guardarropa y las fiestas de carnaval que atraen multitudes son muchos y diversos, para todos los gustos. El mundo feliz huxleyano tomó prestada del 1984 de Orwell la estratagema de los “cinco minutos de odio (colectivo)”, complementándola ingeniosamente con los “cinco minutos de adoración (colectiva)”. Cada día, los titulares de los diarios y de la TV agitan un nuevo estandarte bajo el cual podemos reunimos y marchar hombro (virtual) con hombro (virtual). Ofrecen un “propósito común” virtual en torno del cual pueden reunirse las comunidades virtuales, empujadas y tironeadas alternativamente por el sentimiento de pánico sincronizado (a veces moral, pero casi siempre inmoral o amoral) y éxtasis. Un efecto de las comunidades de guardarropa/carnaval es impedir la condensación de las “genuinas” (es decir, duraderas y abarcadoras) comunidades a las que imitan y a las que (falsamente) prometen reproducir o generar nuevamente. En cambio, lo que hacen es dispersar la energía de los impulsos sociales y contribuyen así a la perpetuación de una soledad que busca —desesperada pero vanamente— alivio en los raros emprendimientos colectivos concertados y armoniosos. Lejos de ser una cura para el sufrimiento provocado por el infranqueable abismo que se abre entre el destino del individuo de jure y el del individuo de facto, son en realidad síntomas y a veces factores causales del desorden social típico de la condición de la modernidad líquida. C amus, Albert: (1930-1960): Nació en la Argelia francesa y falleció en Francia. Fue escritor, dramaturgo y ensayista. Por las temáticas abordadas en su obra literaria, su nombre quedó asociado a la filosofía existencialista. Camus, Albert, El mito de Sísifo, 1° ed. Losada, Buenos Aires, 2010 Losdioseshabíancondenado aSísifoa subirsin unamontañadesdedondela cesar una rocahastala cimade piedravolvíaacaerporsupropiopeso.Habíanpensado conalgúnfundamentoquenohaycastigo másterriblequeeltrabajoinútilysin esperanza. Si sehadecreeraHomero, Sísifo eraelmássabioyprudentedelosmortales. No obstante, según otra tradición, se inclinabaal oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con losdioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo.Este,que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condiciónde que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuentatambién que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su; imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir,quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó quearrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar,ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las nada.Viviómuchosañosmásantelacurva iras del y las golfo, advertencias la no sirvieron de marbrillanteylassonrisasdela tierra.Fuenecesarioundecretodelosdioses. Mercurio bajó a la tierra acoger al audaz por el cuello,le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento.Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hayque pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos.Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir unapendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta dearcilla,de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes haciaese mundo inferiordes de el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.Pero no estrágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnituddesumiserablecondición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria.No haydestino que no se venza con el desprecio. Porlo tanto, siel descenso sehacealgunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más.Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mis moinstante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: "A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen uzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de lavictoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. "¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamentedel descubrimiento absurdo. Sucede tambiénquela sensacióndelo absurdonacedela dicha. “Juzgo que todo estábien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice "sí" y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en sudestino, creado por él,u nido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve ae ncontrar siempre su carga.Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad,forma por sí solo un mundo.El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso. R icoeur, Paul: (1913-2005) Nació en (Valence (Charente), y falleció en Châtenay-Malabry. Fue un filósofo y antropólogofrancés. Si bien no se puede situar su obra de manera estricta enel movimiento fenomenológico, su obra muestra la combinación entre fenomenología y hermenéutica. Ricoeur, Paul, Caminos del reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, tres estudios, Fondo de Cultura Económica, 2006, Segundo estudio: “Reconocerse a sí mismo”, Cap. II, “Fenomenología del hombre capaz”. La imputabilidad. La fragilidad de la identidad narrativa nos lleva al umbral del último ciclo de consideraciones relativas al hombre capaz. La serie de preguntas: "¿quién habla?", "¿quién actúa?", "¿quién se narra?", encuentra una continuación en la pregunta "¿quién es capaz de imputación?" Esta noción nos lleva al centro de la problemática que expresamos anteriormente, desde la evocación de la epopeya homérica, con el término de reconocimiento de responsabilidad. Es en este punto donde es mayor la afinidad temática entre nosotros y los griegos sobre la concepción de la acción. Y es en este punto también donde la progresión conceptual que reivindicamos es más clara. El propio concepto de imputación sólo podía articularse en una cultura que, por una parte, había llevado la explicación causal de Jos fenómenos naturales hasta el corazón de las ciencias humanas y, por otra parte, había elaborado una doctrina moral y jurídica en la que la responsabilidad está enmarcada por códigos elaborados, que colocan delitos y penas en los platillos de la balanza de la justicia. Incumbe a una fenomenología del hombre capaz aislar la capacidad que halla su expresión más apropiada en la imputabilidad. El término mismo sugiere la idea de cuenta, que hace al sujeto responsable de sus actos, hasta el punto de poder imputárselos a él mismo. ¿Qué añade esta idea a la de adscripción en cuanto atribución de un género particular de la acción a su agente? Añade la de poder cargar con las consecuencias de sus actos, en particular los que son tenidos por un daño, un perjuicio, cuya víctima es otro. Vimos a los antiguos unir la alabanza y la censura a la valoración de las acciones que conciernen a la categoría de la elección preferencial, de lo predeliberado. Alabanza y censura pertenecían así al círculo más amplio de las reparaciones llamadas a compensar el daño infligido al otro. Se franqueaba así un umbral: el del sujeto de derecho. A las capacidades susceptibles de descripción objetiva se vincula una manera específica de designarse a sí mismo como el sujeto que es capaz de ello. Partamos de los predicados asignados a la acción misma corno imputabilidad: son predicados ético-morales que se vinculan ya a la idea de bien, ya a la de obligación, que permiten juzgar y estimar las acciones consideradas como buenas o malas, permitidas o prohibidas; cuando estos predicados se aplican reflexivamente a los agentes mismos, se dice de éstos que son capaces de imputación. AsÍ, con la imputabilidad, la noción de sujeto capaz alcanza su más alta significación y la forma de autodesignación que ella implica incluye y de algún modo recapitula las formas precedentes de autorreferencia. En un sentido estrictamente jurídico, la imputación presupone un conjunto de obligaciones delimitadas negativamente por la enumeración precisa de las infracciones a la ley escrita, a lo que corresponde la obligación, en derecho civil, de reparar el daño cometido y, en derecho penal, la de someterse a la pena. Es considerado imputable el sujeto que debe reparar los daños y sufrir su pena. El análisis semántico trae al primer plano la metáfora de la cuenta -inscribir la acción, por así decirlo, en una cuenta-; esta metáfora sugiere la idea de una oscura culpabilidad moral de los méritos y de los fallos, como en un gran libro de cuentas con dos columnas -crédito y débito-, para tener visible una especie de balance positivo o negativo. Esta metáfora de un dossier (record) moral sigue siendo subyacente a la idea, en apariencia trivial, de rendir cuentas y a otra, de apariencia aún más trivial, de dar cuenta en el sentido de relatar, contar, al término de una especie de lectura de este extraño dossier-balance. Lo que aquí nos interesa es la juridización de la metáfora. El diccionario Le Robert cita, a este respecto, un texto importante de 1771 (Dictioll11aire de Trévollx): "Imputar una acción a alguien es atribuírsela como a su verdadero autor, ponerla, por así decir, a su cuenta y hacerlo responsable de ella". Reservemos de momento la cuestión del paso de la idea de imputación a la idea, más amplia, de responsabilidad. Dediquémonos a la idea de atribuir una acción a alguien como a su verdadero autor. Encontramos una vez más nuestro concepto de adscripción, en el sentido de atribución a alguien de un predicado especifico, físico y psíquico, pero lo encontramos moralizado, juridizado: se trata de atribuir a alguien, como a su autor verdadero, una acción censurable. Esta juridización no puede ocultar el carácter aporético, en el plano de su doble articulación cosmológica y ética, de semejante atribución, cuya profundidad no podían percibir los antiguos. Debernos a Kant la formulación de la antinomia que resulta del conflicto entre dos usos antitéticos de la causalidad. En la "Observación" que sigue al enunciado de la tesis de la causalidad libre, leemos: En verdad, la idea trascendental de la libertad está lejos de constituir todo el contenido del concepto psicológico de este nombre, concepto que es, en gran parte, empírico; constituye solamente el concepto de la espontaneidad absoluta de la acción, como fundamento de la imputabilidad de esta acción; pero no deja de ser el verdadero escollo de la filosofía, que encuentra dificultades insuperables para admitir esta especie de causalidad incondicionada. [A 448,B4761] La doctrina del derecho no hablará de otro modo: Un hecho (Tat) es una acción en cuanto es considerada bajo las leyes de la obligación, por consiguiente en cuanto el sujeto en ésta es considerado desde el punto de vista de la libertad de su árbitro. Por este acto, el agente es considerado como el autor (Ur!lcber) del efecto y éste, así como la acción misma, puede imputársele en caso de que hubiera habido conocimiento previo de la ley en virtud de la cual una obligación recae sobre cada una de estas cosas... Una persona es ese sujeto cuyas acciones se le pueden imputar. La cosa es lo que no es susceptible de imputación alguna. 33 La versión juridizada de la imputabilidad lleva a ocultar, bajo los rasgos de la retribución, el enigma de la atribución al agente moral, en el plano cosmológico, de esta causalidad incondicional llamada "espontaneidad de la acción". 34 Corresponde a la filosofía fenomenológica y hermenéutica hacerse cargo de la cuestión de la autodesignación, dejada así en suspenso, vinculada a la idea de imputabilidad en cuanto aptitud para la imputación. El paso de la idea clásica de imputabilidad a la idea más reciente de responsabilidad abre, en este sentido, nuevos horizontes. Es reveladora, en este aspecto, la resistencia que esta idea opone a la eliminación, o al menos a la limitación, de la idea de falta por las de riesgo, de garantía, de prevención. La idea de responsabilidad sustrae la de imputabilidad a su reducción puramente jurídica. Su virtud primera consiste en subrayar la alteridad implicada en el daño o en el perjuicio. No quiere decir que el concepto de imputabilidad sea extraño a esta preocupación, sino que la idea de infracción tiende a no dar como oponente al contraventor más que la ley que se violó. La teoría de la pena que se lee en la Doctrina del derecho de Kant, con el título "Derecho de castigar y de indultar", sólo conoce el daño causado a la ley y define la pena por la retribución, pues el culpable merece la pena sólo en razón de su crimen en cuanto atentado contra la ley. De ahí proviene la eliminación, como parasitaria, de cualquier consideración, ya sobre la enmienda del condenado, ya sobre la protección de los ciudadanos. La reparación, en forma de indemnización o en otra, constituye parte de la pena, uno de cuyos criterios es hacer sufrir al culpable en razón de su falta. Este hacer sufrir como réplica a la infracción tiende a ocultar el sufrimiento primero que es el de la víctima. Hacia ella precisamente la idea de responsabilidad vuelve a orientar la de imputabilidad. La imputabilidad encuentra así su otro del lado de las víctimas reales o potenciales de un actuar violento. Uno de los aspectos de esta reorientación concierne a la extensión de la esfera de responsabilidad más allá de los daños de los que, supuestamente, los actores y las víctimas son contemporáneos; al introducir la idea de nocividad, vinculada a la extensión en el espacio y el tiempo de los poderes del hombre sobre el entorno terrestre y cósmico, el "principio-responsabilidad" de Hans Jonas equivale a una nueva moralización decisiva de la idea de imputabilidad en su acepción estrictamente jurídica. En el plano jurídico, se declara al autor responsable de los efectos conocidos o previsibles de su acción, y, entre éstos, de los daños causados en el entorno inmediato del agente. En el plano moral, es del otro hombre, el prójimo, del que es considerado responsable. En virtud de este desplazamiento del énfasis, la idea del prójimo vulnerable tiende a remplazar a la de daño cometido en la posición de objeto de responsabilidad. Esta traslación aparece facilitada por la idea adyacente de carga confiada. Es de otro que tengo a mi cargo del 33 E. Kant, Fondcnwnts de la métapllysiqllc des 1Il0ellrs. 'Tremiere partic: Doctrine du droit", introducción y trad. de A. hilonenko, Vrin, París, 1976, "Introduction générale", pp. 97-98 [trad. cast. de M. Carda Morente. FllndaJ1Icntnciún áe /11 metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe. Madrid, 1983]. 34 No evocaré aquí los intentos que se han hecho por combinar causalidades discordantes en un modelo coherente con el fin explicar fenómenos como la iniciativa o la intervención, que consisten en armonizar una acción que podemos hacer con las aquiescencias y las ocasiones que ofrece un sistema físico finito y relativamente cerrado. que soy responsable. Esta ampliación hace de lo vulnerable y de lo frágil, en cuanto entidad confiada a los cuidados del agente, el objeto último de su responsabilidad. Esta extensión al otro vulnerable entraña, es cierto, sus dificultades propias, sobre el alcance de la responsabilidad en cuanto a la vulnerabilidad futura del hombre y de su entorno: por muy lejos que se extiendan nuestros poderes y nuestra capacidad de nocividad y por lejos que llegue nuestra responsabilidad de los daños. Es aquí donde la idea de imputabilidad vuelve a encontrar su rol moderador, gracias al recuerdo de un hallazgo del derecho penal, el de la individualización de la pena. La imputación tiene también su punto de sensatez: una responsabilidad ilimitada giraría a la indiferencia, al arruinar el carácter "mío" de mi acción. Entre la huida ante la responsabilidad y sus consecuencias y la inflación de una responsabilidad infinita, se debe encontrar la justa medida y no permitir que el principio-responsabilidad se desvíe lejos del concepto inicial de imputabilidad y de su obligación de reparar o padecer la pena, dentro de los límites de una relación de proximidad local y temporal entre las circunstancias de la acción y sus eventuales efectos de nocividad. H abermas, Jürgen: (1929) es un filósofo y sociólogoalemán de importancia internacional. Conocido sobre todo por sus trabajos en filosofía práctica (ética, filosofía política y del derecho). Es un integrante muy destacado de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt y uno de los exponentes de la Teoría Crítica desarrollada en el Instituto de Investigación Social. Entre sus aportaciones se resaltan la construcción teórica de la acción comunicativa y la democracia deliberativa. Habermas, Jürgen, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Cátedra, Madrid, 1999 Un concepto de crisis basado en las ciencias sociales 1. SISTEMA Y MUNDO-DE-VIDA Quienes emplean la expresión «capitalismo tardío» parten de la hipótesis de que aun en el capitalismo regulado por el Estado los desarrollos sociales están sujetos a «contradicciones» y crisis. Por eso dilucidaré primero el concepto de «crisis»35. Del lenguaje usual de la medicina hemos tomado el término «crisis» en su acepción precientífica. Mentamos con él la fase de un proceso de enfermedad en que se decide si las fuerzas de recuperación del organismo conseguirán la salud. El proceso crítico, la enfermedad, aparece como algo objetivo. Una enfermedad infecciosa, por ejemplo, es provocada en el organismo por influencias exteriores; y la desviación del organismo respecto de su estado canónico, normal, de salud, puede observarse y medirse con parámetros empíricos. Ningún papel juega en esto la conciencia del paciente; lo que este sienta y el modo como viva su enfermedad son, en todo caso, síntomas de un proceso sobre el cual apenas puede influir. Pero tan pronto como, desde el punto de vista médico, se trate de la vida y de la muerte, no podríamos hablar de crisis si ese proceso objetivo se considerase sólo desde fuera y el paciente no se encontrase envuelto en él con toda su subjetividad. La crisis es inseparable de la percepción interior de quien la padece: el paciente experimenta su impotencia respecto de la enfermedad objetiva sólo por el hecho de que es un sujeto condenado a la pasividad, privado temporariamente de la posibilidad de estar, como sujeto, en la plena posesión de sus fuerzas. Con las crisis asociamos la idea de un poder objetivo que arrebata al sujeto una parte de la soberanía que normalmente le corresponde. Cuando concebimos un proceso como crisis, tácitamente le atribuimos un sentido normativo: la solución de la crisis aporta una liberación al sujeto afectado. Esto se vuelve más claro cuando pasamos de la medicina a la dramaturgia. En la estética clásica, desde Aristóteles hasta Hegel, crisis designa el punto de inflexión de un proceso fatal, fijado por el destino, que pese a su objetividad no sobreviene simplemente desde fuera ni permanece exterior a la identidad de las personas aprisionadas en él. La contradicción que se expresa en el apogeo catastrófico de un conflicto dramático es inherente a la estructura del sistema de la acción y a los propios sistemas de personalidad de los héroes. El destino se cumple en la revelación de normas antagónicas frente a las cuales sucumbe la identidad de los personajes cuando estos se muestran impotentes para reconquistar su libertad, doblegando el poder mítico del destino mediante la configuración de una nueva identidad. El concepto de crisis obtenido en la tragedia clásica encuentra su correspondiente en el concepto de crisis de la historia salvífica. Desde la filosofía de la historia del siglo XVIII, esta figura de pensamiento penetra en las teorías evolucionistas de la sociedad elaboradas en el siglo XIX 36. Así, Marx desarrolla en las ciencias sociales, por vez primera, un concepto de crisis sistémica37. En relación con este horizonte conceptual hablamos hoy de crisis sociales y económicas. Por ejemplo, cuando se menciona la gran crisis económica de comienzos de la década de 1930, las connotaciones marxistas son insoslayables. No me propongo agregar nada a la exegética de la teoría de las crisis, de Marx38, sino introducir sistemáticamente un concepto de crisis utilizable en ciencias sociales. A las ciencias sociales se propone hoy un concepto de la crisis delineado según la teoría de sistemas39. Las crisis surgen cuando la estructura de un sistema de sociedad* admite menos posibilidades de resolver problemas que las requeridas para su conservación. En este sentido, la crisis son perturbaciones que atacan la integración sistémica. Contra la fecundidad de esta concepción para las ciencias sociales puede aducirse que descuida las causas internas de un reforzamiento «sistémico» de las capacidades de autogobierno* (o una irresolubilidad «estructural» de problemas de autogobierno). 35 C. Offe, «Spätkapitalismus. Versuch einer Begriffsbestimmung»,Strukturprobleme des kapitalischen Staates, Francfort, 1972, pág. 7 36 H. P. Dreitzel, ed., Sozialer Wandel, Neuwied, 1967; L. Sklair, The sociologyof progress, Londres, 1970 37 R. Koselleck, Kritik und Krise*, Friburgo, 1961 ;J. Habermas, Theorie undPraxis, * Francfort, 1971, pág. 244 y sigs. [Agregamos el signo * cuando se cita por primera vez, en las notas de cada capítulo, una obra que tiene versión castellana. La nómina completa se encontrará en la Bibliografía en castellano al final del volumen.] 38 J. Zeleny, Die Wissenschaftslogik und das Kapital, Francfort, 1968;H. Reichelt, Zur logischen Struktur des Kapitalhegriffs bei K. Marx, Francfort,1970; M. Godelier, System, Struktur und Widerspruch im «Kapital», Berlin,1970; M. Mauke, Die Klassetheorie von Marx und Engels, Francfort, 19 39 M. Jänicke, ed., Herrschaft und Krise, Opladen, 1973; cfr., en ese volumen, la contribución de Jänicke, K. W. Deutsch y W. Wagner. * «Sistema de sociedad» puede entenderse como un sistema de sistemas sociales; a lo largo del texto se distingue, entonces, entre «sistema de sociedad » y «sistema social» (esta última expresión puede aludir al «sistema sociocultural », al «sistema político», etc.). (N. del T.) * Steuerungskapazitäten: traducimos por «autogobierno» la expresión «Steuerung»; en teoría de sistemas designa una instancia central que preside la adaptación de un sistema dado a su ambiente. En castellano suele emplearse «control» en este sentido, pero Habermas utiliza en otra acepción el vocablo «Kontrolle», que vertimos por «control». Steuern significa «timonear» (en la literatura de lengua inglesa sobre teoría de sistemas suele recurrirse al verbo to steer, de la misma raíz germánica); Wiener formó «cibernética» del verbo griego kubernao, que también significa conducir el timón; de ahí, en castellano, «gobernalle», «gobernar». (N, del T. Además, las crisis de sistemas de sociedad no se producen por vía de alteraciones contingentes del ambiente, sino por causa de imperativos del sistema, ínsitos en sus estructuras, que son incompatibles y no admiten ser ordenados en una jerarquía. Sin duda, solo cabe hablar de contradicciones estructurales si pueden señalarse estructuras pertinentes respecto de la conservación del sistema. Tales estructuras han de poder distinguirse de elementos del sistema que admiten alteraciones sin que el sistema como tal pierda su identidad. Graves prevenciones contra un concepto de la crisis social basado en la teoría de sistemas sugiere la dificultad de determinar unívocamente, en el lenguaje de esa teoría, los límites y el patrimonio de los sistemas sociales. Los organismos tienen límites espaciales y temporales bien precisos; su patrimonio se define por valores de normalidad que oscilan solo dentro de márgenes de tolerancia determinables empíricamente. En cambio, los sistemas sociales pueden afirmarse en un ambiente en extremo complejo variando elementos sistémicos, patrones de normalidad, o ambas cosas a la vez, a fin de procurarse un nuevo nivel de autogobierno. Pero cuando un sistema se conserva variando tanto sus límites cuanto su patrimonio, su identidad se vuelve imprecisa. Una misma alteración del sistema puede concebirse como proceso de aprendizaje y cambio o bien como proceso de disolución y quiebra: no puede determinarse con exactitud si se ha formado un nuevo sistema o solo se ha regenerado el antiguo. No todos los cambios de estructura de un sistema social son, como tales, crisis. Es manifiesto que dentro de la orientación objetivista de la teoría de sistemas es imposible discernir el campo de tolerancia dentro del cual pueden oscilar los patrones de normalidad de un sistema social sin que este vea amenazado críticamente su patrimonio o pierda su identidad. No se representa a los sistemas como sujetos; pero solo estos, como enseña el lenguaje usual precientífico, pueden verse envueltos en crisis. Solo cuando los miembros de la sociedad experimentan los cambios de estructura como críticos para el patrimonio sistémico y sienten amenazada su identidad social, podemos hablar de crisis. Las perturbaciones de la integración sistémica amenazan el patrimonio, sistémico solo en la medida en que esté en juego la integración social, en que la base de consenso de las estructuras normativas resulte tan dañada que la sociedad se vuelva anómica. Los estados de crisis se presentan como una desintegración de las instituciones sociales 40. También los sistemas sociales poseen su identidad y pueden perderla; en efecto, los historiadores pueden distinguir con certeza la transformación revolucionaria de un Estado o la caída de un Imperio de meros cambios de estructura. Para ello recurren a las interpretaciones con que los miembros de un sistema se identifican unos a otros como pertenecientes al mismo grupo, y afirman, a través de esa identidad de grupo, su identidad yoica. (…) Una sociedad no se encuentra en crisis por el solo hecho de que sus miembros lo digan, ni siempre que lo dicen. ¿Cómo distinguiríamos entre ideologías de crisis y experiencias genuinas de la crisis si las crisis sociales solo pudiesen comprobarse en fenómenos de conciencia? Los procesos de crisis deben su objetividad a la circunstancia de generarse en problemas de autogobierno no resueltos. Las crisis de identidad se encuentran íntimamente ligadas con los problemas de autogobierno. Por eso los sujetos actuantes casi nunca son conscientes de los problemas de autogobierno; estos provocan problemas derivados que repercuten en su conciencia de manera específica, es decir, de tal modo que la integración social resulta amenazada. (…) 2. ALGUNAS INSTANCIAS CONSTITUTIVAS DE LOS SISTEMAS SOCIALES En primer lugar describo tres propiedades universales de los sistemas de sociedad: a) El intercambio de los sistemas de sociedad consu ambiente transcurre en la producción (apropiación de la naturaleza exterior) y la socialización (apropiación de la naturaleza interior) por medio de preferencias veritativas y de normas que requieren justificación, es decir, por medio de pretensiones discursivas de validez; en ambas dimensiones, el desarrollo sigue modelos reconstruibles racionalmente. b) Los sistemas de sociedad alteran sus patrones de normalidad de acuerdo con el estado de las fuerzas productivas y el grado de autonomía sistémica, pero la variación de los patrones de normalidad está restringida por una lógica del desarrollo de imágenes del mundo sobre la cual carecen de influencia los imperativos de la integración sistémica; los individuos socializados configuran un ambiente interior, que resulta paradójico desde el punto de vista del autogobierno. 40 J. Habermas y N. Luhmann, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie*, Francfort, 1971, pág. 147 y sigs c) El nivel de desarrollo de una sociedad se determina por la capacidad de aprendizaje institucionalmente admitida, y en particular según que se diferencien, como tales, las cuestiones teórico-técnicas de las prácticas, y que se produzcan procesos de aprendizaje discursivos. (…) La estructura de clases Mientras que en las sociedades tradicionales la forma política de las relaciones de producción permitían identificar fácilmente los grupos dominantes, esa dominación manifiesta es reemplazada en el capitalismo liberal por la coacción anónima, en lo político, de ciudadanos particulares (en las crisis sociales desatadas por crisis económicas, estos últimos recuperan, sin duda, como lo muestran los frentes políticos del movimiento obrero europeo, la figura identificable de un enemigo político). Pero en el capitalismo de organización las relaciones de producción se repolitizan, por así decir; empero, la forma política de la relación de clases no se restaura con ello. Más bien, la anonimización política del dominio de clase es reforzada por una anonimización social. Las estructuras del capitalismo tardío pueden entenderse, en efecto, como formaciones reactivas contra la crisis endémica. Con el propósito de defenderse de la crisis sistémica, las sociedades del capitalismo tardío concentran todas las fuerzas de integración social en los sitios donde es más probable que estallen conflictos estructurales, como medio más eficaz para mantenerlos en estado latente; al mismo tiempo satisfacen así las demandas de los partidos obreros reformistas. En este sentido adquiere notable importancia histórica la estructura salarial cuasi política, que depende de las negociaciones entabladas entre grandes sindicatos obreros y organizaciones empresarias. La «formación de precios impuestos» (W. Hofmann), que en los mercados oligopólicos reemplaza a la competencia, encuentra su correspondiente en el mercado de trabajo; así como las grandes corporaciones controlan cuasi administrativamente los movimientos de precios de sus mercados de venta, también procuran llegar a acuerdos cuasi políticos con los poderosos sindicatos obreros respecto de los movimientos de salarios. En las ramas industriales decisivas para el desarrollo económico, tanto del sector monopólico como del sector público, la mercancía fuerza de trabajo adquiere un precio «político». Las partes encuentran una vasta zona de compromisos posibles para esos «convenios colectivos», ya que los incrementos de costos pueden trasladarse a los precios y las exigencias planteadas al Estado (tendientes al aumento de las fuerzas productivas, la calificación de los trabajadores y el mejoramiento de la situación social de estos) son satisfechas a mediano plazo en armonía con los intereses del sistema. El sector monopólico puede, por así decir, exportar el conflicto de clases. He aquí las consecuencias de esta inmunización de la zona originariamente conflictiva: a) disparidades en los niveles del salario, o recrudecimiento de la lucha por el nivel de los salarios en el servicio público; b) una inflación permanente, que provoca una redistribución regresiva del ingreso en perjuicio de los obreros no organizados en sindicatos y de otros grupos marginales; c) una crisis permanente de las finanzas del Estado que genera penurias en el sector público (es decir, pauperización de los sistemas públicos de comunicaciones, educación, construcción de viviendas y salud), y d) desequilibrios en el crecimiento económico tanto sectorial (economía agraria) como regional (zonas marginales). En las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los países capitalistas más avanzados lograron mantener en estado de latencia el conflicto de clases en sus zonas críticas (pese a los acontecimientos de mayo de 1968, de París); pudieron dilatar los plazos del ciclo y transformar las fases periódicas de desvalorización del capital en una crisis inflacionaria con oscilaciones coyunturales atemperadas; por último, consiguieron filtrar en buena medida los efectos secundarios distincionales de la crisis económica contenida, y distribuirlos entre cuasi grupos (como los consumidores, los escolares o sus padres, los usuarios de los medios de transporte, los enfermos, los ancianos, etc.) o grupos naturales con escaso grado de organización. Así se disolvió la identidad de las clases y se fragmentó la conciencia de clase. El compromiso de clases incorporado a la estructura del capitalismo tardío hace de todos (o casi de todos) participantes y súbditos en una misma persona; y naturalmente, la clara desigualdad (cada vez mayor) en cuanto a poder y fortuna decide quién pertenece más a una o a otra de esas dos categorías. ¿La estructura de clases configurada en el capitalismo liberal y su principio de organización social se han modificado por virtud del compromiso de clases? Este problema no puede investigarse desde el punto de vista del papel que el principio de la escasez y el mecanismo monetario desempeñan en el plano del sistema de sociedad. En efecto, la monetización de la propiedad del suelo y del trabajo en el capitalismo, y la ulterior «monetización progresiva de valores de uso y ámbitos de vida hasta entonces excluidos de la forma-dinero», no son indicadores concluyentes de que el cambio siga siendo el medio de autogobierno dominante de las relaciones sociales^^. Las demandas de valores de uso, planteadas políticamente, se sustraen de la forma-mercancía por más que se las satisfaga con recompensas monetarias. Decisivo respecto de la estructura de clases es determinar si el ingreso real de quienes trabajan en relación de dependencia sigue Rindado en los mecanismos del mercado o bien si la producción y la apropiación de la plusvalía, en lugar de depender solamente de aquellos, están restringidas y modificadas por relaciones de poder político. Una teoría del capitalismo tardío debe empeñarse en resolver las siguientes cuestiones; en primer lugar: a) ¿Admiten las estructuras del capitalismo tardío una autosuperación, por vía evolutiva, de la contradicción inherente a una producción socialista que persigue fines no generalizables? b) En caso afirmativo, ¿cuál es la dinámica de desarrollo que lleva en esa dirección? c) En caso negativo, ¿cuáles son las tendencias a la crisis en que se exterioriza el antagonismo de clases provisionalmente reprimido pero no resuelto? Debe investigarse, en segundo lugar: a) ¿Bastan las estructuras del capitalismo tardío para contener la crisis económica en el largo plazo? b) En caso negativo, ¿lleva la crisis económica, como esperaba Marx, a una crisis política a través de una crisis social?; con otras palabras: ¿puede plantearse en escala mundial una lucha de clases revolucionaria? c) Y si esto no es así, ¿hacia dónde se desplaza la crisis económica? Por último: d) ¿Adquiere la crisis desplazada la forma de una crisis sistémica, o tenemos que considerar diversas tendencias a la crisis conjugadas? b) Y si esto último es cierto, ¿qué tendencias a la crisis se transforman en comportamiento desviante y en qué grupos sociales? c) ¿Admite el potencial anómico, cuya existencia puede conjeturarse, una acción política dirigida a fines, o más bien lleva a una disfuncionalización anárquica de sistemas parciales? Por ahora no veo ninguna posibilidad de decidir, con argumentos sólidos, la pregunta por las posibilidades de autotransformación del capitalismo tardío. Pero no excluyo la perspectiva de que la crisis económica pueda ser contenida en el largo plazo, aunque solo de tal modo que los imperativos contradictorios de autogobierno, determinados por la compulsiva necesidad de valorizar el capital, generen una serie de nuevas tendencias a la crisis. La tendencia, hoy actuante, a la perturbación del crecimiento capitalista puede manejarse administrativamente y ser desplazada poco a poco al sistema sociocultural pasando por el sistema político. Opino que así la contradicción propia de una producción que persigue fines particulares recupera inmediatamente una forma política, si bien no la de la lucha de clases política. Puesto que en el capitalismo tardío la política se desarrolla sobre la base de la crisis sistémica reelaborada y reprimida, se reafirman ciertos antagonismos, con una conciencia de clase fragmentada y encoaliciones variables, que pueden modificar los términos del compromiso de clases. En relación con ello, las constelaciones de poder que se presenten de hecho serán las que decidan si la estructura de clases ha de diluirse y si resultará afectada la contradicción intrínseca al principio de organización capitalista como tal, así como el grado en que ambos procesos podrán cumplirse. (…) 5. TEOREMAS SOBRE LA CRISIS DE RACIONALIDAD El modo de funcionamiento del Estado del capitalismo tardío no puede concebirse adecuadamente según el modelo de un órgano ejecutor, inconsciente, de las leyes económicas que seguirían operando de manera espontánea, ni según el modelo de un agente de los capitalistas monopolices unificados que actuaría de acuerdo con planes. El Estado, integrándose en el proceso de la reproducción, ha modificado los determinantes del proceso de valorización en cuanto tal. Apoyado en un compromiso de clases, el sistema administrativo obtiene una limitada capacidad de planificación, que puede utilizarse para procurar legitimación, dentro del marco de la democracia formal, con miras a una evitación reactiva de las crisis. En relación con ello, el interés por la conservación del capitalismo en su conjunto compite con los intereses contradictorios de fracciones singulares del capital, por un lado, y por el otro con los intereses generalizables, orientados hacia los valores de uso, de diversos grupos de la población. El ciclo de la crisis distribuido a lo largo del tiempo y de consecuencias sociales cada vez más graves se reemplaza ahora por una inflación y una crisis permanente de las finanzas públicas. Es un problema empírico averiguar si estos fenómenos de reemplazo han logrado dominar con éxito la crisis económica o solo indican su desplazamiento provisional hacia el sistema político. Ello depende, en última instancia, de si el capital invertido de manera indirectamente productiva logra un acrecimiento de la productividad del trabajo suficiente para asegurar la lealtad de las masas y, al mismo tiempo, para conservar la marcha del proceso de acumulación. Ello se lograría por medio de una distribución (funcional respecto del sistema) del fruto de esa productividad acrecentada. El fisco debe cargar con los costos comunes de una producción cada vez más socializada: los costos de estrategias de mercado imperialistas y los que surgen de la demanda de bienes de uso improductivos (armamento y carrera espacial); los costos de obras de infraestructura que atañen directamente a la producción (sistemas de comunicaciones, progreso técnico científico, formación profesional); los costos del consumo social que afectan indirectamente a la producción (construcción de viviendas, acondicionamiento del tránsito, salud pública, tiempo libre, educación, seguridad social); los costos de la asistencia social, en particular del subsidio a los parados; por último, los costos externos (deterioro del ambiente) generados por las empresas privadas. Todas esas tareas deben financiarse, en definitiva, con impuestos. El aparato del Estado se encuentra entonces ante dos tareas simultáneas: por un lado, debe recolectar la masa de impuestos requerida en detrimento de ganancias e ingresos privados, aplicándola con racionalidad suficiente como para evitar las perturbaciones de un crecimiento sujeto a crisis; por otro lado, la recolección selectiva de los impuestos, el modelo de prioridades reconocido para su aplicación y los propios rendimientos administrativos han de procurarse de tal modo que resulte satisfecha la creciente necesidad de legitimación. Cuando el Estado fracasa en la primera de esas dos tareas surge un déficit de racionalidad administrativa; y si fracasa respecto de la otra, se origina un déficit de legitimación (trataremos esto último en la próxima sección) 41. Un déficit de racionalidad puede producirse si los imperativos contradictorios de autogobierno engendrados por la espontaneidad anárquica de la producción mercantil y su crecimiento sacudido por crisis pasan al sistema administrativo y se vuelven operantes dentro de él. Esta tesis modificada acerca de la «anarquía » es defendida por Hirsch, entre otros, con ejemplos tomados de la política en materia de ciencia 42. La tesis tiene cierto valor descriptivo, ya que permite demostrar que las oficinas, por su escasa capacidad de percepción y planificación, así como por su insuficiente coordinación, a menudo caen bajo la dependencia de sus clientelas, de manera que no pueden distanciarse de ellas lo suficiente para adoptar decisiones autónomas. Sectores particulares de la economía pueden privatizar, por así decir, partes de la administración pública, con lo cual la competencia entre sectores sociales particulares se reproduce dentro del aparato estatal. Ahora bien, este teorema sobre la crisis se basa en la convicción de que la socialización creciente de una producción que sigue rigiéndose por objetivos privados plantea al aparato del Estado exigencias que este no puede cumplir, por ser contradictorias. Por una parte, el Estado debe tomar sobre sí las funciones de un capitalista genérico; por otra, los capitales particulares empeñados en la competencia no pueden formar ni imponer una voluntad colectiva, mientras no se abandone la libertad de inversión. Así nacen imperativos contradictorios entre sí: es preciso ampliar la capacidad de planificación del Estado en beneficio del capitalismo en su conjunto, pero, al mismo tiempo, deben ponerse límites a esa ampliación que amenazaría al propio capitalismo. Por eso el aparato del Estado oscila entre una intervención esperada y una renuncia a ella, que le es impuesta; entre una independización respecto de sus súbditos, que pone en peligro al sistema, y una subordinación a los intereses particulares de estos. Los déficit de racionalidad son el resultado inevitable de esa trampa constituida por las alternativas que se presentan al Estado del capitalismo tardío, y en la cual sus actividades contradictorias tienen que hundirlo cada vez más 43. Paso a enumerar una serie de objeciones que se han dirigido contra la solidez de este argumento: a) Tan pronto como la contradicción fundamental del capitalismo se desplaza del sistema económico al sistema administrativo, se alteran los términos que permitirían resolverla. En el sistema económico afloran contradicciones, directamente, en las relaciones entre magnitudes de valor; indirectamente, en las consecuencias sociales de la pérdida del capital (quiebra) y el despojo de los medios de subsistencia (desocupación). En el sistema administrativo afloran contradicciones en las decisiones irracionales y en las consecuencias sociales de fracasos de la administración, es decir, en la desorganización de ámbitos de la vida. La quiebra y la desocupación definen unívocamente umbrales de riesgo para el incumplimiento de funciones. La desorganización de ámbitos de la vida, en cambio, se mueve siguiendo un continuo. Y resulta difícil discernir dónde se encuentran, en este caso, los umbrales de tolerancia, y la medida en que la percepción de lo que todavía se acepta y de lo que ya se experimenta como insoportable puede adecuarse a un ambiente cada vez más desorganizado. 41Cfr. 42J. infra, pág. 121 y sigs. Hirsch, Wissenschaftlich-technischer..., op. cit., pág. 248 43C. Offe habla de un «dilema político de la tecnocracia». b) Hay otro punto de vista más importante. El sistema económico contiene, firmemente pérdida; el «medio» del intercambio no admite soluciones de conflictos del tipo de una adaptación permanente y recíproca de las orientaciones de acción: no se puede recurrir a la optimización de la ganancia como principio de autogobierno del sistema. En cambio, el sistema administrativo mantiene con los ambientes, de los que depende, un intercambio de negociaciones orientadas al compromiso: el «bargaining» se vuelve forzoso para la adecuación recíproca de estructuras de expectativas y sistemas de valores. El tipo de movimiento reactivo de las estrategias de evitación expresa la limitada capacidad de maniobra de un aparato estatal que corre el riesgo de hacer visibles, para las partes que entran en la negociación, los intereses generalizables de la población como plano de contraste respecto de los intereses particulares organizados así como respecto del interés por la conservación del sistema capitalista en su conjunto. El establecimiento de poder legítimo exige tomar en cuenta un desnivel de legitimación entre diversos ámbitos de intereses, que no puede existir dentro de un sistema de intercambio legitimado globalmente. c) Por último, las tendencias a la crisis, mediando la acción de administración colectiva, no pueden imponerse ciegamente del mismo modo como lo hacían antes a través de las conductas particularistas de los individuos actuantes en el mercado. En efecto, la diferencia entre procesos que se cumplen de manera espontánea y la planificación ya no opera selectivamente, respecto del medio «ejercicio del poder», del mismo modo en que lo haría respecto de juegos estratégicos en los que la obediencia voluntaria a una regla puede traer efectos secundarios no queridos. Más bien, la evitación de las crisis se tematiza como meta de la acción. Respecto del carácter de procesos de decisión que se encuentran a medio camino entre lo espontáneo y lo planificado, es característica la modalidad de la justificación, seguida tanto por el sistema administrativo como por sus contrapartes en la negociación: la acción administrativa exigida o querida se justifica, en cada caso, en una racionalidad sistémica proyectada a partir de perspectivas de acción 44, es decir, en rendimientos de autogobierno funcionales respecto del sistema y orientados a satisfacer funciones de objetivos ficticios que, puesto que ninguno de los participantes domina el sistema, no pueden ser alcanzados. Los compromisos políticos no constituyen, como las decisiones de opción económica en un sistema autogobernado por el mercado, una trama «natural», espontánea, tejida con acciones individuales racionales con arreglo a fines. Por eso no existe ninguna incompatibilidad impuesta por la lógica entre los intereses de la planificación capitalista en su conjunto y la libertad de inversión, la necesidad de planificación y la renuncia a la intervención, la independización del aparato estatal y su dependencia respecto de intereses particulares. La posibilidad de que el sistema administrativo se procure una vía de compromiso entre las pretensiones contrapuestas, que le permita obtener un grado suficiente de racionalidad organizativa, no puede excluirse con argumentos lógicos. Teniendo en cuenta esas objeciones se puede intentar construir para el sistema administrativo una «espontaneidad » de segundo nivel. Las diversas variantes de una planificación capitalista, ejercida por una burocracia que ha adquirido autonomía45, se diferencian del tipo de una planificación democrática reacoplada con una formación discursiva de la voluntad, entre otras cosas, por la cuantía de los efectos secundarios no previstos, que en cada caso tienen que resolverse con procedimientos ad hoc y que pueden ir acumulándose en medida tal que el recurso al «tiempo» ya no constituya una salida. Esta forma de no-conciencia secundaria configura —así podría reformularse este teorema sobre la crisis— una fachada tras la que tiene que esconderse el aparato del Estado a fin de reducir al mínimo los costos que le impone el resarcimiento de las víctimas del proceso de la acumulación capitalista. El crecimiento capitalista se cumple, todavía hoy, siguiendo la vía de la concentración de empresas, así como de la centralización de la propiedad del capital y su desplazamiento 46, que convierten en proceso normal el despojo y la redistribución del capital. Y esta normalidad, precisamente, se vuelve vulnerable en la medida en que el Estado reclama para sí el papel de instancia planificadora responsable que ocasiona perjuicios a sus administrados y a la que estos pueden enfrentar con demandas de resarcimiento y protección. La eficacia de este mecanismo se refleja, por ejemplo, en la estructura política. Tan pronto como los recursos económicos no bastan para satisfacer las necesidades de las víctimas del crecimiento capitalista, surge este dilema: o el Estado se inmuniza con relación a esas demandas, o se paraliza el proceso de crecimiento. La primera de esas alternativas lleva a una nueva aporía: para asegurar la continuidad del proceso de acumulación revierten al Estado funciones de planificación cada vez más precisas que, sin embargo, no pueden admitirse como 44 He ahí una consecuencia de la introducción del knguaje de la teoría de sistemas en la manera en que la administración estatal se concibe a sí misma. 45S. 46 Cohen, Modern Capitalism planning, Cambridge, 1969. H. Arendt, Die Konzentration der westdeutschen Wirtschaft, Pfullingen,1966;J. Hufschmid, Die Politik des Kapitals, Francfort, 1970; G. Kolko, Besitzund Macht*, Francfort, 1967 rendimientos administrativos que le sean imputables, puesto que, en ese caso, habría derecho a reclamarle compensaciones que estorbarían la acumulación. Expuesto en esa forma, sin duda, el teorema sobre la crisis de racionalidad depende de supuestos empíricos acerca de los estrangulamientos económicos del crecimiento capitalista. Debe considerarse, además, que una necesidad de planificación que crece exponencialmente crea estrangulamientos no específicos del sistema. La planificación de largo plazo plantea a cualquier sistema administrativo, y no solo al del capitalismo tardío, dificultades estructurales. F. W. Scharpf, en numerosos trabajos, les ha dedicado penetrantes análisis 47. Por mi parte, me inclino a suponer que no cualquier incrementalismo (por ejemplo, si pertenece al tipo de una planificación restringida al horizonte del mediano plazo y sensible a los desequilibrios de origen externo) refleja eo ipso los déficit de racionalidad de una administración sometida a exigencias mayores que las que puede satisfacer. A lo sumo pueden aducirse razones lógicas para sostener que una política de evitación tropieza con barreras de racionalidad por cuanto está obligada a sondear la posibilidad de establecer compromisos entre los diversos intereses sin poder llevar de antemano a la discusión pública la posibilidad que estos tienen de ser generalizados. La barrera de racionalidad del capitalismo tardío consiste en su imposibilidad estructural de adoptar el tipo de planificación que podríamos llamar, con R. Funke, «incrementalismo democrático»48. Un original análisis de C. Offe nos proporciona otro argumento para afirmar que una administración planificadora ha de generar inevitablemente déficit de racionalidad. Offe enumera tres tendencias que documentan la necesidad, intrínseca al sistema, de que se multipliquen los elementos contrarios a él; se basan en la difusión de modelos de orientación que dificultan un gobierno de las conductas conforme al sistema49. En primer lugar, en los mercados organizados del sector público y del sector monopólico se modifican las condiciones marginales que las empresas deben tener en cuenta para adoptar sus decisiones estratégicas. Las grandes corporaciones pueden tomar sus decisiones dentro de un campo de alternativas tan vasto en lo temporal y en cuanto a su diversidad que la conducta de la opción racional, determinada por datos externos, es reemplazada por una política de inversiones cuya fundamentación requiere premisas complementarias. Por eso el top management debe adoptar modelos políticos de decisión y valoración en lugar de estrategas de acción establecidas a priori. En segundo lugar, en conexión con las ílinciones del sector público aparecen ámbitos de labor profesional en que el trabajo abstracto es reemplazado por un trabajo concreto, es decir, orientado hacia los valores de uso: ello se aplica aun a los miembros de sectores burocráticos familiarizados con tareas de planificación, a los servicios públicos (comunicaciones, salud pública, construcción de viviendas, esparcimientos), al sistema de educación y formación científica, y a la investigación y al desarrollo tecnológico. El radical professionalism prueba que en esos ámbitos el trabajo profesional puede desprenderse de los modelos privatistas de la «carrera» y de los mecanismos del mercado, y orientarse hacia fines concretos. En tercer lugar, en relación con la población activa, que percibe ingresos, crece la proporción de la población inactiva, que no se reproduce a través del mercado de trabajo: escolares y estudiantes, desocupados, rentistas y beneficiarios de las prestaciones de seguridad social, amas de casa no profesionalizadas, enfermos y criminales. También estos grupos pueden configurar modelos de orientación como los que nacen en los ámbitos del trabajo concreto. Estos «cuerpos extraños» dentro del sistema de ocupación capitalista, que aumentan junto con la socialización de la producción, repercuten de manera restrictiva sobre la planificación administrativa. Teniendo en cuenta la libertad de inversión de las empresas privadas, la planificación capitalista se sirve de la regulación global, que influye sobre la conducta de los administrados por la modificación de datos externos. Los parámetros que pueden modificarse en conformidad con el sistema, como tasas de interés, impuestos, subvenciones, encargos, redistribuciones secundarias de ingresos, etc., por regla general son magnitudes monetarias. Aun tales magnitudes pierden su efecto regulador en la medida en que se debilitan las orientaciones abstractas hacia los valores de cambio. Así, los efectos de una socialización de la producción apresurada por la intervención estatal destruyen las condiciones de aplicación de importantes instrumentos de la propia intervención del Estado. Esta contradicción no tiene, por cierto, carácter lógicamente concluyente. 47 F. W. Scharpf, «Planung als politischer Prozess», Die Verwaltung, 1971,y «Komplexität als Schranke der politischen Planung», PVJ, 1972, pág. 168y sigs. 48 R. Funke, Exkurs über Planungsrationalität, manuscrito del MPIL, y Organisationsstrukturen planender Verwaltung, tesis de doctorado, Darmstadt,1973 49C. Offe, «Tauschverhältnis...», op. cit., pág. 27 y sig Las tres tendencias mencionadas muestran que el proceso de acumulación se cumple siguiendo otros medios que el intercambio. Sin embargo, la cualidad política que hoy adquieren decisiones que antes se regían por la racionalidad del mercado, la politización de ciertas orientaciones profesionales y la socialización ajena al mercado de la población inactiva, no necesariamente estrechan, per se, el campo de maniobra de la administración; y aun la participación, si se adoptan determinados recaudos en la ejecución de planes administrativos, puede resultar más funcional que las reacciones de conducta reguladas por estímulos externos 50. En la medida en que esos desarrollos llevan de hecho a estrangulamientos favorecedores de la crisis, no se trata de déficit de la racionalidad planificadora, sino de consecuencias de situaciones de motivación inadecuadas: la administración no puede motivar a sus socios para el trabajo común. Dicho aproximativamente: el capitalismo tardío no necesariamente se deteriora cuando el medio de autogobierno por estimulación externa fracasa en ciertos ámbitos de conducta en que había funcionado hasta entonces; a lo sumo se le presenta una situación difícil cuando el sistema administrativo no puede ya desempeñar ciertas funciones importantes para la conservación del sistema de sociedad, porque se le escapan los controles sobre ámbitos de conducta decisivos para la planificación en general, cualesquiera que sean los medios empleados. Pero esta prognosis no puede inferirse de una pérdida de racionalidad por parte de la administración, sino, en todo caso, de una pérdida en cuanto a motivaciones necesarias para el sistema 4. ¿EL FINAL DEL INDIVIDUO? He procurado fundamentar mi tesis según la cual las cuestiones prácticas pueden tratarse discursivamente y las ciencias sociales tienen, en sus análisis, la posibilidad metódica de considerar los sistemas de normas como veritativos. Queda abierta esta cuestión: si en las sociedades complejas la formación de motivos permanece aún efectivamente ligada con normas que requieren justificación, o bien los sistemas normativos han perdido mientras tanto su referencia a la verdad. La trayectoria seguida por la especie humana, hasta hoy, confirma la idea de Durkheim, inspirada en sus concepciones antropológicas, según la cual la sociedad es siempre una realidad moral. La sociología clásica consideró axiomático que sujetos capaces de acción y de lenguaje solo pueden configurar la unidad de su persona en conexión con imágenes del mundo y sistemas morales que garanticen su identidad. La unidad de la persona requiere de la perspectiva, fundamento de la unidad, de un mundo-de-vida creador de cierto orden, que tiene al mismo tiempo significación cognitiva y práctico moral: «[...] la función más importante de la sociedad es la nomización. Su premisa antropológica es el deseo de sentido, que en el hombre parece tener la fuerza de un instinto. Los hombres responden al imperativo congénito de impartir a la realidad un orden provisto de sentido. Pero ese orden presupone la actividad social de crear una construcción del mundo. El estar separado de su sociedad expone al individuo a una multitud de peligros que él no puede enfrentar solo, sopena, en el caso extremo, de su inminente extinción. Esa separación genera también en el individuo insoportables tensiones psicológicas, tensiones que tienen su raíz en un hecho antropológico básico: la socialidad, Pero, en definitiva, el peligro último de esa separación es el de la falta de sentido. Este peligro es la pesadilla por excelencia en que el individuo está sumergido en un mundo caracterizado por el desorden, el sin sentido y la locura. La realidad y la identidad se transforman ominosamente en absurdas figuras del horror. Formar parte de una sociedad es estar "sano" precisamente en el sentido de encontrarse resguardado de la "insania" última del terror anémico. La anomia es insoportable, a punto tal que el individuo puede preferir la muerte. A la inversa, puede empeñarse en permanecer dentro de un mundo nómico a costa de toda clase de sacrificios y sufrimientos, aun de la muerte, si cree que este sacrificio final tiene significación nómica»51. La función principal de los sistemas de interpretación que procuran la estabilización del mundo (worldtnaintaining) consiste en evitar el caos, es decir, dominar contingencias. La legitimación de los regímenes de poder y normas básicas puede entenderse entonces como una especialización de esa función de «conferir sentido». Los sistemas religiosos ligaron originariamente de tal modo la tarea práctico-moral de constituir identidades del yo y del grupo (deslinde del yo respecto del grupo social de referencia, por un lado, y deslinde de este respecto del ambiente natural y social, por el otro) con la interpretación cognitiva del mundo (el dominio sobre los problemas de supervivencia planteados por el enfrentamiento técnico con la naturaleza exterior), que las contingencias de un ambiente deficientemente controlado pudieron elaborarse al mismo tiempo que los riesgos principales de la existencia humana; aludo a las crisis del ciclo vital y a los peligros de la socialización, así como a 50 F. Naschold, Organisation und Demokratie, Stuttgart, 1969, y «Komplexität und Demokratie», PVJ, 1968, pág. 494 y sigs.; cfr. la crítica de Luhmann a ese trabajo, ibid., 1969, pág. 324 y sigs., y la réplica de Naschold, ibid., pág. 326 y sig.; cfr., además, S. y W. Streeck, Parteiensystem und Status quo, Francfort, 197 51P. Berger, The soíredcanopy*, Nueva York, 1967, pág. 22 y sig. las amenazas a la integridad moral y corporal (culpa, soledad; enfermedad, muerte). El «sentido» que las religiones prometen es siempre ambivalente: por una parte, esa promesa de sentido conserva la pretensión, constitutiva de la forma de vida sociocultural vigente hasta hoy, que lleva a los hombres a no darse por satisfechos con ficciones, sino solamente con «verdades», cuando quieren saber por qué algo sucede. Cómo ocurre y cómo puede justificarse lo que ellos hacen o deben hacer; por otra parte, esa promesa de sentido ha implicado siempre una promesa de consuelo, porque las interpretaciones propuestas no se limitan a llevar simplemente a la conciencia las contingencias inquietantes, sino que las hacen soportables (aun cuando, o precisamente cuando, no puedan ser eliminadas como tales contingencias). En los primeros estadios del desarrollo social, anteriores a las altas culturas, los problemas de la supervivencia y, por consiguiente, las experiencias de la contingencia en el trato con la naturaleza exterior fueron tan serios que, como claramente lo muestran los contenidos del mito, debieron ser compensados por la producción narrativa de una apariencia de orden. Después, a medida que aumentaron los controles sobre la naturaleza exterior, el saber profano se independizó de imágenes del mundo que se limitaron cada vez más a sus tareas de integración social. Por último, las ciencias tuvieron el monopolio en la interpretación de la naturaleza exterior; desvalorizaron las interpretaciones globales heredadas y trasplantaron el modo de la creencia a una actitud cientificista que solo admite la fe en las ciencias objetivantes. En este ámbito, las contingencias son reconocidas; en buena parte se las puede dominar técnicamente y sus consecuencias se vuelven soportables: las catástrofes naturales son definidas como desgracias sociales de carácter mundial, y sus efectos se aminoran mediante operaciones administrativas emprendidas en vasta escala (cosa interesante, las consecuencias de la guerra pertenecen a esa misma categoría de la humanidad administrada). En los ámbitos de la convivencia social, en cambio, la complejidad creciente ha engendrado una masa de nuevas contingencias sin que haya aumentado en igual medida la capacidad para dominarlas. Así, el ansia de interpretaciones que superen la contingencia, que quiten a lo azaroso aún no controlado su carácter de tal, ya no se dirige hacia la naturaleza; pero renace, con mayor fuerza, en el sufrimiento que ocasionan procesos que la sociedad no ha podido someter a sus mecanismos de autogobierno. Mientras tanto, las ciencias sociales no pueden asumir ya las funciones de imagen del mundo; más bien disuelven la ilusión metafísica de un orden, tal como había sido producida por las filosofías objetivistas de la historia. Al mismo tiempo, contribuyen a incrementar contingencias evitables: en su estado actual, no pueden producir un saber aplicable como técnica social, superador de la contingencia; pero tampoco confían en estrategias teóricas más fuertes que abarquen la diversidad de las contingencias aparentes (engendradas por una tendencia nominalista) y vuelvan asequible la conexión objetiva de la evolución social. Por cierto que, respecto de los riesgos de la vida individual, es impensable una teoría que cancele, interpretándolas, las facticidades de la soledad y la culpa, la enfermedad y la muerte; las contingencias que dependen de la complexión corporal y moral del individuo, y son insuprimibles, solo admiten elevarse a la conciencia como contingencias: tenemos que vivir con ellas, por principio sin esperanza. Por otra parte, en la misma medida en que las imágenes del mundo pierden su contenido cognitivo, la moral es despojada de interpretaciones sustanciales, y formalizada. La razón práctica ni siquiera puede fijndarse ya en el sujeto trascendental; la ética comunicativa se aferra solo a las normas básicas del discurso racional, a un «factum de la razón» último, respecto del cual, por cierto, si no es más que un mero factum que no admite ulteriores elucidaciones, no se advierte por qué dimanaría aún de él una virtud normativa, que organizara la autocompresión del hombre y orientase su acción. En este punto podemos volver a nuestra pregunta inicial. Si las imágenes del mundo han entrado en quiebra por el divorcio entre sus ingredientes cognitivos y de integración social, y si hoy los sistemas de interpretación destinados a estabilizar el mundo son cosa del pasado, ¿quién cumple entonces la tarea práctico-moral de constituir la identidad del yo y del grupo? ¿Podría una ética lingüística universalista, que ya no se asociaría con interpretaciones cognitivas de la naturaleza y de la sociedad, a) estabilizarse a sí misma suficientemente, y b) asegurar estructuralmente las identidades de individuos y grupos en el marco de una sociedad mundial? ¿O una moral universal, de raigambre cognitiva, está condenada a convergir en una grandiosa tautología, en que una exigencia de la razón, superada por el proceso evolutivo, se limite a oponer a la autocomprensión objetivista del hombre la vacía afirmación de sí misma? ¿Quizá se han cumplido ya, bajo la cubierta retórica de una moral que se ha vuelto universalista y al mismo tiempo impotente, transformaciones en el modo de socialización que afectan a la forma de vida sociocultural como tal? ¿El nuevo lenguaje universal de la teoría de sistemas indica que las «vanguardias» han emprendido ya la retirada hacia identidades particulares, en la medida en que se acomodan al sistema espontáneo de la sociedad mundial como los indios en las reservas de Estados Unidos? Por último, ¿ese retroceso definitivo cumple la renuncia a la referencia inmanente a la verdad de normas configuradoras de motivos? Ahora bien, no puede motivarse todavía suficientemente una respuesta afirmativa a estas preguntas invocando la lógica del desarrollo de las imágenes del mundo. En primer lugar, en efecto, la repolitización de la tradición bíblica observable en la discusión teológica contemporánea (Pannenberg, Moltmann, Solle, Metz) 52, y que coincide con un emparejamiento de la dicotomía más acá/más allá, no implica un ateísmo en el sentido de una liquidación sin residuos de la idea de Dios (aunque después de esta masa de pensamientos críticos difícilmente se pueda salvar consecuentemente la idea del Dios personal). La idea de Dios se conserva en el concepto de un bgos que determina a la comunidad de los creyentes y, con ello, a la trama de vida real de una sociedad que se autoemancipa; Dios pasa a ser el nombre de una estructura comunicativa que obliga a los hombres, so pena de la pérdida de su humanidad, a superar su naturaleza empírica y contingente encontrándose mediatamente, a través de algo objetivo que ellos mismos no son. En segundo lugar, no está decidido si el impulso filosófico a pensar el mundo como unidad demitologizada no puede conservarse también en el elemento de la argumentación científica. Sin duda, la ciencia no puede asumir funcion de imagen del mundo; pero las teorías universales (se refieran al desarrollo social o a la naturaleza 53) contradicen menos a un pensamiento científico consecuente que a su incomprensión en el malentendido positivista. También esas estrategias teóricas contienen, como aquellas imágenes del mundo que sucumbieron bajo una crítica ilevantable, una promesa de sentido: la superación de las contingencias; al mismo tiempo, sin embargo, quieren quitar a esa promesa la ambivalencia de la pretensión de verdad y de un cumplimiento solo aparente. Ya no podemos defendemos de esas contingencias, ahora admitidas, produciendo una ilusión racionalizante. La circunstancia de que la lógica de desarrollo de las imágenes del mundo no excluye un modo de socialización referido a la verdad puede ser consoladora. No obstante, los imperativos de autogobierno de sociedades de elevada complejidad podrían determinar que la formación de motivos se desprendiese de normas susceptibles de justificación, y dejase de lado, por así decir, esa superestructura normativa ahora desacoplada. Con ello los problemas de legitimación desaparecerían per se. En favor de esta tendencia atestigua una serie de reflejos de la historia espiritual que recordaré aquí bajo algunos pocos títulos. d) Podemos observar, desde hace más de un siglo, el cinismo de una conciencia burguesa que por así decir se desmiente a sí misma: en la filosofía, en una conciencia de la época dominada por el pesimismo cultural y en la teoría política. Nietzsche radicaliza la experiencia de que las ideas a las que podía enfrentarse una realidad fueron suprimidas: «¿Por qué es entonces necesario el advenimiento del nihilismo? Porque son los valores mismos que hemos tenido hasta hoy los que lo llevan en sus entrañas como su consecuencia última; porque el nihilismo es la lógica, pensada hasta el final, de nuestros grandes valores e ideales: porque no tenemos más que vivir el nihilismo para entender cuál era el verdadero valor de esos "valores"54. Nietzsche elabora la despotenciación histórica de las pretensiones de validez normativa, así como los impulsos darwinistas hacia una autodestrucción naturalista de la razón. Reemplaza la pregunta «¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?» por esta otra: «¿por qué es necesario creer en tales juicios?». Las verdades son sustituidas por las «valoraciones». Una doctrina perspectivista de los afectos reemplaza a la teoría del conocimiento; he aquí su principio supremo: «Toda creencia y todo tener por verdadero son necesariamente falsos, puesto que no existe un mundo verdadero»''55. Nietzsche tenía en cuenta todavía el efecto chocante de sus revelaciones, y su estilo heroico deja ver el dolor que de todos modos provocaba en él su separación del universalismo de la Ilustración. Todavía en la recepción de las ideas de Nietzsche, durante la década de 1920, hasta llegar a Gottfried Benn, Cari Schmitt, Ernst Jünger y Arnold Gehlen, encontramos un eco de esa ambivalencia. Hoy aquel dolor se ha reducido a nostalgia o aun —para lo cual las orientaciones complementarias del positivismo y del existencialismo han creado la base— ha retrocedido a una nueva ingenuidad, aunque no la que Nietzsche postuló cierta vez: quien todavía discute acerca del carácter veritativo de las cuestiones prácticas está, en el mejor de los casos, desactualizado. 52 Véase T. RendtorfF, Theoriedes Christentums, Gütersloh, 1972, pág. 96 y sigs. 53C. F. von Weizsäcker, Die Einheit der Natur, Stuttgart, 197. 54F. Nietzsche, Werh, ed. Schlechta, vol. III, pág. 635. 55Ibid.. pág. 480 b) La revocación de los ideales burgueses se infiere de manera particularmente clara en el retroceso de la teoría de la democracia (que sin duda desde el comienzo tuvo una variante radical y otra proclive al liberalismo)56. Como reacción frente a la crítica marxista a la democracia burguesa. Mosca, Pareto y Michels introdujeron la teoría de las élites de poder como antídoto realista y científico contra el idealismo del derecho natural. Schumpeter y Max Weber acogieron estos elementos de contra-ilustración en una teoría de la democracia de masas; en su pathos mortificado se refleja todavía el sacrificio que parece significarles esa visión, presuntamente mejor, de antropología pesimista. Una nueva generación de teóricos de la élite ha ido más allá del cinismo y la autoconmiseración; proclama a Tocqueville como venerable precursor y admite el nuevo elitismo, con mejor conciencia, como la única alternativa frente a la noche del totalitarismo en que todos los gatos son pardos. Peter Bachrach 57, en su teoría del poder democrático de las élites, que sigue las huellas de Komhauser, Lipset, Truman y Dahrendorf, ha exhibido un interesante proceso de reducción. La democracia ya no se define por el contenido de una forma de vida que hace valer los intereses generalizables de todos los individuos; ahora no es más que el método de selección de líderes y de los aditamentos del liderazgo. Por democracia ya no se entienden las condiciones en que todos los intereses legítimos pueden ser satisfechos mediante la realización del interés fundamental en la autodeterminación y la participación; ahora no es más que una clave de distribución de recompensas conformes al sistema, y por tanto un regulador para la satisfacción de los intereses privados; esta democracia hace posible el bienestar sin libertad. La democracia ya no se asocia con la igualdad política en el sentido de una distribución igual del poder político, es decir, de las oportunidades de ejercer poder; la igualdad política solo significa ahora el derecho formal al acceso al poder con iguales posibilidades, es decir, «el derecho igual a ser elegido en posiciones del poder». La democracia ya no persigue el fin de racionalizar el poder social mediante la participación de los ciudadanos en procesos discursivos de formación de la voluntad; más bien tiene que posibilitar compromisos entre las élites dominantes. Con ello, en definitiva, se abandona también la sustancia de la teoría clásica de la democracia; ya no todos los procesos de decisión de alcance político, sino solo las decisiones del sistema de gobierno definidas como políticas deben someterse a los mandatos de la formación democrática de la voluntad. Por virtud, entonces, de un pluralismo de las élites que sustituye a la autodeterminación del pueblo, el poder social ejercido como si fuese un poder privado se descarga de la necesidad de legitimarse y se vuelve inmune al principio de la formación racional de la voluntad: según esta nueva teoría del poder, las condiciones de la democracia se satisfacen cuando «a) los electores pueden optar entre élites competidoras; b) las élites no logran que su poder se vuelva hereditario ni consiguen impedir a nuevos grupos sociales el ascenso a posiciones de élite; c) las élites se ven obligadas a apoyar coaliciones cambiantes, de manera que no puede imponerse una forma de poder excluyente, y d) las élites que dominan en los diversos ámbitos de la sociedad —por ejemplo, en la economía, la educación y el arte— no pueden forjar una alianza58» c) La historia de la cultura ofrece abundantes síntomas de una destrucción de la razón práctica; hemos indicado algunos ejemplos. En ellos se expresa un cambio de posición de la conciencia burguesa, que admite diversas interpretaciones. Quizá se trata de fenómenos, con raíz de clase, consistentes en un retroceso respecto de exigencias universalistas, pretensiones de autonomía y expectativas de autenticidad; si es así, tan pronto como se reclame por ellos correrá peligro el compromiso de clases del capitalismo tardío. O se trata, tal vez, de un movimiento general contra una cultura que se impone sin alternativas (y que se ha hecho universal pese a su origen burgués), es decir, contra una forma de vida fundamental de la historia del género humano, en que la lógica de una reproducción de la sociedad discurre a través de normas veritativas. La interpretación radical que juzga cuestionado el modo de socialización de la especie converge en la tesis del «final del individuo». La afirmación lapidaria de Landmann: «Los tres siglos del individuo se han cumplido 59, puede entenderse todavía como retoño de una crítica de la cultura que ve desaparecer, con la Europa tradicional, una determinada formación histórica del espíritu humano. Aquí considero, en cambio, aquellas interpretaciones despiadadas que diagnostican la muerte de la figura del individuo burgués en el sentido de que la reproducción de las sociedades ultra complejas impone una dislocación en el plano de las instancias hasta hoy constitutivas. Con la figura histórica del individuo burgués entraron en escena aquellas exigencias (todavía incumplidas) de organización autónoma del yo en el marco de una praxis independiente —es 56 J. Habermas, «Naturrecht und Revolution», en Theorie und Praxis, op.cit., pág. 89 y sig 57 P. Bachrach, Die Theorie der demokratischen Eliteherrschaft, Francfort,1967. 58Ibid., 59M. pág. 8 Landmann, Das Ende des Individuums, Stuttgart, 197. decir, fundada racionalmente—, exigencias en las que se explícita la lógica de una socialización universal (eficaz desde el comienzo, aunque aún no desplegada) por vía de la individuación. Si esta forma de reproducción se abandonase junto con los imperativos que le son inherentes en el plano lógico, ello significaría que el sistema de sociedad no podría seguir produciendo su unidad a través de la formación de la identidad de los individuos socializados: la constelación de lo universal y lo singular habría dejado de ser pertinente para un estado de la sociedad que se ha convertido en un agregado. Horkheimer y Adorno despliegan estas ideas como Dialéctica del Iluminismo, resumida por A. Wellmer del siguiente modo: «El destino exterior en que el hombre tiene que verse envuelto en su esfuerzo por emanciparse de su estado de caída en la naturaleza, es al mismo tiempo también su destino interior; un destino que la razón tiene que soportar por sí misma. Y a la postre, los sujetos, por cuya obra había comenzado el sojuzgamiento, la cosificación y el desencanto de la naturaleza, quedaron ellos mismos tan sometidos, cosificados y desencantados para sí mismos que sus esfuerzos liberadores se trocaron en lo contrario: en el afianzamiento de esa trama de no-conciencia en que se encuentran aprisionados. Desde que se dejaron atrás las imágenes animistas del mundo se instaló esa dialéctica de la Ilustración, que en la sociedad industrial capitalista ha llegado a tal punto que ahora "el hombre pasa a ser antropomorfismo ante el hombre»60. Este diagnóstico coincide con el de Gehlen y Schelsky, no en su fundamentación, pero sí en su sustancia. La reflexión de Schelsky sobre la concepción de sí del hombre en la civilización científica llega al resultado de que el «proceso de la creación científico-técnica» genera «una disolución total de la historia tal como había transcurrido hasta hoy» y un «cambio de identidad del hombre»: «[...] ese sentido para "el hombre" es, sin duda, mucho más que el mero contragolpe ideológico-moral frente a la autoproducción técnico-científica del hombre; es la documentación de una nueva alienación de sí del hombre, aparecida con la civilización científica. El peligro de que el creador se pierda en su obra, de que el constructor se pierda en su construcción, es ahora la tentación metafísica del hombre. El hombre se detiene, aterrado, antes de transferirse a la objetividad auto producida, al ser construido, y sin embargo trabaja incesantemente en la prosecución de ese proceso de objetivación técnico-científica de sí. Si primero el hombre entendió, y lamentó, el advenimiento del mundo técnico, racional, del trabajo, como un divorcio entre él y el mundo, como una alienación respecto de una vieja "unidad sustancial" con el mundo, la nueva unidad del hombre con el mundo se convierte ahora, en virtud de la construcción y elaboración del mundo por obra del espíritu, en una amenaza a la identidad del hombre que él había adquirido, precisamente, en ese divorcio. El soportar la separación, esa exigencia última de Hegel respecto del "tormento de la época", posibilitaba todavía la identificación del hombre con su vieja subjetividad metafísica precisamente por el hecho de que él la había "desprendido" del mundo de la sociedad naciente del trabajo; hoy esa separación ya se disipa en el desarrollo histórico, y la nueva apatridad metafísica que la unidad-hombre-mundo impone se documenta en una nostalgia metafísica por el pasado, se fija en el recuerdo de la libertad de que gozaba el sujeto en la separación y la alienación respecto del mundo» 61. Schelsky se evade, sin duda, de la consecuencia de su razonamiento en cuanto retrocede a un punto de vista que trasciende (al menos para su época), en total, la esfera de la sociedad 62 como un medio viable por el cual el individuo amenazado puede sustraerse de las coerciones de la objetivación y reinstalarse más allá de los «límites de lo social»: «El permanente ascenso de la conciencia reflexionante dentro de sí misma es inducido precisamente por la objetivación técnico-científica de las operaciones de conciencia; es la forma en que el sujeto pensante puede adelantarse a su propia cosificación y así se asegura su superioridad sobre su propio proceso mundial»63 . Schelsky escribió estas palabras diez años antes de que apareciera Negativen Dialektik, de Adorno, y a nada se adecúan mejor que a la existencia de este último. Pero este, más consecuente que Schelsky, no se forja ilusiones acerca de la muerte del individuo burgués; más bien ve todavía en la «institucionalización de la reflexión permanente» 64 una valorización de la individualidad que meramente enmascara su destrucción. Bajo el título «Dummer August» apunta Adorno: «Que el individuo haya sido liquidado por completo, he ahí un pensamiento demasiado optimista. En su negación concluyente, en la abolición de la mónada por la solidaridad, iría 60 A. Wellmer, Kritische GeseUschaftstheorie und Positivismus, Francfort,1969, pág. 139. 61 H. Schelsky, «Der Mensch in der wissenschaftHchen ZivUisation», enAuf der Suche nach Wirklichkeit, Düsseldorf, 1965, pág. 468. 62 H. Schelsky, Ortsbestimmung der deutschen Soziologie, Düssúdoif, 1959,pág. 96 y sigs. 63H. 64 Schelsky, «Der Mensch ... », op. cit., pág. 471. H. Schelsky, «Ist Dauerreflexion institutionalisierbar?», en Auf der Suche nach Wirklichhit, op. cit., pág. 250 y sigs. implícita la salvación del individuo, que justamente devendría particular por su relación con lo universal. Nada más ajeno al actual estado de cosas. La desgracia no sobreviene como eliminación radical de lo sido, sino en cuanto lo que está condenado históricamente es asesinado, neutralizado, se lo arrastra impotente y ominosamente decae. En medio de las unidades humanas estandarizadas y administradas prospera el individuo. Hasta se le protege y gana valor de monopolio. Pero en verdad es todavía meramente la función de su propia unicidad, una pieza de escaparate como aquellos monigotes que antaño despertaban el asombro y recibían las burlas de los niños. Puesto que ya no lleva una existencia económica autónoma, su carácter entra en contradicción con su papel social objetivo. Precisamente por virtud de esa contradicción se lo cuida como en un parque de reservas naturales, se goza de él en la contemplación ociosa» 65. Las discusiones sobre la grandeza y decadencia del sujeto burgués fácilmente se vuelven caprichosas porque nosotros, después de Hegel, estamos mal pertrechados para entrar en la historia de la conciencia. Esto es patente en la argumentación de B. Willms66, quien pretende deslizarse entre Gehlen y Luhmann armado otra vez con una figura hegeliana, proyectando la formación de la identidad del individuo burgués al plano de las relaciones internacionales e igualando la grandeza del sujeto burgués con la universalidad histórico-mundial de una posición imperialista de poder (de Estados Unidos y Europa), relativizada hoy por China y el Tercer Mundo. La miseria del sujeto burgués consiste entonces en su particularidad no elevada al concepto. Si se interpreta la filosofía del derecho de Hegel desde la perspectiva de Cari Schmitt, es posible aceptar ese procedimiento; pero al menos habrá que preguntarse en seguida si las estructuras formales de la ética lingüística, en que se explícito el humanismo burgués desde Kant hasta Hegel y Marx, no refleja nada más que un monopolio de definición de la humanidad, monopolio arrogado por vía decisionista («La historia de la sociedad burguesa es la historia de quienes definen quién es hombre »), o si más bien esa reducción misma no representa una de esas melodías de la automutilación burguesa, largamente ejecutadas, y que mientras tanto se han puesto al alcance de cualquiera; acerca de ellas consigna Adorno: «De la crítica de la conciencia burguesa queda solo aquel encogimiento de hombros con que todos los médicos testimoniaron su pacto secreto con la muerte»67d) Hasta hoy no se ha logrado arrancar la tesis del final del individuo del ámbito del malestar y de la experiencia de sí de ciertos intelectuales, y someterla a contrastación empírica. Ahora bien, la subjetividad no es algo interior; en efecto, la reflexividad de la persona crece a la par de su exteriorización. La identidad del yo es una estructura simbólica que, para estabilizarse, tiene que alejarse cada vez más de su centro a medida que aumenta la complejidad de la sociedad; la persona está expuesta a contingencias cada vez mayores y es proyectada a una red, que se espesa de continuo, de estados de desamparo recíprocos y de necesidades de protección que van revelándose. Por eso desde Marx las limitaciones de la estructura social, que obstaculizan el proceso de individuación y deforman esa estructura del estar fuera-de-sí-cabe-sí (que perturban, por tanto, el precario equilibrio entre exteriorización y apropiación), se analizaron bajo el título «alienación» (Entfremdung). Alienation, mientras tanto, se ha convertido en el título de una tendencia de investigación de la psicología social68. Etzioni entiende «alienation» como «impenetrabilidad del mundo para el actor, que somete a este a fuerzas que no comprende ni gobiema»69. De este tipo de alienación Etzioni distingue otra, oculta: la «inautenticidad» (Uneigentlichkeit), palabra que por cierto en el mundo de lengua alemana tiene otras connotaciones que en francés. «Una relación, institución o sociedad son inauténticas (inauthentic) si proporcionan la apariencia de accesibilidad cuando las condiciones básicas son alienantes» (pág. 619). Esta diferenciación procura, en primer término, abarcar la circunstancia de que en las sociedades del capitalismo tardío los fenómenos de alienación se han separado del pauperismo; pero sobre todo toma en cuenta la notable fuerza integradora y la elasticidad sociales, exteriorizadas en el hecho de que los conflictos sociales pueden ser desplazados al plano de problemas psíquicos, siendo imputados entonces a los individuos como un asunto privado, mientras que después esos conflictos anímicos repolitizados en la forma de la protesta son recapturados, es decir, transformados en problemas susceptibles de manejo 65T. W. Adorno, Minima Mordía*, Francfort, 1951, pág. 251 y sig. 66 B. Willms, «Revolution oder Protest», en op. eil., pág. 11, y «Systemund Subjekt», en Theorie der Gesellschaft, Francfort, 1973, suplemen 67T. W. Adorno, op. dt., pág. 109. 68 L. S. Feuer, «What is alienation? The career of a concept», en Stein y Vidich, eds., Sociohgy on triol, Englewood CliíFs, 1963; véanse, además, los trabajos de K. Kenniston, R. D. Laing, G. Sykes, y la bibliografía sobre la anomia, los «urban probkms», los problemas de identidad, etc. 69A. Etzioni, The active Society, Nueva York, 1968, pág. administrativo e institucionalizados como testimonio de la existencia de márgenes de tolerancia efectivamente ampliados. El movimiento de protesta estudiantil de los últimos años ofrece abundante ilustración de ese mecanismo. Una importante experiencia fueron las estrategias que apuntaban, mediante ingeniosas provocaciones, a desnudar el poder; en general, no lograron su propósito. En lugar de obtener que la fuerza normativa de las instituciones se desenmascarara en la forma de una represión abierta (lo que también sucedió), los umbrales de tolerancia fueron disminuidos; los titulares de los diarios informan ya sobre las huelgas universitarias y las iniciativas de ciudadanos con el lastimoso añadido «sin incidentes»: las nuevas técnicas de manifestación no han modificado mucho más que el nivel de expectativas. Así surge una zona gris en que el sistema social no puede soportar las resistencias no institucionaliza das (o aún no institucionalizadas) que él engendra, sin tener que resolver los problemas que constituyen la ocasión, el motivo o la causa de las protestas. Los golpes dirigidos a las paredes rebotan en muros de goma. Este deslinde metafórico de un campo de fenómenos nada explica; en el mejor de los casos, ilustra el hecho de que los fenómenos de la alienación son reemplazados cada vez más por las manifestaciones de la inautenticidad. Sobre todo permanece oscuro cómo ha de interpretarse esa inautenticidad cuyas huellas Etzioni persigue en el sistema del trabajo social, en la publicidad política, en las relaciones entre grupos y en el sistema de la personalidad70. ¿Se trata de reacciones, incontrolables en el largo plazo, contra el continuo deterioro de las estructuras normativas, reacciones que impiden satisfacer la creciente necesidad de autogobierno del sistema político-económico? ¿O asistimos a los dolores del parto de un modo de socialización completamente nuevo? Podría suceder que ambas tendencias (tanto el eudemonismo social, suscitado y allanado políticamente, comprensible según los principios de una ética estratégicoutilitarista, cuanto la agudizada pleonexia, promovida subculturalmente, que se contenta en campos de contingencia amphados con el programa de la satisfacción directa) encuentren un denominador común en la renuncia a una justificación de la praxis según normas veritativas. Como no advierto el modo en que podrían decidirse empíricamente estas cuestiones con un abordaje directo, las contrastaré por vía indirecta, examinando la teoría de Luhmann, que parte del supuesto, no sometido a discusión, de que la procuración de motivos, necesaria para el sistema, en modo alguno está hoy restringida por sistemas de normas «doctrinarios», que seguirían una lógica propia, sino que únicamente responde a imperativos de autogobierno. 6. TOMA DE PARTIDO EN FAVOR DE LA RAZÓN Como se ve, hoy es fácil responder la pregunta fundamental acerca de si ha de pervivir un modo de socialización veritativa como dimensión constitutiva de la sociedad. Esto podría inducimos a pensar que no estamos frente a un problema que se resolvería en el plano teórico, sino a la cuestión práctica de si racionalmente debemos querer que la identidad social se configure a través de los individuos socializados o, en cambio, se la sacrifique en aras de una complejidad real o presunta. Plantear la pregunta implica responderla: si las instancias constitutivas de una forma de vida racional han de conservarse, ellas mismas no pueden convertirse en objeto de una formación racional de la voluntad, que precisamente dependería de esas instancias constitutivas. Para ello se requiere, en todo caso, el llamado para la toma de partido en favor de la razón. Pero esta, como toma de partido, solo puede fundamentarse en la medida en que se planteen alternativas dentro de una forma de vida comunicativa en la cual ya se está y que se comparte. Tan pronto como surge una alternativa que rompe ese círculo de intersubjetividad predeterminada, la única toma de partido universalizable, el interés por la razón, se vuelve a su vez particular. Una alternativa de esa índole es la que plantea Luhmann cuando, en el plano metodológico, subordina todos los ámbitos de interacción —timoneados por pretensiones de validez corroborables discursivamente— a las pretensiones de poder, o de aumento del poder, de una administración excéntrica que con ello responde a la racionalidad sistémica; y cuando lo hace sin posibilidad de apelación, es decir, sin que esas pretensiones monopólicas puedan medirse, como sucedía aún en el Leviatán, según los patrones de una racionalidad práctica. No es la primera vez que esta perspectiva tienta al pensamiento «europeo tradicional». Significa haber aceptado el punto de vista del enemigo el que se retroceda ante las dificultades de la Ilustración y, con el propósito de luchar por una organización racional de la sociedad, se caiga en el activismo: en un arranque decisionista emprendido con la esperanza de que retrospectivamente podrán hallarse 70Ibid., pág. 633 y sig. justificaciones para los costos que genere el hecho consumado 71. Todavía menos justifica la toma de partido en favor de la razón el retroceso a una ortodoxia exornada de marxismo que hoy puede llevar, en el mejor de los casos, a que se establezcan gratuitamente subculturas amuralladas y carentes de efectos políticos. Ambos caminos están prohibidos para una praxis que se forja en una voluntad racional, y por tanto no esquiva las exigencias de fundamentación, sino que reclama claridad teórica acercade lo que no sabemos. Aun si hoy no pudiéramos saber mucho más que lo que aportan mis esbozos de argumentación —^y sería bien poco—, ello no podría desanimamos en el intento crítico de discernir los límites de perdurabilidad del capitalismo tardío; menos aún podría paralizamos en la decisión de luchar contra la estabilización de un sistema de sociedad «espontáneo» o «natural», hecha a costa de quienes son sus ciudadanos, es decir, al precio de lo que nos importa: la dignidad del hombre, tal como se la entiende en el sentido europeo tradicional. 71 Offe desarrolla reflexiones experimentales para una teoría del activismo: «El problema de una teoría del Estado que quiera demostrar [...] el carácter de clase de la dominación política consiste, entonces, en que no es realizable como teoría, como exposición objetivante de las funciones del Estado y su pertenencia a intereses; solo la praxis de las luchas de clases corrobora su pretensión de conocimiento. [...] Por lo demás, esta limitación de la facultad de conocimiento teórico no está condicionada por la insuficiencia de los métodos, sino por la estructura de su objeto. Este se sustrae de su explicación teórica. De manera simplificadora podemos decir que la dominación política es, en las sociedades industriales capitalistas, el método de dominación de clase que no se da a conocer como tal» (C. Offe, Strukturprobkme des kapitalistischen Staates, Francfort, 1972, págs. 90-95). Offe parte del supuesto de que el carácter de clase del Estado, que él postula, no es asequible al conocimiento objetivante. Pero creo que no necesitamos compartir esa premisa, puesto que el modelo que hemos producido (el de los intereses reprimidos, pero generalizables) puede aplicarse a una reconstrucción de no decisiones, reglas de selección y fenómenos latentes. Pero aun si debiéramos admitir la premisa de Offe, su argumentación seguiría siendo insatisfactoria. Supongamos que el fin de eliminar una estructura de clases pudiera fundamentarse, por ejemplo, desde los siguientes puntos de vista: d) Una praxis que puede justificarse es una praxis independiente, es decir, racional. b) La exigencia de una praxis susceptible de jusüficación es racional dondequiera que de ciertas acciones puedan seguirse consecuencias políticas. c) Por tanto, es racional querer la supresión de un sistema de sociedad que solo puede plantear las pretensiones de validez por vía contrafáctica, es decir, no puede justificar su praxis porque oprime los intereses estructuralmente generalizables. Ahora bien, si el carácter de clase de nuestro sistema de dominación no fuera cognoscible, como sostiene Offe, la acción revolucionaria podría apoyarse, en el mejor de los casos, en conjeturas que retrospectivamente resultarían verdaderas o falsas. En la medida en que el carácter de clase no se conoce, la acción política no puede justificarse según intereses generalizables, y por lo tanto sigue siendo una praxis irracional. Una praxis irracional (y no interesan los fines que pueda invocar) no puede imponerse sobre otra praxis cualquiera (aun declaradamente fascista) con razones. Tan pronto como una praxis semejante es cumplida con voluntad y conciencia, desmiente las únicas justificaciones (y justamente esas) que podrían aducirse para la supresión de una estructura de clases. Estas consideraciones a nadie impedirán aceptar un modelo de acción decisionista (y a menudo no resta otra alternativa). Pero en tal caso se actúa subjetivamente y, para ponderar los riesgos, se puede saber que las consecuencias políticas de esa acción admiten solo imputación moral. También esto presupone la confianza en la fuerza de la razón práctica. Y aun quienes udan de la razón práctica como tal podrían saber que no solo actúan subjetivamente, sino que su acción escapa del ámbito de la argumentación. Pero, en definitiva, una teoría del activismo huelga: el cumplimiento de la acción debe bastar por sí mismo. Esperanzas injustificables, asociadas con su éxito, nada agregarían a la acción; más allá de toda argumentación, esta última debería realizarse por virtud de ella misma, indiferente a la retórica que pudiera emplearse para provocarla como acontecimiento empírico. Eje A – LATINOAMÉRICA D USSEL, Enrique (Mendoza, Argentina, 1934) Argentino, quien a raíz de un atentado con una bomba en la década del ’70 abandona Argentina para radicarse en México en 1975 en calidad de exiliado político. Actualmente es ciudadano mexicano y trabaja en el campus de la UAM y también da cursos en la UNAM. Obtuvo su título en Filosofía por la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina, luego un Doctorado por la Universidad Complutense de Madrid, otro Doctorado en Historia por la Soborna en Paris y tiene un estudio en Teología obtenido a través de estudios en Paris y Münster. Se le ha premiado con el Doctorates Honoris Causa de la Universidad de Friburgo en Swiza, otro por la Universidad de San Andrés en Bolivia y otro por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. El Dr. Dussel es fundador de un movimiento referido como Filosofía de la Liberación, y su trabajo se focaliza en las áreas de ética y filosofía política. De sus numerosas publicaciones mencionaremos: Método para una filosofía de la liberación (1974), Liberación Latinoamericana y Emmanuel Levinas (1975), Filosofía ética Latinoamericana (1977), Introducción a una filosofía de la liberaciónLatinoamericana (1977), Etica de la comunicación y ética de la liberación (1999) escrito en forma conjunta con Apel, Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal (2003),Para una erótica Latinoamericana (2007), entre otros Dussel, Enrique, Apel, Ricoeur, Rorti y la filosofía de la liberación, con respuestas de Karl-Otto Apel y Paul Ricoeur, Universidad de Guadalajara, México, 1993 Palabras preliminares (…) La filosofía de la liberación afirma rotundamente la importancia comunicativa,estratégica y liberadora de la "razón"(con Habermasy Apel),denuncia el eurocentrismo y la pretensión de universalidad de la razón moderna (con lospostmodernos, pero poro tras"razones"), y se compromete en la reconstrucción de un discurso filosóficocrítico que, partiendo de la "Exterioridad" (con Lévinas y Marx por ejemplo), asume una "responsabilidad" práctico-política en la"clarificación" de la praxis deliberación de los oprimidos. Niracionalismo universalista abstracto, ni pragmatismo irracional: superación y síntesis de una razón histórica liberadora, críticade la pretensión de la razón particular como universal, y afirmativa de la novedad racional de totalidades futuras construidas por la praxis erótica, pedagógica, política y hasta religiosa de los oprimidos (la mujer,el niño,la cultura popular, las clases, grupos y naciones explotadas,y la alienación religiosa de muchos en fundamentalismos de moda). En ese sentido,sí,la filosofía dela liberación es un lenguaje particular y un meta-lenguaje (un "juego de lenguaje") delos "lenguajes de liberación" .La filosofía de la liberación femenina, la filosofía de la liberación económico política de los pobres (como personas, grupos, clases, masas populares o naciones periféricas),la filosofía de la liberación cultural de la juventud y los pueblos (de los sistemas educativos y la media hegemónica) y hasta la filosofía de la liberación religiosa y antifetichista, o antirracista, son niveles concretos de la filosofía de la liberación. Rorty se espantaría de esta"Gran Narrativa"de"Grandes Palabras", pero al menos creo que él acepta la importancia de la poesía y el profetismo. La filosofía de la Liberación pretende, y lo he dicho desde hace más de veinte años, ser protréptica (exhortativa a la conversión del pensar critico), que debe crear conciencia ética, promover solidaridad, y clarificar y fundamentarla exigencia "responsable" del comprometerse orgánicamente (como diría Gramsci) en el movimiento de la praxis deliberación de los oprimidos-sea cual fuere el nivel de la opresión-. ¡Es un gran momento de la historia de la razón, como comunicación (Habermas), como comunidad (Apel), como solidaridad (Rorty), como hermenéutica positiva de la simbólica de los oprimidos (para lo que Ricoeur da elementos pero no desarrolla el tema)...no olvidando, porque siempre pareciera olvidarse, que en definitiva es el mismo oprimido (la mujer, el pueblo,etc.) el sujeto histórico de su propia liberación, sujeto que la filosofía no sólo no pretende suplantar sino que, con clara conciencia, juega una función solidaria de" actosegundo": reflexión (aposteriori) sobre la praxis (el apriori). Una última reflexión sobre el lenguaje usado. Todos estos textos deben situarse en debates concretos, efectuados en diversas lenguas. Es por ello que demasiado frecuentemente van entre paréntesis o en el mismo texto palabras enl enguas extranjeras, o encitas, sugerencia a los traductores o apoyo para la discusión oral. Se pide excusa por ello, pero hemos dejado los textos tal comoseprepararon para dichos debates a fin de darles un estilo provisional, de materiales para construcciones futuras, y para recordar las expresiones de los autores con los que se llevaron a cabo las discusiones. Enrique Dussel México, mayo de 1993 1. Filosofíade laliberación:desde la praxis de los oprimidos Hace más de veinte años, a finales de la década de los sesenta, surgía en América Latina la filosofía de la liberación-en Argentina, al comienzo, y lentamente en todo el continente, posteriormente en algunos lugares del mundoperiférico y aun de países centrales-. (…) La realidad es de la cuals urgió dicha filosofía es hoy más acuciante que nunca, encontinua y desesperante espiral de subdesarrollo: la miseria, la pobreza, la explotación de los oprimidos de la periferia mundial (en América Latina, África o Asia),de las clases dominadas, de los marginales,de los"pobres" en el "centro" y los afroamericanos, hispanos, turcos, etc. A lo que hay que agregara la mujer "objeto" sexual, a los ancianos acumulados"sin uso" en la miseria en los asilos,a la juventud explotada y enviciada, al asculturas populares y nacionales silenciadas...,a todos los "condenados de la tierra",como expresaba Frantz Fanon,que esperan y luchan por su liberación. 1.1. DEMARCACIÓN DE LAFILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN: MÁS ALLÁ DEL EUROCENTRISMO DESARROLLISTA Al "lenguaje"filosóficodela filosofíadela liberación, en su origen, debe inscribírsele dentrode la tradición fenomenológica, hermenéutica y dialogal. Se partía desde el "último Heidegger", lo que comportaba tomar como referencia al Husserl de la "Lebenswelt"(mundo de la vida cotidiana) y de la Krisis, todavía demasiado en consideración dentro del "paradigma de la conciencia".(…) Perofueapartirdela críticadela "dialéctica negativa" (desde Hegel hasta Adorno), en parte desde el redescubrimiento del conceptomismode"dialéctica"por Jean Paul Sartre, que pudimos comprender la importancia de la posición del "viejo Schelling", el que supera la "dialéctica negativa "hegeliana, desde la positividad de la exterioridad del "Señor del Ser". Fue así que la reflexión de una "comunidad de filósofos" (argentinos, a finales de la década de los sesenta), que desde dentro de la sociedad reprimida por la dictadura militar periférica, militante mente articula con movimientos populares(y también populistas) que luchaban por suliberación, hizocomprender la importancia del pensamiento de Emmanuel Lévinas, no sólo ni principalmente en aquello de "el Otro" como lenguaje (aunquesiempretambién), sino esencialmente como pobre: como el miserable que sufre traumáticamente en sucorporalidad la opresión y la exclusión de los "beneficios" de la Totalidad. El pobre como "el Otro": como América Latina periférica, como las clases oprimidas,como mujer,como juventud... Veinte años después, por desgracia, la "realidad" se ha acentuado dramática y contradictoriamente en su injusticia. La "comunidad de los filósofos" europeo-norteamericanos ha abordado otros temas, y la filosofía de la liberación no puede evitar la confrontación con ellos. Ahora,"el Otro"es la "otra-cara"de la modernidad. No somo sni pre-, ni anti-, ni postmodernos; y,por ello, no podemos "realizar" plenamente la inacabada modernidad (como intenta optimistamente Jurgen Habermas),porque, comoel esclavo (ante el "señor" del esclavismo) hemos"pagado" en nuestra miseria, en nuestro "No-ser" (desde el 1492 como mundo colonial,primero,y desde 1810 como mundo neocolonial, después), el "Ser", la acumulación primitiva y la superación de las sucesivas crisis del capitalismo"feliz" central, y aun "tardío" (la nación"desarrollista" de Spaelkapilalismus, encubre el "capitalismo explotado"-y por ello subdesarrollado-de la periferia). (…) Porsuparte, la defensa de la modernidad de un Habermas-en la obra citada, y en otras- es igualmente útil, porque no sevita el caer en un irracionalismo populista, folklorista, fascista; pero tampoco es suficiente. La ambigüedad de una tal "realización"de la modernidad, por parte de la "sociedad abierta" del "capitalismo tardío", se encuentra limitada por lo que llamamos la "falacia del desarrollismo". Es decir, pretender un extrapolar, un imponer el modelo (y la filosofía que parte de él) del capitalismo central y "tardío", en una misma línea recta de "desarrollo", sin discontinuidad, al capitalismo periférico (del África, Asiay América Latina; es decir, a más del 80% del capitalismo mundial, si tenemos encuenta supoblación numéricamente), subdesarrollado, y, en dicha "ideología desarrollista", "atrasado". El "atraso" del capitalismo periférico es un "antes" conrespecto al "después" del capitalismo"tardío". De lo que no se tiene conciencia, en esta ideología eurocéntrica, es que no hay tal "antes". Desde 1492 esa periferia no es un "antes" sino un "abajo": lo explotado, dominado, origen deriquezas robadas y acumuladas e nel "centro" dominador, explotador. Repetimos: la "falacia desarrollista" piensa que el "esclavo" es un"señor libre" en una etapa juvenil, como un niño ("rudo o bárbaro"), no comprendiendo que es la "otra-cara" de la dialéctica de la dominación: el desde-siempre la "otra- parte "enla relación de explotación. El mundoperifériconopodránuncaser "desarrollado", "central" ni "tardío"; sucaminoes otro, su alternativa distinta. La filosofía de la liberaciónexpresa filosóficamente esta "dis-tin- ción". Desde la "caída del muro de Berlín" (noviembrede1989),y gracias al proceso de la "perestroika", lasalternativas "democráticas" de un socialismo deliberación en laperiferia semanifiestan como una necesidad aún más claramente que antes. Aunque la periferia del capitalismo sufre un embate mucho mayor del imperialismo, más necesaria que antes se dibuja en el horizonte la utopía crítica contra un capitalismo inhumano, injusto, donde el "libremercado" permite,en la competenciadel "homohomini lupus", triunfar sólo al másfuerte, desarrollado, militarizado,violento.La irracionalidad del capitalismola sufre la periferia capitalista (cuestión que Marcuse no pudo sospechar y que Habermas ignora absolutamente), tema de la filosofía de la liberación. 1.2. FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN Y PRAXIS. CATEGORÍAS y MÉTODO La filosofía de laliberación se mueve en la dialéctica o el "pasaje", que parte de un sistema dado o vigente (sea político, erótico, pedagógico, fetichista, económico, etc.),y que se interna en un sistema futuro de liberación. Trata dicho"pasaje" dialéctico entre un orden y otro orden, y toda la problemática compleja de la ruptura con el antiguo momento,como sistema de dominación,de la praxis deliberación misma, y del momento constructivo del nuevo orden,su edad clásica. (…) Es la situación,la "realidad" latinoamericanade miseria, de clases y depueblosexplotadosporel capitalismo,dela mujeroprimidaporel machismo,dela juventudy la cultura popular dominadas,etc.,el punto de partida y el criterio para elegir o constituir (sino las hubiera a disposición) el método y aquellas categorías pertinentes para una reflexión filosófica sobre tal "realidad", En nuestra obra Filosofía de la liberación hemos intentado una descripción de algunas de las categorías esenciales (Proximidad, Totalidad, Mediaciones, Exterioridad, Alienación, Liberación, etc.), que a nuestro juicio son las mínimas y las necesarias para analizar la realidad de la "praxis de liberación" de los oprimidos. Entantodebetomarseenseriola "Totalidad" (comotodaontología), y la "institucionalización"de las mediaciones (tantot ecnológicas, como científicas o cotidianas), la filosofía de la liberación no puede negar el lugar determinante de la "racionalidad"-aun en el sentido habermasiano-.En este punto no puede ser postmoderna. En cuanto dicha institucionalización puede ser dominadora, negadora del ser dela persona, la crítica de la Totalidad es, ahora sí,un momento esencial de la filosofía dela liberación. Sin embargo,es necesariosaber "desde-donde" se efectúa dicha crítica.No debe ser nihilista ni sólo a volver a los orígenes del pasado (como en el caso de Nietzsche), o negar simplemente toda racionalidad (como Rorty).Como Schelling, no se partirá desde"el Otro que la razón",sino desde"el Otro" que la razón dominadora,opresora, totalizada totalitariamente. Es decir, no separtirádesdeel momento dominador de dicha racionalidad. Además,y cuando la"crítica"parte desde la"Exterioridad "del" pobre" explotado y excluido (excluido de la distribución de lav ida), desdela "mujer"objetosexual, etc. (es decir, desde la "positividad" de la realidad del Otro que para el sistema es el "No-ser", elque se niega), dicha crítica,y la praxis que la antecede y consecuentemente sigue, no es sólo negación de la negación (dialéctica negativa),sino que es la afirmación de la Exterioridad del Otro,"fuente (Quelle)-y no"fundamento"(Grund)"desde-donde"separte (del "trabajo vivo" ante el capital, enMarx; desde la subjetividadactiva de la corporalidadfemenina comoconstitutiva del eros y pocomo "objeto"; como subjetividad del Edipo,de la juventud,de la cultura popular como creadores de "nueva" ideología, etc.). Desde la "positividad" de dicha afirmaciónes que se puede "negarla negación". La filosofía de la liberación, en este sentido,es una filosofía positiva. A este movimientomás allá de la mera "dialéctica negativa" lo hemos denominado el "momento analéctico"del movimientodialécticoesencial y propio de la liberación como afirmación de un "nuevo" orden,y nomeramente como negación del "antiguo". Por ello, la utopía no es el fruto de una mera "imaginación creadora" desde la Totalidad (desde Marcuse hasta Bloch), sino, aún más,la afirmación de lo que "no-tiene- lugar"(ouktopos): el "pobre", la mujer "castrada", el Edipo alienado, el pueblo explotado, las naciones periféricas del capitalismo, etc. Dichas "ouktopías" (las que no tienen lugar enla Totalidad dominadora) son los"No-ser", que, sin embargo, tienen realidad. No hay que crear futuros proyectos fruto de la fantasía,de la imaginación, "posibles" para el orden vigente.Hay que saberdescubrir en la Exterioridadtrascendental del oprimidola "presencia"vigentedela utopíacomo la realidad actual de lo imposible, sin el auxilio del Otro, imposible para el sistema de dominación. De allí el sentido de la "analogía" del nuevo orden deliberación "metáfora" de lo futuro-que no dado,como diría es simplemente Ricoeur, sino una una imposibilidad "analógica" para la Totalidad sin la mediación de irrupción del Otro-; de allí se deriva el sentido específico del "proyecto de liberación". 2.1. PUNTODEPARTIDA 2.1.2. Una "filosofía de la liberación" latinoamericana (…) Filosóficamente,apartir de la fenomenología heideggeriana, y dela Escuelade Frankfurt a finales de la década de los sesenta, la filosofía de laliberación seinspiró en el pensamiento de Emmanuel Lévinas, porque nos permitía definir claramente la posición de "exterioridad" (como filosofía, cultura popular, economía latinoamericanas con respecto a Estados Unidos o Europa) en cuanto"pobres"(es decir; desde una economicidad antropológica y ética), y en referencia a la "totalidad" capitalista, hegemónica (política-autoritaria, económico- erótico-machista, pedagógico-ilustrada, imperial-publicitaria,religiónfetichista, etc.). culturalTeníamos conciencia de ser la "otra-cara" de la modernidad. En efecto, la modernidad nace en realidad en 1492 con la "centralidad" de Europa (el "eurocentrismo" se origina al poder Europa envolver al mundo árabe, que había sido el centro del orbe conocido hasta el sigloXV). El "Yo", que se inicia como el "Yo conquisto" de Cortés o Pizarro, que antecede prácticamente al ego cogito cartesiano por un siglo, produce el genocidio del indio, la esclavitud del africano, las guerras coloniales del Asia. La mayoría de la humanidad presente (el "Sur"), es la "otra cara"de la modernidad (ni espre-,ni anti-,ni postmodernidad,ni puede realizarla como pretende Habermas). En 1976, cuando escribimos nuestra Filosofía de laliberación, antes entonces del movimiento llamado"postmoderno"europeo, criticábamos a la modernidad, habiéndonos inspirado en el uso de este concepto en elúltimo Heidegger. En realidad nos omos"lo otro que larazón", sino que pretendemos expresar válidamente "la razón del Otro", del indio genocidamente asesinado, del esclavo africano reducido a mercancía,de la mujer objeto sexual, del niño dominado pedagógicamente (sujeto"bancario", como lo define Paulo Freire). Pretendemos ser la expresión de la "Razón"del machista, quesesitúamásallá pedagógicamente manipuladora, religiosamente dela "Razón"eurocéntrica, dominadora, fetichista. culturalmente Intentamos una filosofía de la liberacióndel Otro,del que está más allá del horizonte del (delfratricidio), mundo de la hegemónico comunidad de económico-político comunicación real eurocéntrica (del filicidio), de la eroticidad fálica y castrante de la mujer (deluxoricidio),y,no por último,del sujeto que tiene a la naturaleza como mediación explotable en la valorización del valor del capital (del ecocidio). Eje B: POLÍTICO Participación vs. Apatía Antigüedad Cuando la esencia precede a la existencia I: el todo bien ordenado Preguntas para pensar los textos: ¿Qué concepción de libertad tienen los antiguos griegos? ¿Por qué la política es asunto de hombres libres? ¿Qué pasa con todos los que quedan excluídos de la “polis”? - Aristóteles:Política, Madrid, Alianza Editorial, 2005; Libro I - págs. 45 a 48; Libro III, caps. IV y V, páginas 122 a 127. - Arendt, Hannah: “El sentido de la política” en ¿Qué es la política?, (1995) Buenos Aires, Paidós, 2009; págs..67 a 84. Modernidad: Cuando la esencia precede a la existencia II : una cuestión de la naturaleza, voluntad o razón. Preguntas para pensar los textos: ¿Qué paradojas plantea el hombre del subsuelo? ¿En qué medida podemos “salirnos” de “lo dado por naturaleza”? ¿Cómo podemos tomar conciencia de algo que no sabemos? ¿Desde qué perspectiva la posición del hombre del subsuelo nos permite liberarnos? ¿De qué libertad hablamos en estas posturas modernas? - Dostoievsky, Fiodor: Memorias del subsuelo, (1864) Buenos Aires, Losada, 2008. # I y # VII, páginas 11 a 15 y 33 a 42. - Kant, Inmanuel:”Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784)”, en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos, Madrid, Editorial Tecnos, 1994; págs.. 3 a 23. - Hegel, G.W.F.: “El concepto del espíritu” en Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza Editorial, 1997; páginas 62 a 67. -Garcés, Marina: “Nosotros. La pregunta por un mundo común” en Cruz, Manuel (Ed.) Las personas del verbo, Barcelona,Editorial Herder,2012, pàgs. 76 a 91 y 154, 155 (notas) Contemporánea Cuando la existencia precede a la esencia: libertad sin garantías. Preguntas para pensar los textos: ¿Qué hay detrás de las decisiones que tomamos? Nuevamente la política se identifica con libertad y hablamos ahora de democracia pero, ¿en qué medida nos acercamos y alejamos de la Moira griega? ¿En qué consiste la angustia de Hugo (FD, MS)? ¿A quién representa contemporáneas? Hugo en nuestras sociedades ¿Somos realmente sujetos libres haciendo o participando de la “política” como afirma Hannah Arendt? ¿Cómo fue que permitimos que se instale el miedo entre la libertad, los sujetos y las cuestiones de la polis/política? ¿Cómo podríamos desactivar esta tríada: Política-libertad-terror? ¿Cómo evitaríamos caer “anestesiados” por los gadgets? ¿En qué consiste la libertad hoy? Sartre, Jean Paul: “Cuestiones de método” en Crítica de la razón dialéctica. Versión electrónica. Sartre, Jean Paul: Las manos sucias (1947), Buenos Aires, Editorial Losada, 2011; Séptimo cuadro, págs. 217 a 231. Arendt, Hannah: “¿Tiene la política todavía algún sentido?” en Qué es la política?, (1995) Buenos Aires, Paidós, 2009; págs. 61 a 66. Castoriadis, Cornelius: “El deterioro de Occidente” en El avance de la insignificancia, Buenos Aires, EUDEBA, 1997; págs.75 a 85. Agamben, Giorgio: “Qué es un dispositivo?” en Revista Sociológica, año 26, Nro.73, mayo-agosto 2011 - # 1 y # 6 a #9. Versión electrónica. Marcuse, Herbert: “Las nuevas formas de control” en El hombre unidimensional (1954), Barcelona, Editorial Airel, 2005; págs. 31 a 48 Lationamérica: Preguntas para pensar los textos: ¿En qué consiste la libertad para “nosotros”? ¿Y para “ellos”? ¿Qué deberíamos cambiar para pensarnos “nosotros-ellos” y no “nos-otros? ¿Qué deberían cambiar “ellos” para pensarnos “nosotros-ellos”? ¿Cómo pensarnos con categorías por fuera de las heredadas de la Modernidad? -García Albareda, David: “Ellos. Pensar la tierra de nadie” en Cruz, Manuel (Ed.) Las personas del verbo, Barcelona,Editorial Herder,2012, pàgs. 114 a 117; 131 a 134 y 158-161(notas). Dussel, Enrique: “Principio de factibilidad estratégicopolítico. Libertad.” En Política de la liberación. Versión electrónica www.enriquedussel.com; parágrafos 422 a 424. Dussel, Enrique: “Hermeneútica y liberación” en Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación, 1993. Versión electrónica. Epílogo Sloterdijk, Peter: Temblores de aire, fragmentos. Versión electrónica. Eje B - ANTIGUA A ristóteles (384-322 a.C.) Filósofo griego, nacido en Estagira de Tracia. A los 17 años fue enviado a Atenas a estudiar en la Academia de Platón, en donde permanece hasta la muerte de su maestro. En el 347 a.C. abandona Atenas y viaja a Assos y a Lesbos; de regreso a su ciudad natal funda su escuela: el Liceo. Fue el maestro de Alejandro Magno. Su obra comprende diversos aspectos del saber: la metafísica, la física, la astronomía, la ética, la política, la poesía. Principales obras: Metafísica, Ética a Nicómaco, Física, Organon, Poética, Analíticos, Retórica, Política. Aristóteles Política LIBRO I Capítulo I Ya que vemos que cualquier ciudad es una ciertacomunidad, también que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (por algo, pues, que les parece bueno obran todos en todos los actos) es evidente. Así que todas las comunidades pretenden como fin algún bien; pero sobre todo pretende el bien superior la que es superior y comprende a las demás. Ésta es la que llamamos ciudad y comunidad cívica. Cuantos opinan que es lo mismo regir una ciudad, un reino, una familia y un patrimonio con siervos no dicen bien. Creen, pues, que cada una de estas realidades se diferencia de las demás por su mayor o menor dimensión, pero no por su propia especie. Como si uno, por gobernar a unos pocos, fuera amo de una casa; si a más, administrador de un dominio; si a más aún, rey o magistrado; en la idea de que en nada difiere una casa grande y una ciudadpequeña ni un rey y un gobernante político, sino que cuando uno ejerce el mando a título personal resulta un rey, y cuando lo hace según las normas de un arte peculiar, siendo en parte gobernante y gobernado, es un político. Pero eso no es verdad. Y lo que afirmo será evidente al examinar la cuestión con el método que proponemos. De la misma manera como en los demás objetos es necesario dividir el compuesto hasta sus ingredientes simples (puesto que éstos son las partes mínimas del conjunto), así también vamos a ver, al examinar la ciudad, de qué elementos se compone. Y luego, al analizarlos, en qué difieren unos de otros, y si cabe recoger alguna precisión científica sobre cada uno de los temas tratados. Capítulo II Si uno presta atención desde un comienzo al desarrollo natural de los seres, podrá observar también este problema, como los otros, del mejor modo. En primer lugar es necesario que se emparejen los seres que no pueden subsistir uno sin otro; por ejemplo, la hembra y el macho, con vistas a la generación. (Y esto no en virtud de una previa elección, sino que, como en el resto de animales y plantas, es natural el impulso a dejar tras de sí a otro individuo semejante a uno mismo.) O, por ejemplo, lo que por naturaleza domina y lo dominado, para su supervivencia. Porque el que es capaz de previsión con su inteligencia es un gobernante por naturaleza y un jefe natural. En cambio, el que es capaz de realizar las cosas con su cuerpo es súbdito y esclavo, también por naturaleza. Por tal razón amo y esclavo tienen una conveniencia común. De tal modo, por naturaleza, están definidos la mujer y 1252bel esclavo. (La naturaleza no hace nada precariamente, como hicieran los forjadores el cuchillo de Delfos, sino cada cosa con una única finalidad. Así como cada órgano puede cumplir su función de la mejor manera cuando no se le somete a varias actividades, sino a una sola.) Entre los bárbaros la mujer y el esclavo ocupan el mismo rango. La causa de esto es que carecen del elemento gobernante por naturaleza. Así que su comunidad resulta de esclavo y esclava. Por eso dicen los poetas: «Justo es que los griegos manden a los bárbaros», como si por naturaleza fuera lo mismo bárbaro y esclavo. De las dos comunidades, la originaria es la casa familiar, y bien lo dijo Hesíodo en su poema: «Ante todo, casa, mujer y buey de labranza.» Porque el buey hace las veces de criado para los pobres.La familia es la comunidad, constituida por naturaleza, para satisfacción de lo cotidiano, por los que Carandas llama «compañeros de panera», y Epiménidesde Creta,«los del mismo comedero». La ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para decirlo de una vez, la conclusión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en la urgencia del vivir, pero subsiste para el vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las comunidades originarias. Ella es la finalidad de aquéllas, y la naturaleza es finalidad. Lo que cada ser es, después de cumplirse el desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, la causa final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es la perfección, y óptima. Por lo tanto, está claro que la ciudad es una de las cosas1253a naturales y que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por casualidad, o bien un ser inferior o más que un hombre. Como aquel al que recrimina Homero: «sin fratría, sin ley, sin hogar». Al mismo tiempo, semejante individuo es, por naturaleza, un apasionado de la guerra, como una pieza suelta en un juego de damas. La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano.Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales. (…) En cambio la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, asi como lo justo y lo injusto. (…) Libro III Capítulo IV (…)Por ello, la virtud del ciudadano está necesariamente referida al régimen político. Ahora bien, si es que hay varias clases de regímenes políticos, es evidente, que no puede ser una sola la virtud del buen ciudadano, la perfecta; sino que el hombre de bien decimos que lo es de acuerdo con una sola virtud, la perfecta. Está claro, pues,que es posible, siendo buen ciudadano, no poseer la virtud según la cual se es hombre bueno. Con todo, también siguiendo por otra via podemos llegar a la misma conclusión sobre el mejor régimen político: si es imposible que la ciudad se componga en su totalidad de hombres buenos, al menos cada uno debe desempeñar bien su tarea, y eso depende de su virtud. Pero dado que es imposible que sean iguales todos los ciudadanos, no ería una sola la virtud del ciudadano y del hombre bueno. La virtud del buen ciudadano, en efecto, debe estar entodos (pues así será mejor la ciudad); mientras que la del hombre bueno es imposible, salvo que tengan que ser buenos todos los ciudadanos que hay en la ciudad buena. Además, puesto que la ciudad se .compone de elementos desiguales como el ser vivo, por lo pronto de alma y cuerpo, y el alma de razón e instinto, y una familia de ma¬rido y mujer, y la propiedad de amo y esclavo, de la mis¬ma forma también una ciudad está constituida de todos estos elementos y, además de éstos, por otras especies desiguales- necesariamente no es una sola la virtud de todos los ciudadanos, como tampoco, en el caso de los coreutas, la del corifeo y la del que está a su lado. De lo anterior queda claro por qué no es absolutamente la misma. Ahora bien, ¿acaso alguien tendrá la misma virtud que el buen ciudadano y el hombre bueno? Acostumbramos a decir que el buen gobernante ha de ser honrado y sensato, pero que el ciudadano no tiene que ser sensato. Hay quienes dicen que incluso la educación del gobernante debe ser especial, así como vemos que los hijos de los reyes son educados en el arte de la equitación y de la guerra, y Eurípides dice: «No me importan los refinamientos..., sino aquello que se precisa para la ciudad», como que existe una educación propia del gobernante. Pero si la virtud del buen gobernante y del hombre bueno es la misma, y ciudadano es también el que es gobernado, no puede ser absolutamente la misma la del ciu¬dadano y la del hombre, sino la de cierto ciudadano; pues no es la misma la del gobernante y la del ciudadano; por eso tal vez Jasón dijo que le faltaba algo cuando no era rey, como si no supiera ser un simple particular. En todo caso es tema de elogio el poder mandar y ser mandado y parece que la virtud de un ciudadano honorable consiste en poder mandar y dejarse mandar bien. Entonces, si suponemos que la virtud del hombre bueno tiene que ver con el mandar, y la del ciudadano con ambas cosas, no pueden ser ambas elogiables en la misma medida. Por tanto, ya que, al parecer, cosas distintas y no las mismas deben aprender el gobernante y el gobernado, y el ciudadano ambas cosas debe saber y participar de am- bas, puede deducirse la consecuencia. Hay, en efecto, un mando propio del señor. Nos referimos a ese que tiene que ver con los servicios necesarios que no tiene por qué saber hacer el que manda, sino más bien utilizar. Lo otro es también propio del esclavo. Entiendo por lo otro el poder desempeñar igualmente las tareas del servicio. Y decimos que hay varios tipos de siervo, porque son varios sus trabajos. Una parte de ellos los desempeñan los trabajadores manuales. Éstos son, como ya indica su nombre, los que viven del trabajo de sus manos, entre los que está el artesano especializado. Por eso en algunos pueblos antiguamente no accedían a los cargos públicos los artesanos hasta que llegó la democracia extremada. Desde luego, ni el hombre bueno, [ni el] político ni el buen ciudadano deben aprender los oficios de los así mandados, a no ser para uso propio; pues de lo contrario sucede que ya no es uno señor y otro siervo. Hay, por otro lado, una forma de mando según la cual se manda a los de la misma clase y a los libres. Ése decimos que es el mando político que el que manda debe aprender dejándose mandar; como, por ejemplo, se aprende a ser hiparco estando a las órdenes de un hiparco, a ser general a las órdenes de un general y siendo jefe de regimiento y de pelotón. Por eso se dice, y esto con razón, que no se puede man¬dar bien sin haber sido mandado. La virtud de éstos es distinta, pero el buen ciudadano debe saber y estar en condiciones de dejarse mandar y de mandar. Ésa es preci¬samente la virtud del ciudadano: conocer el mando de los hombres libres en uno y otro sentido. Ciertamente también ambas cosas son propias del hombre bueno, aunque es diferente la forma de la templanza y la justicia del que manda; pues incluso en el caso del que es mandado, pero es libre, evidentemente no puede ser una sola la virtud del hombre bueno, por ejemplo la equidad; sino que tiene diversas formas, según las cuales ejercerá el mando y se dejará mandar, igual que, a propósito del hombre y la mujer, distinta es la moderación y el valor (pues parecería cobarde un hombre, si tan valiente fuera como una mujer valiente, y una mujer parecería habladora, si tan discreta fuera como el hombre de bien. También es distinta la función económica del hombre y de la mujer; pues es tarea de aquél adquirir y de ésta conservar). La sensatez es la única virtud propia del que mandil. Las demás lógicamente tienen que ser comunes a los gobernados y a los gobernantes; pero del gobernado no es virtud la sensatez, sino la opinión verdadera; pues el gobernado es como un fabricante de flautas y el gobernante el flautista que las toca. Con ello queda claro si la virtud del hombre bueno y del buen ciudadano es la misma o diferente, y en qué medida es la misma y en cuál diferente. Capítulo V Pero acerca del ciudadano todavía nos queda una cuestión: ¿verdaderamente es ciudadano el que puede compartir el mando, o también hay que considerar ciudadanos a los trabajadores? Y. en el caso de que haya que considerar así a éstos que no participan de los cargos, no es posible que sea propia de cualquier ciudadano tal virtud (pues éstos serían ciudadanos); mas si ninguno de ellos es ciudadano, ¿en qué clase ha de ser incluido cada uno? Pues no es meteco ni extranjero. ¿Acaso diremos que con esta argumentación no sucede nada extraño?; 1278a Pues tampoco los esclavos ni los libertos pertenecen a ninguna de las clases mencionadas. La verdad es que no debemos considerar ciudadanos a todos aquellos sin los que no habría una ciudad, ya que tampoco son de igual modo ciudadanos los niños y los hombres, sino que éstos lo son plenamente y aqué¬llos supuestamente; pues son ciudadanos, pero incompletos. En los tiempos antiguos, entre algunos la clase de los artesanos era de esclavos o de extranjeros; y por ello aún hoy lo son la mayoría; Pero la ciudad mejor no hará ciudadano al obrero; y, en el supuesto de que también éste sea ciudadano, la virtud que antes dijimos propia del ciu¬dadano no se atribuirá a cualquiera, ni al libre solamente, sino a aquellos que estén exentos de los trabajos necesa¬rios. En cuanto a los trabajos necesarios, quienes prestan tales servicios a un solo individuo son esclavos, y los pú¬blicos son obreros y jornaleros. Así se aclara, con estas pequeñas reflexiones, cómo está el tema sobre ellos. Puesto que existen varios regímenes políticos, también habrá necesariamente varias clases de ciudadanos, y es¬pecialmente del ciudadano que se deja gobernar; de tal modo que en algún régimen será ciudadano el obrero y el jornalero, pero en otros será imposible; como en el caso de ese al que llaman aristocrático, donde los títulos se otor¬gan por virtud y dignidad; pues no es posible que se cuide de lo de la virtud quien lleva una vida de obrero o jornalero. Tampoco en las oligarquías puede ser ciudadano el jornalero (pues la participación en los cargos se basa en elevadas rentas); pero sí puede serlo el obrero, ya que la mayoría de los artesanos son ricos. En Tebas era ley que quien no llevara diez años apartado de la plaza no pudiera detentar ningún cargo. En muchos regímenes la ley integra incluso a algunos extranjeros; pues el hijo de mujer ciudadana es ciudadano en algunas democracias, y de la misma forma es tratado también el problema de los bastardos en muchos pueblos. Es más, puesto que por falta de ciudadanos legítimos convierten en ciudadanos a ésos (pues recurren a esa clase de leyes por escasez de población), cuando tienen oportuni-dad, poco a poco van excluyendo de su gente primero a los hijos de esclavo o esclava, luego a los hijos de mujeres ciudadanas y, finalmente, sólo consideran ciudadanos a los hijos de ambos padres de la ciudad. Por tanto, que varios son los tipos de ciudadanos, que¬da claro con esto, y que se llama principalmente ciudada¬no al que tiene acceso a las dignidades, como también dijo Homero: «Como si a un exiliado privado de honores...»; pues igual que un meteco, es el que no participa de los honores. Y donde esto se hace encubiertamente, es con el fin de engañar a los demás pobladores. En suma, si debe considerarse distinta o la misma la virtud según la cual se es hombre de bien y buen ciudadano 1278b, resulta evidente de lo ya dicho: que en alguna ciudad es el mismo y en otra distinto, y que aquél no lo es cualquiera, sino el político y con autoridad o capacitado para mantenerla -bien por sí mismo o con otros- en orden al cuidado de los bienes comunes. Eje B –Antigüedad ARENDT, Hannah (Hannover 1906-New York 1975).Filósofa alemana, se inscribe en el movimiento existencialista. En 1924 asiste en Marburgo a las clases de Heidegger, y en 1925 en Friburgo acude a las lecciones de Husserl y conoce a Jaspers, quien dirigió su tesis,obtenida en 1928 y publicada en 1929: El concepto de amor en San Agustín. Tras la Segunda Guerra Mundial, ya instalada en Estados Unidos, Arendt se consagra a la reflexión sobre la filosofía política, lo que se plasma en sus obras más importantes: Los orígenes del totalitarismo(1951), La condición humana (1958), Entre el pasado y el futuro: ocho ensayos sobre el pensamiento político(1961), Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal y Sobre la revolución (1963), Hombres en tiempos de oscuridad (1968) y Sobre la violencia (1970). Entre 1967 y 1959 Arendt trabajaba en el proyecto de una obra con el título Introducción a la política. Sin embargo su publicación es póstuma; a cargo de la socióloga alemana Ludz estos escritos fueron publicados bajo el título Was ist Politik? (¿Qué es la política?) Dos acontecimientos en la década del ’20, siglo XIX, marcaron el pensamiento político de esta filósofa: la filosofía existencialista de Jaspers y Heidegger y la consolidación del movimiento nacionalsocialista alemán, el surgimiento del totalitarismo. “El sentido de la política” en ¿Qué es la política? ARENDT, Hannah La pregunta por el sentido de la política y la desconfianza frente a ella son muy antiguas, tanto como la tradición de la filosofía política. Se remontan a Platón y quizás incluso a Parménides y se originan en experiencias sumamente reales vividas por los filósofos en la polis, esto es, en la forma de organización de la convivencia humana que ha determinado tan ejemplar y modélicamente lo que todavía hoy entendemos por política que incluso de ahí proceden nuestras palabras para designarlo en todas las lenguas europeas. Tan antiguas como la pregunta por el sentido de la política son las respuestas que justifican la política y casi todas las determinaciones o definiciones de lo político que hallamos en nuestra tradición son , por su auténtico contenido, justificaciones. Hablando en general, todas estas justificaciones y definiciones vienen a designar la política como un medio para un fin más elevado, fin último, por cierto, cuya determinación ha sido muy diversa a través de los siglos. Aún así, toda esta diversidad habla por sí sola de la elemental sencillez de las cosas que aquí tratamos. La política, se dice, es una necesidad ineludible para la vida humana, tanto individual como social. Puesto que el hombre no es autárquico, sino que depende en su existencia de otros, el cuidado de ésta debe concernir a todos, sin lo cual la convivencia sería imposible. Misión y fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio. Es ella quien hace posible al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines no importunándole –es completamente indiferente en qué esfera de la vida se sitúen dichos fines: puede tratarse, en el sentido antiguo, de posibilitar que unos pocos se ocupen de la filosofía o, en el sentido moderno, de asegurar a muchos el sustento y un mínimo de felicidad. Dado que, como Madison observó una vez, en esta convivencia se trata de hombres y no de ángeles, el cuidado de la existencia sólo puede tener lugar mediante un estado que poseen el monopolio de la violencia y evite la guerra de todos contra todos. A estas respuestas les es común tener por obvio que allí donde los hombres conviven, en un sentido históricocivilizatorio, hay y ha habido siempre política. Para abonar tal obviedad se acostumbra a apelar a la definición aristotélica del hombre como un ser vivo político y esta apelación no es irrelevante porque la polis ha determinado decisivamente tanto la concepción europea de lo que es verdaderamente la política y su sentido como la forma lingüística de referirse a ello. Por eso tampoco es irrelevante que la apelación a Aristóteles se base en un malentendido igualmente muy antiguo aunque ya postclásico. Aristóteles, para el que la palabra politikon era un adjetivo para Ia organización de la polis y no una caracterización arbitraria de la convivencia humana, no se refería de ninguna manera a que todos los hombres fueran políticos o a que en cualquier parte donde viviesen hombres hubiera política, o sea, polis. De su definición quedaban excluidos no solamente los esclavos sino también los bárbaros de reinos asiáticos regidos despóticamente, bárbaros de cuya humanidad mi dudaba en absoluto. A lo que se refería era simplemente a que es una particularidad del hombre que pueda vivir en una polis y que la organización de ésta representa la suprema forma humana de convivencia y es, por lo tanto, humana en un sentido específico, igualmente te alejado de lo divino, que puede mantenerse por sí solo en plena libertad y autonomía, y de lo animal, en que la convivencia —si se da— es una forma de vida marcada por la necesidad. La política por lo tanto, en el sentido de Aristóteles —y Aristóteles como en muchos otros puntos de sus escritos políticos no reproduce aquí tanto su propio parecer como la opinión compartida, si bien mayoritariamente no articulada, por todos los griegos de la época—, no es en absoluto una obviedad ni se encuentra dondequiera que los hombres convivan. Según los griegos sólo la hubo en Grecia e incluso allí por un espacio relativamente corto. Lo que distinguía la convivencia humana en la polis de otras formas de convivencia humana que los griegos conocían muy bien era la libertad. Pero esto no significa que lo político o la política se entendiera como un medio para posibilitar la libertad humana, una vida libre. Ser libre y vivir en una polis eran en cierto sentido uno y lo mismo.Pero sólo en cierto sentido; pues para poder vivir en una polis, el hombre ya debía ser libre en otro aspecto: como esclavo, no podía estar sometido a la coacción de ningún otro ni, como laborante, a la necesidad de ganarse el pan diario. Para ser libre, el hombre debía ser liberado o liberarse él mismo y este estar libre de las obligaciones necesarias para vivir era el sentido propio del griego schole o del romano otium, el ocio, como decimos hoy. Esta liberación, a diferencia de la libertad, era un fin que podía y debía conseguirse a través de determinados medios. El decisivo era el esclavismo, la violencia con que se obligaba a que otros asumieran la penuria de la vida diaria. A diferencia de toda forma de explotación capitalista, que persigue primeramente fines económicos y sirve al enriquecimiento, los Antiguos explotaban a los esclavos para liberar completamente a los señores de la labor (Arbeit), de manera que éstos pudieran entregarse a la libertad de lo político. Esta liberación se conseguía por medio de la coacción y la violencia, y se basaba en la dominación absoluta que cada amo ejercía en su casa. Pero esta dominación no era ella misma política, aun cuando representaba una condición indispensable para todo lo político. Si se quiere entender lo político en el sentido de la categoría medios-fines, entonces ello era, tanto en el sentido griego como en el de Aristóteles, ante todo un fin y no un medio. Y el fin no era la libertad tal como se hacía realidad en la polis, sino la liberación prepolítica para la libertad en la polis. En ésta, el sentido de lo político, pero no su fin, era que los hombres trataran entre ellos en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales, que mandaran y obedecieran sólo en momentos necesarios en la guerra— y, si no, que regularan todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí. Lo político en este sentido griego se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado y no dominar, y positivamente como un espacio sólo establecible por muchos, en que cada cual se mueva entre iguales. Sin tales otros, que son mis iguales, no hay libertad. Por eso quien domina sobre los demás y es, pues, por principio distinto de ellos, puede que sea más feliz y digno de envidia que aquellos a los que domina pero no más libre. También él se mueve en un espacio en que no hay libertad en absoluto. Para nosotros esto es difícil de comprender porque con el de igualdad unimos el concepto de justicia y no el de libertad, malentendiendo así, en nuestro sentido de igualdad ante la ley, la expresión griega para una constitución libre, la isonomia. Pero isonomia no significa que todos sean iguales ante la ley ni tampoco que la ley sea la misma para todos sino simplemente que todos tienen el mismo derecho a la actividad política y esta actividad era en la polis preferentemente la de hablar los unos con los otros. Isonomia es por lo tanto libertad de palabra y como tal lo mismo que isegoria; más tarde Polibio las llamará a ambas simplemente isologia.Hablar en la forma de ordenar, y escuchar en la forma de obedecer no tenían el valor de los verdaderos hablar y escuchar; no eran libertad de palabra porque estaban vinculados a un proceso determinado no por el hablar sino por el hacer \tun\ o el laborar. Las palabras en este sentido eran sólo el sustituto de un hacer que presuponía la coacción y el ser coaccionado. Cuando los griegos decían que los esclavos y los bárbaros eran aneu logou, que no poseían la palabra, se referían a que se hallaban en una situación en que el habla libre era imposible. En la misma situación se halla el déspota, que sólo sabe ordenar; para poder hablar necesita de otros de igual condición. Por consiguiente, para la liberé tad no es necesaria una democracia igualitaria en el sentido moderno sino una esfera restringida, delimitada oligárquica o aristocrática' mente, en que al menos unos pocos o los mejores traten los unos con los otros como iguales entre iguales. Naturalmente esta igualdad no tiene lo más mínimo que ver con la justicia. Lo decisivo de esta libertad política es su vínculo a un espacio. Quien abandona su polis o es desterrado pierde no solamente su hogar o su patria sino también el único espacio en que podía ser libre; pierde la compañía de los que eran sus iguales. Pero para su vida y el cuidado de su existencia este espacio de la libertad era tan poco necesario o indispensable que constituía más bien un impedimento. Los griegos sabían por propia experiencia que un tirano razonable (lo que nosotros llamamos un déspota ilustrado) era una gran ventaja para la prosperidad de la ciudad y el florecimiento de las artes tanto materiales como intelectuales. Sólo que así se acababa con la libertad. Se expulsaba a los ciudadanos a sus hogares y el espacio en que se daba el trato libre entre iguales, la agora, quedaba desierto. La liberad ya no tenía espacio y esto significa que ya no había libertad política. Aquí todavía no podemos referirnos a lo que verdaderamente ha significado esta pérdida de lo político, que en el sentido de la Edad Antigua coincide con la pérdida de la libertad. Aquí se trata sólo de que una breve retrospectiva sobre aquello que en origen se vinculaba ni concepto de lo político nos proteja del prejuicio moderno de que la política es una necesidad ineludible y de que la ha habido siempre y por doquier. Precisamente necesario — sea en el sentido de una exigencia ineludible de la naturaleza humana como el hambre o el amor, sea en el sentido de una organización indispensable de la convivencia humana— lo político no lo es, puesto que sólo empieza donde acaba el reino de las necesidades materiales y la violencia física. Tan poco ha existido siempre y por doquier lo político como tal que, desde un punto de vista histórico, solamente unas pocas grandes épocas lo han conocido y hecho realidad. Sin embargo estos pocos grandes casos afortunados de la historia son decisivos; únicamente en ellos se pone tic manifiesto el sentido de la política, tanto en lo que ésta tiene de salvación como de desgracia. Por este motivo son modélicos, no porque puedan copiarse sino porque ciertas ideas y conceptos que durante un breve periodo fueron plena realidad son determinantes también para las épocas a las que una plena experiencia de lo político les es negada. La más importante de estas ideas, que también para nosotros pertenece todavía irrecusablemente al concepto de política en general, y que por eso ha sobrevivido a todos los virajes de la historia y a toda transformación teórica, es sin duda la idea de la libertad. Que política y libertad van unidas y que la tiranía es la peor de todas las turmas de estado, la más propiamente antipolítica, recorre como un lulo rojo el pensamiento y la acción de la humanidad europea hasta la ' poca más reciente. Sólo los estados totalitarios y sus correspondientes ideologías —pero no el marxismo, que proclamaba el reino de la libertad y entendía la dictadura del proletariado en el sentido romano, como una institución pasajera de la revolución— han osado cortar este hilo, de manera que lo propiamente nuevo y espantoso deellos no es la negación de la libertad o la afirmación de que la libertad f no es buena ni necesaria para el hombre; es más bien la convicción deque la libertad del hombre debe ser sacrificada al desarrollo histórico cuyo proceso puede ser obstaculizado por el hombre, únicamente si éste actúa y se mueve en libertad. Esta concepción es común a todos f los movimientos políticos específicamente ideológicos. Desde una perspectiva teórica lo decisivo es que la libertad no se localice ni en el hombre que actúa y se mueve libremente ni en el espacio que surge f entre los hombres, sino que se transfiera a un proceso que se realiza a espaldas del hombre que actúa, y que opere ocultamente, más allá del espacio visible de los asuntos públicos. El modelo de este concepto delibertad es el de un río que fluye libremente, y para el que cualquier interposición representa una arbitrariedad que frena su fluir. La identificación moderna de la antiquísima contraposición entre libertad y necesidad y la antítesis entre libertad y arbitrariedad que ha aparecido en su lugar tienen su secreta justificación en este modelo. En todos estos casos el concepto moderno de historia ha reemplazado al de política vigente desde siempre; los acontecimientos políticos y la acción política se disuelven en el devenir histórico y la historia se entiende en sentido literal como un río. La diferencia entre este ampliamente difundido pensamiento ideológico y los estados totalitarios es que estos últimos han descubierto los medios políticos para sumergir al hombre en la corriente de la historia, de modo que quedara atrapado tan exclusivamente por la «libertad» de ésta, que ya no pudiera frenar su «libre» fluir sino, al contrario, convertirse él mismo en un momento de su aceleración. Los medios por los que esto sucede son la coacción 1 del terror, recibida del exterior, y la coacción, ejercida desde el interior, del pensamiento ideológico, esto es, de un pensamiento que en cierta medida también internamente sigue la corriente en el sentido del río de la historia. Sin duda, este desarrollo del totalitarismo es realmente el paso decisivo en el camino de la supresión de la libertad, lo que no niega que desde un punto de vista teórico el concepto de libertad haya desaparecido allí donde el concepto de la historia ha reemplazado en el pensamiento moderno al de la política. Que la idea de que la política tiene inevitablemente algo que ver con la libertad, idea nacida por vez primera en la polis griega, se haya podido mantener a través de los siglos es tanto más notable y consolador si tenemos en cuenta que en el transcurso de tal espacio de tiempo apenas hay un concepto del pensamiento y de la experiencia occidentales que se haya transformado, y también enriquecido, más. Ser libre significaba originariamente poder ir donde se quisiera, pero este significado tenía un contenido mayor que lo que hoy entendemos por libertad de movimiento. No solamente se refería a que no se estaba sometido a la coacción de ningún hombre sino también a que uno podía alejarse del hogar y de su «familia» (concepto romano que Mommsen tradujo sin más por servitud). Esta libertad la tenía únicamente el señor de la casa y no consistía en que él dominara sobre los restantes miembros de ésta, sino en que gracias a este dominio podía dejar su hogar, su familia en el sentido antiguo. Es evidente que esta libertad conllevaba el elemento del riesgo, del atrevimiento; quedaba a la voluntad del hombre libre abandonar el hogar, que era no sólo el lugar en que los hombres estaban dominados por la necesidad v la coacción, sino también, y en estrecha conexión con ello, el lugar donde la vida era garantizada, donde todo estaba listo para rendir satisfacción a las necesidades vitales. Por lo tanto sólo era libre quien estaba dispuesto a arriesgar la vida; no lo era y tenía un alma esclava quien se aferraba a la vida con un amor demasiado grande —un vicio para el que la lengua griega tenía una palabra específica, a saber philopsychiao amor a la vida (Cfr. Burckhardt. “….amor a la vida es pues un reproche contra el que el griego as sí mismo y el trágico a sus personajes heroicos acostumbran a defender….generalmente el amor a la vida es atribuido a los sirvientes y esclavos como un rasgo denigrante que los diferencia de los libres…”) Esta convicción de que sólo puede ser libre quien esté dispuesto a arriesgar su vida jamás ha desaparecido del todo de nuestra conciencia; y lo mismo hay que decir del vínculo de lo político con el peligro y el atrevimiento en general. La valentía es la primera de todas las virtudes políticas y todavía hoy forma parte de las pocas virtudes cardinales de la política, ya que únicamente podemos acceder al mundo público común a todos nosotros, que es el espacio propiamente político, si nos alejamos de nuestra existencia privada y de la pertenencia a la familia a la que nuestra vida está unida. De todos modos, el espacio que penetraban los que se atrevían a cruzar el dintel de su casa dejó de ser ya en un tiempo muy temprano un ámbito degrandes empresas y aventuras, de las que alguien sólo podía esperar salir victorioso si se aliaba con otros iguales a él. Además, si bien en el mundo que se abre a los valientes, los aventureros y los emprendedores surge ciertamente una especie de espacio público, éste no es todavía político en sentido propio. Evidentemente este ámbito en queirrumpen los emprendedores surge porque están entre iguales y cada uno de ellos puede ver y oír y admirar las gestas de todo el resto, gestas con cuyas leyendas el poeta y el narrador de historias podrán después asegurarles la gloria para la posteridad. Contrariamente a lo quesucede en la privacidad y en la familia, en el recogimiento de las propias cuatro paredes, aquí todo aparece a aquella luz que únicamente puede generar la publicidad, es decir, la presencia de los demás. Pero esta luz, que es la condición previa de todo aparecer efectivo, es engañosa mientras es sólo pública y no política. El espacio público de la aventura y la gran empresa desaparece tan pronto todo ha acabado, el campamento se levanta y los «héroes» —que en Homero no sonotros que los hombres libres— regresan a casa. Este espacio público solo llega a ser político cuandose establece en una ciudad, cuando seliga a un sitio concreto que sobreviva tanto a las gestas memorablescomo a los nombres de sus autores, y los transmita a la posteridad en la sucesión de las generaciones. Esta ciudad, que ofrece un lugar permanente a los mortales y a sus actos y palabras fugaces, es la polis, políticamente distinta de otros asentamientos en que sólo ella se construye en torno al espacio público, la plaza del mercado, donde en adelante los libres eiguales pueden siempre encontrarse. Para comprender nuestro concepto político de libertad tal como originalmente aparece en la polis griega es de gran importancia este estrecho vínculo de lo político con lo homérico. Y no sólo porque Homero fuera el educador de esta polis sino también porque según la comprensión que de sí mismos tenían los griegos la organización y fundación de la polis estaban íntimamente ligadas a aquellas experiencias ya presentes en él. Así, el concepto central de la polis libre, no dominada por ningún tirano, los conceptos de isonomia e isegoria se remitían sin dificultad a los tiempos homéricos ya que, de hecho, la grandiosa experiencia de las potencialidades de una vida entre iguales ya se encontraba modélicamente en las epopeyas homéricas; y, lo que quizá es más importante, el nacimiento de la polis podía entenderse como una respuesta a estas experiencias, bien negativamente —en el sentido en que Pericles en su discurso funerario se refiere a Homero: la polis debía fundarse para asegurar a la grandeza de los hechos y palabras humanos una permanencia más fiable que la memoria que el poeta conservaba y perpetuaba en el poema—bien positivamente —en el sentido en que Platón decía que la polis había nacido de la confluencia de grandes acontecimientos ocurridos en la guerra o en otras gestas, es decir, de actividades políticas en sí mismas y de su peculiar grandeza. En ambos casos es como si el campamento militar homérico no se levantara, sino que se instalara de nuevo tras el regreso a la patria, se fundara la polis y se encontrara con ello un espacio donde aquél pudiera permanecer prolongadamente. Y por mucho que en esta permanencia prolongada haya podido transformarse, el contenido del espacio de la polis sigue ligado a lo homérico, que le da origen. Es por lo tanto natural que ahora, en este espacio propiamente político, lo que se entendía por libertad se desviase; el sentido de la empresa y la aventura se debilitó más y más y aquello que en estas aventuras había sido en cierta manera el accesorio indispensable, la constante presencia de los otros, el trato con iguales en la publicidad de la ágora, la, como dice Heródoto, isegoría, pasara a ser el auténtico contenido del serlibre. Simultáneamente, la actividad más importante para el serlibre se desplazó del actuar al hablar, del acto libre a la palabra libre. Este desplazamiento es de gran importancia y se ha ido produciendo en la tradición de nuestro concepto de libertad, en la cual la convicción de que actuar y hablar están escindidos y les corresponden capacidades humanas completamente distintas es incluso más decisiva que en la historia de Grecia misma, pues uno de los elementos más notables y estimulantes del pensamiento griego era precisamente que desde el principio, esto es, desde Hornero, no existía una tal escisión fundamental entre hablary actuar, y que el autor de grandes gestas también debía ser orador de grandes palabras —no solamente porque las grandes palabras fueran las que debían explicar las grandes gestas, que, si no, caerían, mudas, en el olvido sino porque el habla misma se concebía de antemano como una especie de acción. Contra los golpes del destino, contra las malas pasadas de los dioses el hombre no podía defenderse pero sí enfrentárseles y replicarles hablando, y, aunque esta réplica no vence al infortunio ni atrae a la fortuna, es un suceso como tal; si las palabras son de igual condición que los sucesos, si (como se dice al final de Antígona) «grandes palabras responden y reparan los grandes golpes de los elevados hombros», entonces lo que acontece es algo grande y digno de un recuerdo glorioso. Que hablar sea en este sentido una especie de acción, que la propia ruina pueda llegar a ser una hazaña si en pleno hundimiento se le enfrentan palabras —ésta es la convicción fundamental en que se basa la tragedia griega y su drama, aquello de lo que trata. Es precisamente esta concepción del hablar, que sirve de base al descubrimiento que la filosofía griega hizo del logos como poder en sí mismo, la que pasa a segundo término en la experiencia de la polis y desaparece completamente de la tradición del pensamiento político. La libertad de expresar las opiniones, el derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado, que todavía constituye para nosotros una componente inalienable de la libertad política, desbancó muy pronto a una libertad que, sin ser contradictoria con ésta, es completamente de otra índole, a saber, la que es propia de la acción y del hablar en tanto que acción. Esta libertad consiste en lo que nosotros llamamos espontaneidad, que desde Kant se basa enque cualquiera es capaz de comenzar por sí mismo una nueva serie. Oue la libertad de acción signifique lo mismo que sentar un comienzo y empezar algo, nada lo ilustra mejor en el ámbito político griego que el hecho de que la palabra archeinse refiera tanto a comenzar como a dominar. Este doble significado pone de manifiesto que se denominaba dirigente [Führer] a quien comenzaba algo y buscaba los compañeros para poder realizarlo; y este realizar y llevar a fin lo empezado era el significado originario de la palabra «actuar», prattein. El mismo emparejamiento entre Ser-libre y empezar hallamos en la convicción romana de que la grandeza de sus antepasados culminó en la fundación de Roma y de que la libertad de los romanos siempre debe remontarse —ah urbe condita— a esta fundación en que se sentó un comienzo. San Agustín fundamentó ontològicamente esta libertad romana al afirmar que el hombre mismo es un comienzo, un inicio, ya que no existe desde siempre sino que viene al mundo al nacer. A pesar de la filosofía política de Kant —que, a partir de la experiencia de la revolución francesa, se ha convertido en una filosofía de la libertad porque se centra esencialmente en el concepto de espontaneidad— sólo nos hemos dado cuenta del extraordinario significado político de esta libertad —que reside en el podercomenzar— hoy, cuando los totalitarismos, lejos de contentarse con poner fin a la libertad de expresión, han querido también aniquilar fundamentalmente la espontaneidad del hombre en todos los terrenos. Cosa que por otra parte es inevitable si el proceso histórico-político se deline de un modo determinista como algo en que todo es reconocible porque está decidido a priori,siguiendo sus propias leyes. Pues frente a la fijación y cognoscibilidad del futuro es un hecho que el mundo se renueva a diario mediante el nacimiento y que a través de la espontaneidad del recién llegado se ve arrastrado a algo imprevisiblemente nuevo. Únicamente cuando se le hurta su espontaneidad al neonato, su derecho a empezar algo nuevo, puede decidirse el curso del mundo de un modo determinista y predecirse. La libertad de expresión, que fue determinante para la organización de la polis, se diferencia de la libertad de sentar un nuevo comienzo, propia de la acción, en que aquélla necesita en mucho mayor medida de la presencia de otros. Ciertamente tampoco la acción puede jamás tener lugar en el aislamiento, ya que aquel que empieza algo sólo puede acabarlo cuando consigue que otros le ayuden. En este sentido toda acción es una acciónin concert como Burke solía decir; «es imposible actuar sin amigos y camaradas de confianza» (Platón, Carta VII, 325d), es decir imposible en el sentido del griego prattein, realizar, completar. Pero incluso éste es sólo un estadio de la acción misma, si bien el políticamente más importante, o sea, el que determina en última instancia qué serl de los asuntos humanos y cuál su aspecto. A este estadio le precede el comienzo, el archein, y la iniciativa que decide quién será el dirigente o archon, el primus Ínter pares, queda en manos del individuo y su valor de aventurarse en una nueva empresa. Finalmente, bien puede alguien completamente solo, si los dioses le ayudan, realizar grandes gestas, como Heracles, que únicamente necesitó a los hombres para que conservaran su recuerdo. Por mucho que sin ella toda libertad política perdería su mejor y más profundo sentido, la libertad de la espontaneidad es todavía prepolítica; únicamente depende de las formas de organización de la convivencia en la medida en que también ella, al fin y al cabo, sólo puede darse en un mundo. Pero puesto que emana de los individuos, puede salvarse bajo circunstancias muy desfavorables incluso del alcance de, por ejemplo, una tiranía; en la productividad del artista así como en general de todos los que producen cualquier cosa mundana aislados de los demás, se presenta también la espontaneidad y puede decirse que todo producir es imposible si no procede primeramente de la capacidad de actuar en la vida. Pero muchas actividades humanas pueden tener lugar lejos de la esfera política y esta lejanía es incluso, como veremos más tarde, una condición esencial para determinadas productividades humanas. Algo bien distinto ocurre con la libertad de hablar los unos con los otros, que en definitiva sólo es posible en el trato con los demás. Su significado ha sido siempre múltiple y equívoco y ya en la Edad Antigua encerraba aquella dudosa ambigüedad que tiene todavía para nosotros. Sin embargo, lo decisivo entonces como hoy no es de ninguna manera que cada cual pudiera decir lo que quiera, o que cada hombre tenga el derecho inherente a expresarse tal como sea. Aquí de lo que se trata más bien es de darse cuenta de que nadie comprende adecuadamente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su plena realidad porque se le muestra y manifiesta siempre en una perspectiva que se ajusta a su posición en el mundo y le es inherente. Sólo puede ver y experimentar el mundo tal como éste es «realmente» al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, únicamente es comprensible en la medida en que muchos, hablando entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas. Solamente en la libertad del conversar surge en su objetividad visible desde todos lados el mundo del qúe se habla. Vivir en un mundo real y hablar sobre él con otros son en el fondo lo mismo, y a los griegos la vida privada les parecía «idiota» porque le faltaba esta diversidad del hablar sobre algo y, consiguientemente, la experiencia de cómo van verdaderamente las cosas en el mundo. Ahora bien, esta libertad de movimiento, sea la de ejercer la libertad y comenzar algo nuevo e inaudito sea la libertad de hablar con muchos y así darse cuenta de que el mundo es la totalidad de estos muchos, no era ni es de ninguna manera el fin de la política —aquello que podría conseguirse por medios políticos; es más bien el contenido auténtico y el sentido de lo político mismo. En este sentido política y libertad son idénticas y donde no hay esta última tampoco hay espacio propiamente político. Por otro lado los medios con que se funda este espacio político y se protege su existencia no son siempre ni necesariamente medios políticos. Así, los griegos, por ejemplo, no consideran a estos medios que conforman y mantienen el espacio político actividades políticas legítimas ni admiten que sean ningún tipo de acción que pertenezca esencialmente a la polis. Pensaban que para la fundación de una polis es necesario en primer lugar un acto legislativo, pero el legislador en cuestión no era ningún miembro de la polis y lo que hacía no era de ningún modo «político». Además, pensaban que en el trato con otros estados la polis ya no debía comportar se políticamente sino que podía utilizar la violencia —fuera porque su subsistencia estuviera amenazada por el poder de otras comunidades, fuera porque ella misma quisiese someter a otros. En otras palabras, lo que hoy llamamos política exterior no era para los griegos política en sentido propio. Aquí lo importante para nosotros es que entendamos la libertad misma como algo político y no como el fin supremo de los medios políticos y que comprendamos que coacción y violencia eran ciertamente medios para proteger o fundar o ampliar el espacio político pero como talesno eran precisamente políticos ellos mismos. Se trata de fenómenos que pertenecen sólo marginalmente a lo político. Este espacio de lo político, que como tal realizaba y garantizaba tanto la realidad hablada y testimoniada por muchos como la libertad! de todos, solamente puede cuestionarse —en un sentido que yacemás allá de la esfera política— en el caso de que, como los filósofos en la polis, se prefiera el trato con pocos al trato con muchos y se tenga la convicción de que el libre conversar sobre algo no engendra realidad sino engaño, no verdad sino mentira. Parménides parece haber sido el primero en ser de esta opinión, ya que no sólo diferenció a los muchos malos de los pocos mejores -como hizo Heráclito y como correspondía en el fondo al espíritu agonal de la vida política griega, en que todos debían esforzarse constantemente por ser el mejor. Parménides diferenció más bien un camino de la verdad, que únicamente se abría al individuo qua individuo, de los caminos del engaño, en que se mueven todos aquellos que, en el modo que sea, siempre van en compañía. Platón siguió a Parménides hasta un cierto grado, ya que lo políticamente significativo en dicho sucesor es que, al fundar la academia, no insistió en el individuo sino que hizo realidad una concepción fundamental de los pocos, que, otra vez, filosofaban hablando libremente entre ellos. Platón, el padre de la filosofía política de Occidente, intentó de maneras diversas oponerse a la polis y a lo que en ella se entendía por libertad. Lo intentó mediante una teoría política en la que los criterios políticos no se extraían de lo político mismo sino de la filosofía, mediante la elaboración de una constitución dirigida a lo individual,constitución cuyas leyes correspondieran a las ideas, sólo accesibles a IOS filósofos y finalmente incluso mediante la influencia que quiso ejercer sobre un gobernante del que esperaba haría realidad dicha legislación —un intento que casi le costó la vida y la libertad. A estos intentos pertenece también la fundación de la Academia, que, si bien se enfrentó a la polis al auto-delimitarse frente al territorio propiamente político, también siguió precisamente el sentido de este esparto político específicamente greco-ateniense —es decir, en la medida en que el hablar los unos con los otros fue su contenido auténtico. Con ello surgió junto al territorio libre de lo político un espacio nuevo de la libertad máximamente real que ha llegado hasta nuestros días como la libertad de las universidades y la libertad académica de cátedra. Pero esta libertad, aunque formada a imagen y semejanza de otra cuya experiencia había sido originariamente política, aunque Platón todavía la entendiera seguramente como el posible núcleo o punto de partida de lo que en el futuro debía ser el estar juntos de muchos, trajo al mundo un nuevo concepto de libertad. A diferencia de una libertad puramente filosófica y sólo válida para el individuo —tan alejada de lo político que únicamente el cuerpo del filósofo habitaba aún la polis— esta libertad de los pocos es de naturaleza completamente política. El espacio libre de la Academia debía ser un sustituto plenamente válido de la plaza del mercado, la ágora, el espacio libre central de la polis. Los pocos, si querían seguir siéndolo, debían exigir para su actividad, su hablar entre ellos, desligarse de las actividades de la polis y del ágora, de la misma manera que los ciudadanos de Atenas estaban desligados de todas las actividades dirigidas al mero ganarse el pan. Debían quedar liberados de la política en el sentido griego exactamente como los ciudadanos debían quedar liberados de las necesidades de la vida para dedicarse a la política. Y debían abandonar el espacio de lo propiamente político para poder entrar en el espacio de lo «académico» como los ciudadanos debían abandonar la esfera privada de su hogar para entregarse a la plaza del mercado. Del mismo modo que la liberación de la labor y de la preocupación por la vida eran presupuesto necesario para la libertad de lo político, la liberación de la política lo era para la libertad de lo académico. Es en este contexto que se dice por primera vez que la política es algo necesario, que lo político en su conjunto es sólo un medio para un fin más elevado, situado más allá de lo político mismo, que consiguientemente, debe justificarse en el sentido de tal fin. Sin embargo llama la atención que el paralelismo que establecíamos según el cual parecería que la libertad académica ocupara el lugar de la libertad política y que polis y Academia se relacionaran entre sí como hogar y polis, ya no sea válido. Pues el hogar (y el cuidado de la vida que se da en su esfera) no se justifica jamás como un medio para un fin,como si, dicho aristotélicamente, la mera vida fuera un medio para la «buena vida», solo posible en la polis. Esto no es así porque dentro del ámbito de la mera vida no puede aplicarse en absoluto la categoría medios-fines: el fui de la vida y de todas las tareas relacionadas con ella no es sino el mantenimiento de la vida, y el impulso por mal tenerse laborando en vida no es externo a ésta sino que está incluido en el proceso vital que nos fuerza a laborar como nos obliga a comer. Si aun así se quiere entender esta relación entre hogar y polis desde la categoría medios-fines, la vida que se garantiza en el hogar no es el medio para el fin superior de la libertad política, sino que el control de las necesidades vitales y el dominio doméstico sobre la labor esclava son el medio de liberación para lo político. De hecho, una tal liberación mediante el dominio, la liberación de unos pocos para la libertad del filosofar mediante el dominio sobre los muchos, la propuso Platón en la figura del filósofo-rey, pero esta propuesta no fue recogida por ningún filósofo después de él v políticamente quedó sin ningún efecto. Al contrario, la fundación de la Academia precisamente porque no pretendía educar para la política como sí las escuelas de los sofistas y oradores, fue extraordinariamente significativa para lo que todavía hoy entendemos por libertad. El mismo Platón todavía podría haber creído que la Academia conquistaría y dominaría un día la polis. Para sus sucesores, para los filósofos de la posteridad, lo que quedó fue sólo que la Academia garantizaba a los pocos un espacio institucional de libertad y que esta libertad se entendió ya desde el principio como contrapuesta a libertad de la plaza del mercado; al mundo de las opiniones engañosas y al hablar mentiroso debía oponerse un contramundo de la verdad y del hablar adecuado a ella; al arte de la retórica, la ciencia de la dialéctica. Lo que se impuso y ha determinado hasta hoy nuestra ideade la libertad académica no fue la esperanza de Platón de decidir sobre la polis y la política desde la Academia y la filosofía, sino el alejamiento de la polis, la apolitia, la indiferencia respecto a la política. Lo decisivo en esta relación no es tanto el conflicto entre la polis y los filósofos, sobre el que volveremos después detalladamente, como el simple hecho de que esta indiferencia mutua, en que por un momento parecía haberse disuelto dicho conflicto, no pudo durar, ya que era imposible que el espacio de los pocos y su libertad, aunque también era un ámbito público, no privado, pudiera desempeñar las mismas funciones que el político, el cual incluía a todos los aptos para la libertad. Es evidente que siempre que los pocos se han separado de los muchos —sea en la forma de una indiferencia académica, sea en la forma de un dominio oligárquico— han dependido de los muchos en todas las cuestiones del convivir en las que realmente hay que actuar. Esta dependencia puede interpretarse en el sentido de una oligarquía platónica como si los muchos existieran para ejecutar las órdenes de los pocos, es decir, para asumir la verdadera acción; en este caso la dependencia de los pocos se superaría mediante el dominio, Igual como la dependencia de los libres de las necesidades de la vida se superaba mediante el dominio sobre los esclavos: la libertad se basaría, pues, en la violencia. O bien la libertad de los pocos es de naturaleza puramente académica y entonces depende claramente de la benevolencia del cuerpo político que la garantice. En ambos casos, sin embargo, la política ya no tiene nada que ver con la libertad, no es propiamente política en el sentido griego; se encarga más bien de lodo aquello que asegura a esta libertad la existencia, es decir, de la administración y el cuidado de la vida en la paz y de la defensa en la guerra. Con lo que el ámbito de libertad de los pocos no solamente tiene que afirmarse ante al ámbito de lo político, definido por los muchos; además depende, en su simple existencia, de éstos; la existencia simultánea de la polis es para la existencia de la academia —la platónica o la posterior universidad— una necesidad vital. Pero, entonces es evidente que lo político en su conjunto desciende al nivel que en la [polis-] política corresponde al mantenimiento de la vida; se convierte en una necesidad que, por un lado, se opone a la libertad y por otro constituye su presupuesto. AI mismo tiempo aparecen ineludiblemente aquellos aspectos de lo político que en origen, según la auto comprensión de la polis, representaban fenómenos marginales. Para la polis cuidado de la vida y defensa no eran el punto central de vida política y eran políticas en un sentido auténtico sólo en cuanto las resoluciones sobre ellas no se decretaran desde arriba sino que tomaran en un común hablar y persuadirse entre todos. Sin embargo, en la justificación de la política desde el punto de vista de la libertad de los pocos esto resultaba completamente irrelevante. Lo decisivo era solamente que todas las cuestiones referentes a la existencia de los pocos no dominaban se entregaban al ámbito de lo político. Por lo tanto, se mantiene ciertamente una relación entre política y libertad, pero únicamente una relación, no una identidad. La libertad tanto que fin último de la política sienta los límites de ésta; pero el criterio de la acción dentro del ámbito político mismo no es la libertad sino la competencia y la eficacia en asegurar la vida. Esta degradación de la política a partir de la filosofía, tal como vemos desde Platón y Aristóteles, depende completamente de la diferenciación entre muchos y pocos, que ha tenido un efecto extraordinario, duradero hasta nuestros días, sobre todas las respuestas teóricas a la pregunta por el sentido de la política. Pero políticamente no ha tenido mayor efecto que la apolitia de las antiguas escuelas filosóficas y la libertad de cátedra de las universidades. Dicho en otras palabras, su efecto político siempre se ha extendido sólo a los pocos, para los que auténtica experiencia filosófica ha sido determinante por su arrolladora absorbencia —una experiencia que, según su propio sentido, conduce fuera del ámbito político del vivir y hablar unos con otros.(…) Eje B – MODERNIDAD F iódor Dostoievski(Fiódor Mijailovich Dostoievski; Moscú, 1821 - San Petersburgo, 1881) Novelista. Huérfano de madre, el padre lo envía a la Escuela de Ingenieros de San Petersburgo. A los dieciocho años, muere su padre, torturado y asesinado por un grupo de campesinos. Al terminar sus estudios, tenía veinte años; decidió entonces permanecer en San Petersburgo, donde ganó algún dinero realizando traducciones.La publicación, en 1846, de su novela epistolar Pobres gentes, que estaba avalada por el poeta Nekrásov y por el crítico literario Belinski, le valió una fama ruidosa y efímera. En 1849 fue condenado a muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios. Indultado momentos antes de la hora fijada para su ejecución, fue enviado por años a un presidio de Siberia y condenado a trabajos forzados, experiencia que relataría más adelante en Recuerdos de la casa de los muertos. Ya en libertad, fue incorporado a un regimiento de tiradores siberianos. Regresa a San Petersburgo. La publicación de Recuerdos de la casa de los muertos (1861) le devolvió la celebridad. Para la redacción de su siguiente obra, Memorias del subsuelo (1864), también se inspiró en su experiencia siberiana. En 1866 publicó El jugador, y la primera obra de la serie de grandes novelas que lo consagraron definitivamente como uno de los mayores genios de su época, Crimen y castigo. La presión de sus acreedores lo llevó a abandonar Rusia y a viajar indefinidamente por Europa junto a su nueva y joven esposa, Ana Grigorievna, quien dio a luz una niña que moriría pocos días. Tras nacer su segundo hijo, publicóEl idiota (1868), Los endemoniados(1870), que le proporcionaron una gran fama y la posibilidad de volver a su país. En1880 apareció Los hermanos Karamazov, que condensa los temas más característicos de su literatura: agudos análisis psicológicos, la relación del hombre con Dios, la angustia moral del hombre moderno y las aporías de la libertad humana. Murió de un ataque epiléptico en San Petersburgo. Memorias del subsuelo, # 1 y # VII #1 Soy un hombre enfermo…Un hombre malvado. Un hombre carente de atractivo. Creo que padezco del hígado. Pero, por lo demás, no entiendo un comino de mi enfermedad ni sé con certeza qué me duele. No sigo un tratamiento de cura ni nunca lo he seguido, a pesar de que respeto la medicina y a los médicos. Soy, por añadidura, extremadamente supersticioso; al menos, lo suficiente como para respetar la medicina, poseo la instrucción precisa para no ser supersticioso, pero lo soy… No obstante, si no quiero curarme es por pura maldad. Esto ustedes seguramente no querrán comprenderlo. Pero yo sí que lo comprendo. Obviamente no sabría explicarles a quién trato de perjudicar con mi maldad. Sé perfectamente que ni a los médicos puedo “fastidiar” por no dejarme curar por ellos. Y comprendo mejor que nadie que, actuando de esta manera, sólo me daño a mí mismo y a nadie más. Pero, a pesar de todo, si no trato de curarme es por maldad. ¡Ya que me duele el hígado, cuanto más me dula, mejor! Hace ya tiempo que vivo así: veinte años. Ahora tengo cuarenta. Antes trabajaba para el Estado, ahora ya no. Fui un mal funcionario. Era grosero y disfrutaba siéndolo. Ya que no aceptaba sobornos, al menos con eso me tenía que recompensar. (Un mal chiste que no voy a tachar. Lo escribí pensando que resultaría de lo más ingenioso pero, ahora que compruebo que sólo trataba de fanfarronear, no lo tacharé, aposta). Cuando algún peticionario se acercaba a la mesa donde me sentaba para solicitar un certificado, yo, por regla general, le enseñaba los dientes, sintiendo un infinito placer cuando conseguía apesadumbrar a alguno de ellos. Casi siempre lo lograba. En su mayoría se trataba de gente timorata, los solicitantes de costumbre (…) Les mentí hace un momento cuando les dije que era un mal funcionario. Les mentí por pura maldad. Gastaba travesuras a los peticionarios y a ese oficial de marras pero, en realidad, nunca llegué a convertirme en un malvado. Reconocía en mi persona infinidad de elementos que se opondrían en todo momento a esa posibilidad. Sentía cómo bullían dentro de mí esos elementos opositores. Sabía que bullirían toda mi vida allá dentro, pidiéndome salir al exterior, y que yo no los dejaría escapar, que a conciencia les impediría salir. Me han atormentado hasta avergonzarme; hasta convulsiones me han provocado… y han terminado por empacharme. ¡Harto estoy de ellos! ¿No les da la sensación, señores, de que estoy como arrepintiéndome, como si estuviera pidiendo perdón por algo?... Estoy convencido de que tienen esa impresión… Sin embargo, les aseguro que me importa un bledo que lo crean así… No sólo no soy un malvado, sino que no he sido capaz de convertirme en nada: no soy un malvado, ni una buena persona, ni un canalla, ni un hombre honesto, ni un héroe, ni un insecto. Ahora paso mis días en este rincón, atormentándome con el consuelo, tan maligno como inútil, de que un hombre inteligente no puede convertirse realmente en nada, que sólo un tonto puede convertirse en alguien. Sí, así es…, un hombre inteligente del siglo XIX debe y moralmente está obligado a ser, ante todo, una criatura sin carácter. Un hombre con carácter, un hombre de acción es, más que nada, un individuo limitado. Ésta es mi convicción de cuarentañero. Cuarenta años tengo ahora. Y cuarenta años es toda una vida: la vejez propiamente dicha. ¡Vivir más allá de los cuarenta es indecente, vulgar, inmoral! ¿Quién vive más de cuarenta años? ¡Respóndame sinceramente, con honestidad! Yo les diré quiénes viven: los idiotas y los granujas, esos viven. ¡En la cara se los digo a todos los ancianos, a todos esos ancianos honorables, a todos esos perfumados ancianos de cabello plateado! ¡A todo el mundo se lo digo en la cara! Y tengo derecho a hablar así,porque yo mismo llegaré hasta los sesenta. ¡Viviré hasta los setenta! ¡Hasta los ochenta!... ¡Esperen un momento! ¡Déjenme recobrar el aliento!...(…) # VII Pero estos no son más que sueños dorados. Dirán ustedes: ¡oh! ¿Entonces quién fue el primero que dijo, el primero que proclamó que si el hombre comete bajezas es porque desconoce sus verdaderos intereses y que si se le instruyera, si se le abrieran los ojos para que viera sus lógicos y auténticos intereses, ese hombre dejaría inmediatamente de cometer bajezas, se volvería bueno y generoso al instante, porque, ya instruido y conocedor de sus verdaderos intereses, identificaría su propio provecho precisamente con el bien, pues, como de sobra es conocido, ningún hombre actúa conscientemente contra sus propios intereses y, por consiguiente, a la fuerza debería hacer el bien? ¡Oh niño mío! ¡Oh, inocente y pura criatura! ¿Pero cuándo se ha visto que el hombre haya actuado durante todos estos milenios exclusivamente por su interés particular? ¿Qué hacer entonces con esos millones de hechos que muestran cómo personas conscientes, es decir, conocedoras de sus verdaderos intereses, dejaron éstos en un segundo plano y, enfrentándose al riesgo y a la ventura, se lanzaron por otro camino no porque nada ni nadie les obligara a ello, sino tan sólo porque, al no gustarles el camino señalado, terca y voluntariamente abrieron otro, difícil y absurdo, buscándolo casi entre las tinieblas? Es evidente que esta terquedad y esa voluntad les debieron de parecer más agradables que cualquier beneficio personal…¿Beneficio? ¿Pero qué es el beneficio? ¿Se arriesgarían ustedes a definir con exactitud en qué consiste el beneficio humano? ¿Y qué ocurriría si alguna vezel beneficio humano no sólo pudiera, sino que tuviera precisamente que consistir en desearse lo peor para uno y no lo más provechoso? (…) ¿Están perfectamente definidos los intereses humanos? ¿No pueden existir intereses que no se ajusten a clasificación alguna? Porque ustedes, señores, por lo que sé, han confeccionado su catálogo de intereses humanos extrayendo la media aritmética de cifras estadísticas y de fórmulas económicas y científicas. Porque si los intereses de ustedes son la prosperidad, la riqueza, la libertad, la tranquilidad, etc., etc….,. una persona que, por ejemplo, fuera clara y conscientemente contra todo ese catálogo suyo, para ustedes y también para mí, no sería más que un oscurantista o un loco de remate, ¿no es cierto? (…) ¿No podría existir un interés más provechoso que todos los demás intereses (…) por el cual cualquier hombre, si fuera necesario, estaría dispuesto a ir contra todas las leyes, es decir, contra la razón, el honor, la tranquilidad, la prosperidad; en una palabra, contra todas esas cosas tan útiles y maravillosas, con tal de conseguir ese interés primero, ese interés más provechoso, ese que resulta más preciado que cualquier otra cosa que haya en el mundo? ¡Bueno -me interrumpirían ustedes-, también se trataría de un interés, al fin y al cabo…! De acuerdo, pero permítanme explicarme, porque la cuestión aquí no está en un simple juego de palabras, sino en que si ese interés resulta tan admirable es precisamente porque echa por tierra todas nuestras clasificaciones, porque desbarata continuamente todos esos sistemas que los amantes del género humano construyen en beneficio de la felicidad. En una palabra, un interés verdaderamente molesto. Pero antes de que lo nombre, quisiera comprometerme personalmente, y con esa intención declaro con tono insolente que todos esos maravillosos sistemas, todas esas teorías que tratan de explicar a la humanidad cuáles son sus genuinos y verdaderos intereses par que, esforzándose en conseguirlos, se haga buena y noble inmediatamente, son por el momento y en mi opinión ¡tan solo cuestiones de logística! ¡Si, de logística! Porque confirmar las excelencias de una teoría de la regeneración del género humano mediante un sistema de sus intereses particulares es para mí casi lo mismo…, pongamos por caso, que afirmar (…) que la civilización ablanda a la humanidad, haciéndola en consecuencia menos sanguinaria y menos capaza para la guerra.(…) Miren a su alrededor: la sangre corre a ríos, y tan alegremente que parece champán. Ahí tienen a nuestro siglo XIX. Ahí tienen a Napoleón: el genio, el de antes, y este de ahora. Ahí está América del Norte, la de la unión eterna. Y ahora díganme, ¿qué ha ablandado la civilización en nosotros? La civilización se limita a desarrollar en nosotros la multilateralidad de las sensaciones… ¡y nada más! Pero, con este desarrollo de multilateralidad, el hombre quizá solo consiga llegar al extremo de encontrarle placer a la sangre derramada. Porque esto ya le ha ocurrido antes. ¿Nunca han caído en la cuenta de que los personajes más extremadamente sanguinarios casi siempre han sido unos señores la mar de civilizados, gente a la que todos los Atilas y Stenkas Razines de este mundo no les llegan siguiera a la suela de los zapatos? (…) En todo caso si la civilización no ha hecho más sanguinario al hombre, sí que lo ha convertido en un ser más vilmente sanguinario de lo que era antes. Porque antes veía en el derramamiento de sangre un acto de justicia, y exterminaba a quien fuera con la conciencia plenamente tranquila; pero ahora, a pesar de que consideramos el derramamiento de sangre como una vileza, nos dedicamos a esa villanía con mucha más asiduidad que antes. Decidan ustedes qué es peor. Aseguran que a Cleopatra (y discúlpenme por este ejemplo de la historia romana) le encantaba clavar alfileres de oro en los senos de sus esclavas, y que encontraba placer en sus gritos y convulsiones. Dirán ustedes que esto ocurría en tiempos, digámoslo así, de barbarie; pero también ahora vivimos tiempos bárbaros, porque (por decirlo así también) todavía seguimos clavando alfileres. Y pese a que en los tiempos que corren el hombre, a veces, parece ver más claro que en los tiempos de barbarie, aún está lejos de acostumbrarse a obrar de la manera que la razón y la ciencia le indican. A pesar de todo, ustedes están completamente convencidos de que se acostumbrará a ello de manera irremediable, cuando desaparezcan ciertas feas y viejas costumbres y cuando el sentido común y la ciencia reeduquen por completo la naturaleza humana y la encaucen de una manera adecuada. Completamente convencidos de que, cuando esto ocurra, el hombre dejará de equivocarse voluntariamentey de que, por así decirlo, por fuerza dejará de desear que su voluntad y sus genuinos intereses continúen enfrentados. Por si fuera poco –dirán ustedes- será entonces la misma ciencia la que le demuestre al hombre que no dispone ni dispuso nunca de voluntad propia o de caprichos, que nunca tuvo más significancia que una tecla de fortepiano o una pequeña clavija de órgano. Además de esto, también le demostrará que el mundo tiene a su vez sus leyes naturales; de tal manera que todo lo que el hombre o haga se hará de igual forma, no por su voluntad, sino por las leyes de la naturaleza, por sí mismas. Por consiguiente, bastará con descubrir esas leyes de la naturaleza para que el hombre deje de responder por sus acciones y vivir se le haga extraordinariamente fácil. Todas las acciones humanas, por sí mismas, quedarán matemáticamente clasificadas de acuerdo cesas leyes, como en las tablas de logaritmos (…) Evidentemente cuando esto ocurra no habrá manera de evitar, por ejemplo, que todo sea mortalmente aburrido (porque, ¡qué se puede hacer cuando todo está calculado según una tabla!); pero, contra, todo será la mar de razonable. ¡Qué no se inventará por aburrimiento! ¡Hasta alfileres de oro se pueden clavar por aburrimiento! Aunque no pasaría nada por ello. Lo malo, lo que sí temo, es que hasta esos mismos alfileres de oro fueran motivo de alegría. Porque el hombre es estúpido, fenomenalmente estúpido. Mejor dicho, quizá no sea tan tonto, pero ingrato sí que lo es; tan ingrato, que encontrar algo que lo sea más que él resulta imposible. Porque a mí, por ejemplo, no me extrañaría lo más mínimo que, de pronto y sin venir a cuento, de entre tanta cordura general futura surgiera un caballero cualquiera de aspecto vulgar o, un personaje con una fisonomía burlona y reaccionaria que, poniendo los brazos en jarras sobre sus costados, nos dijera a todos: bueno, señores ¿ y por qué no mandamos al garete de una sola patada toda esta cordura, todo ella a hacer puñetas, para que todos esos logaritmos se vayan al diablo y podamos vivir de nuevo de acuerdo con nuestra estúpida voluntad? Y eso sería lo de menos, porque lo lamentable es que encontraría seguidores inmediatamente: ¡los hombres somos así! Y le seguirán por la más trivial de las razones, esa que para ustedes no merece la pena ni recordar: que el hombre, en cualquier tiempo y lugar, fuera quien fuese, siempre ha deseado actuar como le diese la gana, y no de la manera que la razón o el provecho le ordenaran. También se puede querer aquello que vaya contra el propio interés y, a veces, hasta debe ser positivoactuar así. El propio deseo, libre e independiente; el capricho personal, aunque sea el más salvaje de los caprichos; la propia fantasía, excitada a veces hasta casi la locura: he ahí los componentes de ese interés olvidado, el interés más provechoso, ese que no se aviene a ninguna clasificación y que es el culpable de que todos los sistemas y toda la teoría salten por los aires hechos añicos. ¿De dónde han sacado ellos que el hombre necesite inexcusablemente una voluntad normal, una voluntad virtuosa? Lo único que necesita el hombre es una voluntad independiente, cueste lo que cueste esa independencia y le lleve donde le lleve. ¡Aunque quién demonios conoce esa voluntad!.... K ant Immanuel(Könisgsberg, 1724 - Königsberg, 1804) Nació en el seno de una familia pietista, y estudió en el Collegium Fridericianum de 1732 a 1740. A partir de ese año cursó estudios en la universidad de su ciudad natal y desde 1770 impartió clases de lógica y metafísica en la misma universidad. Mantuvo un tipo de vida metódica, solamente alterada por dos acontecimientos: el estallido de la Revolución francesa en 1789 a la cual se adhirió de forma entusiasta y el enfrentamiento que tuvo con el poder civil a propósito de la segunda edición (1794) de su obra La religión dentro de los límites de la mera razón . La censura le prohibió enseñar materias relacionadas con la religión y Kant aceptó la disposición como “súbdito de su Majestad”. A la muerte del rey (1797) se restauró la libertad de imprenta y Kant escribió El conflicto de las facultades (1798) en la que defendió la libertad de pensamiento y palabra contra las arbitrariedades del despotismo. Obras: además de las mencionadas, Crítica de la razón pura (1781), Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), Crítica de la razón práctica (1787), Crítica del Juicio (1790), Sobre la paz perpetua (1795) , Teoría y práctica (1793) y un conjunto de escritos que se han clasificado como filosofía de la historia entre los cuales se encuentra: Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita (1784) Immanuel KantIdeas para una historiauniversal en clave cosmopolita Traducción de CONCHA ROLDAN PANADERO y ROBERTO RODRÍGUEZ ARAMAYO SEGUNDA EDICIÓN, Editorial Tecnos. IDEAS PARA UNA HISTORIA UNIVERSAL EN CLAVE COSMOPOLITA*72 72 [*] En el fascículo número doce de los Gothaische Gelehrte Zeitungen del presente año se alude a cierta idea mía, entresacada sin duda de la conversación que mantuve hace algún tiempo con un ilustre viajero en tránsito por mi ciudad; al comprobar que mi reflexión resultaba incomprensible fuera de su contexto, me vi obligado a redactar este trabajo con el fin de aclarar su sentido112a 72aEl pasaje mencionado por Kant se halla en la página 95 de los Gothaische Gelehrte Zeitungen de 1784, en el número 11 del mes de febrero. Allí, en la sección de "Noticias breves" se anuncia que Johann Schulz, a la sazón Capellán Mayor de la Corte, está ocupado en Independientemente del tipo de concepto que uno pueda formarse con miras metafísicas acerca de la libertad de la voluntad, las manifestaciones fenoménicas de ésta, las acciones humanas, se hallan determinadas conforme a leyes universales de la Naturaleza, al igual que cualquier otro acontecimiento natural. La Historia, que se ocupa de la narración de tales fenómenos, nos hace abrigar la esperanza de que, por muy profundamente ocultas que se hallen sus causas, acaso pueda descubrir al contemplar el juego de la libertad humana en bloque un curso regular de la misma, de tal modo que cuanto se presenta como enmarañado e irregular ante los ojos de los sujetos individuales pudiera ser interpretado al nivel de la especie como una evolución progresiva y continua, aunque lenta, de sus disposiciones originales. traducirla Crítica de la razón pura a. un lenguaje más asequible para el público en general, añadiéndose un poco más adelante lo siguiente: "Una idea predilecta del profesor Kant es que el objetivo final del género humano es conseguir una constitución política lo más perfecta posible y le gustaría mucho que un historiador-filósofo asumiera la tarea de proporcionarnos una historia de la humanidad bajo ese respecto, donde se mostrase hasta qué punto se ha aproximado la humanidad a esa meta en las diferentes épocas o cuánto se ha distanciado de ella, así como lo que aún queda por hacer para alcanzarla." Aparentemente motivado por esta alusión, Kant publicará su Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht en noviembre de 1784, apareciendo en el fascículo 11 de ese año del Berlinische Monatsschrift. (N. del T.). Así, los enlaces matrimoniales, los nacimientos resultantes de éstos y las defunciones, como quiera que la libre voluntad de los hombres tiene tan gran influjo sobre todo ello, parecen no estar sometidos a regla alguna conforme a la cual pueda pronosticarse su número con arreglo a un cálculo y, sin embargo, las estadísticas anuales demuestran que en los países grandes estos hechos acontecen según leyes naturales constantes, tal y como los veleidosos climas, cuya incidencia individual no puede ser determinada de antemano, globalmente no cesan de mantener el crecimiento de las plantas, el curso de las aguas y otros fenómenos naturales en un proceso regular e ininterrumpido. Poco imaginan los hombres (en tanto que individuos e incluso como pueblos) que, al perseguir cada cual su propia intención según su parecer y a menudo en contra de los otros, siguen sin advertirlo —como un hilo conductor— la intención de la Naturaleza, que les es desconocida, y trabajan en pro de la misma, siendo así que, de conocerla, les importaría bien poco. Dado que los hombres no se comportan en sus aspiraciones de un modo meramente instintivo —como animales— ni tampoco como ciudadanos racionales del mundo, según un plan globalmente concertado, no parece que sea posible una historia de la humanidad conforme a un plan (como lo sería, por ejemplo, la de las abejas o la de los castores). No puede uno librarse de cierta indignación al observar su actuación en la escena del gran teatro del mundo, pues, aun cuando [17-18] aparezcan destellos de prudencia en algún que otro caso aislado, haciendo balance del conjunto se diría que todo ha sido urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles; de suerte que, a fin de cuentas, no sabe uno qué idea debe hacerse sobre tan engreída especie. En este orden de cosas, al filósofo no le queda otro recurso —puesto que no puede presuponer en los hombres y su actuación global ningún propósito racional propio— que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de criaturas tales que, sin conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado plan de la Naturaleza. Vamos a ver si logramos encontrar un hilo conductor para diseñar una historia semejante, dejando en manos de la Naturaleza el engendrar al hombre que habrá de componerla más tarde sobre esa base; de la misma manera que produjo un Kepler, el cual sometió de forma inesperada las formas excéntricas de los planetas a leyes determinadas y, posteriormente, a un Newton que explicó esas leyes mediante una causa universal de la Naturaleza. PRIMER PRINCIPIO Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez completamente y con arreglo a un fin. Esto se confirma en todos los animales tanto por la observación externa como por la interna o analítica. Un órgano que no debe ser utilizado, una disposición que no alcanza su finalidad, supone una contradicción dentro de la doctrina teleológica de la Naturaleza. Y si renunciáramos a ese principio, ya no tendríamos una Naturaleza que actúa conforme a leyes, sino una Naturaleza que no conduce a nada, viniendo entonces a ocupar una desazonante casualidad el puesto del hilo conductor de la razón. SEGUNDO PRINCIPIO En el hombre (como única criatura racional sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que tienden al uso de su razón sólo deben desarrollarse por completo en la especie, mas no en el individuo. La razón es en una criatura la capacidad de ampliar las reglas e intenciones del uso de todas sus fuerzas por encima del instinto natural, y no [18-19] conoce límite alguno a sus proyectos. Ahora bien, ella misma no actúa instintivamente, sino que requiere tanteos, entrenamiento e instrucción, para ir progresando paulatinamente de un estadio a otro del conocimiento. De ahí que cada hombre habría de vivir un lapso de tiempo desmesuradamente largo para aprender cómo emplear cabalmente sus disposiciones naturales; en otro caso, si la Naturaleza sólo ha fijado un breve plazo a su vida (como ocurre de hecho), ella precisa entonces de una serie —acaso interminable— de generaciones para terminar por conducir los gérmenes depositados en nuestra especie hasta aquel grado de desarrollo que resulta plenamente adecuado a su intención. Y este momento tiene que constituir, al menos en la idea del hombre, la meta de sus esfuerzos, ya que de lo contrario la mayor parte de las disposiciones naturales tendrían que ser consideradas como superfluas y carentes de finalidad alguna; algo que suprimiríatodos los principios prácticos y haría sospechosa a la Naturaleza —cuya sabiduría tiene que servir como principio en el enjuiciamiento de cualquier otra instancia— de estar practicando un juego pueril sólo en lo que atañe al hombre. TERCER PRINCIPIO La Naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo todo aquello que sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal y que no participe de otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del instinto, se haya procurado por medio de la propia razón. Ciertamente, la Naturaleza no hace nada superfluo ni es pródiga en el uso de los medios para sus fines. Por ello, el haber dotado al hombre de razón y de la libertad de la voluntad que en ella se funda, constituía ya un claro indicio de su intención con respecto a tal dotación. El hombre no debía ser dirigido por el instinto o sustentado e instruido por conocimientos innatos; antes bien, debía extraerlo todo de sí mismo. La invención de sus productos alimenticios, de su cobijo, de su seguridad y defensa exteriores (para lo cual la Naturaleza no le dotó de los cuernos del toro, de las garras del león ni de la dentadura del perro, sino de simples manos), todo deleite que pueda hacer grata la vida, hasta su inteligencia y astucia e incluso el carácter benigno de su voluntad, debían ser enteramente obra suya. En este caso la Naturaleza parece haberse autocomplacido en su mayor economía y haber adaptado su equipamiento animal [19-20] de un modo tan ceñido, tan ajustado a la máxima necesidad de una existencia inicial, como si quisiera que cuando el hombre se haya elevado desde la más vasta tosquedad hasta la máxima destreza, hasta la perfección interna del modo de pensar y, por ende, hasta la felicidad (tanto como es posible sobre la tierra), a él solo le corresponda por entero el mérito de todo ello y sólo a sí mismo deba agradecérselo, habiendo antepuesto su autoestimación racional al bienestar, pues en ese transcurso de los asuntos humanos hay una multitud de penalidades que aguardan a los hombres. Se diría que a la Naturaleza no le ha importado en absoluto que el hombre viva bien, sino que se vaya abriendo camino para hacerse digno, por medio de su comportamiento, de la vida y del bienestar. A este respecto siempre resultará extraño que las viejas generaciones parezcan afanarse ímprobamente sólo en pro de las generaciones posteriores, para preparar a éstas un nivel desde el que puedan seguir erigiendo el edificio que la Naturaleza ha proyectado; en verdad sorprende que sólo las generaciones postreras deban tener la dicha de habitar esa mansión por la que una larga serie de antepasados (ciertamente sin albergar esa intención) han venido trabajando sin poder participar ellos mismos en la dicha que propiciaban. Pero, por enigmático que sea esto, se hace al mismo tiempo imprescindible, partiendo de la base de que una especie animal debe hallarse dotada de razón y que, como clase de seres racionales cuya especie es inmortal aunque mueran todos y cada uno de sus componentes, debe conseguir a pesar de todo consumar el desarrollo de sus disposiciones. CUARTO PRINCIPIO El medio del que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad, en la medida en que ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un orden legal de aquellas disposiciones. Entiendo aquí por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, esto es, el que su inclinación a vivir en sociedad sea inseparable de unahostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad. Que tal disposición subyace a la naturaleza humana es algo bastante obvio. El hombre tiene una tendencia a socializarse, porque en tal estado siente más su condición de hombre [20-21] al experimentar el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una fuerte inclinación a individualizarse (aislarse), porque encuentra simultáneamente en sí mismo la insociable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier. Pues bien, esta resistencia es aquello que despierta todas las fuerzas del hombre y le hace vencer su inclinación a la pereza, impulsándole por medio de la ambición, el afán de dominio o la codicia, a procurarse una posición entre sus congéneres, a los que no puede soportar, pero de los que tampoco es capaz de prescindir. Así se dan los auténticos primeros pasos desde la barbarie hacia la cultura (la cual consiste propiamente en el valor social del hombre); de este modo van desarrollándose poco a poco todos los talentos, así va formándose el gusto e incluso, mediante una continua ilustración, comienza a constituirse una manera de pensar que, andando el tiempo, puede transformar la tosca disposición natural hacia el discernimiento ético en principios prácticos determinados y, finalmente, transformar un consenso social urgido patológicamente en un ámbito moral. Sin aquellas propiedades —verdaderamente poco amables en sí— de la insociabilidad (de la que nace la resistencia que cada cual ha de encontrar necesariamente junto a sus pretensiones egoístas) todos los talentos quedarían eternamente ocultos en su germen, en medio de una arcádica vida de pastores donde reinarían la más perfecta armonía, la frugalidad y el conformismo, de suerte que los hombres serían tan bondadosos como las ovejas que apacientan, proporcionando así a su existenciaun valor no mucho mayor que el detentado por su animal doméstico y, por lo tanto, no llenaría el vacío de la creación respecto de su destino como naturaleza racional. ¡Demos, pues, gracias a la Naturaleza por la incompatibilidad, por la envidiosa vanidad que nos hace rivalizar, por el anhelo insaciable de acaparar o incluso de dominar! Cosas sin las que todas las excelentes disposiciones naturales dormitarían eternamente en el seno de la humanidad sin llegar a desarrollarse jamás. El hombre quiere concordia, pero la Naturaleza sabe mejor lo que le conviene a su especie y quiere discordia. El hombre pretende vivir cómoda y placenteramente, mas la Naturaleza decide que debe abandonar la laxitud y el ocioso conformismo, entregándose al trabajo y padeciendo las fatigas que sean precisas para encontrar con prudencia los medios de apartarse de tales penalidades. Los impulsos naturales encaminados a este fin, las fuentes de la insociabilidad y de la resistencia generalizada (fuentes de las que manan tantos males, pero que también incitan a una nueva tensión de las fuerzas y, por consiguiente, a un mayor [21-22] desarrollo de las disposiciones naturales) revelan la organización de un sabio creador, y no algo así como la mano chapucera de un genio maligno que arruinaría su magnífico dominio por pura envidia. QUINTO PRINCIPIO El mayor problema para la especie humana, a cuya solución le fuerza la Naturaleza, es la instauración de una sociedad civil que administre universalmente el derecho. Dado que sólo en la sociedad (y ciertamente en aquella donde se dé la mayor libertad y, por ende, un antagonismo generalizado entre sus miembros, junto a la más escrupulosa determinación y protección de los límites de esa libertad, con el fin de que pueda coexistir con la libertad de otros) puede conseguirse la suprema intención de la Naturaleza, a saber, el desarrollo de todas sus disposiciones naturales en la humanidad, la Naturaleza quiere que la humanidad también logre por sí misma este fin, al igual que todos los otros fines de su destino. Así, en una sociedad en la que la libertad bajo leyes externas se encuentre vinculada en el mayor grado posible con un poder irresistible, esto es, una constitución civil perfectamente justa, tiene que ser la tarea más alta de la Naturaleza para con la especie humana, ya que la Naturaleza sólo puede conseguir el resto de sus designios para con nuestra especie proporcionando una solución a dicha tarea y ejecutándola. Esta necesidad que constriñe al hombre —tan apasionado por la libertad sin ataduras— a ingresar en ese estado de coerción, es en verdad la mayor de todas, esto es, aquella que se infligen mutuamente los hombres, cuyas inclinaciones hacen que no puedan coexistir durante mucho tiempo en salvaje libertad. Sólo en el terreno acotado de la asociación civil esas mismas inclinaciones producirán el mejor resultado: tal y como los árboles logran en medio del bosque un bello y recto crecimiento, precisamente porque cada uno intenta privarle al otro del aire y el sol, obligándose mutuamente a buscar ambas cosas por encima de sí, en lugar de crecer atrofiados, torcidos y encorvados como aquellos que extienden caprichosamente sus ramas en libertad y apartados de los otros; de modo semejante, toda la cultura y el arte que adornan a la humanidad, así como el más bello orden social, son frutos de la insociabilidad, en virtud de la cual la humanidad se ve obligada a autodisciplinarse y a desarrollar plenamente los gérmenes de la Naturaleza gracias a tan imperioso arte. [22-23] SEXTO PRINCIPIO Este problema es al mismo tiempo el más difícil y el que más tardíamente será resuelto por la especie humana. La dificultad, que ya pone de manifiesto la mera idea de esa tarea, es la siguiente: el hombre es un animal, el cual cuando vive entre los de su especie necesita un señor; pues ciertamente abusa de su libertad con respecto a sus semejantes y, aunque como criatura racional desea una ley que ponga límites a la libertad de todos, su egoísta inclinación animal le induce a exceptuarse a sí mismo a la menor ocasión. Precisa por tanto de un señor que quebrante su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad universalmente válida, de modo que cada cual pueda ser libre. Mas, ¿de dónde toma este señor? De ninguna otra parte que no sea la especie humana. Pero asimismo éste será un animal que a su vez necesita un señor. Así pues, sea cual sea el punto de partida, no se concibe bien cómo pueda el hombre procurarse un jefe de la justicia pública que sea justo él mismo, resultando indiferente en este sentido que se trate de una sola persona o de un grupo escogido a tal efecto, pues todos y cada uno de ellos abusarán siempre de su libertad, si no tienen por encima de sí a nadie que ejerza el poder conforme a leyes. El jefe supremo debe ser, sin embargo, justo por sí mismo sin dejar de ser un hombre. Por eso esta tarea es la más difícil de todas y su solución perfecta es poco menos que imposible: a partir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto. La Naturaleza sólo nos ha impuesto la aproximación a esa idea*73. Que tal empresa será realizadapostreramente se deduce del hecho de que, además de conceptos precisos en torno a la naturaleza de una constitución posible, requerirá una gran experiencia ejercitada por un dilatado transcurso del mundo y, sobre todo, una buena voluntad dispuesta a aceptar dicha constitución; sin embargo, es muy difícil que se puedan dar a la vez estos tres requisitos y, de ocurrir, sólo será muy tardíamente, tras muchos intentos fallidos. [23-24] SÉPTIMO PRINCIPIO El problema del establecimiento de una constitución civil perfecta depende a su vez del problema de una reglamentación de las relaciones interestatales y no puede ser resuelto sin solucionar previamente esto último. Pues, de qué sirve trabajar en pro de una constitución civil conforme a leyes interindividuales, esto es, en pro de la organización de una comunidad, cuando esa misma insociabilidad que forzó a los hombres a obrar así es, de nuevo, la causa de que cada comunidad esgrima una libertad desenfrenada en sus relaciones exteriores, es decir, en cuanto Estado que se relaciona con otros Estados y, por consiguiente, cada uno de ellos tiene que esperar perjuicios por 73 [*] El papel del hombre es por tanto muy artificioso. No sabemos cómo están dispuestas las cosas para los habitantes de otros planetas y su naturaleza, pero si nosotros cumpliéramos bien con esta misión de la Naturaleza bien podríamos pretender ocupar entre nuestros vecinos del cosmos una posición nada desdeñable. Acaso entre ellos cada individuo pueda alcanzar plenamente su destino durante su vida. Entre nosotros sucede de otra manera: sólo la especie puede esperar tal cosa [23-24]. parte del otro, justo aquellos perjuicios que empujaron y obligaron a los individuos a ingresar en un estado civil sujeto a reglas. La Naturaleza ha utilizado por lo tanto nuevamente la incompatibilidad de los hombres, cifrada ahora en la incompatibilidad de las grandes sociedades y cuerpos políticos de esta clase de criaturas, como un medio para descubrir en su inevitable antagonismo un estado depazy seguridad; es decir, que a través de las guerras y sus exagerados e incesantes preparativos, mediante la indigencia que por esta causa ha de acabar experimentando internamente todo Estado incluso en tiempos de paz, la Naturaleza les arrastra, primero a intentos fallidos, pero finalmente, tras muchas devastaciones, tropiezos e incluso la total consunción interna de sus fuerzas, a lo que la razón podría haberles indicado sin necesidad de tantas y tan penosas experiencias, a saber: abandonar el estado anómico propio de los salvajes e ingresar en una confederación de pueblos, dentro de la cual aun el Estado más pequeño pudiera contar con que tanto su seguridad como su derecho no dependiera de su propio poderío o del propio dictamen jurídico, sino únicamente de esa confederación de pueblos (Foedus Amphictyonum), de un poder unificado y de la decisión conforme a leyes de la voluntad común. Por muy extravagante que parezca esta idea, ridiculizada como tal en un Abbé de Saint Pierre 74 o en un Rousseau75 (quizá porque creyeron que su realización era inminente) constituye, sin embargo, la salida inevitable de la necesidad —en que se colocan mutuamente los hombres— que ha de forzar a los Estados a tomar (por muy cuesta arriba que ello se les antoje) esa misma resolución a la que se vio forzado tan a pesar suyo el hombre salvaje, esto es: renunciar a su brutal 74El Abbé Charles-Irenée Castel de St. Pierre (1658-1743) publicó su Projet de paix perpétuelle en Utrecht el año 1713. (N. del T.). 75El Extrait du projet de paix perpétuelle de M. l'Abbé de St. Pierre de Jean-Jacques Rousseau data de 1760. (N. de T.). libertad y buscar paz y seguridad en el marco legal de una constitución. Así pues, toda guerra suponeun intento (ciertamente no en la intención de los hombres, pero sí en la [24-25] intención de la Naturaleza) de promover nuevas relaciones entre los Estados y, mediante la destrucción o cuando menos desmembración detodos ellos, configurar nuevos cuerpos políticos, los cuales, al no poder subsistir tampoco en sí mismos o junto a otros, tienen que padecer nuevas revoluciones análogas a las anteriores; hasta quefinalmente (graciasen parte a la óptima organización de la constitución civil interna y en parte también a la legislación exterior fruto de un consenso colectivo) se alcanzará un estado de cosas que, de modo similar a una comunidad civil, se conserve a sí mismo como un autómata. Ahora bien, acaso cabe esperar de una confluencia epicúrea de causas eficientes que los Estados ensayen —tal y como hacen los átomos de la materia— por medio de su colisión casual toda suerte de estructuras, las cuales vuelven a ser destruidas mediante un nuevo choque, hasta que finalmente logren por casualidad una estructura capaz de persistir en su forma (una feliz coincidencia que difícilmente se dará nunca); o más bien debe suponerse que la Naturaleza sigue aquí un curso regular, conduciendo paulatinamente a nuestra especie desde el nivel inferior de la animalidad hasta el nivel supremo de la humanidad y, ciertamente, por medio de un arte propio —si bien impuesto al hombre—, desarrollando en medio de este aparente desorden salvaje aquellas disposiciones originarias de un modo completamente regular; o quizá se prefiera que de todas estas acciones y reacciones de los hombres en su conjunto no resulte absolutamente nada o, al menos, nada sensato, es decir, que todo permanecerá como hasta ahora ha sido y que, por tanto, no se puede predecir si la discordia —tan connatural a nuestra especie— no nos tiene preparado al final —aun dentro de un estado tan civilizado— un infierno de males en el que acaso dicha discordia aniquilará de nuevo, mediante una bárbara destrucción, ese mismo estado y todos los progresos conseguidos hasta el momento por la cultura (un destino al que no se puede hacer frente bajo el gobierno del ciego azar —con el cual viene a identificarse de hecho la libertad sin ley—, a no ser que se le someta a una secreta sabiduría enhebrándole un hilo conductor de la Naturaleza), todo lo cual da pie a plantear la siguiente pregunta: ¿es razonable admitir que la Naturaleza observa una finalidad en las partes mas no en todo? De este modo, lo que hiciera el estado carente de finalidad de los salvajes, reprimiendo todas las disposiciones naturales en nuestra especie hasta que, finalmente, a causa de los males en que dicho estado sumía a la especie, sus miembros se vieron obligados a abandonarlo e ingresar en una constitución civil donde esos gérmenes pueden ser desarrollados, [25-26] viene a ser lo mismo que lo que hace la bárbara libertad de los Estados ya civilizados, obstruyendo el pleno desarrollo progresivo de sus disposiciones naturales al emplear todas las fuerzas de la comunidad en armamentos contra los otros, por causa de la devastación que acarrea toda guerra y más aún por la necesidad de mantenerse en un continuo estado de alerta; mas también ahora los males que se originan de todo ello obligan a nuestra especie a buscar en esa mutua resistencia de muchos Estados —resistencia provechosa en sí misma y que surge de su libertad— una ley del equilibrio y un poder unificado que la respalde, forzándola por consiguiente a establecer un estado cosmopolita de la seguridad estatal pública, el cual no carece de peligro —para que las fuerzas de la humanidad no se duerman—, pero tampoco adolece de un principio de la igualdad de sus recíprocos acción y reacción — para que no se destruyan mutuamente—. Antes de dar este paso (y constituir una confederación de Estados), esto es, casi a la mitad de su formación, la naturaleza humana sufre las más penosas calamidades bajo la engañosa apariencia de un bienestar externo; de modo que Rousseau no andaba tan desencaminado al encontrar preferible ese estado de los salvajes, siempre y cuando no se tenga en cuenta esta última etapa que todavía le queda por remontar a nuestra especie. Gracias al arte y la ciencia somos extraordinariamente cultos. Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía mucho. Pues si bien la idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la aplicación de tal idea, al restringirse a las costumbres de la honestidad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civilización. Mientras los Estados malgasten todas sus fuerzas en sus vanos y violentos intentos de expansión, obstruyendo continuamente el lento esfuerzo del modo de pensar de sus ciudadanos — privándoles de todo apoyo en este sentido—, no cabe esperar nada de esta índole: porque para ello se requiere una vasta transformación interna de cada comunidad en orden a la formación de sus ciudadanos. Mas todo bien que no esté injertado en un sentimiento moralmente bueno no es más que pura apariencia y deslumbrante miseria. Y en esta situación permanecerá el género humano hasta que —del modo que he dicho— haya salido de la caótica situación en que se encuentran sus relaciones interestatales. [26-27] OCTAVO PRINCIPIO Se puede considerar la historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un plan oculto de la Naturaleza para llevar a cabo una constitución interior y —a tal fin— exteriormente perfecta, como el único estado en el que puede desarrollar plenamente todas sus disposiciones en la humanidad. Este principio es un corolario del anterior. Como se ve, la filosofía también puede tener su quiliasmo76,pero un quiliasmo tal a cuyo advenimiento pueda contribuir —si bien remotamente— su propia idea, un quiliasmo que, por lo tanto, no es quimérico ni mucho menos. Todo depende únicamente de si la experiencia descubre algún indicio de un curso semejante de la intención de la Naturaleza. El caso es que descubre muy pocos, pues esta órbita parece requerir tanto tiempo hasta clausurarse que, partiendo del pequeño tramo que la humanidad ha recorrido en tal sentido, sólo cabe determinar la configuración de su trayectoria y la relación de las partes con el todo de un modo tan incierto a como, en base a las observaciones celestes realizadas hasta el momento, se puede determinar el curso que nuestro sol sigue junto a su gran cohorte de satélites en el gran sistema de las estrellas fijas; si bien, después de todo, a partir del fundamento universal de la estructura sistemática del cosmos y de lo poco que se ha observado, cabe conjeturar con bastante certeza la realidad de una órbita semejante. De otro lado, resulta consustancial a la naturaleza humana el no mostrarse indiferente ni siquiera ante la consideración de las épocas más remotas a que nuestra especie debe llegar, siempre que pueda ser esperado con seguridad. Esto vale tanto más en nuestro caso, pues parece que gracias a nuestra propia disposición racional podríamos anticipar ese momento tan halagüeño para nuestra descendencia. Por eso serán tan importantes para nosotros los débiles indicios de que nos aproximamos a ese momento. Actualmente los Estados mantienen entre sí unas relaciones tan ficticias que ninguno puede rebajar su cota cultural sin perder poder e influencia ante 76Como es obvio, el término se deriva de la voz griega Xiloi (mil) y así, por ejemplo, los "quiliastas" defendieron en el siglo XII una de tantas doctrinas milenanstas, según la cual los escogidos vivirían mil años tras el advenimiento de Cristo. Kant emplea este vocablo en el marco de su Filosofía de la Historia, donde se nos habla de un progreso asintótico, esto es, de un decurso cuyo desenlace se ve transferido al horizonte de un remoto futuro (N. de T.). los otros, quedando así bastante asegurado por la ambición política el mantenimiento —ya que no el progreso— de ese objetivo de la Naturaleza. Por otra parte, tampoco puede atentarse hoy en día contra la libertad civil sin perjudicar con ello a todas las actividades profesionales, particularmente al comercio, lo cual repercutiría en detrimento de las fuerzas del Estado de cara a sus [27-28] relaciones exteriores. A pesar de todo, esta libertad va ganando terreno poco a poco. Cuando se impide al ciudadano buscar su libertad según el modo que mejor le parezca —siempre y cuando este método sea compatible con la libertad de los demás— se obstruye la dinámica de los negocios en general y, por ende, las fuerzas del todo; y así, entremezclada con ilusiones y quimeras, va emergiendo poco a poco la ilustración, como un gran bien que el género humano ha de obtener incluso de la egoísta megalomanía de sus soberanos, si éstos saben lo que les conviene. Con todo, esta ilustración (que lleva aparejado un vivo interés en el bien por parte del hombre ilustrado, quien no puede sustraerse a poner su corazón en ello al comprenderlo tan perfectamente) ha de ascender poco a poco hasta los tronos e incluso tener influencia sobre sus principios de gobierno. Así, por ejemplo, aun cuando a nuestros dirigentes no les quede dinero para los establecimientos de instrucción pública —ni en general para nada de cuanto concierne a un mundo mejor—, porque todos sus recursos están hipotecados de antemano para la próxima guerra, se darán cuenta de que les resulta beneficioso no impedir al menos los propios esfuerzos — en verdad débiles y lentos— de su pueblo a este respecto. Por último, la propia guerra se convertirá poco a poco, no sólo en algo muy artificioso y de dudoso desenlace para ambas partes, sino también (debido a las funestas consecuencias que el Estado experimenta con una deuda pública —¡esa nueva invención!— siempre en aumento, deuda cuya amortización es sencillamente incalculable) en una empresa arriesgada, dada la repercusión que toda quiebra estatal tiene sobre los otros Estados, al estar tan entrelazadas sus actividades comerciales en esta parte del mundo; esta interdependencia es algo tan notable que los Estados, apremiados por su propio peligro, se ofrecen a hacer de árbitros de la situación aunque no tengan autoridad legal para ello, preparándose así, indirectamente, para integrar un macrocuerpo político, algo de lo que los tiempos pasados no han ofrecido ejemplo alguno. Si bien este cuerpo político sólo se presenta por ahora en un tosco esbozo, ya comienza a despertar este sentimiento, de modo simultáneo, en todos aquellos miembros interesados por la conservación del todo. Y este sentimiento se troca en la esperanza de que, tras varias revoluciones de reestructuración, al final acabará por constituirse aquello que la Naturaleza alberga como intención suprema: un estado cosmopolita universal en cuyo seno se desarrollen todas las disposiciones originarias de la especie humana. [28-29] NOVENO PRINCIPIO Un intento filosófico de elaborar la historia universal conforme a un plan de la Naturaleza que aspire a la perfecta integración civil de la especie humana tiene que ser considerado como posible y hasta como elemento propiciador de esa intención de la Naturaleza. Ciertamente, querer concebir una Historia conforme a una idea de cómo tendría que marchar el mundo si se adecuase a ciertos fines racionales es un proyecto paradójico y aparentemente absurdo; se diría que con tal propósito sólo se obtendría una novela. No obstante, si cabe admitir que la Naturaleza no procede sin plan e intención final, incluso en el juego de la libertad humana, esta idea podría resultar de una granutilidad; y aunque seamos demasiado miopes para poder apreciar el secreto mecanismo de su organización, esta idea podría servirnos de hilo conductor para describir —cuando menos en su conjunto— como un sistema lo que de otro modo es un agregado rapsódico de acciones humanas. Pues si se parte de la historia griega (como de aquella por la que ha llegado hasta nosotros toda historia más antigua o coetánea de la misma, al menos de aquello digno de testimonio*77), podemos rastrear su influjo en la formación y deformación del cuerpo político del pueblo romano, el cual fagocito al Estado griego, y el influjo de este último sobre los bárbaros, que lo destruyeron de nuevo, y así hasta nuestros días; si a esto añadimos episódicamente la historia política de otros pueblos, cuyo conocimiento nos ha ido llegando poco a poco gracias a estas naciones ilustradas, se 77 [*] Únicamente un público erudito, que ha subsistido sin solución de continuidad hasta nuestros días, puede dar fe de la historia antigua. Más allá de lo cual todo es terra incognita; y la historia de los pueblos que vivieron al margen de tal público sólo puede arrancar del momento en que toman contacto con él. Esto es lo que ocurrió con el pueblo judío en la época de Ptolomeo gracias a la traducción griega de la Biblia, sin la cual se hubiera concedido poco crédito a unos datos que de otro modo hubieran quedado bien dispersos. A partir de este punto (cuando este principio inicial ha sido constatado con precisión) se puede indagar en el pasado a través de sus narraciones. Y otro tanto sucede con todos los demás pueblos. La primera página de Tucídides —dice Hume117a— es el único comienzo de toda historia real. [29-30] 77a "The first page of Thucydides is in my opinion, the commencement of real history. All preceding narrations are so intermixed with fable, that philosophers ought to abandon them, in a great mesure, to the embellihsment of poets and orators" (D. Hume, Political Discurses, Edinburgh, 1752). Cfr. D. Hume, The Philosophical Works (ed. by Th. Hill Green and Th. Hodge Grose), London, 1882, vol. III, p. 414. El título del ensayo en cuestión es "Of the Populousness of Ancient Nations". (N. de T.) pondrá de manifiesto un curso regular en la mejora de la constitución política de nuestra parte del mundo (que probablemente proporcionará algún día leyes al resto del mundo). Además, [29-30] prestando atención a la constitución civil y sus leyes y a la relación interestatal, en la medida en que ambos —por el bien que entrañaban— sirvieron durante algún tiempo para que se perfeccionaran y engrandecieran los pueblos (y con ellos también las artes y las ciencias), pero —por los errores que contenían— sirvieron asimismo para que se derrumbaran de nuevo, si bien siempre quedó un germen de ilustración que se desarrollaba un poco más con cada nueva revolución, preparando el siguiente nivel en la escala del perfeccionamiento: se descubrirá —como creo— un hilo conductor que no sólo puede servir para explicar el confuso juego de las cosas humanas o el arte de la predicción de los futuros cambios políticos (una utilidad que ya se ha extraído de la historia humana, aun considerándola como un efecto disparatado de una libertad no sometida a reglas), sino que también se abre una perspectiva reconfortante de cara al futuro (algo que no se puede esperar con fundamento sin presuponer un plan de la Naturaleza), imaginando un horizonte remoto donde la especie humana se haya elevado hasta un estado en el que todos los gérmenes que la Naturaleza ha depositado en ella puedan ser desarrollados plenamente y pueda verse consumado su destino en la tierra. Tal justificación de la Naturaleza —o mejor de la Providencia— no es un motivo fútil para escoger un determinado punto de vista en la consideración del mundo. ¿Pues de qué serviría ensalzar la magnificencia y sabiduría de la creación en el reino irracional de la Naturaleza, recomendando su contemplación, si esa parte del gran teatro de la suprema sabiduría que contiene la finalidad de todo lo anterior —la historia del género humano— representa una constante objeción en su contra, cuya visión nos obliga a apartar nuestros ojos con desagrado y, dudando de llegar a encontrar jamásen ese escenario una consumada intención racional, nos lleva a esperarla únicamente en algún otro mundo? Mi propósito sería interpretado erróneamente si se pensara que con esta idea de una historia universal, que contiene por decirlo así un hilo conductor a priori, pretendo suprimir la tarea de la historia propiamente dicha, concebida de un modo meramente empírico; sólo se trata de una reflexión respecto a lo que una cabeza filosófica (que por lo demás habría de ser muy versada en materia de historia) podría intentar desde un punto de vista distinto. Además, la meritoria minuciosidad con que hoy en día se concibe la historia contemporánea, nos hace pensar en cómo podrán abarcar nuestros descendientes la pesada carga histórica [30-31] que les legaremos dentro de algunos siglos. Sin duda, valorarán la historia de las épocas más remotas —cuyos documentos habrán dejado de existir para ellos mucho tiempo atrás— aplicando únicamente el criterio que más les interese, esto es, evaluando lo que los pueblos y sus gobiernos .han hecho a favor o en contra de un punto de vista cosmopolita. Pero todavía queda otro pequeño motivo a tener en cuenta para intentar esta Filosofía de la Historia78: encauzar tanto la ambición de los jefes de Estado como la de sus servidores hacia el único medio que les puede hacer conquistar un recuerdo glorioso en la posteridad. 78Aunque la expresión literal empleada aquí sea la de "Historia filosófica", nos hemos permitido la licencia de utilizar la de "Filosofía de la Historia". (N. de T.) G eorg Wilhelm Friedrich Hegel (Stuttgart, 1770 Berlin,1831)junto con J. G. Fichte y F. W. J. von Schelling, los escritos de Hegel pertenecen al período llamado “Idealismo Alemán” que contribuyeron a elaborar una ontología comprensiva y sistemática desde un punto de vista “lógico”. De estos autores, Hegel es quizás el más famoso por su posición teleológica respecto de la historia, la que más tarde retoma Marx pero “invertida” como una teoría de materialismo histórico que culmina con el comunismo. Nacido en 1770 en Stuttgart, Hegel pasó los años 1788 a1793 como un estudiante de teología en las inmediaciones de Tübingen, forjando amistades que en el futuro los conoceremos como el gran poeta del romanticismo Friedrich Hölderlin (1770–1843) y el gran filósofo Friedrich von Schelling (1775–1854), quien junto a Hegel serán las principales figuras de la filosofía Alemana del siglo XIX. Para 1806 Hegel había terminado su primer gran obra Phenomenology of Spirit (publicada en 1807), Sin una designación trabajó un tiempo como editor de un periódico en Bamberg y entre 1808 – 1815 como el director de un establecimiento secundario en Nuremberg.En esta época escribió y public su Science of Logic. En 1816 regresó a la Universidad y dió clases de filosofía en Heidelberg. Pero en 1818 le ofrecieron un cargo en la Universidad de Berlín y aceptó.Durante su estadía en Heidelberg he public la Encyclopaedia of the Philosophical Sciences. Fue mientras estaba en Berlin que publicó su Elements of the Philosophy of Right, basada en las clases que dio en Heidelberg. Falleció en Berlin en 1831. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal Traducido del alemán por José Gaos - Alianza Editorial b)- _ El concepto del espíritu.— Lo primero que hemos de exponer, por tanto, es la definición abstracta del espíritu. Y decimos que el espíritu no es una cosa abstracta, no es una abstracción de la naturaleza humana, sino algo enteramente individual, activo, absolutamente vivo: es una conciencia, pero también su objeto. La existencia del espíritu consiste en tenerse a sí mismo por objeto. El espíritu es, pues, pensante; y es el pensamiento de algo que es, y el pensamiento de qué es y de cómo es. El espíritu sabe; pero saber es tener conciencia de un objeto racional. Además el espíritu solo tiene conciencia por cuanto es conciencia de sí mismo, esto es: solo sé de un objeto por cuanto en él sé también de mí mismo, sé que mi determinación consiste en que lo que yo soy es también objeto para mí, en que yo no soy meramente esto o aquello, sino que soy aquello de que sé. Yo sé de mi objeto y sé de mí; ambas cosas son inseparables. El espíritu se hace, pues, una determinada representación de sí, de lo que es esencialmente, de lo que es su naturaleza. Solo puede tener un contenido espiritual; y lo espiritual es justamente su contenido, su interés. Así es como el espíritu llega a un contenido. No es que encuentre su contenido, sino que se hace su propio objeto, el contenido de sí mismo. El saber es su forma y su actitud; pero el contenido es justamente lo espiritual. Así el espíritu, según su naturaleza, está en sí mismo; es decir, es libre. La naturaleza del espíritu puede conocerse en su perfecto contrario. Oponemos el espíritu a la materia. Así como la gravedad es la sustancia de la materia, así —debemos decir— es la libertad la sustancia del espíritu. Inmediatamente claro para todos es que el espíritu posee la libertad, entre otras propiedades. Pero la filosofía nos enseña que todas las propiedades del espíritu existen solo mediante la libertad, que todas son simples medios para la libertad, que todas buscan y producen la libertad. Es este un conocimiento de la filosofía especulativa, que la libertad es la única cosa que tiene verdad en el espíritu. La materia es pesada por cuanto hay en ella el impulso hacia un centro; es esencialmente compuesta, consta de partes singulares, las cuales tienden todas hacia el centro; no hay, por tanto, unidad en la materia, que consiste en una pluralidad y busca su unidad, es decir, que tiende a anularse a sí misma y busca su contrario. Si la alcanzara, ya no sería materia, sino que habría sucumbido como tal. Aspira a la idealidad; pues en la unidad sería ideal. El espíritu, por el contrario, consiste justamente en tener el centro en sí. Tiende también hacia el centro; pero el centro es él mismo en sí. No tiene la unidad fuera de sí, sino que la encuentra continuamente en sí; es y reside en sí mismo. La materia tiene su sustancia fuera- de sí. El espíritu, por el contrario, reside en sí mismo; y esto justamente es la libertad. Pues si soy dependiente, me refiero a otra cosa, que no soy yo, y no puedo existir sin esa cosa externa. Soy libre cuando estoy en mí mismo. Cuando el espíritu tiende a su centro, tiende a perfeccionar su libertad; y esta tendencia le es lo esencial. Cuando se dice en efecto que el espíritu es, esto tiene, ante todo, el sentido de que es algo acabado. Pero es algo activo. La actividad es su esencia; es su propio producto; y así es su comienzo y también su término. Su libertad no consiste en un ser inmóvil, sino en una continua negación de lo que amenaza anular la libertad. Producirse, hacerse objeto de sí mismo, saber de sí, es la tarea del espíritu. De este modo el espíritu existe para sí mismo. Las cosas naturales no existen para sí mismas; por eso no son libres. El espíritu se produce y realiza según su saber de sí mismo; procura que lo que sabe de sí mismo sea realizado también. Así, todo se reduce a la conciencia que el espíritu tiene de sí propio. Es muy distinto que el espíritu sepa que es libre o que no lo sepa. Pues si nolo sabe, es esclavo y está contento con su esclavitud, sin saber que esta no es justa. La sensación de la libertad es lo único que hace libre al espíritu, aunque este essiempre libre en sí y por sí. Lo primero que el espíritu sabe de sí en su forma de individuo humano, es que siente. Aquí todavía no hay ninguna objetividad. Nos encontramosdeterminados de este y de aquel modo. Ahora bien, yo tratode separar de mí esa determinación y acabo contraponiéndome a mí mismo. Así mis sentimientos se convierten en un mundo exterior y otro interior. A la vez surge una peculiar manera de mi determinación, a saber, que me siento defectuoso, negativo, y encuentro en mí una contradicción, que amenaza deshacerme. Pero yo existo. Esto lo sé, y lo opongo a la negación, al defecto. Me conservo, y trato de anular el defecto; y así soy un impulso.El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface que restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos. Así somos seres naturales; y el impulso es algo sensible. Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de sentirme impulsado hacia ellos, son medios de integración; esto constituye, en general, la base de la técnica y la práctica Pero en estas intuiciones de los objetos a que el impulso se dirige estamos sitos inmediatamente en lo externo y nosotros mismos somos externos. Las intuiciones son algo singular, sensible; y lo mismo es el impulso cualquiera que sea su contenido. Según esta determinación el hombre sería idéntico al animal; pues en el impulso no hay autoconciencia. Pero el hombre sabe de sí mismo; y esto le diferencia del animal. Lo que el hombre es realmente, tiene que serlo idealmente. Conociendo lo real como ideal, cesa de ser algo natural, cesa de estar entregado meramente a sus intuiciones e impulsos inmediatos, a la satisfacción y producción de estos impulsos. La prueba de que sabe esto es que reprime sus impulsos. Coloca lo ideal, el pensamiento, entre la violencia del impulso y la satisfacción. Ambas cosas están unidas en el animal, el cual no rompe por sí mismo esta unión (que solo por el dolor o el temor puede romperse) En el hombre el impulso exisisle antes de que lo satisfaga. Pudiendo reprimir o dejar correr sus impulsos, obra el hombre según fines y se determina según lo universal. El hombre ha de determinar qué fin debe ser el suyo, pudiendo proponerse como fin incluso lo totalmente universal Lo que le determina en esto son las representaciones de lo que es y de lo que quiere. La independencia del hombre consiste en esto: en que sabe lo que le determina. Puede, pues, proponerse por fin el simple concepto; porejemplo, su libertad positiva. El animal no tiene sus representaciones como algo ideal, real; por eso le falta esta independencia intima. También el animal tiene, como ser vivo, la fuente de sin movimientos en sí mismo, pero no es estimulado por lo exterior si el estímulo no está ya en él; lo que no corresponde a su interior, no existe para el animal. El animal entra en dualidad consigo mismo, por sí mismo y dentro de sí mismo. No puede intercalar nada entre su impulso y la satisfacción de éste; nop tiene voluntad, no puede llevar a cabo la inhibición. El estímulo comienza en su interior y supone un desarrollo inmanente. Pero el hombre no es independiente, porque el movimiento comience en él sino porque puede inhibir el movimiento. Rompe, pues, su propia espontaneidad y naturalidad. El pensamiento que se es un yo constituye la raíz de la naturaleza del hombre. El hombre como espíritu, no es algo inmediato, sino esencialmente un ser que ha vuelto sobre sí mismo. Este movimiento de mediación es un rasgo esencial del espíritu. Su actividad consiste en superar la inmediatez, en negar esta y, por consiguiente, en volver sobre sí mismo. Es, por tanto, el hombre aquello que él se hace, mediante su actividad. Solo lo que vuelve sobre sí mismo es sujeto efectivamente real. El espíritu solo es como su resultado. La imagen de la simiente puede servir para aclarar esto. La planta comienza con ella, pero ella es a la vez el resultado de la vida entera de la planta. La planta se desarrolla para producir la semilla. La impotencia de la vida consiste, empero, en que la simiente es comienzo y a la vez resultado del individuo; es distinta como punto de partida y como resultado, y sin embargo, es la misma: producto de un individuo y comienzo de otro. Ambos aspectos se hallan tan separados aquí, como la forma de la simplicidad en el grano y el curso del desarrollo en la planta. Todo individuo tiene en sí mismo un ejemplo más próximo. El hombre es lo que debe ser, mediante la educación, mediante la disciplina. Inmediatamente el hombre es solo la posibilidad de serlo, esto es, de ser racional, libre; es solo la determinación, el deber. El animal acaba pronto su educación; pero esto no debe considerarse como un beneficio de la naturaleza para con el animal. Su crecimiento es solo un robustecimiento cuantitativo. El hombre, por el contrario, tiene que hacerse as í mismo lo que debe ser; tiene que adquirirlo todo por sí solo, justamente porque es espíritu; tiene que sacudir lo natural. El espíritu es por tanto, su propio resultado. (…) Pasemos ahora a considerar el espíritu (que concebimos esencialmente como conciencia de sí mismo) más detenidamente en su forma, no como individuo humano. El espíritu es esencialmente individuo; pero en el elemento de la historia universal no tenemos que habérnoslas con el individuo particular, ni con la limitación y referencia a la individualidad particular. El espíritu, en la historia, es un individuo de naturaleza universal, pero a la vez determinada, esto es un pueblo en general. Y el espíritu del que hemos de ocuparnos es el espíritu del pueblo. Ahora bien, los espíritus de los pueblos se diferencian según la representación que tienen de sí mismos. (…) Por tanto, lo que se realiza en la historia es la representación del espíritu. La conciencia del pueblo depende de lo que el espíritu sepa de sí mismo; y la última conciencia, a que se reduce todo es que el hombre es libre. (…) Esta conciencia contiene –y por ella se rigen- todos los fines e intereses del pueblo; esta conciencia constituye el derecho, la moral y la religión del pueblo. Es lo sustancial del espíritu de un pueblo, aun cuando los individuos no lo saben, sino que constituye para estos como un supuesto. Es como una necesidad. El individuo se educa en esta atmósfera y no sabe de otra cosa. Pero no es meraeducación, ni consecuencia de la educación, sino que esta conciencia es desarrollada por el individuo mismo; no lees enseñada. El individuo existe en esta sustancia. Esta sustancia universal no es lo terrenal; lo terrenal pugna impotente contra ella. Ningún individuo puede trascender de esta sustancia; puede, sí, distinguirse de otros individuos, pero no del espíritu del pueblo. Puede tener un ingenio mucho más rico que muchos otros hombres; pero no puede superar el espíritu del pueblo, Los hombres de más talento son aquellos que conocen el espíritu del pueblo y saben dirigirse por él. Estos son los grandes hombres de un pueblo, que guían al pueblo, conforme al espíritu universal. Las individualidades, por tanto, desaparecen para nosotros y son para nosotros las que vierten en la realidad lo que el espíritu del pueblo quiere. En la consideración filosófica de la historia hay que prescindir de expresiones como «Este Estado no habría sucumbido, si hubiese existido un hombre que,,, etcétera.» Los individuos desaparecen ante la sustancia universal, la cual forma los individuos que necesita para su fin. Pero los individuos no impiden que suceda lo que tiene que suceder. El espíritu del pueblo es un espíritu particular; pero a la vez también es el espíritu universal absoluto; pues este es uno solo. El espíritu universal es el espíritu del mundo, tal como se despliega en la conciencia humana. Los hombres están con él en la misma relación que el individuo con el todo, que es su sustancia. Y este espíritu universal es conforme al espíritu divino, que es el espíritu absoluto. Por cuanto Dios es omnipotente, está en todos los hombres y aparece en la conciencia de cada uno; yeste es el espíritu universal. El espíritu particular de un pueblo particular puede perecer; pero es un miembro en la cadena que constituye el curso del espíritu universal, y este espíritu universal no puede perecer. El espíritu del pueblo es, por tanto, el espíritu universal vertido en una forma particular, a la cual es superior en sí; pero la tiene, por cuanto existe. Con la existencia surge la particularidad. La particularidad del espíritu, del pueblo consiste en el modo y manera de la conciencia que tiene el pueblo del espíritu. En la vida ordinaria decimos: este pueblo ha tenido esta idea de Dios, esta religión, este derecho, se ha forjado tales representaciones sobre la moralidad. Consideramos todo esto a modo de objetos exteriores que un pueblo ha tenido. Pero ya una consideración superficial no» permite advertir que estas cosas son de índole espiritual y no pueden tener una realidad de otra especie que el espíritu mismo, la conciencia que del espíritu tiene el espíritu. Pero esta es, a la vez, como ya se ha dicho, conciencia de sí mismo. Aquí puedo caer en el error de tomar la representación de mí mismo, en la conciencia de mí mismo, como representación del individuo temporal. Constituye una dificultad para la filosofía el hecho de que la mayoría piense que la autoconciencia no contiene más que la existencia particular empírica del individuo. Pero el espíritu, en la conciencia del espíritu, es libre; ha abolido la existencia temporal y limitada, y entra en relación con la esencia pura, que es a la vez su esencia. Si la esencia divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, sería una esencia que no sería nada. La conciencia de sí mismo es pues un concepto filosófico que solo en una exposición filosófica puede alcanzar completa determinación. Esto sentado, lo segundo que debemos tener en cuenta es que la conciencia de un pueblo determinado es la conciencia de su esencia. El espíritu es ante todo su propio objeto. Mientras lo es para nosotros, pero sin todavía conocerse a sí mismo, no es aún su objeto según su verdadero modo. Pero el fin es saber que solo tiende a conocerse a sí mismo, tal como es en sí y para sí mismo, que se manifiesta para sí mismo en su verdad —el fin es que produzca un mundo espiritual conforme al concepto de sí mismo, que cumpla y realice su verdad, que produzca la religión y el Estado de tal modo, quesean conformes a su concepto, que sean suyos en la verdad o i n la idea de sí mismo—, la idea es la realidad como espejo y expresión del concepto. Tal es el fin universal del espíritu y de la historia. Y así como el germen encierra la naturaleza toda del árbol y el sabor y la forma de sus frutos, así también los primeros rastros del espíritu contienenvirtualiterla historia entera. CRUZ, Manuel (ed.) GARCÉS, Marina - autora del capítulo “NOSOTROS” E s profesora titular de filosofía en la en la Universidad de Zaragoza y colaboradora docente de la Universitat Oberta de Catalunya, donde enseña en la licenciatura de la Humanidades y en el máster oficial sobre Sociedad de la Información. También es profesora invitada en diversos másteres internacionales, como los de Práctica de las Artes Contemporáneas & Diseminación, creado por L’Animal a l’Esquena (Universitat de Girona), y el de Artes Escénicas de la Universidad de Alcalá. Es autora del libro En las prisiones de lo posible (Barcelona, Bellaterra, 2002), ha colaborado en revistas como Archipiélago, Zehar y Daimon, así como en múltiples publicaciones colectivas sobre filosofía, arte y política. En 2003, creó, junto a otros, Espai en Blanc (www.espaienblanc.net), una fundación dedicada al pensamiento crítico y experimental. LAS PERSONAS DEL VERBO (FILOSÓFICO) “Nosotros. La pregunta por un mundo en común”, por GARCÉS, Marina El presente volumen ha sido realizado en el marco de las actividades del Proyecto de Investigación FFI2009-08557/FISO, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, y ha contado con una ayuda de la Facultad de Filosofía de la Universitat de Barcelona. © 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona “Nosotros, a los que solamente la muerte podía ir apartándonos de los demás...” JUAN GARCÍA OLIVER (a Durruti) En las sociedades occidentales modernas, la palabra «nosotros» no nombra una realidad, sino un problema. Es el problema sobre el que se ha edificado toda nuestra historia de construcción y de destrucción. Incluso podríamos decir que la modernidad occidental, hasta hoy, es la historia ambiciosa y sangrante del problema del nosotros. En el mundo global simbólicamente nacido en 1989, tras la caída del muro de Berlín, el problema del nosotros adquiere rasgos propios, que se han complicado tras la otra fecha fundadora de nuestra contemporaneidad: el 11 de septiembre de 2001. En el cruce de caminos entre estas dos temporalidades, vivimos en un mundo en el que triunfan a la vez una privatización extrema de la existencia individual y un recrudecimiento de los enfrentamientos aparentemente culturales, religiosos y étnicos, articulados sobre la dualidad nosotros/ellos. Por un lado, el nosotros ha perdido algunos de los términos que habíamos conquistado para poder nombrar lafuerza emancipadora de lo colectivo: «nosotros, los proletarios», «nosotros, los revolucionarios», «nosotros, los hombres y las mujeres libres»... Por otro lado, el nosotros ha reconquistado su fuerza de separación, de agregación defensiva y de confrontación: «nosotros, los americanos», «nosotros, los musulmanes», «nosotros, los demócratas», «nosotros, los indígenas»... Así, el nosotros se nos ofrece como un refugio pero no como un horizonte de transformación. En el mundo global, no solo el yo, sino también el nosotros ha sido privatizado, encerrado en las lógicas del valor, la competencia y la identidad. Los rasgos de novedad del mundo global tienen, sin embargo, una historia: la de unas sociedades que se han construido a partir del desenraizamiento de sus individuos. La irreductibilidad del individuo, como unidad básica del mundo moderno, tanto político como científico, moral, económico y artístico, es la premisa de una dinámica social para la cual el nosotros solo puede ser un artificio, un resultado nunca garantizado. ¿Cómo estar juntos? ¿Cómo construir una sociedad a partir de las voluntades individuales? ¿Qué tenemos en común? Son las preguntas con las que en torno al siglo XVII va tomando forma expresa y reconocible nuestro mundo actual. Son preguntas que parten de una abstracción: el individuo como unidad desgajada de su vida en común. Su vida en común no significa su identidad cultural, como pretenderán algunas reacciones más recientes, como el comunitarismo norteamericano, los nacionalismos europeos o las políticas de la identidad. Su vida en común es el conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana.Una vida humana no se basta nunca a sí misma. Es imposible ser solo un individuo. Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su ombligo. Lo dice nuestra voz, con todos los acentos y las tonalidades de nuestro entorno incorporados. Lo dice nuestra imaginación, capaz de componerse con realidades conocidas y desconocidas para crear otros sentidos y otras realidades. El ser humano es algo más que un ser social, su carácter relacional va más allá del hecho de que la sociedad sea el conjunto de circunstancias en las que se transforma su animalidad. El ser humano no puede decir yo sin decir al mismo tiempo nosotros. Nuestra historia moderna se ha construido sobre la negación de este principio tan simple. Por eso, a la vez, nuestra historia es la de una continua creación de nuevos «nosotros». Desde la irreductibilidad del individuo, el nosotros es un horizonte imaginado que debe ser pactado, construido, reconocido... La experiencia del nosotros necesita de una mediación. Como veremos, en nuestra historia político-social moderna esta operación de mediación se resume básicamente en tres figuras: el contrato, el antagonismo y el reconocimiento. Nuestra sospecha es que en los tres casos, aunque de manera diferente, el nosotros se construye como un pronombre personal, o demasiado personal. Y como pronombre personal, «nosotros» no se sostiene por sí mismo: como desarrolló Benveniste en su famoso ensayo sobre los pronombres, «en nosotros siempre predomina yo porque no hay nosotros sino a partir del yo y este yo se sujeta al elemento no-yo por su cualidad trascendente. La presencia del yo es constitutiva del nosotros»1. En otras palabras, el nosotros es un yo dilatado y difuso, una persona amplificada. Como persona amplificada, el nosotros se articula sobre el olvido del mundo, como un problema que se plantea y que debe resolverse entre conciencias puestas unas frente a otras sobre un fondo. Desde esta escena intersubjetiva, el nosotros siempre será el problema a resolver, el nombre de una imposibilidad, de una utopía, de un fracaso. ¿Y si esta escena misma, como presupuesto del nosotros, fuera ya la causa de su imposibilidad? ¿Y si nosotros no somos unos y otros, sino el mundo que compartimos? Quizá entonces ese nosotros que ya llevamos siempre incorporado no será ya un pronombre personal. Desde ahí podríamos empezar a pensar que el problema del nosotros no consistiría ya en responder a la cuestión ¿cómo unirnos?, sino en enfrentar la pregunta ¿qué nos separa? Este desplazamiento es el que abre la vía a un pensamiento de lo común capaz de sustraerse a las aporías de nuestra herencia individualista. Sobre esta otra vía, el problema del nosotros ya no es un problema de la conciencia basado en el drama insoluble de la intersubjetividad, sino un problema del cuerpo entrelazado con un mundo común. El nosotros, como horizonte cívico y/o revolucionario, ha sido visto en nuestra cultura, de raíz cristiana,como la conciencia colectiva, reconciliada, que puede surgir de la superación de los cuerpos separados. Pero ¿y si los cuerpos no están ni juntos ni separados, sino que proponen otra lógica relacional que o hemos sabido escuchar? Más allá de la dualidad unión/separación, los cuerpos se continúan. No solo porque se reproducen, sino porque son finitos. Donde no llega mi mano, llega la de otro. Lo que no sabe mi cerebro lo sabe el de otro. Lo que no veo a mi espalda lo ve alguien más... La finitud como condición node la separación sino de la continuación es la base para otra concepción del nosotros, cimentada en la alianza y la solidaridad de los cuerpos vivos. El contrato La sociedad occidental, tal como la conocemos, nace de una ficción calculada: el contrato social. A partir del siglo XVII, esta ficción sustenta el marco de comprensión y de legitimidad para el uso político de la palabra «nosotros». Si vamos a los textos del contractualismo moderno, especialmente a Hobbes, ¿quién suscribe el contrato, cómo y para qué? Quien suscribe el contrato es cada uno de los individuos propietarios de su propia persona, 2 que transfieren su poder y su voluntad al soberano para neutralizar la guerra entre sí. El contrato es, así, un ejercicio de sumisión y de obligación hacia el soberano, hacia la ley, que garantiza la igualdad y la libertad de los propietarios y protege el intercambio entre sí. El contrato, en tanto que operación entre individuos disociados, se da sobre la base del temor. Lo repetirá Hegel dos siglos después, aunque buscando otra salida: el drama de la intersubjetividad es el miedo a la muerte frente al otro. Neutralizando el miedo, el contrato lo consagra: es la base ineludible de los intercambios entre individuos posesivos y la razón de ser de la obligación política, de la construcción artificial de un nosotros abstracto y trascendente. Desde ahí, el contrato, como expresión de la obligación política sobre la que se asienta la sociedad, tiene tres consecuencias fundamentales: la privatización de la existencia, la concepción del orden como inmunidad individual y la idea de un nosotros articulado a partir de la relación de cada uno con el todo. La privatización de la existencia no nace de la derrota del Estado frente a la fuerza privatizadora del mercado global, como se argumenta actualmente, sino que hunde sus raíces en la construcción misma del Estado moderno. El Estado no es más que una comunidad de propietarios. Por eso, en él pueden convivir hasta hoy, aunque sea con tensiones, el liberalismo y el contractualismo en sus diversas versiones históricas. En realidad, se apoyan sobre un mismo fenómeno de privatización de la existencia. El individuo es un propietario: de sus bienes, de su persona, de su conciencia y de sus relaciones. A partir de aquí se estructuran sus obligaciones y sus derechos, el juego de distancias y de proximidades sobre las que se articula su inscripción en el mundo social. A lo largo de los cuatro últimos siglos, el sentido de la propiedad ha ido cambiando. Del patrimonio a la marca 3 , el yo propietario ha ido cambiando sus modelos de gestión y de representación. Pero la estructura de su subjetividad y de su vínculo con el nosotros de la sociedad es la misma. El Estado moderno, nacido del contrato, parte al hombre en dos mitades 4 : la pública, en la que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya sea la libertad del intercambio mercantil o la libertad de la conciencia. Pero tanto la dimensión pública como la privada del individuo son el fruto de una misma abstracción privatizadora, que se da sobre una negación más profunda: la negación de los vínculos que nos atan al mundo y a los demás. El individuo, en su doble composición pública y privada, se define por su autonomía. Los vínculos de interdependencia quedan encerrados en el espacio de la casa, ya no como privados, sino como domésticos. La reproducción, el alimento y el cuidado se esconden en la oscuridad de las cocinas, de las habitaciones y de los armarios como realidades separadas de la verdadera vida colectiva, que es la sociedad (mercado, cultura, etcétera) y el Estado (instituciones, administración, ley, etcétera). La verdadera contradicción de la vida moderna no está entre la cara pública y la privada del individuo-ciudadano, sino entre su libertad y su dependencia. El individuo propietario nace de la negación de su dependencia. Propiedad y libertad, bajo esta concepción del individuo, se refuerzan mutuamente. El contrato, como obligación política asumida por voluntad propia, es la garantía de esta libertad. La privatización de la existencia, por tanto, es el resultado de una idea de libertad que niega la dependencia y la encierra en el ámbito de lo doméstico. Esta repulsa de lo doméstico como patio trasero de la vida en común se recoge de manera ejemplar en los escritos de Hannah Arendt, con su división de las actividades de la vida humana. La labor 5 no es suelo para ninguna política posible, para ninguna experiencia del nosotros que tenga la dignidad de ser llamada «política», es decir, que sea el resultado de la actividad de los hombres libres (de toda atadura). El contrato, sea público o privado, sea político o mercantil, es la actividad de los hombres libres. Pero la libertad, entendida como negación de la dependencia, del vínculo y de la deuda, solo puede ser sinónimo de propiedad: ser dueño y gestor de uno mismo. Al final, vivir cada uno atado a la grandiosa miseria de su propio yo. De ahí, también, surge una concepción del orden común como protección de cada una de nuestras propiedades 6: de nuestros bienes, de nuestras vidas, de nuestras cuotas individuales de libertad. Los individuos disociados se temen. Los individuos separados necesitan más y más seguridad. El urbanismo actual lo refleja sin lugar a dudas. Pero también nuestra concepción de la salud, de las relaciones personales, de la información, de la alimentación... La sociedad moderna no nace solamente del miedo a la agresión, a poder morir en manos de otro. Nace del miedo a ser tocados, del olvido de que hemos nacido y crecido en manos de otro, o, más bien, de otras; del horror de pensar que envejeceremos también en manos de otro, de otras. Mientras, aseguramos nuestro espacio vital como un pequeño reino en el que de nuevo la libertad se afirma como un atributo individual contra o sin los demás. Pero este reino es frágil porque es una invención. No dejamos nunca de vivir en manos de los demás. La interdependencia es obligatoria. Desde esta afirmación, Judith Butler ha abordado en sus escritos de los últimos años, tras el atentado del 11-S en Nueva York, la necesidad de pensar el vínculo obligatorio entre los cuerpos como la condición para repensar hoy la comunidad. Se trata de sacar la interdependencia de la oscuridad de las casas, de la condena de lo doméstico, y ponerla como suelo de nuestra vida común, de nuestra mutua protección y de nuestra experiencia del nosotros. Por todo lo que hemos visto, el contrato, como ficción fundadora de la sociedad, no crea ningún nosotros. Por eso, el liberalismo es el verdadero corazón, la verdad más transparente, de la sociedad moderna. El contrato solo crea un espacio de relación regulada de cada uno con el todo que, o bien asegura al yo o bien acaba afirmando el todo. Como muestran muy bien los trabajos de Louis Dumont sobre el individualismo 7, esta estructura uno-todo era ya la base del cristianismo universalizado, que, al convertir a cada individuo en hijo directo de Dios, abrió la puerta a la particularización de las relaciones de cada uno con la totalidad. La fraternidad pasaba por el Padre, no iba de hombre a hombre más que como imagen legítima de un mismo Dios. El universalismo secularizado ha reproducido el esquema, cada uno por sí mismo vinculado a un todo, en este caso, jurídico. Cada ciudadano es portador y representante de una carta abstracta de derechos y de obligaciones que lo inscriben, sobre la letra, en la humanidad. Pero el mundo global pone carne, sangre y sudor a estas relaciones particularizadas de cada uno con el todo. Cada uno se juega solo, hoy, su inscripción en el mundo. Ser un individuo ya no es un privilegio de los ricos. Es la condena de toda la humanidad. Los libros de Z. Bauman de los últimos años rastrean las distintas caras de esta condena planetaria. Sin propiedad, el individuo no puede hacer valer su libertad, esto nos lo había enseñado la teoría del contrato social. Quizá por eso vuelven hoy, a escena, las contrafiguras de la sociedad moderna nacida del contrato: el individuo disociado, amenazante y peligroso, y la comunidad de pertenencia cerrada, construida como refugio defensivo y ofensivo sobre la dualidad nosotros/ellos. Es una nueva «geografía de la furia».8 Al fin, el individuo propietario ha dejado de existir. Quizá es que ha sido siempre una ficción. Hoy está claro que, más que propietarios, todos somos inversores, pobres o ricos, pero inversores. La deuda es lo que nos une, pero es una deuda secuestrada. No es lo que nos debemos unos a otros en nuestra vida en común, en nuestra finitud y nuestra continuidad, sino la deuda que cada uno ha contraído con el todo, la hipoteca global, el nuevo universalismo. Esta es la forma que toma el contrato en el mundo actual. Y ahí no hay nosotros. Hay, de nuevo, el uno contra uno y el todo contra cada uno de nosotros. El antagonismo Que el individuo propietario no era un universal sino una figura social e histórica del mundo moderno burgués, destinada a no sostenerse por mucho tiempo, es algo que ya sabía la clase obrera desde mediados del siglo XIX. La sociedad tenía otra dinámica y Marx, bajo el influjo cruzado de Hegel y de Darwin, supo darle un nombre y un horizonte: la lucha de clases, bajo el horizonte de la revolución proletaria. Las revoluciones europeas del siglo XIX supieron desnaturalizar el juego de fuerzas que atraviesa toda colectividad humana, reinsertarlo en lo social y darle un sentido histórico y emancipador. Para ello tuvieron que dar un sentido nuevo al «nosotros». La afirmación de Marx de que la sociedad se funda en la oposición de clases y de que toda la historia hasta hoy es una historia de lucha de clases es la que rompe el espejo de la neutralización de los antagonismos en el artificio social. El antagonismo no es el afuera (natural) de la sociedad. Es su fundamento y su motor. ¿Cuándo deja de ser un todos contra todos? Cuando el antagonismo toma la forma de la lucha de clases, cuando un nosotros más o menos consciente emerge de la propia lucha de una clase oprimida contra una clase opresora. Sin caer en las trampas del liberalismo, que ve el mundo social como un conflicto de intereses, Marx muestra bien el sentido revolucionario, radicalmente transformador, del concepto de clase que surge de las luchas proletarias. Y lo hace por medio de un doble desplazamiento que rompe la evidencia burguesa que unía, como hemos visto, los conceptos de libertad y de propiedad. Por un lado, Marx invierte la idea burguesa de libertad, cuando afirma que quienes son libres, en el capitalismo, son quienes no tienen nada (más que sus cadenas...). «El proletariado carece de bienes [...] Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y las seguridades privadas de los demás.»9 El proletariado es libre porque no teniendo nada puede luchar, puede cooperar, puede transformar el mundo colectivamente. Este es el sentido revolucionario de la libertad: un sentido de la autonomía que no pasa por la defensa y la protección del individuo, sino por su desarrollo como ser social: «Los individuos adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación».10 La idea de libertad se vincula así inseparable a la de igualdad y se universaliza a través del horizonte de una sociedad sin clases. Por otro lado, Marxdesenmascara que detrás de la idea de propiedad como bien individual hay siempre un proceso de expropiación: el capital no es ninguna «cosa» que se pueda poseer individualmente, sino que es ya, por definición …producto colectivo que no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos y aun cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.11 La propiedad no es un atributo del yo, sino que es riqueza social. Su relación con la libertad pasa, por tanto, por la necesidad de reapropiarse de esta riqueza, pasa, por tanto, por la revolución. El nosotros proletario es esta relación dialéctica entre el no tener nada, el ser sin propiedad («eigentumlos») y el ser productividad, creatividad, potencia colectiva; entre el principio vacío de la igualdad y el principio lleno y múltiple de la riqueza colectiva. Por eso, es a la vez un nosotros universal y un nosotros concreto, una potencia y una realidad. Y, por eso, su existencia misma es ya un ataque a la propiedad privada como captura de la libertad y de la riqueza social. Estos dos principios, igualdad y multiplicidad, impropiedad y riqueza, que Marx mantiene unidos en su dialéctica en movimiento, abren las dos principales vías por las que se ha pensado el antagonismo en la filosofía heredera del marxismo en la segunda mitad del siglo XX. En nuestro tiempo, parece difícil seguir articulando, de manera integrada, el antagonismo como ruptura, como vacío o apertura de un «no» que no se tiene más que a sí mismo, con la riqueza de la creatividad social como forma de lucha. Más allá de las grandes revoluciones del siglo XIX y de la primera mitad del XX, la interrupción y la creación parecen abrirse como dos opciones políticas, dos maneras de pensar el osotros que ya no se implican mutuamente, sino que se ofrecen como momentos separados, intermitentes, paradójicos, incluso excluyentes. Los dos exponentes más evidentes de esta doble dirección del nosotros antagonista son, por un lado, la política del «desacuerdo» o «litigio» de Jacques Rancière y, por otro, la política de la multitud de Antonio Negri. Rancière parte de la idea marxiana de que el proletariado es la clase de la sociedad que ya no es una clase, la clase de los que no tienen nada propio, para desarrollar a partir de ahí una experiencia de la igualdad como potencia de desclasificación. La política es un accidente, un intervalo, una interrupción que suspende un determinado reparto de lo común a causa de la irrupción de una palabra que no cabe en ella, que no puede ser escuchada en ese mundo. Es la palabra de los sin-parte como nosotros sin atributos, sin título para hablar ni capacidad que le sea propia. Los sin-parte, los que no tienen nada reconocible, ningún interés propio que defender, solo pueden apropiarse de lo que es común, la igualdad. El nosotros que nace del antagonismo, como expresión de este desacuerdo que suspende el mundo conocido, es entonces un nosotros que se construye por desidentificación, por sustracción a la naturalidad del lugar. Y su política solo puede ser un intervalo, un «entre» abierto entre dos identidades, que interrumpe el tiempo de la dominación. El nosotros de la igualdad es así un nosotros vacío e insostenible, una práctica democrática accidental. Quizá por eso Rancière ha dedicado cada vez más atención al mundo del arte, donde estas interrupciones son pensables como obras, como propuestas, como desviaciones siempre inacabadas de las formas de representar y de reconocer la realidad. Negri, por su parte, lleva la otra cara del nosotros marxiano hasta sus últimas consecuencias. La multitud es la creatividad expansiva del trabajo vivo. Desde ahí, Negri borra toda negatividad (ni ruptura ni carencia) en el nosotros, que solo puede ser expresión de la multidireccionalidad siempre singular del ser productivo. La multitud es así un sujeto absoluto pero nunca totalizable, una fuerza de expropiación no negativa, sino excesiva, «el nombre ontológico de lo lleno contra lo vacío».12 El nosotros son los muchos no reconducibles a lo uno, ni al uno del individuo, ni al uno del pueblo totalizado bajo una sola voluntad. Su vínculo esencial ya no es el contrato, sino la cooperación: «La cooperación es, en efecto, la pulsación viviente y productiva de la multitudo. La cooperación es la articulación en la cual el infinito número de las singularidades se compone como esencia productiva de lo nuevo».13 Para el nosotros de la multitud, enfrentarse al poder, ejercer su antagonismo de clase, es trabajar, producir, crear cooperando. No hay distinción ni contradicción entre la actividad productiva del capital y la de la multitud. Una, por captura, construye el poder del Imperio; la otra, en éxodo, construye el poder de lo común. La multitud vive atrapada en la paradoja de la producción: cuanto más trabaja, más se libera; cuanto más se libera, más se esclaviza, sin poder salir de este círculo sin fin. El nosotros antagonista se encuentra, por tanto, o bien en la interrupción abierta por su «no», por su palabra inescuchable, por su presencia impresentable, por su igualdad descalificadora de todos los atributos; o bien en la sustracción del trabajo y de la creatividad colectivos a su captura por parte del poder. En la interrupción, puede hacerse experiencia de la igualdad del cualquiera, incluso hacerla más densa en la amistad efímera de la revuelta.14 En la sustracción, puede hacerse experiencia de la cooperación libre y liberar un espacio-tiempo para producir y compartir la riqueza. En un caso y en otro, no estamos ante un nosotros abstracto o artificial, pero sí ante un nosotros improbable y excepcional. En la posmodernidad, la excepcionalidad revolucionaria se fractaliza, se infiltra en la vida misma del capitalismo y de la democracia liberal burguesa, pero no deja de ser excepcional y el nosotros queda encerrado en su rareza. Por eso, el nosotros antagonista no aguanta el paso del tiempo, «no puede durar».15 Queda atrapado en el tiempo del milagro, de lo raro, de la fiesta, del intervalo... Y en el día a día seguimos viviendo sin nosotros, sin poder hacer experiencia alguna del nosotros. El reconocimiento El antagonismo no ha sido la única vía para pensar y hacer experiencia del nosotros. En el mismo contexto convulso del siglo XIX, en el movimiento abismal que suponen tanto las revoluciones políticas como la revolución industrial, Hegel propone pensar el reconocimiento como acto por el cual los individuos disociados y enfrentados caminan en su formación hacia la intersubjetividad plena, hacia la comunidad reconciliada del Espíritu, en la que el yo es un nosotros y el nosotros, un yo. El reconocimiento, tal como lo analiza Hegel en la Fenomenología del espíritu, rompe el espejismo de la primacía del individuo sobre la comunidad. Solo en la comunidad reconciliada, en la que los individuos en lucha se han entregado y perdonado, y han acogido la diferencia absoluta, puede el individuo ser uno mismo plenamente. La intersubjetividad es la verdad contenida en la pluralidad de las conciencias que el caminodel espíritu va a desplegar. Solo es posterior desde el punto de vista de la historia, pero no desde el punto de vista del concepto. Desde ahí, cada uno es él mismo y ya es otro y ningún ente se termina en su entidad, en su propia piel. Todo ente está enlazado con el que está a su lado en el seno de la universalidad. El reconocimiento propone una experiencia del nosotros como una experiencia dialéctica, hoy diríamos dialógica,16 de la identidad. Dos siglos después, la idea de reconocimiento ha tomado una gran importancia ética y política, desde un amplio espectro de respuestas, de todo signo político, a una doble insuficiencia. Por un lado, la insuficiencia del «yo desencarnado» del ciudadano-consumidor entronizado tanto por el contractualismo como por el liberalismo. La universalidad atomizada plantea un conflicto entre la lógica general de la ciudadanía y la lógica específica de la pertenencia. La abstracción que da carta de existencia universal al ciudadanoconsumidor pasa por relegar todas las determinaciones culturales, de etnia, de género..., a meros complementos circunstanciales, a meros adornos particulares. Pero ¿qué pasa cuando estas circunstancias son el campo de batalla de conflictos y formas de exclusión? Cada una de estas determinaciones vuelve bajo la forma de un nosotros que afirma su identidad. Por otro lado, la lucha por el reconocimiento es también una respuesta a la insuficiencia del proletariado como sujeto colectivo portador de un nosotros emancipado. La centralidad del obrero industrial, blanco y masculino en la concepción marxista de la explotación y de su superación deja en la sombra muchas otras experiencias de la opresión: mujeres, negros, homosexuales, minorías étnicas y culturales... encuentran en la reivindicación del reconocimiento de su identidad un espacio para la lucha bajo un horizonte ampliado de la justicia social. El comunitarismo, el feminismo, el poscolonialismo, las políticas de la identidad (o de la diferencia) y las éticas de la alteridad, entre otros, confluyen en esta tendencia contemporánea a encontrar en el reconocimiento la posibilidad de una experiencia del nosotros capaz de transformar la sociedad. Como puede verse, es una confluencia de lo más heterogénea y confusa, ya que el uso de las nociones de identidad y diferencia que están presuponiendo tienen implicaciones muy diversas, desde la defensa de la tradición religiosa y cultural hasta la defensa de las posiciones más transgresoras. No podemos entrar aquí a valorar todas estas opciones en su especificidad. Lo que nos interesa es analizar de qué manera abren un espacio para pensar el nosotros hoy. Y básicamente lo hacen apostando por una defensa de la identidad como diferencia y de la diferencia como identidad. Los escenarios sociales para este juego de identidades y diferencias son básicamente dos: la experiencia de la alteridad y la necesidad de repensar la comunidad. La lógica del reconocimiento dibuja, así, un espacio para pensar la relación yootro, nosotros-ellos. La alteridad y la comunidad son pensadas en el espacio de la intersubjetividad como esencia fundamental del ser humano. Volvemos así a Hegel. Pero Hegel contaba con la perspectiva teológica del perdón y la reconciliación como realización final del reconocimiento. Desde nuestra perspectiva posmoderna, no hay reconciliación, sino un espacio cada vez más violento para la afirmación y la negación de las identidades. La reciprocidad se encalla en la guerra. El reconocimiento se establece sobre el escenario de una lucha, también lo dejó escrito Hegel. Una lucha que se basa, principalmente, en el deseo de aniquilar al otro. La identidad de uno es la negación del otro. Nuestro mundo difícilmente consigue ir más allá de la repetición cada vez más cruenta de esa escena de la Fenomenología. Recogen este sentir libros reciente de autores no occidentales: Identidad y violencia, de A. Sen,17 o La geografía de la furia, de A. Appadurai. La lucha por el reconocimiento, sin teología, o lleva a la guerra permanente o a su neutralización mediante el respeto y la tolerancia como formas sociales de la indiferencia. La lógica del reconocimiento tiene la virtud de entender la igualdad desde la pluralidad y de incorporar el nosotros al yo. Pero para ello necesita hacer de la identidad la clave de «interpretación que hace una persona de quién es y de sus características definitorias fundamentales como ser humano».18 La interdependencia, de la que ya hablaba Hegel, es reconducida a la idea de intersubjetividad y la intersubjetividad, al diálogo, más o menos violento, entre identidades. Pero lo que está claro, hoy más que nunca en el mundo global, es que nuestra interdependencia no se da únicamente en el plano de la construcción dialógica de nuestras identidades. Se da a un nivel mucho más básico, mucho más continuo, mucho menos consciente: se da al nivel de nuestros cuerpos. Hoy ya no es posible hacer ver que no vivimos en manos de los otros, ya no es posible encerrar las relaciones de dependencia en el espacio opaco de la domesticidad. Si la conciencia puede entrar en relaciones dialógicas de reconocimiento, el cuerpo, en virtud de su finitud, está ya siempre inscrito en relaciones de continuidad. No le hace falta hacer presente al otro, en frente suyo, para reconocerlo. En mi vida corporal el otro está ya siempre inscrito en mi mismo mundo. La coimplicación La ideología de la primera globalización, la del neoliberalismo de los años noventa, proclamó sin sonrojo la realización de la utopía planetaria: el mundo reconciliado a través del dinero, las nuevas tecnologías, los medios de transporte... La humanidad es el nosotros universalizado, por fin, en el capitalismo. Entrado ya el siglo XXI, la globalización feliz ha mostrado su violencia y es ahora un mundo en guerra, un mundo en crisis y un planeta permanentemente al borde de la catástrofe medioambiental. El mundo se ha hecho demasiado pequeño para vivir todos en él y demasiado grande para cambiarlo. Bajo estas condiciones, la interdependencia se muestra a la luz del día, pero su evidencia es la de de una imposición, la de una situación común impuesta y peligrosa. «We are the world», decía la canción. El mundo somos nosotros. Y «no tenemos más sentido porque somos nosotros mismos el sentido, enteramente, sin reserva, infinitamente, sin otro sentido que nosotros», añadiría J.-L. Nancy.19 Este nosotros desnudo en su interdependencia forzada, sin más sentido que esta, es el punto de partida para poder experimentar de nuevo, en el mundo occidental, la posibilidad de decir nosotros y de hacerlo, aunque parezca contradictorio, con una fuerza emancipadora capaz de retomar el ideal igualitario de la modernidad desde un nuevo concepto de libertad. Para ello es necesario ir más allá de la ficción del contrato, más allá de la excepcionalidad del antagonismo y más allá del juego de identidades. Más allá quizá quiera decir más acá: hundirnos en la experiencia de la guerra, de la crisis, de la destrucción del planeta y repensar desde ahí qué significa ser un nosotros. Es lo que ha empezado a hacer, de algún modo, Judith Butler, tras el 11-S y la consiguiente respuesta bélica de Estados Unidos contra Afganistán e Irak, como puntos visibles de la guerra global contra el terrorismo. La guerra, directa o indirecta, vivida de cerca o de lejos, divide el nosotros entre aquellas vidas que pueden ser lloradas, las de los nuestros, y las que no. Este es el punto de partida de la reflexión de Butler y de su búsqueda de una concepción del nosotros que nos permita ir más allá. Ante el argumento de la guerra como estrategia de supervivencia, la respuesta de Butler es clara: «Nuestra supervivencia depende no de la vigilancia y la defensa de una frontera, sino de reconocer nuestra estrecha relación con los demás».20 La permeabilidad de la frontera,incluso su abandono si fuera necesario, es la garantía tanto de la supervivencia como de la identidad. Esta afirmación se apoya en una ontología del cuerpo como ontología social: el cuerpo no es una forma, la demarcación de un límite, un organismo o una unidad, sino que el cuerpo «está fuera de sí mismo, en el mundo de los demás, en un espacio tiempo que no controla, y no solo existe como vector de estas relaciones, sino también como tal vector. En este sentido, el cuerpo no se pertenece a sí mismo».21 Todos vivimos en la precariedad generalizada porque esta precariedad es la condición misma del cuerpo que somos. No hay defensa posible ante tal precariedad, sino únicamente construir en ella una vida común. En este sentido, todos somos unas vidas precarias. Pero precarias significa precisamente insuficientes en el sentido de que no se bastan a sí mismas, que se necesitan unas a otras, «que el sujeto que yo soy está ligado al sujeto que no soy».22 Esta es la verdad del cuerpo, de su vida inacabada, ilimitable, expuesta: «Esta disposición del nosotros por fuera de nosotros parece ser una consecuencia de la vida del cuerpo, de su vulnerabilidad y de su exposición».23 En el marco de otra guerra, llamada entonces «mundial» pero también global, Merleau-Ponty, a partir de los años cuarenta, puso las bases de esta ontología del cuerpo como ontología del nosotros. Desde la propuesta de un nuevo cogito para la filosofía, la afirmación «soy un cuerpo» viene a desterrar las aporías de la filosofía de la conciencia a la hora de pensar la relación con el otro y la experiencia fundamental del nosotros. Merleau-Ponty aborda la tesis hegeliana y fenomenológica de que la subjetividad es ya intersubjetiva y muestra cómo tanto la dialéctica (Hegel y Sartre) como la filosofía trascendental (Husserl y Heidegger) son en realidad una vía muerta. La filosofía no podrá explicar nunca la existencia del «otro ante mí». Esta es la ficción que, queriendo salvaguardar la unidad y la autosuficiencia del sujeto, lo ha encerrado en su soledad. Para Merleau-Ponty, no se trata de la soledad epistemológica del solipsismo, sino de la imposibilidad de explicar la «situación» y la «acción común».24 Desde el sujeto que es un cuerpo, es decir, no una conciencia separada, sino un nudo de significaciones vivas anudado a cierto mundo, no se trata de explicar mi acceso al otro, sino nuestra coimplicación en un mundo común. No se trata, por tanto, de explicar la relación entre individuos, sino la imposibilidad de ser solo un individuo. Esta es la condición para poder «descubrirse en situación», es decir, para reaprender a ver el mundo ya no desde la mirada frontal y focalizada del individuo, sino desde la excentricidad inapropiable, anónima, de la vida compartida. Esta es, para Merleau-Ponty, la mirada revolucionaria de un nosotros que ya no se piensa como un sujeto colectivo, sino como la dimensión común de los hombres y las mujeres singulares en el mundo y con el mundo. Desde ahí, «nosotros» ya no es un pronombre personal, sino un sentido de lo común que va más allá de la relación entre personas recortadas de sus vínculos con el mundo, con las cosas, con los sentidos impersonales, anónimos, inapropiables que componen nuestra vida material y simbólica. Por eso, el sentido de «nosotros» no es tampoco el de un simple sujeto plural, computable en una suma de «yoes»: poner el yo en plural nos hace entrar en el mundo, o hace entrar el mundo en nosotros. Del yo al nosotros no hay una suma, sino una operación de coimplicación. La violencia del mundo global actual no parece prometer nada bueno. Vivimos el nosotros bajo el signo de la catástrofe. Por eso aumenta el deseo de inmunidad, de separación, el miedo al otro y al contagio. El miedo a ser tocados del que ya hablaba Canetti en Masa y poder. Pero, por otra parte, no es posible escapar al nosotros. La interdependencia forzada de nuestros cuerpos de la que hablaba Butler, y de la que la tortura (estar absolutamente en manos de otro) sería la máxima expresión, debe conducirnos a reaprendernos como nosotros. Nuestra libertad depende hoy de que sepamos conquistar, juntos, la vulnerabilidad de nuestros cuerpos expuestos, la precariedad generalizada de nuestras vidas. No hay espacio hoy para la autosuficiencia, para la libertad autoadjudicada y expropiadora del individuo propietario. Como ya había visto Kropotkin en sus exploraciones en el desierto siberanio, los seres capaces de cooperar, de ayudarse mutuamente, de embarcarse en una lucha en común por la existencia, son los más aptos. «Las hormigas y las termitas repudiaron de este modo la “guerra hobbesiana” y salieron ganando.» 25 Notas 1. Benveniste, É., Problèmes de linguistique générale, op. cit., pág. 233. 2. Sigo, en esta idea, el clásico e interesante libro de Mcpherson, C. B., La teoría política del individuo posesivo, Barcelona, Libros de Confrontación, 1979. 3. Santiago López Petit analiza el Yo-marca en La movilización global, Madrid, Traficantes de Sueños, 2009. 4. Koselleck, R., Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Rialp, 1965. 5. Es el análisis que H. Arendt desarrolla en el ya clásico La condición humana, Barcelona, Paidós, 2003. 6. Este orden es lo que Roberto Esposito ha analizado como «el paradigma inmunitario» de la modernidad. Véase, por ejemplo, Immunitas. Protección y negación de la vida, op. cit. 7. Dumont, L., Essais sur l’individualisme, París, Seuil, 1991. 8. Appadurai, A., Geografía de la furia, Barcelona, Tusquets, 2008. 9. Marx, K., Manifiesto comunista, Barcelona, Los Libros de la Frontera, 1996, pág. 50. 10. Id., La ideología alemana, Barcelona, L’Eina, 1988, pág. 65. 11. Marx, K., Manifiesto comunista, op. cit., pág. 56. 12. Negri, A., «Pour une définition ontologique de la multitude», Multitudes 9 (2002, mayo-junio). 13. Id., El poder constituyente, Madrid, Libertarias-Prodhufi, 1994, pág.398. 14. Blanchot, M., «El rechazo», en Escritos políticos, Madrid, Acuarela, 2010, y Camus, A., L’homme révolté, París, Gallimard, 1951 (vers. cast.: El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 2002). 15. Blanchot, M., La communauté inavouable, París, Minuit, 1983, pág.56. 16. Recojo el término de Ch.Taylor, tal como define el «self» en Fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 2006. 17. A. Sen, Identidad y violencia, Buenos Aires/Madrid, Katz, 2007. 18. Taylor, Ch., El multiculturalismo y las «políticas del reconocimiento», México, FCE, 1993. 19. Nancy, J.-L., Ser singular plural, op. cit., pág. 17. 20. Butler, J., Marcos de guerra. Vidas lloradas, Barcelona, Paidós,2009, pág. 82. 21. Ibid. 22. Ibid., pág. 71. 23. Id., Vida precaria, Barcelona, Paidós, 2007, pág. 51. 24. Merleau-Ponty, M., Les aventures de la dialectique, París, Gallimard, 1955, pág. 216. 25. Kropotkin, P., El apoyo mutuo, Madrid, Madre Tierra, 1970, pág.49. Eje B - CONTEMPORÁNEA S ARTRE, Jean-Paul (París, 1905 – 1980)Filósofo y dramaturgo francés conocido París como “existencialista”, un término que fue adoptado por Sarte y se aplicó a sus escritos filosóficos y literarios. Particularmente junto con la escritora Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, y Albert Camus—el existencialismo se identificó con un movimiento cultural que se destacó en Europa en las décadas de los ‘40s, ‘50s y ‘60s. Entre los filósofos identificados como existencialistas estuvieron Karl Jaspers, Martin Heidegger, y Martin Buber en Alemania y, Jean Wahl y Gabriel Marcel en Francia, los españoles José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, y los rusos Nikolai Berdyaev y Lev Shestov. Precursores de este movimiento fueron el filósofo Søren Kierkegaard y el escritor Fiódor Dostoievski. Las ideas de Sartre están plasmadas no solo en sus obras filosóficas más importantes, El Ser y la Nada (1943) y Crítica de la Razón Dialéctica (1960), sino también en su obra literaria, como por ejemplo La Naúsea. Otras obras de Sarte:El muro (1939); Las moscas (1943), El existencialismo es un humanismo (1946), Baudelaire (1946) Las manos sucias (1947), Nekrassov (1956) Cuestión de método (1957), Los secuestrados de Altona y Las palabras (1963). Crítica de la razón dialéctica Precedida de Cuestiones de método Por Jean-Paul Sarte, 1943. Editorial Losada, Buenos Aires, 1963 – Traducción de Aurora Bernárdez CUESTIONES DE METODO III El método progresivo-regresivo (…) 3.- El hombre se define, pues, por su proyecto. Este ser material supera perpetuamente la condición que se le hace, descubre y determina su situación trascendiéndola para objetivarse, por el trabajo, la acción o el gesto. El proyecto no debe confundirse con la voluntad, que es una entidad abstracta, aunque pueda estar revestido en forma voluntaria en ciertas circunstancias. Esta relación inmediata con el Otro distinto de uno mismo, más allá de los elementos dados y constituidos, esta perpetua producción de sí mismo por el trabajo y la praxis, es nuestra propia estructura; no es ni una necesidad ni una pasión, ni tampoco una voluntad, sino que, nuestras necesidades o nuestras pasiones, o el más abstracto de nuestros pensamientos, participa de esta estructura: siempre están fuera de ellos mismos hacia…Esto es lo que llamamos existencia no entendiendo por ello una sustancia estable que descansa en sí misma, sino un perpetuo desiquilibrio, un arrancamiento de sí de todo el cuerpo. Como este impulso hacia la objetivación toma diversas formas según los individuos, como nos proyecta a través de un campo de posibilidades, algunas de las cuales realizamos, excluyendo a otras, también lo llamamos elección o libertad. Pero mucho se equivocarían si nos acusasen aquí de introducir lo irracional, de inventar un “comienzo primero” sin unión con el mundo o de dar al hombre una libertad-fetiche. Este reproche no podría provenir, en efecto, sino de una filosofía mecanicista: los que nos lo dirigiesen querrían reducir la praxis, la creación, la invención de reproducir el dato elemental de nuestra vida, querrían explicar la obra, el acto, la actitud por los factores que los condicionen; su deseo de explicación escondería la voluntad de asimilar lo complejo a lo simple, de negar la especificidad de las estructuras, de reducir el cambio a la identidad. Es recaer en el nivel del determinismo cientificista. Por el contrario, el método dialéctico se niega a reducir; hace el camino inverso: supera conservando; pero los términos de la realidad superada no pueden dar cuenta de la superación en sí ni de la síntesis ulterior; por el contrario, es ésta la que las ilumina y permite comprenderlas. Para nosotros la contradicción de base sólo es uno de los factores que delimitan y estructuran el campo de .los posibles; si se as quiere explicar con detalle, revelar su singularidad (es decir, el aspecto singular con que se presenta en este caso la generalidad) y comprender cómo han sido vividas, a lo que, por el contrario hay que interrogar es a la elección. Lo que nos revela el secreto del condicionamiento del individuo es su obra o su acto. Flaubert, con su elección de escribir, nos descubre el sentido de su miedo infantil a la muerte; y no la inversa. El marxismo contemporáneo, por haber desconocido estos principios, se ha impedido comprender las significaciones y los valores. Porque tan absurdo es .reducir la significación de un objeto a la pura materialidad inerte de este objeto como querer deducir el derecho del hecho. El sentido de una conducta y su valor sólo se pueden aprehender en perspectiva con el movimiento que realizan los posibles al mostrar lo dado. El hombre, para sí mismo y para los demás, es un ser significante, ya que nunca se puede comprender. ni el menor de sus gestos sin superar el presente puro y sin explicarlo con el porvenir. Además es un creador de signos en la medida en que utiliza -siempre por delante de él mismo- ciertos objetos para designar a otros objetos ausentes o futuros. Pero tanto una operación como la otra se reducen a la simple y pura superación: es lo mismo superar las condiciones presentes hacia su cambio ulterior que superar el objeto presente hacia una ausencia. El hombre construye signos porque es significante en su realidad y es significante porque es superación dialéctica de todo lo que está simplemente dado. Lo que llamamos libertad es la irreductibilidad del orden cultural al orden natural. Para alcanzar el sentido de una conducta humana, hay que disponer de lo que los psiquiatras y los historiadores alemanes han llamado "comprensión". Pero no se trata en este caso ni de un don particular ni de una facultad especial de intuición; este conocimiento es sencillamente el movimiento dialéctico que explica el acto por su significación terminal a partir de sus condiciones de partida. Es originalmente progresivo. Comprendo los gestos de un compañero que se dirige hacia la ventana partiendo de la situación material en que los dos nos encontramos: por ejemplo, es que hace demasiado calor. Va a "darnos aire". Esta acción no está inscrita en la temperatura, no está "puesta en movimiento" por el calor como si fuese un simple estímulo que provoca reacciones en cadena: se trata de una conducta sintética que unifica ante mis ojos el campo práctico en que estamos uno y otro al unificarse ella misma; los movimientos son nuevos, se adaptan a la situación, a los obstáculos particulares; es que los montajes aprendidos son esquemas motores abstractos e insuficientemente determinados, se determinan en la unidad de la empresa: hay que separar esta mesa; después la ventana tiene hojas, es de guillotina, es corrediza, o tal vez -si estamos en el extranjera- de una especie que aún no conocemos. De todas formas, para superar la sucesión de gestos y percibir la unidad que se dan, es necesario que yo mismo sienta la atmósfera recalentada, necesidad de frescor, necesidad de aire, es decir, que yo mismo sea esa superación vivida de nuestra situación material. Las puertas y las ventanas nunca han llegado a ser del todo realidades pasivas en la habitación: el trabajo ele los otros les ha conferido un sentido, las ha vuelto instrumentos, posibilidades para otro (cualquiera). Lo que significa que ya las comprendo como estructuras instrumentales y como productos ele una actividad dirigida. Pero el movimiento de mi compañero hace explícitas las indicaciones y las designaciones cristalizadas en esos productos; su comportamiento me revela el campo práctico como un "espacio hodológico”(1), e inversamente, las indicaciones contenidas en los utensilios se convierten en el sentido cristalizado que me permite comprender la empresa. Su conducta unifica a la pieza y la pieza define su conducta. De tal manera se trata de una superación enriquecedora para nosotros dos, que esta conducta, en lugar de iluminarse primero por la situación material, me la puede revelar: absorto en un trabajo hecho en colaboración, en una discusión, había sentido algo así. como un confuso e innominado malestar; veo a la vez en el gesto de mi compañero su intención práctica y el sentido de mi malestar. El sentido de la comprensión es simultáneamente progresivo (hacia el resultado objetivo) y regresivo (me elevo hacia la condición original). Por lo demás, lo .que definirá el calor como intolerable es el acto mismo: si no levantamos el dedo es que la temperatura se puede soportar. La unidad rica y compleja de la empresa nace así de la condición más pobre y se vuelve sobre ella para iluminarla. Por lo demás, mi compañero se revela por su comportamiento, aunque en otra dimensión: si se ha levantado tranquilamente, antes de empezar el trabajo o la discusión, para entreabrir la ventana, este gesto lleva a unos objetivos más generales (voluntad de mostrarse metódico, de cumplir con la función de un hombre ordenado, o amor auténtico por el orden); parecerá diferente si se levanta de repente para abrir la ventana de par en par, como si se estuviese ahogando. Y para que pueda comprender esto es necesario que mis propias conductas me informen en su movimiento proyectivo sobre mi profundidad, es decir, sobre mis objetivos más vastos y sobre las condiciones que corresponden a la elección de esos objetivos. Así la comprensión no es otra cosa que mi vida real, es decir, el movimiento totalizador que recoge a mi prójimo, a mí mismo y a cuanto nos rodea en la unidad sintética de una objetivación que se está haciendo. La comprensión puede ser totalmente regresiva precisamente porque somos pro-yecto. Si ninguno de los dos tuvimos conciencia de la temperatura, un tercero, al entrar, seguramente dirá: "Les absorbe de tal manera la discusión que se están ahogando". Al entrar en la habitación esta persona vive el calor como una necesidad, como una voluntad de ventilar, de refrescar; en el acto la ventana cerrada ha tenido un significado para ella: no porque se fuera a abrir, sino, por el contrario, porque aún no se había abierto. La habitación cerrada y calurosa revela un acto que no ha sido hecho (y que estaba indicado como posibilidad permanente por el trabajo colocado en los utensilios Nota: 1) se aplica al espacio considerado como camino de una acción y como sede de las propiedades que la determina.(Lewin) N.deT. presentes). Pero esta ausencia, esta objetivación del no-ser no encontrará una consistencia auténtica salvo si sirve de revelador a una empresa positiva: a través del acto factible y que no está hecho, este testigo descubrirá la pasión que hemos puesto en nuestra discusión. Y si, riéndose, nos llama "ratas de biblioteca", encontrará unas significaciones aún más generales de nuestra conducta y nos aclarará en nuestra profundidad. Como somos hombres y vivimos en el mundo de los hombres, del trabajo y de los conflictos, todos los objetos que nos rodean son signos. Indican por sí mismos su modo de empleo y apenas tapan el proyecto real de los que les han hecho tales para nosotros y que se dirigen a nosotros a través de ellos; pero su particular disposición en tal o cual circunstancia nos vuelve a trazar una acción singular, un proyecto, un acontecimiento. El cine ha usado tanto este procedimiento que se ha convertido en algo rutinario: muestran una cena que empieza y después cortan; unas horas después, unos vasos caídos, unas botellas vacías y unas colillas tiradas por el suelo de la habitación vacía bastan para indicar que los comensales están borrachos. Así las significaciones provienen del hombre y de su proyecto, pero se inscriben en todas partes en las cosas y en el orden de las cosas. En todo momento todo es siempre significante y las significaciones nos revelan a hombres y relaciones entre los hombres a través de las estructuras de nuestra sociedad. Pero esas significaciones sólo se nos aparecen en cuanto somos significantes nosotros mismos. Nuestra comprensión del Otro no es nunca contemplativa: lo que nos une a él es un momento de nuestra praxis, una manera de vivir, en lucha o en convivencia, la relación concreta y humana. Entre estas significaciones, las hay que nos llevan a una situación vivida, a una conducta, a un suceso colectivo: si se quiere, sería éste el caso de esos vasos rotos que se encargan de contarnos en la pantalla la historia de una noche de orgía. Otras son simples indicaciones: una flecha en una pared, en un pasillo del subterráneo. Otras se refieren a "colectivos". Otras son símbolos: la realidad significada está presente en ellas, como la nación en la bandera. Otras .son declaraciones de instrumentalidad; objetos que se proponen a mí como medios -un paso para peatones, un refugio, etc. Otras, que se aprehenden sobre todo -aunque no siempre- a través de las conductas visibles y actuales de los hombres reales, son sencillamente fines. Hay que rechazar decididamente el pretendido "positivismo" que impregna al marxista de hoy y que le lleva a negar la existencia de estas últimas significaciones. El supremo engañodel positivismo es que pretende abordar la experiencia social sin a priori cuando desde un principio ha decidido negar una de sus estructuras fundamentales y reemplazarla por su contrario. Era legítimo que las ciencias de la naturaleza se librasen del antropomorfismo que consiste en atribuir propiedades humanas a los objetos inanimados. Pero es perfectamente absurdo introducir por analogía el desprecio del antropomorfismo en la antropología: ¿Qué puede hacerse de más exacto, de más riguroso, cuando se estudia al hombre, que reconocerle propiedades humanas? La simple inspección del campo social hubiera debido hacernos descubrir que la relación con los fines es una estructura permanente de las empresas humanas, y que los hombres reales aprecian las acciones, las instituciones o los establecimientos económicos según esta relación. Hubiera debido verificarse entonces que nuestra comprensión del otro se hace necesariamente por los fines. El que mira de lejos a un hombre trabajando y que dice: "No comprendo lo que hace", será iluminado cuando pueda unificar los momentos separados de esta actividad gracias a la previsión del resultado que se quiere obtener. Aún mejor: para luchar, para frustrar al adversario, hay que disponer a la vez de varios sistemas ele fines. A una finta se le dad su verdadera finalidad (que es, por ejemplo, obligar al boxeador a que suba la guardia) si se descubre y rechaza a la vez la finalidad pretendida (lanzar un directo ele izquierda al arco superciliar) . Los dobles, triples sistemas de fines que utilizan los otros, condicionan tan rigurosamente nuestra actividad como nuestros fines propios; un positivista que conserve en la vida práctica su daltonismo teleológico o podrá vivir mucho tiempo. Verdad es que en una sociedad que esté toda alienada, en la que "el capital aparezca cada vez más como una potencia social de la cual es funcionario el capitalista" , los fines manifiestos pueden esconder la necesidad profunda de una evolución o de un mecanismo montado. Pero incluso entonces el fin como significación del proyecto vivido de un hombre o un grupo de hombres se mantiene real, en la misma medida en que, como dice Hegel, la apariencia como tal apariencia posee una realidad; convendrá, pues, tanto en este caso como en los precedentes, que se determine su función y su eficacia práctica. Mostraré más lejos cómo la estabilización de los precios en un mercado abierto a la competencia reifica la relación del vendedor y del comprador. Como la suerte está echada, las buenas maneras, las dudas, los regateos, son cosas ya sin interés, rechazadas; y sin embargo, cada uno de estos gestos está vivido por su autor como un acto; no hay duda de que esta actividad cae en el dominio de la pura representación. Pero la posibilidad permanente ele que un fin sea transformado en ilusión, caracteriza al campo social y a los modos de alienación; no le quita al fin la estructura irreductible. Mejor aún, las nociones de alienación y de engaño precisamente sólo tienen sentido en la medida en que roban los fines y los descalifican. Hay, pues, dos concepciones que hay que cuidarse de confundir: la primera, de numerosos sociólogos norteamericanos y de ciertos marxistas franceses, reemplaza tontamente a los datos de la experiencia por un causalismo abstracto o por ciertas normas metafísicas o por conceptos como los de motivación, actividad actitud o rol que sólo tienen sentido junto con una finalidad; la segunda reconoce la existencia de los fines ahí donde se encuentran y se limita a declarar que algunos ele ellos pueden ser neutralizados en el seno del proceso de totalización histórica . Es la posición del marxismo real y del existencialismo. El movimiento dialéctico que va del condicionamiento objetivo a la objetivación permite, en efecto, que se comprenda que los fines de la humana no son entidades misteriosas y añadidas al acto mismo; representan simplemente la superación y la conservación de lo dado en un acto que va del presente al porvenir; el fin es la objetivación misma, en tanto que constituye la ley dialéctica de una conducta humana y la unidad de sus contradicciones interiores. Y la presencia del porvenir en el seno del presente no sorprenderá si quiere considerarse que el fin se enriquece al mismo tiempo que la acción; supera a esta acción en tanto que hace de ella la unidad, pero el contenido de esta unidad nunca es más concreto ni más explícito de lo que es en el mismo instante la empresa unificada. De diciembre de 1851 al 30 de abril de 1856, Madame Bovary formaba la unidad real de todas las acciones de Flaubert. Pero esto no significa que la obra precisa y concreta, con todos sus capítulos y todas sus frases, figurase en 1851, aunque fuera como una enorme ausencia, en el corazón de la vida del escritor. El fin se transforma, pasa de lo abstracto a lo concreto, de lo global a lo detallado; es, en cada momento, la unidad actual de la operación, o si se prefiere, la unificación en acto de los medios: siempre del otro lado del presente, en el fondo sólo es el presente mismo visto desde su otro lado. Sin embargo en las estructuras con tiene relaciones con un porvenir más alejado: el objetivo inmediato de Flaubert, que es terminar ese párrafo, se ilumina a sí mismo con el objetivo lejano que resume toda la operación: producir ese libro. Pero el resultado que se quiere alcanzar resulta más abstracto cuanto más es totalización. Flaubert escribe primero a sus amigos: "Querría escribir un libro que fuese ... así ... o asá ... ". Las frases oscuras que entonces usa tienen desde luego más sentido para el autor que para nosotros, pero no dan ni la estructura ni el contenido real de la obra. Sin embargo, no dejarán de servir de marco a todas las búsquedas posteriores, al plan, a la elección ele los personajes: "El libro que tenía que ser ... esto y aquello" es también Madame Bovary. En el caso ele un escritor, el fin inmediato de su trabajo presente sólo se ilumina en relación con una jerarquía ele significaciones (es decir, ele fines) futuros, cada uno de los cuales sirve de marco al precedente y de contenido al siguiente. El fin se enriquece a lo largo de la empresa, desarrolla y supera sus contradicciones con la empresa misma; cuando la objetivación está terminada, la riqueza concreta del objeto producido supera infinitamente a la del fin (tomado como jerarquía unitaria ele los sentidos) en cualquier momento del pasado que se considere. Pero es que, precisamente, el objeto ya no es un fin; es el producto "en persona" de un trabajo, y existe en el mundo, lo que implica una infinidad de nuevas relaciones (de sus elementos entre sí en un nuevo medio de la objetividad -ele él mismo con los otros objetos culturales- ele él mismo como producto cultural con los hombres). Tal como es, sin embargo, en su realidad de producto objetivo, remite necesariamente a una operación transcurrida, terminada, ele la cual ha sido el fin. Y si no regresásemos perpetuamente (aunque vaga y abstractamente), durante la lectura, hasta los deseos y los fines, hasta la empresa total ele Flaubert, fetichizaríamos ese. libro (cosa que por lo demás ocurre con frecuencia) , de la misma manera que una mercadería, al considerarla como. una cosa que habla y no como la realidad ele un hombre obJetivada por su trabajo. De todas formas, para la regresión comprensiva del lector, el orden es inverso: lo concreto totalizador es el libro; la vida y la empresa, como pasado muerto que se aleja, se escalonan en series ele significaciones que van de las más nicas a las más pobres, de las más concretas a las más abstractas, de las más singulares a las más generales, y que a su vez nos envian de lo subjetivo a lo objetivo. Las manos sucias Obra en siete cuadros Por Jean-Paul Sarte, 1947. Editorial Losada, Buenos Aires, 2011 – Traducción de Aurora Bernárdez Spéptimo cuadro En el cuarto de Olga ESCENA ÚNICA Olga, Hugo (Primero se oyen sus voces en la noche y luego la luz va aumentado poco a poco). Olga: ¿Era cierto? ¿Lo mataste por Jessica? Hugo: Lo… Lo maté porque había abierto la puerta. Es todo lo que sé. Si no hubiera abierto aquella puerta… estaba allí, tenía a Jessica en los brazos y manchas de rouge en el mentón. Era trivial. Pero yo vivía desde mucho tiempo atrás en tragedia y disparé para salvar la tragedia. Olga: ¿No estabas celoso? Hugo: ¿Celoso? Tal vez. Pero no de Jessica. Olga: Mírame y respóndeme sinceramente, pues lo que voy a preguntarte tiene mucha importancia. ¿Estás orgulloso de tu acción? ¿La reivindicas? ¿Volverías a ejecutarla, si estuviera pendiente? Hugo: ¿Acaso la ejecuté? No maté yo, sino el azar. Si hubieses abierto la puerta dos minutos antes o dos minutos después, no los hubiera sorprendido a uno en brazos del otro, no hubiera disparado. (Una pausa). Iba a decirle que aceptaba su ayuda. Olga: Sí. Hugo: El azar disparó tres tiros, como en las malas novelas policiales. Con el azar pueden comenzar los “si”: “Si me hubiera quedadoun rato más delante de los castaños, si hubiera llegado hasta el límite del jardín, si hubiera vuelto al pabellón…” Pero yo, yo, allí dentro, ¿en qué me convierto? Es un asesinato sin asesino. (Pausa). Muchas veces en la cárcel, me preguntaba:¿qué me diría Olga, si estuviera aquí?¿Qué querría que yo pensara? Olga: (secamente) ¿Y qué? Hugo: ¡Oh! Sé muy bien lo que hubieras dicho. Me hubieras dicho: “Sé modesto, Hugo. Nos importan un bledo tus motivos, tus razones. Te pedimos que mataras a ese hombre y lo mataste. El resultado es lo que interesa”. Yo…yo no soy modesto, Olga. No conseguía separar el crimen de sus motivos. Olga: Lo prefiero. Hugo: ¿Cómo? ¿Lo prefieres?¿Eres tú quein lo dice, Olga? Tú que siempre me has dicho… Olga: Te lo explicaré. ¿Qué hora es? Hugo (mirando el reloj pulsera): Las doce menos veinte. Olga: Bueno, tenemos tiempo. ¿Qué me decías? Que no comprendías tu acción. Hugo: Más bien creo que la comprendo demasiado. Es una caja que todas las llaves abren. Mira, puedo decirme del mismo modo, si me da la gana, que tiré por pasión política y que el furor que me asaltó cuando abrí la puerta sólo era la pequeña sacudida que había de facilitarme la ejecución. Olga: (mirándolo con inquietud) ¿Lo crees Hugo? ¿Crees de veras que disparaste por buenos motivos? Hugo: Olga, lo creo todo. Estoy por preguntarme si lo maté de veras. Olga: ¿De veras? Hugo: ¿Y si todo fue una comedia? Olga: Apretaste de veras el gatillo. Hugo: Sí. Moví el dedo de veras. Los actores también mueven los dedos, en las tablas. Fíjate, mira: muevo el índice, te apunto. (Le apunta con la mano derecha y el dedo índice doblado). Es el mismo ademán. Quizás yo no era el verdadero. Quizá lo era tan sólo la bala.¿Por qué sonríes? Olga: Porque me facilitas mucho las cosas. Hugo: Yo me encontraba demasiado joven; quise atarme un crimen al cuello, como una piedra. Y tenía miedo de que fuera gravoso soportarlo. Qué error: es ligero, horriblemente ligero. No pesa. Mírame: he envejecido, me pasé dos años a la sombre, me separé de Jessica y llevaré esta curiosa vida perpleja hasta que tus compañeros se encarguen de liberarme. Todo eso procede de mi crimen, ¿no? Y sin embargo, no pesa, no lo siento. Ni en el cuello, ni en los hombros, ni en el corazón. Se ha convertido en mi destino, ¿comprendes?, gobierna mi vida desde fuera, pero no puedo verlo, ni tocarlo, no es mío, es una enfermedad mortal que mata sin dolor. ¿Dónde está? ¿Existe? Sin embargo, disparé. La puerta se abrió… Yo quería a Hoederer, Olga. Lo quería como no he querido a nadie en el mundo. Me gustaba verlo y oírlo. Me gustaban sus manos y su cara, y cuando estaba con él, todas mis tormentas se sosegaban. No es mi crimen lo que me mata, sino su muerte. (Pausa). En fin. Nada sucedió. Pasé diez días en el campo y dos años preso: no he cambiado; sigo siendo siempre tan charlatán. Los asesinos deberían llevar una señal distintiva. Una amapola en el ojal (Pausa). Bueno. ¿Y qué?¿Conclusión? Olga: Volverás al Partido. Hugo: Bueno. Olga: A medianoche Louis y Charles han de regresar para despacharte. No les abriré. Les diré que eres recuperable. Hugo (se ríe): ¡Recuperable! Valiente palabra. Eso se dice de las basuras, ¿no es cierto? Olga: ¿Estás de acuerdo? Hugo: ¿Por qué no? Olga: Mañana recibirás nuevas consignas. Hugo: Bien. Olga: ¡Uf! (Se deja caer en una silla). Hugo: ¿Qué tienes? Olga: Estoy contenta. (Una pausa). Has hablado tres horas y durante todo el tiempo estuve con miedo. Hugo: ¿Miedo de qué? Olga: De que me vería obligada a decirles. Pero todo marcha bien. Volverás con nosotros y harás trabajo de hombre. Hugo: ¿Me ayudarás como antes? Olga: Si, Hugo. Te ayudaré. Hugo: Te quiero bien, Olga. Sigues siendo la misma. Tan pura. Tan limpia. Tú me enseñaste la pureza. Olga: ¿Envejecí? Hugo: No. (Le toma la mano) Olga: He pensado en ti todos los días. Hugo: ¡Dime, Olga! Olga: ¿Qué? Hugo: La de los paquetes, ¿no eras tú? Olga: ¿Qué paquetes? Hugo: Los bombones. Olga: No. No fui yo. Pero sabía que iban a enviártelos. Hugo: ¿Y los dejaste? Olga: Sí. Hugo: Pero, ¿qué pensabas, para ti? Olga: (mostrando su pelo) Mira. Hugo: ¿Qué hay? ¿Cabellos blancos? Olga: Aparecieron en una noche. No me abandonarás nunca. Y si se presentan malos momentos, los soportaremos juntos. Hugo: (sonriendo) ¿Te acuerdas? Raskolnikov. Olga: (sobresaltándose) Raskolnikov. Hugo: Es el nombre que me elegiste para la clandestinidad. ¡Oh, Olga! Ya no te acuerdas. Olga: Sí. Me acuerdo. Hugo: Volveré a usarlo. Olga: No. Hugo: ¿Por qué? Me gustaba mucho. Tú decías que me quedaba como un guante. Olga: Eres demasiado conocido con ese nombre. Hugo: ¿Conocido? ¿Por quién? Olga (repentinamente cansada): ¿Qué hora es? Hugo: Las menos cinco. Olga: Escucha, Hugo. Y no me interrumpas. Todavía tengo algo para decirte. Casi nada. No hay que darle importancia. Te… te asombrará primero, pero comprenderás poco a poco. Hugo: ¿Qué? Olga: Me… alegra lo que me has dicho a propósito de tu… de tu acción. Si hubieses estado orgulloso o simplemente satisfecho, te hubiera resultado más difícil. Hugo: ¿Difícil? ¿Difícil qué? Olga: Olvidarlo. Hugo: ¿Olvidarlo? Pero, Olga… Olga: ¡Hugo! Tienes que olvidarlo. No te pido gran cosa; tú mismo los has dicho: nos aves ni lo que hiciste ni por qué lo hiciste. Ni siquiera estás seguro de haber matado a Hoederer. Pues bien, andas bien encaminado; hay que llegar un poco más lejos, esos es todo. Olvídalo; fue una pesadilla. Nunca más hables de él; ni siquiera a mí. El tipo que mató a Hoederer ha muerto. Se llamaba Raskolnikov, fue envenenado con bombones de licor. (Le acaricia el pelo). Te elegiré otro nombre. Hugo: ¿Qué ha sucedido, Olga? ¿Qué habéis hecho? Olga: El partido cambió de política. (Hugo la mira fijamente). No me mires así. Trata de comprender. Cuando te enviamos con Hoederer, las comunicaciones con la U.R.S.S. están interrumpidas. Debíamos elegir solos nuestras líneas. ¡No me mires así, Hugo! Hugo: ¿Y después? Olga: Después se restablecieron los enlaces. El invierno pasado U.R.S.S. nos hizo saber que deseaba, por razones puramente militares, que nos acercáramos al Regente. Hugo: ¿Y…y obedecisteis? Olga: Sí. Formamos un comité clandestino de seis miembros con los del Gobierno y los del Pentágono. Hugo: Seis miembros. ¿Y tenéis tres votos? Olga: Sí. ¿Cómo lo sabes? Hugo: Una idea. Continua. Olga: Desde ese momento nuestras tropas prácticamente no intervinieron ya en las operaciones. Quizá hayamos economizado cien mil vidas humanas. Sólo que al mismo tiempo los alemanes invadieron el país. Hugo: Perfecto. Supongo que los soviets os habrán dado a entender que no deseaban entregar el poder al Partido Proletario solamente; que tendrían inconvenientes con los aliados y que, por lo demás, seríais rápidamente barridos por una insurrección. Olga: Pero… Hugo: Me parece que ya he oído todo esto. ¿Y entonces, Hoederer? Olga: Su tentativa fue prematura, y no era el hombre que convenía para dirigir esa política. Hugo: Entonces había que matarlo: es luminoso. Pero supongo que habréis rehabilitado su memoria. Olga: No había más remedio. Hugo: Tendrá su estatua, al fin de la guerra, tendrá calles en todas nuestras ciudades y su nombre en los libros de historia. Me gusta por él. Su asesino, ¿quién era?¿un tipo a sueldo de Alemania? Olga: Hugo… Hugo: Responde. Olga: Los camaradas sabían que eras de los nuestros. Nunca creyeron en el crimen pasional. Así que se les explicó lo que se pudo. Hugo: Mentisteis a los camaradas. Olga: Mentir, no. Pero… pero estamos en guerra, Hugo. No se puede decir la verdad a las tropas. (Hugo lanza una carcajada) ¿Qué tienes? ¡Hugo! (Hugo se deja caer en un sillón riendo hasta las lágrimas) Hugo: ¡Todo lo que él decía! ¡Todo lo que él decía! Es una farsa. Olga: ¡Hugo! Hugo: Espera, Olga, déjame reir. Hace diez años que no me río tanto. Este sí que es un crimen que estorba: nadie quiere saber nada de él. Yo no sé por qué lo cometí y vosotros no sabéis qué hacer de él. (La mira.) Sois iguales. Olga: Hugo, te lo ruego. Hugo: Iguales. Hoederer, Louis, tú, sois todos de la misma especie. De la buena especie. Guapos, conquistadores, jefes. Sólo yo me equivoqué de puerta. Olga: Hugo, tú querías a Hoederer. Hugo: Creo que nunca lo quise tanto como en ese momento. Olga: Entonces tienes que ayudarnos a proseguir su obra. (Hugo la mira. Ella retrocede). ¡Hugo! Hugo (suavemente): No tengas miedo, Olga. No te haré daño. Sólo has de callarte. Un minuto, justo un minuto para poner mis ideas en orden. Bueno. Entonces, yo soy recuperable. Perfecto. Pero completamente solo, completamente desnudo, sin bagajes. A condición de cambiar de pellejo, y si pudiera llegar a ser amnésico, mejor aún. El crimen no es recuperable, ¿eh? Fue un error sin importancia. Queda donde está, en el cajón de basuras. En cuanto a mi cambio denombre desde mañana, me llamará Julien Sorel o Rastignac o Muichkine y trabajaré mano a mano con los tipos del Pentágono. Olga: Voy… Hugo: Calla Olga. Te lo suplico, no digas una palabra. (Reflexiona un momento). No. Olga: ¿Qué? Hugo: No, no trabajaré con vosotros. Olga: Hugo, pero no lo has comprendido. Vendrán con los revólveres. Hugo: Lo sé. Hasta se han retrasado. Olga: No puedes dejarte matar como un perro. ¡No aceptarás morir por nada! Confiaremos en ti, Hugo. Vivirás, serás de verdad nuestro camarada, ya diste pruebas… (Un automóvil. Ruido de motor). Hugo: Ahí están. Olga: Hugo, sería criminal: el Partido… Hugo: Nada de grandes palabras, Olga. Hubo demasiadas grandes palabras en esta historia y ya hicieron mucho daño. (El automóvil pasa). No era el coche de ellos. Tengo tiempo de explicarte. Escucha: no sé por qué maté a Hoederer, pero sé por qué hubiera debido matarlo: porque hacía mala política, porque mentía a sus camaradas y porque corría el riesgo de corromper el Partido. Si hubiera tenido el coraje de disparar cuando estaba solo con él en su despacho, habría muerto por esto y yo podría pensar en mí sin avergonzarme. Me avergüenzo de mí porque lo maté…después. Y vosotros me pedís que me avergüence todavía más y que decida que lo maté por nada. Olga, lo que yo pensaba sobre la política de Hoederer continúo pensándolo. Cuando estaba preso creía que estabais de acuerdo conmigo y eso me sostenía; ahora sé que soy el único de mi opinión, pero no la cambiaré. (Ruido de motor). Olga: Esta vez son ellos. Escucha, no puedo… Toma ese revólver, sal por la puerta de mi cuarto y prueba suerte. Hugo (sin tomar el revólver): Habéis hecho de Hoederer un gran hombre. Pero yo lo quise como nunca lo querréis. Si renegara de mi acto, se convertiría en un cadáver anónimo, en una pérdida para el Partido. (El automóvil se detiene). Muerto por casualidad. Muerto por una mujer. Olga: Vete. Hugo: Un tipo como Hoederer no muere por casualidad. Muere por sus ideas, por su política; es responsable de su muerte. Si reivindico mi crimen delante de todos, si reclamo mi nombre de Raskolnikov y si acepto pagar el precio necesario, entonces habrá tenido la muerte que le corresponde. (Llaman a la puerta). Olga: Hugo, yo… Hugo (dirigiéndose a la puerta): Todavía no he matado a Hoederer, Olga. Todavía no. Ahora voy a matarlo. Y a mi también. Olga (gritando): ¡Marchaos! ¡Marchaos! (Hugo abre la puerta y se inclina ligeramente) Hugo: No recuperable. TELÓN. A RENDT, Hannah (Hannover 1906-New York 1975).Filósofa alemana, se inscribe en el movimiento existencialista. En 1924 asiste en Marburgo a las clases de Heidegger, y en 1925 en Friburgo acude a las lecciones de Husserl y conoce a Jaspers, quien dirigió su tesis,obtenida en 1928 y publicada en 1929: El concepto de amor en San Agustín. Tras la Segunda Guerra Mundial, ya instalada en Estados Unidos, Arendt se consagra a la reflexión sobre la filosofía política, lo que se plasma en sus obras más importantes: Los orígenes del totalitarismo(1951), La condición humana (1958), Entre el pasado y el futuro: ocho ensayos sobre el pensamiento político(1961), Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal y Sobre la revolución (1963), Hombres en tiempos de oscuridad (1968) y Sobre la violencia (1970). Entre 1967 y 1959 Arendt trabajaba en el proyecto de una obra con el título Introducción a la política. Sin embargo su publicación es póstuma; a cargo de la socióloga alemana Ludz estos escritos fueron publicados bajo el título Was ist Politik? (¿Qué es la política?) Dos acontecimientos en la década del ’20, siglo XIX, marcaron el pensamiento político de esta filósofa: la filosofía existencialista de Jaspers y Heidegger y la consolidación del movimiento nacionalsocialista alemán, el surgimiento del totalitarismo. INTRODUCCIÓN A LA POLÍTICA II FRAGMENTO 3ª ¿Tiene la política todavía algún sentido? A la pregunta por el sentido de la política hay una respuesta tan sencilla y tan concluyente en sí misma, que se diría que otras respuestas están totalmente de más. La respuesta es: el sentido de la política es la libertad. Su simplicidad y contundencia reside en que es exactamente tan antigua, no como la pregunta, que naturalmente ya surge de una sospecha y está inspirada por la desconfianza, sino como la existencia de lo político. Pero hoy día esta respuesta no es ni obvia ni inmediatamente convincente, cosa que se aprecia con claridad en que nuestra pregunta actual ya no cuestiona el sentido de la política tal y como antes se hacía: a partir de experiencias que eran de naturaleza no política(nicht-politisch) o incluso anti-política(anti-politisch)Nuestra pregunta actual surge de experiencias políticas muy reales, de la desgracia que la política ya ha ocasionado en nuestro siglo y de la mucho mayor que todavía amenaza ocasionar. De aquí que nuestra pregunta suene mucho más radical, mucho más agresiva y mucho más desesperada: ¿tiene, pues, la política todavía algún sentido? En la pregunta planteada de este modo —y así es ya como se plantea a cualquiera— resuenan dos ecos: primero, la experiencia he los totalitarismos, en los que presuntamente la vida entera de los hombres está politizada —con la consecuencia de que no hay libertad ninguna. A partir de dicha experiencia, y esto significa a partir de condiciones específicamente modernas, nace la cuestión de si la política y la libertad son conciliables en absoluto, de si la libertad no comienza sólo allí donde acaba la política, de manera que simplemente ya no hay libertad donde lo político no tiene final ni límites. Quizá las cosas han cambiado tanto desde los Antiguos, para los que política y libertad eran idénticas, que ahora, en las condiciones modernas, una y otra han debido separarse por completo. En segundo lugar, la pregunta se plantea inevitablemente a la vista del inmenso desarrollo de las modernas posibilidades de aniquilación, las cuales, al ser monopolio de los estados nunca se hubieran desplegado sin ellos, por lo que sólo pueden aplicarse en el ámbito político. Aquí ya no se trata únicamente de la libertad sino de la vida, de la existencia de la humanidad y tal vez de toda la vida orgánica sobre la Tierra. La pregunta que aquí surge convierte todo lo político en cuestionable; hace dudar de si bajo las condiciones modernas política y conservación de la vida son compatibles, y secretamente expresa la esperanza de que los hombres serán razonables y abolirán de alguna manera la política antes de que ésta los elimine a todos. Ciertamente puede objetarse que la esperanza de que los estados mueran o de que al menos la política desaparezca por una vía u otra es utópica y es de suponer que la mayoría estaría de acuerdo con tal objeción. Pero esto no modifica en nada ni la esperanza ni la pregunta. Si la política trae la desgracia y no puede abolirse, sólo quedan la desesperación o la esperanza de que el diablo no será tan malo como lo pintan -una esperanza bastante tonta en nuestro siglo, en que desde la pri mera guerra mundial hemos tenido que ver cómo cada diablo que la política nos presentaba era mucho peor de lo que a nadie se le hubiera ocurrido pintarlo. Estas dos experiencias, que provocan la pregunta por el sentido de la política, son las experiencias políticas fundamentales de nuestra época. Si uno las pasa por alto es como si no hubiera vivido en este mundo, que es el nuestro. No obstante hay entre ellas todavía una diferencia. Por lo que respecta a la experiencia de la politización total en los estados totalitarios y a la cuestionabilidad de lo político que surgía de ella, es un hecho que desde la Antigüedad ya nadie creía que el sentido de la política fuera la libertad; así como también es un hecho que en la Edad Moderna, tanto teórica como prácticamente, lo político únicamente vale como medio para proteger la subsistencia de la sociedad y [la] productividad del libre desarrollo social. Así pues, ante el cuestionamiento de lo político tal como se da en la experiencia totalitaria, sería posible en teoría un retroceso a un punto de vista históricamente anterior —como si las formas totalitarias de dominación no hubieran hecho más que demostrar aquello que el pensamiento liberal del siglo XIX ya había mostrado. En cambio, lo desconcertante que la posibilidad de una aniquilación física absoluta tiene para lo político es que precisamente no permite ese retroceso. Pues lo político amenaza precisamente aquello que, según la Edad Moderna, justifica su existencia, a saber, la pura posibilidad de vivir de la humanidad en su conjunto. Si es verdad que la política es algo necesario para la subsistencia de la humanidad, entonces ha empezado de hecho a autoliquidarse, ya que su sentido se ha vuelto bruscamente falto de sentido. Esta falta de sentido no es ninguna aporía ficticia; es un estado de cosas absolutamente real del que podemos darnos cuenta cada día si nos tomamos la molestia no solamente de leer los periódicos sino también de preguntarnos, en nuestro disgusto por el desarrollo de todos los problemas políticos importantes, cómo podríamos hacerlo mejor dadas las circunstancias. La falta de sentido en que ha caído la política en general se aprecia en que todos los problemas políticos particulares se precipitan a un callejón sin salida. Como sea que consideremos la situación e intentemos calcular los factores particulares que la doble amenaza de los estados totalitarios y las armas atómicas —y, sobre todo, la coincidencia de ambos— nos plantea: no podemos ni siquiera imaginarnos una solución satisfactoria, aun cuando presupusiéramos la mejor voluntad de todas las partes (lo que como es sabido no podemos hacer en política porque la buena voluntad de hoy no garantiza la buena voluntad de mañana). Si partimos de la lógica inherente a estos factores y suponemos que nada que no nos sea hoy ya conocido determina ni determinará el curso del mundo, entonces sólo podremos decir que un cambio decisivo para nuestra salvación sólo sucederá por una especie de milagro. Ahora bien, para considerar con toda seriedad qué significaría este milagro y eliminar la sospecha de que esperar milagros o contar con ellos es una mera frivolidad o una ligereza necia debemos olvidar en primer lugar el rol que el milagro desde siempre ha representado en la fe y en la superstición, es decir en la religión y en la pseudorreligión. Para liberarnos del prejuicio de que el milagro es un fenómeno genuina y exclusivamente religioso, en el que algo ultraterrenal y sobrehumano irrumpe en la marcha de los asuntos humanos o de los cursos naturales, quizás convenga tener presente que el marco completo de nuestra existencia real: la existencia de la Tierra, de la vida orgánica sobre ella, del género humano, se basa en una especie de milagro. Pues desde el punto de vista de los procesos universales y de la probabilidad que los rige, la cual puede reflejarse estadísticamente, ya el sólo nacimiento de la Tierra es una «improbabilidad infinita». Lo mismo ocurre con el nacimiento de la vida orgánica a partir del desarrollo de la naturaleza inorgánica o con el nacimiento de la especie humana a partir de la evolución de la vida orgánica. En estos ejemplos se ve claramente que siempre que ocurre algo nuevo se da algo inesperado, imprevisible y, en último término, inexplicable causalmente, es decir, algo así como un milagro en el nexo de las secuencias calculables. Con otras palabras, cada nuevo comienzo [Anfang] es por naturaleza un milagro —contemplado y experimentado desde el punto de vista de los procesos que necesariamente interrumpe. En este sentido, a la transcendencia religiosa de la fe en los milagros, corresponde la transcendencia comprobable en la realidad de todo comienzo en relación a la conexión interna de los procesos en que irrumpe. Naturalmente éste es sólo un ejemplo para aclarar que lo que llamamos efectivamente real, ya es un plexo de realidad mundanal, orgánica y humana, que precisamente como tal realidad nace con la marca de las «improbabilidades infinitas». Pero si tomamos este ejemplo como una metáfora de lo que pasa realmente en el terreno de los asuntos humanos, entonces empieza a fallar. Pues por lo que respecta a éstos, de lo que se trata, como decimos, es de procesos de naturaleza histórica, esto es, de procesos que no transcurren en forma de desarrollos naturales, sino en la de cadenas de acontecimientos en cuyos engarces este milagro de «improbabilidades infinitas» acontece con tanta frecuencia que nos parece extraño hablar de milagros (debido a que consideramos que el proceso de la historia resulta de las iniciativas humanas y está continuamente atravesado por nuevas iniciativas). En cambio, si este proceso se contempla en su puro carácter procesal —y naturalmente esto es lo que ocurre en todas las filosofías de la historia para las que el proceso histórico no es el resultado de la acción conjunta de los hombres, sino del desarrollo y confluencia de fuerzas extra, sobre o infra humanas, esto es, en las que el hombre que actúa es excluido de la historia— cualquier nuevo inicio en él, sea para bien o para mal, es tan improbable que todos los grandes acontecimientos se toman como milagros. Visto objetivamente y desde fuera, las posibilidades de que mañana el día transcuno pienso parir rra exactamente como hoy son aplastantes —seguramente esto no es del todo así, pero para las dimensiones humanas son tan aplastantes como las posibilidades de que a partir de los acontecimientos cósmicos, los procesos inorgánicos y la evolución de los géneros animales surgieran la Tierra, la vida o la humanidad no animal. La diferencia decisiva entre las «improbabilidades infinitas» en que consiste la vida humana terrena y los acontecimientosmilagro [Ereignis-Wunder]en el ámbito de los asuntos humanos mismos es naturalmente que en éste hay un taumaturgo y que es el propio hombre quien, de un modo maravilloso y misterioso, está dotado para hacer milagros. Este don es lo que en el habla habitual llamamos la acción [das Handel]. A la acción le es peculiar poner en marcha procesos cuyo automatismo parece muy similar al de los procesos naturales, y le es peculiar sentar un nuevo comienzo, empezar algo nuevo, tomar la iniciativa o, hablando kantianamente, comenzar por sí mismo una cadena. El milagro de la libertad yace en este poder-comenzar [AnfangenKönnen] que a su vez estriba en el factum de que todo hombre en cuanto por nacimiento viene al mundo —que ya estaba antes y continuará después — es él mismo un nuevo comienzo. Esta idea de que la libertad es idéntica a comienzo o, hablando otra vez kantianamente, a espontaneidad nos resulta muy extraña porque es un rasgo característico de nuestra tradición de pensamiento conceptual y sus categorías identificar libertad con libre albedrío y entender por libre albedrío la libertad de elección entre dos alternativas ya dadas —dicho toscamente: entre el bien y el mal— y no simplemente la libertad de querer que esto o aquello sean así o asá. Esta tradición tiene naturalmente sus buenos motivos, en los que aquí no podemos entrar, y fue extraordinariamente fortalecida por la convicción, extendida ya desde la Antigüedad, de que la libertad no sólo no reside en la acción y en lo político, sino que, al contrario, únicamente es posible si el hombre renuncia a actuar, se retrae sobre sí mismo retirándose del mundo y evita lo político. Frente a esta tradición conceptual y categorial se levanta no sólo la experiencia, sea de tipo privado o público, de todo hombre, frente a ella también se alza sobre todo el testimonio nunca completamente olvidado de las lenguas antiguas, en que el griego arcihein significa comenzar y dominar, es decir, ser libre, y el latino agere poner algo en marcha, es decir, desencadenar un proceso. Por lo tanto, si esperar milagros es un rasgo del callejón sin salida a que ha ido a parar nuestro mundo, de ninguna manera esta esperanza nos saca del ámbito político originario. Si el sentido de la política es la libertad, es en este espacio —y no en ningún otro— donde tenemos el derecho a esperar milagros. No porque creamos en ellos sino porque los hombres, en la medida en que pueden actuar, son capaces de llevar a cabo lo improbable e imprevisible y de llevarlo a cabo continuamente, lo sepan o no. La pregunta de si la política tiene todavía algún sentido, aun cuando acabe en la fe en milagros —y ¿dónde debería acabar, si no?—, nos conduce inevitablemente de nuevo a la pregunta por el sentido de la política. Nota:. Evidentemente, Hannah Arendt empezó a reelaborar este fragmento antes de escribir «Presentación: El sentido de la política» (Fragmento 3d); se conserva la primera página del correspondiente manuscrito (página N. 022377, de H.A., numerada 1— ») cuyos detalles técnicos —tipografía, formato, papel— son los mismos que los del fragmento 3d, por lo que probablemente procede de la misma época que éste Por lo que respecta al contenido, pertenece al manuscrito precedente porque justo al principio aborda el tema «libertad». El texto de la página es el siguiente: Presentación: ¿Tiene la política todavía algún sentido? A la pregunta por el sentido de la política hay una respuesta tan sencilla y tan concluyente en sí misma, que se diría que todo lo demás está de sobra. La respuesta es: el sentido tela política es la libertad. Lo curioso de esta respuesta es que resulta obvia y convence, aunque entra en contradicción con las definiciones que las ciencias políticas dan en la Edad Moderna a lo político y tampoco coincide con la diversidad de teorías que, desde Platón, los filósofos de lo político suelen aportar. Pues estas definiciones y teorías parten de que la política es una necesidad ineludible para la vida del hombre; provee la subsistencia de la sociedad y asegura la vida del individuo. Si algo tiene que ver con la libertad es únicamente en rl sentido de que ésta es su fin, es decir, algo fuera de la política y para lo que la política es sólo un medio. Pero el sentido de una cosa, a diferencia de su fin, está incluido en ella misma Por lo tanto, si la libertad es el fin de la política, no puede ser su sentido. Consiguientemente, la libertad empieza donde el ejercicio de la política termina—de la misma muñera que la existencia de un objeto producido cualquiera comienza en el momento en que in productor le da el último retoque. Pero la frase: «El sentido de la política es la libertad» ¿lude a algo completamente distinto, a saber, a que la libertad o el ser-libre [Frei-sein] está incluido en lo político y sus actividades. Actualmente estamos sin duda muy cerca de entender la libertad como un fin de la política, y puede que la obviedad de la frase «el sentido de la política es la libertad» tenga mucho que ver con este malentendido. CASTORIADIS, Cornelius (Constantinopla, 1922 – París, 1997) Si bien nació en Constantinopla, su familia se trasladó a Atenas. Miembro de la Juventud Comunista griega a los 15 años, pronto formó un grupo de oposición. Deja Grecia gracias a que obtuvo una beca en Francia. En Paris se unió a los trotskistas. Funda junto con Claude Lefort la revista Socialismo o barbarie, desde donde criticaron el apoyo a las políticas de la URSS por parte de prominentes intelectuales franceses como Jean-Paul Sartre. La bancarrota del comunismo ruso y el surgimiento del capitalismo moderno -con su simultaneo apoyo y freno de la participación de la gente, y las nuevas formas de oposición resultantes- consistió en que el marxismo mismo se había convertido en una ideología de opresión que aletargaba las conciencias, sin contacto con los nuevos movimientos y aspiraciones de cambio. En los números finales de Socialismo o barbarie, Castoriadis planteo la nueva alternativa en términos tajantes: uno tenía que decidir entre seguir siendo marxista o…seguir siendo revolucionario. En la Institución imaginaria de la sociedad y en la colección progresiva de escritos (Encrucijadas del laberinto), Castoriadis elaboró nuevos conceptos, tal como el de imaginario. Para este filósofo y psicoanalista, la verdadera oposición no es "el individuo contra la sociedad", mediados por la "intersubjetividad", sino la psique versus la sociedad como polos mutuamente irreductibles; esto debido a que la mónada psíquica original no puede producir, por si misma, significaciones sociales. Al crear "significaciones del imaginario social", que no se pueden deducir de elementos o fuerzas racionales o reales, cada sociedad se instituye a sí misma aunque normalmente sin saber que lo está haciendo y , en la mayoría de los casos, impidiéndose a sí misma, por medios heterónomos, el reconocimiento de su propia auto institución. Su concepto de "imaginario radical social instituyente" -basado en una distinción decisiva entre "sociedad instituyente" y "sociedad instituida" que se infieren mutuamente- rompe simultáneamente con el funcionalismo y el estructuralismo, al mismo tiempo que proporciona la clave para entender una original forma de ser: "lo histórico-social" -una unidad que se autoinstituye y se autotransforma y que no se deja reducir a lo físico, biológico o psíquico.Castoriadis encontró que el imaginario trastoca el entero edificio de la "filosofía heredada". Castoriadis, Cornelius: “El deterioro de Occidente” en El avance de la insignificancia, Buenos Aires, EUDEBA, 1997. Entrevista con el filósofo Castoriadis, publicada en la revista Esprit, en diciembre de 1991. Esprit: Nos parece que la actualidad inmediata, con la guerra del Golfo y el fin del comunismo, plantea la cuestión del valor del modelo democrático. ¿No habrá que decir que, al fin y al cabo, hay una suerte de relativismo en el orden internacional? Por otra parte, ¿hay una nueva bipolaridad, o bien, una supremacía renovada de los Estados Unidos? Castoriadis: Con el derrumbe del imperio ruso-comunista, la impotencia de China, el acantonamiento, tal vez provisional, de; Japón y Alemania en el campo de la expansión económica, la nulidad manifiesta de la Europa de los Doce como entidad política, los Estados Unidos ocupan solos el escenario de la política mundial, reafirman su hegemonía, pretenden imponer un «nuevo orden mundial». La guerra del Golfo fue una manifestación de ello. Sin embargo, no pienso que se pueda hablar de una supremacía absoluta o de un orden unipolar. Los Estados Unidos tienen que hacer frente a un extraordinario número de países, de problemas, de crisis, ante los cuales sus aviones y sus misiles no pueden hacer nada. Ni la «anarquía» creciente en los países pobres, ni la cuestión del subdesarrollo, ni la del medio ambiente, pueden ser resueltas con bombardeos. Incluso, desde el punto de vista militar, la guerra del Golfo mostró el límite de lo que pueden hacer los Estados Unidos, con respecto a la utilización de armas nucleares.Al mismo tiempo, los Estados Unidos están padeciendo un debilitamiento, un deterioro interno del cual yo creo que en Francia no hay registro — desacertadamente—, ya que son el espejo en el que los otros países ricos pueden mirar su porvenir. La erosión del tejido social, los ghettos, la apatía y el cinismo sin precedente de la población, la corrupción en todos los niveles, la fantástica crisis de la educación (la mayoría de los estudiantes «graduados» son ahora de origen extranjero), elcuestionamiento del inglés como lengua nacional, la degradación continua del aparato productivo y económico; todo esto desgasta, a la larga, las posibilidades de hegemonía mundial de los Estados Unidos. Esprit: ¿La crisis del Golfo no representa el fracaso del supuesto alcance universal de los valores occidentales? CC.: La crisis del Golfo actuó como un extraordinario revelador de factores que se conocían, o que ya debían conocerse. Se pudo ver a los árabes, y a los musulmanes en general, identificarse masivamente con ese gangster y verdugo (le su propio pueblo que es Saddam Hussein. Mientras Saddam se opusiera a «Occidente», estaban dispuestos a borrar la naturaleza de su régimen y la tragedia de su pueblo. Las manifestaciones se redujeron tras la derrota de Saddam, pero la corriente de fondo sigue ahí: el integrismo o «fundamentalismo» islámico es más fuerte que nunca, y se extiende sobre regiones que parecían ir en otra dirección (África del norte, Pakistán, los países al sur del Sahara). Lo acompaña un odio visceral hacia Occidente, y esto se entiende: un ingrediente esencial de Occidente es la separación entre la religión y la sociedad política. Ahora bien, el Islam, como por cierto casi todas las religiones, se pretende una institución total y rechaza la distinción entre lo religioso y lo político. Esta corriente se completa y se autoexcita con una retórica «anticolonialista», y lo menos que se puede decir, en el caso de los países árabes, es que está hueca. Si hoy existen ara- bes en África del norte es porque ésta fue colonizada por los árabes a partir del siglo VII; lo mismo en los países del Medio Oriente. Y los primeros «colonizadores» no árabes del MedioOriente (y de África del norte) no fueron los europeos, sino otros musulmanes: primero los turcos seldjukas, luego los turcos otomanos. Irak permaneció bajo la dominación turca durante cinco siglos, y bajo el protectorado británico durante cuarenta año» No se trata de minimizar los crímenes del imperialismo occidental, sino de denunciar esa mistificación que presenta a los pueblos musulmanes sin la menor responsabilidad en su propia historia, sin haber hecho nunca otra cosa que sufrir pasivamente lo que otros, es decir los occidentales, les impusieron. ESPRIT: ¿NO encontramos aquí los límites de ese universalismo representado por Occidente frente a un culturalismo antidemocrático? CC.: Hay varios niveles en esta pregunta, que hoy alcanza una intensidad trágica. En un sentido, el «universalismo» no es una creación específica de Occidente. El budismo, el cristianismo' Á el Islam, son «universalistas» puesto que su llamado se dirige, en principio, a todos los humanos, quienes tienen todos el mismo derecho (y el mismo deber) de convertirse. Esta conversión presupone un acto de fe y conlleva la adhesión a un mundo de significaciones (y de normas, de valores, etc.) específico y cerrado. Esta clausura es el rasgo característico de las sociedades con una heteronomía fuerte. Lo propio de la historia greco occidental es la rupturade esta clausura, el cuestionamiento de las significaciones, de las instituciones, de las representaciones establecidas por la tribu, que le da otro contenido al universalismo; esta ruptura la par con el proyecto de autonomía social e individual, y por lo tanto, de las ideas de libertad y de igualdad, del autogobierno de las colectividades y los derechos _del individuo, de la democracia y la filosofía. Ahora bien, aqui nos encontramos con una paradoja mayúscula, alegremente escamoteada por los charlatanes que hablan de los derechos humanos, de la indeterminación de la democracia, de la acción de los medios de comunicación, de laautofundación de la razón, etcétera, — por los «Pangloss» que prosiguen con su retórica autocomplaciente sin dejarse perturbar por el furor y el ruido de la historia efectiva.Los «valores» de Occidente se pretenden universalesy, sin duda, lo son en el grado más alto, puesto que presuponen v conllevan el apartamiento de toda clausura histórico-social particular en la cual, en principio, los humanos siempre se hallan necesariamente atrapados. Pero es imposible no reconocer que tienen un enraizamiento histórico-social particular, que sería absurdo pretender que fueron contingentes. Para ir rápido, y tomar el asunto in media res:esa ruptura de la clausura, la tenemos de tras de nosotros, veinticinco siglos o cinco siglos detrás de nosotros. Pero los demás no la tienen. Para nosotros, es posible defender razonablemente «nuestros valores», pero es porque, precisamente, hemos erigido la discusión razonable como piedra de toque de lo aceptable y lo inaceptable. Si el otro entra en esa discusión, se ha inclinado, pues, del lado de nuestra tradición, donde todo puede ser examinado y discutido. Pero, si se atrinchera tras una revelación divina, o incluso simplemente en una tradición que él sacraliza (es, de alguna manera, el caso de los japoneses actuales), ¿qué quiere decir imponerle una discusión razonable? Y tendemos a olvidar, con demasiada facilidad, lo que ocurría —no hace mucho— en tierra cristiana, con aquellos libros, que proponían una discusión basándose en la razón e ignorando la fe, y con sus autores. Para que los demás —islamistas, hinduístas, qué sé yo— acepten el universalismo con el contenido que Occidente intentó darle a esta idea, tendrán que salir de suencierro religioso, de su magma de significaciones imaginarias. Hasta ahora, lo hacen muy poco —y es entre ellos, por excelencia, que el pseudomarxismo o el tercermundismo fue un sustituto de la religión, e incluso, por razones sobre las cuales volveremos, se aferran a ella. No podemos discutir, aquí y ahora, por qué fue así, y lo es todavía. ¿Por qué, por ejemplo, la filosofía hindú nunca cuestionó el mundo social, o por qué los comentadores árabes deAristóteles han escrito interminablemente sobre su metafísica y su lógica, pero han ignorado radicalmente toda la problemática política griega: del mismo modo que hay que esperar a Spinoza, el excomulgado, para encontrar una reflexión política en la tradición judía. Pero podemos detenernos sobre los factores que hacen que,hoy, las sociedades occidentales ricas sean incapaces de ejercer una influencia emancipadora sobre el resto del mundo, preguntamos por qué no sólo no contribuyen a la erosión de las significaciones religiosas en tanto éstas bloquean la constitución de un espacio político, sino que finalmente tiendan tal vez a reforzar su dominio. ¿Cuál es el «ejemplo» que esas sociedades de capitalismo liberal dan al resto del mundo? Primero, el de la riqueza y el poder tecnológico y militar. Esto, les gustaría adoptarlo a los demás, y a veces lo logran (Japón, los «cuatro dragones», pronto, sin duda algunos otros). Pero, como lo muestran estos ejemplos y contrariamente a los dogmas marxistas e incluso «liben les», esto como tal no implica nada y no supone nada en cuanto a la emergencia de un proceso emancipatorio. „ Pero al mismo tiempo, esas sociedades presentan al resto del mundo una imagen que causa rechazo a de sociedades en lascuales reina un vacío total de significaciones. El único valor es el dinero, la notoriedad en los medios masivos de comunicaciónó el poder, en el sentido más vulgar e irrisorio del término. En ellas, las comunidades son destruidas, la solidaridad se reduce a disposiciones administrativas. Frente a semejante vació, las significaciones religiosas se mantienen, o incluso ganan poder. Ciertamente, también existe lo que periodistas y políticos llaman la «democracia», y que es en realidad una oligarquía liberal.En vano se buscaría aquí el ejemplo de lo que es un ciudadano responsable, «capaz de gobernar y de ser gobernado como decía Aristóteles, de lo que es una colectividad política reflexiva y deliberativa. Sin duda subsisten en ella, como resultado de largas luchas anteriores, libertades, importantes y valiosas. aunqueparciales; son esencialmente defensivas y negativas. En la realidad histórico-social efectiva del capitalismo contemporáneo, esas libertades funcionan cada vez más como simple complemento instrumental del dispositivo maximizador de los «disfrutes» individuales. Y esos «disfrutes» son el único contenido sustantivo del individualismo con el que nos están aturdiendo. Porque no puede haber individualismo puro, es decir vacío.Los individuos supuestamente «libres de hacer lo que guieran» no están sin hacer nada, ni hacen cualquier cosa. Hacen cosas precisas, definidas, particulares, desean v emplean ciertos objetos y rechazan otros, valoran tales actividades, etc. Ahora bien, esos objetos y esas actividades no son ni pueden ser determinados exclusivamente, ni siquiera esencialmente, por los «individuos» solos, están determinados por el campo histórico- social. por la institución especifica de la sociedad en la que viven y sus significaciones imaginarias. Sin duda, se puede hablar de un ' «individualismo» de los verdaderos budistas, incluso si esos presupuestos metafísicos se oponen diametralmente a los del «individualismo» occidental (nulidad del individuo allá, realidad sustancial autárquica del individuo aquí); pero ¿cuál es el contenido sustantivo del primero? En principio, la renuncia al mundo y a sus «disfrutes». Del mismo modo, en el Occidente contemporáneo, el «individuo» libre, soberano, autárquico, sustancial, en la gran mayoría de los casos ya no es sino una marioneta que realiza espasmódicamente los gestos que le impone el campo históricosocial: hacer dinero, consumir y «gozar» (si lo logra...). Supuestamente «libre» de darle a su vida el sentido que quiera, en la aplastante mayoría de los casos no le da sino el «sentido» que impera, es decir el sinsentido del aumento indefinido del consumo. Su «autonomía» vuelve a ser «heteronomía», su «autenticidad» es el conformismo generalizado que reina a nuestro alrededor. Esto equivale a decir que no puede haber «autonomía” individual si no hay autonomía colectiva, ni «creación de sentido» para su vida por parte de cada individuo, que no se inscriba en el marco de una creación colectiva de significados. Y es la infinita banalidad de esas significaciones en el Occidente contemporáneo la que condiciona su capacidad de ejercer una influencia sobre el mundo no occidental,de contribuir en éste a la erosión del dominio de las significaciones religiosas o similares. (…) CC.: Está claro que no estoy hablando de la desaparición de un sentido dado de antemano y que no lo lamento. El sentido dado de antemano es la heteronomía. Una sociedad autónoma, una sociedad verdaderamente democrática, es una sociedad que cuestiona todo sentido dado de antemano, y donde, por ese mismo hecho, se libera la creación de significaciones nuevas. Y en una sociedad semejante, cada individuo es libre de crear para su vida el sentido que quiera (o que pueda). Pero es absurdo pensar que pueda hacer eso fuera de todo contexto y de todo condicionamiento histórico-social. Dado lo que es ontològicamente el individuo, esta propuesta es de hecho una tautología. El individuo individuado crea un sentido para' su vida al participar en las significaciones que crea su sociedad, al participar en su creación, sea como «autor», sea como «receptor» (público) de esas significaciones. Y siempre he insistido en el hecho de que la verdadera «recepción» de una obra nueva es tan creadora como su creación. (…) El gran arte es a la vez la ventana de la sociedad sobre el caos y la forma dada a este caos (mientras que la religión es la ventana hacia el caos y la máscara que oculta ese caos): El arte es una forma que no enmascara nada. A través de esa forma, el arte muestra, indefinidamente, el caos; y por esa vía cuestiona las significaciones establecidas, hasta la significación de la vida humana y de sus contenidos más indiscutibles. El amor está en el centro de la vida personal en el siglo XIX (…) Por eso, lejos de ser incompatible con una sociedad autónoma, democrática, el gran arte es inseparable pues una sociedad democrática sabe, debe saber, que no hay significación asegurada, que vive sobre el caos, que ella misma es un caos que debe darse su forma, jamás fijada de una vez para siempre. Es a partir de ese saber que crea sentido y significación. Ahora bien, ese saber —vale decir, el saber de la mortalidad - es el que la sociedad y el hombre contemporáneos recusan y rechazan. Y por ese mismo camino, el gran arte se vuelve imposible, en el mejor de los casos marginal, sin participación recreadora del público Ustedes preguntaban si la experiencia de la libertad no se vuelve insostenible. Hay dos respuestas a esta pregunta, que son solidarias. La experiencia de la libertad se vuelve insostenible en la medida en que no se logra hacer nada con esa libertad. ¿Por qué queremos la libertad? Primero, la queremos, ciertamente. por ella misma; pero también, para poder hacer cosas. Si no se puede, si no se quiere hacer nada, esa libertad se convierte en la pura figura del vacío. Horrorizado ante ese vacío, el hombre contemporáneo se refugia en la acumulación laboriosa de sus «ratos libres», en una rutina cada vez más repetitiva y cada vez más acelerada. Al mismo tiempo, la experiencia de la libertad es indisociable de la experiencia de la mortalidad. (Las «garantías de sentido» son evidentemente el equivalente de la denegación de la mortalidad: aquí también, el ejemplo de las religiones es elocuente.) Un ser —individuo o sociedad— no puede ser autónomo si no ha aceptado su mortalidad. Una verdadera democracia «—no una «democracia» como simple trámite—, una sociedad autorreflexiva, y que se auto- instituye, que siempre pueda cuestionar sus instituciones y sus significaciones, vive precisamente en la experiencia de la mortalidad virtual de toda significación instituida. Sólo a partir de ahí puede crear y, en último caso, instaurar «monumentos imperecederos»: imperecederos en tanto demostración, para todos los hombres del Futuro, de la posibilidad de crear significación habitando al borde del Abismo.(…) A GAMBEN, Giorgio (Roma, 1942) Filósofo italiano. En su juventud asistió a los célbres seminarios de Martín Heidegger en Le Thor. Ha dictado cursos en diferentes universidades europeas. Fue Director de programa en el Collége International de Philosophie de Paris. Profesor de Iconología en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Entre sus libros se destacan: El hombre sin contenido (1970), El lenguaje y la muerte (1982), Idea de la prosa (1985), Homo sacer (1995), Medios sin fin (1996), El tiempo que resta (2000), Altísima pobreza (2011) Giorgio Agamben ¿Qué es un dispositivo? 1. En filosofía las cuestiones terminológicas son importantes. Como lo ha dicho un filósofo por quien tengo un gran respeto, la terminología es el momento poético del pensamiento. Esto no significa que los filósofos estén obligados a definir en cada ocasión los términos técnicos que emplean. Platón nunca definió el término más importante de SU filosofía: idea. Otros, como Spinoza y Leibniz, prefirieron definir more geometricoSU terminología. Mi hipótesis es que la palabra dispositivo es un término decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Sobre todo, lo utiliza a partir de los años setenta, cuando comienza a ocuparse de la “gubernamentalidad” O “gobierno de hombres”. Si bien es cierto que no ofrece jamás una definición en sentido propio, SÍ se acerca en una entrevista de 1977: Aquello sobre lo que trato de reparar con este nombre es [...] un conjunto resueltamente heterogéneo que compone los discursos, las Instituciones, las habilitaciones arquitectónicas, las decisiones reglamentarias, las leyes, las medidas administrativas, los enunciados científicos, las proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas. En fin, entre lo dicho y lo no dicho, he aquí los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que tendemos entre estos elementos. [...] Por dispositivo entiendo una suerte, diríamos, de formación que, en un momento dado, ha tenido por función mayoritaria responder a una urgencia. De este modo, el dispositivo tiene una función estratégica dominante [...]. He dicho que el dispositivo tendría una naturaleza esencialmente estratégica; esto supone que allí se efectúa una cierta manipulación de relaciones de fuerza, ya sea para desarrollarlas en tal O cual dirección, ya sea para bloquearlas, O para estabilizarlas, utilizarlas. ASÍ, el dispositivo siempre está inscrito en un juego de poder, pero también ligado a un límite O a los límites del saber, que le dan nacimiento pero, ante todo, lo condicionan. Esto es el dispositivo: estrategias de relaciones de fuerza sosteniendo tipos de saber, y [son] sostenidas por ellos (Foucault, Dits et écrits, VOI. III, pp. 229 y SS). Resumamos brevemente en tres puntos: 1) [El dispositivo] se trata de un conjunto heterogéneo que incluye virtualmente cada cosa, sea discursiva O no: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas policíacas, proposiciones filosóficas. El dispositivo, tomado en SÍ mismo, es la red que se tiende entre estos elementos. 2) El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta, que siempre está inscrita en una relación de poder. 3) Como tal, el dispositivo resulta del cruzamiento de relaciones de poder y de saber. (…) El tercer capítulo del ensayo de Hyppolite se titula: “Razón e historia. Las ideas de positividad y de destino”. El autor concentra su análisis sobre dos obras de la época “de Berne y de Francfort”, que cubren los años 1795 y 1796: la primera es El espíritu del cristianismo y su destino; la segunda, de donde viene el término que nos interesa, se titula La positividad de la religión cristiana (Die Positivitàt der Christliche Religion).Según Hyppolite, “destino” y “positividad” son dos conceptos clave del pensamiento de Hegel. Particularmente, el término “positividad” encuentra su lugar propio en la oposición entre “religión natural” y “religión positiva”. Mientras la religión natural concierne a la relación inmediata y general de la razón humana con lo divino, la religión “positiva” o histórica abarca al conjunto de creencias, reglas y ritos que se encuentran impuestos desde el exterior de los individuos en una sociedad dada, en un momento dado de su historia. “Una religión positiva”, escribe Hegel en un pasaje citado por Hyppolite, “implica los sentimientos que están más o menos impresos por obligación en el alma; las acciones que son el efecto de un mandato y el resultado de una obediencia y que son llevadas a cabo sin interés directo” (Jean Hyppolite, en Introduction à la philosophie de l’histoire de Hegel, p. 43). Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica de la libertad y del mandato, como también a aquélla de la razón y de la historia. En un pasaje que pudo haber suscitado la curiosidad de Foucault, y que no contiene más que el simple presagio de la noción de dispositivo, Hyppolite precisa: [...] de este modo, hemos visto el nudo de cuestiones que se presentan a propósito de este concepto de positividad, y los sucesivos intentos de Hegel por reunir dialécticamente -una dialéctica que, sin embargo, no es consciente de SÍ misma- la pura razón (teórica y, sobre todo, práctica) y la positividad, es decir, el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo a la libertad del hombre y, como tal, es condenada. Indagar los elementos positivos de una religión, y podríamos añadir de un estado social, es descubrir aquello en lo que se imponen al hombre como obligación, aquello que mancha la pureza de la razón; en otro sentido, que acaba con la superación durante el desarrollo de Hegel, [por ello,] la positividad debería estar conciliada con la razón que, ahora, pierde su carácter abstracto y deviene adecuada a la riqueza concreta de la vida. ASÍ, vemos por qué el concepto de positividad está en el centro de las perspectivas hegelianas (Jean Hyppolite, Introduction a la philosophie de l'histoire de Hegel, p. 46). Si “positividad” es, según Hyppolite, el nombre que el joven Hegel confiere al elemento histórico, con todo ese peso de reglas, de ritos y de instituciones que están impuestas a los individuos por un poder exterior pero que se halla, por así decirlo, interiorizada en el sistema de creencias y sentimientos, entonces, empleando este término, Foucault toma posición respecto de un problema decisivo del que él se apropia: la relación entre los individuos como seres vivos y el elemento histórico -si entendemos por éste el conjunto de instituciones, procesos de subjetivación y reglas, en cuyo seno las relaciones de poder se concretan. El objetivo final de Foucault no es -como en Hegelreconciliar estos dos elementos. Él no hace más que resaltar el conflicto que los opone. Foucault se propone, más bien, investigar los modos concretos por los cuales las positividades (O IOS dispositivos) actúan al interior de las relaciones, en IOS mecanismos y en IOS juegos del poder. Desde ahora debe aclararse la razón por la que afirmé que el término “dispositivo” es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. NO se trata de un término particular referido a una tecnología de poder entre otras, sino de un término general que tiene la misma amplitud que “positividad” en el joven Hegel en la interpretación de Hyppolite. En la estrategia de Foucault este término viene a ocupar el lugar de eso que definió de manera crítica como “los universales”. ES bien conocido que Foucault siempre rechazó ocuparse de esas categorías generales O entidades racionales que él llamaba los universales, como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Sin embargo, esto no significa que no se encuentren en SU obra conceptos operativos de alcance general. En la estrategia de Foucault, precisamente, se recurre a los dispositivos para tomar el lugar de esos universales. NO corresponden a tal O cual medida policíaca, a tal O cual tecnología de poder, y menos a una generalidad obtenida por abstracción, sino más bien a eso que en la entrevista de 1977 apunta como “la red que existe entre esos elementos”. Si ahora nos dirigimos hacia la definición del término “dispositivo” que se encuentra en los diccionarios franceses de USO común, encontraremos esta distinción entre tres significados: 1) Un sentido jurídico en sentido estricto: “El dispositivo es la parte de un juicio que contiene la decisión por oposición a los motivos”, es decir, la parte de la sentencia (O de la ley) que decide y que dispone. 2) Una significación tecnológica: “La manera en la que están dispuestas las piezas de una máquina O de un mecanismo y, por extensión, el mecanismo en SÍ mismo”. 3) Una significación militar: “El conjunto de medios dispuestos conforme a un plan”. Cada uno de estos significados está presente, de cierta manera, en el USO que Foucault efectúa del término, pero los diccionarios -particularmente aquellos desprovistos de un carácter histórico O etimológico- trabajan dividiendo O separando las diferentes significaciones del término. Ahora bien, en general esta fragmentación corresponde al despliegue y a la articulación histórica de una única significación original que es importante no perder de vista. ¿Cuál es, en el caso de “dispositivo”, esta significación original? Está claro que el término, tanto en el USO común como en aquel que propone Foucault, parece remitir a un conjunto de prácticas y mecanismos (invariablemente, discursivos y no discursivos, jurídicos, técnicos y militares) que tienen por objetivo enfrentar una urgencia para obtener un efecto más O menos inmediato. Ahora bien, ¿en el seno de qué estrategia de praxis O de pensamiento, en qué contexto histórico, el término moderno de dispositivo localizó SU origen? (…) Uno de los principios del método que aplico constantemente en mis investigaciones, así como en los contextos sobre los que trabajo, consiste en identificar en los textos eso que Feuerbach llamaría el elemento filosófico, es decir (…)el locusy el momento donde son susceptibles de ser Incitados. Por tanto, cuando interpretamos y desplegamos el texto de un autor en este sentido, siempre se alcanza un momento en el que se cae en cuenta que no es posible perseguirlo sin contravenir las reglas más elementales de la hermenéutica. Ello significa que el desplegado del texto estudiado alcanza un punto de indistinguibilidad, donde se vuelve imposible distinguir al autor del intérprete. ASÍ como éste podría considerarse un momento particularmente feliz para el intérprete, él mismo debe comprender, por ello, que es tiempo de abandonar el texto que somete al análisis y perseguir la reflexión por SU cuenta. De este modo, conviene abandonar el contexto de la filología para situar los dispositivos en un nuevo contexto. Propongo simplemente una partición general y masiva del ente en dos grandes conjuntos O clases: por una parte, los seres vivos (O sustancias); por la otra, los dispositivos, al interior de los cuales no cesan de ser asidos aquéllos. ASÍ, por un lado, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas; del otro, la oikonomia de los dispositivos que intentan gobernarlas y guiarlas hacia el bien. Entonces, para otorgar una generalidad más grande a la clase de por SÍ vasta de los dispositivos de Foucault, llamo dispositivo a todo aquello que tiene, de una manera U otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos. NO solamente las prisiones, sino además los asilos, el panoptikon, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas y las medidas jurídicas, en las cuales la articulación con el poder tiene un sentido evidente; pero también el bolígrafo, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarro, la navegación, las computadoras, los teléfonos portátiles y, por qué no, el lenguaje mismo, que muy bien pudiera ser el dispositivo más antiguo, el cual, hace yamuchos miles de años, un primate, probablemente incapaz de darse cuenta de las consecuencias que acarrearía, tuvo la inconciencia de adoptar. Existen entonces dos clases: los seres vivos (O las sustancias) y los dispositivos. Entre las dos, como tercera clase, los sujetos. Llamo sujeto a eso que resulta de la relación cuerpo a cuerpo, por así decirlo, entre los vivientes y los dispositivos. Naturalmente, como en la antigua metafísica, las sustancias y los sujetos parecen confundirse, aunque no completamente. Por ejemplo, un mismo individuo, una misma sustancia, pudiera dar lugar a muchos procesos de subjetivación: el usuario de teléfonos celulares, el internauta, el autor de narraciones, el apasionado del tango, el altermundista, etcétera. Al desarrollo infinito de los dispositivos de nuestro tiempo corresponde un desarrollo asimismo infinito de los procesos de subjetivación. Esta situación podría dar la impresión de que la categoría de la subjetividad propia de nuestro tiempo está en proceso de fluctuar y de perder SU consistencia, pero si queremos ser precisos se trata menos de una desaparición O de un exceso que de un proceso de diseminación que empuja al extremo la dimensión de mascarada que no ha cesado de acompañar a toda identidad personal. NO será para nada erróneo definir la fase extrema del desarrollo del capitalismo en la cual vivimos como una gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Ciertamente, los dispositivos existen desde que el homo sapiens apareció. Sin embargo, parece que actualmente no hay un solo instante en la vida de los individuos que no sea modelado, contaminado O controlado por un dispositivo. ¿Entonces, de qué manera nos podemos oponer a esta situación, qué estrategia debemos adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo cotidiano frente a estos dispositivos? NO se trata simplemente de destruirlos ni, como sugieren algunos ingenuos, de utilizarlos con justeza. Por ejemplo, cuando viví en Italia, es decir, en un país donde los gestos y los comportamientos de los individuos han sido reconfigurados de arriba a abajo por IOS teléfonos portátiles, terminé por alimentar un odio implacable por ese dispositivo, que ahora ha facilitado relaciones hasta entre las personas más abstractas. ASÍ como me he sorprendido preguntándome muchas veces por cómo destruir O desactivar IOS teléfonos portátiles no creo que pudiéramos encontrar en ello una buena solución. La cuestión es que, según toda probabilidad, IOS dispositivos no son un accidente en el cual IOS hombres se encontrarían por azar; éstos prolongan SUS raíces en el proceso mismo de “hominización” que ha convertido en humanos a IOS animales que agrupamos bajo la categoría de homo sapiens. En efecto, el acontecimiento que produjo al humano constituye para el ser vivo algo parecido a una escisión que reproduce, de cierta manera, la escisión que la oikonomia introdujo en Dios entre el ser y la acción. Esta escisión separa al ser vivo de SÍ mismo y de la relación inmediata que mantiene con SU medio -es decir, aquello que Uexküll, y después Heidegger, llamarían el “círculo receptordesinhibidor”. Cuando esta relación es borrada O interrumpida el ser vivo conoce el aburrimiento, es decir, la capacidad de suspender SU relación inmediata con IOS desinhibidores; y lo Abierto, es decir, la posibilidad de conocer al ente en tanto que ente, de construir un mundo. NO obstante, junto a esta posibilidad también es dada, inmediatamente, la posibilidad de IOS dispositivos que pueblan lo Abierto de IOS instrumentos, de IOS objetos, de IOS gadgets, de las máquinas y de las tecnologías de toda especie. A través de IOS dispositivos, el hombre trata de devolver al vacío IOS comportamientos animales que están separados de él y que disfrutan lo Abierto como tal, del ente en tanto ente. De este modo, en la raíz de todo dispositivo se localiza un deseo de bondad humana, muy humano, y tanto la apropiación como la subjetivación de ese deseo se alojan al interior de una esfera separada, que constituye la potencia específica del dispositivo. 3. La estrategia que debemos adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo frente a IOS dispositivos no puede ser simple. De hecho, se trata de liberar aquello que ha sido apropiado y separado por los dispositivos para situarlo en el USO común. ES desde esta perspectiva que ahora quisiera volver hacia un concepto sobre el que me he dedicado a trabajar recientemente. Se trata de un término que proviene de la esfera del derecho y de la religión romana (derecho y religión están directamente vinculadas, y no solamente en Roma): la profanación. Según el derecho romano las cosas que, de una manera U otra, pertenecen a los dioses serían sagradas O religiosas. Como tales, se ven sustraídas del libre USO y del comercio de los hombres, y no se pueden ni vender, darlas en préstamo ni cederlas en usufructo O ponerlas en servidumbre. Sería sacrilegio violar O transgredir esta indisponibilidad especial reservada a los dioses del cielo (IOS llamaremos “sagrados”) O a aquellos de IOS infiernos (a éstos les diremos simplemente “religiosos”). Mientras que consagrar (sacrare) designaría la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaría, por el contrario, SU restitución al libre USO de IOS hombres. Por ello, el gran jurista Trebacio escribiría: “En sentido propio, es profano aquello que, después de lo sagrado O religioso que era, se encuentra restituido al USO y la propiedad de IOS hombres”. En esta perspectiva, podríamos definir a la religión como aquello que sustrae las cosas, IOS lugares, IOS animales O las personas del USO común para transferirlas al seno de una esfera separada. NO solamente no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene O conserva ante SÍ un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que echa a andar y que norma la separación es el sacrificio: este último marca -en cada caso- el pasaje de lo profano a lo sagrado, de la esfera de IOS hombres a la esfera de IOS dioses, a través de una serie de rituales minuciosos que varían en función de la diversidad de las culturas, de IOS cuales Hubert y Gauss han efectuado el inventario. La cesura que separa las dos esferas es esencial, como esencial es el pasaje que la víctima debe transitar en un sentido U otro. Aquello que ha sido separado por el rito puede restituirse por el propio rito a la esfera profana. La profanación es el contradispositivo que restituye al USO común eso que el sacrificio hubo separado y dividido. Desde esta perspectiva, el capitalismo y las figuras modernas del poder parecen generalizar y empujar al extremo los procesos de separación que definen a la religión. Si consideramos la genealogía teológica de los dispositivos que hemos examinado y que permite reconducirlos al paradigma cristiano de la oikonomia, es decir, al gobierno divino del mundo, advertimos que los dispositivos modernos presentan, no obstante, una diferencia con respecto a los dispositivos tradicionales. Esta diferencia hace a SU profanación particularmente difícil. En efecto, todo dispositivo implica un proceso de subjetivación sin el cual no podría funcionar como dispositivo de gobierno, aunque se reduzca a un puro ejercicio de violencia. Foucault ha mostrado, asimismo, cómo en una sociedad disciplinaria los dispositivos aluden, a través de una serie de prácticas y de discursos, de saberes y de ejercicios, a la creación de cuerpos dóciles pero libres, que asumen SU identidad y SU libertad de sujetos en el proceso mismo de SU asubjetivación. De esta manera, el dispositivo, antes que todo, es una máquina que produce subjetiva- ciones y, por ello, también es una máquina de gobierno. El ejemplo de la confesión se revela particularmente esclare- cedor: la formación de la subjetividad occidental, completamente escindida y, por tanto, controlada y cierta de ella misma, es inseparable de la acción plurisecular del dispositivo de la penitencia, donde un nuevo Yo se constituye por la negación y la recuperación del viejo Yo.ASÍ, la escisión del sujeto puesta en marcha por el dispositivo penitenciario produce un nuevo sujeto que encuentra SU verdad en la no-verdad del yo pecador repudiado. Consideraciones análogas podrían formularse del dispositivo de la prisión que produce, como una consecuencia más O menos desatendida, la constitución de un sujeto y de un entorno para el delincuente que deviene, a SU vez, el sujeto de nuevas técnicas de gobierno -en esta ocasión, perfectamente calculadas. Aquello que define a IOS dispositivos que empleamos en la fase actual del capitalismo es que no efectúan la producción de un sujeto, sino más bien que son procesos que podemos llamar “procesos de desubjetivación’’. Un momento de desub- jetivación ha estado incluido, como lo hemos visto, en todo el proceso de subjetivación y del YO de la penitencia al negarse. Sin embargo, hoy IOS procesos de subjetivación y de desubjetivación parecieran ocurrir recíprocamente indiferentes, y no dan más lugar a la recomposición de un nuevo sujeto, sino bajo una forma larvaria y, por así decirlo, espectral. En la no-verdad del sujeto no discurre, de ninguna manera, SU verdad. Quien se deje asir en el dispositivo del “teléfono portátil", sea cuál sea la intensidad del deseo que lo empuje, no adquiere una nueva subjetividad, sino únicamente un número por medio del cual podrá, eventualmente, ser controlado; el espectador que pasa SU tarde frente a la televisión no recibe a cambio de SU desubjetivación más que la máscara frustrante de un zappea- dor,O SU inclusión en un índice de audiencia. Por ello, la vanidad de esos discursos sobre la técnica atiborrados de buenas intenciones pretende que el problema de IOS dispositivos se reduce a SU buen USO. Estos discursos parecen olvidar que si un proceso de subjetivación (y, en nuestro caso, un proceso de desubjetivación) corresponde a cada dispositivo, es a todas vistas imposible que el sujeto del dispositivo lo utilice “de manera correcta". LO que es más, IOS defensores de tales discursos frecuentemente son, a SU vez, el resultado del dispositivo mediático en el cual se hallan acogidos. De este modo, las sociedades contemporáneas se presentarían como cuerpos inertes atravesados por gigantescos procesos de desubjetivación, IOS cuales no responden a ninguna subjetivación real. Como consecuencia de ello, surgen el eclipse de la política que suponen IOS sujetos y las identidades reales (el movimiento obrero, la burguesía, etcétera) y el triunfo de la economía, es decir, de una pura actividad de gobierno que no persigue otra cosa que SU propia reproducción. ASÍ, la derecha y la izquierda, que hoy se turnan para administrar el poder, tienen muy poca relación con el contexto político de donde provienen IOS términos que las designan; nombran simplemente IOS dos polos de la misma máquina de gobierno -un polo que sugiere, sin el menor escrúpulo, la desubjetivación, mientras que el otro quisiera recubrirla con la máscara hipócrita del buen ciudadano de la democracia. Por esta razón, sobre todo, se produce la extraña inquietud del poder en el momento en que se encuentra frente al cuerpo social más dócil y más sumiso que jamás hubiese aparecido en la historia de la humanidad. NO es más que por una paradoja aparente que el ciudadano inofensivo de las democracias postindustriales (el bloom, como se nos ha sugerido con eficacia para nombrar), aquél que ejecuta con presteza todo eso que se le dice que haga y que no se opone más que con SUS gestos más cotidianos; esos que se preocupan porque SU salud, SUS posibilidades de evasión y SUS actividades, SU alimentación y SUS deseos sean comandados y controlados por dispositivos hasta en IOS detalles más ínfimos; ese ciudadano que por ello -y puede ser precisamente a causa de ello- es considerado un terrorista potencial. Ahora que las normas europeas imponen a todos IOS ciudadanos SUS dispositivos biométricos que desarrollan y perfeccionan las tecnologías antropométricas (desde impresiones digitales hasta fotografías signalé- ticas) que fueron inventadas en el siglo xix para identificar a IOS criminales fichados, la videovigilancia transforma IOS espacios públicos de nuestras ciudades en interiores de inmensas prisiones. A IOS ojos de la autoridad -y puede que tengan razón- nada se parece más a un terrorista que un hombre ordinario. Mientras cada vez más IOS dispositivos se conviertan en intrusivos y diseminen SU poder en cada sector de nuestra vida, en mayor medida el gobierno se encontrará frente a un elemento inasible, que parece mayormente sustraerse a SU captura que a SU capacidad de someterlo con docilidad. Esto último no representa en SÍ mismo un elemento revolucionario, ni capaz de detener O al menos amenazar a la maquinaria gubernamental. En vez de ese fin de la historia que no cesamos de anunciar, más bien asistimos a uno de los grandes giros hacia la nada de la maquinaria gubernamental, que en una especie de increíble parodia de la economía teológica, ha tomado para SÍ la herencia de un gobierno providencial del mundo. Sin embargo, en vez de salvarlo permanece fiel a la vocación escatológica originaria de la providencia y lo conduce a la catástrofe. El problema de la profanación de los dispositivos (es decir, de la restitución al USO común de aquello que fue tomado y separado en ellos) es urgente. Este problema no será jamás correc- tamente formulado en tanto aquellos que lo poseyeron no sean capaces de intervenir también en el proceso de subjeti- vación, así como en los propios dispositivos, para traer a la luz ese “Ingobernable” que es a la vez el punto de origen y el punto de partida de toda política. ARCUSE, Herbert (Berlin, 1898 – Starngerg 1979)Herbert Marcusefue fue uno de los miembros más importantes de la Frankfurt School o el Institute for Social Research (Institute für Sozialforschung) en Frankfurt am Main. La Escuela de Frankfurt se formó en 1922 pero se trasladó en exilio a los Estados Unidos en la década del ‘30 durante el Tercer Reich en Alemania. A pesar que la mayor parte de sus miembros regresaron a Alemania luego de la Segunda Guerra Mundial, Marcuse se quedó en los Estados Unidos. M La Escuela de Frankfurt tuvo un inmenso impacto no solo en filosofía sino también en el área de teoría social y política. En la década del ‘60 Marcuse se convirtió en uno de los filósofos y teóricos sociales más conocidos del mundo. Se lo conoció también como el Guru de la Nueva Izquierda (un título que él rechazaba). El Instituto estableció una sucursal en Geneva, Suiza, desde donde el filósofo trabajó. Irá luego a Paris por un período corto y finalmente, en Julio de 1934 viaja a Nueva York. En el período 1934–1942 Marcuse trabajó en la Columbia University. En 1942 se mudó a Washington D.C. para trabajar en la Oficina de Información de Guerra y luego en la Oficina de Servicios Estratégicos, analizando informes de inteligencia sobre Alemania. Más tarde, enseñaría en la Brandeis University y luego en la University of California, San Diego. Se hizo ciudadano norteamericano en 1940 y permaneció en Estados Unidos hasta su muerte en 1979. Pero falleció a causa de un paro cardíaco cuando estaba de visita en Alemania, a invitación de la segunda generación de Frankfurtianos, en la persona de Jürgen Habermas.Tres libros lo hicieron famoso: Razón y revolución (1941), Eros y civilización (1955) y El hombre unidimensional (1964).En este último, Marcuse lleva a cabo un análisis de las modernas sociedades occidentales que, bajo un disfraz seudodemocrático, esconden una estructura totalitaria basada en la lucha de clases y la explotación del hombre. MARCUSE, Herbert: “La sociedad unidimensional” en El hombre unidimensional [1964] 1.- Las nuevas formas de control. Una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada. ¿Qué podría ser, realmente más racional que la supresión de la individualidad en el proceso de mecanización de actuaciones socialmente necesarias aunque dolorosas; que la concentración de empresas individuales en corporaciones más eficaces y productivas; que la regulación de la libre ¡competencia entre sujetos económicos desigualmente provistos; que la reducción de prerrogativas y soberanías nacionales que impiden la organización internacional de los recursos? Que este orden tecnológico implique también una coordinación política e intelectual puede ser una evolución lamentable y, sin embargo, prometedora. Los derechos y libertades que fueron factores vitales en los orígenes y etapas tempranas de la sociedad industrial se debilitan en una etapa más alta de esta sociedad: están perdiendo su racionalidad y contenido tradicionales. La libertad de pensamiento, de palabra y de conciencia eran —tanto como la libre empresa, a la que servían para promover y proteger— esencialmente ideas crlticas, destinadas a reemplazar una cultura material e intelectual anticuada por otra más productiva y racional. Una vez institucionalizados, estos derechos y libertades compartieron el destino de la sociedad de la que se habían convertido en parte integrante. La realización anula las premisas . En la medida en que la independencia de la necesidad, sustancia concreta de toda libertad, se convierte ni una posibilidad real, las libertades propias de un estado de productividad más baja pierden su contenido previo. Una sociedad que parece cada día más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada, priva a la independencia de pensamiento, a la autonomía y al derecho de oposición política de su función crítica básica. Tal sociedad puede exigir justamente la aceptación de sus principios e instituciones, y reducir la oposición a la mera promoción y debate de políticas alternativas dentro del statu quo. En ese respecto, parece de poca importancia que la creciente satisfacción de las necesidades se efectúe por un sistema autoritario o no-autoritario. Bajo las condiciones de un creciente nivel de vida, la disconformidad con el sistema aparece como socialmente inútil, y aún más cuando implica tangibles desventajas económicas y políticas y pone en peligro el buen funcionamiento del conjunto. Es cierto que, por lo menos en lo que concierne a las necesidades de la vida, no parece haber ninguna razón para que la producción y la distribución de bienes y servicios deba proceder a través de la concurrencia competitiva de las libertades individuales. Desde el primer momento, la libertad de empresa no fue precisamente una bendición. En tanto que libertad para trabajar o para morir de hambre, significaba fatiga, inseguridad y temor para' la gran mayoría de la población. Si el individuo no estuviera aún obligado a probarse a sí mismo en el mercado, como sujeto económico libre, la desaparición de esta clase de libertad sería uno de los mayores logros de la civilización. El proceso tecnológico de mecanización y normalización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad. La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo. El individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo. El individuo tendría libertad para ejercer la autonomía sobre una vida que sería la suya propia. Si el aparato productivo se pudiera organizar y dirigir hacia la satisfacción de las necesidades vitales, su control bien podría ser centralizado; tal control no impediría la autonomía individual, sino que la haría posible. Éste es un objetivo que está dentro de las capacidades de la civilización industrial avanzada, el “fin” de la racionalidad tecnológica. Sin embargo, el que opera en realidad es el rumbo contrario; el aparato impone sus exigencias económicas y políticas para expansión y defensa sobre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, sobre la cultura material e intelectual. En virtud de I» manera en que ha organizado su base tecnológica, la sociedad industrial contemporánea tiende a ser totalitaria. Porque no es sólo «totalitaria» una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica noterrorista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados, impidiendo por lo tanto el surgimiento de una oposición efectiva contra el todo. No sólo una forma específica de gobierno o gobierno de partido hace posible el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y distribución que puede muy bien ser compatible con un «pluralismo» de partidos, periódicos, «poderes compensatorios», etc. Hoy en día el poder político se afirma por medio de su poder sobre el proceso mecánico y sobre la organización técnica del aparato. El gobierno de las sociedades industriales avanzadas y en crecimiento sólo puede mantenerse y asegurarse cuando logra movilizar, organizar y explotar la productividad técnica, científica y mecánica de que dispone la civilización industrial. Y esa productividad moviliza a la sociedad entera, por encima y más allá de cualquier interés individual o de grupo. El hecho brutal de que el poder físico (¿sólo físico?) de la máquina sobrepasa al del individuo, y al tic cualquier grupo particular de individuos, hace de la máquina el instrumento más efectivo en cualquier sociedad cuya organización básica sea la del proceso mecanizado. Pero la tendencia política puede invertirse; en esencia, el poder de la máquina es sólo el poder del hombre almacenado y proyectado. En la medida en que el mundo del trabajo se conciba como una máquina y se mecanice de acuerdo con ella, se convierte en la base potencial de una nueva libertad para el hombre. La civilización industrial contemporánea demuestra que ha llegado a una etapa en la que «la sociedad libre» no se puede ya definir adecuadamente en los términos tradicionales de libertades económicas, políticas e intelectuales, no porque estas libertades se hayan vuelto insignificantes, sino porque son demasiado significativas para ser confinadas dentro de las formas tradicionales. Se necesitan nuevos modos de realización que correspondan a las nuevas capacidades de la sociedad. Estos nuevos modos sólo se pueden indicar en términos negativos, porque equivaldrían a la negación de los modos predominantes. Así, la libertad económica significaría libertad de la economía, de estar controlados por fuerzas y relaciones económicas, liberación de la diaria lucha por la existencia, de ganarse la vida. La libertad política significaría la liberación de los individuos de una política sobre la que no ejercen ningún control efectivo. Del mismo modo, la libertad intelectual significaría la restauración del pensamiento individual absorbido ahora por la comunicación y adoctrinamiento de masas, la abolición de la «opinión pública» junto con sus creadores. El timbre irreal de estas proposiciones indica, no su carácter utópico, sino el vigor de las fuerzas que impiden su realización. La forma más efectiva y duradera de la guerra contra la liberación es la implantación de necesidades intelectuales que perpetúan formas anticuadas de la lucha por la existencia. La intensidad, la satisfacción y hasta el carácter de las necesidades humanas, más allá del nivel biológico, han sido siempre precondicionadas. Se conciba o no como una necesidad, la posibilidad de hacer o dejar de hacer, de disfrutar o destruir, de poseer o rechazar algo, ello depende de si puede o no ser vista como deseable y necesaria para las instituciones e intereses predominantes de la sociedad. En este sentido, las necesidades humanas son necesidades históricas y, en la medida en que la sociedad exige el desarrollo represivo del individuo, sus mismas necesidades y sus pretensiones de satisfacción están sujetas a pautas críticas superiores. Se puede distinguir entre necesidades verdaderas y luí.as. «Falsas» son aquellas que intereses sociales particulares imponen al individuo para su represión: las necesidades que perpetúan el esfuerzo, la agresividad, LA miseria y la injusticia. Su satisfacción puede ser de lo másgrata para el individuo, pero esta felicidad no es unacondición que deba ser mantenida y protegida si sirve para impedir el desarrollo de la capacidad (la suya propia y la de otros) de reconocer la enfermedad del todo y de aprovechar las posibilidades de curarla. El resultado es, en este caso, la euforia dentro de la Infelicidad. La mayor parte de las necesidades predominantes de descansar, divertirse, comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios, de amar y odiar lo que los otros odian y aman, pertenece a esta categoría de falsas necesidades. Estas necesidades tienen un contenido y una función sociales, determinadas por poderes externos sobre los que el individuo no tiene ningún control; el desarrollo y la satisfacción de estas necesidades es heterónomo. No importa hasta qué punto se hayan convertido en algo propio del individuo, reproducidas y fortificadas por las condiciones de su existencia; no importa que se identifique con ellas y se encuentre a sí mismo en su satisfacción. Siguen siendo lo que fueron desde el principio: productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión. EI predominio de las necesidades represivas es un hecho cumplido, aceptado por ignorancia y por derrotismo pero es un hecho que debe ser eliminado tanto en interés del individuo feliz, como de todos aquellos cuya miseria es el precio de su satisfacción. Las únicas necesidades que pueden inequívocamente reclamar satisfacción son las vitales: alimento, vestido y habitación en el nivel de cultura que esté al alcance. La satisfacción de las necesidades es el requisito para la realización de todas las necesidades, tanto de las sublimadas como de las no sublimadas. Para cualquier conocimiento y conciencia, para cualquier experiencia que no acepte el interés social predominante como ley suprema del pensamiento y de la conducta, el universo establecido de necesidades y satisfacciones es un hecho que se debe poner en cuestión en términos de verdad y mentira. Estos términos son enteramente históricos, y su objetividad es histórica. El juicio sobre las necesidades y su satisfacción bajo las condiciones dadas, implica normas de prioridad; normas que se refieren al desarrollo óptimo del individuo, de todos los individuos, bajo la utilización óptima de los recursos materiales e intelectuales al alcance del hombre. Los recursos son calculables. La «verdad» y la «falsedad» de las necesidades designan condiciones objetivas en la medida en que la satisfacción universal de las necesidades vitales y, más allá de ella, la progresiva mitigación del trabajo y la miseria, son normas universalmente válidas. Pero en tanto que normas históricas, no sólo varían de acuerdo con el área y el estado de desarrollo, sino que también sólo se pueden definir en (mayor o menor) contradicción con las normas predominantes. ¿Y qué tribunal puede reivindicar legítimamente la autoridad de decidir? En última instancia, la pregunta sobre cuáles son las necesidades verdaderas o falsas sólo puede ser resuelta por los mismos individuos, pero sólo en última instancia; esto es, siempre y cuando tengan la libertad para dar su propia respuesta. Mientras se les mantenga en la incapacidad de ser autónomos, mientras sean adoctrinados y manipulados (hasta en sus mismos instintos), su .respuesta a esta pregunta no puede considerarse propia de ellos. Por lo mismo, sin embargo, ningún tribunal puede adjudicarse en justicia el derecho de decidir cuáles necesidades se deben desarrollar y satisfacer. Tal tribunal sería censurable, aunque nuestra repulsa no podría eliminar la pregunta: ¿cómo pueden hombres que han sido objeto de una dominación efectiva y productiva crear por sí mismos las condiciones de la libertad? (…) El rasgo distintivo de la sociedad industrial avanzada es la sofocación efectiva de aquellas necesidades que requieren ser liberadas –liberadas también de aquello que es tolerable, ventajoso y cómodo-mientras que sostiene y absuelve el poder destructivo y la función represiva de la sociedad opulenta. Aquí los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad la necesidad de modos de descanso que alivian y prologan ese embrutecimiento; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios políticos,una prensa libre que se autocensura, una elección libre entre marcas y gadgets. Bajo el gobierno de una totalidad represiva, la libertad se puede convertir en un poderoso instrumento de dominación. La amplitud de la selección abierta a un individuo no es factor decisivo para determinar el grado de libertad humana, pero sí lo es lo que se puede escoger y lo que es escogido por el individuo. El criterio para la selección no puede nunca ser absoluto, pero tampoco es del todo relativo. La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si esos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece autonomía; solo prueba la eficacia de los controles. (…) Las formas predominantes de control social son tecnológicas en un nuevo sentido. Es claro que la estructura técnica y la eficacia del aparato productivo y destructivo han sido instrumentos decisivos para sujetar la población a la división del trabajo establecida a lo largo de la época moderna.(…) No hay que sorprenderse pues de que en las áreas más avanzadas de esta civilización, los controles sociales hayan sido introyectados hasta tal punto que llegan a afectar la misma protesta individual en sus raíces. Pero quizá el término «introyección» ya no describa el modo como el individuo reproduce y perpetúa por sí mismo los controles externos ejercidos por su sociedad. Introyección sugiere una variedad de procesos relativamente espontáneos por medio de los cuales un Ego traspone lo «exterior» en «interior». Así que introyección implica la existencia de una dimensión interior separada y hasta antagónica a las exigencias externas; una conciencia individual y un inconsciente individual aparte de la opinión y la conducta pública. La idea de «libertad interior» tiene aquí su realidad: designa el espacio privado en el cual el hombre puede convertirse en sí mismo y seguir siendo «él mismo». (…) Las áreas más avanzadas de la sociedad industrial muestran estas dos características: una tendencia hacia consumación de la racionalidad tecnológica y esfuerzos intensos para contener esta tendencia dentro de las instituciones establecidas. Aquí reside la contradicción interna de esta civilización: el elemento irracional en su racionalidad. Es el signo de sus realizaciones. La sociedad industrial que hace suya la tecnología y la ciencia se organiza para el cada vez más efectivo dominio del hombre y la naturaleza, para la cada vez más efectiva utilización de sus recursos. Se vuelve irracional cuando el éxito de estos esfuerzos abre nuevas dimensiones para la realización del hombre. Es claro que el trabajo debe preceder a la reducción del trabajo, y que la industrialización debe preceder al desarrollo de las necesidades y satisfacciones humanas. Pero así como toda libertad depende la conquista de la necesidad ajena, también la realización de la libertad depende de las técnicas de esta conquista. La productividad más alta del trabajo puede utilizarse para la perpetuación del trabajo, la industrialización más efectiva puede servir para la restricción y manipulación de las necesidades. Al llegar a este punto, la dominación -disfrazada de opulencia y libertad—se extiende a todas las esferas de la existencia pública y privada, integra toda oposición auténtica, absorbe todas las alternativas. La racionalidad tecnológica revela su carácter político a medida que se convierte en el gran vehículo de una dominación más acabada, creando un universo verdaderamente totalitario en el que sociedad y naturaleza, espíritu y cuerpo, se mantienen en un estado de permanente movilización para la defensa de este universo. Eje B - LATINOAMÉRICA CRUZ, Manuel (ed.) LBAREDA, David Gracia – autor del capítuloELLOS.Concluyó sus estudios de antropología A cultural a principios de los años noventa (licenciado por la UB). Desde entonces, sus actividades principales han girado en torno a los mundos de la fotografía y de la formación de adolescentes. Con el cambio de milenio se topó con la filosofía, con la que convive hasta hoy (licenciado y doctorando en la UB). En la preparación de su doctorado, dirige su atención a los fenómenos de despolitización y conformismo en la época global. Es miembro de la Fundació Espai en Blanc e investigador vinculado al seminario Filosofia i Genere de la UB. LAS PERSONAS DEL VERBO (FILOSÓFICO) “Ellos. Pensar la tierra de nadie”,por GARCÉS, Marina El presente volumen ha sido realizado en el marco de las actividades del Proyecto de Investigación FFI2009-08557/FISO, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, y ha contado con una ayuda de la Facultad de Filosofía de la Universitat de Barcelona. © 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona Ellos Pensar la tierra de nadie David Gracia Albareda Teodomiro Hidalgo fue un médico rural gallego al que le tocó luchar en el bando nacional en una guerra que nunca hizo suya. Tenía tres álbumes de fotos, nos cuenta Sofía Moro, fotógrafa, quien al cabo de unas décadas se ha dedicado a recoger imágenes y testimonios en primera persona de aquello desde los dos bandos.1 La autora pone al frente de su trabajo y a doble página una de las viejas fotografías de Teodomiro, tomada el 20 de febrero de 1938 a ras de suelo desde una trinchera, durante un alto el fuego; al otro lado de la tierra de nadie, a pocos metros, se distinguen las siluetas de los soldados republicanos, de pie, sobre su trinchera. Teodomiro anotó al margen de su foto: «Ellos y nosotros. Unos y otros». Parece que ese «unos y otros» hace más complejo un «ellos y nosotros» que no debiera guardar demasiados secretos: aquí empieza la tierra de nadie y más allá está el enemigo; en efecto, «ellos». Pero no, ese añadido, «unos y otros», nos hace pensar. Pensar el «ellos». Porque ¿quiénes son ellos? Abandonemos la trinchera, por el momento. Tanto si podemos señalarlos como si no, su presencia visible o invisible, próxima o lejana, material o espectral, se da siempre en diferido. Ellos resultan diferidos, de entrada, por el simple hecho de no ser parte implicada -o, por lo menos, convocada- en la conversación o el discurso. Su presencia ahí está en suspenso, es aplazada, diferida. Ese es un sentido del diferimiento que nos resulta claro cuando «ellos» denota un antecedente expreso concreto, como cuando hablamos de María y Juan -a quienes ya habríamos nombrado antes- en su ausencia, por ejemplo. Sin embargo, se produce otro modo de diferir, en especial cuando «ellos» no denota un antecedente expreso concreto. Ocurre cuando «ellos» tiene un carácter genérico que incluso puede carecer de antecedente expreso: en según qué situación, dependiendo de entre quiénes se produzca la conversación o a quién vaya dirigido el discurso, no hace falta ponerles nombre a ellos. El antecedenteresulta implícito y, a su vez, difuso. Todos saben, en esa situación, que se habla de ellos-los-inmigrantes, de ellos-los-del-equipo-rival, de ellos-los-hombres... , de ellos-los-de-la-trinchera-de-enfrente. Entonces ellos no resultan meramente diferidos, sino que difieren, se muestran en un modo de diferir distinto, más allá del sentido de aplazamiento o suspenso. Y, a diferencia de María y Juan, no podríamos señalar con el dedo a un «ellos» genérico, discernirlo, so pena de sacrificar ese modo de diferir de la diferencia que queremos precisamente expresar en ese «ellos». Escribía Leopold von Wiese, en el segundo tercio del siglo pasado, que a menudo él mismo llamaba «filosofía de los pronombres» a la sociología teórica, su campo. Por entonces, desde su formalismo sociológico, afirmaba que «la tercera persona del plural indica frecuentemente una marcada lejanía del yo, y una acusada extrañeidad al mismo». 2Se trata del mismo formalismo de toda una tradición que permitía -y aún hoy permite- concebir la sociología tal como este mismo autor la definió: como ciencia autónoma de las relaciones entre los hombres, una ciencia de relaciones y formas. Por ello no es de extrañar que, desde esa perspectiva, se hable de relaciones sociales en términos de distancia, y que los pronombres funcionen, en parte, como índice de esa distancia. A partir de ahí, es fácil conmutar un índice de la distancia con un índice de la diferencia a través de ese progresivo extrañamiento respecto al yo, y, sin embargo, debemos ser conscientes de que el paso es problemático. «Diferente» y «distante» no significan lo mismo, aunque el sentido común a veces nos lo sugiera. En cuanto a pensar una filosofía de los pronombres, por lo menos el formalismo incide en el aspecto relacional que es inherente al uso de los pronombres, pues cuando yo enuncio un «tú», un «nosotros»... estoy constatando una relación. Un esquema esencialista que antepone la esencia a la relación resulta más problemático. Por un lado, es pensable desde una filosofía de la conciencia con un «Yo» fuerte puesto en el centro, a modo de motor inmóvil que permite concebir a los otros (tú, él, vosotros...) como modulación de ese yo esencial; en esta óptica, el «ellos» puede llegar a ser, en última instancia, lo falto de esencia. Podemos pensar, en este caso, en el etnocentrismo de una pluralidad de «yoes» que llega a cuestionar, por ejemplo, la humanidad de«Ellos», esos salvajes por civilizar. Por otro lado, un esquema esencialista es concebible desde una filosofía de la comunidad que traslada a un «Nosotros» el peso de la esencia y pensar, de forma paralela a la anterior, en los otros como otrosnosotros; aquí el «ellos» retiene su esencia, pero a costa de la inconmensurabilidad con la nuestra. En este esquema, la óptica multiculturalista situaría, frente al etnocentrismo anterior, un relativismo irreductible: en su diferencia esencial, todas las culturas valen lo mismo. Por supuesto que aquí formalismo y esencialismo han sido simplificados en extremo, pero sirva para apuntar que, como esquemas, resultan a su vez simplificadores cuando se quiere pensar a fondo la cuestión de los pronombres y, en especial, para pensar ese pronombre de lo extraño, lo distante, lo inferior o lo inconmensurable: Ellos. Porque ¿qué queda fuera o encubierto en tales esquemas? Veamos. Se trata de pensar la tercera persona del plural en toda su complejidad, lo cual implica incorporar el plano histórico y políticoque conlleva lo que desde ahora denomino «ejercicio del Ellos», pues, en efecto, hablamos siempre de ellos en una forma condicionada por un contexto complejo, configurado en distintas escalas, desde nuestra tradición social, cultural y política, hasta mi situación particular en un momento dado. O, si se quiere, cada «ellos» pronunciado conlleva un índice de nuestra posición, que no es entonces una posición meramente formal y discursiva o la marca de una esencia. Un índice que también indica un modo de diferir y que, por tanto, también desvela un rastro de lo común, alguna cualidad de ese espacio entre yo, nosotros, vosotros, tú -incluso él- y ellos. Esto es lo que, de una u otra forma, resulta excluido tanto en una óptica que prima la forma de la relación como en una que prima la esencia. Para plantear el Ellos como problema filosófico o, como mínimo, como indicio de una serie de problemas para el propio pensar, la propuesta es la siguiente: empezar por su aspecto menos desconocido, es decir, el que lo sitúa en la oposición con un nosotros, para situarlo y problematizarlo («Ellos, los bárbaros»); a partir de ahí, examinar el entramado en el que hoy se sostiene una forma del Ellos -con la noción de persona en el centro- con el ánimo de esbozar otra constelación conceptual en la que pensar el Ellos y lo común no resulte sujeto necesariamente a determinadosesquemas adquiridos («3a persona [?] del plural»); y en ese marco, y para ensayar un final provisional, acabar pensando la relación entre Ellos y lo político. (…) Ellos y lo político Estoy con ellos. Sí, lo que nos da que pensar el Ellos es la tierra de nadie. En esta última afirmación se resume la hipótesis central de esta tentativa para pensar el Ellos, y es la que da cuerpo a la otra hipótesis que lleva emparejada: pensar lo político pasa por pensar el Ellos en este desplazamiento. El desplazamiento que propone no poner el Ellos en una «tercera persona», sino en un espacio de nadie constituido por la materialidad, la discontinuidad, la imprevisibilidad, la alteridad, atravesado por múltiples y complejas relaciones antagónicas, conflictivas, cómplices, de alianza... Una tierra de nadie que es un entre, pero advirtiendo enseguida, como hemos visto, que ese entre no es una instancia más del discurso, ni un espacio literario, ni un afuera insondable que da cuenta de nuestra finitud, ni un recurso meramente conceptual para anteponer la relación con lo otro a la esencia de lo otro. Una tierra de nadie que debe ser pensada, entonces, ya no como esa intransitable zona de peligro que es a su vez zona de seguridad y que envuelve al individuo o a la sociedad civilizada, sino como una exterioridad que, aquí mismo, ahora mismo, nos constituye y nos coimplica en el mundo y con el mundo. Antes de decir «yo» o «nosotros», somos entre ellos. La idea de «choque de civilizaciones» o la que sostiene el multiculturalismo se dan en un paradigma inmunitario y subjetivista que determina un Ellos como un quién más o menos difuso por conquistar, excluir o mantener más allá de una franja de seguridad (o del océano de la inconmensurabilidad intercultural del relativismo más superficial). En esta perspectiva fuertemente asentada en el sentido común, lo que al final siempre resulta encubierto es el mundo y la posibilidad de lo político. Pero, insisto, cuando el centro de la cuestión por pensar ya no es ocupado (y saturado) por subjetividades, esencias o abstracciones (como la alteridad radical, por ejemplo), sino por ese entre material que es el mundo, la mirada sobre el Ellos cambia indefectiblemente. En este sentido, conviene ahora volver a Benveniste y a cierta distinción lingüística que hace en torno al plural de la primera persona, el cual no resulta de una multiplicación de «yoes» idénticos, sino de una yunción entre «yo» y «no-yo». La cuestión es que, como muestra Benveniste, ese «no-yo» del «nosotros»es notoriamente susceptible de recibir, en lenguas muy diversas [aunque no en nuestras lenguas indoeuropeas] dos contenidos precisos y distintos. «Nosotros» se dice de una maneracuando es «yo + vosotros», y de otra para «yo + ellos».32 Son las formas denominadas «inclusiva» y «exclusiva».33 Tal como están formuladas, la primera no nos resulta tan extraña como la segunda. En la segunda forma se expresa efectivamente la yunción del «yo» con la «no-persona», toda vez que una contraposición con un «vosotros» con el que, precisamente por ser segunda persona, estamos inevitablemente en una relación de afectación, en un sentido u otro. Por su lado, el «nosotros» indiferenciado de nuestras lenguas indoeuropeas no admite tal distinción, pues, como afirma Benveniste, «el predominio del yo es aquí muy señalado».34En todo caso, atender a este «nosotros exclusivo» extraño a nuestra lengua nos permite interrumpir una determinada lógica de la persona a la vez que nos abre una relevante vía para pensar el Ellos y lo político. Un «estoy con ellos» puede expresar perfectamente un antagonismo político. Se pasa de la cuestión de la oposición a Ellos a la cuestión por pensar: estar con ellos, sin abandonar, justamente, la dimensión de la diferencia y de los conflictos que la atraviesa en múltiples escalas. Las complicidades que emergen a partir de un «¡Basta!» se dan, de entrada, con un «ellos» que deviene un «nosotros», sin que deban pagarse forzosamente hipotecas identitarias. Alinearse con un «ellos» no responde a un proceso de empatía o de solidaridad, es una desocupación del orden. Es una apuesta política en este escenario global de la despolitización, una forma de ejercer un «nosotros» que no pasa por comparecer en los escenarios ya dispuestos -presupuestos-, saturados de sentido y despolitizados en los que se escenifica esa gestión de las diferencias en que se convierte «la política» en el horizonte del capitalismo global. A esos escenarios que se avienen bien con determinadas imágenes o metáforas espaciales, sean viejas pero aún en uso (el plano isomorfo, el escenario mismo, el escaparate, la ciudadmoderna), sean nuevas (la Red, el hiperespacio, la ciudad posmoderna), debemos contraponer nuevas prácticas y formas de pensar el espacio en su materialidad y su exterioridad, pues lo que está en juego, precisamente, son esos espacios de lo común que han quedado fuera de los infinitos paréntesis con los que fortificamos nuestras seguras y privadas vidas, con los que nos «enmarcamos» en tanto que nos (re)producimos como marca. Nuestra capacidad para abrir brechas, para crear espacios comunes, para producir contextos políticos, pasa justamente por la tierra de nadie, la tierra de ellos, esa exterioridad que amenaza la lógica aplastante del ciudadano consumidor sujeto a derecho. El centro de gravedad cambia, así, desde pensar el qué o el quién del pronombre hacia pensar el lugar de nadie (del no-nombre) que compartimos, en el que ya estamos coimplicados, en el que nos afectamos. Desde esa óptica, no tiene sentido la alarma permanente sobre el riesgo a la exposición (a los accidentes, a las crisis, a los desastres, a la precariedad, a los «bárbaros», a todo tipo de amenazas, etcétera), pues ya estamos expuestos. Lo que ocurre es que, arrojados a este mundo, no empezamos desde la nada. De una u otra forma estamos atravesados por esos procesos de privatización de la existencia y de inmunización rastreables en sus condiciones materiales e históricas. Nos sabemos, en cierta medida, «pobres de experiencia». Walter Benjamin nos dejó indicado más de un camino para pensar la pobreza de la experiencia moderna que, en cierta medida, tiene que ver con una incapacidad para desencajarse de procesos en curso que siempre nos superan, nos arrastran, nos mueven, se nos imponen.35 Pero lo más relevante es cómo, vinculada a esta cuestión, se propuso pensar una forma de barbarie: ¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie. ¿Adónde le lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra.36 Quizá sean estos los bárbaros a los que, al fin, alude el poema de Kavafis «Esperando a los bárbaros», esos bárbaros a los que aburren los largos discursos, pues «a ellos no les gustan “retóricas y alocuciones» y sobre los que al final, en vista de su ausencia, se pregunta de forma inquietante: «Y ahora, ¿qué será de nosotros sin bárbaros? Esta gente era de algún modo una solución». De un modo u otro, Benjamin y Kavafis nos dan algo por pensar: esperar a los bárbaros es desesperar de lo nuestro. Hoy lo político es, efectivamente, pasárselas con poco, construir desde poquísimo, pues lo político implica, en cierto sentido, un descivilizarse, una forma de barbarie que nos pone en tierra de nadie porque «la política» es un escenario saturado de nombres y de sentidos. Y ahí, en tierra de nadie, están ellos, los bárbaros..., nosotros. Notas: Ellos 1. Moro, Sofía, Ellos y nosotros, Barcelona, Blume, 2006. En este magnífico trabajo, los testimonios se suceden sin orden aparente, sin agruparlos por bandos. Se muestran en primera persona, sin voz en off, sin interpretaciones, con imágenes antiguas y retratos actuales de quienes nos relatan algo de su experiencia en aquella guerra. 2. Wiese, L. von, «La filosofía de los pronombres personales», en Revista de Estudios Políticos 134 (1964), págs. 5-10. 3. A partir de este punto, uso el Ellos sustantivado sin comillas cuando no se habla meramente del pronombre, sino de la cuestión problemática a la que se refiere. 4. Por supuesto, hablamos de sentido común en su acepción restringida, es decir, más acá de ese sentido común cuasibiológico por el cual desistimos de comprobar si el aceite de la paella ya está suficientemente caliente tocándolo con el dedo, por ejemplo. Habría un sentido común cultural y socialmente construido por el que, por poner otros ejemplos, consideramos que el tiempo es oro, algo que no hay que perder, o que ser emprendedor radica en ser capaz de montar y gestionar un negocio propio. Se trata de un sentido común producido históricamente y situado que muchas veces tendemos a naturalizar asimilándolo a aquel otro. 5. Dijk, T. A. van, Ideología, Barcelona, Gedisa, 1999, pág. 350. 6. En relación a la noción de barbarie y a su dimensión histórica, cfr. Fernández Buey, F., La barbarie. De ellos y de los nuestros, Barcelona, Paidós, 1995; Bestard, J. y Contreras, J., Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos, Barcelona, Barcanova, 1987. 7. Según la expresión de R. Esposito, sobre la que volveremos. 8. Ortega y Gasset, J., «Reflexiones de centenario», en Revista de Occidente (abril-mayo de 1924). 9. En los términos que andamos manejando, resulta por lo menos curiosa la denominación de «filosofías de la sospecha» para aquellas que ponían en entredicho a las modernas «filosofías de la suspicacia». 10. Es significativo que Hobbes adelantara la publicación prevista de su De Cive (1642), donde expone su modelo político, durante los primeros enfrentamientos entre el rey y los parlamentarios, con el ánimo de contribuir a una salida racional al conflicto, así como también que tal modelo fuera radicalizado en alguno puntos en Leviathan (1651), después de casi una década en estado de guerra. 11. Galli, C., Espacios políticos. La edad moderna y la edad global, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002, pág. 37. 12. Hobbes, Th., De Cive, Madrid, Debate/CSIC, 1993, cap. XIII, §6. 13. Botanski, L. y Chiapello, E., El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid, Akal, 2002, pág. 35. 14. Detrás de estas reflexiones está la noción de paradigma inmunitario 15. 16. 17. que R. Esposito propone como la lógica que acompaña al surgimiento del individuo moderno. Del autor, cfr. Immunitas. Protección y negación de la vida, op. cit.; Communitas. Origen y destino de la comunidad, op. cit. Inmunización que cabe también entender como incapacidad para la afectación. En este sentido, solo hace falta prestar atención a cómo digerimos ese espectáculo diario de noticias que nos hablan de crisis, guerras, «daños colaterales», corrupción, desastres naturales, etcétera. Más bien, la confluencia del derecho con la figura de la persona se presenta al sentir común como un proceso neutral y progresivo, efectivamente historizable, de conquista de los derechos humanos, de la persona, del ciudadano. Desde luego, resulta muy problemático, pues sin estar resuelta la cuestión de la garantía de los derechos humanos fundamentales el proceso de juridificación tiende a especificarse en una proliferación creciente de ámbitos (laborales, sociales, políticos, culturales, de género, étnicos, etcétera). Para una idea general de lo que aquí se expone muy brevemente, remito a algunas de las obras de este autor: El individualismo propietario, Madrid, Trotta, 1996; Postmodernidad y comunidad, Madrid, Trotta, 1999; «La teoría de sistemas y el paradigma de la sociedad moderna», en Portilla, G. (coord.), Mutaciones de Leviatán, Madrid, UNIA/Akal, 2005. Barcellona, jurista, promovió en la Italia de los años setenta la teoría jurídica marxista conocida como «uso alternativo del derecho». Barcellona, P., Postmodernidad..., op. cit., pág. 46. Id., «La teoría de sistemas...», op. cit., págs. 21-22. 18. 19. 20. Id., Postmodernidad..., op. cit., pág. 107. 21. Id., «La teoría de sistemas...», op. cit., pág. 43. 22. Bajo esta afirmación están las nociones de biopoder y de biopolítica de M. Foucault. Y, con ellas, una noción de poder que no se deja esencializar a partir de categorías jurídicas (ley, soberanía, ciudadanía, Estado), economicistas o de violencia-represión (en su versión sociológica o bien psicoanalítica). 23. H. Arendt elabora una interesante y profunda reflexión alrededor de la noción de proceso ligada, desde el surgimiento del capitalismo industrial en el siglo XIX, al paradigma del consumo y de la reproducción de la vida biológica. Cfr. Arendt, H., La condición humana, op. cit., esp. págs. 135 y sigs.; De la historia a la acción, Barcelona, Paidós, 1995, págs. 47 y sigs. 24. Dispositivo sobre el que cabe trazar una genealogía. Sobre esta cuestión y sobre la «lógica de la persona», cfr. Esposito, R., Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, Buenos Aires, Amorrortu, 2009. Desde luego, este importante texto resulta muy relevante e inspirador para el asunto que trata este capítulo. En cuanto al uso del término «dispositivo» (que también usa Esposito), cabe aquí entenderlo en el sentido que le da originalmente Foucault, como «un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre esos elementos» (Foucault, M., Saber y verdad, Madrid, La Piqueta, 1991, pág. 128). El dispositivo está inscrito en relaciones de poder y tiene una dimensión estratégica; así, el dispositivo dispone determinados marcos de enunciación y de visibilidad. Tal como lo interpreta Deleuze a partir de Foucault, «son máquinas para hacer ver y para hacer hablar» (Deleuze, G., «¿Qué es un dispositivo?», en VVAA, Michel Foucault, filósofo, Barcelona, Gedisa, 1990). 25. Y de hecho, ni siquiera es necesario que el horizonte jurídico se muestre a menudo; es casi al contrario, pues «la ley ya no es necesaria porque todo se ha convertido en regla de juego, de un juego que se puede jugar hasta el infinito» (Barcellona, P., Postmodernidad..., op. cit, pág. 27). 26. Advertencia sobre la que Esposito ha fijado su atención para ensayar una filosofía de lo impersonal en el texto citado en la nota anterior. En el presente ensayo sobre el Ellos, hay que mencionar, a su vez, la propuesta «impersonalista» de Esposito, como se verá enseguida. 27. Esta y las próximas referencias al texto de Benveniste se extraen de los caps. XIII, XIV y XV de su Problemas de lingüística general, op. cit., págs. 161-187. 28. Ibid, 166. 29. A los cuales se podría denominar «los pensadores de la comunidad otra», por contraponerlos a los pensadores de la comunidad política clásica. Se pueden hilar, en este sentido, la comunidad negativa («la comunidad de los que no tienen comunidad») de Bataille, la comunidad desobrada de Nancy, la comunidad inconfesable de Blanchot, la communitas (que comparte núcleo etimológico con la immunitas) de Esposito, la reflexión ética de la comunidad que viene de Agamben... Todo ello se materializa en un conjunto diverso y complejo de textos, entre los cuales hay que destacar, para la cuestión que nos atañe aquí, el ensayo sobre la tercera persona de Esposito (citado en la nota 24). 30. 31. 32. 33. Esposito, R., Tercera persona..., op. cit., pág. 27. Ibid., pág. 148. Benveniste, É., Problemas de lingüística general, op. cit., pág. 169. Denominación problemática, según el propio autor, pues muestra un privilegio del «vosotros» (que es lo que queda incluido o excluido) sobre el «ellos». Todo lo cual nos habla de una práctica científica situada. 34. Ibid., pág. 170. 35. Cfr. Benjamin, W., «Experiencia y pobreza», en id., Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973; «El narrador», en id., Iluminaciones IV. Para una critica de la violencia, Madrid, Taurus, 1998. En ambos textos (escritos en los años treinta del siglo pasado) aparece explícitamente la cuestión de la pobreza de experiencia, sin embargo, se podría decir que la obra de Benjamin en general supone el esbozo de una teoría de la experiencia moderna. 36. Benjamin, W., «Experiencia y pobreza», op. cit., pág. 169. 37. Kavafis, K., «Esperando a los bárbaros», trad. de C. Miralles, en Lidell, R., Kavafis: una biografía crítica, Barcelona, Paidós, 2004. D USSEL, Enrique (Mendoza, Argentina, 1934)Argentino quien a raíz de un atentado con una bomba en la década del ’70 abandona Argentina para radicarse en México en 1975 en calidad de exiliado político. Actualmente es ciudadano mexicano y trabaja en el campus de la UAM y también da cursos en la UNAM. Obtuvo su título en Filosofía por la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina, luego un Doctorado por la Universidad Complutense de Madrid, otro Doctorado en Historia por la Soborna en Paris y tiene un estudio en Teología obtenido a través de estudios en Paris y Münster. Se le ha premiado con el DoctoratesHonoris Causa de la Universidad de Friburgo en Swiza, otro por la Universidad de San Andrés en Bolivia y otro por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. El Dr. Dussel es fundador de un movimiento referido como Filosofía de la Liberación, y su trabajo se focaliza en las áreas de ética y filosofía política. De las numerosas publicaciones del Dr. Dussel, mencionaremos: Método para una filosofía de la liberación (1974), Liberación Latinoamericana y Emmanuel Levinas (1975), Filosofía ética Latinoamericana (1977), Introducción a una filosofía de la liberaciónLatinoamericana (1977), Etica de la comunicación y ética de la liberación (1999) escrito en forma conjunta con Apel, Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal (2003),Para una erótica Latinoamericana (2007), entre otros. Dussel, Enrique: “Principio de factibilidad estratégicopolítico. Libertad” en Apolítica de la Liberación Versión electrónica. (…) 424.- Postulados Políticos. Libertad. Los postulados positivos (para distinguirlos de los críticos o negativos) intentan recuperar la noble intención del anarquista, mostrando sin embargo, el error de confundir entre lo lógicamente pensable, posible y lo empíricamente imposible. Hemos repetido que una sociedad sin instituciones sería lógicamente posible (pensable sin contradicción), si todos fueran éticamente perfectos; pero es empíricamente imposible en la situación actual de una humanidad limitada a una corporalidad viviente dentro de la escasez. Pensemos en algunos de ellos implícitos en el accionar mismo de los sistemas políticos vigentes.Por ejemplo, en el billete de un dólar se encuentra en latin junto con otros textos sumamente sugerentes (y fetichizados como el pretensioso In Good we trust ¡en un billete o dinero para el cambio! Siendo que para los profetas semitas el dinero y el Dios de Israel eran los opuestos en absoluto: Dios o Mamón) un postulado: Novum ordo saeculorum . Es decir se pretende fundar un nuevo sistema político que tenga permanencia en el tiempo, que sea eterno, inmutable, permanente, estable. Este postulado orienta las conciencias de los ciudadanos norteamericanos. De la misma manera, a la Constitución se la considera intocable, inmutable, eterna. Funciona en la conciencia de los ciudadanos como un postulado: lógicamente posible (y es lo que se intenta inculcar), aunque empíricamente se sepa que es temporal, modificable, finita.Son como los dos cuerpos del rey medieval: uno celeste, inmortal, divino; el otro temporal, mortal, terrestre. Cuando muere un rey empírico, se grita nuevamente: “Viva el Rey” que representa la permanencia postulada del estado político. En la Revolución Francesa se lanzó un postulado: ¡Libertad! Del ciudadano. Libertad como posibilidad del ejercicio de la voluntad de un ciudadano, no de un siervo de la espada medieval miembro indisoluble de un feudo al que pertenecía sin poder escapar a su destino asignado desde siempre. “¡Libertad!” como postulado (lógicamente posible, pero nunca empíricamente realizable en un régimen histórico) indica un principio de orientación del mundo burgués que se hace cargo del ejercicio delegado de la potestasde las instituciones del poder político del estado desde donde se reestructurarán las instituciones de los diversos campos prácticos. Es la libertad en el accionar factible de la burguesía en la esfera pública, en el campo político. La nobleza del antiguo orden, el campesinado de siempre, no podrán ejercer esa libertad, ni es un postulado para ellos, ya que el sujeto de enunciación es la nueva clase en ejercicio de poder. Para ellos desde el siglo XVIII nunca habrá suficiente “libertad” de movimiento, en la política, en la competencia del mercado, en la nueva definición de subjetividad. La libertad será el postulado universal en torno al cual se ordenarán todos los restantes valores de la burguesía. Libertad ante el Estado del orden antiguo, ante la iglesia, ante las tradiciones feudales, ante el derecho pre-burgués, ante la ciencia medieval. La libertad del ciudadano que puede ejercer la espontaneidad de su voluntad como un acto creativo en el nuevo orden político organizado a su imagen y semejanza, para lo cual exige como pre-requisito, una plena libertad de movimiento. La burguesía exigirá esa libertad ante el Estado, donde se guardará mucho de dar la misma libertad a todos, a los antiguos miembros de los órdenes anteriores, y a los que desean fundar nuevos órdenes. Esa libertad del sujeto es además la del ciudadano metropolitano, que tiene el derecho de penetrar en todos los campos políticos, económicos, culturales, religiosos, etc. De las comunidades coloniales. Libertad como postulado del nuevo mundo de la Modernidad que comenzó en el siglo XV con la invasión de América. (…) Dussel, Enrique: “Hermenéutica y liberación” en Apel, Ricoeur, Rorty la la filosofía de la liberación, 1993. Versión electrónica. (…) 6. Hermenéutica y liberación 6.3. EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN (1969-1976) Desde mi vuelta a América Latina, procedente de Europa, la situación política desmejoraba. Los alumnos pedían de los profesores mayor claridad política. La dictadura de Onganía en Argentina tenia cada vez mayor oposición de los grupos populares. En 1969 se produce el "Cordobazo" (la ciudad de Córdoba es tomada por estudiantes y obreros, reproduciéndose lo acaecido en México, París o Frankfurt en el año anterior). La "teoría de la dependencia" hacía su camino, mostrando la asimetría centro-periferia económica entre el desarrollo del Norte como causa del subdesarrollo del Sur. Fals Borda publica Sociología de la liberación en Colombia; Augusto Salazar Bondy da a conocer ¿Existe una filosofía en América Latina?, donde liga la imposibilidad de una filosofía auténtica a la situación estructural de neocolonias dominadas. Estábamos dictando un curso de Ética ontológica en la línea heideggeriana en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza), cuando en grupo de filósofos descubrimos la obra de Emmanuel Lévinas, Totalité et Infini. Essai sur l'Extériorité. Mi ética ontológica se transformó en Para una ética de la liberación latinoamericana ; el tránsito se sitúa exactamente entre los capítulos 2 y 3. En los dos primeros capítulos venía exponiendo una ética ontológica (inspirada en Heidegger, Aristóteles, etc.), la "vía corta" de Ricoeur. El capítulo 3 se titula: "La exterioridad meta-física del Otro" ¿Por qué Lévinas? Porque la experiencia originaria de la filosofía de la liberación consiste en descubrir el "hecho" masivo de la dominación, del constituirse de una subjetividad como "señor" de otra subjetividad, en el plano mundial (desde el comienzo de la expansión europea en 1492: hecho constitutivo originario de la "Modernidad"), centro-periferia; en el plano nacional (élitesmasas, burguesía nacional-clase obrera y pueblo); en el plano erótico (varón-mujer); en el plano pedagógico (cultura imperial, elitaria, ver- sus cultura periférica, popular, etc.); en el plano religioso (el fetichismo en todos los niveles); etc. Esta "experiencia" originaria -vivida por todo latinoamericano aun en las aulas universitarias europeas de la filosofía-, quedaba mejor indicada en la categoría de "Autrui" (otra persona como Otro), como pauper . El pobre, el dominado, el indio masacrado, el negro esclavo, el asiático de la guerra del opio, el judío en los campos de concentración, la mujer objeto sexual, el niño bajo la manipulación ideo- lógica (o la juventud, la cultura popular o el mercado bajo la publicidad) no pueden partir simplemente de "l'estime de soi" . El oprimido, torturado, destruido en su corporalidad sufriente simplemente grita, clama justicia: "¡Tengo hambre! ¡No me mates! ¡Ten compasión de mí!" exclama el miserable-. El origen radical no es afirmación de sí (del "soi-même"), para ello hay que poder reflexionarse, tomarse como valioso, descubrirse como persona. Estamos antes de todo ello. Estamos ante el esclavo que nació esclavo y que no sabe que es persona. Simplemente grita. El grito, como ruido, rugido, clamor, protopalabra todavía no articulada, que es interpretada en su sentido por el que "tiene oídos para oír", indica simplemente que al- guien sufre y que desde su dolor lanza un alarido, un llanto, una súplica. Es la "interpelación" originaria (52). Es evidente que alguien debe tener "une réponse responsable à l'appel de l'autre" (53) -es toda la cuestión de la "conciencia ética " (54), y para ello deberá afirmarse a sí mismo. Pero, opino, el "soi-même" del "oyente-responsable" se afirma como valioso en la medida que "anteriormente" ha sido impactado por la súplica del Otro, anterioridad a toda reflexión posible; la responsabilidad o el "tomar-a- cargo-al-otro" es a priori a toda conciencia refleja. Se responde responsablemente ante el miserable cuando ya nos ha "tocado". El "soi-même" se auto-comprende reflexivamente como valioso en el "acto de justicia" ha- cia el otro como respuesta y en cumplimiento del acto de justicia exigido antes por el Otro. Ricoeur permanece moderno bajo el imperio del "soi- même" como origen; Lévinas nos permitió situar al "Autrui" como origen radical de la afirmación del "soi-même". La filosofía de la liberación era, a fines de la década de los sesenta, aquello de lo que Ricoeur exige como necesario cuando escribe: "une conception croisée de l'alterité reste ici à concevoir, qui rende justice alternativement au primat de l'estime de soi et à celui de la convocation par l'autre à la justice" (55). La anterioridad del Otro que interpela constituye la posibilidad del "soi-même" como reflexi vamente valioso, que se torna el fundamento del acto de justicia hacia el Otro. Es un círculo, pero que "inicia" el Otro -al menos en este punto la filosofía de la liberación da la razón a Lévinas-. Pero no era sólo Lévinas, era igualmente Marcuse y la Escuela de Frankfurt, al "politizar" la ontología heideggeriana: El Estado de bienestar capitalista es un Estado de guerra. Tiene que tener un Enemigo, con una E mayúscula, un Enemigo total; porque la perpetuación de la servidumbre, la perpetuación de la lucha por la existencia frente a las nuevas posibilidades de libertad activa intensifica en esa sociedad una agresividad primaria hasta un extremo que la historia, creo yo, no había conocido hasta ahora. Dussel, Para una ética de liberación latinoamericana. Pero, en ese momento, y por una crítica a Hegel -que ocasionalmente se estudiaba mucho en esos años ya que era el segundo centenario de su nacimiento, 1770-1970-, descubrimos la importancia del último Schelling, el de la filosofía de la revelación, de las clases de 1841 en Berlín (con la pre- sencia de Kierkegaard, Engels, Bakunin, Feuerbach, etc.). Los "poshegelianos" tenían un sentido de realidad (Wirklichkeit, realitas) que trascendía el horizonte del ser hegeliano (57). El Otro estaba "más-allá-del-Ser", y en eso coincidían Lévinas, Sartre (el de la Critique de la raison dialéctique), Xavier Zubiri (Sobre la Esencia), y, posteriormente lo descubrimos, el mismo Marx. Schelling, contra Hegel, habla del "Señor del Ser" (Herr des Seins) crea-dor desde la Nada, posición meta-física que se encuentra presente en Marx, por ejemplo. Años después, en una retractación, bajo el título de "Más allá del culturalismo" , criticaba mi posición anterior al 1969 (y con ello a Ricoeur) indicando por "culturalismo" una cierta ceguera ante las "asimetrías" de los sujetos (una cultura domina a otra, una clase a otra, un país a otro, un sexo a otro, etc.), permitiendo una visión "ingenua, conservadora y apolo- gética" de la cultura latinoamericana. En el fondo, la fenomenología hermenéutica coloca al sujeto como un "lector" ante un "texto". Ahora, la filosofía de la liberación, descubre un "hambriento" ante un "nopan" (es decir, sin producto que consumir, por pobreza o por robo del fruto de su trabajo), o un "analfabeto" (que no sabe leer) ante un "no-texto" (que no lo puede comprar, o de una cultura que no puede expresarse). (…) 6.4. DE LA "PRAGMÁTICA" HERMENÉUTICA A LA "ECONÓMICA" De inmediato, en México, fue necesario clarificar ambigüedades que la filosofía de la liberación había contenido en su primera historia. Entre los filósofos de la liberación (todos ellos fueron perseguidos en las universidades argentinas por el militarismo pronorteamericano, neoliberal y "modernizador" desde 1976, lo cual prueba al menos el grado de compro miso histórico que el movimiento había logrado) los hubo que apoyaron a la derecha peronista, llegando a posiciones nacionalistas extremas; otros retornaron a la hermenéutica de la simbólica popular cayendo en un populismo político ingenuo; los más debieron guardar silencio (con censura externa e interna). La cuestión "populista" se tornó central. Era necesario clarificar las categorías "pueblo" y "nación" (como lo "popular" y "nacionalista"), para evitar el fascismo, pero al mismo tiempo la falacia abstractiva del marxismo althusseriano clasista o del pensamiento analítico anglosajón, ambos en boga. Fue así que comencé a internarme en Marx. Esto me alejaría por años de la empresa hermenéutica (a la que volvería por momentos, pero con diferenciaciones claras acerca de las asimetrías existentes) . Una primera advertencia. El retorno sistemático a Marx que comencé a finales de la década de los setenta se debió a tres hechos. En primer lugar, la creciente miseria del continente latinoamericano (que no ha cesa do de empobrecerse, hasta llegar a la epidemia de cólera como fruto de la desnutrición acelerada de la mayoría del pueblo latinoamericano). En segundo lugar, para poder efectuar una crítica del capitalismo, que aparentemente triunfando en el Norte (más desde noviembre de 1989) fracasa rotundamente en 75% de la humanidad: en el Sur (África, Asia, América Latina). En tercer lugar, porque la filosofía de la liberación debía construir una económica y política firme para posteriormente afianzar tam-bién la pragmática, como subsunción de la analítica-. En vez de estudiar a los comentadores europeos de Marx, me impuse la tarea de releer íntegramente, en seminario, a Marx. Mi primer constatación fue descubrir el abandono del estudio serio, íntegro y creador que hablan sufrido las investigaciones sobre Marx por parte de los "grandes" filósofos europeo-norteamericanos (en los últimos años no se ha leído seriamente a Marx . Algunos "marxeólogos" editaban demasiado Ientamente sus obras -en el Instituto Marxista-Leninista, tanto de Berlín como de Moscú-. Marx no era agradable ni al capitalismo ni al estalinismo. En la relectura hermenéutico-filosófica y cronológica de la obra de Marx llegamos a un momento en -que se nos impuso la necesidad de invertir las hipótesis de lectura tradicionales. El Marx más antropológico, ético y antimaterialista no era el de la juventud (1835-1848), sino el Marx definitivo, el de las "cuatro redacciones de El capital (1857-1882)". Un gran filósofo economista fue apareciendo ante nuestros ojos. Ni Lukács, Korsch, Kosik, Marcuse, Althusser, Coletti o Habermas colmaban nuestras aspiraciones. Era necesario efectuar la "vía larga" de la filosofía económica (así como Ricoeur había recorrido la "vía larga" de la hermenéutica del discurso, del texto). Era necesario "reconstruir" la totalidad de la obra central de Marx -liberándolo no sólo del estalinismo dogmático, sino también de las capas de la tradición del marxismo occidental que habían comenzado por sepultar su pensamiento propio desde Engels y Kautsky-. Nuestra finalidad filosófica latinoamericana era consolidar la "económica" a través de la "poiética" o "tecnológica" tal como la trata la filosofía de la liberación Pero al mismo tiempo, replantear el concepto de dependencia para describir la causa de la diferencia Norte/Sur (la "transferencia de valor" por la com-posición orgánica diferente de los capitales de las naciones desarrolladas y subdesarrolladas, en el proceso de la competencia en el capital y en el mercado mundial) (76). Esto nos llevó a descubrir que Marx había escrito en cuatro ocasiones El capital. Tomamos los textos ya editados en alemán, y comenzamos un apretado comentario parágrafo por parágrafo -con inten- ción hermenéutico-filosófica, atendiendo a reconstruir el proceso de producción de las categorías y al "sistema" de las mismas- . Debimos, en el caso de la tercera y cuarta redacciones, echar mano de los inéditos que se encuentran en Amsterdam (con textos mecanográficos en Berlín) Teníamos, por primera vez en la historia dc la filosofía, una visión dc conjunto de Marx. Ahora puede comenzarse la reinterpretación hermenéutica de su obra. Esto determinó un cambio en la arquitectónica categorial de nuestra filosofía de la liberación. En nuestra obra Filosofía de la liberación privilegiamos la relación práctica interpersonal; lo que en el speech act de Austin se llama el momento ilocucionario, o la "acción comunicativa" propiamente dicha de Habermas. Sin embargo, desde Lévinas, el "face-à-face" se establece aun en el silencio (antes del lenguaje desarrollado, en consonancia con el "principio de expresibilidad" de Searle). Lo ilocucionario es el "cara-a-cara" de dos personas, o muchas, o de una comunidad. Es lo que denominamos "proximidad" (proximité). Y bien, en nuestra Filosofía de la liberación dedicamos el primer apartado a describir esta "situación ética originaria". En segundo lugar mostramos los cuatro niveles posibles de la "proximidad" (o momento ilocucionario de todo posible "acto-de-habla"): la relación práctica política erótica pedagógica o religiosa Es este el nivel propiamente ético. Lévinas ha descrito con mano maestra este "momento ético". Por nuestra parte pensamos que es en este nivel en el que puede verse la originalidad de la "económica" de Marx (contra toda la tradición marxista y antimarxista) En un segundo nivel, la "comunidad ética" o práctica (para hablar como Kant en su obra La religión dentro de los límites de la razón), tiene en su "encontrarse-en-el-mundo" (la Befindlichkeit heideggeriana) dos momentos primeros, a priori, ya siempre presupuestos: la "lingüisticidad" (Sprachlichkeit de Gadamer), y lo que pudiéramos llamar la "instrumenta- lidad" (¿Werkzeuglichkeit?). Es decir, desde siempre ya presuponemos un mundo donde se habla (somos educados en la comunidad, por el Otro, en una lengua) y donde se usan instrumentos (estamos en un mundo cultural como sistema de instrumentos). La "pragmática" subsume la mera "lin- güisticidad" en una relación de comunicación con el Otro, en la "comuni- dad de comunicación" (superación del solipsismo en Apel o Habermas). Los "signos" (como diría Peirce o Charles Morris) tienen relación sintác- tica, semántica y pragmática. Como tal el signo es una realidad material producto del trabajo significativo cultural humano ("le travail du tex- te" podríamos decir con Ricoeur). De la misma manera la "económica" (en el nuevo sentido que deseamos darte) subsume la mera "instrumentalidad" en una relación práctica con el Otro, en la "comunidad de productores/consumidores". Los "pro- ductos" (mercancías por ejemplo) tienen relación sistémica entre ellos (sintaxis), cultural o simbólica (semántica, en referencia a una necesidad) y económica (con respecto al Otro ya la comunidad). Como tal, el producto es una realidad material producto del trabajo referido a la necesidad- carnal humana en comunidad. De esta manera hemos indicado el paralelismo entre la "pragmática" y la "económica", como las dos dimensiones de la relación práctica interpersonal mediada por objetos materia- les-culturales: la relación comunicativa mediada por signos significativos (interpretables) (81), y la relación económica mediada por productos instrumentales (de uso [utilidad] o consumo [consumptividad]). La producción del texto (por ir directamente a un momento final de la hermenéutica ricoeuriana) es análoga a la producción del producto/mercancía. El "texto" y el "producto/mercancía" guardan independencia o autonomía del productor (y nadie antes mejor que Marx mostró cómo dicha autonomía podía constituir al producto en un Macht que deviene ante el productor su pro- pio fetiche). La interpretación del lector del texto (Ricoecur) es análoga al uso/consumo del usuario/consumidor del producto/mercancía (Marx). (…) Eje B - EPÍLOGO LOTERDIJK, Peter, Ph.D: (1947 Karlsruhe, Alemania - a la fecha) Filósofo alemán, crítico de arte, ensayista y director de su propio programa en la televisión alemana, “El cuarteto filosófico” desde el 2002. Enseña filosofía y estética en la Universidad alemana de Hochschule für Gestaltung en Karlsruhe (University of Art and Design Karlsruhe), y también da clases en la Academia de Bellas Artes en Viena, Austria. Luego de su disertación de graduación en Munich, 1975 publicó el ensayo que lo hizo famoso: Crítica de la razón cínica (Kritik der zynischen Vernunft) Recibió en premio literario Ernst Robert Curtius en 1993 siguió dando clases en Paris, Zurich y New York. Entre sus publicaciones se encuentran Spheres (de la cual Bubbles es su primer volumen) en donde comienza a reflexionar bajo qué condiciones el hombre puede hacer habitable este mundo, para lo cual analiza figuras filosóficas desde Platón hasta Lacan; Derrida, un egipcio (2009); Rage and Time (2010) en la cual comienza a pensar sobre la política en términos de expresiones de furia y sostiene la hipóstesis que la furia y la ira se han convertido en los motores de la política, siendo esta última simplemente un canal, un vehículo para la rabia y el resentimiento, por eso su enfoque no es solamente desde la filosofía sino también desde el psicoanálisis; Terror from the air traducida como Temblores de aire, en las fuentes del terror (2003) continúa este tema de la violencia como una nueva forma de hacer política. S Publicación Electrónica de la Universidad Complutense | ISSN 1578-6730 NÓMADAS Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. Universidad Complutense de Madrid, | Nº 17 | Enero-Junio 2008 | PETER SLOTERDIJK: TEMBLORES DE AIRE, ATMOTERRORISMO Y CREPÚSCULO DE LA INMUNIDAD Por: Adolfo Vásquez Rocca, Dr. En Filosofia, Pontificia Universidad Católica de Valparaiso. Resumen.- Se indaga a partir del análisis de Temblores de aire de Peter Sloterdijk, los orígenes y naturaleza del terrorismo moderno, dando cuenta de una cierta racionalidad del terror la cual se articula bajo la lógica del pánico como argumento central de la política. Se reflexiona en torno a la originalidad de nuestra época a partir de la práctica del terrorismo, considerando el concepto de diseño productivo en él implícito, particularmente la manipulación del medio ambiente como dispensador de un nuevo estilo de muerte: el modelo atmoterrorista. Para finalmente dar cuenta de la constitución hipercomunicativa y la deflagración de los explosivos en la mutación del terrorismo, entendido éste como el arte de hacer hablar de sí mismo. Palabras Clave.- Política, terrorismo, filosofía posmoderna, globalización, guerra, Jünger, movilización, atmoterrorismo, fundamentalismo, hipercomunicación, Sloterdijk, Temblores de aire, Esferas. 1. Temblores de aire; el frágil respiro de los muertos En su obra Temblores de aire (1) Sloterdijk se interna en las fuentes del terror, corriendo la niebla, buscando luz en el crepúsculo de la inmunidad, Sloterdijk mueve provocadoramente su pensamiento. Este escrito se arma bajo la lógica del pánico como argumento central de la política. Escrito entre la voladura de los rascacielos de Nueva York y el secuestro por un comando checheno de los asistentes al teatro de Moscú. Asalto cuya conclusión -que todavía suscita discusiones en torno a si los gases empleados eran enervantes, anestésicos o una mezcla inodora e incolora de ambos- parece la confirmación empírica de la fantasía profética de Haslinger, citada por Sloterdijk, cuando imagina en Opernhall la ópera de Viena convertida por unos criminales en una gran cámara de gas. Sloterdijk plantea en Temblores de aire(2) algo acerca de este tipo de espanto cuando estudia detalladamente la originalidad de esta época, al considerar a la práctica del terrorismo, el concepto de diseño productivo y la reflexión en torno al medio ambiente como un tríptico organizador de un estilo de muerte: el modelo atmoterrorista y la guerra del gas. Es desde el medio ambiente, desde la necesidad elemental del respirar que proviene el cambio en los medios de agresión al semejante. Se arrebata la vida arrebatando los medios que permiten vivir, en una comedia económica de la asfixia. Según Sloterdijk, el terror contemporáneo (el "atmoterrorismo") se constituye sobre bases posmilitares ya que no está dirigido contra unidades específicas, sino que su principal objetivo es agredir el continuo medioambiental de cosas y personas que hace posible la vida de las poblaciones. Sloterdijk describe así el horror propio de nuestra época como "una manifestación modernizada de saber exterminador (...), en razón de la cual el terrorista comprende a sus víctimas mejor de lo que ellas se comprenden a sí mismas.” Sloterdijk señalará el uso masivo de gas clórico por parte del ejercito alemán contra la infantería franco-canadiense en la batalla de Yprés como el momento inaugural del modelo atmoterrorista, lo cual supuso supuso la ampliación del escenario bélico y el desplazamiento del campo de batalla al entorno medioambiental. A partir de esa escena se desarrolla todo un saber climatológico negro que no hará sino incrementar el conocimiento de las condiciones de vida del adversario con el fin de asfixiarlo por gases, producir tormentas de fuego que abrasen el aire y su entorno o saturar la atmósfera de radiaciones. Es así, de esta forma, como Sloterdijk sindica el 22 de abril de 1915 como el comienzo, de una nueva era en nuestro presente: los alemanes derraman sobre las trincheras francesas ayudados por vientos favorables 5.700 botellas de gas mostaza. Fecha iniciática, según Peter Sloterdijk, o punto de inflexión en una genealogía de lasarmas de guerra que marcará la introducción del medio ambiente en la contienda entre facciones. El campo de batalla se ha ampliado hasta la atmósfera. Dos variables, desconocidas a nivel masivo -pero con algún precedente histórico- entran en juego en el gran arte de la guerra: la colaboración del individuo en su propia destrucción -a través de los procesos vitales que exigen la apropiación del medio ambiente- y una nueva dimensión, el tiempo, expresada a través de la latencia en la atmósfera de determinadas sustancias invisibles, y a través de la incubación en el cuerpo de esos mismos agentes. Tras formarse una espesa nube de seis kilómetros de ancho que el viento hacía avanzar; los soldados no podían dejar de respirar, y respirar era intoxicarse. Se inició el dominio del aire para sembrar terror. El terrorismo asociado al paroxismo de las tecnologías de manipulación del medio ambiente amenaza con eliminar las condiciones de vida de toda la especie. la guerra de gases, supuso la conversión de una ciencia natural como la climatología en una forma de control del medio en el que viven las poblaciones. En este sentido, Sloterdijk afirma que el "terrorismo es la explicación maximalista del otro bajo el punto de vista de su posible condición de exterminable"(3) Una ataque químico o bacteriológico como posibilidad de las nuevas formas del terrorismo, eliminarían de modo radical la capacidad de vivir, no apuntando ya sólo al cuerpo del enemigo según los métodos de la guerra convencional, sino estableciendo las condiciones de imposibilidad para la vida de ese cuerpo, que por respirar, actividad necesaria para la vida, aspira gas letal y se suicida. No hay pues refugio frente a esa guerra o a ese terrorismo de la misma forma que no hay abrigo en la guerra total asociada a la movilización total de Jünger (4)En ambos casos, el de la saturación del espacio y el de la movilización total, no hay ni tiempo ni lugar para reflexionar y desde el que ejercer la autonomía personal. Aplicando las categorías de la filosofía posmoderna puede señalarse que ya no hay distinción entre el interior y el exterior, no hay nada interno, latente, oculto ni por descubrir, todo está ahí fuera obscenamente alcanzable y visible, se trata como diría Baudrillard de la Transparencia del mal (5) Según describe Sloterdijk, una primera fase de evolución del "atmoterrorismo" se extendería desde la I Guerra Mundial a las cámaras de gas de los campos de concentración nazi, pasando por su uso y desarrollo en la esfera civil durante el periodo de entreguerras (de hecho en esos años hubo un auténtica obsesión por los gases que incluso propició el diseño de máscaras para distintas situaciones sociales). Para Sloterdijk la segunda fase en la configuración del "atmoterrorismo" (especialmente en su vertiente estatal) estaría marcada por el desarrollo del armamento aéreo que permite la eliminación del efecto inmunizador de la distancia espacial y propicia la globalización de la guerra a través de los sistemas teledirigidos. A partir de las armas nucleares, la evidencia de la catástrofe, de la destrucción masiva y la muerte térmica en una inmediata explosión deja paso a una destrucción silente e imperceptible debido a la persistente radiación medioambiental. Las radiaciones no se ven, pero el enemigo comprende sus efectos, y el entorno se convierte en un espacio repleto de amenazas. Por ello, Sloterdijk concibe el terror moderno como una especie de explicacionismo, en el que hay una asimetría entre el que explica (y comprende antes de que se produzcan los efectos) y el explicado (que sólo "comprende" después de haberlos sufridos). Así, tras el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki y la explicitud de lo radiactivo, el momento ionosférico y las armas tele-energéticas representan, según Sloterdijk, "la culminación del dominio de lo atmosférico". El momento ionosférico del 'atmoterrorismo' nos conecta con el desterramiento de los hombres, su desnaturalización, su aprendizaje de la desconfianza del sentido de la racionalidad y la inhibición de una confiada entrega que caracteriza a los individuos de la era post-humanista. Para Sloterdijk son precisamente estas condiciones de exposición total, de amenaza y de vulnerabilidad lo que opera los factores de perturbación, las condiciones intelectuales de esta época requieren -como resguardo- aprender la desconfianza, pero ¿cómo desconfiar del aire? Introducido el medio ambiente en la lucha entre facciones, las interacciones entre enemigos ponen al descubierto la vulnerabilidad de la respiración. El modelo atmoterrorista (y “atmo” es aire), por su alto nivel de abstracción y distancia de las víctimas, fragmenta la cadena de responsabilidades; además, es un método que se distribuye de inmediato en ambos lados del conflicto, por lo cual el terrorismo es un modo de luchar que no trata de apropiarse de la libertad del otro, sino de impedir que el otro tenga libertad de disfrutar de su medio. El 'atmoterrorismo' satura al mundo de peligro y agresión hasta el punto de desarraigar a los hombres, de desnaturalizarlos, empujándolos a emboscarse más allá de toda confiada entrega. Sloterdijk nos presenta el paradigma del humanismo y del terrorismo hermanados en la figura del Profesor en Química Fritz Haber (1868-1934) responsable del "Instituto Emperador Guillermo de Dahlem para la Investigación químico-física y electroquímica". Premio Nobel en 1918 fue asimismo asociado a la organización de la guerra química en la primera guerra mundial, padre de la máscara de gas y promotor de la llamada "campaña contra la eliminación de parásitos" en el campo agrícola. Todos estos laureles no impidieron que en su momento tuviese que emigrar en 1933 debido a su ascendiente judío, después de que todavía en el verano había asesorado al mando militar del Reich en cuestiones de gas tóxico. Murió en Basilea en 1934, en viaje a Palestina. Algunos de sus familiares perdieron la vida en los campos de Auschwitz, gaseados. Desinfectar con gases tóxicos a Europa de los sujetos impuros y animales fue parte de la fase atmosférica del genocidio. Hijo de la alianza entre ciencia y aparato militar, encarnado por Fritz Haber (6), el temblor del aire condensa el ideal de desinfección con el racismo (el Ciclón A se inventa en 1920 para desinfectar estancias plagadas de insectos; el Ciclón B será utilizado para exterminar judíos). La técnica permitirá diferenciar el interior del exterior, y así se hará, en 1924, la primera cámara de gas "civil", en Nevada, para ejecutar la condena a muerte; el interior puede ser un tren subterráneo, y así el gas sarín llevado en bolsas podrá ser liberado por los seguidores de una secta. La verdad suprema se baja del vagón y dejan el tóxico en las entrañas de Tokyo. El temblor es un matadero, sea un incendio como el de Dresde, o una nube como el Napalm con el que EE.UU. envolvió a Vietnam, o un experimento como el de los rusos en una isla con cientos de monos expuestos a bombas químicas. Temblamos todos, privados de la envoltura natural del aire. Bajo un aire cada vez más turbio y asfixiante, la ilusión de cerrar una atmósfera. La aireación, el air-design, la aromatización y el confort olfativo construyen constelaciones atmosféricas, pero apenas sólo la ilusión de amparo. Y es que, como lo señaló Canetti (7), a nada se encuentra tan abierto el hombre como al aire. Somos respiradores, pero bajo una atmósfera profanada y con formas de vida desmoronadas. "El terror hace explícito qué es el medio ambiente bajo el sesgo de su vulnerabilidad; la iconoclasia hace explícito qué es la cultura al experimentarla desde su posibilidad de ser parodiada; la ciencia hace explícito qué es la naturaleza primaria bajo la perspectiva de su contingencia a tenor de los avances tecnológicos". Sloterdijk hace notar ciertas perplejidades a las que nos enfrenta el atmoterrorismo, cuestiones como que la ineludible costumbre de respirar es la que se vuelve contra aquellos que respiran, por cuanto estos, a fuerza de seguir la práctica de ese elemental hábito, se convierten en involuntarios cómplices de su propia destrucción. Después de los ataques con gas tóxico, el aire perdió su inocencia. Y los signos se cubrieron de fango. Todo podría estar latentemente contaminado o intoxicado. Hasta el siglo XX la política y la guerra moderna tuvieron lugar en torno del Estado-nación, una entidad fija en un territorio extenso con una población relativamente repartida. Existía un campo de batalla, un escenario bélico, un terreno donde los ejércitos podían enfrentarse, para desde allí eventualmente proceder a la conquista territorial, de la cual las ciudades eran el último escenario de lucha. Las guerras mundiales, sobre todo la Segunda, marcaron un quiebre destinado a perdurar: la ciudad pasó a ser blanco de los ataques militares con bombardeos a la población civil. La estrategia militar evidentemente había tomado nota del formidable cambio por el que las poblaciones abandonaron las vastas extensiones para concentrarse en territorios pequeños como las ciudades. Atacar una ciudad sería, a partir de entonces, un hecho político. Para autores como Virilio, pero sobre todo Sloterdijk, aquí nace la lógica del terrorismo moderno y así lo expone en Temblores de aire (8) 2.- El régimen del sabotaje y la lógica del pánico como argumento central de la política Las formas de la guerra, como se ha señalado, a partir de la última década del siglo XX exceden no sólo los límites territoriales, sino también los temporales que hasta entonces circunscribían las acciones de ataque y defensa al lapso comprendido entre declaración y fin. Las innovaciones pertenecen al orden de lo continuo y no de lo discreto, y requieren, por ende, de una reformulación de códigos en que viejos valores como el honor se desplazan para ceder espacio a nociones entre las que ocupa un primer lugar la inmunidad. No será la única intrusión de concepciones provenientes de la biología, y tales intrusiones tampoco serán extrañas, menos sorprendentes, si puede concebirse un estado, pueblo o nación no como un concepto humanista abstracto sino como la simple y primera sumatoria de organismos vivos -en su mayor parte hombres- que dan como resultado un organismo vivo mayor. Esta concepción, entonces, también incluye los llamados recursos naturales de que dispone dicho estado, vitales para su supervivencia y necesarios factores a vulnerar en una guerra biológica. En estas nuevas formas que adopta la guerra y el exterminio se vuelve también tenue la distinción entre campo de batalla y población civil, entre atmósfera y territorio, que fuera inaugurada por las dos guerras mundiales. La "guerra contra el terrorismo" es un contrasentido, pues la guerra, durante el siglo XX y con más fuerza aún en el siglo XXI, se libra por medio del terror. La novedad que aportan las hordas monádicas de Osama- binLaden, en el sentido de la definición clásica de "terrorismo", es la opción absoluta por la inmolación y la completa imprevisión en el lugar, tiempo y modo en que ocurrirán los ataques; por ende, la indeterminación de las víctimas. Esta imprevisión lleva a primer plano la contaminación psicológica, el miedo de todos respecto de todos y el enviciamiento de la atmósfera mental en los países de cuño occidental. Ya no son los estados, pueblos y naciones los cuerpos a enfrentarse a un enemigo exterior: el planeta entero es ahora el organismo vivo, y a falta de un agente exterior, el terrorismo emerge como un virus, que ataca sin ser visto ni esperado. El tiempo de incubación es el tiempo que los servicios de inteligencia tienen para actuar en el fortalecimiento del sistema inmunitario. El terrorismo moderno ha instalado el régimen del sabotaje; el ciudadano común desconfía de su vecino, no sabe quién es el enemigo. Las grandes urbes son hoy el terreno de una silenciosa guerra de todos contra todos que deriva no sólo en la más evidente histeria que rodea a los atentados y a los accidentes, sino también en la latencia de un atentado larvando su eclosión. Las huestes terroristas actuales, en las que deben incluirse tanto las de Osama bin Laden como las de George W. Bush, parecen marcar el punto más logrado de esta amenaza soterrada, porque operan con el miedo y el pánico que genera la indistinción entre atentado y accidente. Así, escribe Virilio en Ville panique (Ciudades del Pánico), "mañana el Ministerio del Miedo dominará, desde lo alto de sus satélites y de sus antenas parabólicas, al Ministerio de Guerra ya caído en desuso, con sus ejércitos en vías de descomposición avanzada" (9). Y esto sería así porque la guerra, que pasó de ser asunto de estados a asunto de ciudades, ahora entró directamente en el alma de cada uno de los habitantes de estas ciudades que no pueden gestionar esta tensión más que con una angustia insoportable, un estado emergencia permanente y, como señalo Jünger un estado de movilización total. Finalmente, como crónica de las relaciones entre teoría y política de Estado, cabe apuntar que Sloterdijk fueconvocado por el canciller Schröder para debatir sobre las consecuencias del nuevo escenario mundial en la era del atmo-terrorismo y las guerras de rehenes (10) . En este contexto Sloterdijk se refirió al binomio miedo y seguridad, en relación con la política exterior estadounidense, que suele presentar Washington bajo la rúbrica “intereses de seguridad”. Destacó el filósofo cómo “vivimos en una sociedad obsesionada por la seguridad”, por las pólizas y las políticas de climatización (11) corriendo el riesgo de perder nuestra libertad. Se refirió también al miedo como un elemento clave para el desarrollo del intelecto. “El miedo -señalo Sloterdijk (12)- está al comienzo del intelecto, el miedo de alguna manera hizo al hombre”. 3. Constitución hipercomunicativa y deflagración; la mutación del terrorismo como arte de hacer hablar de sí mismo En la era de la globalización el terrorismo, como forma organizada de desinhibición agresiva, avanza con pasossilenciosos por las fisuras abiertas del abrumador entorno circundante (13) El “terrorismo” no es otra cosa que la consumación de una especie de justicia imaginaria o -si se prefiere- ajusticiamiento. Un modo de sobrereacción que encuentra en el 11 de septiembre de 2001 una de sus más potentes manifestaciones. Este hecho es, para Sloterdijk (14), indicativo de que el motivo de la desinhibición agresiva cayó en manos de perdedores activos, procedentes del bando ntioccidental. Una nueva ola de perdedores de la “historia” descubrió para sí los placeres de la unilateralidad, de la agresión “espontánea”. No imitan, como anteriores movimientos surgidos de los perdedores, ningún modelo de “revolución”; imitan directamente el impulso originario de las expansiones europeas: la superación de la inercia mediante el ataque arbitrario, la asimetría euforizante garantizada por la agresión pura, la superioridad indiscutible del que llega primero a un lugar y planta su estandarte antes de que lo hagan los demás. La clara primacía de la violencia agresora hiere de nuevo al mundo, pero esta vez desde el otro lado, desde el lado no occidental. Los terroristas islámicos ocupan zonas cada vez más amplias en el espacio abierto de las noticias del mundo. En él infiltran los sistemas, violan el espacio aéreo y estrellan aviones centellantes sobre las torres de Cristal que cobijan el centro del comercio mundial. El hecho de que los autores de estos graves atentados reciban la consideración de héroes en extensas zonas del mundo no controladas por Occidente constituye tan sólo un aspecto secundario de su triunfo, la eficacia que ostentan y la marca que les enorgullece dice relación, más bien, con la gestión de la catástrofe. Con la generación del pánico global. Las circunstancias favorecen a los terroristas: éstos han comprendido, mejor que otros colectivos de productores de eventos, de espectáculos pirotécnicos, que la hegemonía de las telecomunicaciones no son capaces de generar todos los contenidos y producir los acontecimientos en el estudio y que siguen dependiendo de los acontecimientos exteriores. Y han aprendido de la experiencia que ellos mismos pueden brindarles tales acontecimientos, mediante la gestión de la catástrofe, así se han hecho con el monopolio del sector de la violencia real. Además, pueden estar seguros: ante los actos de invasión, el infoespacio del gran sistema no ofrece más resistencia de la que ofreció un África amorfa en el siglo XIX frente a los más brutales ataques de los europeos. El sistema nervioso de los moradores del “mundo libre” condicionados por el tedio que reina en el “planeta americano”, aguardan noticias del exterior; se afanan por avistar -con paranoia- cualquier indicio de la existencia de un enemigo. La suma de estos análisis brinda una praxis coherente a los terroristas: al preparar sus explosiones televisadas, sacan partido, con aguda intuición, de “la constitución hipercomunicativa del espacio social”(15) de Occidente; por medio de invasiones mínimas, ejercen un influjo sobre la totalidad del sistema, en tanto que lo vulneran y lastiman en sus centros neurálgicos. Pueden estar seguros de que la única medida antiterrorista que alcanzaría el éxito, el silencio absoluto de los medios de comunicación a propósito delos atentados, se frustrará siempre a causa de la fidelidad de aquéllos a su deber de informar. Por ello, “nuestros” conductos de excitación transmiten de manera casi automática el estímulo terrorista local a los consumidores de terror, los ciudadanos mayores de edad del palacio de cristal, de manera muy parecida a como los conductos de nuestro sistema nervioso transmiten el dolor de la quemadura desde las yemas de los dedos hasta el registro general en el cerebro. Nuestro propio deber de informar garantiza al terrorismo un puesto duradero como arte de hacer hablar de sí mismo. Aun cuando el terrorismo sea un fantasma que en raras ocasiones se materializa, goza de una consideración ontológica que habitualmente se otorga a lo real e inminente. Así, el terrorismo ha conseguido ser objeto de “atención” como estrategia de expansión unilateral en el momento posthistórico. Penetra fácilmente en el cerebro de las “masas”(16) y se asegura un espacio significativo en el mercado mundial de las emociones temáticas. Por ello el terrorismo está estrechamente emparentado con las artes mediáticas posmodernas, y quizá no haga otra cosa que extraer las consecuencias más extremas de las tradiciones del arte transgresor de raíz romántica. A la vista de todo ello, se comprende por qué el neoliberalismo y el terrorismo son el reverso de una misma hoja. Sobre ambas caras se lee un mismo texto. Aquí se hace forzoso reconocer que se carece de medios para contener la acción desinhibida que resulta un grato despliegue a los individuos vigorosos que desean emplear su exceso de fuerza, sea en la empresa agresiva espontánea o en la venganza. Las acciones paramilitares que la coalición Occidental llama “agresión del fundamentalismo” aun cuando parezcan pertenecer a una época ya pasada, sus restos se mantienen con virulencia en el mundo postunilateral. Lo que impulsa a los resueltos agresores, trátese de terroristas, mercenarios, criminales o empresarios armamentistas, es el anhelo de transformarse en un impulso de iniciativa pura en un contexto mundial que emplea todas sus fuerzas para frenar las iniciativas. El fundamentalismo islámico, que en la actualidad se percibe como un paradigma de agresividad sin sentido, tiene interés tan sólo en tanto que componenda mental circunscrita a ámbitos locales, que hace posible el tránsito, siempre precario, desde la teoría (o el resentimiento) a la práctica por parte de determinados grupos extremistas de acciones de desinhibición fundamentalista, de un excedente de energías, que encuentran expresión en los ataques terroristas actuales contra los grandes sistemas, en una suerte de radicalismo posthistórico, en una forma de romanticismo de la agresión. Este romanticismo confunde las fisuras con un espacio libre. Mediante la realización de misiones, proyectos y otros gestos, sus actores querrían rescatar la fuerza de la asimetría de su carácter de golpe adelantado y autosatisfactorio, en una época que se encuentra ya bajo el primado de la amabilidad, la inhibición, la acción recíproca, la cooperación, tanto en Oriente como en Occidente. Sólo se escapan algunas fisuras que aunque angostas desde el punto de vista del sistema, son numerosas. Así, los actos terroristas aunque aparecen como autismos sin salida en el escenario mundial, producen un fuerte eco en el murmullo posthistórico de los medios de comunicación. Ahora bien, el 11 de septiembre de 2001 marcó una fecha cuya misma superfluidad es siniestra, una fecha que no apunta a nada, salvo al mismo día en que tuvo lugar el hecho. Este ha sido hasta ahora el indicio más claro de posthistoricidad, un cambio de época de la guerra. Los aviones que se estrellan contra las Torres de Nueva York ilustran a su manera la mutación del terrorismo, una mutación que no es solamente cuantitativa sino también cualitativa ya que no se funda en la evolución reciente en los sistemas de armas, sino precisamente en lo contrario, en la posibilidad de sembrar el terror prescindiendo en absoluto de armas, mostrando la capacidad de convertir cualquier objeto en medio de destrucción. Aquí nos encontramos ante una particular escalada terrorista de acciones político-militares que se apoyan a la vez sobre medios improvisados y un número restringido de participantes y sobre una cobertura mediática asegurada. Asistimos así a la emergencia estratégica de esas “armas de comunicación” que reemplazan la supremacía tradicional de las “armas de destrucción” y de obstrucción”; dicho de otra manera, el duelo del arma y el escudo(17) Esta es la mutación del terrorismo, un cambio de época de la guerra: un sólo hombre provocando los mismos desastres que provocaba ayer una escuadra naval o aérea. En efecto, la miniaturización de las cargas y los progresos químicos en el terreno de la deflagración de explosivos favorecen una ecuación hasta ahora inimaginable: un hombre - una guerra total (18). Desde otra perspectiva cabe agregar a nuestro análisis que los terroristas de septiembre engendraron una violencia unilateral que no tenía absolutamente nada en mente que pudiera compararse a un proyecto, salvo vagas alusiones a una repetición, alusiones que malos estrategas han interpretado erróneamente como una amenaza. Una verdadera amenaza tendría que adoptar, como todo el mundo sabe, la forma de una “advertencia armada” (19), y el atentado de septiembre no buscaba ninguna consecuencia, fue una mera demostración de la capacidad de llevar a cabo un ataque puntual contra las torres de cristal del centro de comercio mundial; fue una “medida” destemplada por cierto- pero que se agotó en su misma realización.Tampoco tenía nada de lucha por un buen fin por medios violentos, pero desgraciadamente necesarios, como la había enseñado la metaética revolucionaria desde el siglo XIX. El atentado fue una pura reivindicación de la primacía de la agresión en un tiempo regido por las inhibiciones y el acoplamiento regenerativo. A la vista del 11 de septiembre, se puede deducir que el contenido de la posthistoria en su aspecto más dramático quedará determinado durante mucho tiempo por las interacciones de los porfiados. Esto no es una constatación como cualquier otra. A la imposibilidad, advertida por Hegel, de aprender algo de la historia, se le añade ahora la imposibilidad de aprender de los episodios de la posthistoria. Solamente los proveedores de tecnología de seguridad pueden obtener algún beneficio de estos incidentes. Todo lo demás se libra al flujo y reflujo de las agitaciones mediáticas, incluidos los afanes de las policías internacionalizadas que emplean la angustia colectiva como legitimación de su propia expansión. Las provocaciones de los terroristas no constituyen en ningún caso un motivo objetivamente satisfactorio para un retorno de la cultura política de Occidente al “momento hobbesiano”: la cuestión de si el Estado moderno tiene capacidad para proteger con eficacia la vida de sus ciudadanos halla en el balance de los hechos una respuesta claramente afirmativa, de tal manera que sería necio planteársela de nuevo con seriedad. Hace tiempo que la “sociedad” adquirió la competencia necesaria para la absorción psíquica del terror, y la inquietud provocada por el terrorismo llega a la “sociedad” tan sólo a través de los medios de comunicación y no a través de movilizaciones ordenadas por el Estado; el Estado de hoy en día es, igual que todos los demás, un consumidor de actos terroristas, y el hecho de que se le exija competencia en la lucha contra el terror no cambia para nada el hecho de que ni se ve directamente atacado por éste ni tampoco puede reaccionar de manera directa. De todos modos, la legitimación del Estado dejó de basarse hace algún tiempo en sus funciones hobbesianas, y se fundamenta en sus prestaciones como redistribuidor de los medios de vida y el acceso al confort; demuestra su utilidad como imaginario terapeuta colectivo, así como garante de comodidades tanto materiales como imaginarias, dirigidas a una mayoría (20). Por ello, las reacciones no liberales contra el terror son siempre inadecuadas, puesto que infravaloran la tremenda superioridad del atacado sobre el atacante; magnifican el fantasma insustancial de Al Qaeda, ese conglomerado de odio, desempleo y citas del Corán, hasta convertirlo en un totalitarismo con rasgos propios, y algunos, incluso, creen ver en él un “fascismo islámico” que, no se sabe con qué medios imaginarios, amenazaa la totalidad del mundo libre. Dejaremos abierta la pregunta por los motivos que han conducido a aquella infravaloración y a esta magnificación. Sólo esto es seguro: los realistas se hallan de nuevo en su elemento; por fin pueden ponerse, una vez más, al frente de los irresolutos, con los ojos clavados en el fantasma del enemigo fuerte, medida antigua y nueva de lo real. Con el pretexto de la seguridad, los voceros de la nueva militancia dan rienda suelta a tendencias autoritarias cuyo origen hay que buscar en otro sitio; la angustia colectiva, cuidadosamente mantenida, hace que la gran mayoría de los mimados consumidores de seguridad de Occidente se sume a la comedia de lo inevitable. Citas: 1 SLOTERDIJK, Peter: Temblores de aire, en las fuentes del terror. (2003) Pre-Textos, Valencia. 2 Op, cit. 3) Op. Cit. 4 JÜNGER, Ernst (1895-1998) constituye, posiblemente a causa de sus participaciones - diametralmente opuestas - en ambas guerras mundiales, una figura privilegiada del escritor-soldado; sin embargo, Jünger fue cronológicamente, combatiente antes de ser escritor. Así, como subraya Marcel Decombis (Ernst Jünger, l'homme et l'œuvre jusqu'en 1936) siguiendo la línea trazada por el especialista de historia literaria Langenbucher.es necesario distinguir "el linaje de poetas que se convirtieron en soldados, de la joven generación (de la cual forma parte Jünger) que la guerra transformó en poetas". En efecto, la generación intelectual alemana que había publicado anteriormente a 1914, entre otros R.G. Binding o St George, sintió la guerra como un cuestionamiento apocalíptico de la cultura de la cual formaba parte. Sin embargo, la generación literaria de Jünger o de Dwinger y Schauwecker, irrumpía en ese momento dentro de la historia contemporánea. En este sentido, Jünger forma parte de los autores que no esperaron ver madurar en ellos una vocación, sino que se sintieron incitados a la escritura por la crudeza de una experiencia belicosa que derrocaba el antiguo mundo y que debía ser contada sin artificio. 5 BAUDRILLARD, Jean, La transparencia del mal (1989) Anagrama, Barcelona, 1990. Nómadas. 6 Director científico del programa Gas para la Guerra que desarrolló el gas utilizado en Yprés, obtuvo el premio Nobel de Química en 1918. 7 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, "Sloterdijk y Canetti; El detonante iconográfico y operístico de la política de masas", en NÓMADAS Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. Universidad Complutense de Madrid, | Nº 15 | Enero-Junio 2007, pp. 201-214. 8 SLOTERDIJK, Peter, Temblores de aire, en las fuentes del terror, Ed. Pre-Textos, Valencia 2003 9 VIRILIO, Paul, Ville panique, Ailleurs commence ici, Galilée, 2004 10 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, "Peter Sloterdijk; miembro de la Academia de las Artes de Berlín y de 'Das Philosophische Quartett'", en Escáner Cultural, Revista de arte contemporáneo y nuevas tendencias, Nº 96, 2007, Santiago. 11 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “Peter Sloterdijk;. Esferas, helada cósmica y políticas de climatización”, En Debats, ISSN 0212-0585, Nº 94, 2006, pags. 6-13, Valencia; y Eikasia, Revista de Filosofía, 5 (julio 2006 12 SLOTERDIJK, Peter, Temblores de aire, en las fuentes del terror, Ed. Pre-Textos, Valencia 2003 13 SLOTERDIJK, Peter, “ El palacio de cristal”, Conferencia, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, 2004. 14 SLOTERDIJK, Peter. IOp. Cit. 15 VÁSQUEZ ROCCA, Liliana, “Sloterdijk; De la ontología de las distancias al surgimiento del ‘provincianismo global’ “- | En Psikeba, Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales de Buenos Aires, Nº 5 – 2007.; 16 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “Sloterdijk y Canetti; El detonante iconográfico y operístico de la política de masas”, En Nómadas- Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas N º 15 | Enero-Junio.2007, pp. [201-214] 17 VIRILIO, Paul, Un paisaje de acontecimientos, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 57 18 VIRILIO, Paul, Op. Cit. p. 54 19 SLOTERDIJK, Peter, “El palacio de cristal”, Conferencia, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, 2004. 20 SLOTERDIJK, Peter, Esferas III: Espumas, Editorial Siruela, Madrid, 2004, cap. 3, sección 9. Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 1 Eje C EPISTEMOLÓGICO Neutralidad vs. Intereses Antigüedad Discurso retórico vs. Demostración lógica Preguntas para pensar los textos: ¿Qué concepción de logos tienen los sofistas? ¿Y los filósofos? ¿Por qué la sofistica escandaliza a la filosofía? ¿Cómo se diferencia episteme de pistis? 1) Platón. Protágoras. Pentalfa Ediciones, Traducción J. Velarde (Oviedo 1980) (selección) Cassin, Bárbara. Efecto sofistico. FCE, 1ª ed., Bs As, 2008. 2) Aristóteles. Tratados de Lógica (Órganon).Editorial Gredos, 1ª Ed., 1988. Introducción. Sobre la interpretación (Perihermeneías). Analíticos Segundos Libro I (fragmentos seleccionados) Modernidad Experiencia vs. Razón Preguntas para pensar los textos: ¿Cuál es el método para llegar a la verdad? ¿En qué medida nos obstaculizan nuestras creencias cotidianas? ¿Es posible abstraerse de ellas? ¿Qué significa que algo sea “objetivo”? ¿Y “subjetivo”? 1) Experiencia vs. conocimiento Razón: -Bacon, Francis.Novum seleccionados) - Descartes, Tecnos,1994. René.Discurso las fuentes del órganon(Fragmentos del método. Editorial 1ª parte- 2ª Parte- 4ª Parte 2) La revolución copernicana: Kant, Immanuel. Prólogo a la 2da. Edición de la Crítica de la Razón Pura. Traducción de M. García Morente, Madrid, 1928. Contemporaneidad Racionalidad Objetiva vs. Racionalidad Condicionada Preguntas para pensar los textos: ¿Cuáles son las condiciones para la objetividad científica? ¿Puede el investigador científico ser neutral en el desarrollo del conocimiento? ¿Porta algún tipo de ‘interés’ la investigación científica? ¿Puede ser el paradigma científico un limitante al progreso de la ciencia? ¿Qué es una ruptura epistemológica? ¿Cómo pensar la ciencia en un contexto de poder? 1) Ciencia universal vs ciencia situada : la labor científica como práctica social -Hempel, Filosofía de la ciencia natural. Alianza Editorial, Madrid, 1987. Cap. 5 (Título 1) -Popper, Karl. La lógica de la Investigación científica. Editorial Tecnos, 1ª Edición, 1962 - Primera parte. Introducción a la lógica de la ciencia. Cap. 1 y 2. -Kuhn, Tomas. La estructura de las revoluciones científicas. FCE, México. Cap. III -Bachelard, Gastón. La formación del espíritu científico. Siglo Veintiuno Editores, 1ª edición, 1948, 23 a. edición, Cap. 1 y 3 - Schuster, Félix. El método en ciencias sociales.Centro editor de América, 2004. Cap.2 2) La ciencia en contexto desde la mirada latinoamericana -Klimovsky-Las desventuras del conocimiento científico, . A-Z Editores, Buenos Aires, .Cap. 10 - Mari, Enrique. Neopositivismo e ideología. Eudeba, Bs As EJE C- ANTIGUA P LATÓN (428/427-347 antes de J. C. ) nació en Atenas, de familia aristocrática; su padre, Aristón, era descendiente del rey ático Codro, y su madre, Perictione, era descendiente de Dropides, Familiar de Solón. El Nombre 'Platón' es, en rigor, un apodo(que Significa 'el De anchas espaldas'); su nombre originario era el de Aristocles. Educado Por los mejores maestros de la época en Atenas, Platón Tuvo dos intereses: la poesía que Abandonó luego— y la olítica Que le preocupó siempre.A Los 18 Años de edad se allegó al círculo de Sócrates, quien ejerció una enorme influencia sobre su vida y sus doctrinas y de quien fue el más original discípulo. PROTÁGORAS AMIGO, SÓCRATES AMIGO. - ¿De dónde sales, Sócrates? Seguro que de una partida de caza en pos de la lozanía de Alcibíades. Precisamente lo vi yo anteayer y también- a mí me pareció un bello mozo todavía, aunque un mozo que, dicho sea entre nosotros, Sócrates, ya va cubriendo de barba su mentón1. SÓCRATES. - ¿Y qué con eso? ¿No eres tú, pues, admirador de Homero, quien dijo2 que la más agraciada adolescencia era la del primer bozo, esa que tiene ahora Alcibíades? AM. - ¿Qué hay, pues, de nuevo? ¿Vienes, entonces, de su casa? ¿Y cómo se porta contigo el muchacho? SÓC. -Bien, me parece a mí, y especialmente en el día de hoy. Que mucho ha dicho en mi favor, socorriéndome, ya que, en efecto, ahora vengo de su casa. Pero voy a decirte algo sorprendente. Aunque él estaba allí, ni siquiera le prestaba mi atención, y a menudo me olvidaba de él. AM. - ¿Y qué cosa tan enorme puede haberos ocurrido a ti y a él? Porque, desde luego, no habrás encontrado a alguien más bello, en esta ciudad al menos. SÓC. -Mucho más todavía. AM. -¿Qué dices? ¿Ciudadano o extranjero? SÓC. - Extranjero. AM. -¿De dónde? SÓC. -De Abdera 3. AM. - ¿Y tan hermoso te pareció ser ese extranjero, al punto de resultarte más bello que el hijo de Clinias? 1. Platón alude, en varios pasajes, a la atracción que Sócrates sentía por los jóvenes de hermosa apariencia física y bien dotados intelectualmente (cf. Cármides 155c-e; Banquete 216d; Alcibíades I 103a-104d; Gorgias 481d). Esa atracción se expresa con frecuencia en términos eróticos; pero no hay razones para dudar del testimonio explícito de Platón de que ese eros socrático no comportaba una experiencia física homosexual, al modo del llamado «amor dorio». El testimonio puesto en boca de Alcibíades en el Banquete (215a-219d) es clarísimo al respecto; y en la sociedad griega de la época no había motivo para mostrarse cauteloso en la materia. Ese impulso erótico «sublimado» conducía a Sócrates a velar por la educación moral y espiritual del amado, de acuerdo con la doctrina sobre el amor expuesta a través de la referencia a la profetisa Diotima en el Banquete 201d-212a. La admiración de Sócrates, asiduo visitador de los gimnasios de Atenas, por los muchachos es, por otro lado, un rasgo típico de este filósofo, evocado reiteradamente en los diálogos primeros de Platón (Laques, Cármides, Lisis). En sus relaciones con distintos jóvenes, discípulos ocasionales de su afán propedéutico, destaca la que mantuvo con Alcibíades. Este enfant terrible de la política ateniense fue, sin duda, el favorito de Sócrates entre sus jóvenes amigos aristocráticos durante cierto período, aunque luego escapó a su influencia moral. Como es bien sabido (por la alusión de PLATÓN en la Apología 33a-b, y la de JENOFONTE en Memorables I 1, 12-16), estas relaciones de Sócrates con Alcibíades y con Critias, los cuales en su actuación política posterior tan dañinos serían a la democracia, influyeron notablemente en su condena bajo el pretexto de «corromper a los jóvenes»- La La traducción de kalós anér por «bello mozo» es un tanto coloquial, como lo es el tono del pasaje. Lo de «todavía» se refiere a que la mejor edad del «amado» (ho eromenos) es la de «jovencito barbilampiño», según la convención erótica al uso (cf. Alcibíades I 131d). 2. 3. HOMERO, Ilíada XXIV 348; Odisea X 279. costa de Tracia, fue el lugar natal de Protágoras y de Demócrito.Abdera, en la SÓC. - ¿Cómo no va a parecer más bello lo que es más sabio, querido amigo? AM.-Entonces es que acabas de encontrar a algún sabio. ¿No, Sócrates? SÓC. -Al más sabio, sin duda, de los de ahora, si es que consideras muy sabio a Protágoras. AM. - ¿Pero qué dices? ¿Protágoras ha venido de viaje? SÓC. - Ya es su tercer día aquí. AM. - ¿Y, por tanto, vienes de estar con él? SÓC. - Y de hablar y oír muchísimas cosas. AM. - ¿Es que no vas a contarnos la reunión, si nada te lo impide, sentándote aquí, en el sitio que te cederá este esclavo? SÓC. -Desde luego. Y os daré las gracias por escucharme. AM. -Más bien nosotros a ti por hablar. SÓC. -Va a ser un agradecimiento mutuo. Así que oíd. En esta noche pasada, aún muy de madrugada, Hipócrates, el hijo de Apolodoro y hermano de Fasón, vino a aporrear con su bastón la puerta de mi casa a grandes golpes. Apenas alguien le hubo abierto entró directamente, apresurado, y me llamó a grandes voces: -¿Sócrates, dijo, estás despierto, o duermes? Al reconocer su voz, contesté: -¿Hipócrates es el que está ahí? ¿Es que nos anuncias algún nuevo suceso? -Nada, contestó, que no sea bueno. -Puedes decirlo entonces. ¿Qué hay para que hayas venido a esta hora? -Protágoras -dijo, colocándose a mi lado- está aquí. -Desde anteayer, le dije yo. ¿Acabas de enterarte ahora? -Por los dioses, dijo, ayer noche. Y tanteando la cama se sentó junto a mis pies, y continuó: Ya de noche, desde luego muy tarde, al llegar de Énoe 4. Mi esclavo Sátiro se había fugado. Venía entonces a decirte que iba a perseguirlo, cuando me olvidé por algún motivo. Cuando regresé y, después de haber cenado, nos íbamos a reposar, en ese momento mi hermano me dice que Protágoras estaba aquí. Todavía intenté en aquel instante venir a tu casa; luego, me pareció que la noche estaba demasiado avanzada. Pero, en cuanto el sueño me ha librado de la fatiga, apenas me he levantado, me trasladé aquí. Como yo me daba cuenta de su energía y su apasionamiento, le dije: -¿Qué te pasa? ¿Es que te debe algo Protágoras? É1 sonrió y dijo: -¡Por los dioses!, Sócrates, sólo en cuanto que él es sabio, y a mí no me lo hace. -Pues bien, ¡por Zeus!, si le das dinero y le convences, también a ti te hará sabio. -¡Ojalá, dijo, Zeus y dioses, sucediera así!. No escatimaría nada de lo mío ni de lo de mis amigos. Pero por eso mismo vengo a verte, para que le hables de mí. Yo, por una parte, soy demasiado joven y, por otra, tampoco he visto nunca a Protágoras ni le he oído jamás. Era un niño cuando él vino aquí en su viaje anterior5. Sin embargo, Sócrates, todos elogian a ese hombre y dicen que es sapientísimo. ¿Pero por qué no vamos a donde se aloja, para encontrarle dentro? Descansa, según he oído, en casa de Calias el hijo de Hipónico. Vamos ya. 4. Oinóé, es decir, la «Vinosa», era un demos próximo a Eléuteras, en el camino hacia Tebas. El esclavo fugitivo pretendía seguramente escapar del Ática a través de la frontera beocia. 5. Probablemente hacia el 445 a. C., cuando recibió de Pericles el encargo de preparar el código de leyes para la colonia panhelénica de Turios, fundada en 443. Entonces le dije yo: -No vayamos todavía allí, amigo mío, que es temprano; pero salgamos aquí al patio, y dando vueltas de acá para -allá, hagamos tiempo charlando hasta que haya luz. Luego, iremos. Casi todo el tiempo lo pasa Protágoras en la casa, de modo que, ten confianza, lo encontraremos, según lo más probable, dentro. Después de esto, nos levantamos y paseábamos por el patio. b Entonces yo, poniendo a prueba el interés de Hipócrates, le examinaba, con estas preguntas: -Dime, Hipócrates, ahora intentas ir hacia Protágoras, y pagarle dinero como sueldo por cuidar de ti. ¿Qué idea tienes de a quién vas a ir, o de quién vas a hacerte? Por ejemplo, si pensaras ir junto a tu homónimo Hipócrates, el de Cos, de los Asclepíadas, y pagar dinero como sueldo por ocuparse de ti, si alguno te preguntara: «¿Dime, vas a pagarle, Hipócrates, a Hipócrates en condición de qué?» -Le diría que como a médico. -¿Para hacerte qué? -Médico, dijo. -Y si pensaras llegarte a casa de Policleto, el de Argos, o de Fidias el ateniense y darles un pago por tu persona, si uno te preguntara: «¿Al pagar este dinero, qué idea tienes de lo que son Policleto y Fidias?»6, ¿qué responderías? 6. Tanto Hipócrates como Fidias y Policleto eran, en la época, los maestros más famosos en sus artes respectivas. En cuanto profesionales (technítai) que ejercen un oficio público (démiourgoí), estaban capacitados para enseñar sus técnicas, a cambio de un salario, a sus discípulos. El médico aparece ya como demiurgo en la épica homérica; el escultor es también una figura tradicional en la Atenas de Pericles; el sofista ejerce, en cambio, una ocupación más moderna y de un prestigio más ambiguo. En el Menón 91d, se menciona, conjuntamente, a Protágoras y a Fidias en conexión con el tema de sus honorarios. Las críticas de Platón contra la enseñanza cobrada de los sofistas reflejan un cierto prejuicio aristocrático. Y, aunque un tanto anecdóticamente, es un punto en el que éstos contrastan con Sócrates, buscador desinteresado de la verdad, que no se proclama maestro en nada ni de nadie y no vende sus lecciones. Aunque, según refiere irónicamente Platón, el mismo Sócrates habría pagado por alguna disertación -de las más baratas- de Pródico (Crátilo 384b), ofrecida precisamente en casa del rico Calias (Axíoco 366c). -Diría que escultores. Así pues, ¿qué te harías tú mismo? -Evidentemente, escultor. -Vaya, dije. Ahora, pues, al acudir a Protágoras tú y yo estaremos dispuestos a pagarle un dinero como sueldo por tu persona, si nos alcanzan nuestros recursos y le convencemos con ellos, y si no, aun disponiendo de los recursos de nuestros amigos. Si entonces alguien, al hallarnos tan decididamente afanosos en esto, nos preguntara: «Decidme, Sócrates e Hipócrates, ¿qué opinión tenéis de lo que es Protágoras al darle vuestro dinero?», ¿qué le responderíamos? ¿Qué otro nombre hemos oído que se diga de Protágoras, como el de «escultor» se dice de Fidias y el de «poeta», de Homero, qué calificación, semejante, hemos oído de Protágoras? -Sofista, desde luego, es lo que le denominan, Sócrates, y eso dicen que es el hombre, contestó. -¿Cómo a un sofista, por tanto, vamos a pagarle el dinero? -Exacto. -Si luego alguno te preguntara también esto: «¿Y tú, en qué tienes intención de convertirte al acudir a Protágoras?» Y él me dijo, ruborizándose7 -como apuntaba ya algo el día pude notárselo-: -Si va de acuerdo con lo anterior, evidentemente con la intención de ser sofista. -Y tú, le dije, ¡por los dioses!, ¿no te avergonzarías de presentarte a los griegos como sofista? -Sí, ¡por Zeus!, Sócrates, si tengo que decir lo que pienso. -Pero tal vez, Hipócrates, opinas que tu aprendizaje de Protágoras no será de ese tipo, sino más bien como el recibido del maestro de letras, o del citarista, o del profesor de gimnasia, de quienes tú aprendiste lo respectivo a su arte, no para hacerte profesional, sino con vistas a tu educación, como conviene a un particular y a un hombre libre. -Exactamente; desde luego me parece, dijo, que es algo por el estilo mi aprendizaje de Protágoras. -¿Sabes, pues, lo que vas a hacer, o no te das cuenta?, dije. -¿De qué? -Que vas a ofrecer tu alma, para que la cuide, a un hombre que es, según afirmas, un sofista. Pero qué es un sofista, me sorprendería que lo sepas. Y si, no obstante, desconoces esto, tampoco sabes siquiera a quién entregarás tu alma, ni si para asunto bueno o malo. -Yo creo saberlo, dijo. -Dime, ¿qué crees que es un sofista? -Yo, dijo, como indica el nombre, creo que es el conocedor de las cosas sabias8. 7. 8. Aunque los sofistas tuvieron una excelente acogida en ciertos ambientes ilustrados, como, p. ej., en la casa de Calias, y aunque gozaron de fama y de notable atracción como maestros de elocuencia, un joven ateniense, de buena familia y posición respetable, no dejaba de ver a estos personajes, sabios itinerantes, bajo una luz ambigua. (Guthrie ha comparado el aprecio que rodeaba a los sofistas en esos medios ilustrados con la admiración por los cantantes de ópera en algunos salones decimonónicos.) El avanzado Calicles, oyente de Gorgias, rechaza con decisión el aspecto profesional de esos educadores (Gorgias 520a). La hostilidad de otro sector, más reaccionario y un tanto popular, hacia ellos, como posibles corruptores de la juventud por su crítica de los valores tradicionales, puede verse reflejada en las Nubes de Aristófanes. Hipócrates relaciona el nombre de sophistés con el adjetivo sophós, «sabio», y con la raíz -ist- de epístasthai «conocer». Realmente, sophistés está relacionado, como nombre de agente, con el verbo sophízesthai, «ser sabio». En un principio, el sophistés es el entendido en algo, con un valor semántico próximo al de sophós, como «experto» (aunque sophós tiene también un valor amplio más general); posteriormente, y por oposición al término philósophos, el vocablo tomó una connotación peyorativa, que ya se deja sentir en ciertos textos platónicos. (Cf. P. GROENEBOOM, Aeschylus' Prometheus, Amsterdam, 1966 [1a' ed., 1928], pág. 97, que reúne los principales ejemplos de esa derivación en época clásica.) -Pero, contesté, eso se puede decir también de los pintores y los carpinteros, que ellos son conocedores de cosas sabias. Luego si alguien nos preguntara: ¿De qué cosas sabias son conocedores los pintores?, le contestaríamos, sin duda, que de las que respectan a la ejecución de las imágenes y demás cosas por el estilo. Pero si alguno nos preguntara: «¿El sofista en cuál de las cosas sabias es entendido?», ¿qué le responderíamos? ¿De qué actividad es maestro? -¿Qué podríamos, Sócrates, decir que es éste, sino que es un entendido en el hacer hablar hábilmente9? -Tal vez, dije, diríamos una verdad, pero no del todo. Porque nuestra respuesta reclama aún una pregunta acerca de sobre qué el sofista hace hablar hábilmente. Sin duda, como el citarista, que hace hablar con habilidad sobre lo que es conocedor precisamente, sobre el arte de la cítara, ¿no?10. -Sí. -Bien. ¿El sofista, entonces, sobre qué asunto hace hablar hábilmente? ¿Está claro que acerca de lo que tenga conocimientos? -Es natural. -¿Qué es eso en lo que él, el sofista, es conocedor, y lo hace a su discípulo? -¡Por Zeus! contestó, ya no sé qué decirte. Después de esto le dije: -¿Pues qué? ¿Sabes a qué clase de peligro vas a exponer tu alma?11. Desde luego si tuvieras que confiar tu cuerpo a alguien, arriesgándote a que se hiciera útil o nocivo, examinarías muchas veces si debías confiarlo o no, y convocarías, para aconsejarte, a tus amigos y parientes, meditándolo durante días enteros. En cambio, lo que estimas en mucho más que el cuerpo, el alma, y de lo que depende el que seas feliz o desgraciado en tu vida, haciéndote tú mismo útil o malvado, respecto de eso, no has tratado con tu padre ni con tu hermano ni con ningún otro de tus camaradas, si habías de confiar o no tu alma al extranjero ése recién llegado, sino que, después de enterarte por la noche, según dices, llegas de mañana sin haber hecho ningún cálculo ni buscado consejo alguno sobre ello, si debes confiarte o no, y estás dispuesto a dispensar tus riquezas y las de tus amigos, como si hubieras reconocido que debes reunirte de cualquier modo con Protágoras, a quien no conoces, como has dicho, con el que no has hablado jamás, y al que llamas sofista; si bien qué es un sofista, parece que lo ignoras, en quien vas a confiarte a ti mismo. Entonces él, después de escucharme, contestó: -Tal parece, Sócrates, por lo que tú dices. -Ahora bien, Hipócrates, ¿el sofista viene a ser un traficante o un tendero12 de las mercancías de que se nutre el alma? A mí, al menos, me parece que es algo así. 9. La educación retórica es la más general y destacada a primer plano en los programas de los sofistas, tanto de Protágoras, al que Sócrates menciona en el Fedro (267c) como uno de los grandes maestros de retórica, con su célebre teoría sobre la corrección de los nombres (orthoépeia), como de Gorgias (Gorgias 449a), gran maestro de oratoria política. Más adelante (318e), el propio Protágoras tratará de precisar en qué consiste la profesión del sofista. 10. El método inductivo utilizado por Sócrates, a base de aducir ejemplos en apariencia paralelos, es característico del Sócrates histórico, como indica ARISTÓTELES (Metafísica 1978b 27-9). Su aplicación no siempre es lógicamente válida, como sucede, p. ej., en este caso, pues no es necesario dar una enseñanza especializada para hacer de alguien un experto orador. (Cf. la nota de C. C. W. TAYLOR, ad loe.). 11 La palabra griega psyché tiene un significado más amplio que la nuestra de «alma»; abarca todos los aspectos no físicos (en su oposición al cuerpo) del hombre. Es probable que, en una frase como esta inicial, se dejara aún sentir ligeramente el sentido arcaico del término: psyehé como «vida». Pero el riesgo a que Sócrates alude no es «vital», sino moral, intelectual y espiritual a la vez. La personalidad se arriesga en la educación, ya que, en cierto modo, el alma es la persona y el yo en un sentido auténtico, como se dice en la última frase del párrafo: «...en quien vas a confiarte a ti mismo» (seautón). El moralismo socrático insiste en la preponderancia del cuidado del alma por encima del cuerpo y de las riquezas, tema bien subrayado en la Apología platónica. 12. Una de las posibles definiciones del «sofista» que ofrece el Sofista 223c-224e y 231d. La diferencia entre el traficante (émporos) y el tendero (kápélos) estriba en el comercio al por mayor o al por menor de sus mercancías. -¿Y de qué se alimenta el alma, Sócrates? -Desde luego de enseñanzas, dije yo. De modo que, amigo, cuidemos de que no nos engañe el sofista con sus elogios de lo que vende, como el traficante y el tendero con respecto al alimento del cuerpo. Pues tampoco ellos saben, de las mercancías que traen ellos mismos, lo que es bueno o nocivo para el cuerpo, pero las alaban al venderlas; y lo mismo los que se las compran, a no ser que alguno sea un maestro de gimnasia o un médico. Así, también, los que introducen sus enseñanzas por las ciudades para venderlas al por mayor o al por menor a quien lo desee, elogian todo lo que venden; y seguramente algunos también desconocerán, de e lo que venden, lo que es bueno o nocivo para el alma. Y del mismo modo, también, los que las compran, a no ser que por casualidad se encuentre por allí un médico del alma. Si tú eres conocedor de qué es útil o nocivo de esas mercancías, puedes comprar sin riesgo las enseñanzas de Protágoras y las de cualquier otro. Pero si no, ten cuidado, querido, de no jugar a los dados y arriesgarte en lo más precioso. Desde luego hay un peligro mucho mayor en la compra de enseñanzas que en la de alimentos. Pues al que compra comestibles y bebidas del mercader o del tendero, le es posible llevárselas en otras vasijas, y antes de aceptarlas en su cuerpo como comida o bebida, le es posible depositarlas y pedir consejo, convocando a quienes entiendan, de lo que pueda comerse y beberse y de lo que no, y cuánto y cuándo. De modo que no hay en la compra un gran peligro. Pero las enseñanzas no se pueden transportar en otra vasija, sino que es necesario, después de entregar su precio, recogerlas en el alma propia, y una vez aprendidas retirarse dañado o beneficiado. Examinaremos esto luego con otras personas de más edad que nosotros. Pues somos aún jóvenes para discernir en un asunto tan importante. Ahora, sin embargo, tal como nos disponíamos, vayamos y escuchemos a ese hombre; después de oírle, consultaremos también con otros. Porque, además, no está solo Protágoras aquí, sino también Hipias de Élide. Y creo que también Pródico el de Ceos y otros muchos sabios13. 13 Ambos sofistas son mencionados por Platón en otros lugares, con cierto tono irónico: Hipias, en los dos diálogos que llevan su nombre; Pródico, en Apol. 19e, Teages 127e, Rep. ó00c, Hipias M. 282c, Menón 96d, Cármides 163d, etc. El rasgo más destacado de Hipias era su saber enciclopédico, del que hace una estupenda ostentación en el Hipias Mayor. El sofista se jactaba de saber astronomía, geometría, aritmética, filología, música, mitología, historia y arqueología, además de poseer otras técnicas manuales que le permitían confeccionarse todo su atuendo. Pródico, compatriota del poeta Simónides (cf. 339e), dedicaba especial atención a la corrección de los nombres (orthótés onomáton), distinguiendo con precisión entre vocablos de aparente sinonimia. Sócrates alude en varios pasajes (Menón 96d, Cármides 163d, Crátilo 384b) a que había asistido a algunas lecciones suyas. Ese afán de precisión en el uso de las palabras preludia el de Sócrates en cuanto a la precisión en la búsqueda de las definiciones conceptuales. Tanto Pródico como Hipias eran más jóvenes que Protágoras y vivían aún en 399 (según Apol. 19e). Como embajadores de sus ciudades respectivas habían visitado Atenas en varias ocasiones y tenían notable prestigio en esta ciudad. Con esta decisión, nos pusimos en marcha. Cuando llegamos ante el portal, nos quedamos dialogando sobre un tema que se nos había ocurrido por el camino, para que no quedara inacabado, sino que entráramos después de llegar a las conclusiones. Detenidos en el portal dialogábamos, hasta que nos pusimos de acuerdo el uno con el otro. Parece que el portero, un eunuco, nos estaba escuchando y, posiblemente, andaba irritado, por la multitud de sofistas, con los que acudían a la casa. Ya que, apenas golpeamos la puerta, al abrir y vernos, dijo: « ¡Ea, otros sofistas! ¡Está ocupado! » Y al mismo tiempo, con sus dos manos, tan violentamente como era capaz, cerró la puerta. Pero nosotros llamamos de nuevo, y él, tras la puerta cerrada, nos respondió: «¿Señores, no habéis oído que está ocupado?» -Buen hombre, dije yo, que no venimos a ver a Calias ni somos sofistas. Descuida. Hemos venido porque necesitamos ver a Protágoras. Así que anúncianos. Al fin, a regañadientes, el individuo nos abrió la puerta. Cuando entramos, encontramos a Protágoras paseando en el vestíbulo, y en fila, tras él, le escoltaban en su paseo, de un lado, Calias, el hijo de Hipónico y su hermano por parte materna, Páralo, el hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucóri, y, del otro, el otro hijo de Pericles, Jántipo, y Filípides, el hijo de Filomelo, y Antímero de Mendes, que es el más famoso de los discípulos de Protágoras y aprende por oficio, con intención de llegar a ser sofista 14. Detrás de éstos, los seguían otros que escuchaban lo que se decía y que, en su mayoría; parecían extranjeros, de los que Protágoras trae de todas las ciudades por donde transita, encantándolos con su voz, como Orfeo, y que le b siguen hechizados por su son 15. Había también algunos de los de aquí en el coro. Al ver tal coro yo me divertí extraordinariamente; qué bien se cuidaban de no estar en cabeza obstaculizando a Protágoras, de modo que, en cuanto aquél daba la vuelta con sus interlocutores, éstos, los oyentes, se escindían muy bien y en orden por un lado y por el otro, y moviéndose siempre en círculo se colocaban de nuevo detrás de modo perfectísimo. «A éste alcancé a ver después»16, como decía Homero, a Hipias de Élide, instalado en la parte opuesta del pórtico, en un alto asiento. Alrededor de él, en bancos, estaban sentados Erixímaco, hijo de Acúmeno, y Fedro de Mirrinunte y Andrón, el hijo de Androción17, y extranjeros, entre ellos algunos de sus conciudadanos, y otros. Párecía que preguntaban a Hipias algunas cuestiones astronómicas sobre la naturaleza y los meteoros, y aquél, sentado en su trono, atendía por turno a cada uno de ellos y disertaba sobre tales cuestiones. 14. La madre de Calias había estado casada con Pericles, antes de separarse de éste y casarse con Hipónico. Páralo y Jántipo, los dos hijos de Pericles, murieron en la peste de Atenas al comienzo de la guerra del Peloponeso, antes que su padre. Cármides, tío por parte de madre de Platón, y que es el protagonista del diálogo de su nombre, donde se le elogia por su belleza y su sóphrosyné (Carm. 157d), fue uno de los Treinta Tiranos en 404 y murió combatiendo al lado de su primo Critias en la revuelta que derribó la oligarquía. De Filípides y de Antímero no sabemos nada más. A propósito de Antímero, se insiste en la distinción, ya aludida antes: unos escuchaban las disertaciones sofísticas con fines educativos (epi paidefai), y otros, como Antímero, por oficio (epi téchnéi). 15. La comparación recalca que Protágoras es como un mago de la palabra. Después de escuchar su discurso, el propio Sócrates quedará «hechizado durante largo tiempo» (328d). Los oyentes forman un coro en torno a este solista virtuoso que es el sofista, que conduce en buen orden a sus dóciles y embobados oyentes (en contraste con el diálogo inquieto del método socrático). En el comentario de ADAM, se quiere ver en la alusión al coro una referencia concreta a la disposición del coro trágico, compuesto de 15 coreutas, ordenados en 3 hileras, de modo que Protágoras ocuparía el centro de la primera fila de 5 miembros. 16. Aquí y más abajo (en la alusión a Tántalo), Sócrates utiliza dos fórmulas homéricas (Odisea XI 601 y 583), tomadas de las visiones de Ulises en la evocación de las sombras de la Nekyia. 17. Erixímaco, hijo del médico Acúmeno, tenía esta misma profesión (JENOFONTE, Mem. III 13,2); figura en el Banquete al lado de Fedro, y allí pronuncia uno de los discursos sobre el amor. Fedro es el personaje del diálogo homónimo. Andrón, hijo de Androción (y, probablemente, padre del orador Androción), aparece en el Gorgias 487c, como un partidario de la opinión de Calicles sobre el efecto pernicioso de dedicarse en exceso a la filosofía. «Y, a continuación, llegué a ver también a Tántalo.» Pues también había venido de viaje Pródico de Ceos y estaba en una habitación que, antes, Hipónico usaba como cuarto de despensa, pero que ahora, a causa de la multitud de los albergados, Calias había vaciado y preparado para acoger a huéspedes. Pródico estaba allí echado, recubierto de pieles y mantas, por lo que parecía, en gran número. Junto a él estaban echados, en las camas de al lado, Pausanias, el del demo del Cerámico, y junto a Pausanias, un joven, un muchacho todavía, según creo, de distinguido natural y muy bello también de aspecto. Me pareció oír que su nombre era Agatón, y no me sorprendería si resultase ser el amando de Pausanias. Lse era el muchacho, y además se veía a los dos Adimantos, el hijo de Cepis y el de Leucolófides, y algunos más18. De lo que hablaban no me pude yo enterar desde afuera, a pesar de estar ansioso por escuchar a Pródico. Omnisciente me parece tal hombre 316a y aun divino. Pero con el tono bajo de su voz se prodecía un cierto retumbo en la habitación que oscurecía lo que decía. Hacía un momento que estábamos dentro, y detrás de nosotros entraron el hermoso Alcibíades, como tú dices y yo te creo, y Critias, el hijo de Calescro19. 18. De Pausanias sólo conocemos su relación con Agatón, mencionada también por JENOFONTE (Banquete 8.32). En el Banquete platónico aparece al lado de Agatón. Éste, muy joven aquí (nacido en 447), es el poeta trágico en cuya casa se celebra el «Banquete», que se ha reunido para celebrar su primera victoria escénica (en 416). Acaso el haber escuchado a Pródico influyera en su dicción poética, un tanto amanerada. Como representante de las nuevas tendencias poéticas, es recordado en dos lugares de la poética aristotélica: por haber presentado una pieza con asunto inventado, titulada Antheus o Anthos (Poét. 1251b), y por el uso del coro como intermedio musical en sus piezas. Aristófanes lo ridiculiza en las Tesmoforiantes (año 411) y lo menciona, con cierto aprecio, en las Ranas 83 sigs., aludiendo a su ausencia de la escena ateniense. El poeta, que, como Euripides, visitó la corte de Arquelao de Macedonia hacia el 407 a. C., o permanecía allí o había muerto ya hacia el 404, fecha de esa comedia. 19. Critias, pariente de Platón por parte de madre, aparece también en el Cármides y en el Timeo, y el diálogo Critias toma de él su nombre. Se distinguió en su conducta política como el más duro de los Treinta Tiranos, y como pensador, por su audacia intelectual. Nos quedan algunos fragmentos poéticos de su obra. (Cf. UNTERSTEINER- A. BATTEGAZZORE, I Sofisti, vol. IV, Florencia, 1962 [reed., 1967], y GUTHRIE, A History of GreekPhilosophy, vol. III..., págs. 298-304, Cambridge, 1969.) Cuando hubimos entrado y después de pasar unos momentos contemplando el conjunto, avanzamos hacia Protágoras y yo le dije: -Protágoras, a ti ahora acudimos éste, Hipócrates, y yo. -¿Es con el deseo de hablar conmigo a solas o también con los demás?, preguntó. -A nosotros, dije yo, no nos importa. Después de oír por qué venimos, tú mismo lo decides. -¿Cuál es, pues, el motivo de la visita?, dijo. -Este Hipócrates es uno de los naturales de aquí, hijo de Apolodoro, de una casa grande y próspera, y, por su disposición natural, me parece que es capaz de rivalizar con sus coetáneos. Desea, me parece, llegar a ser ilustre en la ciudad, y cree que lo lograría mejor, si tratara contigo. Ahora ya mira tú si crees que debes dialogar sobre esto con nosotros solos o en compañía de otros. -Correctamente velas por mí, Sócrates, dijo. Porque a un extranjero que va a grandes ciudades y, en ellas, persuade a los mejores jóvenes a dejar las reuniones de los demás, tanto familiares como extraños, más jóvenes o más viejos, y a reunirse con él para hacerse mejores a través de su trato, le es preciso, al obrar así, tomar sus precauciones. Pues no son pequeñas las envidias, además de los rencores y asechanzas, que se suscitan por eso mismo. Yo, desde luego, afirmo que el arte de la sofística es antiguo, si bien los que lo manejaban entre los varones de antaño, temerosos de los rencores que suscita, se fabricaron un disfraz, y lo ocultaron, los unos con la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides, y otros, en cambio, con ritos religiosos y oráculos, como los discípulos de Orfeo y Museo. Algunos otros, a lo que creo, incluso con la gimnástica, como Icco el Tarentino y el que ahora es un sofista no inferior a ninguno, Heródico de Selimbria, en otro tiempo ciudadano de Mégara. Y con la música hizo su disfraz vuestro Agatocles, que era un gran sofista, y, asimismo, Pitoclides de Ceos, y otros muchos20. Todos ésos, como digo, temerosos de la envidia, usaron de tales oficios como velos. Pero yo con todos ellos estoy en desacuerdo en este punto. Creo que no consiguieron en absoluto lo que se propusieron, pues no pasaron inadvertidos a los que dominaban en las ciudades, en relación con los cuales usaban esos disfraces. Porque la muchedumbre, para decirlo en una palabra, no comprende nada, sino que corea lo que estos poderosos les proclaman n. Así que intentar disimular, y no poder huir, sino quedar en evidencia, es una gran locura, si, en ese intento, y necesariamente, uno se atrae muchos más rencores de los enemigos. Pues creen que el que se comporta así ante los demás es un malhechor. Yo, sin embargo, he seguido el camino totalmente opuesto a éstos, y reconozco que soy un sofista y que educo a los hombres; creo, asimismo, que esta precaución es mejor que aquélla: mejor el reconocerlo que el ir disimulando; y, en lugar de ésa, he tomado otras precauciones, para, dicho sea con la ayuda divina, no sufrir nada grave por reconocer que soy sofista. Porque son ya muchos años en el oficio. Desde luego que tengo ya muchos en total22. Por mi edad podría ser el padre de cualquiera de vosotros. Así que me es más agradable, con mucho, si me lo permitís, sobre todas esas cosas daros la explicación delante de cuantos están aquí. 20. A ICCO se le menciona en Leyes 839e. Herádico de Selimbria (en Tracia) combinó la gimnástica y la medicina; PLATÓN lo cita en Rep. 406a-b. Agatocles es mencionado, en Laques 180d, como maestro de Damón, y Pitoclides, en Alcibiades I 118c, ambos, famosos músicos y teóricos. 21. Es curiosa esta afirmación de desdén por la opinión de la masa en un intelectual tan democrático como Protágoras. La frase está muy en consonancia con el pensar de Platón. (Cf. el pasaje del Gorgias 474a.) 22. Según el Menón 91e: «Protágoras murió cerca de los setenta años y después de cuarenta de profesión». Es decir, suponiendo que viviera aproximadamente entre 490 y 420, tendría en el momento de este encuentro cerca de 60 años y llevarla unos 30 de profesión como sofista. Entonces yo, que sospeché que quería dar una demostración a Prédico e Hipias, y ufanarse de con qué amor habíamos acudido a él, dije: -¿Por qué no llamamos también a Pródico y a Hipias y a los "que están con ellos para que nos escuchen? Desde luego, dijo Protágoras. -¿Queréis, entonces, dijo Callas, que organicemos una asamblea, para que dialoguéis sentados? Parecía conveniente. Todos nosotros, contentos de que íbamos a oír a hombres sabios, recogiendo los bancos y las camas nos dispusimos junto a Hipias, ya que allí se encontraban los asientos. En esto, Calias y Alcibíades llegaron conduciendo a Pródico, al que habían levantado de la cama, y a los compañeros de Pródico. Cuando todos estuvimos sentados, dijo Protágoras: -Ahora ya puedes repetir, Sócrates, ya que todos éstos están presentes, el tema sobre el que hace un momento tratabas ante mí, en favor del muchacho. Y yo respondí: -Mi_comienzo va a ser el mismo que hace poco, el de por qué he acudido, Protágoras. Que Hipócrates, aquí presente, estaba muy deseoso de tu compañía. Qué es lo que sacará de provecho, si trata contigo, dice que le gustaría saber. A eso se reduce nuestra petición. En respuesta, tomó la palabra Protágoras: -Joven, si me acompañas te sucederá que, cada día que estés conmigo, regresarás a tu casa hecho mejor, y al siguiente, o mismo. Y cada día, continuamente, progresarás hacia lo mejor. Al oírle, yo le respondí: -Protágoras, con eso no dices nada extraño, sino algo que es natural, ya que también tú, a pesar de ser de tanta edad y tan sabio, si alguien te enseñara alguna cosa que ahora no sabes, te harías mejor. Pero hagámoslo de otro modo: supongamos que, de pronto, este Hipócrates, cambiando su anhelo, deseara la compañía de este joven que acaba de llegar hace poco, de Zeuxipo de Heraclea, y acudiendo a él, como a ti ahora, le escuchara la misma propuesta que a ti, de que cada día en su compañía sería mejor y progresaría. Si alguien le preguntara: «¿En qué dices que será mejor y hacia qué avanzará?», le contestaría Zeuxipo que en la pintura. Y si tratara con Ortágoras el tebano y le oyera las mismas cosas que a ti, y le preguntara que en qué cosa cada día sería mejor estando en su compañía, respondería que en el arte de tocar la flau ta 23. De este modo, ahora, también tú contéstanos al muchacho y a mí, que preguntamos: 23. Zeumpo o Zeuxis de Heraclea era uno de los pintores más famosos de la época (cf. Gorgias 453c). Ortágoras de Tebas era un famoso instrumentista del aulós, una especie de flauta. -Este Hipócrates que anda con Protágoras, cada día que lo trata, se retira hecho mejor y cada uno de esos días progresa... ¿en qué, Protágoras, y sobre qué? Protágoras, después de escucharme, dijo: -Preguntas tú bien, Sócrates, y yo me alegro al responder a los que bien preguntan. Hipócrates, si acude junto a mí, no habrá de soportar lo que sufriría e al tratar con cualquier otro sofista. Pues los otros abruman a los jóvenes. Porque, a pesar de que ellos huyen de las especializaciones técnicas, los reconducen de nuevo contra su voluntad y los introducen en las ciencias técnicas, enseñándoles cálculos, astronomía, geometría y música -y al decir esto lanzó una mirada de reojo a Hipias 24. En cambio, al acudir a mí aprenderá sólo aquello por lo que viene. Mi enseñanza es la buena administración de los bienes familiares, de modo que pueda él dirigir óptimamente su casa, y acerca de los asuntos políticos, para que pueda ser él el más capaz de la ciudad, tanto en el obrar como en el decir. -¿Entonces, dije yo, te sigo en tu exposición? Me parece, pues, que hablas de la ciencia política y te ofreces a hacer a los hombres buenos ciudadanos. -Ese mismo es, Sócrates, el programa que yo profeso. -¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras, si es que lo tienes dominado! Pues no se te va a decir algo diferente de lo que pienso. Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable, y, al decirlo tú ahora, no sé cómo desconfiar. Y por qué no creo que eso sea objeto de enseñanza ni susceptible de previsión de unos hombres para otros, es justo que te lo explique. Yo, de los atenienses, como también de los griegos, afirmo que son sabios. Pues veo que, cuando nos congregamos en la asamblea, siempre que la ciudad debe hacer algo en construcciones públicas se manda a llamar a los constructores como consejeros sobre la construcción, y cuando se trata de naves, a los constructores de barcos, y así en todas las demás cosas, que se consideran enseñables y aprendibles. Y si intenta dar su consejo sobre el tema algún otro a quien ellos no reconocen como un profesional, aunque sea muy apuesto y rico y de familia noble, no por ello le aceptan en nada; sino que se burlan y lo abuchean, hasta que se aparta aquel que había intentado hablar, al ser abucheado, o los arqueros lo retiran y se lo llevan a una orden de los prítanos. 24. Cf. nota 13. Alcibíades, al que aquí ves, para quien hacía de tutor el mismo varón, Pericles, éste, por temor de que no se corrompiera con el ejemplo de Alcibíades lo separó de él y lo confió para su educación a Arifrón 26 Antes de que pasaran seis meses, éste lo devolvió no sabiendo qué hacer con él. Y otros muchísimos puedo citarte, que, a pesar de ser ellos buenos, jamás lograron hacer mejor a ninguno ni de los propios ni de los ajenos. Así que yo, Protágoras, atendiendo a estos ejemplos, creo que no es enseñable la virtud. Pero al oírte tal aserto, me doblego y creo que tú lo dices con alguna razón, por conocer que eres experto en muchas cosas, y muchas has aprendido y otras las has descubierto tú mismo. Así que, si puedes demostrarnos de modo más claro que la virtud es enseñable, no nos prives de ello, sino danos una demostración. -Desde luego, Sócrates, dijo, no os privaré de ello. ¿Pero os parece bien que, como mayor a más jóvenes, os haga la demostración relatando un mito, o avanzando por medio de un razonamiento? En seguida, muchos de los allí sentados le contestaron que obrara como prefiriera. -Me parece, dijo, que es más agradable contaros un mito27: 25. Es difícil traducir la palabra areté a idiomas modernos. En general, estoy de acuerdo con la anotación de C. C. W. TAY1.oR, cuando (en su comentario ya.cit., págs. 745) señala: «The conventional rendering 'virtue', with its specifically moral connotations, is... highly misleading.» Pero adoptar siempre el término «excelencia', como si fuera un equivalente exacto del vocablo griego, tal como él propone, no me parece tampoco una óptima solución. Unas líneas antes hemos usado este término, aquí usamos el de «virtud», aunque advirtiendo al lector de la mucho mayor amplitud del campo semántico de areté, que, en su sentido, se asemeja a la uirtus latina o a la virtù renacentista, y no a la «virtud» cristiana. En una sociedad como la helénica, con una ética competitiva, agonal, la arete se vincula a la superioridad en todos los órdenes y al éxito social. Precisamente la moralización socráticoplatónica, al interiorizar los valores morales, supondrá un cambio muy notable en ese sentido de la areté. 26. A partir de aquí comienza «el mito de Prometeo», amañado por Protágoras para darnos su versión sofística sobre «los orígenes de la cultura», relato de muy varias sugerencias. He tratado de analizarlo, en contraste con otras versiones, en C. GARCÍA GUAL Prometeo: mito y tragedia, Madrid, 1980, páginas 47-68. Hubo una vez un tiempo en que existían los dioses, pero no había razas mortales. Cuando también a éstos les llegó el tiempo destinado de su nacimiento, los forjaron los dioses dentro de la tierra con una mezcla de tierra y fuego, y de las cosas que se mezclan a la tierra y el fuego. Y cuando iban a sacarlos a la luz, ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que los aprestaran y les distribuyeran las capacidades a cada uno de forma conveniente. A Prometeo le pide permiso Epimeteo para hacer él la distribución. «Después de hacer yo el reparto, dijo, tú lo inspeccionas.» Así lo convenció, y hace la distribución. En ésta, a los unos les concedía la fuerza sin la rapidez y, a los más débiles, los dotaba con la velocidad. A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza inerme, les proveía de alguna otra capacidad para su salvación. A aquellos que envolvía en su pequeñez, les proporcionaba una fuga alada o un habitáculo subterráneo. Y a los que aumentó en tamaño, con esto mismo los ponía a salvo. Y así, equilibrando las demás cosas, hacía su reparto. Planeaba esto con la precaución de que ninguna especie fuera aniquilada. Cuando les hubo provisto de recursos de huida contra sus mutuas destrucciones, preparó una protección contra las estaciones del año que Zeus envía, revistiéndolos con espeso cabello y densas pieles, capaces de soportar el invierno y capaces, también, de resistir los ardores del sol, y de modo que, cuando fueran a dormir, estas mismas les sirvieran de cobertura familiar y natural a todos. Y los calzó a unos con garras y revistió a los otros con pieles duras y sin sangre. A continuación facilitaba medios de alimentación diferentes a unos y a otros: a éstos, el forraje de la tierra, a aquéllos, los frutos de los árboles y a los otros, raíces. A algunos les concedió que su alimento fuera el devorar a otros animales, y les ofreció una exigua descendencia, y, en cambio, a los que eran consumidos por éstos, una descendencia numerosa, proporcionándoles una salvación en la especie. Pero, como no era del todo sabio Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las capacidades en los animales; entonces todavía le quedaba sin dotar la especie humana, y no sabía qué hacer. Mientras estaba perplejo, se le acerca Prometeo que venía a inspeccionar el reparto, y que ve a los demás animales que tenían cuidadosamente de todo, mientras el hombre estaba desnudo y descalzo y sin coberturas ni armas. Precisamente era ya el día destinado, en el que debía también el hombre surgir de la tierra hacia la luz. Así que Prometeo, apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar una protección para el hombre, roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional junto con el fuego -ya que era imposible que sin el fuego aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien- y, así, luego la ofrece como regalo al hombre. De este modo, pues, el hombre consiguió tal saber para su vida; pero carecía del saber político, pues éste dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le daba ya tiempo de penetrar en la acrópolis en la que mora Zeus; además los centinelas de Zeus eran terribles 28. En cambio, en la vivienda, en común, de Atenea y de Hefesto, en la que aquéllos practicaban sus artes, podía entrar sin ser notado, y, así, robó la técnica de utilizar el fuego de Hefesto y la otra de Atenea y se la entregó al hombre. Y de aquí resulta la posibilidad de la vida para el hombre; aunque a Prometeo luego, a través de Epimeteo29, según se cuenta, le llegó el castigo de su robo. Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio divino a causa de su parentesco con la divinidad 30, fue, en primer lugar, el único de los animales en creer en los dioses, e intentaba construirles altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con conocimiento, la voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas, y alimentos del campo. Una vez equipados de tal modo, en un principio habitaban los humanos en dispersión, y no existían ciudades. Así que se veían destruidos por las fieras, por ser generalmente más débiles que aquéllas; y su técnica manual resultaba un conocimiento suficiente como recurso para la nutrición, pero insuficiente para la lucha contra las fieras. Pues aún no poseían el arte de la política, a la que el arte bélico pertenece. Ya intentaban reunirse y ponerse a salvo con la fundación de ciudades. Pero, cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían. Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral31 y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los hombres: «¿Las reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?» «A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.» 28 Los «centinelas. de Zeus son -como ya vio Heindorf- Poder y Violencia, Kratos y Bía, en alusión a un pasaje de HESÍODO, Teog. 383 y sigs. 29 «...a través de Epimeteo» puede ser una ligera alusión a la leyenda de Pandora, el ambiguo regalo de los dioses que Epimeteo, desoyendo los consejos de su hermano, aceptó. 30. La frase «...a causa de su parentesco con la divinidad» (diá tén toü theoü syngéneian) es secluida por algunos editores del texto (así, p. ej., Adam), por considerarla interpolada. A mi ver, sin motivo suficiente. 31 La traducción de la palabra aidós plantea alguna dificultad. Dice R. MONDOLFO (en La comprensión del sujeto humano en la cultura antigua, Buenos Aires, 1955, pág. 538): «Me parece que sólo la expresión ‘sentimiento o conciencia moral’ puede traducir de manera adecuada el significado de la palabra aidós en Protágoras, que conserva, sin duda, el sentido originario de ‘pudor, respeto, vergüenza’, pero de una vergüenza que se experimenta no sólo ante los demás, sino también ante sí mismo, de acuerdo con la enseñanza pitagórica, de tan vasta repercusión en la ética antigua.» Sobre aidós y díké en este pasaje, cf., además, lo que apunta GUTHRIE en su ya cit. HGPh., III, pág. 66, y la nota de TAYLOR, op. cit., a pág. 85. He preferido, con todo, la expresión «sentido moral» a la de «conciencia», término más moderno y complejo. Taylor, en su ya citada anotación al texto, dice que el que Platón haya preferido las palabras aidós y díké a las de sóphrosyné y dikaiosyné «está probablemente más dictado por razones estilísticas que por cualquier distinción de sentido». Es cierto que las razones de estilo han influido en tal elección, para dar al relato mítico un tono arcaico y evocar el texto de HESÍODO (Trab. 190-210), pero también la diferencia de sentido es, a mi entender, importante. Se evita el nombre más concreto de las virtudes morales y se prefiere el nombre más vago y arcaico que acentúa su valor social (aidós es mucho más amplio que sóphrosyné). Así es, Sócrates, y por eso los atenienses y otras gentes, cuando se trata de la excelencia arquitectónica o de algún tema profesional, opinan que sólo unos pocos deben asistir a la decisión, y si alguno que está al margen de estos pocos da su consejo, no se lo aceptan, como tú dices. Y es razonable, digo yo. Pero cuando se meten en una discusión sobre la excelencia política, que hay que tratar enteramente con justicia y moderación, naturalmente aceptan a cualquier persona, como que es el deber de todo el mundo participar de esta excelencia; de lo contrario, no existirían ciudades. Ésa, Sócrates, es la razón de esto. Así que, si tan grande es el cuidado de la virtud por cuenta particular y pública, ¿te extrañas, Sócrates, y desconfías de que sea ensañable la virtud? Pero no hay que extrañarse de ello, sino mucho más aún de que no fuera enseñable. ¿Por qué, entonces, de padres excelentes nacen muchas veces hijos vulgares? Apréndelo también. No es nada sorprendente, si yo decía verdad en lo anterior, que en este asunto de la virtud, si ha de existir la ciudad, nadie pueda desentenderse. Si, entonces, lo que digo es así, y lo es por encima de todas las cosas, reflexiona tomando otro ejemplo: si la ciudad no pudiera subsistir, a no ser que todos fuéramos flautistas, fuera cual fuera la calidad que cada uno consiguiera; de que esto, tanto por cuenta particular como pública, todo el mundo lo enseñara a todo el mundo; de que se castigara a golpes al que no tocara la flauta bien, y de que a nadie se le privara de eso, como ahora a nadie se le priva de los derechos legales y justos, ni se les ocultan, como se hace con otras técnicas. Pues creo que la justicia y la virtud nos benefician mutuamente, y por eso, cualquiera a quienquiera que sea le habla y le enseña animosamente las cosas justas y legales. Si fuera así, y también respecto del arte de tocar la flauta pusiéramos todo empeño y generosidad en enseñarnos unos a otros, ¿crees, Sócrates, que de algún modo los hijos de los buenos flautistas se harían buenos flautistas mejor que los hijos de los mediocres? Yo lo que creo es que el hijo de aquel que resultara el más dispuesto naturalmente para el tocar la flauta, ese se haría famoso, y el que fuera incapaz por naturaleza sería ignorado. Y muchas veces, del buen flautista, saldría uno vulgar, y muchas otras, del vulgar, uno excelente. Pero de cualquier modo todos serían flautistas capaces, en comparación a los particulares y los que nada entendieran de la flauta. De igual modo, piensa ahora que, incluso el que te parece el hombre más injusto entre los educados en las leyes, ése mismo sería justo y un entendido en ese asunto, si hubiera que juzgarlo en comparación con personas cuya educación no conociera tribunales ni leyes ni necesidad alguna que les forzara a cuidarse de la virtud, es decir que fueran unos salvajes, como los que nos presentó el año pasado el poeta Ferécrates en las Leneas 35. En verdad que si te encontraras entre tales gentes, como los misántropos de aquel caso, bien desearías toparte con Euríbato y Frinondas, y te quejarías echando de menos la maldad de los tipos de aquí. Ahora, en cambio, gozas de paz, porque todos son maestros de virtud, en lo que puede cada uno, y ninguno te lo parece. De igual modo, si buscaras algún maestro de la lengua griega, no encontrarías ninguno, y tampoco, creo, si buscaras quién ha enseñado a los hijos de nuestros artesanos aquel oficio que ellos han aprendido de su padre, en la medida en que su padre y sus amigos de la misma profesión podían adiestrarlos. ¿Quién más podría haberles enseñado? Creo que no es fácil, Sócrates, que aparezca un maestro de esas cosas, mientras que es fácil, en cambio, encontrarlo para las cosas inhabituales; y así sucede para la virtud y todo lo semejante. De todos modos, si alguno hay que nos aventaje siquiera un poco para conducimos a la virtud, es digno de estima. De estos creo ser yo uno y aventajar a los demás en ser provechoso a cualquiera en su desarrollo para ser hombre de bien, de modo digno del salario que pretendo, y aún: de más, como llega, incluso, a reconocer el propio discípulo. Por eso, he establecido la forma de percibir mi salario de' la manera siguiente: cuando alguien ha aprendido conmigo, si quiere me entrega el dinero que yo estipulo, y si no, se presenta en un templo, y, después de jurar que cree que las enseñanzas valen tanto, allí lo deposita. De este modo, Sócrates, yo te he contado un mito y te he expuesto un razonamiento acerca de cómo la virtud es enseñable y los atenienses así lo creen, y de cómo no es nada extraño que de buenos padres nazcan hijos mediocres, y de padres mediocres, excelentes. Así, por ejemplo, los hijos de Policleto, coetáneos de Páralo y Jantipo aquí presentes, no son nada en comparación con su padre, y lo mismo, otros de muchos artistas. A éstos36 no es justo echárselo en cara todavía. Pues en ellos hay aún esperanzas, ya que son jóvenes. 35. La comedia Los salvajes (Agriof) fue representada en las Leneas de 420 a. C., lo que supone un anacronismo en la cita de Platón, ya que la fecha dramática del Protágoras es del 433. Probablemente, esos «salvajes» formarían el coro de la obra, que podía relatar las andanzas de algunos atenienses que, hartos de la vida política de su ciudad, cual «misántropos», trataban de encontrar una existencia más idílica entre estas gentes, desconocedoras de la civilización, con el mismo afán utópico y escapista con que Pistetero y Evélpides, en las Aves de Aristófanes, intentan hallar un mundo mejor. 36 Protágoras señala, con su gesto, a los hijos de Pericles allí presentes. Después de tan larga y notable disertación, Protágoras dejó de hablar. Y yo, fascinado todavía, durante mucho tiempo lo miraba como si fuera a decir algo más, deseoso de escucharle. Una vez que ya comprendí que en realidad había acabado, como si me recuperase a duras penas, me dije a mí mismo, volviendo la vista a Hipócrates: -Hijo de Apolodoro, cuán agradecido te estoy, por haberme incitado a llegar aquí. En mucho estimo haber oído lo que he preguntado a Protágoras. Porque yo, anteriormente, creía que no había ninguna ocupación humana por la que los buenos se hicieran buenos. Pero ahora estoy convencido. A excepción de una pequeña dificultad que me queda, que evidentemente Protágoras aclarará con facilidad, ya que nos ha aclarado tantas otras muchas. Desde luego, si uno tratara de estos mismos asuntos con cualquiera de los oradores populares, al punto podría escuchar discursos tan notables de Pericles o de cualquier otro de los diestros en hablar. Pero si uno les sigue preguntando a cualquiera de estos algo más como si fueran libros 37, ni pueden responder nada ni preguntar ellos. Mas si uno les formula cualquier pregunta, aunque sea mínima, acerca de lo dicho, como los cántaros de bronce que al golpear resuman largamente y prolongan sus vibraciones si uno no los para, también los oradores así, a la menor pregunta, extienden ampliamente su discurso. En cambio, éste, Protágoras, es capaz de pronunciar largos y hermosos discursos, como el de ahora lo demuestra, y capaz también, al ser preguntado, de responder en breve y, en el interrogatorio, de soportar y aceptar el debate, lo que a pocos es dado. Ahora, pues, Protágoras, me falta muy poco para tenerlo todo, con tal de que me contestes a lo siguiente. 37. La desventaja de los textos escritos frente al diálogo vivo, que puede ser objeto de aclaraciones, preguntas y respuestas, es destacada por PLATÓN con mayor relieve en el conocido pasaje del Fedro 275d. De la virtud afirmas que puede enseñarse, y yo te creo más que creería a cualquiera otra persona. Pero hay algo que me ha extrañado en tu discurso; cólmame ese vacío en mi alma. Decías, pires, que Zeus envió a los hombres la justicia y el sentido moral, y luego repetidamente en tus palabras se aludía a la justicia, la sensatez, la piedad y a todas esas cosas, como si en conjunto formaran una cierta unidad: la virtud. Detállame, por favor, exactamente con un razonamiento, si la virtud es una cierta unidad y si son partes de ella la d justicia, la sensatez y la piedad, o estas que yo ahora nombraba son, todas, nombres de algo idéntico que es único. Eso es lo que aún ansio. -Fácil es eso de responder, Sócrates, contestó, que de la virtud, que es única, son partes las que preguntas. -¿Acaso, dije, como son partes las partes del rostro: la boca, la nariz, los ojos y las orejas; o son como las porciones del oro que en nada se diferencian entre sí y del conjunto, sino sólo por su grandeza y pequeñez? e -De aquél modo, me parece, Sócrates, como las partes del rostro están en relación con todo el rostro. -¿Acaso, dije yo, también participan los hombres de esas partes de la virtud, los unos de una, los otros de otra, o es necesario, que si uno posee la virtud, las tenga todas? -De ningún modo, dijo, ya que muchos son valientes, pero injustos; o, viceversa, justos, pero no sabios. -¿Conque, en efecto, son partes de la virtud, dije yo, la sabiduría y la valentía? -Y las más ciertas de todas, desde luego, contestó. Precisamente, la principal de las partes es la sabiduría. -¿Cada una de ellas es distinta de la otra?, dije. -Sí. -¿Entonces también tiene cada una de ellas su facultad propia, como las partes del rostro? No es el ojo como los oídos, ni la facultad suya, la misma. Tampoco de las demás ninguna es como la otra, ni en cuanto a su facultad ni en otros respectos. ¿Acaso así tampoco las partes de la virtud no son la una como la otra, ni en sí ni en su facultad? b ¿Evidentemente que será así, o no encaja con el ejemplo? -Así es, Sócrates, dijo. -Entonces, proseguí yo, ninguna otra de las partes de la virtud es como la ciencia, ni como la justicia, ni como el valor, ni como la sensatez, ni como la piedad. Afirmó que no. c -Vaya, dije yo, examinemos en común cómo es cada una de ellas. En primer lugar, lo siguiente: ¿La justicia 38 es algo real, o no es nada real? A mí me parece que sí. ¿Y a ti? 38. Lo que traducimos por justicia es la virtud de tal nombre, la dikaiosyné, mientras que la díké es la realización objetiva y el sistema de normas sociales que la reflejan. -También a mí, dijo. -¿Qué entonces? Si alguien nos preguntara a ti y a mí: « ¿Protágoras y Sócrates, decidme, esa realidad que nombrasteis hace un momento, la justicia, ella misma es justa o injusta?», yo le respondería que justa. ¿Y tú qué voto depositarías? ¿El mismo que yo, o diferente? -El mismo, dijo. -Por consiguiente, la justicia es semejante al ser justo, diría yo en d respuesta al interrogador. ¿Es que tú no? -Sí, dijo. -Si luego a continuación nos preguntara: «¿Por consiguiente también decís que la piedad existe?», lo afirmamos, según creo. -Sí, dijo él. -.¿Luego decís que eso es alguna realidad?» Lo diríamos, ¿o no? También a esto asintió. -¿Y de esa misma realidad decís que, por naturaleza, es semejante a ser impío o a ser piadoso?» Me irritaría al menos yo con la pregunta, dije, y contestaría: «¡No blasfemes, hombre! Difícilmente habría alguna otra cosa piadosa, si no fuera piadosa la propia piedad.» Y tú, ¿qué? ¿No responderías así? -Desde luego, dijo. -Si luego, después de eso, dijera preguntándonos: «¿Qué acabáis de decir? ¿Es que no os he oído bien? Me había parecido que decíais que las partes de la virtud estaban unas respecto a otras, de tal modo que ninguna de ellas era como otra», yo le respondería que: «Lo demás lo has oído bien, pero en cuanto crees que yo también he dicho eso, te has equivocado. Porque fue Protágoras, aquí a mi lado, el que respondió eso; yo sólo preguntaba.» Si entonces dijera: «¿Dice la verdad éste, Protágoras? ¿Afirmas tú que no es una parte como otra entre las de la virtud? ¿Es tuya esta afirmación?», ¿qué responderías? -Sería necesario, Sócrates, reconocerlo. -Entonces, Protágoras, qué le responderemos, tras reconocerlo, si nos repregunta: « ¿Por consiguiente, no es la piedad una cosa justa ni la justicia algo piadoso, sino algo no piadoso? ¿Y la piedad, algo no justo, sino, por consiguiente, injusto; y lo justo, impío?» Yo, personalmente, por mi cuenta, diría que la justicia es piadosa y la piedad, justa. Y en tu nombre, si me lo permites, le respondería lo mismo, que lo mismo es la justicia que la piedad o lo más semejante, y que, sobre todas las cosas, se parece la justicia a la piedad y la piedad a la justicia. Pero mira si me prohibes responder, o si concuerdas en opinar de ese modo. -No me parece, Sócrates, contestó, que sea el asunto tan sencillo, como para conceder que la justicia sea piadosa o la piedad justa, sino que me parece que algo diferente hay en esa asimilación. ¿Pero qué importa eso? Si quieres, pues, sea para nosotros la justicia piadosa y la piedad justa. -No, ¡por favor!, dije yo. Pues para nada necesito lo de «si quieres» y «si te parece», al buscar una comprobación, sino sólo a ti y a mí. Y digo esto de «a ti» y «a mí», pensando que sería la mejor manera de dar demostración al razonamiento, si se le quitaran los «si ...». -Sin embargo, contestó él, se parece algo la justicia a la piedad. También, desde luego, en cierta manera se parece una cosa a otra. Pues lo blanco, en cierto respecto, se parece a lo negro y lo duro, a lo blando, y así las demás cosas que parecen ser más contrarias entre sí. Y las que hace poco decíamos tener distinta facultad y que no eran una como la otra. Así que con este procedimiento puedes probar, si quisieras, que todas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a las cosas que tienen algo semejante, ni desemejantes a las que tienen algo diferente, por más que lo semejante sea muy pequeño. Me admiré yo entonces y le dije: -¿De modo que para ti lo justo y lo piadoso están en una relación mutua, como si tuvieran una semejanza pequeña? -No del todo así, dijo; pero tampoco como tú me das la impresión de opinarlo. -Bien entonces, dije yo, ya que me parece estar a disgusto frente a esta cuestión, dejémosla y examinemos lo otro que decías. ¿A algo llamabas insensatez? Lo aceptó. -¿Y todo lo contrario a eso no es la sabiduría? Me parece a mí que sí, dijo. -¿Cuando los seres humanos obran con rectitud y debidamente, entonces te parece que son sensatos al obrar así, o al contrario? -Son sensatos, dijo. -¿Y es por la sensatez por lo que son sensatos? -Forzosamente. -¿Por consiguiente, los que no obran con rectitud obran insensatamente y no son sensatos al obrar así? -Me lo parece, dijo. -¿Es lo contrario el obrar insensatamente del obrar sensatamente? Lo reconoció. -¿Por consiguiente, las cosas que se hacen insensatamente se hacen con insensatez y las sensatas, con sensatez? Lo reconocía. -Luego, ¿si algo se hace con fuerza, se hace fuertemente, y débilmente, si con debilidad? Le parecía así. -¿Y si con velocidad, velozmente, y lentamente si con lentitud? Asintió. -¿Y si una cosa se hace de la misma manera, se c hace por efecto de lo mismo, y si de modo contrario, por efecto de lo contrario? Estuvo de acuerdo. -¡Ea, pues!, dije yo, ¿existe algo hermoso? Lo concedió. -¿Existe algo contrario a ello, a excepción de lo feo? -No existe. -¿Qué más? ¿Existe algo bueno? -Existe. -¿Hay algo contrario a eso, a no ser lo malo? -No lo hay. -¿Qué más? ¿Hay algo agudo en el sonido? -Sí. -¿Hay algo contrarío a eso, a no ser lo grave? -No. -¿Es decir, dije yo, que para cada cosa hay un solo contrario y no muchos? Estaba de acuerdo. -Venga, pues, dije, ahora recapitulemos lo que hemos reconocido. ¿Estamos de acuerdo en que para cada cosa hay sólo un contrario, y no más? -Lo hemos acordado. -¿Y que lo que se hace contrariamente resulta a causa de los contrarios? —Sí. -¿Hemos reconocido que se hace de modo contrario a lo que se hace sensatamente lo que se hace insensatamente? -Sí. -¿Y que lo que se hace sensatamente se hace a efecto de la sensatez y lo insensato, por la insensatez? Lo concedió. -¿Luego, si se hace al contrario, se hará a causa de lo contrario? -Sí. -Se hace lo uno por la sensatez y lo otro por la insensatez. -Sí. -¿De modo contrario? -Del todo. -¿Desde luego a efectos de cosas que son contrarias? -Sí. -¿Es contraria la insensatez a la sensatez? -Lo parece. -¿Te acuerdas ahora de que en lo de antes habíamos reconocido que lo contrario a la insensatez era la sabiduría? Lo reconoció. -¿Y de que para cada cosa había sólo un contrario? -Sí. -¿Cuál de las dos respuestas, pues, Protágoras, abandonaremos? ¿La de que para cada cosa hay sólo un contrario, o aquella en que se afirmaba que la sabiduría era distinta de la sensatez, y que cada una por su lado eran parte de la virtud, y diferentes entre sí y desemejantes ellas mismas y sus facultades, como las partes del rostro? ¿Cuál dejamos ahora? Ya que esas dos respuestas no se llevan muy armónicamente entre sí. Pues ni concuerdan ni encajan una con otra. Porque, ¿cómo van a acoplarse, si es necesario que para cada cosa haya sólo un contrario y no más, y en cambio a la insensatez, que es una sola cosa, ahora le aparecen contrarias la sabiduría y la sensatez? ¿Es así, Protágoras, o de algún otro modo? Lo reconoció, aunque de muy mala gana. -¿Entonces, es que serían una sola cosa la sensatez y la sabiduría? Antes también nos había parecido que la justicia y la piedad eran aproximadamente lo mismo. Venga, pues, Protágoras, no nos fatiguemos, sino examinemos también el resto. ¿Es que te parece que es sensato un hombre que comete injusticia, en tanto que la comete? -Me avergonzaría yo al menos, Sócrates, dijo, de reconocer eso, aunque lo aceptan muchas personas39. -Entonces, ¿voy a hacer mi diálogo con ellas o contigo? -Si quieres, discute primero contra la opinión de la mayoría. -No me importa, sólo conque tú respondas, tanto si es tu opinión como si no. Pues yo examino sobre todo el argumento, aunque sucede que eventualmente nos sometemos a examen el que interroga, yo mismo, y el que responde. Al principio, Protágoras nos ponía reparos, porque achacaba que la tesis resultaba incómoda; pero luego, sin embargo, concedió que respondería. -Venga, dije yo, responde desde el principio. ¿Te parece que algunos que obran injustamente son sensatos? -Sea, dijo. -¿Al ser sensato llamas pensar bien? -Sí. -¿Por pensar bien entiendes decidir bien aquello en lo que se obra injustamente? -Sea. -¿Cómo, si obtienen buen éxito40 al obrar injustamente, o si malo? -Si bueno. -¿Dices, entonces, que hay algunas cosas buenas? -Lo afirmo. -¿Acaso, dije yo, son buenas las que son útiles a los hombres? -¡Oh sí, por Zeus! Y aun si no son útiles a los hombres, yo las llamo buenas. Me parecía que Protágoras ya estaba muy apurado y receloso y que se había puesto en guardia para responder. Al verle en tal disposición, tomando precauciones le pregunté con suavidad: -¿A cuáles te refieres, Protágoras? ¿A las que no son útiles a ninguno de los hombres, o a las que no son en absoluto útiles? ¿Y a esas tales las llamas tú buenas? -De ningún modo, dijo. Pero yo conozco muchas que son nocivas a los hombres: alimentos, bebidas fármacos y mil y mil cosas más, y otras útiles. Y ciertas cosas son indiferentes para los hombres, pero no para los caballos. Y unas sólo para los bovinos, y otras para los perros. Y algunas para ninguno de esos, sino para los árboles. Unas cosas son buenas para las raíces del árbol, pero malas para los tallos, como el estiércol, que es bueno al depositarse junto a las raíces de cualquier planta, pero que si quieres echárselo a las ramas o a los jóvenes tallos, todos mueren. Además, por ejemplo, el aceite es malo para todas las plantas y lo más dañino para el pelaje de todos los animales en general, y en cambio resulta protector para los del hombre y para su cuerpo. Así el bien es algo tan variado y tan multiforme, que aun aquí lo que es bueno para las partes externas del hombre, eso mismo es lo más dañino para las internas. Y, por eso, todos los médicos prohíben a los enfermos el uso del aceite, a no ser una pequeñísima cantidad en lo que vayan a comer, la precisa para mitigar la repugnancia de las sensaciones del olfato en algunas comidas y platos41. Después de decir esto, los asistentes aplaudieron lo bien que hablaba. Pero yo dije: -Protágoras, tengo el defecto de ser un hombre desmemoriado, y si alguien me habla por extenso, me d olvido de sobre qué trata el razonamiento. Así pues, lo mismo que si me ocurriera ser duro de oído, creerías que debías, si trataras de dialogar conmigo, levantar más la voz que frente a los demás; de ese modo ahora, ya que te encuentras ante un desmemoriado, dame a trozos las respuestas y hazlas más breves, por si quiero seguirte. -¿Cómo de breve me pides que te conteste? ¿Es que tengo que responder más brevemente de lo preciso? -De ningún modo, dije yo. -¿Entonces, cuanto sea preciso?, dijo. -Sí, dije yo. -¿Cómo? ¿Cuanto me parezca ser lo preciso responder, tanto te respondo, o lo que te parezca a ti?-Es que yo tengo oído, dije, que tú puedes y eres capaz de enseñar, tú mismo, a otro a hablar sobre las mismas cosas por extenso, si quieres, tanto que nunca se acabara el discurso, o también con brevedad, tanto que nadie lo expresaría en menos palabras que tú. Si quieres, entonces, dialogar conmigo, usa el segundo procedimiento, la brevilocuencia. -Sócrates, dijo, yo me he encontrado en combate de argumentos con muchos adversarios ya, y si hubiera hecho lo que tú me pides: dialogar como me pedía mi interlocutor, de ese modo, no hubiera parecido superior a ninguno, ni el nombre de Protágoras habría destacado entre los griegos.--- Cassin, Bárbara (Paris, 1947) es filósofa y filóloga doctorada en las universidades de Lille y la Soborna, y actualmente es directora de investigación en el Centre National de la Recherche Scientifique de Paris.Se ha dedicado fundamentalmente a las obras de los sofistas, de Parménides y de Aristóteles. EL EFECTO SOFISTICO Primera edición en francés, 1995 Primera edición en español, 2008 Cassin, Barbara El efecto sofístico. - la ed. - Buenos Aires : Fondo de Cultura Económica, 2008. LAS REGULACIONES FILOSÓFICAS DEL LENGUAJE Si es, es incognoscible: la imposibilidad del pseudos. Todo gira, por lo tanto, en torno de la necesidad de la krisis -decir el “no es" para identificar el "es"-, unida a la imposibilidad de decir el “no es", aunque sólo sea para prohibirlo. Ésa es la posición exacta del Extranjero en el Sofista, cuando quiere dar a entender que la orden reiterada de la diosa es insostenible y la krisis, por consiguiente, imposible. Al citar los dos primeros versos de nuestro fragmento VII, una de cuyas traducciones posibles y verosímiles sería: "Pues esto jamás podrá concillarse: que los no entes sean. Pero tú, aparta tu pensamiento de este camino de investigación, prueba, como Gorgias, que Parménides ya ha dicho demasiado sobre ello. “El testimonio proviene de Parménides, y por encima de cualquier otra cosa, en todo caso, el enunciado mismo lo mostraría, con tal de que lo examináramos lo suficiente" (237 a_b). ¿Qué confiesa entonces el logos cuando se lo interroga como a un esclavo? Ante todo, que esa "palabra","el no ente", no se puede encontrar "con respecto a qué plantearla", dónde aplicarla, no se la puede "poner en escena": por eso "es menester afirmar que quien intente pronunciar 'no ente', ni siquiera hablará". La diosa, al contrario de Wittgenstein, no ha sabido callarse: ni siquiera habría debido, para descartarlos, enunciar el segundo camino ( no es ) y frasear la seudovía de los mortales (ser de los no entes ). Además, al decir, como aquí, me eonta, "apone" de manera visible algo del número, es decir, del ente, sobre un no ente, cosa que, si se mira bien, puede incluso hacerse simplemente con el singular ("no ente" implica o comporta la unidad): en otras palabras, la diosa mezcla lo que, según su afirmación, debe mantenerse separado. Insisto en estas dos críticas, por el epipherein (hablar es poner la palabra justa sobre la cosa) y por el prospherein (hablar también es agregar cualidades y predicados a un sujeto), pues los dos registros que ellas determinan se retomarán, como veremos, en el momento de la definición del pseudos; las críticas, en efecto, coinciden con la distinción fundamental inventada por Platón como máquina de guerra contra el "discurso" parmenídeo sofístico, la distinción entre logos tinós "discurso de algo" (mera sustantivación del sofístico LEGEIN TI "decir algo"), y logos perí tinos, "discurso que gira en torno de "que se refiere a algo". Así, el presunto logos doblemente "armonizar", "adaptar el ente al no ente: por lo tanto, Parménides es una trampa para sí mismo y el poema de la diosa se confunde con el ruidoso hábito de los mortales. En contraste con el SENTIDO del enunciado, pero de conformidad con el hecho de la enunciación, el no ser es. O, si se prefiere, el célebre parricidio que, de nuevo, "somete a tormento" al logos parmenídeo para obligar al no ente a ser en determinado aspecto (katá ti), no hace nunca sino tomar nota de un inevitable suicidio. La problemática del Sofista lo confirma, no hay "ortología" del no ser: cuando se ha enunciado que "no es", ya se ha probado siempre, a disgusto, que nada es. Y a través de ello llegamos a la segunda tesis del tratado, y su vínculo con la imposibilidad del pseudos: todo lo que es, es según el modelo del no ser, ese no ser que comienza a ser por el simple hecho de enunciarlo. La crítica de la ontología reaparece entonces bajo la forma de una tesis discursiva: el ser parmenídeo no es más que un efecto del decir, pero porque no hay otro ser que el producido por ese decir. De resultas, ser cambia de sentido: ya no se trata del ser triunfante de los origenes, sino del ser sub specie non entis, cuando nada es, una vez demostrado que el ser del ser y el del no ser son la misma cosa. Veamos de qué manera Gorgias, a su turno, presenta esta segunda tesis como una implicación directa del poema. Dentro de éste, se dice que el ser se dice y que el no ser no puede y no debe decirse: el poema enuncia las reglas de la relación entre el ser y el decir o, mejor, la regla de que el ser y el decir están en relación. Para comprenderlo, es preciso asociar tres observaciones. Quien dice "yo" en el poema, el sujeto de la enunciación, dice lo que se dice, decide acerca del sujeto del enunciado (fragmento II: egón ereo, 1, "voy a decir"; phrazo, 6, "declaro"; frag¬mento vi, 2: egó phrázesthai ánoga, "te conmino a declarar"). El ser, sujeto del enunciado decretado por el sujeto de la enunciación, se dice a la vez como mythos, nombre propio del héroe del Poema, palabra aislada que sirve para designar el camino prometedor de la verdad y la persuasión (fragmento VIII, 1; cf. fragmento II, 1), y como logos, es decir, aquello que da lugar a relación, composición y sintaxis, e incluso discurso (fragmento vi, 1). Para decir lo que no se dice, queda, al margen del imperativo de no decirlo, un no lenguaje adaptado a su no ser: sonidos . "Que hablar sea decir el ser, tal es, por lo tanto, la 'decisión' que está en el fundamento de la 'tesis' de Parménides." Esta lectura del poema es exactamente la de Gorgias, y Pierre Aubenque propone, al reinventarla luego de éste, la única interpretación capaz de hacer inteligible la consecuencia sofística. Ésa es, en efecto, la consecuencia extraída por Gorgias, de la manera más directa, a mi juicio, de lo que nos ha llegado como fragmento ni: "Pensar y ser es lo mismo". Para evitar el anacronismo de un "pienso, luego existo", a menudo se toma "pensar", por inadvertencia o no, como si fuera pasivo: ser objeto de pensamiento y ser es lo mismo. Tal es, en todo caso, la lectura que Gorgias propone ya para dar acceso a la segunda tesis de su tratado, "si es, es incognoscible": "Es preciso que lo que es representado [ta phronóumena] sea, y que el no ente, si en verdad no es, tampoco sea representado" (980 a 10-11). Ahora bien, la transitividad o la coextensividad, como se quiera, entre "pensar" y "decir" se afirma y reafirma a lo largo de todo el poema (negativamente, en lo concerniente al no ser: gnoies-phrasais, fragmento n, 7-8; cf. fragmento vm, 7-8; positivamente, a propòsito del ser: to legein to noéin te, fragmento vi, 1; cf. fragmento vm, 34- 36). Gorgias tiene entonces derecho a concluir de inmediato que "si es así, nadie dice que una falsedad no sea nada, aun cuando diga que hay carros que luchan en plena mar, pues todas esas cosas serían" (980 al2-14); no porque no haya pseudos sino, más precisamente, porque una mentira, un error, una ficción existen por la misma razón que lo verdadero desde el momento en que se los profiere. Si basta con ser pensado para ser, y ser dicho para ser pensado, la evidencia sensible cede el paso al hecho lingüístico: lo que nos es así accesible, en consecuencia, no es el ente parmenídeo sino, en la misma medida y de manera indiscernible, el no ente. En Sexto, la argumentación es mucho menos elíptica. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que sólo desarrolla la del De M. J G. Al contrario: la deducción que lleva a cabo no puede depender de las tesis de Parménides; llega a la conclusión de que el ente es incognoscible porque no es pensado, y no porque basta con ser pensado para ser. Establece ante todo la validez de la inferencia: "si los pensamientos no son entes, entonces el ente no es pensado" (77-78). Luego, demuestra dos veces la premisa por el absurdo: en primer lugar, si los pensamientos fueran entes, bastaría con ser pensado para ser, y los carros correrían sobre el mar -no habría pseudos-; en segundo lugar, si los pensamientos fueran entes, los no entes no serían pensamientos; ahora bien, no dejan de serlo, como lo testimonian Escila o la Quimera. De nuevo, no habría pseudos. Destaquemos el carácter inverso de las dos argumentaciones: con el Anónimo, extraemos las consecuencias de la ontologia; con Sexto, negamos sus premisas. Actitudes, éstas, ligadas a posiciones antitéticas frente al pseudos: De M. J. G. demuestra la incognoscibilidad por la imposibilidad del pseudos, en el sentido de que no puede distinguírselo de la verdad (si el pseudos no existe, es porque existe en la misma medida y el mismo concepto que lo verdadero, exactamente como el no ente existe igual que el ente). Sexto demuestra la incognoscibilidad dando por descontada, al contrario, la existencia, en el sentido del carácter evidentemente reconocible de las frases y las entidades ficticias. Con ello puede captarse el meollo de la diferencia entre una crítica sofística y una crítica escéptica de la ontología: tomar al pie de la letra las premisas y ex-traer todas sus consecuencias, o bien sembrar la duda acerca de ellas al oponerles la fuerza igual, la isostenia, de lo que parece no menos obvio. Prosigamos la senda abierta aquí por el De M. J. G. Las dos grandes afirmaciones del poema: el ser es, el no ser no es, y la identidad o copertenencia del ser y el pensar (si Parménides), bastan para producir la tesis característica de la sofística: la imposibilidad de distinguir, desde el punto de vista del ser, lo verdadero de lo falso (entonces Gorgias). No hay lugar para el no ser y tampoco para el error o la mentira: es la ontología de Parménides y sólo ella, tomada al pie de la letra y llevada hasta sus últimas consecuencias, la que garantiza la infalibilidad y la eficacia del discurso, por eso mismo sofístico. Otra vez, el ser es un efecto del decir, con la salvedad de que ahora ya no se trata de una crítica de ontología -vuestro presunto ser nunca es otra cosa que un efecto de vuestro modo de hablar- sino de una reivindicación de la logologia: "las demostraciones dicen todo sin excepción" (980 a9 y ss) y puesto que nada es a la manera como (se) lo hace creer la ontología, no hay otra consistencia que la de sostenerlo. La alétheia restringida de Protágoras Cuestión del "es" y del "no es", del "algo" y del "nada", verdad definida de manera más "fenomenològica" que no contradictoria: las objeciones que presenté hasta aquí a la interpretación heideggeriana de Gorgias y el relativismo no hacen, después de todo, sino anticipar la otra posición posible con respecto a la sofística: los sofistas son presocráticos; aunque los entendieron mejor que la Modernidad, Platón y Aristóteles ya los ocultaron, pero por nuestra parte podemos ponernos a la escucha de su palabra considerándola aún más original. Esta segunda concepción, que se expresa con mucha claridad en la nota 8 del apéndice a "La época de la imagen del mundo", retomada con algunas modificaciones en "La frase de Protágoras", obliga a una reconsideración del relativismo. La tarea de esos textos consiste en pensar la historia del ser preservando la irreductibilidad de sus épocas, en este caso, la diferencia entre la alétheia griega y el subjectum moderno; el análisis de los momentos esenciales de una posición metafísica fundamental permite disipar "la ilusión de que Protágoras sería, por así decirlo, el Descartes de la metafísica griega".21 La retraducción de Ia sentencia de Protágoras sobre el hombre como medida, y la en el final de la cita, bastan para dar a entender que no puede tratarse aquí de "subjetivismo": "De todas las cosas (de aquellas que el hombre tiene a su alrededor en el uso y la costumbre, y así de manera constante khrémata, khrestai-, es el hombre (en cada oportunidad) la medida de las presentes, de que presentifiquen así como se presentifican, pero también de aquelas a las que sigue negado el presentificarse, de que no se presentifiquen". Lo esencial de la interpretación consiste en entender la medida no como una toma de posesión del sujeto soberano sobre los objetos, sino como una restricción, una moderación e incluso una justa medida de la no ocultación. Esta restricción presupone que la no ocultación ya fue experimentada como tal una primera vez y, así, elevada al saber en cuanto carácter fundamental del propio ente, ello, sobre todo, en las posiciones metafísicas decisivas de los pensadores del comienzo de la filosofía occidental: en Anaxímandro, Heráclito y Parménides. La sofística, de la que Protágoras pasa por ser el pensador que la dirige, sólo es posible contra el telón de fondo y como forma derivada de la sophía, es decir, de la interpretación helénica del ser en cuanto presencia, y de la determinación helénica de la esencia de la verdad en cuanto alétheia (no ocultación). Protágoras -pero tal vez no toda la sofística, justamente, si prestamos atención a la extraña precaución oratoria según la cual éste "pasa por ser" el pensador que la dirige, como si fuese demasiado bueno para ella-, Protágoras, pues, ya no aparece como un presocrático inautentico o caído, sino simplemente como un presocrático derivado, segundo, secundario. Ya no hay que condenarlo, sino entenderlo bien e interpretarlo por medio de la buena trilogía. Una indicación en Sendas perdidas, que no aparece en Nietzsche, especifica la relación con Platón y Aristóteles. La interpretación de éstos del ente y el hombre (que remite a la idea, a la theoría) introduce un cambio crucial dentro de la aprehensión fundamentalmente griega del ente: "Ahora bien, esa interpretación, en cuanto lucha contra la sofística, y por ello dependiente de ésta, es precisamente tan decisiva que marca el fin del mundo griego, un fin que contribuye a preparar en lo mediato la posibilidad de los tiempos modernos". De tal modo, el papel historial de la sofística coincide con su lugar histórico, entre Anaximandro, Heráclito y Parménides por un lado y Platón y Aristóteles por el otro. Si Platón y Aristóteles están "en lucha" contra la sofística, no hay en cambio antagonismo sino una mera "restricción" entre esta última y los grandes pensadores del comienzo. Podemos preguntarnos si esa primera restricción no constituirá, por otra parte, el modelo del "encogimiento [...] que se constata a lo largo de la historia de la metafísica". Si "la interpretación ontològica del ser al comienzo de la filosofía, en la Antigüedad, se lleva a cabo orientándose según lo que es vorhanden", podría ser que los sofistas fueran, tal como Nietzsche lo suponía, ya no, como hace un momento, los menos griegos de los griegos, sino en verdad los más griegos de todos. Con la distinción entre "antropología" y "antropomorfía”, Rèmi Brague decide dejar a Protágoras a un lado: "Así, para I Heidegger, la tradición filosófica, y ante todo su fuente griega, es antropològica. No en el sentido de que sea antropomòrfica y haga del hombre la medida de todas las cosas, sino en cuanto mide el Dasein con la vara de la Vorhandenheit y produce de tal modo al hombre".Pero, al contrario, y si nos valemos de la interpretación heideggeriana del hombre medida como limitación de la no ocultación, podemos sostener, antes bien, que aquí Heidegger caracteriza en su sentido más eminente el no subjetivismo de Protágoras. Como quiera que sea, cuando "presocrático inautèntico" se convierte en algo parecido a un oxímoron, la sofística pierde su carácter de espejo gesticulante para ser un discurso secundario que, en la medida en que, al apropiárselo, restringe el pensamiento de los orígenes, constituye una secuencia historial hacia la Modernidad. Logos o palabrería Si Heidegger desanda camino en lo concerniente al sentido del relativismo, no hace lo mismo con su aprehensión, o no aprehensión, de la discursividad sofística propiamente dicha. Ese desdén o Ignorancia con respecto al logos sofístico puede medirse como en negativo con los silencios que rodean la nueva interpretación de Protagoras. Me parece significativo que esa reevaluación del relativismo propuesta a partir del Teeteto, y que extrae su autoridad de la estima que Sócrates profesaba a Protágoras no tenga en cuenta de ningún modo la "apología de Protágoras", en la que Sócrates defiende en forma magistral; como si él mismo fuera Protágoras, la tesis de éste contra las malas interpretaciones que él, Sócrates, ha fomentado en un principio, p. 264. Al contrario, la interpretación que constituye el fondo de esos malentendidos groseros -el hombre/el cerdo es la medida de todas las cosas (161 c; 162 d; 166 c)- es, formalmente, la que Heidegger elige para detenerse, aun cuando proponga a su vez una interpretación magistral de la medida no como ego, sino como restricción de la presencia. Es que en la apología, Sócrates-Protágoras habla del logos sofístico como tal, y lo hace con tanta sabiduría, justamente, que no es lícito asimilar palabrería y rechazo de la no contradicción. Todas las opiniones son verdaderas, dice, pero no todas son iguales: el sofista mediante sus discursos, como el médico mediante sus remedios, sabe inducir a pasar, no de una opinión falsa a una opinión verdadera, sino "de un estado menos bueno a un estado mejor'' (166 d-167 d). Es mucho más problemático deducir esa sophía y ese logos de la alétheia parmenídea; el logos sofístico resulta difícil de asignar: ni helénico, ni moderno, ni pasaje de uno a otro. Nos damos cuenta de que no le conviene ninguna de las determinaciones historiales que Heidegger convirtió en un lugar común, y que intentó aplicarle sucesivamente asimilándolo ora al escepticismo, ora a Parmenides, al leer, por ejemplo en la Introducción a la metafísica, la doble caracterización posible del logos: "En un inicio, el logos, en cuanto recogimiento, es el pro-venir de la no latencia, se funda en ella y está a su servicio. Ahora, por el contrario, el logos se convierte, en cuanto proposición, en el lugar de la verdad concebida como rectitud, justeza". Pero el logos eficaz de Protágoras, según lo caracteriza ProtágorasSócrates, no es ni el receptáculo de la copertenencia que, aun restringida, pone en presencia las cosas presentes, ni la adecuación reglamentada en la proposición, y que, en resumidas cuentas, lleva a aventurar por igual razón la misma fórmula del Tratado sobre el no ser de Gorgias: lo que es no se dice en él; no dice lo que es, sino que hace ser lo que dice. --- “Al capricho de afirmaciones contradictorias que el hombre es capaz de producir a su antojo con referencia a una y la misma cosa' sale él de su propia esencia para caer en la no esencia; rompe toda relación con el ente como tal. Esta caída en la no esencia de sí mismo tiene de pavoroso el hecho de que sucede todos los días y no se muestra de otra manera que bajo la apariencia de lo puramente inofensivo, sin que los negocios y los placeres se vean afectados en absoluto, y de que el modo de pensar no parece ser de consecuencia alguna, hasta que la catástrofe estalla, un dia que, acaso, espera desde hace siglos para salir de una noche de creciente inconsciencia.” Heidegger. Para resumir, podemos asombrarnos de que Heidegger nunca hay'’ reconsiderado, a pesar de que su interés filosófico se focalizaba en el logos presocrático, los textos presocráticos por excelencia en los que la cuestión es’ justamente el logos, a saber, los textos sofísticos Esa omisión puede explicarse de dos maneras. A la manera de un ayuda de cámara: Heidegger es, por una parte, heredero de la tradición alemana, y por otra, construyó lisa y llanamente, por proyección, el origen necesario para la economía de su propia meditación. A la manera de un heideggeriano: como Heidegger lo demostró, no se puede ser presocrático de otro modo; Gorgias es escéptico, Protagoras es un subParménides; creer que el logos sofístico no se deja subsumir de inmediato en la alétheia es una mala comprensión de la alétheia misma, un «error de perspectiva y una falta de gusto. III. EL VÍNCULO RETÓRICO UNA LÓGICA POLÍTICA El CARÁCTER eminentemente político de la sofística es en efecto un hecho de logos y logología. La aparición de lo político como tal, en cuanto instancia específica no subordinada a ninguna otra más determinante, es lisa y llanamente el efecto fundamental de la posición crítica asumida con respecto a la ontologia, al discurso del preferido por los eleatas y al discurso sobre la "Naturaleza" > por los jónicos. Para decirlo de manera aún más provocativa, la matriz de la política de los sofistas es el Tratado sobre el no Ser. Si en verdad el no ser no es, y por lo tanto sólo el ser es, es pensable o pensado y es decible, debe bastar con que yo diga algo; que ese algo sea; si digo "carros corren sobre el mar", los carros, efectivamente, corren sobre el mar. En resumidas cuentas, y prueba todo el análisis realizado por Gorgias, que acabamos de examinar en la primera parte de este libro, el ser no es sino un efecto del decir. Se comprende entonces que la presencia del Ser, la inmediatez de la Naturaleza y la evidencia de una palabra cuya misión es decirlos en forma adecuada, se disipen de consuno:lo físico descubierto por la palabra deja su lugar a lo político con el discurso. Los sofistas, pensadores de lo político: de sus condiciones lógicas de posibilidad y de su irreductibilidad a lo físico, lo ontològico,lo ético. El valor que se reconoce a la política de los sofistas depende sin lugar a dudas, de la posición que uno mismo ocupe. Y si hoy, en contraste con los antiguos, todo el mundo se dice demócrata se puede hacer de ellos, de Grote a Finley, los precursores de la Aufklarung o, al contrario, con el Croiset de Las democracias antiguas y mass de un conocedor de Platón, los demagogos que es preciso eliminar para preservar una democracia sana, es decir, no demagógica. Lo esencial, a mi juicio, es comprender por qué no se puede prescindir de los sofistas, entre todos los presocráticos, para pensar lo político y la democracia. La secuencia verdaderamente insoslayable, por ser -para decirlo con un énfasis señal ético- la menos preñada de peligro totalitario, sería entonces la siguiente: 1) existe lo político; 2) lo político es un asunto de logos y de homología, y 3) la homología es una coincidencia y hasta una hipocresía o una homonimia, más que un unísono. LA PARADOJA DEL CONSENSO “Los sofistas son los maestros de Grecia, y por su intermedio nació en ésta la cultura propiamente dicha. Ellos ocuparon el lugar de los poetas y los rapsodas que eran con anterioridad los maestros universales. [...] La meta del Estado es siempre lo universal, bajo lo cual queda encerrado lo particular; es esa cultura la que los sofistas aspiraron a difundir. La enseñanza era su negocio, su oficio, como una condición que les era propia: sustituían así a las escuelas y, en su incesante recorrido por las ciudades griegas, ganaban la adhesión de la juventud y la instruían.” 1 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Leçons sur l'histoire de la philosophie, vol. 2, trad. de Pierre Garniron, Paris, Vrin, 1979, p. 244 [trad. esp.: Lecciones sobre lu historia de la filosofía, 3 vols., Mexico, Fondo de Cultura Económica, 1996-19971, Los sofistas se sitúan, sin duda por primera vez en nuestra historia, en la conjunción entre cultura y Estado: "maestros de Grecia", pues, en esos dos sentidos. Tal como nos los presenta Hegel, esos maestros se enfrentan desde el inicio a la paradoja que determina una parte significativa de la filosofía ulterior, y a buen seguro el platonismo: la paradoja de la enseñanza. ¿Qué significa esto? Inmediatamente después del párrafo recién citado, Hegel define la cultura de este modo: "lo que el pensamiento libre tiene que adquirir debe provenir de él mismo". Llamo paradoja de la enseñanza (o de la cultura, de la formación) la siguiente "contradicción": la exigencia de pensar por sí, de pensar interiormente, viene de afuera. Es otro quien me conmina a ser yo mismo. Para decirlo en lenguaje kantiano, la exigencia de autonomía es un efecto de heteronomía. En la sofística, la paradoja se precisa: lo paradójico no es solo la forma de la exigencia, sino su propio contenido. El problema se comprende mejor cuando se lo plantea en términos platónicos. De Platón en adelante, en efecto, se le reprocha a la sofística que se ocupa solamente de la doxa, esto es, según la ambivalencia habitual de las palabras clave griegas, de la "opinion, tanto aquella que, al no hacer sino parecer, engaña y se opone a la verdad, como aquella que, bella, buena y compartida, se exhibe en el carácter público de su gloria. Decir que los sofistas profesan la doxa, engañosa o soberana, es decir que nunca son verdaderos profesores, porque jamás son verdaderos filósofos: en vez de incitar a pensar por sí mismo, no hacen más que inocular dentro de cada uno las opiniones de todos e impulsar a tomar lo heteronomo por lo autónomo. Por eso, la opinión platónica no los pinta también rasgos de auténticos parteros, como Sócrates, el único verdadero maestro, sino bajo la máscara de aduladores -en ello radica toda la problemática del Gorgias- que sólo dicen lo que uno ya esta siempre en condiciones de entender; maestros del conformismo, garantes, a fin de cuentas, de la inmovilidad del cuerpo inmóvil y no de su progreso. La paradoja de la enseñanza, cuando ésta ya no se aplica sólo a cada uno, alma por alma, sino a todos, cuando se trata de formación publica, de educación "nacional", se confunde así con lo que ahora propongo denominar paradoja del consenso. Si la cultura es la interiorización individual de los valores de todos, y el lazo social es la coparticipación en esos valores comunes, ¿cómo hacer para que haya progreso? En otras palabras, ¿se puede pretender seriamente estar a la vez por el consenso y por el cambio? El consenso es en nuestros días un concepto bisagra, que permite la articulación conjunta de tres dominios: el lógico en sentido amplio, pues el lenguaje, y no la fuerza, es el instrumento por excelencia del consenso, ya se trate de alcanzarlo por la vía retórica de la persuasión o por la vía dialógica, poniendo en práctica lo que hoy se llama "razón comunicacional"; el ético, porque el consenso signa la elección del bien, de lo mejor, o en su defecto, da testimonio del cálculo de un óptimo capaz de preservar, si no a todos con cada uno, sí al menos, de un modo rawlsiano, a los más desfavorecidos; para terminar, el dominio político, como es obvio, pues el consenso se presenta habitualmente como una condición de la paz civil, social y nacional, e incluso de la concordia internacional entre los Estados. Ahora bien, la sofística propone un primer modelo y un primer procedimiento de consenso, de manera tal que lo político no tenga que remitirse de inmediato más que a lo retórico y no a lo ético: con la homónoia y la homología sofísticas, el logos se convierte efectivamente en la virtud política por excelencia. Del modelo sofístico se diferencian de manera explícita o implícita, a través del diálogo, la contradicción o la polémica, los modelos elaborados por la filosofía política ulterior, con Platón por un lado y Aristóteles por el otro: lo que difiere en cada caso es precisamente la modalidad de articulación entre lógica, ética y política, Así, en la República de Platón, la ciudad es una ampliación del alma, y la homónoia determina una de las cuatro virtudes características tanto de la ciudad como del individuo, la "templanza" (sophrosyne), Ésta se define como sentido de la jerarquía. Con la justicia, virtud de la estructura ("que cada uno se ocupe de sus asuntos"), la templanza ordena la inmovilidad de las diferencias funcionales dentro de una unidad orgánica. La política y la ética son entonces una sola cosa, sometidas a la idea misma del Bien (filósofo rey). En Aristóteles, que utiliza de manera alternada la sofística y a Platón contra la sofística, las relaciones entre política y éica son tan complejas que pueden parecer contradictorias. Pero la ciudad se define de entrada como plethos politón, "masa", "cantidad" de ciudadanos. Por eso es comprensible que la constitución democrática pueda a veces llamarse "constitución" a secas, pues solo ella toma en cuenta el plethos como tal. En la Política presenciamos el desarrollo de paradigmas cada vez menos platónicos para la ciudad: como un alma, pero más bien como una tripulación, como un coro y, por último, como un picnic, donde la organización de las funciones cede su lugar a la mezcla, la única capaz de optimizar las diferencias e incrementar la calidad del todo gracias a la mera acumulación de defectos singulares. La virtud del hombre de bien y la del ciudadano, ética y política, se distinguen por ello de manera cuidadosa, y el consenso en el seno del plethos termina por ser un punto de equilibrio en el conflicto de los egoísmos. De modo que, con los sofistas y Platón, tenemos ya figuras de creación continua de la ciudad por el logos en un consenso de tipo retórico, aceptación de la jerarquía inmovilista de las diferencias en un consenso vectorizado por la idea del Bien; y, con Arostóteles, algo semejante a su combinatoria, con disyunción de Ios dominios y subsunción de lo ético en lo político. Bastará con acentuar ciertos rasgos y pasar así, en el peor de casos, a la caricatura, y, en el mejor, al tipo ideal, para esbozar una taxonomía que pueda servir para distribuir una serie de posiciones contemporáneas: por ejemplo, Heidegger del lado de Platón, y Arendt, del lado de un Aristóteles sofisticado. ORTODOXIA Y CREACIÓN DE VALORES: EL ELOGIO Apódeixis, epídeixis, género epidíctico De Platón a Filóstrato, se dice que los sofistas tienen un dominio pilvilegiado: la epídeixis. Ante todo, y en un sentido muy general, ésta es el nombre tradicional del one-man show sofístico: en oposición al diálogo mediante preguntas y respuestas que caracteriza la dialéctica socrática, el término epídeixis suele designar en Platón el discurso ordenado de Pródico, Hipias o Gorgias, de gira por Atenas. La mejor traducción de la palabra sería, entonces, "prestación", "conferencia", y más exactamente lectura en el sentido anglosajón del término [lecture], porque el sofista, procedente con frecuencia de Sicilia o la Magna Grecia, hace en efecto giras como conferencista por el extranjero, es decir, las grandes ciudades griegas: Atenas, Esparta, al igual que célebres profesores estadounidenses cruzan el Atlántico para asombrar a la vieja Europa. Por otra parte, como lo señalará Aristóteles, el estilo epidíctico es graphikotate, "el más apto para la escritura", pues "su concreción adecuada es una lectura" (Retórica, m, 12,1414 al8 y ss.): en él, todo está tan calculado, los efectos obedecen a tal punto al aprovechamiento de las posibilidades específicas de la lengua, a las figuras, a las combinaciones de sonoridades, que, en rigor de verdad aun cuando sean, según se jacta Gorgias, el fruto de la improvisación-, sólo puede reproducírselos, repetírselos frente a otros, e incluso frente a los mismos, como aquél otra vez propone hacerlo en el Gorgias. Filóstrato lo indica a su manera siete siglos después: "Los tesalios tratan de gorgianizar, y habrían critiacizado si Critias hubiera ido a su patria a hacer una epídeixis heautóu sophías", una de esas lecturas cuyo secreto poseía. Con Aristóteles, la epídeixis se particulariza y se codifica en un sistema de oposición riguroso: desde el capítulo 3 del primer libro de la Retórica, es, junto con el deliberativo y el judicial, uno de los tres grandes géneros posibles en los que se pueden clasificar todos los discursos. Para comprender mejor de qué se trata de plantear ante todo otro sistema de oposición, menos evidente y no tematizado como tal, pero no menos significativo. La deixis es el acto y el arte de mostrar sin palabras, con el índice tendido como Crátilo, el fenómeno impermanente, o, con un gesto soberano, como Justicia en el Poema de Parménides, el camino del ser. La epideixis debe enunciar, por lo tanto, el arte de “mostrar” ‘delante’ (epí), en presencia de un público, el arte de hacer ver o exhibir algo. Difiere así de la apodeixis, que designa el arte de mostrar “a partir de” (apó) lo que es mostrado, con el mero recurso al objeto de cuya mostración se trata; “demostrar” en lógica, en matemático o en filosofía. En suma, difiere de la apodeixis como la logología difiere difiere de la fenomenología. En Aristóteles, la apódeixis no tiene sólo ni inicialmente una localización retórica. De hecho, constituye junto con la ciencia apodíctica el objeto mismo de los Analíticos, como lo testimonian las primeras líneas del tratado (Analíticos primeros). A diferencia del silogismo dialéctico, este parte de ideas admitidas y opera, de tal modo, con premisas probables, y del entimema retórico, que nunca es otra cosa que una formula abreviada del silogismo retórico, la apódeixis tiene como dominio la verdad: parte de premisas verdaderas, evidentes o ya demostradas, y "muestra la causa y el porqué" (Segundos analíticos). En efecto, no podría haber ciencia de lo singular sensible como tal. Pero la apódeixis, como consecuencia de la inducción, es justamente el procedimiento que hace conocer lo singular en cuanto universal y permite, por ejemplo, deducir del hecho de que Sócrates sea hombre, que Sócrates es mortal. La demostración aristotélica y su procedimiento de ascenso analítico, sensación, inducción, deducción, proporcionan de lal modo el esquema de la ciencia filosófica, en la perennidad de su tradición, hasta el movimiento mismo de la fenomenología hegeliana que, como ella, lleva lo contingente hacia lo necesario y extrae la verdad universal de lo singular. Ahora bien, la apódeixis no es sólo un procedimiento de trans formación del fenómeno en objeto de la ciencia; es también una técnica de adhesión y, a decir verdad, el corazón mismo de la retórica cuando se siguen los procedimientos de las definiciones aristotélicas. La retórica es, en efecto, "la capacidad de hacer en cada caso la teoría de lo que conviene para persuadir". Tres objetos le corresponden: las partes del discurso y su orden, las pruebas y sus fuentes y el estilo propiamente dicho. En cuanto a las partes del discurso, Aristóteles se opone al ridículo de la proliferación de divisiones, para limitarse a dos y sólo a dos: "es necesario decir la cosa en cuestión, y demostrarla. Por eso, cuando se la ha expuesto, es imposible no demostrarla, o demostrarla sin haberla expuesto con anterioridad; pues cuando se demuestra, se demuestra algo, y quien hace una exposición previa la hace con vistas a demostrar". Aristóteles propone dar a la primera parte, que corresponde al "problema" dialéctico (problema, "lo que se arroja por delante"), el nombre de próthesis, "proposición", y en cuanto a la segunda, la apódeixis propiamente dicha, sugiere llamarla pistis, un término que, en su aspecto subjetivo, designa de manera indisoluble la fe, la creencia, la adhesión, y en su aspecto objetivo, la prueba, la confirmación. De ese modo, el análisis conduce al objeto principal de la retórica: la clasificación de las pruebas, pistéis, por tanto. La gran partición se da entonces entre las pruebas "extratécnicas", que proceden de afuera -por ejemplo, los testimonios- y que basta con saber "utilizar", y las pruebas técnicas, las proporcionadas por el método retórico y el propio orador, y que éste debe "descubrir". A su vez, estas últimas se clasifican en tres especies: es preciso buscarlas sea en el carácter del orador (por el lado del emisor, diríamos hoy), sea en las disposiciones del oyente (por el lado del receptor), o sea, para terminar, en el logos mismo (mensaje, por ende), "por el hecho de que muestra o parece mostrar". Comprobamos aquí que la apódeixis corresponde a la prueba por excelencia, la prueba que constituye el Corpus mismo del logos en cuanto retórica. "El arte Imita a la naturaleza y lleva a buen fin lo que ésta es impotente para cumplir hasta su término":la demostración científica y el « probatorio retórico imitan a la naturaleza y la consuman, en cuanto ayudan al fenómeno a manifestarse y permiten comprenderlo y creer en él. Para conocer mejor el sentido técnico de la epídeixis en la retótica, en contraste con la apódeixis, me gustaría detenerme en una de las muy escasas -tal vez la única- presencias no técnicas del término en el corpus aristotélico. En el libro I de la Política, para explicitar rápidamente los principios generales de la práctica crematística, Aristóteles toma el ejemplo de Tales. De ordinario, desde Platón hasta Nietzsche, éste se nos presentó como "héroe fundador", "gran ancestro" (arkhegós, Aristóteles, Metafísica, I, 3,983 b20) de la filosofía, al menos, aclara Aristóteles, de la filosofía que busca los principios de todas las cosas "en la forma de la materia" (b7); como se sabe, es ese amor por la sabiduría la que lo expone a la risa de la criada tracia, cuando, por mirar demasiado el cielo, Tales cae en un pozo lleno del agua que, justamente, él erigía en primer principio. La Política cuenta la revancha de la filosofía: “Como se le reprochara, a causa de su pobreza, la inutilidad de la filosofía, se cuenta que, habiendo previsto gracias a sus conocimientos astronómicos que habría una abundante cosecha de aceitunas, destinó desde el invierno el escaso dinero de que disponía a dejar arras con el fin de arrendar todas las prensas de olivas de Mileto y Quíos; como no había ningún otro postor, las arrendó a bajo precio. En el momento oportuno, y puesto que había una gran demanda urgente de prensas, las sub-arrendó al precio que quiso; gracias a la enorme fortuna acumulada, demostró que para los filósofos es fácil enriquecerse cuando así lo desean, pero que ése no es el objeto de su afán (Política, 1259 a9-18). RISTÓTELES (ca. 384/3-322 antes J.C.)nació en Estagira(Macedonia), siendo llama doporello a veces el Estagirita. Discípulo de Platón en Atenas durante cerca de veinte años ,pasó ,al morirsumaestroen348,aAsiaMenor(Assos),luegoaMitileney,finalm ente,alacortedelreyFilipodeMacedonia,dondefuepreceptordeAleja ndroMagno.Haciaelaño335regresó A Atenas , donde fundó su escuela en el Liceo; pero el movimiento antimacedónico que resurgió al fallecer Alejandro Magno y una acusación De impiedad lo obligaron a abandona la ciudad(323)y A retirarse A Calcis de Eubea. A ARISTÓTELES TRATADOS DE LÓGICA (ÓRGANON) SOBRE LA INTERPRETACIÓN. ANALfTICOS PRIMEROS. ANALITICOS SEGUNDOS INTRODUCCIONES, TRADUCCIONES Y NOTAS POR MIGUEL CANDEL SANMARTfN EDITORIAL GREDOS PRIMERA EDICiÓN, 1988. SOBRE LA INTERPRETACIÓN ANALITICOS SEGUNDOS LIBRO 1 TEORÍA DE LA DEMOSTRACIÓN (Selección de párrafos) 1. Los conocimientos previos Toda enseñanza y todo aprendizaje por el pensamiento 1 se producen a partir de un conocimiento preexistente. Y eso resulta evidente a los que observan cada una de esas <enseñanzas>; en efecto, entre las ciencias, las ma- temáticas proceden de ese modo, así como cada una de las otras artes. De manera semejante en el caso de los argumentos, tanto los que <proceden> mediante razonamientos como los que <proceden> mediante comprobación; pues ambos realizan la enseñanza a través de conocimientos previos: los unos, tomando algo como entendido por mutuo acuerdo; los otros, demostrando lo universal a través del <hecho de> ser evidente lo singular. De la misma manera convencen también los <argumentos> retóricos: pues, o bien convencen a través de ejemplos, lo cual es <una forma de> comprobación, o bien a través de razonamientos probables 2, lo cual es <una forma de razonamiento. El conocer previo necesario es de dos tipos: en efecto, para unas cosas es necesario presuponer que existen 3, para otras hay que entender qué es lo que se enuncia 4, para otras, ambas cosas; v.g.: respecto a que para cada cosa es verdadero el afirmar o el negar, < hay que conocer previamente> que existe <tal principio> , respecto al triángulo, que significa tal cosa, y respecto a la unidad s, ambas cosas, qué significa y que existe; pues no <resulta> clara de la misma manera para nosotros cada una de estas cosas. Es posible conocer conociendo las cosas previas y tomando conocimiento de las simultáneas, v.g.: todo lo que resulta estar subordinado a lo universal, a partir de lo cual se tiene conocimiento . <de ello> . En efecto, que todo 20 triángulo tiene ángulos equivalentes a dos rectos, se conocía previamente; en cambio, que esto que está dentro de un semicírculo es un triángulo, se conoce simultáneamente, al comprobarlo 6• (En efecto, el aprendizaje de algunas cosas es de ese modo, y no se conoce el último < término> a través del medio, a saber: todas las cosas que son, 2 enthyméma. Cf. supra, n. 455 a los Analíticos primeros. La presunción de existencia de lo denotado, al menos por algún término de la proposición, queda ah! abiertamente expuesta por el propio Aristóteles (ver las Introducciones a Sobre la interpretación y los Analíticos primeros). Es decir, la noción contenida en los términos. Se entiende referido a un objeto sensible considerado como unidad epagómenos, de la misma raíz que epagogt. Aquí queda claro que se trata de un proceso de comprensión simultánea de lo universal y lo singular, o de «comprobación» de lo uno en lo otro (ver supra, n. 448 a los Anal. pr., as! como TL-1, Tópicos l, n. 21, págs. 101-102). de hecho, singulares y no <se dicen> de sujeto alguno). Hay que decir seguramente que, antes de hacer una comprobación o de aceptar un razonamiento, se sabe ya en cierto sentido, y en otro sentido no. En efecto, lo que no se sabía si existe sin más ¿cómo se sabría que tiene dos rectos sin más? Pero está claro que se sabe de esta manera, en cuanto que se sabe de manera universal, pero no se sabe sin más. Si no, surgiría la dificultad <planteada en el Menon: en efecto, o no se aprenderá nada o se aprenderá lo que ya se sabe. Pues, ciertamente, no hay que hablar como algunos <que> pretenden resolver <esta dificultad> : ¿Sabes o no que toda díada es par? Si uno afirma, se le presenta una díada <cualquiera> que no sospechaba que existiera, de modo que tampoco <sabía> que fuera par. En efecto, lo resuelven afirmando que no se sabe que toda díada es par, sino <sólo> la que se sabe que es una díada. Sin embargo, se sabe aquello de lo que se hace y de lo que se aceptó la demostración; ahora bien, no se aceptó <la demostración> de todo aquello que se sabe que •es triángulo o es número, sino acerca de todo número y todo triángulo sin más; en efecto, ninguna pro- posición se toma de este modo, por ejemplo: lo que tú s sabes que es número o lo que tú sabes que es rectilíneo, sino acerca de todo. Pero nada impide (creo) que lo que se aprende sea posible, en cierta manera, saberlo y, en cierta manera, ignorarlo: pues lo absurdo no es que se sepa en cierta manera lo que se aprende, sino que se sepa que es así, v.g.: en el aspecto en que se aprende y del modo que se aprende. 6 bis PLATÓN, Menon 88 e SS. 7 Es decir, se le enseña una pareja de objetos que no haya visto nunca, con lo cual se le obliga, supuestamente, a incurrir en una contradicción, pues al no saber de esa pareja ni siquiera que existiese tampoco sabía, a fortiori, que fuera par, luego era falso que supiera que toda díada es par, como había sostenido. 2. La ciencia y la demostración Creemos que sabemos cada cosa sin más, pero no del modo sofístico, accidental, cuando creemos conocer la cau- sa por la que es la cosa, que es la causa de aquella cosa y que no cabe que sea de otra manera. Está claro, pues, que el saber es algo de este tipo: y en efecto, <por lo que se refiere a> los que no saben y los que saben, aquéllos creen que actúan de ese modo, y los que saben actúan así realmente> , de modo que aquello de lo que hay ciencia sin más es imposible que se comporte de otra manera. Así, pues, si también hay otro modo de saber, lo veremos después, pero decimos también <que consiste en> conocer por medio de la demostración. A la demostración la llamo razonamiento científico; y llamo científico a aquel razonamiento> en virtud de cuya posesión sabemos. Si, pues, el saber es como estipulamos, es necesario también que la ciencia demostrativa se base en cosas verdaderas, primeras, inmediatas, más conocidas, anteriores y causales respecto de la conclusión: pues así los principios serán también apropiados a la demostración. En efecto, razonamiento lo habrá también sin esas cosas, pero demostración no: pues no producirá ciencia. Así, pues, es necesario que aquellas cosas sean verdaderas, porque no es posible saber lo que no lo es, v.g.: que la diagonal es conmensurable. Y que <el razonamiento> se base en cosas primordiales no demostrables, porque no se podrán saber <si no es así>, al no tener demostración de ellas: pues saber de manera no accidental aquellas cosas de las que hay demostración es tener su demostración. Y han de ser causales, más conocidas y anteriores: causales porque sabemos cuando conocemos la causa, y anteriores por ser causales, y conocidas precisamente no sólo por entenderse del segundo modo 8, sino también por saberse que existen. Ahora bien, son anteriores y más conocidas de dos maneras: pues no es lo mismo lo anterior por naturaleza y lo anterior para nosotros, ni lo más conocido y lo más conocido para nosotros. Llamo anteriores y más conocidas para nosotros a las cosas más cercanas a la sensación, y anteriores y más conocidas sin más a las más lejanas. Las más lejanas son las más universales, y las más cercanas, las singulares: y s todas éstas se oponen entre sí. <Partir> de cosas prime- ras es <partir> de principios apropiados: en efecto, llamo a la misma cosa primero y principio. El principio es una proposición inmediata de la demostración, y es in- mediata aquella respecto a la que no hay otra anterior. La proposición es una de las dos partes de la aserción 9, que predica> una sola cosa acerca de una sola cosa: dialéctica la que toma cualquiera de las dos <partes> , de- 10 mostrativa la que toma exclusivamente una de las dos, por ser verdadera. La aserción es cualquiera de las dos partes de la contradicción; la contradicción es la oposición en la cual no hay intermedio; una parte de la contradicción es la afirmación de algo acerca de algo, la otra, la negación de algo respecto de algo. Llamo principio inmediato de razonamiento a una tesis que no es posible demostrar ni es necesario que tenga presente> el que va a aprender algo; lo que es necesario que tenga <presente> el que va a aprender cualquier cosa 8 Referencia al conocimiento previo consistente en conocer el signifi- cado de los términos (cf. supra, 7lal2). 9 Es decir, afirmación o negación, que son las dos panes en que se divide el enunciado asertórico, Cf. Sobre la interpretación 4-S, 17a2-9. es la estimación 10; en efecto, algunas cosas son de este tipo: pues acostumbramos a dar ese nombre sobre todo a esas cosas. <Aquel tipo> de tesis que toma cualquiera de las dos partes de la contradicción, v.g.: cuando digo que algo existe o no existe, es una hipótesis; sin esa <indeterminación>, sería una definición. En efecto, la definición es una tesis: pues el aritmético establece11 que la uni- dad es lo indivisible en cantidad; ahora bien, <eso> no es una hipótesis: pues no es lo mismo <decir> qué es una unidad que el que una unidad exista. Puesto que para tener certeza de la cosa y conocerla hay que tener <presente> el razonamiento que llamamos demostración, y ese razonamiento existe al existir esas cosas de las que parte, es necesario, no sólo conocer previa- mente las cosas primeras, bien todas o bien algunas, sino también conocerlas mejor <que la conclusión> ; en efecto, aquello por lo que cada cosa se da, siempre se da en mayor medida que ella, v.g.: aquello por lo que amamos algo> es más amado <que esto último> De modo que, como conocemos y tenemos certeza a través de las cosas primeras, también conocemos mejor y tenemos mayor certeza de éstas últimas, porque a través de ellas conocemos las posteriores. Ahora bien, no es posible que, de aquellas cosas que ni se llegan a conocer ni se está respecto de ellas> en mejor disposición que si se conocieran 12, se tenga mayor certeza que de las que se conocen. Esto ocurrirá si ninguno de los que se convencen mediante una demostración tiene conocimientos previos: pues es más necesario tener certeza de los principios, sean to- dos o algunos, que de la conclusión. El que pretenda llegar a poseer la ciencia que <se ob- tiene> mediante la demostración no sólo ha de conocer mejor los principios, y tener mayor certeza de ellos que de lo demostrado, sino que tampoco ha de haber nada 72b más cierto ni más conocido para él que los opuestos a los principios de los que surgirá el razonamiento del error contrario, ya que es preciso que el que sabe sin más sea inconmovible en su convicción 13• 10 axfOma. Ver la n. 388 a los Anal. pr. 11 tithetai, de la misma ralz que thésis. 12 Alusión a un posible conocimiento intuitivo, sin mediación discur- siva. 13 ametápeiston 3. Errores posibles en la demostración científica Así, pues, como hay que saber las cosas primeras, les s parece a algunos que no existe ciencia, y a otros que sí, pero que de todo hay demostración: ninguna de las cuales cosas es verdadera ni necesaria. En efecto, los que suponen que no es posible saber en absoluto sostienen que se retrocede hasta lo infinito, diciendo correctamente que no se saben las cosas posteriores mediante las anteriores si no hay unas primeras respecto a éstas: pues es imposible recorrer lo infinito. Y si se sabe y hay principios, éstos son incognoscibles si de ellos no hay demostración, la cual dicen que es precisamente el único saber; ahora bien, si no es posible conocer las cosas primeras, tampoco es posible saber simplemente ni de manera fundamental las que <se desprenden> de éstas, sino a partir de una hípótesis. que si existan aquellas cosas primeras. Los otros están de acuerdo en que <es posible> saber: en efecto, <dicen> que sólo lo es por demostración; pero que nada impide que haya demostración de todo: pues es admisible que se pro- duzca la demostración en círculo y la recíproca 14 Pero nosotros decimos que no toda ciencia es demostrativa, sino que la de las cosas inmediatas es indemostrable (y es evidente que esto es necesario: pues, si necesariamente hay que conocer las cosas anteriores y aquellas de las que <parte> la demostración, en algún momento se han de saber las cosas inmediatas, y éstas necesariamente serán indemostrables). De este modo, pues, decimos <que son> estas cosas, y que no sólo hay ciencia, sino también algún principio de la ciencia, por el que conocemos los términos. Y está claro que es imposible demostrar sin más en círculo, ya que es preciso que la demostración se base en cosas anteriores y más conocidas; en efecto, es imposible que las mismas cosas sean a la vez anteriores y posteriores a las mismas cosas, a no ser del otro modo, v.g.: las unas respecto a nosotros y las otras sin más 1~, modo en el que hace conocida <una cosa> la comprobación. Pero, si fuera así, no estaría bien definido el saber sin más, sino <que sería> doble;