CONCLUSION

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CONCLUSION
La sociedad chilena de fines del siglo XIX -herencia colonial- se organizaba en torno a
distinciones raciales y económicas que asignaban a cada quien su posición en ella. En el
extremo superior de dicha matriz se encontraban los antiguos descendientes de la aristocracia
hispano-criolla, poseedores de la gran mayoría de los medios de producción; en el otro, los
indígenas y los escasos esclavos negros.
A pesar que existían diversas categorías con connotaciones raciales (mestizos, cholos,
zambos, negros) y socio-culturales ("siúticos", "rotos") para definir y clasificar a los sujetos
que poblaban la matriz, a los ojos de las oligarquías, todos quienes estaban fuera de sus
propios círculos no constituían más que el "pueblo". Por "sociedad" sólo se comprendían ellas
mismas, en las situaciones materiales y simbólicas que construían y reproducían.
Para las oligarquías las diferencias con el "pueblo" eran además de una cuestión de
raza y riqueza, también cultural y moral. Eran ellas las que poseían la cultura superior y
encarnaban la moralidad ideal. Los "rotos", en cambio, infinitamente distantes de sus patrones
culturales, eran vistos en su gran mayoría como brutos y viciosos.
De ahí que quienes constituían "la sociedad" se autodenominaran también "clases
superiores" o "dirigentes": su superioridad cultural les permitía comprender la complejidad de
construir una nación y administrar un Estado, su entereza moral los habilitaba para dirigir un
país. Esto lo venían haciendo desde las guerras de independencia, cuando se apoderaron de las
instituciones que configuraban la presencia de la autoridad real en todo el territorio y las
adecuaron a la nueva realidad republicana.
Hasta el derrocamiento del presidente Balmaceda en 1891, los diversos grupos
oligárquicos accedieron alternadamente a dichas instituciones, según fuesen los resultados de
las elecciones presidenciales. A partir de ese año, y como producto de la guerra civil,
configuraron un sistema político, administrativo y legal que les permitió lograr y mantener en
su interior ciertos niveles de equilibrio.
Paralelo a ello se había producido otro proceso.
Al llegar a 1891, la aristocracia hispano-criolla compartía "su sociedad" con una serie
de adineradas familias, que habían hecho fortuna en la minería, el comercio, la banca y, más
adelante, la bolsa. No los vinculaba ya la sangre (a pesar que comenzaban a desarrollarse
lazos parentales a través de matrimonios), sino la riqueza y el monopolio del Estado. A este
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último, al igual que a otros espacios sociales exclusivos como el Club Hípico o los palcos del
Teatro Municipal, habían accedido a fuerza de su dinero.
"La sociedad" configuró un específico "modo de ser". Esto era, un conjunto de
significados compartidos que les permitió autoidentificarse como iguales y que condicionó su
forma de comprensión de la realidad y la manera en que la enfrentaron. Amparada en su
inmensa riqueza y en las posibilidades que el monopolio del Estado traía consigo, "la
sociedad" fue generando una dinámica de lujos y frivolidades en creciente aceleración, que
amplió la distancia entre sus miembros y otros sectores de la población. Más importante aún,
trasladaron su "modo de ser" desde sus cotidianeidades a la institucionalidad estatal.
El Estado fue transformado por las oligarquías en un mecanismo que les permitía
igualar sus oportunidades, reducir sus disputas y reproducir la estructura de privilegios
sociales del Chile de fines del siglo XIX. Al interior de él se coordinaban intereses, y en esa
tarea, todo aquello que quedaba fuera no era considerado significativamente al momento de
tomar decisiones.
He ahí el origen de la principal característica que asumió la relación entre el Estado y
la mayoría de la población: a ésta se le excluía. No se trataba de controlarla y reprimirla, sino
de omitirla.
La actitud de las oligarquías, como se dijo, hay que analizarla más que como un acto
positivo hacia el "pueblo", como uno negativo. Se les dejaba fuera de la actividad estatal no
porque se les quisiera perjudicar y subyugar, era mucho más simple que ello: su realidad no
constituía una referencia central ni obligada de la acción del Estado.
La actitud de las oligarquías de omitir al "pueblo", de excluirlo, fue producto de la
minusvaloración de la realidad social de éste, de sus construcciones materiales y simbólicas,
de sus formas de socialización. Se le excluía porque no encarnaba los ideales de vida -el
"buen tono"- que el "modo de ser" dictaba. Suponerlos como iguales y considerarlos
positivamente en el marco referencial de las decisiones estatales, habría significado destruir
las bases mismas de los mecanismos de diferenciación social.
Excluirlos era mucho menos un acto intencionado, producto de una inclinación hacia
la maldad, que uno evidente en una relación con alguien, por naturaleza, inferior. Que ello
fuera así era tan obvio para los grupos oligárquicos como para los "rotos". Los primeros no
consideraban necesario incoporarlos positivamente a las prácticas política, administrativa y
legal por la manera en que los concebían y las funciones que atribuían al Estado. Los
segundos, desagregados en los campos y suburbios de las ciudades, recién comenzaban a
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tener una vaga idea de lo que el Estado era y, por lo mismo, no podían asignarle un rol central
en la organización de su vida.
Era otro el vínculo que unía la realidad oligárquica y la de los "rotos": el trabajo. En y
a través de él, patrones y mayordomos aseguraban la obediencia y el orden social. Sólo
cuando esto último no era posible, cuando los "rotos" se "alzaban" más allá de lo permisible,
se hacía presente el Estado a través de sus autoridades, policía y ejército. Algunas veces
mediando, otras reprimiendo.
En ese contexto histórico se originó una forma de concebir y actuar en el Estado que
sin duda es el estigma de más larga duración heredado de las oligarquías decimonónicas. Ahí
surgió la lógica estatal oligárquica. Ella expresaba todo el significado de ser miembro de las
"clases dirigentes", de situarse en el recuadro superior de la matriz racial y económica. Por
pertenecer a ese sector social accedían por derecho propio al Estado. Era esa misma razón la
que capacitaba para comprender los "negocios públicos", que la ignorancia popular jamás
entendería y, por lo mismo, hacía innecesario consultarla. También por igual razón se
patrimonializaba la institucionalidad estatal, es decir, se la concebía y usaba como una suerte
de extensión de los bienes personales.
La lógica estatal oligárquica hizo del Estado no una fuente de represión y lucro, sino
de prestigio social y oportunidades. Acceder a él, por una parte, acercaba a las oligarquías,
aristocratizaba. Por otra, permitía patrimonializar cargos, bienes, recursos y, en general, las
instituciones estatales. Pero esa forma de concebir las prácticas política, administrativa y
legal, que comenzó con las oligarquías decimonónicas y continuó con los militares, originó
dos tensiones que acompañarán al Estado chileno durante el siglo XX (sin considerar las
consecuencias que tuvo a nivel de las estructuras administrativas y presupuestarias, y en las
condiciones de vida de los sectores más pobres de la población).
Aristocratizarse a través del acceso al Estado era un movimiento en dos direcciones:
de acercamiento a las oligarquías y de distanciamiento del "pueblo". Quienes llegaban a él, en
distinto grado, pasaban a formar parte de las "clases superiores" y, por ende, a poseer los
conocimientos necesarios para comprender los "negocios públicos". El Estado, que entonces
comenzaba -especialmente con la llegada de los militares en 1924- a desplegar por todo el
territorio una estructura administrativa que igualaría a los ciudadanos ante la ley, conservó un
carácter aristocratizante que permitía a algunos abandonar, en cierta medida, su pasado de
"rotos". Es decir, los diferenciaba de sus pares, destruyendo la posibilidad simbólica de la
igualación.
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La patrimonialización de las prácticas política, administrativa y legal por quienes
estaban en el Estado desató la segunda fuente de tensión. Como en el caso anterior, mientras
se desplegaba una estructura administrativa destinada a igualar a los ciudadanos ante la ley, la
patrimonialización del Estado por quienes estaban en él, destruía desde arriba las instituciones
que se intentaban aplicar hacia abajo.
Oligarcas, militares y nacientes "clases medias" distribuían puestos de trabajo en la
administración pública, becas, evitaban que algunos cumplieran la conscripción, solucionaban
problemas judiciales, creaban dependencias estatales en algunas localidades para pagar
favores electorales. Los mismos que encabezaban el proceso de despliegue de la
institucionalidad estatal, a través de su patrimonialización, destruían la posibilidad material de
la igualación.
La forma en que las oligarquías y los militares concibieron y actuaron en el Estado no
varió significativamente. Las primeras crearon la lógica estatal oligárquica, los segundos, a
pesar de que llegaron con un discurso que criticaba al Estado Excluyente y proponían una
"obra depuradora", continuaron en ella y la consolidaron.
Los militares superpusieron un discurso moralizador a la lógica estatal oligárquica. Su
crítica y el cambio en su concepción del Estado no apuntaban a la forma de administrarlo,
sino al rol que el Estado debía jugar en la conformación de la realidad del Chile de la década
del 20. Esto era, a la forma en que éste debía relacionarse con la mayoría de la población y
por tanto, consigo mismos.
La lógica estatal oligárquica fue comprendida por los militares y las "nacientes clases
medias" como inherente al Estado. De ahí que su discurso moralizador buscara menos una
separación estricta de lo prívado y lo público al interior de las prácticas política,
administrativa y legal, que cuestionar las conductas de quienes hasta ese momento lo
monopolizaban (el intento de generar mayores controles al interior del propio Estado también
existió de manera incipiente y se expresó, por ejemplo, en la creación de la Contraloría
General de la República y la promulgación del Estatuto Administrativo). Más que una posible
actitud inmoral de las oligarquías en un sentido administrativo, criticaban su monopolio y
exclusión.
En ese contexto, el discurso de la "depuración" y "restauración nacional", que llegó a
su punto culminante con Ibáñez, operó en dos sentidos. Por un lado dio a los militares
golpistas que terminaron con el monopolio oligárquico del Estado y la matriz excluyente una
justificación moral ante la población. Por otro, tendió un manto de virtud sobre su concepción
y acción en las prácticas política, administrativa y legal. La lógica estatal oligárquica,
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entonces, quedó oculta bajo dicho manto. El uso arbitrario de la institucionalidad
aparentemente dejó de responder a intereses de grupos oligárquicos y quedó sujeto a criterios
de funcionarios que representaban también a otros sectores sociales, y cuya probidad no
admitía cuestión. De hecho, el que el "gobierno revolucionario" los hubiera escogido para
desempeñar determinados cargos estatales, era la demostración indiscutible de su integridad.
El discurso moralizador de los militares encasilló la lógica estatal oligárquica en un
círculo virtuoso, que haría posible el tránsito de los "hombres ilustres" del siglo XIX, que
"construyeron la República", a los "servidores públicos" del siglo XX. Ambos grupos,
alejados del estigma de la remuneración por sus servicios a la patria: los primeros realmente,
los segundos de manera simbólica.
El momento de consolidación de la lógica estatal oligárquica coincidió con el
noticiamiento de un volumen cada vez mayor de población de la existencia del Estado. Por lo
mismo, ésta fue comprendida desde un comienzo como parte de él. Las prácticas política,
administrativa y legal no fueron interpretadas como una institucionalidad neutra destinada a
dar una base normativa a la sociedad. Fue más bien un conjunto de reglamentaciones y
operaciones de difícil comprensión y manejo, que requerían de alguna mediación. Hasta ese
momento dicha mediación -escasamente necesaria- había sido realizada por los patrones, cuya
figura moral comenzaba a diluirse ante el avance del Estado.
Pero otra figura se dibujaba en el horizonte: la del "servidor público" que se debía a
sus electores. El fue asumiendo la mediación con la institucionalidad que antes corría a cargo
del patrón. El "servidor público" comprendía y dominaba la administración estatal, resolvía
problemas soslayando la complejidad de las leyes. A él se recurrirá para eximirse del servicio
militar, para conseguir una pensión de viudez. De ese modo la lógica estatal oligárquica fue
consolidada y otros sectores sociales se beneficiaron de ella. Más importante aún, sobrevivía a
sus creadores, haciéndose parte constitutiva del Estado chileno del siglo XX.
La irrupción de los militares en 1924 señala un momento importante en otro sentido.
Ellos dieron carácter institucional a algunos de los principales cambios que se estaban
produciendo en la relación entre el Estado y la mayoría de la población.
Las transformaciones sociales del Chile de fines del siglo XIX desbordaron la realidad
oligárquica y terminaron con el monopolio que tenían del Estado. Los golpes militares de
septiembre de 1924 y marzo de 1925 fueron un reflejo de esos hechos, de la confluencia de
dos procesos casi tan antiguos como el mismo Estado Excluyente: la expansión territorial y
social de éste, y las dinámicas organizativas y huelguísticas obreras. Procesos ambos,
paradójicos para sus protagonistas.
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Desde el siglo XIX el Estado había ido extendiendo su estructura administrativa por
todo el territorio. Si bien hasta entrado el siglo siguiente su presencia en la vida diaria de la
población era aún escasa, para esa fecha ya se había transformado en una amplia red
infraestructural y de reparticiones públicas, que integraba cada vez
a más personas a
operaciones cotidianas y sistemas de significaciones comunes. Aunque aún no de manera
sistemática, las oligarquías habían comenzado
dicho proceso a través de la educación,
vacunaciones, registro civil de nacimientos, matrimonios y defunciones, conscripción
obligatoria, policía, entre otras (sin considerar además la labor de la caridad privada). Ello
tuvo como resultado para otros sectores sociales un noticiamiento paulatino y sistemático de
la existencia de las prácticas política, administrativa y legal; de su forma de constitución y
acción.
Derivado en gran medida de ello, el movimiento obrero asignó autónomamente una
serie de contenidos y significados al Estado. Este fue comprendido por un número cada vez
mayor de personas como una construcción institucional no privativa de las oligarquías, sino
pública. No había razón que justificara que miembros de otros sectores sociales no debieran
acceder a él y, sobre todo, que su acción no los incluyera.
La llegada de los militares dio carácter sistemático al proceso de expansión social del
Estado, haciendo de amplios sectores de la población objetos positivos de las prácticas
política, administrativa y legal. Ello constituyó la culminación de la paradoja oligárquica.
Extender el Estado Excluyente significó acercarlo a los obreros, y al acercarlo, ellos lo vieron
como una posibilidad amplia de solución a sus propios problemas.
Expandir la presencia estatal llevaba implícita la pregunta por la legitimidad de su
conformación y acción. En el fondo, acercar el Estado al resto de la población significó para
los grupos oligárquicos socavar las bases de su monopolio.
También para el movimiento obrero los golpes militares de 1924 y 1925 constituyeron
la culminación de una paradoja. Al transformarse en objeto positivo de la acción estatal fue
incorporado a un nuevo marco reflexivo e institucional que lo incluyó ampliamente. La
omisión, sin embargo, fue reemplazada por una invitación obligatoria a configurar otra
realidad social, a la que se le definieron nuevos parámetros de acción; tanto de las acciones
permitidas como de las prohibidas. Aproximarse al Estado, poner fin al monopolio
oligárquico y terminar con la matriz excluyente implicó la desaparición de su enorme
diversidad, dispersión e inorgancidad, características que constituían su principal fortaleza.
Debió uniformarse, simplificarse y someterse a control.
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Acercarse al Estado y poner fin a la exclusión significó para el movimiento obrero,
transitar de una autonomía relativa a un grado mayor de sumisión.
Más allá de lo paradojal del proceso para sus propios protagonistas, las
transformaciones en las prácticas política, administrativa y legal a partir del año 1924 fueron
reflejo de un cambio fundamental en la relación entre el Estado y la población.
Lentamente el Estado chileno había comenzado a tener una presencia mayor en la vida
cotidiana de la población. Cada una de las prácticas que lo componían, en sus aspectos
materiales y simbólicos, se había, de distinta manera y en distinto grado, acercado a ella. El
Estado dejó de ser comprendido como un espacio social semi-privado de las oligarquías para
convertirse en una posibilidad pública de solución de los problemas sociales que aquejaban al
Chile de comienzos del siglo XX.
El campo reflexivo del Estado se fue ampliando más allá del rol mediador o represivo
que los obreros le reconocían desde que el vínculo del trabajo estaba siendo por ellos
seriamente cuestionado. De hecho comenzó a instituirse como un espacio de discusión para
los nuevos vínculos sociales que estaban surgiendo, fruto de su propia expansión y del
proceso de producción y distribución de la conciencia.
Ese proceso de estatalización social, más que material fue profundamente simbólico y
permitió que el país ya no pudiera pensarse sólo en términos de relaciones laborales entre
patrón y obrero o inquilino. Se abrió la posibilidad de pensar nuevas formas de organización
y órdenes sociales, en los que el Estado ocupaba el lugar central.
No se trataba de una "ruptura de consensos", "crisis de legitimidad" o de la pérdida
del "ascendiente moral". Lo que estaba ocurriendo en el Chile del Centenario era exactamente
lo contrario: por primera vez diversos sectores de la población visualizaban un espacio social
en que podrían discutir problemas que ahora les parecían comunes.
El Estado se transformó en el lugar de articulación y organización de las diferentes
visiones que estaban surgiendo. Visiones que habían ampliado el campo de lo que hasta ese
momento las oligarquías llamaban "oponión publica". Ya no eran sólo ellas expresando sus
propios intereses a través de la prensa u otros medios, sino que desde el fin del monopolio del
Estado, entraron en debate los intereses de otros sectores sociales, redibujando así las
fronteras del concepto excluyente que tenían de "opinión pública". Se generaba un nuevo
campo discursivo para las prácticas política, administrativa y legal, caraterizado por una doble
extensión, que haría posible modificar la matriz excluyente sobre la que operaban y
extenderlas a otras esferas de la vida social y hacia otros sectores de la población.
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Los militares dieron a ese proceso un carácter institucional. Ellos iniciaron de manera
sistemática y masiva a la expansión del Estado hacia otras esferas y la producción de nuevos
derechos para los habitantes del territorio. No era que hasta ese momento se hubieran
conculcado los derechos a los obreros, sino que recién se comenzaba a producírselos.
Sin embargo, la gran mayoría de la población no tuvo una participación directa en ese
proceso. Los derechos producidos correspondían a las interpretaciones que los actores que en
ese momento estaban en el Estado hicieron de las reivindicaciones de los obreros (y de ellos
mismos), que venían desde fines del siglo XIX. Particularmente desde la dictadura de Ibáñez,
se trataba de la imposición de una determinada visión de lo que el "nuevo Chile" debía ser.
Más que una invitación a conformar otra realidad social, fue una obligación hacerlo y,
por lo mismo, muchos de los derechos producidos tuvieron ese carácter. Aunque ya no se
excluía a la mayoría de la población como antes, la nueva condición de objeto positivo no era
sinómimo de sujeto protagónico en las decisiones. Gran parte del "pueblo" -según los nuevos
actores en el Estado- aún no estaba a la altura de tareas tan complejas.
El proceso en desarrollo no se articuló sobre una racionalidad política que definiera a
todos los individuos como potencialmente iguales. Los "rotos" debieron permanecer, aunque
ahora de manera distinta, en el rol que se les había asignado desde Portales en adelante: no
estar capacitados para comprender ni desempeñarse adecuadamente en una democracia por no
poseer las virtudes para ello. Por lo mismo, era innecesario consultarles. Sí, en cambio,
parecía imprescindible guiarlos por los que ahora se alzaban como las nuevas "clases
dirigentes".
La matriz excluyente sobre la que el Estado articulaba su relación con el resto de la
población, que operaba básicamente sobre la dicotomía omitir-prohibir, fue disuelta y surgió
en su lugar una trama mucho más compleja de relaciones. A ésta subyacía una nueva
concepción de las prácticas política, administrativa y legal, que ya no operarían en términos
dicotómicos, sino en diversos sentidos: permitir, prohibir, ordenar, potenciar, crear.
A partir de ese momento ya no se permitió sólo por omisión (como sucedía, por
ejemplo, con las huelgas), sino que se definieron procedimientos que regulaban lo permitido.
De igual modo, la densificación de la legalidad fue determinando, por contraposición, otros
espacios de ilegalidad. El Estado comenzó a actuar como ordenador de actividades en las
cuales antes no se había inmiscuido, como en aspectos de la vida privada de las personas:
aparecieron visitadoras sociales en los conventillos, lavando, despiojando y rapando. También
potenció procesos, como la extinción de organizaciones que no parecían adecuadas al
momento histórico. Fue lo que sucedió con sociedades de socorros mutuos, mancomunales y
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sindicatos libres. Finalmente se crearon nuevas organizaciones, como el sindicato, que se
transformó en el nuevo espacio social en que se agrupó al movimiento obrero y sirvió a la vez
de contrapeso frente a los patrones.
Por supuesto, los militares, y especialmente Ibáñez, adicionaron a ese proceso una
violencia represiva sistemática.
En los cuarenta años de historia de Chile analizados en este trabajo se produjo una de
las transformaciones más importantes en la relación entre el Estado y la población. Este dejó
de operar sobre una matriz excluyente para dar lugar a una trama mucho más compleja de
relaciones, constituyéndose además en el centro de la nueva organización social.
Desde ahí en adelante ya no podría pensarse Chile sin hacerlo simultáneamente en el
Estado. El aumento de su presencia material y simbólica en la vida cotidiana de la población,
junto al proceso de producción y distribución de la conciencia permitieron la generación de
una serie de vínculos sociales, que pusieron fin a la concepción excluyente de "sociedad". Ya
no se trataba sólo de individuos agregados a determinadas estructuras administrativas y
simbólicas definidas desde la capital, sino de sujetos produciendo significados compartidos
respectos a una nueva realidad que les parecía común y que tenía como centro el Estado. La
estatalización social generó las bases para la construcción de una sociedad nacional.
Pero si bien el Estado fue visto como una posibilidad pública de solución de
problemas y, por lo tanto, dúctil a los intereses que representara, al tener la lógica estatal
oligárquica como parte constitutiva de su propia institucionalidad, destruiría la posibilidad de
formar un Estado de Derecho y una Sociedad Civil.
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