El Mundo es una idea

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LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS
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quién cambiará a quién
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Una vez acabada la Primera Guerra Mundial, aRlas 11 horas del
día 11 del mes 11 de 1918, la escena internacional
era un caos,
PO presidente electo
como ocurre ahora, cuando Barack Obama,
O el peor escenario
de Estados Unidos, se prepara para afrontar
D
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internacional que un inquilino de la Casa Blanca ha heredado
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desde 1968, en plena guerra de Vietnam.
E
T Woodrow Wilson viajó a PaEn enero de 1919, el presidente
O
rís para participar en la conferencia
de paz con un nuevo princiR
pio organizador bajo el P
brazo. Y a Wilson lo tacharon entonces
de ingenuo, como ha
ALhecho el republicano John McCain con su
I
rival en el 2008,R
Barack Obama, por haber declarado que está
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dispuesto a reunirse
con amigos y enemigos «sin condiciones».
AThabía funcionado hasta 1914 como querían los
El mundo
realistas,
. Mesto es, a base de fuerza y diplomacia secreta, práctiA
cas que, como afirmó Wilson al esbozar sus célebres Catorce
B
Puntos,
R condujeron a la guerra. Y el presidente demócrata, idea1
lista y multilateralista, propuso transformar el mundo con una
Sociedad de Naciones que pudiera resolver los conflictos por las
buenas. Obama afirmó tres días antes de ser elegido presidente
de Estados Unidos: «Si me dais vuestro voto, no solo ganaremos
estas elecciones, sino que cambiaremos este país y transformaremos el mundo». La Sociedad de Naciones fue creada para establecer un nuevo orden basado en la justicia.
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Wilson condujo a Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial en 1917 con el anuncio de que el conflicto pondría fin a todas las guerras. No acertó, lamentablemente. Y también impulsó
la creación de un sistema de seguridad colectivo. Pero tampoco
dio en el clavo, aunque no se equivocó en lo fundamental. La
prueba de que esto es así es que sus ideas, desde la democratización hasta el concepto de seguridad colectiva, siguen siendo válidas, aunque esquivas, noventa años después.
¿Por qué, entonces, Wilson no se salió con la suya? La Sociedad de Naciones nació sin poder de coerción. En marzo de
1920, el Senado no ratificó el tratado y Estados Unidos no ingresó en el organismo, que se hizo débil. Es decir, Wilson, que
ignoró la realidad del poder, fracasó, pero no sus ideas, que han
sobrevivido a quienes le pusieron la zancadilla. La culpa no fue
del aislacionismo, como a menudo se dice, sino del unilateralismo. Los republicanos se declararon dispuestos a ratificar el tratado si se aceptaba que Estados Unidos no se sintiera atado por
el organismo multilateral. Pero no hubo acuerdo, y la consecuencia fue el aislacionismo.
No fue este el único revés sufrido por Wilson. En París, Wilson logró que la idea de la Sociedad de Naciones se materializara, pero, al mismo tiempo, franceses y británicos se impusieron
al idealismo wilsoniano con respecto a Alemania, contra la que
dictaron durísimas «reparaciones de guerra». El economista John
Maynard Keynes, que formaba parte de la delegación británica
en París, pronosticó antes de dimitir que las condiciones impuestas a Alemania provocarían otra guerra, y acertó. Es decir,
el realismo de quienes prefirieron castigar a los alemanes y desconfiaban de Wilson, resultó ser poco realista.
Ninguna potencia hegemónica ha sido nunca un actor auténticamente multilateralista, y Estados Unidos no es una excepción. Pero el idealismo wilsoniano ha sido una constante desde
hace noventa años en la política exterior de Washington. Lo
chocante del caso es que con el idealismo wilsoniano ocurre
lo que con el Himno a la alegría de Beethoven, que ha sido
adoptado por la Unión Europea pero también lo fue por la Ro-
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desia racista de Ian Smith. La última prueba de esto ha sido la
instrumentalización hecha del idealismo por la Administración
Bush, que dijo invadir Iraq por un impulso wilsoniano pero, al
mismo tiempo, ignoró a la ONU, la heredera de la Sociedad de
Naciones.2
Obama parece haber recuperado el idealismo americano.
Bush militarizó la política exterior estadounidense, pero el presidente electo dice preferir las herramientas del diálogo y de la
cooperación. ¿Quién cambiará, entonces, a quién? ¿Obama
al mundo, o al revés? «Aquellos que creen que Estados Unidos
va a decidir colectivamente con otras naciones corren el riesgo
de sufrir una decepción. Obama se comportará como Clinton:
primero preferirá ponerse de acuerdo con los aliados; pero
después, si lo necesita, decidirá en solitario», ha declarado a
Les Échos Hubert Védrine, exministro de Asuntos Exteriores
francés.
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1. Los Catorce Puntos de Wilson son: 1. La abolición de la diplomacia
secreta a través de la firma de convenciones abierta. 2. La libertad de navegación fuera de las aguas territoriales propias. 3. La supresión de las barreras comerciales internacionales. 4. Una reducción del armamento al mínimo necesario para la seguridad interior de cada Estado. 5. Renuncia
a las pretensiones colonialistas. 6. Evacuación del territorio de Rusia.
7. Evacuación y restauración de Bélgica. 8. Evacuación y restauración de
Francia, Alsacia y Lorena. 9. Reajuste de las fronteras de Italia. 10. Autonomías para las nacionales existentes en el Imperio austrohúngaro.
11. Evacuación de Serbia, Montenegro y Rumanía. 12. Independencia de
los pueblos turcos del Imperio otomano, e internacionalización del estrecho de Dardanelos. 13. Creación de un Estado polaco con salida al mar.
14. Creación de una Sociedad General de Naciones, según unos acuerdos
para proporcionar garantías mutuas de independencia política e integridad territorial.
2. El 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio que puso fin a la
Primera Guerra Mundial. Los tres grandes se reunieron en París, entre enero y julio de 1919, para organizar la paz. El resultado fue una terrible contradicción. Wilson aportó a la Conferencia de París sus célebres Catorce
Puntos. Franceses e ingleses aceptaron su idealismo, pero, contradictoriamente, impusieron duras «reparaciones de guerra» a Alemania, lo que no
fue realista. Georges Clemenceau, primer ministro de Francia, era un rea-
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lista sarcástico que no simpatizaba ni con Wilson ni con Lloyd George, de
quienes dijo: «Me encuentro con Jesucristo por un lado y Napoleón por
otro». «Me gusta la Sociedad de Naciones, pero no creo en ella», añadió.
George, primer ministro británico, hizo caso omiso del economista John
Maynard Keynes, quien sostuvo que el Tratado de Versalles imponía unas
condiciones duras a Alemania.
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una guerra de treinta años (i)
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La primera gran guerra europea empezó con la defenestración
PYde 1618,
de tres consejeros imperiales católicos. El 23 de mayo
un puñado de encolerizados protestantes arrojó O
al vacío a los
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tres consejeros desde el cuarto piso del castillo
R fuedeelHradschin,
que domina Praga. La caída de los consejeros
detonante
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P treinta años, aunque
de una guerra que asoló Europa durante
O también fue político,
no se trató solo de un conflicto religioso;
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ya que se enfrentaron partidarios y enemigos del Sacro Imperio
G que no era sagrado ni imRomano Germánico (Primer Reich),
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perio.
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La última gran guerra
europea que ha conocido la historia
PR de 1939, con una patraña sangrienta.
empezó, el 1 de septiembre
La Wehrmacht recibió
AL la orden de invadir Polonia al amanecer
I
de aquel día, pero
las primeras víctimas se registraron una noche
ERla población de Gleiwitz (o Gliwice), próxima a
antes, cercaTde
Acon Polonia. Soldados de las SS sacaron a doce prisiola frontera
M campo de concentración de Oranienburg —en las afueneros. del
rasA
les obligaron a vestirse con unos uniformes y los
B de Berlín—,
mataron.
Los
cadáveres
fueron expuestos después ante la prensa
R
extranjera como «bajas polacas». Los miembros de las SS tomaron a continuación la emisora de radio de Gleiwitz. Hablaban en
polaco y, a micrófono abierto, anunciaron que sus camaradas
estaban invadiendo Alemania.
Otro preso de Oranienburg fue entonces asesinado y abandonado como «baja polaca». Al día siguiente, Hitler utilizó la
patraña para justificar la invasión de Polonia. «Por primera vez,
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soldados polacos han atacado nuestro territorio; desde las 5.45
horas estamos contraatacando», dijo Hitler a los diputados alemanes. Gleiwitz no fue la causa de la Segunda Guerra Mundial.
La derrota alemana en la Primera Guerra Mundial —«un conflicto trágico e innecesario de orígenes misteriosos», como ha
escrito John Keegan— se selló con un tratado de paz firmado en
el Salón de los Espejos de Versalles, donde medio siglo antes había sido proclamado el Imperio alemán (Segundo Reich). Por
parte aliada, el documento fue suscrito por el presidente estadounidense, Woodrow Wilson; el primer ministro británico,
David Lloyd George, y el presidente del Gobierno francés,
Georges Clemenceau. Considerado un diktat por los alemanes,
el tratado puso de manifiesto la dureza de los vencedores, que
aprobaron, pese a las reservas de Wilson, unas vengativas reparaciones de guerra. Pero el Parlamento alemán acabó aceptándolo. Y el Gobierno del socialdemócrata Otto Bauer asumió
la responsabilidad; la derecha y el Estado Mayor Imperial se
opusieron, lo que marcó el inicio de la leyenda de la puñalada
por la espalda, que fue fatal para la República de Weimar. Después de Versalles, Estados Unidos impulsó la Sociedad de Naciones, pero no formó parte de ella, y eso hizo que Francia y
Gran Bretaña dominaran el escenario, aunque divididos por
Alemania.
Francia, que sufrió la guerra en su casa, no perdonó; Gran
Bretaña, que se consideraba recompensada con las colonias y la
flota alemana, que logró a precio de saldo, favorecía la reintegración de Alemania. Estas diferencias alimentaron la ambición de Hitler. Primero se retiró de la Sociedad de Naciones; en
1935 violó las cláusulas de desarme; en 1936 envió tropas a la
zona desmilitarizada; en marzo de 1938 anexionó Austria a
Alemania; seis meses después, en Múnich, el británico Neville
Chamberlain y el francés Édouard Daladier aceptaron la anexión de los Sudetes (Checoslovaquia), y en agosto de 1939 Berlín firmó un pacto de no agresión con Moscú. ¿Qué provocó,
entonces, la guerra? ¿Las vengativas reparaciones de Versalles,
como advirtió sabiamente John Maynard Keynes, o el caos de
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la economía alemana de entreguerras? La conflagración se debió a dos fracasos ante el síndrome milenarista y la demonología antisemita del nazismo: el fracaso de los que se creían realistas y el de los que se decían idealistas. Los primeros bendijeron
un tratado de paz que pretendía ser realista, pero que logró lo
contrario de lo que consiguió el realismo con Alemania después
de 1945. La guerra que pretendía acabar con todas las guerras
solo hizo que esta cambiara a peor, y que preparara el camino
hacia otro conflicto. Y los idealistas también fracasaron porque la Sociedad de Naciones, sin Estados Unidos, se demostró
inoperante.
La Paz de Westfalia puso fin a la guerra de los Treinta Años
y fue la puntilla para el Sacro Imperio, después enterrado por
Napoleón. Y la Segunda Guerra Mundial fue la prolongación
de la Primera, que así duró tres decenios.1 La idea de que el
mundo se dirige en el siglo xxi hacia un escenario en el que ya
no habrá más conflictos a causa de la naturaleza de los Estados
solo debe interpretarse como un pensamiento utópico.
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1. Múnich. Hitler invadió Polonia un año más tarde. Gran Bretaña favorecía la reintegración de Alemania en la vida europea. Su carácter insular le hizo creerse segura y se consideró recompensada con las colonias y la
flota alemanas. Estas circunstancias, unidas al agotamiento británico, llevaron al primer ministro Neville Chamberlain a apostar por el apaciguamiento. Francia era partidaria de la máxima dureza con Alemania.
En 1923 ocupó la región industrial del Ruhr, iniciativa criticada por Gran
Bretaña, para cobrarse las «reparaciones de guerra». El primer ministro
Édouard Daladier no contradijo a Chamberlain y prefirió el apaciguamiento. Hitler, canciller alemán desde 1933, sacó partido de las diferencias entre Francia y Gran Bretaña, con Estados Unidos aislacionista, sobre
la aplicación de las duras cláusulas impuestas a Alemania. Hitler sorteó
las exigencias de Versalles y el 1 de septiembre de 1939 desencadenó la
guerra. Italia podía haber mediado entre Gran Bretaña y Francia, ya que
fue su aliada en la Primera Guerra Mundial. Pero su líder máximo, Benito
Mussolini, se inclinó por Alemania. En 1935 invadió Etiopía y en 1939
ocupó Albania.
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no todo son clavos (y ii)
El historiador británico Andrew Roberts ha escrito sobre la Segunda Guerra Mundial: «Gran Bretaña puso el tiempo; la Unión
Soviética, la sangre, y Estados Unidos, el dinero y el armamento» (The Storm of War, 2009). El resultado de esta conjunción
de esfuerzos y sacrificios, desde la invasión de Polonia el 1 de
septiembre de 1939, hasta la rendición de Japón, el 10 de agosto
de 1945, cambió el mundo de arriba abajo: significó la derrota de las potencias del Eje; la muerte de entre cincuenta y cinco
y sesenta millones de personas, la mayoría civiles; el hundimiento de Europa; la aparición de un mundo bipolar, con Estados
Unidos y la Unión Soviética como superpotencias; el inicio de la
era nuclear; el arranque del movimiento descolonizador, y,
como corolario, la guerra fría. No faltan quienes responsabilizan de este desenlace a Yalta, pero la conferencia celebrada en
Crimea en febrero de 1945 fue la consecuencia, no la causa.
El presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt llamó
«Tío Jo» a Josif Stalin, pero no fue el responsable de la división
de Europa después de la derrota del Tercer Reich. El frente del
este se había convertido en el escenario central, con lo que la
Unión Soviética llevó el mayor peso de la guerra en Europa hasta el desembarco en Normandía, y eso condujo a la ocupación
soviética de Europa central y del Este, no Yalta. La mayor parte
de los muertos alemanes se contabilizó en el frente oriental y,
cuando se celebró la Conferencia de Yalta, los soviéticos estaban
a tan solo setenta kilómetros de Berlín; estadounidenses y británicos ya no podían esperar grandes concesiones por parte de Stalin. La Conferencia de Yalta, que reunió a Roosevelt, Churchill
y Stalin, tuvo oficialmente dos objetivos. Primero, la coordinación final para derrotar a las potencias del Eje y la obtención del
compromiso soviético de entrar en guerra contra Japón después
de la derrota alemana; y segundo, la concertación de los aliados
ante el inmediato futuro, principalmente en Europa, aunque el
carácter extraordinariamente ambiguo del acuerdo permitió to-
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das las interpretaciones y ambiciones de los soviéticos, que no
tardaron en ignorar los principios pactados de democratización
y desmilitarización de las respectivas zonas de ocupación.
La guerra fría fue el resultado de la violación de las decisiones de Yalta y de las desconfianzas y ambiciones de cada bando.
Pero Roosevelt no dividió Europa. Churchill fue decisivo en la
victoria, aunque fue precisamente él, no Roosevelt, quien ofreció a Stalin un reparto cínico. Mucho antes de Yalta, el primer
ministro británico propuso al líder máximo soviético lo siguiente, según consta de su puño y letra: «El 90 % de Rumanía para
Rusia y el 90 % de Grecia para Gran Bretaña». Las rendiciones de Alemania y Japón pusieron fin a la guerra total, pero no
a las guerras pequeñas. En 1918, el británico Lloyd George dijo:
«La guerra de los gigantes ha terminado; ahora empezará la de
los pigmeos». Y así sucedió, desde Turquía hasta Polonia, como
también pasó a partir de 1945. En Grecia, la guerra se transformó en un conflicto civil que se extendió hasta 1949. En Palestina, después del horror del holocausto, nació el Estado de Israel,
cuya fundación provocó la primera guerra árabe-israelí. Los
conflictos considerados de liberación nacional se prolongaron
durante años, en algunos casos hasta hoy.
La última guerra entre gigantes fue fría (1947-1989/1991).
Fría en el centro y caliente en la periferia, donde modificó perversamente la mayoría de los conflictos locales o regionales.
Hoy, después del «momento unipolar» dominado por Estados
Unidos en la posguerra fría, el escenario mundial conoce una
difusión del poder que puede compararse a la existente antes de
la Primera Guerra Mundial, aunque con otros protagonistas.
Y la naturaleza de los conflictos, al menos de momento, ha cambiado: ahora no se libra entre gigantes, sino asimétricos.
Estados Unidos posee el ejército más poderoso de la historia,
pero le cuesta imponerse en Iraq y en Afganistán; el ejército israelí es infinitamente superior a Hezbollah, pero no fue capaz
de derrotarle en la guerra librada en Líbano en el verano del
2006. Europa se autodestruyó en las guerras del siglo pasado,
pero aprendió la lección. La Paz de Westfalia, que puso fin a la
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guerra de los Treinta Años en 1648, consagró la soberanía del
Estado, pero la rivalidad entre los Estados, que son un invento
europeo, destruyó Europa siglos después. Por eso los europeos
se dieron en la segunda mitad del siglo xx la Unión Europea, organismo de carácter intergubernamental y supranacional, que
no recurre a la fuerza para atajar los conflictos. Mark Twain lo
advirtió: «Al hombre que tiene un martillo todos los problemas
le parecen clavos». Pero no todos los problemas son clavos.1
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1. La derrota de Alemania y Japón en 1945 abrió una presidida con la
Guerra Fría con el armamento nuclear, el hundimiento de Europa y el proceso de descolonización. El espíritu de resistencia de Winston Churchill
fue decisivo contra el nazismo, pero el primer ministro fue también quien
propuso a Stalin repartirse Rumanía y Grecia. En 1946, Churchill denunció en la Universidad de Fulton (Misuri) que un telón de acero desde
Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el mar Adriático, había caído sobre
Europa. Roosevelt viajó, enfermo, a Yalta para reunirse con Churchill y
Stalin en 1945. Sus críticos le culparon de haber aceptado la división de
Europa, pero no fue así. Yalta fue la consecuencia, no la causa.
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Los realistas que
cambiaron el mundo
Los que quisieron
cambiar el mundo
Dean Acheson
(1893-1971)
Secretario de Estado
de Harry Truman.
Fue decisivo.
Escribió que estuvo
presente en la
“creación” de un
nuevo mundo
Donald Rumsfeld
Ha sido secretario de
Defensa de Bush hijo
desde enero del 2001
hasta este mes.
Dimitió a causa de la
guerra de Iraq, de la
que ha sido un ardiente
abogado
Paul Wolfowitz
Subsecretario de
Defensa con
Rumsfeld y
coguionista de la
guerra de Iraq. Hoy
es presidente del
Banco Mundial
Averell Harriman
(1891-1986)
Consejero especial
de Truman y
subsecretario
de Estado con
John F. Kennedy y
Lyndon B. Johnson
George Kennan
(1904-2005)
Diplomático e
historiador. Fue el
padre de la política
de contención
frentea la Unión
Soviética
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John McCloy jr.
(1895-1989)
Asesoró a cinco
presidentes y dirigió
el Banco Mundial
entre 1947 y 1949
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Charles Bohlen
(1904-1974)
Embajador en la
URSS entre 1953
y 1957. Experto
en asuntos de
Europa oriental
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Robert Lovett
(1895-1986)
Secretario de
Defensa entre
1951 y 1953.
Apoyó el ingreso
de Turquía y
Grecia en la OTAN
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Norman Podhoretz
Prominente
neoconservador. En el
año 2004, Bush le
concedió la medalla
presidencial de la
libertad, la máxima
condecoración para
civiles
Richard Perle
Asesor del
Departamento de
Defensa entre 1987
y el 2004. Dimitió
por un conflicto de
intereses. Asesoró al
Likud israelí
William Kristol
Presidente del Proyecto
para el Nuevo Siglo
Estadounidense,
el manifiesto
fundacional
neoconservador.
Dirige la revista
“WeeklyStandard”
Lewis Libby
Jefe de gabinete del
vicepresidente Dick
Cheney y uno de los
arquitectos de la
guerra de Iraq.
Dimitió al ser acusado
de obstrucción a la
justicia, perjurio y
falso testimonio
Gráfico: RAFA SALAS
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