CRISTO NOS DA DESCANSO PARA NUESTRAS ALMAS P. Steven Scherrer, MM, ThD Homilía del jueves, 15ª semana del año, 14 de julio de 2011 Éxodo 3, 13-20, Sal. 104, Mat. 11, 28-30 “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mat. 11, 28-30). Jesucristo es el único Hijo del Padre, enviado por él al mundo para salvarnos de nuestros pecados y darnos el don del Espíritu Santo, que nos da una participación de la naturaleza divina (2 Ped. 1, 4) con la vida de Dios corriendo por nosotros (Juan 7, 37-39). Cristo entonces envió a sus apóstoles al mundo para continuar y extender en la historia su propia misión de salvación por medio de la fe en él. Sus apóstoles son su Iglesia que continúa la misión del Hijo en el mundo, que es predicar que en la muerte y resurrección de Jesucristo hay arrepentimiento y perdón de pecados y una vida nueva en Dios con toda nuestra culpabilidad quitada de nosotros (Hch. 5, 31). Esta misión continuará hasta que Cristo vuelva en su gloria. Es necesario que todos los pueblos, culturas, y lenguas oigan la proclamación de esta buena nueva de salvación y tengan la oportunidad de creer en Cristo para su salvación. La Iglesia, pues, tiene que siempre proclamar por todas partes y en cada lengua que Cristo, el único Hijo de Dios, murió por nuestros pecados para librarnos de ellos, para que vivamos en la libertad de los hijos de Dios (Rom. 8, 23). Esto es la esencia de la misión de la Iglesia. Esta misión de la Iglesia lleva descanso para las almas. Da alivio a los que están trabajados y cargados. Lleva buena nueva, el evangelio de salvación y alegría. Todo esto nos viene por la cruz de Cristo. Y más aún nosotros mismos debemos llevar este yugo de la cruz (Lucas 9, 23), sacrificándonos en amor y donación de nosotros mismos a Dios. Al renunciar a todas las cosas para vivir sólo para Dios con todo nuestro corazón, llevamos el yugo de la cruz, y descubrimos que es fácil y ligera, y que da descanso a nuestras almas. Así es, porque al buscar nuestra alegría sólo en Dios, todo el amor de nuestro corazón va exclusiva y directamente a él; y nos dedicamos a amar a nuestro prójimo y a todo el mundo con el amor de Dios en nuestro corazón, sirviendo a los demás, sobre todo al compartir con ellos esta buena nueva, el evangelio de la salvación de Dios, dada al mundo en Jesucristo. En la primera lectura, Dios revela su nombre a Moisés y le dice que quiere librar a su pueblo de su aflicción en Egipto, hacerlo su propio pueblo especial y escogido en el desierto, y darle la tierra prometida. Así Dios continuará revelándose a Israel, su pueblo, preparándolo para su Mesías y Salvador, Jesucristo. Nunca podemos reducir esta salvación de su pueblo y la plenitud de la salvación de Dios en Jesucristo meramente al progreso social o económico o sólo a la oposición contra la opresión política y económica. La esencia del evangelio que predicamos es siempre que Cristo murió para salvarnos de nuestros pecados, sufriendo por nosotros su castigo en la cruz. Y debemos proclamar esto hasta los confines de la tierra, a todos los pueblos (Hch. 1, 8; Mat. 28, 19-20; Lucas 24, 47-48) hasta que Cristo vuelva en su gloria. Debemos predicar esto para convertir cuantos podamos, bautizándolos y enseñándolos (Mat. 28, 19-20), y plantando la Iglesia en cada pueblo, cultura, y lengua. Esto es la misión de la Iglesia. 2