la capacidad jurídica en la convención sobre los derechos de las

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LA CAPACIDAD JURÍDICA EN LA CONVENCIÓN SOBRE LOS DERECHOS DE
LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD: UNA REFLEXIÓN ENTORNO
AL CAMBIO DE PARADIGMA EN LA DOCTRINA CLÁSICA Y EL
FORMALISMO JURÍDICO
ZAMIR MOLINA PIDIACHE*
UNIVERSIDAD CATÓLICA DE COLOMBIA
RESUMEN
Este artículo de reflexión evidencia las tendencias de la doctrina respecto al
reconocimiento de la capacidad jurídica de obrar de las personas con discapacidad
mental en la Convención Sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad del año
2006. Para tal efecto se divide en tres capítulos; el primero dedicado a la exposición de
los postulados teóricos en torno a la capacidad jurídica en la doctrina clásica (es decir,
aquella surgida en el Derecho Romano en la que los discapacitados mentales no tienen
capacidad de obrar), el segundo encargado de la descripción de las modificaciones
incorporadas en la Convención en el marco del modelo social previsto por la doctrina y, el
tercero encargado de la reflexión de las implicaciones de dicho reconocimiento en la
realización del derecho. Existe al respecto un fenómeno conocido por la doctrina como
“formalismo jurídico” el cual consiste en el reconocimiento político de derechos que en la
realidad práctica no existen y que por lo tanto no pueden realmente ser protegidos por
parte de las autoridades judiciales.
Palabras Clave: capacidad jurídica, convención de derechos de las personas con
discapacidad, discapacidad mental, doctrina, formalismo.
ABSTRACT
This article reflecting trends evidence of the doctrine concerning the recognition of legal
capacity to act of persons with mental disabilities in the Convention on the Rights of
Persons with Disabilities in 2006. For this purpose is divided into three chapters; the first
dedicated to the exhibition of the theoretical postulates about the legal capacity in the
classical doctrine (Ex., that emerged in Roman law in which the mentally disabled are
unable to work), the second in charge of the description the amendments made to the
Convention under the social model provided by the doctrine and the third in charge of the
reflection of the implications of such recognition in the realization of the right. There is
about a phenomenon known by the doctrine as "legal formalism" which is political
recognition of rights which in practice do not really exist and therefore can not really be
protected by the judicial authorities.
Keywords: Legal capacity, convention on the rights of persons with disabilities, mental
disability, doctrine, formalism.
*
MOLINA PIDIACHE, Zamir Artículo de reflexión para optar el título de Abogado. Egresado de la Facultad de
Derecho de la Universidad Católica de Colombia. Monitor de la Cátedra Filosofía del Derecho. Contacto:
[email protected].
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SUMARIO
Introducción. I. SOBRE LA CAPACIDAD JURÍDICA DE EJERCICIO EN LA
CONCEPCIÓN CLÁSICA DEL DERECHO. II. SOBRE LA CAPACIDAD JURÍDICA
EN LA CONVENCIÓN SOBRE LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS CON
DISCAPACIDAD. III. SOBRE EL FORMALISMO JURÍDICO EN LA CDPD.
CONCLUSIONES. Referencias.
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4
INTRODUCCIÓN
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD)
aprobada por los Estados Miembros de la Organización de las Naciones UnidasONU, el 13 de diciembre de 2006*, establece en su art., 12 num.
que “(los)
Estados Parte reconocerán que las personas con discapacidad tienen capacidad
jurídica en igualdad de condiciones con las demás, en todos los aspectos de la
vida” (Parra, 2012, p. 304 ). Este convenio, determina una obligación para los
Estados que lo ratifican–siempre que los mismos no hagan reservas al respectoy, busca asegurar la autonomía e independencia individual, para la toma directa
de decisiones y la plena inclusión de las personas con limitaciones de tipo físico o
intelectual en la sociedad (Fernández, 2010).
La anterior norma (art., 12 num. 2) se une a otras como la Convención para
Eliminar Todas las Formas de Discriminación en contra de la Mujer, en la cual se
decreta la igualdad de hombres y mujeres frente a Derechos Políticos,
Económicos, Sociales, Civiles y Culturales, con el fin de eliminar cualquier tipo de
distinción o exclusión basada en el género (art., 15 num. 2) (Fernández, 2010).
Esta Convención acoge un concepto amplio de discapacidad; así se percibe en el
artículo 1, en donde señala que: “Las personas con discapacidad incluyen
aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales, o sensoriales a
largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su
participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las
demás” (Parra, 2012, p. 304).
*
Adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 2006. Aprobada en Colombia
mediante la Ley 1346 de 2009 y, posteriormente, revisada por la Corte Constitucional en la Sentencia C-293
de 2010 en donde se adelantó un análisis formal sobre la validez de los procedimientos seguidos por el
Congreso para su aprobación, y material referente al contenido y las estipulaciones contenidas en este
instrumento internacional.
5
Lo anterior implica que todas las personas con discapacidad **, incluyendo aquellas
con discapacidad intelectual, deben tener la misma posibilidad para ejercer sus
derechos, y así mismo contraer obligaciones, al igual que las demás personas y,
consecuentemente, los Estados deben tener un sistema legal que reconozca,
respete y garantice el cumplimiento de la voluntad que expresen en lo referente a
la toma de decisiones atinentes a sus derechos (Egea & Sarabia, 2002). Desde
este contexto se debe aceptar un cambio de paradigma en la doctrina clásica
respecto a la capacidad jurídica, pues, anterior a la Convención, se consideraba
que la persona con discapacidad mental, después de la realización de un proceso
de interdicción, estaba inhabilitada para celebrar actos jurídicos y, de celebrarlos,
estos carecerían de validez.
El objetivo de este artículo es demostrar que la declaración de igualdad de
capacidad jurídica –específicamente respecto a la capacidad de obrar de las
personas con discapacidad mental- contenida en la CDPD resulta ser un
formalismo jurídico, basado en la teoría de que los derechos subjetivos otorgan
una facultad de actuar en el ámbito correspondiente, aun cuando particularmente
la persona no pueda hacerlo.
Para tal efecto, describirá la doctrina clásica –
aquella surgida del derecho romano y desarrollada por la filosofía moral medievalen torno a la capacidad jurídica y el respectivo cambio introducido por el
instrumento internacional.
Con el propósito de desarrollar el fin propuesto en este documento, se dividirá el
articulo en tres ejes fundamentales, así: el primero, dedicado a la exposición de
los postulados teóricos en torno a la capacidad jurídica en la doctrina clásica (es
decir, aquella surgida del Derecho Romano en la cual los discapacitados mentales
**
Desde esta lógica, se conciben varios tipos de limitaciones que constituyen discapacidades, se trata de
discapacidades físicas, mentales o intelectuales. La discapacidad física –también conocida como ‘orgánica’se refiere a deficiencias en la estructura corporal y consecuentemente en las funciones de los órganos; entre
tanto, la discapacidad mental o intelectual es un trastorno caracterizado por la presencia de un desarrollo
mental incompleto o detenido en el cual se evidencia el deterioro de las funciones concretas de cada etapa del
desarrollo y que afectan a nivel global la inteligencia (funciones cognitivas, del lenguaje, motrices y la
socialización)
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no tienen capacidad de obrar); el segundo encargado de la descripción de las
modificaciones incorporadas por la Convención del marco del modelo social
previsto por la doctrina y, el tercero encargado de la reflexión de las implicaciones
de dicho reconocimiento en la realización del derecho.
I. SOBRE LA CAPACIDAD JURÍDICA DE EJERCICIO EN LA CONCEPCIÓN
CLÁSICA DEL DERECHO
El Código Civil Colombiano (2010) prevé en su art. 1503, como regla general, que
“toda persona es legalmente capaz y, como excepción, que son incapaces,
aquellos que la ley, expresamente considera o declara incapaces” (p. 205). Dicho
de otra manera, la legislación civil parte de la presunción que toda persona es
legalmente capaz, y que solo en aquellos casos expresamente señalados por la
misma ley, se debe concebir que un individuo, en determinadas condiciones, es
incapaz para asumir cargas u obligaciones para ejercer o exigir derechos. Desde
esta perspectiva, el artículo 1504 de la mencionada norma expone que:
Son absolutamente incapaces los dementes, los impúberes y sordomudos, que no
puedan darse a entender por escrito.
Sus actos no producen ni aún obligaciones naturales, y no admiten caución.
Son también incapaces los menores adultos que no han obtenido habilitación de
edad y los disipadores que se hallen bajo interdicción. Pero la incapacidad de
estas personas no es absoluta y sus actos pueden tener valor en ciertas
circunstancias y bajo ciertos respectos determinados por las leyes
Además de estas incapacidades hay otras particulares que consisten en la
prohibición que la ley ha impuesto a ciertas personas para ejecutar ciertos actos
(p. 205).
Esta norma señala como incapaces para celebrar válidamente negocios jurídicos a
los dementes, o, para utilizar un lenguaje más acorde con los derechos humanos,
las personas con discapacidad mental absoluta. Como lo expone Paño (2012) “el
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término “demencia” proviene del latín genitivo mentis que significa, por sus raíces
etimológicas, "alejado" de "mente" y se refiere a la pérdida progresiva de las
funciones cognitivas originada en daños o desórdenes cerebrales” (p. 20). “La
pérdida de la capacidad cognitiva, provoca incapacidad para la realización de las
actividades de la vida diaria, entre ellas, la celebración de negocios jurídicos” (De
Martí, 2010).
Conforme a lo expuesto se dispuso que los actos jurídicos
instaurados por una persona con incapacidad mental absoluta carezcan de
validez, pues estas personas no cuentan con la competencia necesaria para
comprender la realidad.
Este ordenamiento normativo está basado en el modelo tutelar, el cual determina
que “las personas con discapacidad mental, requieren del cuidado de otro que la
reemplace o sustituya en las decisiones que competen a la capacidad jurídica,
comprendiendo con ello que la discapacidad es un estado inmodificable” (Bariffi,
2013, p. 30). Desde esta perspectiva suelen devenir intervenciones protectorias y
asistencialistas sobre la persona, sin contemplar como eje básico el desarrollo y la
potenciación de sus habilidades y capacidades.
El modelo tutelar, considera que una persona diagnosticada con un padecimiento
mental, requiere asistencia permanente, para el desarrollo de todos los aspectos
de la vida cotidiana. Las acciones, que se suceden a continuación de esta
consideración, suelen producir una naturalización de la dependencia, que en el
afán de proteger inhibe las capacidades presentes o potenciales de las personas,
creando nuevos obstáculos para el desarrollo de habilidades. En consideración, se
genera la pérdida de recursos objetivos y subjetivos, sociales, culturales, físicos,
económicos, entre otros dificultando las posibilidades de desarrollo autónomo.
Este modelo encuentra su origen en la doctrina clásica del derecho, es decir, en el
derecho romano germánico (Ospina, 2008 y Valencia & Ortiz, 2010). En este
derecho, el mudo y el sordo tenían una incapacidad casi absoluta; así lo sostiene
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el Digesto cuando refiere “Mutum nihil pertinere ad obligationem, natura
manifestum est” (L. 1º párr. 14, tit.7, lib. XLIV) y el célebre jurisconsulto Cayo,
cuando afirma, ocupándose en sus comentarios muy detenidamente en esta
materia: “Mutum neque stipulari neque promitlere posse” (González, 1989, p. 51).
“Igual sanción tuvo el sordo, pues el que no oye no puede conocer la intención ni
la extensión de la obligación en un contrato, cuya fuerza dimana exclusivamente
de las palabras con que se formula” (p. 51). A simple vista, no podía ser esta
doctrina extensiva al que solo es tardo en oír, sino al que absolutamente no oye
nada. El paciente que era mudo y sordo comprendía fácilmente que su
incapacidad era absoluta y que no contaba con ningún tipo de reconocimiento.
Para el derecho romano, la personalidad jurídica estaba limitada para los
ciudadanos romanos, igual que la capacidad de derecho que se desprende de la
personalidad jurídica y a la vez, no todo hombre con personalidad jurídica, tiene
capacidad de obrar. Sin embargo, como el propósito del documento es analizar la
capacidad jurídica de las personas con discapacidad mental, es pertinente
detenerse un poco en la situación de aquellos que siendo sui iuris – es decir,
teniendo, por lo menos en principio, capacidad de ejercicio- no poseen las
facultades mentales suficientes para actuar en el campo del derecho.
¿Qué sucede cuando el derecho estima que individuos sui iuris no tienen la
capacidad suficiente para actuar de manera independiente en el campo del
derecho? Se acude a las tutelas y curatelas (…) Si las causas de la incapacidad
son la edad o el sexo se nombre un tutor; si ella se basa en la falta de juicio para
administrar el patrimonio, se acude a un curador (…) los intereses que se tenían
en especial consideración de la tutela eran los de la familia; en la curatela, los de
la república; el curador debía evitar que el loco o el pródigo colocados bajo su
asistencia causaran perjuicio al orden social, en particular en el aspecto
económico (González, 1989, p. 170).
9
Sobre el particular de la curatela, cabe señalar que es una institución del derecho
privado, destinada en sus orígenes romanos a proteger los intereses patrimoniales
de los incapacitados mentales (furiosi); posteriormente, se aplicó también a los
sordos y a los mudos, igualmente, a las personas atacadas por enfermedades
graves, así como también a los menores de veinticinco años (Petit, 1988). Desde
esta perspectiva, en la curatela intervienen dos sujetos: el curador y el
incapacitado. “La misión del curador es la de administrar ejecutando los actos
necesarios a los intereses pecuniarios del incapacitado” (Petit, 1988, p. 143). En
el caso de que el incapacitado tenga esta condición por locura o enfermedad
mental, el curador debe velar tanto por la integridad física del sujeto como por
integridad del respectivo patrimonio.
“Los romanos distinguían los furiosi y los mente capti. El furiosus es el hombre
completamente privado de la razón, tenga o no tenga intervalos lúcidos. El mente
captus, por el contrario, no tiene más que un poco de inteligencia, es un
monomaníaco o, lo que es igual, una persona cuyas facultades intelectuales están
poco desarrolladas” (Petit, 1988, p. 143).
Teniendo en cuenta lo anterior, la curatela estaba dirigida en sus orígenes a las
personas privadas de la razón (furiosi) y su objeto, era el cuidado personal y la
administración de los bienes del incapacitado; no obstante, con el paso de los
años también se extendió a las personas de poca inteligencia (mente capti) y, en
general, a quienes se considerara requerían alguna protección (sordos, mudos,
menores de veinticinco años, etc.). Hasta aquí el viaje por el derecho romano en
lo atinente a la capacidad jurídica. Se puede concluir que en sus orígenes la
capacidad jurídica dependía de dos factores: la existencia de personalidad jurídica
(o pertenencia a los status que la confieren) y la facultad de razonar y adecuar la
conducta conforme con dicha acción (es decir, no ser un furiosi o mente capti), lo
que a su vez otorga una experiencia en el tráfico comercial (por eso los sordos, los
mudos y los menores de veinticinco años no tenían capacidad de obrar).
10
Esta posición respecto a la capacidad jurídica fue asumida por el derecho
medieval y por los códigos civiles modernos. En el medioevo, cuyos pensadores
fueron más dados a la especulación filosófica que jurídica –por lo menos en el
sentido romano-, se abandonó la visión sobre la personalidad jurídica,
entendiéndola como exclusiva de aquellos que pertenecían a los status
determinados por el derecho positivo. Por el contrario, se afirmó que la juridicidad
–aquello que otorga la capacidad para ser sujeto de derechos y obligaciones- es
una de las características propias del hombre, pues se deriva de su naturaleza
social y relacional; sin embargo, para evocar la eminencia del hombre respecto de
los demás seres de su entorno, su dignidad, se le llamó “persona”.
El sentido filosófico u ontológico de persona es una creación del lenguaje teológico
cristiano y surgió como consecuencia de las disputas trinitarias y cristológicas de
la Antigüedad. Al intentar expresar con términos precisos la tesis del Dios Uno y
Trino y el dogma del Verbo Encarnado, se aplicaron por los representantes de la
ortodoxia católica las categorías sustancia, esencia, naturaleza y, como novedad,
la de persona. Originalmente los términos utilizados fueron los griegos de ousia
(sustancia, esencia) e hypóstasis (subsistencia), pues fueron sobre todo los
Padres orientales (San Atanasio, San Cirilo de Alejandría, etc.) y los Concilios
celebrados en Oriente (v. gr. Nicea, Efeso, Calcedonia, etc.) los que fijaron el
dogma católico trinitario y cristológico. En el caso de la Santísima Trinidad, la
fórmula fijada fue la de la consustancialidad – una única e idéntica sustancia- con
tres hypóstasis. En Cristo se reconoció una sola subsistencia o hypóstasis (de ahí
la expresión unión hipostática), esto es, una sola persona y dos naturalezas
(physis).
Como equivalente latino a la palabra hipóstasis, se usó el término
persona, como el más adecuado. Con ello –aunque sin pretenderlo- se creaba la
acepción filosófica de la palabra persona: una subsistencia o ser subsistente de
naturaleza intelectual o espiritual (Hervada, 1989, p. 429).
Esta significación, que originalmente nació en razón de Dios y no del hombre–
como se verifica en la cita- resultaba referible a toda subsistencia de naturaleza
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intelectual, por lo que la filosofía posterior la aplicó al hombre para explicar
determinadas dimensiones de su ser (como su dignidad) y los atributos que
consecuentemente le corresponden (como los llamados atributos de la
personalidad). En efecto, todo hombre, “individuo de naturaleza racional” Real
Academia Española- RAE (2012, p. 1), dadas sus capacidades intelectivas y
volitivas, es persona en sentido filosófico y, por conexión, en sentido jurídico; es
decir, tiene personalidad jurídica y capacidad de derecho.
Esa capacidad de ser sujeto activo de las operaciones la desprende el hombre de
la entidad subsistencia y es fundamento de la imputabilidad.
El centro de
gravedad de todas estas investigaciones será siempre la metafísica, y
consideramos que la teoría de los valores ha desplazado el moderno movimiento
filosófico de ese centro natural de toda investigación hacia el territorio de los
valores, sin dejar un punto de comunicación entre ellos. Y el enlace de esos dos
mundos, el del ser y el del deber ser, que es lo que supone toda cultura, vale lo
mismo para el valor ético que para los otros valores subordinados a él, desde el
estético hasta el vital (Naranjo, 1929, pp. 237-238).
Según lo expuesto hasta aquí, se deduce que la capacidad jurídica de derecho, es
decir, la aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones, les corresponde a
todos los hombres en cuanto personas.
De ahí, que el ordenamiento jurídico
establezca que la capacidad es uno de los atributos de la personalidad. “Se dice
que la personalidad se deriva de la condición relacional del hombre y las
consecuentes potencias humanas que ostenta, el entendimiento y la voluntad
(Naranjo, 1929, p. 237), De lo precedente surge el interrogante de determinar, si
aquellos que carecen de racionalidad, es decir, de los que están en el vientre
materno y aquellos que sufren discapacidades mentales pueden ostentar esa
condición.
Al respecto el gran jurista colombiano Naranjo (1929) haciendo un
análisis comparativo entre la filosofía moral medieval y la legislación actual,
señalan que los filósofos morales medievales se valieron de la teoría aristotélica
de la potencia y el acto, para argumentar, que la racionalidad está en potencia en
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todos los hombres -como factor determinante de la personalidad- aunque sólo en
algunos, la gran mayoría, esté en acto.
Una última objeción podría hacerse a este concepto, y es la protección que presta
el legislador a la criatura que está por nacer y que, como no tiene todavía
racionalidad, no se ha realizado total ni esencialmente el concepto de la
personalidad. Pero hay que recordar entonces que estos derechos son innatos,
porque corresponden a la expectativa de un ser existenciario. El feto está en
potencia para adquirir la personalidad, y esa potencia tiene unos derechos innatos
que son los que consagra el legislador puesto que son la base para actos de
existencia, que son los que corresponden a los derechos adquiridos. Idéntica
cosa ocurre con el demente, en quien se supone ya cumplida la personalidad,
pero en suspenso. Es decir, está privada del ejercicio del derecho, pero no es que
no tenga derechos, puesto que no carece de razón sino que la tiene perturbada
(Naranjo, 1929, p. 239).
Se evidencia, que la personalidad y la capacidad jurídica en derecho están
ligadas, pues, la primera, es el presupuesto de la segunda. Cuando se reconoce
la personalidad, de manera casi automática, se afirma que el sujeto tiene la aptitud
para ser titular de derechos. Sin embargo, la capacidad de obrar –de disponer de
los derechos reconocidos y obligarse- sigue estando limitada para quienes tienen
las potencias intelectuales y volitivas en actos, es decir, para quienes no están
afectados por enfermedades mentales o situaciones que les impidan comprender
la realidad y adecuarse conforme a ella.
Posteriormente, las legislaciones civiles modernas, es decir, posteriores a la
Revolución Francesa, adoptaron los avances doctrinarios del medievo respecto de
la personalidad y la capacidad jurídica –inherentes a todos los hombres- y se
valieron de los modelos representativos de la voluntad de las personas con
limitaciones mentales –ya sea por discapacidad mental y por cuestión de la edad-
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creadas por el Derecho Romano –la curatela y la tutela-. Esto se evidencia en que
la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establece
que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” (p. 1). A
partir de esta fórmula todos los hombres son personas en sentido jurídico, esto es,
ostentan personalidad jurídica.
El Código de Napoleón se promulgó el 21 de marzo de 1804 (en el Calendario
Revolucionario el 30 ventose An XII), siendo el primero en la legislación universal
y, dada la claridad, sencillez y solidez de su contenido, el modelo de los códigos
posteriores. En lo que se refiere a la capacidad jurídica, estableció el principio de
su presunción positiva, es decir, la presunción de capacidad para todas las
personas mayores de veintiún años; así mismo, aceptó la diferenciación de la
capacidad de goce y de derecho fijada por el Derecho Romano. Por otra parte,
respecto a la capacidad de ejercicio, determinó, que ésta podía desvirtuarse a
través del proceso referente a la interdicción judicial (Muñoz, 2007).
El proceso de interdicción judicial, estaba dirigido a limitar la posibilidad de ciertas
personas de intervenir en el tráfico del comercio, esto es, de celebrar válidamente
transacciones comerciales, con el propósito de cuidar y valorar sus bienes.
Generalmente se usaba para los llamados “locos, dementes, mentecatos e
idiotas”, es decir, aquellas personas que no tenían en acto la facultad de razonar
y, por lo tanto, no podían determinar su conducta.
Consistía en un proceso
declarativo en contra del discapacitado mental y su efecto era el nombramiento de
un curador para que lo representara. Este proceso fue adaptado con pocas
modificaciones en el Código Civil Chileno de Don Andrés Bello y, posteriormente,
en el Código Civil Colombiano de 1886 (González, 1989).
Siguiendo esta línea de argumentación, el Informe sobre Derechos Humanos del
Centro de Estudios Legales y Sociales de 2009, reconocida organización civil
14
especializada en el tema de la capacidad jurídica, afirmó, respecto al sistema
tutelar que:
El sistema tradicional de abordaje judicial de los problemas de salud mental se
basa en la idea de que el presunto enfermo mental necesita la protección estatal,
es decir, un aparato tutelar que vele desde afuera y desde arriba por los intereses
de un objeto de protección que debe ser sustituido en la toma de sus decisiones,
restringiendo su capacidad de ejercer derechos, para evitarle así los males
mayores que puede traer aparejados su interrelación con el mundo exterior
(Centro de Estudios Legales y Sociales CELS, 2009, p. 5).
.
Dentro de lo comentado, Foucault (2008) sostiene que el enfermo mental es el que
ha perdido el uso de las libertades individuales que le ha conferido sociedad
moderna a las personas a partir de la revolución burguesa, libertad, cuyas formas
civiles y jurídicas se reconocen a las personas por las declaraciones de derechos,
a este tenor:
Además, la desfalleciente voluntad del enfermo es sustituida por la voluntad
abusiva de un tercero que utiliza sus derechos (…), en otras palabras, otro lo ha
sustituido como sujeto de derecho. Para evitar esta alienación de hecho, el Código
Penal ha previsto la Interdicción (…), alienación de derecho, que transmite a otro
legalmente designado los derechos que el enfermo ya no puede ejercer (…).
(p. 30).
Desde esta lógica, en la doctrina clásica del Derecho, “el “término “capacidad”
proviene del latín capacitas que en castellano también es traducible como aptitud
o facultad” (González, 1989, p. 154). Ampliando el concepto, “Capacidad es la
aptitud o suficiencia para alguna cosa; aptitud legal para ejercitar un derecho o
una función civil, política o administrativa” (Ortiz, 1997, p. 69). Acorde con su
definición general, desde el punto de vista jurídico, la capacidad es entendida
como “la aptitud legal de una persona para ser sujeto de derechos y obligaciones,
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y para ejercer sus derechos y cumplir sus obligaciones” (Chávez, 1992, p. 39). Se
manifiesta en esta definición que todo individuo de la especie humana, por su
condición de persona, es titular de derechos; sin embargo, su capacidad para
contraer obligaciones se modula conforme a la voluntad, es decir, a la suficiencia
para tomar decisiones libremente.
Al respecto, la capacidad es una e indivisible y está potencialmente en todos los
seres humanos, aunque en algunos presenten limitaciones para ejercerla. Por
otra parte, como ya se advirtió, la capacidad comprende dos aspectos: la de
derecho y la de obrar, siendo la primera, aquella que tiene toda persona para ser
titular de derechos, mientras que la segunda, es la posibilidad de ejercer
directamente sus derechos y contraer obligaciones; esta última, se modula de
acuerdo a la capacidad de autodeterminación del individuo, es decir, que toda
persona la tiene pero se acopla al desarrollo de la facultad de comprender la
realidad y actuar conforme a ella. Al respecto:
El término “capacidad” (de capacitas), en su más amplia acepción indica aptitud
para ser sujeto de derechos, por una parte, y aptitud para ejercer tales derechos
mediante negocios jurídicos. De aquí surge un dualismo fundamental en materia
de capacidad: aptitud o capacidad para ser sujeto de las relaciones jurídicas,
especialmente de derechos subjetivos, y capacidad para obrar jurídicamente,
introduciendo cambios o modificaciones en las relaciones jurídicas de las que se
es sujeto (Valencia & Ortiz, 2010, p. 540).
Conforme con esto, es pertinente aclarar que Savigny, doctrinante del siglo XIX
quien hizo amplias aportaciones teóricas para la ciencia jurídica, fue quien primero
precisó la doctrina de la capacidad, como aptitud para ser sujeto de derechos o la
aptitud para ejercerlos. “La diferenciación tiene implicaciones prácticas; cuando se
pregunta ¿quién puede ser sujeto de una relación jurídica en una situación
concreta? Se hace referencia a la “posesión posible de los derechos, o sea, a la
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capacidad de derecho” (Valencia & Ortiz, 2010, p. 541); pero otra cosa es la
posibilidad de disponer de ellos, su ejercicio, o sea, la facultad de obrar.
La capacidad jurídica de derecho o de goce es la aptitud de las personas para ser
titulares de derechos; “se refiere simplemente a la posibilidad de que determinado
derecho se radique en cabeza de una persona” (Valencia & Ortiz, 2010, p. 541).
Toda persona, por el hecho de serlo, tiene este tipo de capacidad; vale decir, que
tanto los niños, las niñas y los adolescentes, como los dementes, tanto las
personas físicas como las jurídicas, pueden ser titulares de derechos. En general,
los derechos civiles de orden patrimonial (derechos reales, créditos, derechos
inmateriales y hereditarios) pueden estar en cabeza de cualquier persona; sin
embargo, no sucede así con otras categorías de derechos, por ejemplo, los
derechos políticos, pues según el Acto Legislativo 1 de (1975) sólo se otorgan a
los colombianos mayores de dieciocho años.
No toda persona que tenga capacidad de goce respecto a los derechos civiles
patrimoniales, tiene capacidad de ejercicio de los mismos. En efecto, para ejercer
un derecho civil patrimonial mediante la celebración de un negocio jurídico, se
exige en el sujeto o persona la existencia de una voluntad plenamente
desarrollada. Desde esta perspectiva, un menor de dieciocho años o un demente
tienen capacidad de derecho, pero no capacidad de obrar. Como lo enseñan
Valencia & Ortiz (2010) las expresiones más adecuadas para referirse a la
capacidad de obrar son “capacidad de negociar o negocial” (p. 541).
Así las cosas, la capacidad de obrar se refiere a “la aptitud de una persona para
celebrar negocios válidamente, sin que requiera el ministerio o la autorización de
otra” (Ortiz, 1997, p. 69). Por lo tanto, es válido el siguiente principio general que
gobierna en el derecho positivo lo referente al ejercicio de los derechos
patrimoniales mediante la celebración de negocios jurídicos: “La capacidad
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jurídica, o sea, la capacidad para ser titular de derechos subjetivos patrimoniales,
la tiene toda persona sin necesidad de estar dotada de una voluntad reflexiva; en
cambio, la capacidad de obrar o capacidad negocial está supeditada a la
existencia de voluntad reflexiva” (Valencia & Ortiz, 2010, p 541).
Sería imposible señalar en cada caso concreto que se presente en las relaciones
jurídicas, cuál persona está dotada de voluntad reflexiva y cuál no. Conforme con
esto, el orden jurídico, siguiendo en esto el ejemplo de los sistemas más
avanzados y siguiendo la tradición romano germánica del derecho, se ha
establecido una presunción general, consistente en considerar que al cumplir una
persona dieciocho años adquiere capacidad de ejercer sus derechos, sin
autorización de otro; en cambio, los menores de esa edad son incapaces de obrar,
es decir, carecen de capacidad de negociar.
Es posible que en muchos casos la presunción que estableció el ordenamiento
jurídico respecto a la capacidad no corresponda a la realidad, pues suele darse la
circunstancia de que algunas personas sean precoces intelectualmente, es decir,
que antes de los dieciocho años hayan adquirido buena inteligencia para los
negocios; Pero estos casos son excepcionales y deben ceder ante la regla
general, ya que de lo contrario sería muy difícil practicar la ciencia jurídica.
La presunción anterior, se divide en dos aspectos con diferente alcance, a saber;
uno negativo y otro positivo. En su aspecto negativo, es decir, aquel que parte del
supuesto de presumir que las personas menores de la edad determinada por la ley
carecen de capacidad de obrar, constituye una presunción de derecho, que no
admite prueba en contrario. “A ningún menor de 18 años se le admite la prueba de
que ya ha llegado al pleno desarrollo de sus facultades mentales” (Valencia &
Ortiz, 2010, p. 542). No obstante, en su aspecto positivo, es decir, aquel que parte
del supuesto de que los mayores de edad son capaces de negociar, es una
presunción relativa de hecho, es decir, admite prueba en contrario.
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En efecto, si la mayoría de edad hace presumir que la persona está provista de
voluntad reflexiva, no obstante, pueden existir otras causas que destruyen la
existencia de tal voluntad, como acontece con las personas con discapacidad
mental.
Además de las enfermedades mentales, pueden existir otras causas que excluyen
la existencia de voluntad (disipación), o, aunque no la excluyan, incapacitan a la
persona para emitir o recibir una declaración de voluntad (sordomudos que no
pueden darse a entender por alguna suerte de lenguaje) (…) Son, entonces,
incapaces: 1) los menores de 18 años; 2) los enfermos mentales; 3) los
disipadores; 4.) los sordomudos que no pueden darse a entender por alguna clase
de lenguaje (Valencia & Ortiz, 2010, p. 542).
De lo expuesto hasta aquí, se puede extraer que la capacidad, en general, es la
aptitud de una persona para hacer algo; desde el punto de vista jurídico, se refiere
a la aptitud para participar en el tráfico jurídico, sea como titular de derechos o a
través de la celebración de negocios jurídicos en los cuales se disponga de los
derechos de que se es titular. Las personas con discapacidad mental mayores de
dieciocho años, por su condición de persona, cuentan con capacidad jurídica tanto
de derecho como de obrar, pues se amparan en la presunción establecida por las
leyes civiles; sin embargo, atendiendo a sus limitaciones para reflexionar y
exteriorizar una voluntad auténtica, pueden verse inmersas en los procesos
judiciales que buscan su protección a través de la restricción de su capacidad de
obrar. Como se evidencia, el problema de la validez de los actos celebrados por
las personas con discapacidad de obrar radica en la incapacidad negocial de estos
sujetos.
19
II.
SOBRE LA CAPACIDAD JURÍDICA EN LA CONVENCIÓN SOBRE LOS
DERECHOS DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD
En Colombia –conforme a lo visto-, la interdicción está contemplada por el Código
Civil (2010) a través del instituto jurídico de la inhabilitación, enmarcado por la
lógica del modelo tutelar.
La norma pilar de este paradigma resulta ser el Código Civil, que define a las
personas declaradas incapaces como “menores de edad” sustituyendo su voluntad
por el criterio del curador y aplicando para el manejo de sus bienes y de su
persona a reglas de tutela propias del viejo sistema asistencial que consideraba a
los niños como objeto de protección y no como sujetos de derecho. Así, el tutor (o
curador del incapaz) termina siendo el representante “en todos los actos de la vida
civil” del afectado y, además, “gestiona y administra solo”, “sin el concurso del
menor y prescindiendo de su voluntad”. Su figura termina de moldearse cuando el
Código le impone el deber de administrar los intereses del menor como “un buen
padre de familia (CELS, 2009, p. 23).
En consecuencia, es de vital importancia estudiar los nuevos conceptos
sostenidos por la Convención sobre los Derechos de las Personas con
Discapacidad, traduciéndolos en prácticas que permitan la sustitución del modelo
tutelar hacia el pleno ejercicio de los derechos de un grupo vulnerado y
estigmatizado como el las de personas con discapacidad, conceptos y prácticas
validados en el modelo social. Al respecto Fernández (2010) afirma:
El concepto de autonomía o de libre determinación exige que la persona sea el
centro de todas las decisiones que le afecten. Aunque en muchos casos la
capacidad de ejercer autonomía de quienes presentan discapacidad intelectual,
mental o discapacidades múltiples o severas pueda encontrarse en efecto
limitada, la Convención demanda garantizar el pleno desarrollo del grado de
autonomía potencialmente existente en la persona, por mínimo que éste sea.
20
Prevé, para ello, que la persona con discapacidad sea provista de todos los
apoyos que requiera, y cómo y cuándo los requiera, tanto para su autonomía e
independencia en la toma de sus decisiones como para el ejercicio pleno de sus
derechos (Subrayado y negrilla fuera del texto) (p. 14).
El enunciado normativo de igualdad de capacidad jurídica para las personas
discapacitadas contenida en el instrumento referenciado, parte del supuesto de
aquellas
que
presentan
discapacidades
mentales,
las
cuales
tienen
potencialmente las mismas facultades físicas y mentales que cualquier ser
humano, y que, sin embargo, es posible brindarles apoyo necesario para que sus
decisiones sean más consientes sin que con esta ayuda se desconozcan sus
deseos o preferencias*.
Al respecto es necesario recordar que, desde el punto de vista jurídico, la
capacidad es entendida como “la aptitud legal de una persona para ser sujeto de
derechos y obligaciones, y para ejercer sus derechos y cumplir sus obligaciones”
(Chávez, 1992, p. 39). Se manifiesta en esta definición que todo individuo de la
especie humana, por su condición de persona, es titular de derechos; sin
embargo, su capacidad para contraer obligaciones se modula conforme a la
suficiencia para tomar decisiones libremente.
Con esta apreciación se quiere
afirmar que el contenido de la capacidad jurídica, específicamente la facultad para
contraer obligaciones (capacidad de ejercicio), se puede variar hasta conseguir el
adecuado para las personas con discapacidad mental. Así las cosas, la capacidad
*
La Convención (2006) establece que: “Los Estados Partes adoptarán las medidas pertinentes para
proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que puedan necesitar en el ejercicio de su
capacidad jurídica” (art., 12 n. 3). De la misma manera “Los Estados Partes asegurarán que en todas las
medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica se proporcionen salvaguardias adecuadas y efectivas
para impedir los abusos de conformidad con el derecho internacional en materia de derechos humanos. Esas
salvaguardias asegurarán que las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica respeten los
derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, que no haya conflicto de intereses ni influencia
indebida, que sean proporcionales y adaptadas a las circunstancias de la persona, que se apliquen en el plazo
más corto posible y que estén sujetas a exámenes periódicos, por parte de una autoridad o un órgano judicial
competente, independiente e imparcial. Las salvaguardias serán proporcionales al grado en que dichas
medidas afecten a los derechos e intereses de las personas” (art., 12 n. 4). Con la última norma citada queda
en claro que el apoyo que ha de prestarse a las personas con discapacidad intelectual o mental para que
ejerzan su capacidad jurídica debe ser coherente con sus deseos y preferencias.
21
es una e indivisible, aunque ella se clasifique en capacidad de goce y de ejercicio,
y está potencialmente en todos los seres humanos.
Como ya se advirtió, la capacidad comprende dos aspectos: la capacidad de goce
y la capacidad de obrar o de ejercicio, siendo la primera, aquella que tiene toda
persona para ser titular de derechos, mientras que la segunda, es la posibilidad de
ejercer directamente sus derechos y contraer obligaciones, la cual se modula de
acuerdo a la capacidad de autodeterminación del individuo, es decir, toda persona
la tiene pero se acopla al desarrollo de la facultad de comprender la realidad y
actuar conforme con ella.
Las personas con discapacidad eran determinadas por los juristas como “sujetos
de especial protección”; ahora, con la declaración de igualdad de capacidad,
pasan a consideradas “sujetos de derechos” (Parra, 2012, p. 305).
En cuanto
sujetos de protección eran reconocidas como seres humanos pero la actividad
estatal estaba encaminada específicamente a la tutela de sus derechos con
independencia de lo que desearan; con el nuevo enfoque, estas personas pasan a
ser sujetos de derechos pudiendo decidir sobre los aspectos más básicos de su
existencia, como los demás seres humanos, de acuerdo con el grado de
determinación que tengan. Esta visión tiene consecuencias directas en los
ordenamientos jurídicos internos pues los legisladores deberán crear normas que
igualen en el ejercicio de sus derechos a las personas con discapacidad con las
que no lo son.
La búsqueda de un trato igual a todos los seres humanos por parte de los
funcionarios estatales, es una de las principales aspiraciones políticas de las
democracias modernas; desde esta lógica, la idea de igualdad se erige como un
principio incorporado en la mayoría de los instrumentos internacionales sobre
derechos humanos (Cerdá, 2005). En cuanto principio político, la igualdad
constituye un mandato que debe guiar la actividad del poder legislativo, ejecutivo y
22
judicial de los Estados.
El Legislativo debe crear leyes que adopten medidas y
sanciones en favor de los grupos marginados o discriminados y que protejan a las
personas que por su condición económica, física o mental se encuentren en
circunstancia de debilidad manifiesta; de la misma manera, el ejecutivo –o mejor,
las autoridades administrativas- deberán otorgar la misma protección y trato a
todas las personas con independencia de su raza, sexo, nacionalidad, o posición
política o filosófica; entre tanto, el judicial, debe propender, a través de sus
providencias, para que la igualdad sea real y efectiva.
Los Estados que acogen el principio de igualdad dentro de sus constituciones
deben crear los medios para que este no se quede en una aspiración política sino
se convierta en una realidad Popper, 2010): así las cosas, las personas
discapacitadas son sujetos de derechos y requieren la garantía de sus derechos
por parte de los legisladores, las autoridades administrativas y los jueces.
Precisamente, el término discapacitado se utiliza jurisprudencialmente para
categorizar a las personas que padecen alguna deficiencia o limitación física o
mental que les impide actuar en la sociedad en igualdad de condiciones respecto
de quienes no sufren dolencia alguna (Corte Constitucional, Sentencia T372/2012).
Esta definición elaborada por la Corte Constitucional Sentencia T-372(2012)
concuerda con los postulados que al respecto ha expuesto la Organización
Mundial de la Salud, conforme con esta apreciación:
La Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la
Salud -CIF, desarrollada por la Organización Mundial de la Salud -OMS, utiliza un
enfoque “biopsicosocial”, y define la discapacidad, desde el punto de vista
relacional, como el resultado de interacciones complejas entre las limitaciones
funcionales (físicas, intelectuales o mentales) de la persona y del ambiente social
y físico que representan las circunstancias en las que vive esa persona. La CIF
23
Incluye deficiencias, limitaciones en la actividad y restricciones en la participación.
Denotando los aspectos negativos de la interacción entre un individuo (con una
condición de salud) y la de los factores contextuales individuales (factores
ambientales y personales) (Egea & Sarabia, 2002, p. 9).
Así las cosas, quienes padecen limitaciones respecto de las facultades físicas o
mentales que comúnmente tienen los demás seres humanos, son acogidas y
amparadas por el orden constitucional y jurídico, en aras de garantizarles
condiciones para que puedan ejercer sus derechos en igualdad con los restantes
miembros del conglomerado social.
Colombia aprobó a través de la Ley 1346 de (2009) la Convención sobre los
Derechos de las Personas con Discapacidad sin manifestar reserva alguna
respecto del contenido de la misma; desde esta perspectiva, asumió como
obligatorio el deber de reconocer la capacidad jurídica a las personas
discapacitadas en igualdad de condiciones que las que no lo son. La suscripción
de esta convención con la activa participación del Estado colombiano, y las
consecuentes obligaciones derivadas, resultan claramente encuadradas dentro del
marco axiológico de la Constitución de 1991, que propende por la igualdad como
uno de los principios básicos que rige la actividad estatal (Corte Constitucional,
Sentencia C- 293/2010).
III.
SOBRE EL FORMALISMO JURÍDICO EN LA DECLARACIÓN DE LA
CONVENCIÓN
SOBRE LOS DERECHOS
DE LAS PERSONAS CON
DISCAPACIDAD -CDPD
Una de las principales características del modelo de Estado acogido por la
Constitución Nacional de (1991) de corte Realista, es el logro de la justicia material
o real y el abandono del formalismo en la interpretación del derecho; en este
sentido afirmó en su momento la Corte Constitucional que con el nuevo modelo se
24
disemina una “pérdida de la importancia sacramental del texto legal entendido
como emanación de la voluntad popular
y mayor preocupación por la justicia
material y por el logro de soluciones que consulten la especificidad de los hechos”
(Corte Constitucional en Sentencia T-406/1992, p. 5 ). Es decir, que este debe
constituir un principio operativo de la conducta de los funcionarios del Estado,
especialmente de los legisladores, quienes en adelante deberán velar, no por la
mera creación del derecho conforme a los requisitos formales, sino por que este
tenga un contenido justo.
Ahora bien, una posición realista del derecho, se opone a las corrientes surgidas
del concepto de derecho subjetivo, según las cuales, el derecho es una facultad
de hacer, omitir o exigir algo, expresando que el derecho –ius- es la misma cosa
que se reclama en la relación de justicia.
(si) el jurista curioso no recuerda el realismo jurídico o ha sido educado en el
normativismo, probablemente se sentirá llamado a corregir: la casa no es el
derecho de propiedad, sino su objeto, o dicho de otra manera, habría que decir
que se tiene el derecho de propiedad ‘sobre’ la casa; el derecho de usar el bien no
es el uso mismo, sino el derecho al uso y así sucesivamente (Hervada, 2014, p.
30).
El derecho subjetivo – cuya definición fue creada por Guillermo de Ockham en el
siglo XIV con el objetivo de demostrar que podía ser tan pobre que ni lo que comía
podía llamarse suyo- se presenta como una trampa abierta para el individualismo,
para adormecer la conciencia de los poderosos frente a los desposeídos; en
efecto, si el derecho subjetivo existe en la medida en que se tiene la facultad
moral, independientemente de que en la realidad se tengan o no cosas sobre que
ejercerla.
Por ejemplo, se le reconoce el derecho a la salud a todos los
ciudadanos pero no la afiliación a una entidad prestadora de la salud (eps); es
reconocer algo que en la práctica no existe.
Frente a estos formalismos “el
25
realismo jurídico rechaza semejante concepción del derecho por ser falsa e
injusta” (Hervada, 2014, p. 31). El derecho no es primariamente la facultad moral,
sino la cosa debida.
Esto manifiesta que esta corriente filosófica del derecho
busca el logro de la justicia material;
Que el derecho no se quede en el plano meramente formal, sino que se realice en
el plano real, es una cuestión jurídica, lo que, dicho en otros términos, es afirmar
de que se trata de una cuestión de justicia. Y constituyen la tarea de los juristas,
entre ellos los jueces.
Como el derecho no es simplemente facultad moral –
aunque haya facultades morales que son derecho-, los juristas y entre ellos los
jueces deben interpretar las leyes en función no del derecho en sentido formal,
sino del derecho en sentido real (o mejor, realista). De acuerdo con que esta
interpretación, debe hacerse en función de las circunstancias concretas, pero no
es aceptable quedarse en una interpretación meramente formal (Hervada, 2014,
p. 33)
CONCLUSIONES
Se puede percibir que la declaración de igualdad de capacidad jurídica de ejercicio
de las personas con discapacidad mental y las que no la tienen, es un formalismo
jurídico en la medida en que otorga legalmente unas aptitudes para el ejercicio del
Derecho a un grupo poblacional que no cuenta con las características mentales
para comprender las implicaciones de la celebración de un negocio jurídico. El
formalismo jurídico que surge en la teoría del “derecho subjetivo” desarrollada por
Guillermo de Ockham, según la cual, el derecho es la facultad de hacer, omitir o
exigir algo, tiene implicaciones negativas en el ordenamiento jurídico, pues, lo
idealiza y lo hace inaplicable. Si el derecho no es una cosa que existe en la
realidad sino la facultad de usarla entonces, la capacidad jurídica de ejercicio se le
puede reconocer a todo sujeto que el derecho considere, con independencia de
que el individuo sobre quien recaiga tal situación en la realidad cuente con las
condiciones necesarias para ser titular de derechos. Al respecto:
26
El derecho subjetivo –al que dio empuje y vitalidad en el siglo XIV el espiritualismo
del fraile inglés GUILLERMO DE OCKHAM, que quería ser tan pobre que ni lo que
comía pudiese llamarse derecho suyo- es una trampa abierta por el individualismo
decimonónico para adormecer la conciencia de los poderosos frente a los
desposeídos.
En efecto, si el derecho de una persona es, radicalmente, el
derecho subjetivo, existe el derecho en la medida en que se tiene la facultad
moral, independientemente de que en la realidad se tengan o no cosas sobre las
que ejercerla (Hervada, 2014, pp. 30,31).
La “trampa” de la que habla el profesor Hervada (2014) es evidente en el caso del
reconocimiento de la capacidad jurídica de obrar de las personas con
discapacidad mental, pues, en la medida de que desaparecen los modelos
tutelares de la voluntad, se desprotege a este grupo poblacional el cual queda
expuesto a ser instrumentalizado por los demás miembros de la comunidad,
desconociéndose los derechos elementales, incluso el derecho a la dignidad
humana, la cual señala que la persona es un fin en sí mismo.
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